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Joseph tobin

Retiro con los cohermanos del Caribe


Casa Cristo Redentor – Aguas Buenas
4-6 de noviembre de 2013

DANOS, SEÑOR, UN CORAZÓN NUEVO /1

LUZ PARA MIS PASOS ES TU PALABRA


Un escriba que los oyó discutir, al ver que les había respondido bien, se acercó y le preguntó: “¿Cuál
es el primero de los mandamientos?” Jesús respondió: “El primero es: Escucha, Israel: El Señor
nuestro Dios es el único Señor: y tú amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma,
con todo tu espíritu y con todas tus fuerzas. El segundo es: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No
hay otro mandamiento más grande que estos”. El escriba le dijo: “Muy bien, maestro, tienes razón al
decir que hay un solo Dios y no hay otro más que Él, y que amarlo con todo el corazón, con toda la
inteligencia y con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a sí mismo, vale más que todos los
holocaustos y todos los sacrificios”. Jesús, al ver que había respondido tan acertadamente, le dijo: “Tú
no estás lejos del Reino de Dios”. Y nadie se atrevió a hacerle más preguntas. (Mc 12,28-34).
Cada día que pasa nos confirma que las verdades se enloquecieron y las prioridades se
confundieron: ¿Qué es el bien, qué es el mal? ¿Qué es lo que hay que colocar al primer puesto? ¿Es
posible orientarnos en la vida por el corazón en lugar de hacerlo por la ley? Teniendo en cuenta la
fragmentación a la que está sometida nuestra vida, la pregunta del escriba se hace la nuestra: Maestro,
¿qué debo hacer? ¿por dónde empezar?
Comienza por el amor, dice Jesús. Más aún, comienza por escuchar. Puedes comenzar a amar
si antes conoces el amor que Dios te tiene, y esto es posible si escuchas y obedeces (ob-audire), de tal
modo que lo escuchado se hace mandato: “Escucha, Israel”.
El amor nos permite convertirnos por gracia en lo que Dios es por naturaleza. Así uno se hace
lo que ama. El amor que Dios me tiene lo ha hecho ser hombre; el amor mío a Dios me hace ser Dios.
Experimento a Dios como padre, autoridad respetuosa de mi libertad. Experimento a Dios como
madre, dador de vida y ternura como el pan de cada día. Experimento a Dios como esposo, con quien
me une un compromiso de fidelidad. A este amor de Dios ‘a 360 grados’ sólo puedo responder con el
corazón. Con todo el corazón, porque Dios es el único absoluto.
En Jesús, este amor se ha hecho carne. Elevado en la cruz, alcanza hasta los más lejanos; al
menos aquellos que están buscando a Dios sólo necesitan levantar la mirada. Su identidad, todo lo
que ha dicho y hecho, son la vía de salida de un enredo de callejuelas, es decir, lo que nosotros
experimentamos cada día en nosotros mismos como inclinación al mal (que la teología llama pecado
original). Baste pensar a lo que hemos hecho en las últimas 24 horas: allí se entrecruzan nuestros
intereses, nuestras cegueras, nuestros retrocesos... porque hemos puesto mucha atención en nuestro
yo, y desde allí hemos querido juzgarlo y decidirlo todo.
Jesús rompe ese mecanismo. Todo el que responde a su llamada para re-proyectar la vida,
quien acepta el amor amorosamente, sabe que ya ha pasado de la muerte a la vida. De ahí surge el
segundo mandamiento: segundo mas no secundario, ya que dice relación a la fuente de la que nace
ese amor, que es Dios y sólo Dios. Estoy llamado a derramar sobre el prójimo la misma libertad y
gratuidad con la cual Dios me ama. Estoy llamado a amar al hermano como a mí mismo, es decir, en
cuanto me reconozco amado también por Dios. Si olvido esta fuente, mi amor al prójimo se vuelve
instrumental. Es el riesgo que corremos cada día; el riesgo de abrir la llave de agua sin caer en cuenta
del acueducto y de la fuente.
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DEL CAPÍTULO GENERAL A LA CONGREGACIÓN


Son dos las referencias que el Capítulo General hace a los ‘corazones renovados’, ambas en el
n. 8 del Mensaje: donde se nos invita a volver al primer amor, convirtiéndonos como personas y
como comunidad; y a re-encontrar el auténtico celo misionero, para hacernos de verdad libres al
servicio del Reino.
La temática bíblica del corazón es vastísima. A diferencia de la esperanza, el corazón es un
órgano concreto, y tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento ofrece mil motivos para nuestra
reflexión. A mí me gusta considerar el corazón come el lugar en el que se encuentran dos mundos
simultáneamente cercanísimos y lejanísimos: Dios y nuestro cuerpo. Sí, nuestro cuerpo. Pero, ¿quién
piensa conscientemente en lo que en este momento sucede dentro de su ojo, o en el trabajo secreto de
sus riñones, o en el fluir de la sangre por las venas?
Si ‘corazón’ puede significar tantas cosas, debemos entonces escoger o, al menos, lanzar una
hipótesis sobre lo que el Capítulo General ha querido decirle a la Congregación. Me limito a cuatro
sugerencias de reflexión:
 el corazón como verdad
 el corazón como amor
 el corazón como ternura
 el corazón como lugar del Espíritu Santo
Corazón como verdad

 Cuando hablo de ‘verdad’, entiendo por tal lo que somos ante Dios.
Presumo que mi vida, al igual que la vuestra, está expuesta al riesgo constante de la máscara.
Siempre ha sido así. Todos sabemos que en el teatro griego la palabra ‘persona’ indicaba el papel que
el actor debía recitar, sirviéndose de la máscara correspondiente al personaje. Una máscara se ha
hecho parte de nosotros mismos desde que éramos niños y nos ha correspondido asumir un rol: el de
‘chico bueno’ o de persona educada, o de respetuoso de las normas que no fastidia a nadie. Esto se
hacía más evidente en momentos de conflicto: ante la violencia de los compañeros de estudios
(intimidación) o en presencia de conflictos familiares aprendimos a adaptarnos, fingiendo ser lo que
en verdad no éramos.
Sin darnos cuenta, este papel – y la máscara correspondiente – nos ha acompañado por años.
Poco a poco nos hemos construido una imagen, más o menos ideal, más o menos distanciada de
nuestra propia verdad. Es el caso del sacerdote que, incluso sin fe, puede seguir adelante en la vida,
con tal de ser gratificado por la estima de la gente. O la realidad íntima de quien necesita ser el centro
de atención para sentirse amado y sufre si las cosas no funcionan así. Pero es también el caso de quien
revuelve la venganza contra el superior y la comunidad cayendo en la hipercrítica contra todos. O de
quien se aparta indignado a su guarida silenciosa para salvar el statu quo, “pro bono pacis” y por
incapacidad de enfrentar un diálogo propositivo.
Esa máscara se sostiene con el consenso de los demás. Porque nos agrada que se nos
reconozca como brillante escritor o exitoso misionero o párroco organizado, superior benevolente,
maestro creativo. Y nos olvidamos de que los aplausos no siempre son sinceros, y nuestra realidad,
además, no es sólo lo positivo que los demás creen ver en nosotros. Olvidamos, sobre todo, que
nuestra vocación es de servicio, no de reconocimiento.
Tanto si esa máscara nos sirve para huir de las tensiones como si vale de consuelo al
momento de los fracasos, es siempre un engaño: perdemos el contacto con la verdad más profunda de
nosotros mismos. Y más esto sucede, más ingenuos llegamos a la crisis del realismo, cuando
chocamos con nuestros propios límites y las exigencias impuestas por la convivencia con otras
personas.
De ahí brotan muchos sufrimientos. Cada vez que nos alejamos del corazón y nos imponemos
la actuación de nuestro rol, secamos cada vez más las fuentes de la vida. En verdad, nos
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desertificamos cada vez que no queremos donarnos, cuando no queremos ser canales de vida. Y
entonces aparece la tentación de buscar otros consuelos: el individualismo siempre ‘encuentra
alimento’. Como decía san Alfonso a Crostarosa (citando a san Vicente de Paúl), “El que sólo se
escucha a sí mismo no necesita diablo que lo tiente”.1
Todos, temprano o tarde, somos seducidos por la máscara. Y nosotros los célibes mucho más:
nos hace falta una compañera que nos confronte cotidianamente. Pero esta herida de fondo afecta a
todo ser humano, pues todos somos parte de El gran teatro del mundo, y nos movemos entre lo que
somos y lo que ‘recitamos’. Allí reside nuestro pecado de orgullo. La relación con Dios, el único que
conoce nuestro corazón, es fundamental para vencer este pecado.
Como los autobuses tienen un punto de partida, así nuestra existencia debe iniciar cada
jornada saliendo del corazón; será el único modo de mejorar la armonía interna y la comunicación
con los hermanos. En cierto modo es ese el objetivo de toda la vida: convertirnos en lo que ya somos,
y esa es la razón de nuestra profesión religiosa, cuando ‘profesamos la vida cristiana’ y la hacemos
consciente en el seguimiento de Cristo (cf. fórmula de profesión CSsR).
Hacer caso al corazón como lugar de verdad es una condición fundamental para dar eficacia
al anuncio del evangelio. Con razón decía san Alfonso a los predicadores: “sólo el corazón habla al
corazón”. Los expertos en comunicación le dan ahora la razón cuando dicen que, al comunicar, los
‘puntos de emisión’ son más importantes que los mismos contenidos. ¿Qué nos quieren decir con
esto?
Hemos de reconocer que cada uno de nosotros tiene en sí mismo ‘áreas alienadas’ que
coinciden con la imagen que desea proyectar más que con la propia verdad íntima. La comunicación
verdadera y eficaz es la que parte del centro de mi integridad, de lo que soy ante Dios, aceptando mis
límites y lo que arrastro de mi propio pasado. También aquí se confirma la ley de la encarnación: la
verdad no es nunca un concepto abstracto u objetivo, la verdad está integrada con mi carne, emplasto
de gracia y de pecado. Solamente a partir de mi propio centro vital puede transmitir vida e irradiar
luz, y hacer creíble el bien y el gozo que voy proclamando.
Corazón como amor
Si tuviera conciencia de la facilidad que hay hoy para hablar de amor, me vendría la tentación
de quedarme callado. Alguno ha calculado que vuelan en la red 34.000 canciones que hablan de
amor, y sólo 3.000 que hablan del trabajo. ¡Viva la diferencia!
Pero más que a las canciones o a las películas, prefiero mirar a la realidad para hablar del
amor.
La primera fuente del realismo es la imagen simple de dos personas enamoradas. Más diciente
aún sería si viéramos cómo estas dos personas llevan adelante su amor a lo largo de los años,
venciendo obstáculos de todo tipo. En tal caso, debemos usar un poco de prudencia al hablar del
amor, sabiendo que comporta también grandes sacrificios. Se aprende a amar. Por eso, Jesús lo hace
mandato (cf. los imperativos de Lc 6,27-36 o de Jn 13,34), precisamente porque no es algo
espontáneo (aunque así parezca expresarlo el refrán: ‘al corazón no se lo manda’). No, ¡tantas veces
debe ser un mandato, una exigencia del corazón!
Otra fuente de realismo es una experiencia directa del amor, que no debe traducirse
necesariamente en un abandono de la vocación. En algún momento de la vida experimentamos ‘en
carne propia’ el peso de la palabra amor, y nos vemos en la tentación de dejarnos arrastrar por el amor
humano. Dicen los expertos que la edad más propicia para esto se da entre los 40 y 50 años (demonio
meridiano). Es la época en la que las antiguas ilusiones se desmoronan y tenemos que confrontarnos
con nosotros mismos. Surge entonces la necesidad profunda de tener con quien contar. Para alguno
será incluso la seducción de la intimidad. Es un momento tumultuoso y difícil de la existencia, que

1Carta a Crostarosa (antes del nueve de marzo 1733?), en: ALFONSO M. DE LIGUORI,
Carteggio, a cura di G. Orlandi, Ed. di Storia e letteratura, Roma 2004, 212.
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puede ser también hermoso, porque nos hace entender qué fácil mendigamos afecto cuando no somos
arrastrados por un gran amor. Entonces podemos entender bien de cerca la superficialidad con la que
hablamos del amor. Esta fase de la vida exige dejarnos ayudar por personas amigas, mejor aún, tener
un buen acompañante espiritual.
Creo que todos podemos estar de acuerdo con Franz Kafka en esto que dice: “Amor es todo lo
que acrecienta, alarga, enriquece nuestra vida hacia todas las alturas y todas las profundidades”. Si
tomamos en serio estas palabras, nos encontramos ante dos vías: o asumimos el amor como parte de
nuestra vida personal y comunitaria (y en este caso nuestro modo de vivir cambia significativamente),
o excluimos el amor de nuestros objetivos (reduciendo la vida a mezquindades, miedos,
desconfianzas). Negar el amor es quedarse anclado por tierra, con miedo de volar. Con razón escribe
Juan Pablo II en la Redemptor hominis: “El ser humano no puede vivir sin amor. Él permanece para
sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se
encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente”. (JUAN
PABLO II, Redemptor hominis (1979), 10.)
Si el miedo a la verdad de nosotros mismos nos hace revestirnos de una máscara, el miedo al
amor nos hace gastar nuestras mejores energías en el trabajo. Desviamos el río impetuoso del amor
hacia lo que hacemos, con la ilusión de que la tarea pastoral nos realiza como personas. Es un intento
estéril y, a largo plazo, frustrante, si no purificamos estas aguas ante el Señor y no revisamos
seriamente las relaciones cotidianas en la comunidad.
Cada tanto hemos de recordarnos que sobre Jesús y su evangelio hemos puesto en juego nada
menos que nuestra vida. Y la vida hay que vivirla en plenitud, de lo contrario simplemente la hemos
malgastado. Es, pues, indispensable buscar cada día en el fondo del corazón la fuente del amor para
poder vivir con plenitud. Tal vez el Capítulo General quiso decirnos esto también.
El significado profundo de todo esto supone caminar con un proyecto de vida, y en una
formación inicial y permanente atenta a lo que obstruye el corazón como fuente de vida y de amor.
Vivir la vida en plenitud significa, además, que nuestras comunidades son de verdad relaciones
humanas interpersonales. Aunque seamos fundamentalmente una comunidad apostólica y no
monástica, la comunidad es para nosotros ley fundamental (Const. 21): “La comunidad no consiste
tan sólo en la cohabitación material de los cohermanos, sino a la vez en la comunión de espíritu y de
hermandad”.
Juan Pablo II ha dicho: "Toda la fecundidad de la vida religiosa depende de la cualidad de la
vida fraterna vivida en común".2 Y hablaba de fecundidad apostólica. Palabras como estas las hemos
escuchado muchas veces; el problema es darles cuerpo, encarnarlas. Esto es también encarnación.
Sigue siendo verdad lo que dice Michel-Robert Bous: ”Los sacerdotes y los religiosos hablamos del
amor como un ciego habla de los colores”.3 Al menos eso es lo que la gente piensa de nosotros.
Corazón como ternura

 En una carta a un joven católico, el escritor alemán Heinrich Böll escribió hace algunos
años: “Lo que hasta hoy les ha faltado a los mensajeros del cristianismo es la ternura”.4
Y con toda razón. Conocemos cohermanos impecables en la observancia regular pero fríos en
las relaciones e implacables en sus juicios. O confesores poco misericordiosos y despachos
parroquiales donde la gente encuentra un buen burócrata, un avezado canonista, pero no lo que más
necesita: un corazón hospitalario.
En la “ternura” se implica un modo diverso de presentarse y de ser Iglesia. Es el estilo de
Jesús, buen samaritano, que continúa llegando junto a todo ser humano “herido en el cuerpo o en el

2A la plenaria de la Congregación para Institutos de vida consagrada y Sociedades de vida


apostólica, 21.11.1992.
3 BOUS Michel-Robert, Imparare ad amare, Qiqajon, Bose 2011, 12.

4 BÖLL HEINRICH, Lettera a un giovane cattolico, Vicenza 1968, 54.
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espíritu y vierte sobre las heridas el aceite del consuelo y el vino de la esperanza” (Prefacio común
VIII).
¿Por qué nos cuesta tanto la ternura? ¿Acaso esta falta de cariñosa atención no confirma que
nuestro corazón de piedra aún no se ha convertido en corazón de carne? Habrá algún motivo para que
los mensajeros del cristianismo hayamos dejado por fuera de nuestras preocupaciones la ternura.
No hay duda de que la palabra ternura nos produce algo de miedo. En cuanto hombres,
tememos que con ella emerja el lado femenino de nuestra personalidad. Tememos aparecer débiles y
vulnerables. San Alfonso, por su parte, no tuvo dificultad en decir: “Quien ama a Jesucristo ama la
dulzura”.5 Era Falcoia el que le hacía problema a Alfonso por su excesiva afabilidad y ternura con los
novicios,6 tratando de forjar con reciedumbre lo que en Alfonso era un elemento constitutivo de su
personalidad.7
Vale la pena hacer una distinción importante: una cosa es la ternura entendida como
sentimiento, y otra cosa es el sentimentalismo. La primera es elemento constitutivo de nuestro ser
personas: quitarla es como privar un jardín del agua necesaria para regarlo, pues ella expresa nuestra
necesidad radical de amar y ser amados, una necesidad propia de toda existencia. Muy distinto es el
sentimentalismo, que es repliegue sobre sí mismo. El sentimentalismo nos encierra en el propio
sueño, más o menos poético, por temor a exponernos ante el otro.
En su camino terreno, Jesús exalta la ternura y rechaza el sentimentalismo. Su ser hombre no
le impide conmoverse ante el sufrimiento de los demás. Su paciencia y su misericordia explotan
cuando enfrenta prepotencia y abuso. Él “conoce bien lo que hay en cada ser humano” (Jn 2,25) y sin
embargo quiere gastar tiempo escuchándolos a todos, desde Nicodemo y la samaritana hasta los
discípulos de Emaús. En Él se encarna la ternura en el trato con sus amigos, desde Marta, María y
Lázaro, hasta sus mismos discípulos (Jn 15,15). No hay rastros de sentimentalismo en la persona de
Jesús: la suya es una existencia centrada en el otro: “pasó haciendo el bien y sanando a todos los que
estaban bajo el poder del demonio” (Hch 10,38).
Encontramos la ternura de Jesús reflejada en sus apóstoles, por ejemplo Pablo, que se
autodefine como “colaborador en la alegría de los demás” (2 Cor 1,24). Escribiendo a los
tesalonicenses, presume de haber sido cariñoso con ellos, como una madre que nutre y cuida de sus
hijos, deseoso de darles no sólo el evangelio de Dios sino hasta su misma vida; tanto los quiere (1 Tes
2,7-8).
¿Cómo hacer para reavivar la ternura? También aquí tenemos un mandamiento: “Aprended a
obrar el bien” (Is 1,17), dice Dios en Isaías. En otras palabras: hay un camino por recorrer, un arte por
aprender. Al menos empezar con gestos simples, como contemplar la belleza del creado y pedirle a
Dios que nuestro corazón sea canal de esa hermosura sin obstruirla. O estar atentos a la singularidad
del otro: “¿No es acaso un milagro extraordinario que entre tantos centenares de millones de rostros
no haya dos iguales?” (Abraham Heschel). “El amor es atención” (Simone Weil). El Hermano Roger
de Taizè se dijo un día: “Debo tratar de entenderlos a todos, antes que preocuparme por ser
entendido”, y se hizo un programa práctico. También las preocupaciones de la Madre Teresa indican
un paso concreto: “No podemos hacer grandes cosas en esta tierra, sino sólo pequeños gestos hechos
con amor”.
Deberíamos proyectar nuestra pastoral como lugar de escucha, espacio de sanación, punto de
reconciliación. Hay un trabajo inmenso por hacer. Son muchos los fieles que se sienten hoy excluidos
de la Iglesia, por diversas razones: pensemos en los divorciados vueltos a casar, los homosexuales, las
madres solteras... Pero si la gente, al escuchar nuestras palabras y percibir nuestras actitudes, se siente

5 Práctica del amor a Jesucristo, cap. VI.


6 FERRERO F., “La formación de los congregados”, en Historia de la Congregación del
Santísimo Redentor, (CHIOVARO F. ed.), I – Los orígenes 1732-1794, I /I, 543
7 VIDAL M. “La imagen de Dios en la tradición redentorista”, en Spicilegium Historicum CSSR

46 (1998) 278.
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censurada y descartada, entonces es porque no le estamos transmitiendo el evangelio de Jesús sino


otra cosa, tal vez las consecuencias de nuestros traumas y conflictos interiores.
Me gusta creer que el Capítulo General haya querido decirnos esto al hablar de corazones
renovados.
El corazón como espiritualidad
Además de ser lugar de la verdad y del amor, el corazón es también el espacio en el que actúa
el Espíritu Santo. Tal vez el Capítulo General quiso referirse a esto, en sintonía con el camino
recorrido en los últimos sexenios.
Se puede decir que desde hace doce años la espiritualidad continúa siendo nuestro mayor
desafío. Primero fue el tema para el sexenio 1997-2003, luego la Communicanda 1 de 1998 que
comentaba ese tema: así se ha puesto en evidencia que lo que preocupaba a los capitulares no era el
adjetivo ‘redentorista’ sino el sustantivo ‘espiritualidad’. Los mismos dos postulados con los que el
Capítulo aprobó los cursos de espiritualidad redentorista aparecen bajo un título muy exigente: Vida
en el Espíritu. Incluso el tema del sexenio siguiente, “Dar la vida por la redención copiosa”, ha
subrayado el valor de la totalidad y radicalidad de nuestro compromiso con el Redentor.
No quisiera que se me malinterpretara cuando hablo de adjetivo y sustantivo en la
espiritualidad redentorista: no podemos separar lo uno de lo otro. Son como dos hélices del mismo
DNA, es decir, de nuestra vocación en la Iglesia. Pero considero que el Capítulo General de 1997,
cuando puso en evidencia la Vida en el Espíritu, quería ponernos en guardia ante el peligro de
separar. Porque fácilmente contamos con orgullo nuestra historia y escarbamos en nuestros
documentos para resaltar lo que hemos hecho, pero nos olvidamos de cuidar nuestra vida espiritual.
Durante el último Capítulo General, en son de broma, monseñor Gardin nos decía que cuando una
Congregación está en crisis de vocaciones y de identidad se pone a escribir los volúmenes de su
historia gloriosa...
Estoy convencido de que con esto del ‘corazón nuevo’ el Señor está pidiendo a la
Congregación una vida espiritual más intensa, en la que el protagonista sea precisamente el Espíritu
Santo.
¿Qué es para mí una “vida espiritual más intensa”? En primer lugar, la vida teologal: hacer
que nuestra vida gire en torno a Dios. Buscar con sinceridad el rostro de Dios, aunque efectuemos
esta búsqueda de modo diverso en cada etapa de la vida. Tal vez cuando éramos jóvenes había
muchas luces que nos entretenían en el camino hacia Dios y por eso seguimos caminando; ahora, si
no mantenemos una dinámica de conversión continua, la tercera edad se nos va a volver muy dura de
aceptar.
“Vida espiritual más intensa” quiere decir también que hemos de recordar que la
espiritualidad tiene una estructura propia, con exigencias y leyes precisas. Por ejemplo, la ley de la
encarnación, que nos hace ser pacientes con nosotros mismos y con la lentitud de nuestros pasos. O la
ley del misterio pascual, que se manifiesta diariamente en el morir a nosotros mismos y abrirnos a la
vida nueva que viene de Dios.
Obviamente, vida espiritual quiere decir también opciones concretas en las que la
espiritualidad toma forma. Pero sobre esto hablaremos en otro momento.

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