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DOMESTICAR A LA HIPEREXCITABLE AMÍGDALA Las alentadoras novedades que nos

proporciona la investigación llevada a cabo por Kagan es que no todos los miedos de la infancia
siguen desarrollándose durante toda la vida, es decir, que el temperamento no es el destino y que las
experiencias adecuadas pueden reeducar la hiperexcitabilidad de la amígdala. Lo que determina la
diferencia son las lecciones emocionales y las respuestas que los niños aprenden durante su proceso
de crecimiento. Lo que cuenta al comienzo para el niño tímido es cómo le tratan sus padres, y es así
como aprenden a superar su timidez natural. Los padres que planifican experiencias gradualmente
alentadoras para sus hijos les brindan la posibilidad de superar para siempre sus temores. Uno de
cada tres niños que llega al mundo con todos los síntomas de una amígdala hiperexcitable termina
perdiendo la timidez cuando entra en la guardería. De la observación de estos niños, previamente
temerosos, queda claro que los padres —y especialmente las madres— desempeñan un papel
importantísimo en el hecho de que un niño innatamente tímido se fortalezca con el correr de los
años o siga huyendo de lo desconocido y se llene de inquietud ante cualquier dificultad. La
investigación realizada por el equipo de Kagan descubrió que algunas madres creen que deben
proteger a sus hijos tímidos de toda perturbación; otras, en cambio, consideran que es más
importante apoyarles para que ellos mismos aprendan a afrontar estos momentos y acostumbrarles
así a los pequeños contratiempos de la vida. La sobreprotección, pues, parece alentar el temor
privando a los más jóvenes de la oportunidad de aprender a superar sus miedos, mientras que, en
cambio, la filosofía de «aprender a adaptarse» parece contribuir a que los niños más temerosos
desarrollen su valor. Las observaciones realizadas en el hogar demostraron que, a los seis meses de
edad, las madres protectoras que trataban de consolar a sus hijos, les cogían y les mantenían en sus
brazos cuando estaban agitados o lloraban, y lo hacían más que aquéllas otras que trataban de
ayudar a que sus hijos aprendieran a dominar por si mismos estos momentos de desasosiego. La
proporción entre las veces en que eran cogidos por sus madres cuando estaban tranquilos y cuando
estaban inquietos demostró que las madres protectoras sostenían a sus hijos en brazos mucho más
durante los momentos de inquietud que durante los de calma. Al año de edad, la investigación
demostró la existencia de otra marcada diferencia. Las madres protectoras se mostraban más
indulgentes y ambiguas a la hora de poner límites a sus hijos cuando éstos estaban haciendo algo
que podía resultar peligroso como, por ejemplo, meterse en la boca un objeto que pudieran tragarse.
Las otras madres, por el contrario, eran empáticas, insistían en la obediencia, imponían límites
claros y daban órdenes directas que bloqueaban las acciones del niño. ¿Pero cómo la firmeza de una
madre puede conducir a una disminución de la timidez? En opinión de Kagan, cuando un niño se
arrastra decididamente hacia algo que le parece atractivo y su madre le interrumpe con un
contundente «¡apártate de eso!» se produce un aprendizaje en el que el niño se ve obligado a hacer
frente a una leve sensación de incertidumbre. La repetición de esta situación centenares de veces
durante el primer año de vida proporciona al niño una serie de ensayos en pequeña escala que le
ayudan a aprender a afrontar lo inesperado. Esta es, precisamente, la clase de encuentro que debe
aprender a controlar el niño tímido, y la forma más adecuada de hacerlo es en pequeñas dosis. Si los
padres se muestran amorosos pero no cogen en brazos al niño y le consuelan ante cada pequeño
contratiempo, éste terminará aprendiendo por si mismo a controlar estas situaciones. A los dos años
de edad, cuando volvían a llevar los niños temerosos al laboratorio de Kagan, se mostraron mucho
menos propensos a llorar ante el gesto serio de un extraño o cuando un experimentador les ponía un
esfigmomanómetro en el brazo para medir su tensión sanguínea. La conclusión de Kagan fue la
siguiente: «parece que las madres que protegen a sus hijos muy reactivos contra la frustración y la
ansiedad, esperando ayudar así a la superación de este problema, aumentan la incertidumbre del
niño y terminan provocando el efecto contrario» En otras palabras, parece que la estrategia
protectora priva a los niños de la oportunidad de aprender a calmarse a si mismos frente a lo
desconocido y así poder superar un poco más sus miedos. A nivel neurológico, esto significa que los
circuitos prefrontales pierden la oportunidad de aprender respuestas alternativas ante el miedo
reflejo y, en su lugar, la repetición simplemente fortalece la tendencia a la timidez. Por el contrario,
según me dijo Kagan: «Aquéllos niños que habían logrado vencer su timidez en la guardería tenían
padres que ejercían una leve presión para que fueran más sociables. Aunque este rasgo
temperamental parezca más difícil de cambiar que otros —probablemente a causa de sus
fundamentos fisiológicos— no existe ninguna cualidad humana que sea inmutable». A lo largo de la
infancia algunos niños tímidos se van abriendo en la medida en que la experiencia va moldeando su
sistema nervioso. La presencia de un alto nivel de competencia social (la cooperación, el buen trato
con los demás niños, la empatía, la predisposición a dar y compartir, la consideración y la capacidad
de desarrollar amistades íntimas) constituye uno de los predictores de que un niño tímido terminará
superando esta inhibición natural. Estos eran los rasgos característicos de un grupo de niños que, a
la edad de cuatro años, habían sido identificados como tímidos y que cambiaron a eso de los diez
años de edad. Por el contrario, aquellos otros niños tímidos cuyo temperamento no sufrió ningún
cambio perceptible a los diez años de edad, eran menos diestros emocionalmente (lloraban, se
alejaban cuando debían enfrentarse a alguna situación problemática, se mostraban emocional mente
torpes, eran miedosos, ariscos, solían irritarse ante la menor frustración, tenían dificultades para
demorar la gratificación, eran muy suspicaces a las criticas y eran desconfiados). Estas lagunas
emocionales constituyen serios obstáculos en su relación con los demás niños, a quienes ponen en
situación de tener que acercarse a ellos. No es difícil advertir el motivo por el cual los niños
emocionalmente más competentes tienden a superar espontáneamente su timidez (aunque sean
temperamentalmente vergonzosos) puesto que su destreza social les abre un abanico más amplio de
experiencias positivas con los demás. Son niños que, una vez que rompen el hielo que supone, por
ejemplo, dirigirse a un nuevo compañero son socialmente brillantes. La repetición de esta situación
a lo largo de los años tiende naturalmente a convertirles en personas mucho más seguras de sí
mismas. Estos avances hacia la apertura resultan muy alentadores porque sugieren que, en cierto
modo, hasta las mismas pautas emocionales innatas pueden cambiar. Un niño que nace temeroso
puede aprender a tranquilizarse o incluso a abrirse a lo desconocido. La timidez —o cualquier otro
rasgo temperamental— forma parte de nuestro bagaje biológico, pero eso no significa que nos
hallemos inexorablemente condicionados por los rasgos emocionales heredados. Así pues, aun
dentro de las limitaciones genéticas disponemos de la posibilidad de cambiar. Como observan los
estudiosos de la genética de la conducta, nuestro comportamiento no sólo está determinado
genéticamente sino que el ambiente —especialmente la experiencia y el aprendizaje— configura la
forma en que una predisposición temperamental se manifiesta a lo largo de la vida. La capacidad
emocional, pues, no constituye un dato inmutable puesto que, con el aprendizaje adecuado, puede
modificarse. Las razones que explican este hecho hay que buscarlas en el modo en que madura el
cerebro humano.

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