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Las lenguas peninsulares

El castellano clásico y moderno

Introducción

urante los siglos XVI y XVII el castellano se convierte en la


lengua que básicamente es hoy; la reforma ortográfica del
siglo XVIII normalizará el uso escrito de una lengua que, al
menos desde el XVII, presenta un aspecto muy similar al que
en la actualidad tiene. Ese proceso de transformación del castellano
medieval en una lengua moderna va acompañado de una extensión
geográfica considerable (América), al tiempo que el castellano se
convierte en español, es decir, se impone como lengua de cultivo a
las otras lenguas peninsulares.

Nebrija había visto bien que las lenguas son compañeras de los
imperios. Cuando redacta su Gramática castellana, lo hace desde el
convencimiento de que una lengua que, como el castellano, ha
alcanzado una cierta plenitud, ha de normalizarse, para asegurar su
conservación. Esa plenitud es, a la vez, expresión de una situación
política favorable e instrumento de ella, pues los imperios se crean y
se mantienen por obra de varios poderes -el militar, el económico-;
pero uno de ellos, esencial, es la lengua.

Nebrija dirigía su Gramática a la reina Isabel. Los Reyes Católicos son


los creadores del Estado moderno: la monarquía se reserva el poder
político, arrebatándoselo a los nobles a cambio de asegurarles la
hegemonía social, y somete a su control a los municipios, a las cortes
y a la Iglesia; reorganiza la Hacienda, la administración de Justicia y
las fuerzas militares. La unidad política peninsular se logra con la
conquista del reino de Granada y la anexión de Navarra y, para
conseguir la unidad espiritual, se establece la Inquisición.

Así pues, en 1492 (el año, también, del descubrimiento de América)


España vive en una fase de crecimiento y entusiasmo, lo que afecta
decisivamente al castellano. Durante los siglos siguientes se
reconocerá en Europa como lengua de cultura, se extenderá por el
Nuevo Mundo y en la Península se impondrá a las otras lenguas y
dialectos; una brillante literatura, la paulatina apropiación de usos
reservados antes al latín, y la reflexión lingüística, acompañarán
determinantemente este proceso.

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La lengua de un imperio

La expansión europea

Carlos I se convierte en rey de España en 1516. Cuando es elegido


emperador de Alemania en 1519, bajo su poder se reúne un vasto
territorio que comprende los reinos hispánicos, las Indias americanas,
Alemania, los Países Bajos, y se extiende por Italia y el norte de
África. El castellano es entonces una lengua de extraordinario
prestigio en Europa; como el francés o el italiano, de uso común en la
diplomacia y en los negocios, nuestro idioma se convierte en una
lengua de poder y también de cultura. Juan de Valdés escribe: "Assí
entre damas como entre cavalleros se tiene por gentileza y galanía
saber hablar castellano." En 1536 Carlos V desafía a Francisco I de
Francia ante el Papa Paulo III y usará para ello el castellano; cuando
el obispo de Mâcon, embajador francés, dice no comprender sus
palabras, le responde: "... Entiéndame si quiere, y no espere de mí
otras (...) que de mi lengua española, la cual es tan noble que
merece ser sabida y entendida de toda la gente cristiana."

Este prestigio y difusión explican el abundante número de préstamos


que otras lenguas europeas reciben del castellano en esta época:
"sforzo", "sussiego", "complimento", "grandioso"..., en italiano;
"bravoure", "guitarre", "sieste", "hâbler" ("hablar con jactancia")..., en
francés; pero también términos ingleses como "picaro", "desperado"
("desesperado"), o alemanes ("galan", "karavelle") que dan cuenta de
una influencia visible en determinados hechos, caracteres o
costumbres.

El descubrimiento de un Nuevo Mundo

l descubrimiento de América, una obra esencialmente


castellana, tiene una gran trascendencia para la historia del
idioma. Los colonizadores se encuentran con lenguas
desconocidas sobre las cuales van imponiendo la suya
propia. La imposición no siempre fue eliminación; por el contrario,
desde distintos puntos de vista se defiende la conveniencia de
estudiar las lenguas de los indios para que sean instrumento de una
cristianización más eficaz. Algunas han sobrevivido pujantes, como
son el quechua, el náhuatl, el guaraní...

Un léxico muy abundante que designaba realidades desconocidas por


los conquistadores pasó al castellano: "canoa", "cacique", "maíz",
"sabana", "tabaco"..., del taíno; "piragua", "caníbal", "butaca"..., del
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caribe; "cacao", "chocolate", "tomate", "tiza"..., del náhuatl;
"cóndor", "mate", "papa", "carpa"..., del quechua; y otros
americanismos (hay otras influencias gramaticales y fónicas menos
evidentes) que se incorporaron a la lengua de los conquistadores.
Ésta, por su parte, evolucionó en el mismo sentido que lo hacía la de
la metrópoli, y particularmente según el modelo andaluz (seseo,
yeísmo, aspiración de -s al final de sílaba...), lo que se debe al alto
contingente de andaluces que protagonizaron la primera fase de la
conquista y al influjo de Sevilla, paso obligado entre la metrópoli y
las colonias.

El castellano y las lenguas de España

Al tiempo que el castellano se convierte en lengua internacional, en


la Península se ha ido imponiendo progresivamente sobre las otras
lenguas: desde la Edad Media sobre los dialectos mozárabes, a
medida que Castilla reconquistaba el sur; y muy pronto, también,
sobre el leonés y el aragonés, que quedan limitadas a un uso familiar
y local, y no llegan propiamente a constituirse como lenguas (se
consideran dialectos). A la fijación de la norma del castellano
contribuirán hablantes de otras procedencias. El catalán Boscán o el
portugués Montemayor escriben en una lengua que tiene un incesante
cultivo literario y que se impone, incluso sobre el gallego y el
catalán, lenguas que habían alcanzado en la Edad Media un gran
esplendor literario y que ahora significativamente descienden en sus
usos cultos (los recuperarán más tarde, en el siglo XIX). En suma, los
términos "castellano" y "español" se convierten en la práctica en
sinónimos.

¿Qué es lo correcto, castellano o español?

Desde el siglo XVI los términos castellano y español se utilizan como


sinónimos para designar la misma lengua. Es hoy un uso conflictivo
por razones culturales y políticas.

Originariamente, el primer término es más apropiado en cuanto que


el castellano es el idioma surgido en Castilla, una de las lenguas
romances peninsulares. Pero cuando se convierte en lengua
hegemónica, y aun escritores de otras lenguas y dialectos
peninsulares escriben en castellano, parece justo llamarlo español:
es la lengua de España.

Lo que ocurre es que el concepto mismo de España es conflictivo


entendido como nación o como estado, ya que otras nacionalidades
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forman parte de él. En este sentido también el catalán, el gallego o
el vasco son lenguas españolas. El uso de "español" puede provocar la
reticencia de hablantes españoles de otras lenguas.

Por otra parte, hablantes andaluces o hispanoamericanos pueden


también argüir que ellos no se expresan en castellano, sino en una
variedad mucho más que dialectal (pues fenómenos como el seseo,
por ejemplo, están del todo normalizados en la pronunciación, si no
en la ortografía), que se incluiría con el castellano en sentido
estricto, en un ámbito más general: el del español.

El Siglo de Oro de las artes y las letras españolas

urante los siglos XVI y XVII, las artes y la literatura


españolas viven su Siglo de Oro. La expansión del Imperio,
el descubrimiento de América y la revolución cultural que
supuso el Renacimiento, constituyeron el punto de partida
de este período, mientras que los enormes problemas económicos y
sociales que se sucedieron a la muerte de Felipe II trajeron consigo
una retracción en la cultura española.

Un Siglo de Oro que en realidad son dos (por poner dos fechas
significativas: 1501, nacimiento de Garcilaso; 1681, muerte de
Calderón) y que comprenden tanto un momento de auge político
como de caída: la España que comienza la Edad Moderna con
expectativas de progreso cambia de rumbo en el curso de unos años
para mirar a un estéril pasado: cristianismo contrarreformista, odio
al trabajo manual, hostilidad a la ciencia, inexistencia de una clase
media, son algunas de las formas que adopta esa huida hacia atrás.

Ambos momentos, y el tránsito de uno al otro, dejan profundas


huellas en una lengua en constante ebullición y, por supuesto, en la
literatura que los expresa.

La lengua y La literatura

¿Qué ocurre en la lengua en esos dos siglos? Ser la lengua de una


importante potencia europea y de un nuevo continente ha
consolidado su prestigio. La necesidad de dar cuenta de situaciones
tan conflictivas e intensas como las que por esos siglos atraviesa la
comunidad nacional hará al castellano más rico y complejo.

La literatura es, sobre todo, la expresión de esos conflictos:


confianza y desengaño, aspiración a la racionalidad y crisis de la

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razón. Por lo tanto, resulta insoslayable referirse al quehacer
literario: es el espejo ideal de una lengua que refleja tanto sus
mejores posibilidades como sus límites y devuelve a sus hablantes
una imagen que condiciona sus hábitos lingüísticos y sus experiencias
espirituales.

El Renacimiento

Los ideales lingüísticos del Renacimiento son la selección y la


naturalidad. Juan de Valdés lo enuncia claramente en su Diálogo de
la lengua (1535): "El estilo que tengo me es natural y sin afetación
ninguna escrivo como hablo; solamente tengo cuidado de usar de
vocablos que signifiquen bien lo que quiero dezir, y dígolo quanto
más llanamente me es possible, porque a mi parecer en ninguna
lengua stá bien el afetación." Hay un deseo de racionalidad, de que
las palabras sirvan para un conocimiento individual y social que se
considera al alcance del hombre.

La sencillez y el rechazo del artificio es la aspiración de los


ambientes cortesanos y de los escritores de la época: Garcilaso, el
anónimo autor del Lazarillo, gran parte de la prosa didáctica de la
primera mitad del siglo; incluso los místicos, que pretenden hablar de
experiencias ocultas, recurren a la lengua común, bien directamente
-Santa Teresa- bien para construir con ella un lenguaje simbólico que
permita, justamente, expresar lo inefable. Es una aspiración que
llega hasta Cervantes: "El lenguaje puro, el propio, el elegante y
claro está en los discretos cortesanos, aunque hayan nacido en
Majalahonda...", hace decir al Licenciado que aparece en el Quijote,
y añadir: "... Pícome algún tanto de decir mi razón con palabras
claras, llanas y significantes."

El Renacimiento (continuación)

El Diálogo de la Lengua, de Juan de Valdés

n 1535 Juan de Valdés escribe el Diálogo de la lengua. Vive


entonces en Nápoles, donde es archivero de la ciudad,
nombrado por Carlos V, y donde morirá en 1541. Discípulo
de Erasmo de Rotterdam, defiende, como todos los
erasmistas, la religiosidad íntima, se siente ajeno a los ritos externos
y mantiene la primacía de la fe sobre las obras. En Nápoles se ha
rodeado de un selecto grupo, para el cual escribe.

Escribe sobre asuntos religiosos y, excepcionalmente, este Diálogo de


la lengua, que debió de tener la finalidad de introducir a sus amigos

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en el uso del castellano, que "ya en Italia, assí entre damas como
entre cavalleros se tiene por gentileza y galanía saber hablar...".

La obra responde a un clima de exaltación de las lenguas vulgares


que fue general en el Renacimiento: "Todos los hombres somos más
obligados a ilustrar y enriquecer la lengua que nos es natural y que
mamamos en las tetas de nuestras madres, que no la que nos es
pegadiza y que aprendemos en libros." Valdés no era un lingüista y no
ahonda demasiado en cuestiones gramaticales teóricas, pero hace
una amplia descripción de lo que era con toda seguridad el castellano
del siglo XVI.

Así, el Diálogo de la lengua documenta cómo se van superando las


vacilaciones de vocales átonas y se tiende a simplificar los grupos de
consonantes, cómo permanece aún en Toledo la distinción entre la
dentoalveolar africada sorda y sonora, y cómo la f- inicial se ha
convertido ya en una aspiración. Registra que las formas verbales do
y so van siendo sustituidas por doy y soy; que el pronombre vos átono
está siendo desplazado por os; la decadencia de nexos como ca, en
beneficio de porque, o las tendencias modernas en el orden de
palabras.

Pero sobre todo analiza el léxico con un criterio de propiedad,


censurando términos vulgares y rústicos, dialectalismos o arcaísmos,
a la vez que informa sobre neologismos que están entrando durante
estos años en la lengua.

Y describe, en fin, con rigor, la variedad de lenguas peninsulares y la


diversidad geográfica que presenta el castellano: "Si me avéis de
preguntar de las diversidades que ay en el hablar castellano entre
unas tierras y otras, será nunca acabar, porque como la lengua
castellana se habla no solamente por toda Castilla, pero en el reino
de Aragón, en el de Murcia con toda el Andaluzía, y en Galizia,
Asturias y Navarra, y esto aun hasta entre la gente vulgar, porque
entre la gente noble tanto bien se habla en todo el resto de España,
cada provincia tiene sus vocablos propios y sus maneras de dezir, y es
assí que el aragonés tiene unos vocablos propios y unas propias
maneras de dezir, y el andaluz tiene otros y otras, y el navarro otros
y otras, y aun ay otros y otras en tierra de Campos, que llaman
Castilla la Vieja, y otros y otras en el reino de Toledo, de manera
que, como digo, nunca acabaríamos."

Valdés defiende también una norma para el castellano, intentando


armonizar la autoridad de la lengua culta y cortesana --coincidente
con el habla de Toledo-- con el criterio de quienes defendían la
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autoridad de la lengua más común y popular, aunque excluya, en
todo caso, lo vulgar y plebeyo. A este respecto es significativo que no
recurra a modelos literarios --no los encuentra en castellano
equiparables a los de la literatura italiana, en la que se halla
inmerso-- sino a los refranes. En lo cual está la idealización
renacentista de lo popular como expresión del hombre natural y
primitivo, ajeno a las contaminaciones de la civilización.

El Diálogo de la lengua circuló manuscrito y no fue editado hasta


1713. No todo en esta obra es indiscutible, ni todas las valoraciones
de Valdés fueron aceptadas por la evolución de la lengua, pero
constituye un testimonio valiosísimo del estado del castellano en los
inicios de la edad moderna.

Cervantes y el orgullo de una lengua clásica

i el orgullo de la propia lengua condiciona su supervivencia,


al asegurar la fidelidad a ella de los hablantes, parece claro
que la existencia en el pasado de un hablante excepcional,
capaz de llevarla a sus mayores posibilidades expresivas, es
un poderoso argumento a favor de ese orgullo: el que sienten los
ingleses por Shakespeare, los italianos por Dante Alighieri, los
alemanes por Goethe o los españoles por Cervantes.

Un clásico es alguien capaz de hallar, más allá de su propia


experiencia, un lenguaje artístico que exprese la conciencia de un
tiempo y de una colectividad, y que por ello merezca ser leído no
sólo por los habitantes de su país o de su época, sino también por la
humanidad de todos los tiempos.

Ese papel le ha correspondido principalmente a Cervantes, aunque


también podemos considerar clásicos a escritores de la talla de
Garcilaso, San Juan de la Cruz, Quevedo, Góngora o, más
modernamente, Antonio Machado, Borges y García Lorca.

En los momentos más duros de su vida, un soldado que ha luchado en


Lepanto, un ex cautivo que ha pasado cinco años en Argel, un oscuro
funcionario, escribe poemas, obras de teatro para los corrales de
Madrid, unas cuantas novelas, el Quijote... En sus páginas se
encuentra toda la ilusión y todo el desengaño de su propia vida, a la
vez que aparece una visión lúcida del mundo español y europeo en el
tránsito del siglo XVI al XVII, una reflexión sobre los grandes enigmas
y esperanzas del hombre que se proyectan hasta el día de hoy: el
sentido de la vida, el fracaso, la voluntad. Y se encuentra una
lengua, el castellano, capaz tanto para el pensamiento como para el

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arte, en la que caben niveles y registros muy variados, la más
absoluta seriedad y la ironía, la proximidad y la distancia, el habla
coloquial de todos los días y la literatura. La realidad total se hace
literatura y la literatura conserva e ilumina la realidad.

El Barroco

Este ideal lingüístico y literario va siendo cuestionado por el


manierismo (Fernando de Herrera) y definitivamente abandonado en
el Barroco: frente a la armonía se elige el contraste; frente a la
naturalidad, el artificio; frente a la selección, la concentración.
Explicar por qué se produce este cambio no resulta fácil: la inanidad
ideológica del siglo XVII, que obliga al ingenio a medirse con los
aspectos más formales del lenguaje en detrimento de una verdadera
ambición de conocimiento; la conciencia de vivir en un fin de época,
radicalmente opuesta al Renacimiento, entusiasta de novedad y
curiosidad; el propio cansancio de las formas..., son algunas razones
que pueden justamente apuntarse.

No hay nada nuevo que decir: "acudamos a lo eterno", proclama


Segismundo en La vida es sueño; sólo puede decirse "de otra forma".
Tal parece ser la convicción de Góngora y Gracián, de Mateo Alemán
y de Calderón, pero también de Quevedo o Lope de Vega. El lenguaje
literario aspira entonces a convertirse en algo autónomo, separado
de los usos más comunes, objeto eminentemente estético, y la
literatura aspira a ser "paraísos cerrados para muchos, jardines
abiertos para pocos", como quería Soto de Rojas.

Naturalmente ello tuvo gran influencia en la lengua, en la que se


valora también el ingenio, la brillantez y la agudeza. El gusto por el
concepto ("acto del entendimiento que expresa la correspondencia
que se halla entre los objetos"), la incorporación de cultismos (que
Góngora y sus seguidores llevan tenazmente a cabo), una sintaxis con
tendencia al hipérbaton y el recurso habitual a la imagen y a la
metáfora afectan íntegramente a la vida del idioma.

Pero quizás su influencia fue más allá; pues si la literatura es siempre


un factor creador de la norma lingüística, la invención verbal de los
barrocos fue en ocasiones tan lejos que dejó de servir como norma
para otros usos cultos del castellano, recriminación que les harán, un
siglo más tarde, los ilustrados.

El castellano clásico

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urante los siglos XVI y XVII se producen en el seno de la
lengua determinados cambios que convertirán lo que era el
castellano medieval en el castellano moderno,
esencialmente el mismo que se habla en la actualidad.

La norma tiende a fijarse más estrictamente, por las razones ya


mencionadas, a las que hay que añadir la extensión de la imprenta.
El cambio se prolonga hasta el siglo XVIII en algún fenómeno
fonológico y en la reforma y unificación de la ortografía. Desde
entonces puede hablarse con propiedad de castellano moderno.

Los cambios en el sistema fonológico

Los cambios de mayor trascendencia ocurren en el sistema


fonológico. Las dos eses del castellano medieval se neutralizan, es
decir, se convierten en una sola, sorda, durante el siglo XVI; las
dentoalveolares africadas / / (escrita z) y / / (escrita c, ç)
convergen igualmente en un solo fonema, sordo, cuyo punto de
articulación cambia a interdental / / a lo largo del XVII, siendo
evidente esa transformación en el XVIII. En el sur de la Península, las
dos parejas confluyen en lo que modernamente se conoce por seseo y
ceceo.

Las prepalatales fricativas sonora / / (con grafías g, j) y sorda / /


(escrita x) se reducen también a un solo fonema, sordo, y se produce
un cambio de articulación para hacerlo velar (/ /), cosa que puede
fecharse a principios del XVII; respecto a la oposición entre /b/
(oclusiva) y /v/ (fricativa), ya en el siglo XV ha desaparecido; por fin,
la aspiración procedente de f- inicial latina ha dejado de
pronunciarse en el siglo XVI.

Como queda indicado, estos cambios son producto de años -y aun de


siglos-, durante los cuales se vacila entre la pronunciación antigua y
la nueva; en el castellano conviven dos normas, la de Castilla la
Vieja, más renovadora, y la de Toledo, más conservadora (por
ejemplo, Garcilaso aspira la h- inicial, pero no Santa Teresa). La
norma que prevaleció fue, pues, la castellana.

En lo que se refiere al castellano meridional, además del seseo y el


ceceo, van a generalizarse otros rasgos que lo configuran como
dialecto diferente: el yeísmo, conversión de la palatal lateral en
central /y/, fenómeno documentado desde antiguo; la confusión de
/r/ y /l/ finales de palabra o sílaba; la conversión de /s/ final de
sílaba o palabra en una aspiración, son los meridionalismos más
importantes.

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Otros cambios fónicos son los que afectan a la simplificación de
grupos cultos de consonantes, que en muchos casos no llegan a
triunfar ("efeto", "perfeción"), o la eliminación de las vacilaciones de
timbre en las vocales átonas ("vanidad", "cubrir", en vez de
"vanedad", "cobrir").

El castellano clásico (continuación)

Los cambios gramaticales y léxicos

os cambios gramaticales más notables se refieren al verbo,


muy fluctuante hasta la época clásica en sus formas, entre
las cuales se elige y se regulariza ("amáis", en vez de
"amás"; "cantad", en vez de "cantá"). La extensión del sufijo
"-ísimo" para el superlativo en los adjetivos, la pujanza del
diminutivo "-ito" junto al general "-illo", y la elección de las formas
"nosotros", "vosotros" frente a "nos" y "vos", son otros cambios de
interés.

El verbo "haber" se convierte exclusivamente en auxiliar y el "ser"


deja de usarse como auxiliar de los verbos intransitivos; la utilización
de la preposición "a" ante complemento directo de persona procede
también de esta época.

En general, la estructura gramatical es la misma que en castellano


actual, si bien la norma es más flexible en cuanto a la localización
del verbo en la frase, que registra la tendencia a ir al final por influjo
del latín, e impone que los pronombres átonos vayan tras el verbo.

Los cambios en el vocabulario fueron abundantes. Numerosos


cultismos, procedentes del latín o del griego, se incorporaron durante
el Barroco y se recurrió con mucha frecuencia a la derivación. Muchos
italianismos ("centinela", "estancia", "festejar", "novela"...),
galicismos ("bagaje", "corcel", "batallón", "batería"...), lusismos
("mermelada", "caramelo", "brincar", "bandeja"...) y americanismos
entraron en la lengua. La actitud general fue la de incorporación
léxica, accediendo al estándar palabras de muy diversos registros
lingüísticos, incluida la jerga del hampa.

Los estudios lingüísticos

Una muestra evidente del entusiasmo por el propio idioma y de la


valoración que de él se tiene es la abundancia de estudios sobre la
lengua. La Gramática de Nebrija había sido el primer hito, y los

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estudios de los humanistas, los iniciadores de un trabajo que va en
diversas direcciones.

Por un lado, se redactan obras normativas; la primera cartilla para


aprender a leer y escribir el castellano es de 1532, obra del maestro
de pajes de Carlos V, Bernabé Busto. Hacia esa preocupación
normativa giraron los estudios lingüísticos con frecuencia, lo que no
impidió la creación pujante y libre de los literatos de la época, ni una
reflexión más profunda sobre la lengua.

Así, hay que citar la Gramática de Cristóbal de Villalón (1558), el


Origen y principio de la lengua castellana, de Bernardo Aldrete
(1606), o la obra de Gonzalo Correas, a quien se debe la propuesta de
simplificar la ortografía para igualarla a la pronunciación.

El Arte de escribir (1559), de Juan de Yciar, es un ejemplo de la importancia que la lengua


castellana cobró en multitud de estudios y tratados.

Por otro lado, se elaboraron diversos diccionarios, el más importante


de los cuales es el Tesoro de la lengua castellana o española, de
Sebastián de Covarrubias (1611), luego utilizado por el de la Real
Academia y que contiene valiosa información sobre costumbres e
ideales del momento.

La edición de diccionarios bilingües y de obras dirigidas a extranjeros


que deseaban aprender el castellano muestra bien, por su parte, la
difusión internacional de la lengua.

El castellano en el siglo XVIII

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a instalación en España de una nueva monarquía, los
Borbones, después de la guerra de Sucesión (1701-1714),
permitió llevar a cabo una nueva política que pretendía
rectificar los errores cometidos durante el siglo anterior.
Esa política es económica y social, pero también cultural: no en vano
la época considera que la educación es determinante del progreso y
felicidad de las sociedades.

La Ilustración

El modelo literario barroco, generalizado a otros usos cultos como el


religioso (predicación), había dado lugar a un idioma confuso y aun
ininteligible que los ilustrados rechazan de plano, pues piensan que
la lengua no puede ser un alarde verbal con la exclusiva intención de
impresionar, buscando la dificultad por la dificultad, sino que debe
dirigirse, transparentemente, al entendimiento.

Las ideas de la Ilustración van a influir decisivamente en algunos


aspectos del lenguaje.

En primer lugar, la razón implica ponderación, buen gusto, lo que


lleva a excluir de una lengua culta que se precie los extremos, y por
tanto el artificio barroco, así como los vulgarismos, deben
desaparecer.

Por otra parte, estas ideas comprometen a lo más significativo de la


nueva literatura: los excesos imaginativos y verbales se rechazan y
hay un creciente interés por la prosa de ideas, de la que surge el
ensayo moderno. Feijoo y, sobre todo, Jovellanos, son los autores
más representativos de esta línea, que pone al castellano en la
necesidad de expresar nuevos conceptos y realidades filosóficas,
políticas o científicas. La admiración por el clasicismo francés da
origen a una amplia importación de galicismos.

En fin, existe la conciencia de que es preciso y posible elaborar


explícitamente una norma, y que muy bien puede ser competencia de
las instituciones del Estado.

La fijación de una norma

A esta necesidad responde la fundación, según el modelo francés, de


la Real Academia Española. Establecida en 1713, la integran notables
de la política, la cultura y la literatura. Entre sus primeras tareas se
encuentran la publicación del Diccionario de Autoridades (1726-1739,
que se denomina así porque las acepciones de las palabras se ilustran

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con citas de autores de prestigio), la Orthographía(1741) y
la Gramática (1771).

La fijación de la norma fue esencialmente ortográfica, toda vez que


la transformación fonológica estaba ya consumada: la letra u se
reservó para el fonema vocálico /u/ y la v para el consonántico /b/;
las grafías b y v, que no respondían a ninguna distinción fonológica,
se regularizaron con un criterio etimológico (b cuando en latín había
b o p, y v cuando el latín tenía v; la b fue preferida en palabras de
origen dudoso); la cedilla fue suprimida y se regularizó para el
fonema / / el uso de la c ante e, i, y el de la z ante a, o, u; la -ss-
se abandona y se generaliza la -s-; las grafías cultas ph, th, qu
("quanto"), ch ("chimera"), van cediendo su lugar a las modernas
("cuanto", "quimera"), lo que sanciona la octava edición de la
Ortografía (1815); el fonema / / es representado por la letra j salvo
cuando la etimología impone g. En definitiva, en 1815 la ortografía
queda fijada: salvo pequeños detalles, es la que se usa hoy.

La preocupación por la depuración lingüística fue compartida por


otros estudiosos; Mayans y Siscar o Fray Martín Sarmiento son
nombres significativos. También se lleva a cabo una recuperación del
pasado lingüístico y literario: edición del Quijote por la Academia
(1780), del Cantar del Mio Cid por Tomás Antonio Sánchez (1779),
etc.

El castellano en el siglo XVIII (continuación)

El problema de los galicismos

l préstamo léxico del francés es, en castellano, un


fenómeno antiguo, igual que el fenómeno inverso: dos
lenguas en contacto se influyen mutuamente. Pero en el
siglo XVIII tiene unas dimensiones muy amplias, que se
extienden a la política ("parlamento", "comité", "debate"...), a la
administración ("burocracia", "personal"...), a la economía ("bolsa",
"financiero", "cotizar", "letra de cambio"...) o a la vida cotidiana
("chaqueta", "pantalón", "hotel", "sofá", "neceser", "bisutería",
"chófer"...). La moda y las costumbres, el trabajo y la técnica, la
filosofía y el ejército, recurrieron a una considerable cantidad de
palabras francesas que designaban realidades nuevas o que venían
rodeadas del prestigio de una cultura hegemónica en la época.

Ello dio lugar a una polémica que ha llegado prácticamente hasta hoy
--hasta el siglo XIX con motivo de los galicismos, en la actualidad a
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propósito de los anglicismos-- entre quienes eran partidarios de una
amplia incorporación y quienes mantenían la necesidad de oponerse a
ellos en nombre de la pureza del idioma; a estos últimos se les
denominó "puristas" (palabra que es, curiosamente, de origen
francés).

Estas actitudes, la innovadora y la purista, no fueron simplemente


lingüísticas: hubo por debajo de ellas dos opciones ideológicas, una
europeísta o "afrancesada" (según el frente opuesto) y otra casticista.

La reacción purista, por la que se inclinó en general la Academia,


supuso un freno a la incorporación de galicismos y algunos fueron
rechazados ("veritable", "golpe de ojo"...); nada pudo hacer ante
términos como los citados al comienzo, que hoy los hablantes no
consideran en absoluto ajenos al castellano.

El castellano en la actualidad

En la primera mitad del siglo XIX un movimiento afecta a todos los


órdenes de la cultura y la vida cotidiana: el Romanticismo. Como
reacción contra los excesos racionalistas del siglo anterior y
expresión contradictoria del cambio social que en Europa se está
produciendo (revolución liberal burguesa), este movimiento afirma
con energía los derechos del individuo, la primacía absoluta del
sentimiento y la libertad, tanto política como artística. Una nueva
visión del mundo y una literatura nueva, se hacen sentir sobre la
lengua.

A mediados de siglo, el Realismo prolonga en parte esta sensibilidad


a la vez que supone un cambio de rumbo.

El Romanticismo y el Realismo

o que trajo el Romanticismo a la literatura y a la lengua


fue, esencialmente, un deseo de autenticidad individual y
el rechazo de las normas y preceptos: si es posible
transgredir las normas políticas y morales, también lo será
la transgresión de las que rigen la vida de la lengua, pues el artista
aspira a crear un lenguaje propio, supuestamente irreductible al de
todos.

Esta aspiración (que no impidió al Romanticismo convertirse


finalmente en moda y, por tanto, en norma) significó, a la vez, una
cierta desvalorización del lenguaje (pues las palabras "no están a la

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altura" de los grandes sentimientos e ideas que quieren comunicarse)
y un estímulo para las posibilidades expresivas de las lenguas.
Términos cargados de connotaciones sentimentales; préstamos
incorporados decididamente, voces arcaizantes o casticistas, a las
que recurren géneros nuevos como la novela histórica o el artículo de
costumbres, entran abundantemente en el castellano.

Al tiempo, el auge del periodismo y de la retórica parlamentaria


difunde una lengua culta civil en la que caben nuevas realidades
científicas y tecnológicas, sociales y políticas, en progresivo
distanciamiento de la tradición.

El espíritu romántico (liberalismo, fuerte conciencia del cambio


histórico, subjetivismo) lo prolonga el Realismo y a la vez lo corrige
en determinados aspectos: una racionalidad ahora positivista basada
en los hechos verificables, experimentales, se extiende por la
literatura y por la lengua.

El deseo documental de los escritores realistas (Galdós es el más


importante) supone también una alta valoración de registros
lingüísticos relativamente excluidos de la literatura desde el siglo
XVIII; la lengua familiar y coloquial, las variedades regionales y
dialectales, el habla vulgar que los novelistas del realismo utilizan
para caracterizar verosímilmente a sus personajes, son ahora
reconocidos como realidades con todos los derechos.

El castellano actual

En esta constatación se afirma la literatura moderna, si entendemos


por tal la que, desde el modernismo y el 98 hasta la generación de
1927, vive una "Edad de Plata": el lenguaje de la literatura es un
lugar de encuentro de todos los lenguajes, de todos los registros, así
como la ciudad es la mejor imagen del mundo moderno, como
confluencia de todos los sectores sociales y de todas sus hablas.

Y se afirma la lengua castellana tal como la conocemos hoy: una


lengua hablada por más de 300 millones de personas, con una larga
tradición y con un futuro prometedor.

Prometedor, porque sigue siendo una lengua de cultura cuya unidad


preservan una creciente escolarización, los medios de comunicación
de masas y una importante literatura; y porque ha elaborado, dentro
de su unidad, varias normas que "legalizan" su indudable diversidad
(la andaluza, la hispanoamericana...).

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De modo que el peligro de su fragmentación, que algunos lingüistas
consideraron inminente en el siglo pasado, parece hoy irreal. Y en
cuanto a otro peligro que comúnmente se menciona, la presión de
una lengua de cultura pujante -el inglés- sobre todo en el terreno de
la ciencia y la tecnología, no parece que las visiones apocalípticas
sean muy diferentes de las que puristas y casticistas tuvieron con
respecto del francés durante el siglo XVIII.

Pues si la influencia de los anglicismos es evidente, la tendencia


cargada de razón a discriminar préstamos, aceptando los que
resultan necesarios y excluyendo los otros, gana terreno en un mundo
que aspira así a la universalidad, pero que sabe que la preservación
de la propia lengua ante otras más "poderosas" es parte de la defensa
de la independencia y de la libertad.

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