Los padres Rafael Reátiga (izquierda) y Richard Píffano eran tan unidos que en algunas ocasiones, como
bautizos y primeras comuniones, celebraban la Eucaristía juntos.
Foto: Archivo particular.
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Poco antes de las nueve de la noche el Cuerpo Técnico de Investigación (CTI) llegó al
lugar. Los investigadores encontraron un sedán Chevrolet Aveo con el motor, las luces y el
radio encendidos. La puerta trasera del costado derecho estaba abierta. En su interior
yacían acribillados los párrocos en traje de civil. Reátiga ocupaba el asiento del conductor
y a su derecha estaba Píffano, quien tenía en sus manos una camándula. Ambos parecían
haber expirado mientras oraban.
El hecho produjo consternación, en particular en Soacha y Kennedy, donde los curas eran
capellanes. La Conferencia Episcopal de Colombia repudió el crimen, pidió justicia y
recordó que 74 sacerdotes habían sido asesinados en el país desde 1984. La Policía
ofreció una recompensa. Todo ello hizo que el caso se apreciara mucho más que un
crimen común y fue así como cayó en manos de una fiscal de la Unidad Nacional
Antiterrorismo.
A partir de entonces la misión avanzó en dos sentidos: construir un perfil amplio de las
víctimas para identificar de dónde provino la amenaza y seguir el rastro de sus teléfonos
celulares, los únicos elementos que se llevaron los homicidas.
"Los celulares no estaban. Quizá los delincuentes calcularon que era mejor llevarse esa
evidencia que los podía vincular con los sacerdotes". Averiguaron los números de las
líneas de telefonía celular de los sacerdotes y el tipo de aparato que usaban. "El análisis
de la escena nos indica que los sicarios eran tipos de clase media baja, tener un teléfono
de ese tipo (gama alta) es todo un lujo, no iban a deshacerse de elementos como esos,
seguramente los conservarían. Ese fue su error. Así comenzó la cacería electrónica".
Mediante la compañía operadora obtuvieron los códigos de matrícula de los aparatos
(Imei) así como los de las tarjetas (sim card). Y de esta forma pudieron rastrear
satelitalmente los primeros e interceptaron las segundas.
Al cruzar los números de las llamadas hechas por los sacerdotes en sus últimos días de
vida con las que hacían quienes se llevaron sus teléfonos, los agentes del CTI encontraron
que, en uno y otro caso, había llamadas a los mismos números. La ubicación de los
aparatos, seguidos por satélite, indicaba además que estaban cerca uno de otro, y la zona
donde estaban coincidía con el lugar a donde se dirigieron algunas de las últimas llamadas
hechas por los sacerdotes.
Lo que escuchaban los investigadores a través de las líneas interceptadas daba cuenta de
dos individuos integrantes de una banda de estafadores y falsificación de dinero. Cuando
acumularon suficiente evidencia llamaron a declarar a uno de los interceptados: Isidro
Castiblanco, más conocido como Gallero.
Castilbanco, de 42 años, quien dice ser jardinero, atendió la citación y confesó que tenía
que ver con la muerte de los sacerdotes. Dijo que no podía más con el peso de su
conciencia y reveló algo que dejó estupefactos a los investigadores: los propios religiosos
fueron quienes le pidieron contactar a unos sicarios para que los mataran.
Gallero contó que el pacto de muerte se cerró el mismo día del homicidio a cambio de 15
millones de pesos que recibió Gilberto Peñate, alias Gavilán, quien sería uno de los
gatilleros. La razón para contratar su propia muerte era que padecían una enfermedad
terminal y no querían que las familias sufrieran. Gallero aseguró que los religiosos dijeron
que habían fracasado en el intento de suicidarse aparentando un choque fatal en el Cañón
del Chicamocha, Santander. La confesión era tan increíble que los investigadores
sospecharon que Gallero buscaba proteger a alguien.
Pero a medida que hacían verificaciones el testimonio se fortalecía. Con la historia clínica
se pudo establecer que al padre Reátiga le habían diagnosticado sida y que su salud venía
en franco deterioro. El dictamen se confirmó con el testimonio de una médica y con el
análisis de muestras de sangre que se conservaban en Medicina Legal. Una serie de
testimonios revelaron que el sacerdote frecuentaba bares gay. Su foto fue identificada por
varias personas que trabajan en esos lugares. Los sacerdotes viajaron juntos por tierra a
Santander -pasando por el Chicamocha- para visitar a su familia. Se estableció también
que poco antes de morir el mismo cura había trasladado varios CDT a nombre de su
madre Helena Rojas de Reátiga. Varios feligreses dijeron que les pidió orar mucho por él.
Liliana Otálora, madrina de ordenación del padre, dijo que la última vez que habló con él,
el 19 de enero de 2011, el religioso le dijo que a él le gustaría "morir de un balazo, porque
esa es una muerte linda". Rubí Mora, encargada del coro de la capilla de Soacha, contó
que el sacerdote le pidió -un día antes del crimen- que en su entierro cantaran
determinadas canciones y le entregó un listado con los títulos.
Por su parte, el padre Píffano estuvo con Reátiga de tiempo completo en sus últimos días,
y horas antes del asesinato vació su cuenta bancaria para girar un cheque con el que
saldó una deuda.
El día del crimen ambos religiosos advirtieron en sus iglesias que buscaran sacerdote
porque no irían a oficiar la misa de 6:30 de la tarde Según Gallero, un poco más tarde, en
la intersección de la carrera 86 con la Avenida Ciudad de Villavicencio, al occidente de la
capital, habrían recogido al sicario. A las 8:28 de la noche los agentes de la estación 100
de Policía contactaron al CTI para reportar la muerte de dos hombres acribillados dentro
de un vehículo.
Esta semana la Fiscalía llevó ante un juez a Gallero y a Isidro Castiblanco, Gavilán, quien
ya estaba detenido por porte ilegal de armas y está señalado como uno de los presuntos
autores materiales. El primero, acusado de complicidad en homicidio agravado, dijo:
"Señor juez, con todo respeto, acepto los cargos". Castiblanco no los aceptó y su abogada
solicitó que se le enjuicie, pero por el delito de inducción o ayuda al suicidio. El juez
rechazó la petición y envió a la cárcel a los dos.
La Fiscalía está aún tras la pista de otras dos personas que también habrían participado
en el homicidio. Pero, por lo pronto, sus hallazgos han convertido este en uno de los casos
más insólitos de la Justicia colombiana, que tiene perplejos hasta a los más curtidos
investigadores.