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desertificamos cada vez que no queremos donarnos, cuando no queremos ser canales de vida. Y
entonces aparece la tentación de buscar otros consuelos: el individualismo siempre ‘encuentra
alimento’. Como decía san Alfonso a Crostarosa (citando a san Vicente de Paúl), “El que sólo se
escucha a sí mismo no necesita diablo que lo tiente”.1
Todos, temprano o tarde, somos seducidos por la máscara. Y nosotros los célibes mucho más:
nos hace falta una compañera que nos confronte cotidianamente. Pero esta herida de fondo afecta a
todo ser humano, pues todos somos parte de El gran teatro del mundo, y nos movemos entre lo que
somos y lo que ‘recitamos’. Allí reside nuestro pecado de orgullo. La relación con Dios, el único que
conoce nuestro corazón, es fundamental para vencer este pecado.
Como los autobuses tienen un punto de partida, así nuestra existencia debe iniciar cada
jornada saliendo del corazón; será el único modo de mejorar la armonía interna y la comunicación
con los hermanos. En cierto modo es ese el objetivo de toda la vida: convertirnos en lo que ya somos,
y esa es la razón de nuestra profesión religiosa, cuando ‘profesamos la vida cristiana’ y la hacemos
consciente en el seguimiento de Cristo (cf. fórmula de profesión CSsR).
Hacer caso al corazón como lugar de verdad es una condición fundamental para dar eficacia
al anuncio del evangelio. Con razón decía san Alfonso a los predicadores: “sólo el corazón habla al
corazón”. Los expertos en comunicación le dan ahora la razón cuando dicen que, al comunicar, los
‘puntos de emisión’ son más importantes que los mismos contenidos. ¿Qué nos quieren decir con
esto?
Hemos de reconocer que cada uno de nosotros tiene en sí mismo ‘áreas alienadas’ que
coinciden con la imagen que desea proyectar más que con la propia verdad íntima. La comunicación
verdadera y eficaz es la que parte del centro de mi integridad, de lo que soy ante Dios, aceptando mis
límites y lo que arrastro de mi propio pasado. También aquí se confirma la ley de la encarnación: la
verdad no es nunca un concepto abstracto u objetivo, la verdad está integrada con mi carne, emplasto
de gracia y de pecado. Solamente a partir de mi propio centro vital puede transmitir vida e irradiar
luz, y hacer creíble el bien y el gozo que voy proclamando.
Corazón como amor
Si tuviera conciencia de la facilidad que hay hoy para hablar de amor, me vendría la tentación
de quedarme callado. Alguno ha calculado que vuelan en la red 34.000 canciones que hablan de
amor, y sólo 3.000 que hablan del trabajo. ¡Viva la diferencia!
Pero más que a las canciones o a las películas, prefiero mirar a la realidad para hablar del
amor.
La primera fuente del realismo es la imagen simple de dos personas enamoradas. Más diciente
aún sería si viéramos cómo estas dos personas llevan adelante su amor a lo largo de los años,
venciendo obstáculos de todo tipo. En tal caso, debemos usar un poco de prudencia al hablar del
amor, sabiendo que comporta también grandes sacrificios. Se aprende a amar. Por eso, Jesús lo hace
mandato (cf. los imperativos de Lc 6,27-36 o de Jn 13,34), precisamente porque no es algo
espontáneo (aunque así parezca expresarlo el refrán: ‘al corazón no se lo manda’). No, ¡tantas veces
debe ser un mandato, una exigencia del corazón!
Otra fuente de realismo es una experiencia directa del amor, que no debe traducirse
necesariamente en un abandono de la vocación. En algún momento de la vida experimentamos ‘en
carne propia’ el peso de la palabra amor, y nos vemos en la tentación de dejarnos arrastrar por el amor
humano. Dicen los expertos que la edad más propicia para esto se da entre los 40 y 50 años (demonio
meridiano). Es la época en la que las antiguas ilusiones se desmoronan y tenemos que confrontarnos
con nosotros mismos. Surge entonces la necesidad profunda de tener con quien contar. Para alguno
será incluso la seducción de la intimidad. Es un momento tumultuoso y difícil de la existencia, que
1Carta a Crostarosa (antes del nueve de marzo 1733?), en: ALFONSO M. DE LIGUORI,
Carteggio, a cura di G. Orlandi, Ed. di Storia e letteratura, Roma 2004, 212.
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puede ser también hermoso, porque nos hace entender qué fácil mendigamos afecto cuando no somos
arrastrados por un gran amor. Entonces podemos entender bien de cerca la superficialidad con la que
hablamos del amor. Esta fase de la vida exige dejarnos ayudar por personas amigas, mejor aún, tener
un buen acompañante espiritual.
Creo que todos podemos estar de acuerdo con Franz Kafka en esto que dice: “Amor es todo lo
que acrecienta, alarga, enriquece nuestra vida hacia todas las alturas y todas las profundidades”. Si
tomamos en serio estas palabras, nos encontramos ante dos vías: o asumimos el amor como parte de
nuestra vida personal y comunitaria (y en este caso nuestro modo de vivir cambia significativamente),
o excluimos el amor de nuestros objetivos (reduciendo la vida a mezquindades, miedos,
desconfianzas). Negar el amor es quedarse anclado por tierra, con miedo de volar. Con razón escribe
Juan Pablo II en la Redemptor hominis: “El ser humano no puede vivir sin amor. Él permanece para
sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se
encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente”. (JUAN
PABLO II, Redemptor hominis (1979), 10.)
Si el miedo a la verdad de nosotros mismos nos hace revestirnos de una máscara, el miedo al
amor nos hace gastar nuestras mejores energías en el trabajo. Desviamos el río impetuoso del amor
hacia lo que hacemos, con la ilusión de que la tarea pastoral nos realiza como personas. Es un intento
estéril y, a largo plazo, frustrante, si no purificamos estas aguas ante el Señor y no revisamos
seriamente las relaciones cotidianas en la comunidad.
Cada tanto hemos de recordarnos que sobre Jesús y su evangelio hemos puesto en juego nada
menos que nuestra vida. Y la vida hay que vivirla en plenitud, de lo contrario simplemente la hemos
malgastado. Es, pues, indispensable buscar cada día en el fondo del corazón la fuente del amor para
poder vivir con plenitud. Tal vez el Capítulo General quiso decirnos esto también.
El significado profundo de todo esto supone caminar con un proyecto de vida, y en una
formación inicial y permanente atenta a lo que obstruye el corazón como fuente de vida y de amor.
Vivir la vida en plenitud significa, además, que nuestras comunidades son de verdad relaciones
humanas interpersonales. Aunque seamos fundamentalmente una comunidad apostólica y no
monástica, la comunidad es para nosotros ley fundamental (Const. 21): “La comunidad no consiste
tan sólo en la cohabitación material de los cohermanos, sino a la vez en la comunión de espíritu y de
hermandad”.
Juan Pablo II ha dicho: "Toda la fecundidad de la vida religiosa depende de la cualidad de la
vida fraterna vivida en común".2 Y hablaba de fecundidad apostólica. Palabras como estas las hemos
escuchado muchas veces; el problema es darles cuerpo, encarnarlas. Esto es también encarnación.
Sigue siendo verdad lo que dice Michel-Robert Bous: ”Los sacerdotes y los religiosos hablamos del
amor como un ciego habla de los colores”.3 Al menos eso es lo que la gente piensa de nosotros.
Corazón como ternura
En una carta a un joven católico, el escritor alemán Heinrich Böll escribió hace algunos
años: “Lo que hasta hoy les ha faltado a los mensajeros del cristianismo es la ternura”.4
Y con toda razón. Conocemos cohermanos impecables en la observancia regular pero fríos en
las relaciones e implacables en sus juicios. O confesores poco misericordiosos y despachos
parroquiales donde la gente encuentra un buen burócrata, un avezado canonista, pero no lo que más
necesita: un corazón hospitalario.
En la “ternura” se implica un modo diverso de presentarse y de ser Iglesia. Es el estilo de
Jesús, buen samaritano, que continúa llegando junto a todo ser humano “herido en el cuerpo o en el
espíritu y vierte sobre las heridas el aceite del consuelo y el vino de la esperanza” (Prefacio común
VIII).
¿Por qué nos cuesta tanto la ternura? ¿Acaso esta falta de cariñosa atención no confirma que
nuestro corazón de piedra aún no se ha convertido en corazón de carne? Habrá algún motivo para que
los mensajeros del cristianismo hayamos dejado por fuera de nuestras preocupaciones la ternura.
No hay duda de que la palabra ternura nos produce algo de miedo. En cuanto hombres,
tememos que con ella emerja el lado femenino de nuestra personalidad. Tememos aparecer débiles y
vulnerables. San Alfonso, por su parte, no tuvo dificultad en decir: “Quien ama a Jesucristo ama la
dulzura”.5 Era Falcoia el que le hacía problema a Alfonso por su excesiva afabilidad y ternura con los
novicios,6 tratando de forjar con reciedumbre lo que en Alfonso era un elemento constitutivo de su
personalidad.7
Vale la pena hacer una distinción importante: una cosa es la ternura entendida como
sentimiento, y otra cosa es el sentimentalismo. La primera es elemento constitutivo de nuestro ser
personas: quitarla es como privar un jardín del agua necesaria para regarlo, pues ella expresa nuestra
necesidad radical de amar y ser amados, una necesidad propia de toda existencia. Muy distinto es el
sentimentalismo, que es repliegue sobre sí mismo. El sentimentalismo nos encierra en el propio
sueño, más o menos poético, por temor a exponernos ante el otro.
En su camino terreno, Jesús exalta la ternura y rechaza el sentimentalismo. Su ser hombre no
le impide conmoverse ante el sufrimiento de los demás. Su paciencia y su misericordia explotan
cuando enfrenta prepotencia y abuso. Él “conoce bien lo que hay en cada ser humano” (Jn 2,25) y sin
embargo quiere gastar tiempo escuchándolos a todos, desde Nicodemo y la samaritana hasta los
discípulos de Emaús. En Él se encarna la ternura en el trato con sus amigos, desde Marta, María y
Lázaro, hasta sus mismos discípulos (Jn 15,15). No hay rastros de sentimentalismo en la persona de
Jesús: la suya es una existencia centrada en el otro: “pasó haciendo el bien y sanando a todos los que
estaban bajo el poder del demonio” (Hch 10,38).
Encontramos la ternura de Jesús reflejada en sus apóstoles, por ejemplo Pablo, que se
autodefine como “colaborador en la alegría de los demás” (2 Cor 1,24). Escribiendo a los
tesalonicenses, presume de haber sido cariñoso con ellos, como una madre que nutre y cuida de sus
hijos, deseoso de darles no sólo el evangelio de Dios sino hasta su misma vida; tanto los quiere (1 Tes
2,7-8).
¿Cómo hacer para reavivar la ternura? También aquí tenemos un mandamiento: “Aprended a
obrar el bien” (Is 1,17), dice Dios en Isaías. En otras palabras: hay un camino por recorrer, un arte por
aprender. Al menos empezar con gestos simples, como contemplar la belleza del creado y pedirle a
Dios que nuestro corazón sea canal de esa hermosura sin obstruirla. O estar atentos a la singularidad
del otro: “¿No es acaso un milagro extraordinario que entre tantos centenares de millones de rostros
no haya dos iguales?” (Abraham Heschel). “El amor es atención” (Simone Weil). El Hermano Roger
de Taizè se dijo un día: “Debo tratar de entenderlos a todos, antes que preocuparme por ser
entendido”, y se hizo un programa práctico. También las preocupaciones de la Madre Teresa indican
un paso concreto: “No podemos hacer grandes cosas en esta tierra, sino sólo pequeños gestos hechos
con amor”.
Deberíamos proyectar nuestra pastoral como lugar de escucha, espacio de sanación, punto de
reconciliación. Hay un trabajo inmenso por hacer. Son muchos los fieles que se sienten hoy excluidos
de la Iglesia, por diversas razones: pensemos en los divorciados vueltos a casar, los homosexuales, las
madres solteras... Pero si la gente, al escuchar nuestras palabras y percibir nuestras actitudes, se siente
46 (1998) 278.
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