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Vidas entrelazadas: La proximidad de los

cuerpos
Habitamos junto a ciertos individuos o grupos minoritarios cuyos cuerpos son vulnerables,
excluidos e incluso amenazados por sus diferencias y a los que ni siquiera podemos
reconocer. Desde una perspectiva política que piense en el cuerpo, ¿cómo es que podemos
exigir para ellos un reconocimiento más justo?

La frase ‘somos seres sociales’ parece estar muy lejos de la experiencia contemporánea. Si
bien nos sentimos cómodos conviviendo con algunos, casi por regla general, volteamos la
mirada a otros o ni siquiera somos capaces de reconocerlos y pocas veces pensamos en lo
que significa habitar con ellos. ¿Por qué esta manera desigual de cohabitar con los demás?,
¿por qué es tan difícil reconocer a algunos?

Para Judith Butler[1] vivir en sociedad quiere decir, entre otras cosas, ser vulnerables.
Nuestros cuerpos están permanentemente expuestos a ser nombrados e interpretados de
formas que escapan a nuestro control y a ser interpelados por los otros en un escenario
político. El cuerpo no es sólo un lugar privado, también es un modo público de ser. Los
cuerpos son delineados, moldeados y enmarcados de acuerdo a categorías sociales. Somos
precarios, nuestros cuerpos son intervenidos por quienes nos asignan los lugares desde los
cuales seremos reconocidos en el entramado social.

Nuestros cuerpos reciben designaciones que nos hacen reconocibles (para los demás y para
nosotros mismos) y las representan continuamente como si de un perfomance se tratara. Por
ejemplo: hay cuerpos que performan una y otra vez la idea de mujer, que ha sido
conformada históricamente, fundamentada en una heteronormatividad que les impone la
obligación de ser femeninas.

Nuestra vida se desarrolla como si estuviéramos rodeados por un muro invisible que nos
impide sentir la proximidad de los otros cuerpos y nos hace creer que nuestra
responsabilidad recae únicamente sobre nosotros mismos. No es así. La mutua
vulnerabilidad nos hace estar relacionados y entrelazados incluso con aquellos que nos
parecen tan lejanos, estamos implicados políticamente incluso con quienes son
irreconocibles.

Aunque también es cierto que la precariedad es administrada de forma desigual en la vida


social. Hay algunos cuerpos que se nos muestran en el limite de lo reconocible y que
habitan en los márgenes del discurso dominante. La proximidad de los otros se nubla por el
hechizo de una sociedad individualista en la que los cuerpos de algunos individuos y de
algunas minorías son marginados, invisibilizados, excluidos y amenazados.

Pero entonces, ¿cómo hacer posible y justo el reconocimiento de los irreconocibles?, ¿cómo
contribuir a que esas vidas sea vivibles, a que sean reconocidas como vidas dignas de ser
vividas?, ¿cómo hacer que la vulnerabilidad sea asignada de manera más equitativa y a que
haya condiciones sociales que contribuyan a minimizarla para todos?
Somos responsables de los otros en un sentido político, somos responsables de criticar y de
buscar resignificar los marcos que impiden que los cuerpos puedan ser reconocidos
justamente. Estos cuerpos, definidos en la exclusión, habitan a través de normas
excesivamente ajustadas y que resultan invivibles. Las normas sociales se afianzan a través
de su repetición histórica y temporal, eso mismo las hace susceptibles de ser actuadas de
modos subversivos. La resignificación de todas estas normas puede tener lugar porque en
su interior ocultan la posibilidad de ser representadas de modos imprevistos que dan pie a la
desnaturalización, al cuestionamiento crítico, a la transformación y a la exigencia de
justicia.

[1] Judith Butler es una filósofa estadounidense que ha escrito importantes obras como El
género en disputa y Deshacer el género. Sus reflexiones sobre el género, el sexo y la
sexualidad destacan por ser importantes contribuciones a las discusiones sobre el
feminismo y la teoría queer. Además, es una pensadora comprometida con las reflexiones
sobre la vida política y social, por lo que sus teorías pueden ser muy fructíferas para
pensar críticamente el contexto contemporáneo.

Por Ana Sofía Ibarra

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