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Miguel Morey / Kantspromenade

KANTSPROMENADE
INVITACIÓN A LA LECTURA DE WALTER BENJAMIN
MIGUEL MOREY

«La hora de la voluntad: únicamente cuando


se trata de evitar la maldad y la bajeza.
Allí debe intervenir entonces la voluntad.»

Peter Handke, Die Geschichte des Bleisttjk, 1982

Es posible que el paseo sea la forma más pobre de viaje, el Publicado en la revista
Creación, núm. 1, Madrid,
más modesto de los viajes. Y sin embargo, es uno de los que más abril de 1990.
decididamente implica las potencias de la atención y la memoria,
así como las ensoñaciones de la imaginación y ello hasta el punto
de que podríamos decir que no puede cumplirse auténticamente
como tal sin que ellas acudan a la cita. Pasado, presente y futuro
entremezclan siempre sus presencias en la experiencia del presen-
te que acompaña al Paseante y le constituye en cuanto tal.
Para Walter Benjamin, el paseo trasciende los modos de lo
anecdótico para constituirse en modelo y matriz, metáfora mayor
de la forma misma de la experiencia. En tanto que ejercicio espiri-
tual, el paseo establece unos modos específicos de relación entre el
recuerdo, la atención y la imaginación, y se propone como método
para una experiencia de lo real –método que apunta a establecer
un cierto régimen de relación de uno con uno mismo: de constitu-
ción de un ethos o «vida filosófica», en la que pensamiento y vida se
aúnan en vinculación trabada. Podría decirse que, cuanto menos
en la modernidad, el paseo constituye uno de los modelos funda-
mentales de relación de cada cual consigo mismo –los ejemplos de
Rousseau o Nietzsche, R. Walser o G. Büchner, Kerouac o

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Burroughs, entre otros muchos, parecen indicarlo así. En todo


caso, no resulta arriesgado afirmar que es un vector fundamental
en la obra de Walter Benjamin, y por tanto, vía de acceso privilegia-
da a su compleja reflexión. El suyo es el método del Paseante –de
quien atiende, ante todo, al pasar de lo que pasa; de quien está y se
sabe de paso.
Las páginas que siguen pretenden una caracterización suma-
ria de las opciones mayores sobre las que se asienta dicho método.

El vuelo de la paloma
Siendo el asunto el método del Paseante, parece adecuado
comenzar dando un rodeo. Y así lo haremos: recordando un co-
nocido fragmento de Kant (del epígrafe tercero de la Introduc-
ción a la Crítica de la Razón Pura) en el que nos habla del vuelo de
cierta paloma. Dice así:
«La Matemática nos muestra –y nos ofrece un magnífico ejemplo de
ello– cuán lejos podemos ir, independientemente de la experiencia, en
el conocimiento a priori. Es cierto que sólo se ocupa de objetos y cono-
cimientos en la medida en que éstos se dejan, en tanto que tales, repre-
sentar en la intuición. Pero esta circunstancia se olvida fácilmente, por-
que esta intuición misma puede darse a priori, y entonces se distingue
apenas de un simple concepto puro. Alentada por una prueba tal de la
fuerza de la razón, la pasión de avanzar más lejos (Trieb zur Erweiterung)
ya no ve límites. La ligera paloma, cuando, en su libre vuelo, hiende el
aire del que siente la resistencia, podría imaginarse que avanzaría aún
más fácilmente en el vacío. Fue así precisamente como Platón abando-
nó el mundo sensible porque este mundo opone al entendimiento de-
masiados obstáculos diversos, y se lanzó más allá de este mundo, en las
alas de las ideas, en el vacío del entendimiento puro. No se dio cuenta
de que sus esfuerzos no le hacían ganar camino, pues no encontró, por
así decirlo, lugar ninguno en el que posarse y apoyo en el que fijarse y
aplicar sus fuerzas para cambiar su entendimiento de lugar. Pero el
destino ordinario de la razón humana, en la especulación, es éste: ter-
minar su edificio lo más pronto posible y no examinar sino después si
los cimientos han sido bien establecidos. Sólo entonces se busca toda
clase de pretextos para consolarse en lo que afecta a su solidez, o (me-
jor aún) para rechazar (completamente) un examen tardío y peligroso.
Ahora bien, mientras construimos, algo nos libera de toda preocupa-
ción y de toda sospecha, dándonos la ilusión de cimientos que parecen
sólidos».

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Una lectura atenta de este fragmento levanta enseguida al-


gunas perplejidades que resultarán muy pertinentes para el tema
que nos ocupa. En primer lugar, la obvia: el que esta reivindica-
ción de la experiencia frente al vuelo especulativo sin anclajes
del que Platón es emblema, acabe por sentar los límites de toda
experiencia posible –y lo haga siguiendo una cierta imagen de lo
que es la experiencia diseñada por Newton. Escolarmente po-
dríamos decir que se trata de una operación de clausura de la
vieja Caverna platónica. Luego, destaquemos la extraña convi-
vencia de dos órdenes metafóricos antagónicos: uno estático,
arquitectónico, cuyo centro de gravedad hay que buscarlo en la
cuestión del fundamento, los cimientos. El otro, dinámico, el
vuelo de la paloma, se abre por el contrario del lado de una
cierta pasión –la de avanzar más y más lejos (Trieb zur Erweiterung).
El modo como ambos órdenes metafóricos pretenden darse
mutua razón nos emplaza ante una curiosa exigencia: la de la
fundamentación del vuelo. Es como si se nos dijera que para
poder volar hay que tener bien asentados los pies en el suelo. En
tercer lugar, constatemos la despotenciación misma de la metá-
fora del volar. El vuelo ya no es un asunto que tenga que ver con
la ligereza o la liviandad –como lo era por ejemplo, para otra
famosa paloma: la de Arquitas de Tarento, según la descripción
de Aulo Gelio. Ni tampoco es cuestión de empuje o fuerza –
como lo ha sido, de Ícaro en adelante, para tantos mártires de la
protoaeronáutica. No, el vuelo remite ahora a otros lugares es-
pecíficos, a otros problemas: la resistencia del aire y el centro de
gravedad. Evidentemente, el descubrimiento (¿la invención?) del
vacío juega un importante papel en este desplazamiento. Pero, el
que muy posiblemente la historia de la aeronáutica acabe por
darle la razón no obsta para que, en tanto que metáfora, el vuelo
concebido desde el problema de cómo construir aparatos que
vuelen, en la vía abierta por Leonardo, cambie por completo de
sentido. Finalmente, una última perplejidad se levantaría ante la
crítica de Kant a Platón. Y es verdad que Platón nos habla del
vuelo del eros fuera de la Caverna, y de un cierto viaje eti epékeina
tes ousías, más allá de la esencia… Pero, no lo es menos que esta

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afirmación está al servicio de un ideal arquitectónico: la cons-


trucción de la Ciudad Ideal –un sistema ordenado que cumpla
con las exigencias de verdad y de justicia. Que esta afirmación
tiene lugar en su texto sobre la República (VII, 509 b 9) y está
sometida a su economía interna general. Así, deberíamos decir
que la apertura platónica es por lo menos doble y los extremos,
eros y filia, se contrapesan: que hay, si se quiere, un Platón eróti-
co, pero tanto como hay un Platón filantrópico. Y desde este
punto de vista, el antagonismo entre la posición que Kant man-
tiene en el fragmento y la que se le atribuye a Platón es tan sólo
aparente, superficial. Así, la propuesta de Kant no sería sino un
platonismo reformulado según los dictados del concepto de ex-
periencia inventado (¿descubierto?) por la tradición que condu-
ce de Galileo a Newton.
El verdadero par enemigo de la posición mantenida por Kant
en el fragmento debe buscarse en otro lugar. Y será Nietzsche
quien nos proponga un contra-modelo de la propuesta arquitectó-
nica de Kant, en el aforismo último de Aurora, que parece respon-
der directamente al tratamiento kantiano de la metáfora de la pa-
loma (repárese, por ejemplo, en el desplazamiento que se opera
alrededor de la cuestión de «los lugares donde posarse»). El aforis-
mo se titula, muy significativamente, «Nosotros los aeronautas del
espíritu» (& 575). Dice así:
«Todos esos pájaros atrevidos que vuelan hacia espacios lejanos, llega-
rá un momento en el que no podrán ir más lejos y tendrán que posarse
en un poste o en un pelado arrecife, considerándose felices con hallar
ese miserable asilo. Pero ¿hemos de deducir de ahí que no queda delan-
te de ellos un espacio libre y sin fin y que han volado todo lo lejos que
se puede volar? Sin embargo, nuestros grandes iniciadores y nuestros
precursores acabaron por detenerse, y cuando la fatiga se detiene no
toma actitudes nobles ni elegantes. Lo mismo nos sucederá a ti y a mí.
¡Mas qué nos importa a ti y a mí! ¡Otros pájaros volarán más lejos! Este
pensamiento, esta fe que nos anima, toma vuelo, rivaliza con ellos, vue-
la cada vez más lejos y más alto, se eleva derechamente por los aires
encima de la impotencia de nuestras cabezas, y desde el azul ve en la
lejanía del espacio bandadas de pájaros mucho más ligeros que noso-
tros, que se lanzaron en la dirección en que nos lanzamos y en la que
todo es mar, nada más que mar, mar y mar. ¿Dónde queremos ir? ¿Que-
remos atravesar el mar? ¿Adónde nos arrastra esa pasión potente que

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supera a toda otra pasión? ¿A qué desesperado vuelo hacia el punto


en que hasta ahora todos los soles declinaron y se extinguieron? ¿Se
dirá de nosotros algún día que navegando hacia el Oeste siempre es-
peramos encontrar unas Indias desconocidas, pero que nuestro desti-
no era naufragar en lo infinito? ¿O bien, hermanos, se dirá acaso…?»

Como se ve, en lo que tiene de contra-modelo de la pro-


puesta kantiana, el aforismo de Nietzsche establece una tarea
en la que (a) lo que cuenta es el proceso antes que el (incierto)
resultado; (b) y un proceso que se nos presenta como experi-
mental, en el sentido fuerte del término, y efecto de una pasión,
la más potente de todas; (c) que no tiene más finalidad que la
negación de todo término: ir más lejos, epékeina, jenseits…, y (d)
desde el cual, todo precipitado doctrinal que brinde cobijo o
morada debe ser entendido como mero resultado de las usuras
del viaje o de la fatiga del viajero –y por ello mismo, impugna-
do–: ¡Otros pájaros volarán más lejos! De este modo enuncia
Nietzsche su réplica al modelo arquitectónico kantiano, contra-
poniéndole un modelo nómada o transeúnte –un modelo que
es crítica de toda voluntad arquitectónica y de la experiencia
misma a partir de la cual piensa la carne sedentaria. El paseo, en
lo que tiene de modelo de política de la experiencia, encuentra
aquí su última matriz épica y nos muestra, de rechazo, en que
dirección apunta el filo de su agresividad.

Políticas de la experiencia
No sería correcto, a buen seguro, que nos detuviéramos a
ironizar sobre la noción kantiana de paseo: el unamuniano «tomar
el aire» y «estirar las piernas», con sus sabidas ventajas para la
sincronización horaria. Como tampoco lo sería recordar aquí los
últimos días de Kant, en la cruel versión de De Quincey: su
compulsiva manía de viajar, sus desarreglos espacio-temporales.
Muy otra es la noción de paseo que pone en obra de Benjamin. A
ella cabría atribuirle la afirmación de R . Walser: «el paseo es con-
dición de supervivencia mental, medio de comunicación con el
otro antes de acceder al rango de tema literario, así como modo de
existencia entre la gente». Y sin embargo, contraponer punto por
punto y en tanto que políticas de la experiencia, el modelo arqui-

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tectónico (espacial, estático, en el que el acento cae sobre el


resultado) frente al transeúnte (temporal, dinámico, en el que lo
que cuenta es el proceso) sería sólo parcialmente cierto. Porque
también el modelo arquitectónico es un proceso constructivo
que lleva su tiempo, y que no siempre se cumple como resultado.
Y del otro lado, el paseo, por lo menos en la concepción
benjaminiana, también supone el cobijo de un orden arquitec-
tónico determinado. No, el filo que separaría ambos modelos en
su comprensión de qué es lo que puede ser considerado «expe-
riencia» estaría en otro lugar. Habría que buscarlo en el lugar
asignado a la intencionalidad. O si se prefiere decir de otro modo,
en la sumisión o no de toda experiencia bajo el dominio del
proyecto (arquitectónico) –sumisión cuyo profundo nihilismo
fue denunciado por Bataille como operación de «posponer con-
tinuamente la existencia para más tarde»; de reducir toda(s) (las
experiencias que constituyen nuestra) existencia a (las experien-
cias de nuestro) empleo del tiempo. Esta es la operación que
Foucault criminalizará políticamente bajo el nombre de «norma-
lización»: la reducción del «tiempo de vida» en «tiempo de tra-
bajo», y todo lo que ello implica. Desde este punto de vista, el
paseo es un empleo del tiempo que nos lleva al encuentro de
nuestra existencia, y pasear un proyecto que nos libera de todo
proyecto. Por ello, el dominio de experiencia del Paseante es
obligadamente otro.
La crítica benjaminiana al concepto de experiencia kantiano
está estrechamente vinculada con una comprensión del ejercicio
de pensar bajo la forma de las micrologías narrativas, y tutelada
por una cierta ética del Paseante –sus escritos sobre Baudelaire
pueden considerarse ejemplares al respecto. La noción kantiana de
experiencia es, para Benjamin, tan empobrecedora como empo-
brecida está ella misma –y ello, básicamente, a causa de dos limita-
ciones mayores: (a) no poder entender la experiencia sino en tér-
minos de actividad constituyente de un sujeto sobre un objeto,
que, en última instancia, es inaprensible (en tanto que cosa en sí) o
indiferenciado (en tanto que «materia» del fenómeno); y (b) la afir-
mación de que las formas, o las Ideas, pertenecen al ámbito de la

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intencionalidad del sujeto, lo cual nos condena, por decirlo rápi-


damente, a no poder hallar en lo dado sino lo que hemos pues-
to. Para salvaguardar la dignidad de lo que se aparece, Benjamin
optará por una vía divergente, la vía del Paseante, y declarará
entonces: que (a) las formas pertenecen al dominio de un ser
sin intencionalidad, y (b) que para acceder a la experiencia de su
verdad (verdad que, en tanto que trance, aquí resulta difícil dis-
tinguir de la experiencia misma de la belleza) es necesario «un
ser que iguale por su ausencia de intencionalidad el ser simple de
las cosas» (Cfr. El origen del drama barroco alemán).
En «Mito y violencia», W. Benjamin nos presenta a la filo-
sofía como en eterno debate entre dos tendencias: (a) buscar la
certeza de un conocimiento que permanece y reivindicar el va-
lor intemporal del saber, frente a (b) restaurar la dignidad de la
experiencia que pasa, y establecer el valor de la experiencia tem-
poral. Desde lo anteriormente dicho, la posición del Paseante
ante esta contraposición resulta bien clara. Se trata de reivindi-
car la dignidad y el valor de lo singular, lo fugitivo, lo transitorio,
lo efímero, lo contingente –a ello es a lo que hay que atender,
salvándolo del cerco amenazador de la abstracción y de sus sa-
bidas querencias reduccionistas. Se trata en definitiva de salvar
la dignidad de la experiencia pura de los riesgos de empobreci-
miento que la rondan en los dos extremos que tensan toda ex-
periencia: (a) una política de la experiencia autoritaria que se
impone y nos proyecta sobre el pasar de lo que pasa, y (b) la
inasibilidad misma de lo que ocurre en un orden de experiencia
trucado como es el mundo de la técnica. Su reivindicación del
contar y de lo narrativo, en lo que éste tiene de selección de qué
es lo que cuenta en el pasar de lo que (nos) pasa, y de posibili-
dad de transmitir ese saber de una forma comunicable, se enraíza
firmemente en este segundo aspecto.
«La gente vuelve muda de la guerra» –constata, entre el asom-
bro y el escándalo, en «Experiencia y pobreza». Y obviamente, lo
que aquí defiende el Paseante es la dignidad de una experiencia
desde la cual la verdad siempre es un trance: y la posibilidad de
comunicarla en tanto que trance, mediante la narración –porque

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sólo así la sabiduría a la que el filósofo aspira tiene que ver con la
existencia y no con la gestión de nuestros (¿nuestros?) empleos del
tiempo.

El método del Paseante


De tener que caracterizar programáticamente, desde esta
opción global, la apertura que la política de la experiencia propia
del Paseante inaugura, podría decirse que:
1. Restaurar la dignidad de la experiencia que pasa requiere
una ausencia de intencionalidad que se opone directamente al plan
del arquitecto, al mundo del proyecto. «Importa poco no saber
orientarse en un ciudad. Perderse, en cambio, en una ciudad como
quien se pierde en el bosque, requiere un aprendizaje» (Cfr. Infancia
en Berlín). Ante la experiencia del pasar de lo que (nos) pasa, el
problema que Benjamin retiene se sitúa en las antípodas del tópico
kantiano: cómo orientarse en el pensamiento…
2. Perderse significa recuperar esa frágil experiencia de la pri-
mera visita a una ciudad –la limpieza de esa mirada inédita que es
también la mirada del niño. Todo auténtico paseo es siempre un
primer paseo.
3. Enfrentarse con la experiencia de lo que pasa fuera de todo
proyecto, sin un plan, implica un cierto régimen de la atención que
se da: (a) en ruptura con toda voluntad de reconocimiento y (b)
como apertura a la posibilidad del encuentro. Si pasear es un pro-
yecto por medio del cual se rompe con el mundo del proyecto es
porque en él se busca lo que no se espera –se sale al encuentro de
aquello que sólo cuando se encuentra se sabe que se estaba buscan-
do. Sólo desde esta óptica cobra sentido, más allá sus trivializaciones
al uso, la afirmación «yo no busco, encuentro» de ese infatigable
«buscador» que fue Picasso.
4. Podríamos decir que el Paseante sale a la captura de instan-
tes o de rostros –de los rostros del instante; de un presente que, de
pronto, nos ofrece su rostro. «Sólo en nuestra vida –escribe G.
Colli, en Dopo Nietzsche– podemos gozar, aferrar lo que precede a
nuestra vida, lo que está más allá de nuestra vida. Y allí donde se
exalta el instante está presente el conocimiento mistérico, desde

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Parménides hasta Nietzsche. El instante atestigua lo que no per-


tenece a la representación, a la apariencia». Es este testimonio
enigmático de lo que está más allá de nuestras voluntades de
reconocimiento, este Afuera de nuestros modos representati-
vos lo que el Paseante persigue en su deriva. «Momento de sal-
vación», «experiencia del aura», «detención mesiánica del acon-
tecer», «simultaneidad cristalina del instante» –los modos de
nombrarlo son innumerables en Benjamin, para quien el heroís-
mo de Baudalaire estribaría, antes que en cualquier otra cosa, en
haber convertido en experiencia auténtica y materia poética esas
experiencias de choque propias de la experiencia vivida instan-
tánea (Erlebnis) frente y contra las exigencias de la experiencia
durable (Erfahrung) (Cfr. Poesía y capitalismo).
5. Para capturar el rostro del instante es necesario poner en
obra esa atención flotante y sin plan de la que es incapaz el que
busca construir en edificio su experiencia –de aquel para quien la
experiencia vale por lo que representa: el que observa, pero no
contempla; el que mira, pero no ve–. En Die Geschichtedes Bleistifts,
ese otro gran Paseante que es P. Handke anota: «Cuando observo
(en lugar de contemplar) apago los colores del mundo».
6. Si la deriva del Paseante nada tiene que ver con un ensimis-
mado solipsismo es, ante todo, porque esta experiencia de choque
le emplaza ante una tarea específica y penosa: elaborarla. En el
texto citado, Handke escribe: «Al contemplar el paisaje, nace una
posibilidad de amor. ¿Pero qué hacer con ella?». Es este qué hacer
con ella que toda experiencia de choque acarrea como parte de su
perfil lo que distingue al Paseante del mero flâneur, el curioseador
de escaparates que habita en los pasajes. Es ejemplar al respecto el
retrato que Baudelaire traza de Constantin Guys en Le Paintre de la
vie moderne, luchando por expresar lo que ha sido capaz de ver, en
dolorosa esgrima consigo mismo para «extraer lo eterno de lo tran-
sitorio». En última instancia, ese qué hacer con ella apenas se dis-
tingue de un qué hacer con uno mismo –tanto como la elabora-
ción artística la experiencia de choque exige, da que pensar: nos
emplaza ante un cierto ethos, ante el desafío de la «vida filosófica».

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7. El Paseante busca el encuentro con un presente que le


ofrezca su rostro –es un cazador de rostros, como otros tantos
mundos posibles, como otras tantas posibilidades de mundo. Pero,
todo tiene un rostro en un auténtico paseo. Tal es la definición que
da Benjamin de la experiencia del aura: dejar que las cosas levanten
la mirada, devolverles a las cosas el derecho a tener rostro… G.
Büchner, en ese bellísimo paseo que es Lenz, escribe:
«Continuó: la naturaleza más simple, más pura se relaciona próxima-
mente con la elemental, mientras más finamente sienta y viva espiri-
tualmente, tanto más abúlico se haría este sentido elemental; no lo
considera un alto estado, no es suficientemente independiente, pero
cree que debe ser un infinito sentimiento de deleite el ser tocado así
por la vida peculiar de cada forma; tener un alma para piedras, metales,
agua y plantas; recibir como en sueño cada ser de la naturaleza como
las flores reciben el aire con el crecimiento y el decrecimiento de la
luna».

No está lejos de esta sensibilidad Benjamin, aunque en su


caso no apunte tanto a la naturaleza cuanto a la historia y sus cua-
jos, tal como la ciudad nos lo ofrece. La experiencia animista del
aura nos aproxima así a un cierto momento inaugural: la experien-
cia infantil, la primitiva del mana, o el pánta plére zeón einai, «todas las
cosas están llenas de dioses» de Tales de Mileto (Aristóteles, De an.
A 5, 411 a 7), ancestro mítico del filosofar.
8. Esta ausencia de presión del sujeto sobre el objeto que
caracteriza la experiencia del Paseante se corresponde con un tipo
específico de memoria: la memoria involuntaria –la emergencia de
aquello que nos fuerza a recordar: «esa fuerza rejuvenecedora que
ha surgido durante el amargo envejecer». El análisis de la evoca-
ción proustiana que realiza Benjamin (Cfr. «Para una imagen de
Proust») es ejemplar al respecto: la evocación involuntaria, preci-
samente por involuntaria, es signo de verdad –es signo de algo por
medio de lo cual se expresa un exceso en la simple presión de lo
puesto sobre lo dado: un Afuera de la mera proyección. Por ello
también, el Paseante nada tiene que ver con el turista por más culto
que éste pueda ser, ni con el simple cazador de souvenirs.
9. Finalmente, así como enfrentamos la búsqueda de los en-
cuentros a todo plan, o proyecto; la atención flotante a toda vo-

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luntad de reconocimiento; la experiencia de lo que nos fuerza a


recordar con las formas de la memoria voluntaria; del mismo modo,
la imaginación también actúa en el Paseante según un régimen es-
pecífico. Ya no es aquella kantiana facultad de síntesis –las imáge-
nes no se gestionan sometidas a principio de síntesis alguno, sino
proliferando según toda su potencialidad analógica. El Paseante
sólo percibe auténticamente lo que en cierto modo se repite, la
segunda vez –pero, se trata de una segunda vez cuyo término de
comparación es siempre un enigma. No se trata del reconocimien-
to de un parecido sino de la constatación de una familiaridad, ter-
minante pero problemática –una familiaridad que nos desafía pre-
cisamente en la incongruencia misma de ese «y» que nos fuerza a
ensamblar los dos términos de la comparación. La obra citada de
Handke abunda en ejercicios micronarrativos que apoyan explíci-
tamente su eficacia sobre este «y» –ejercicios que se aproximan
sabiamente de un modelo que no es nada ajeno a la sensibilidad del
Paseante: el haiku. También en Infancia en Berlín hacia 1900 o en
Sombras breves de Benjamin encontramos aperturas análogas.
De nuevo, habría que remitirse aquí a la imaginación infantil
como referente privilegiado. La afirmación de Handke de que sólo
las comparaciones infantiles, en tanto que no ritualizadas, son siem-
pre de fiar, halla un amplio eco en la obra de Benjamin. De modo
abierto o encubierto, la infancia cruza toda la obra de Benjamin –
es el lugar de los sueños del Paseante. También aquí se manifiesta
ese peculiar antikantismo que cruza toda su obra como el vector
de la agresividad. Porque el modelo de libertad en el que Benjamin
sueña nada tiene que ver con la edad adulta de la razón, siempre
póstuma, y sí con alguna suerte de infancia resucitada. Porque el
Paseante siempre pasea con un niño es siempre el niño que fuimos
quien pasea. Porque el paseo modélico siempre será una tarde de
novillos.

Miguel Morey

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