Explora Libros electrónicos
Categorías
Explora Audiolibros
Categorías
Explora Revistas
Categorías
Explora Documentos
Categorías
STELLA MASTRÁNGELO
NIETZSCHE Y ARTAUD
Por una ética de la crueldad
CAMILLE DUMOULIÉ
m
siglo
veintiuno
editores
siglo veintiuno editores, s.a. de c.v.
CERRO DEL AGU A 248, DELEGACIÓN COYOACÁN, 04310 MÉXICO. D.F
“La violencia sufrida por nuestro semejante se sale del orden de las cosas fini
tas, eventualmente útiles: la violencia lo entrega a la inmensidad” “[...] en esa des
trucción se niegan los límites de nuestro semejante” (Georges Bataille, La littérature
et le mal, Gallimard, col. “Idées”, 1947, p. 144).
21 Escritos 2, México, siglo XXI, 1975, p. 744.
CRUELDAD PERVERSA Y MALA CONCIENCIA
La experiencia de la crueldad tiene algo de originario y al mismo
tiempo revela el carácter insoportable, inubicable del origen. Para
que sea posible identificar la crueldad con la vida, aquella debe
existir “antes” que el hombre y encontrar su principio, como lo su
gieren Nietzsche y Artaud cuando se refieren a la visión de Herá-
clito,22 en una especie de necesidad cósmica; sin embargo, la
crueldad no es ella misma sino en el hombre, y no adquiere toda su
profundidad ética más que en él. Pero esa advertencia la desvía de
sí misma, de su pureza originaria: ese sentimiento de que el hom
bre encuentra su dimensión en el exceso y de que su voluntad, o
su naturaleza, si la sigue con rigor, lo conduce hacia lo que Mon
taigne llama lo “inhumano”, es para la conciencia un escándalo
del que se protege esforzándose por detener el movimiento y el
sentido de ese exceso. La aparición de la conciencia se convierte
así en signo de un desmayo del ser vivo, de un repliegue y una
pérdida de intensidad, de suerte que toda la historia de la crueldad
es la de una perversión y que a Nietzsche y Artaud les parece casi
imposible encontrar en ella una manifestación fenoménica “pura”
e “inocente”.
De los análisis de la Genealogía de la moral o de los pasajes de El
teatro y su doble consagrados a la definición de la crueldad, resulta
que la crueldad que Nietzsche llama “contranatura” (widernatürlich)
y que para Artaud es la expresión de un “apetito perverso” (iv,
110), se caracteriza por el encierro del sujeto en lo imaginario y
por su aspecto voluntario y espectacular.23 Como escribía Scho
penhauer, supone una descarga de agresividad contra el alter ego
que procura al cruel un descenso de la tensión y un alivio de su
propio sufrimiento. En el límite de lo real, surge un objeto por
cuyo encuentro se detiene el movimiento de exceso y sobre el cual
se descarga la tensión; puede ser el otro, objeto de la satisfacción
22 Para Nietzsche, cf. por ejemplo los textos incluidos en las FP, 1870-1873, VII,
276-277; xiv, 42; para Artaud, cf. vm , 292.
-1 En Aurora, Nietzsche observa: “La maldad de la debilidad quiere hacer mal y
ver las marcas del sufrimiento” (iv, 216). Artaud precisa que no emplea la palabra
“crueldad” “por gusto sádico y perversión de espíritu ... no se trata en absoluto de
crueldad vicio, de la crueldad desbordante de apetitos perversos que se expresan
con gestos sangrientos [...]” (iv, 110); y tacha de perversión cualquier forma de
crueldad que sea “búsqueda gratuita y desinteresada del mal físico” (98).
sádica, o bien él mismo (su yo, su cuerpo), objeto de la satisfacción
propia de aquellos a quienes Nietzsche llama “los masoquistas mo
rales” {(Lie moral[ischen] Selbstqualer) (iv, 37), cuyos mejores ejem
plos son el santo y el asceta, que exhiben sus sufrimientos en
forma teatral (ni*, 116 y 141). Manifestación afectiva y psicológica
de un sufrimiento, el origen de la crueldad perversa es pues clara
mente patológico; buscada a modo de compensación, es caracte
rística de la “debilidad” y de la impotencia24 de quienes, como los
emperadores asirios de que habla Artaud (iv, 77), quieren probar su
poder y gustan de contemplar pruebas sangrientas de él.
Su segunda característica es estar marcada por la culpabilidad:
la causa de ello es esa detención del movimiento que corresponde
a una inversión de los instintos animales según Nietzsche, a una
detención de la Creación en la perspectiva gnóstica del Teatro y su
doble (iv, 23). Para uno, se trata de un fenómeno histórico: a favor
de la sedentarización de la humanidad, los instintos primarios del
“animal ‘hombre’“ (Getier “Mensch’) (vil, 200) se han “vuelto hacia
adentro”, y en particular “la crueldad vuelta sobre sí misma” (329)
ha dado origen a la “ ‘mala conciencia’ animal”, origen de la con
ciencia humana. Desde entonces ha conllevado el largo enclaustra-
miento en nuestra cultura de la culpa y de la deuda, que utiliza el
sufrimiento para forjar la conciencia moral (vil, 254) y hacer del
hombre un ser responsable, “un animal capaz de p ro m eter Por lo
demás, a la constitución de las tribus primitivas corresponde un
sentimiento de deuda infinita con respecto a los antepasados, que
provoca el enraizamiento del sentimiento de culpabilidad. Esa his
toria del resentimiento y de la culpa, de la que Nietzsche hizo la
genealogía, culmina en esa perversión más sutil de la crueldad
(bosartigste Falschmünzjerei, VIII*, 197) que fue la invención del peca
do. Gestor del sufrimiento, terapeuta perverso de una humanidad
EPILOGO
1 Nietzsche: “La época moderna, con su ‘ruptura’ (Bruché), debe ser entendida
como la que escapa a todas las consecuencias lógicas: no quiere tener nada por ente
ro, es decir también con toda la crueldad natural de las cosas” (i*, 415). Artaud: “Si
el signo de la época es la confusión, yo veo en la base de esa confusión una ruptura
entre las cosas y las palabras, las ideas, los signos que son su representación” (iv, 9).
2 Nietzsche, para quien “casi todo lo que llamamos ‘civilización superior’ se
basa en la espiritualización y la profundización de la crueldad’ (vil, 147), compara
“la civilización en su esplendor con un vencedor cubierto de sangre que arrastra a
sus vencidos, convertidos en esclavos, encadenados al carro de su triunfo” (i*, 415).
Artaud busca en México esa “cultura verdadera” que “se apoya en la raza y en la
sangre” (vm, 150).
Nietzsche en sus Consideraciones inactuales y en las reflexiones Sobre
el futuro de nuestros establecimientos de enseñanza -y ya veremos cómo
sostiene la mayor parte de la metafísica del teatro de ambos.
Ciertamente, sus concepciones de la cultura son, en muchos
puntos, com pletamente opuestas: uno privilegia la Bildung, la
forma, el elitismo y el entrenamiento; el otro adopta un punto de
vista “revolucionario”, llama a la destrucción de los libros y las for
mas, así como a una verdadera cultura “popular”. Sin embargo,
aunque en contradicción en los efectos, sus análisis concuerdan
sobre el principio: es preciso reunir lo que ha sido separado, las
formas y las fuerzas, el interior y el exterior,3 recobrar la expresión
natural de la crueldad. Uno y otro participaron por lo tanto en esa
metafísica de la naturaleza que reposa en la idea de una armonía
preestablecida4 y busca en el instinto el fundamento de la cultura.
Cuando Artaud sueña con una “cultura orgánica” (vill, 135 y 164),
Nietzsche llama a la invención de una “nueva Physif, de acuerdo
con el “Imtinkt des Volkes.”J
b] Los “inocentes-culpable?
En todos los casos, eso significa que debemos pasar de una cultura
del Padre a una cultura de los hijos. Pese a su nostalgia de un
Fürher (i**, 161) en materia de cultura, el joven Nietzsche admite
que sólo los hijos, porque tienen conciencia de ser “inocentes-cul
pables” (verschuldet-Unschuldigen) (158), sometidos a una ley que ol
3 humes und Ausseres, Inhall undForra (Inad., II, p. 258).
1 Nietzsche, en Sobre el futuro, afirma que el joven hallará “el verdadero camino
de la cultura” si no rompe “la relación ingenua, confiada, y por así decirlo personal
e inmediata que tiene con la naturaleza”; así, “el hombre verdaderamente culto”
debe mantener esa relación “sin ruptura” y mantenerse en la “unidad” y la “armo
nía” (i**, 133). Más adelante habla de “armonía preestablecida” y de un “orden
eterno” hacia el cual se dirigen siempre las cosas por una gravedad natural (161).
Finalmente, esa armonía de concordancia con “la ley de una justicia eterna” es pre
sentada en El origen de la tragedia como el milagro de la cultura griega (i*, 156). Para
Artaud, los antiguos mexicanos eran inmediatamente capaces de cultura porque te
nían una relación directa con la naturaleza. Artaud busca en el esoterismo esa idea
“armoniosa” “que reconcilia al hombre con la naturaleza y con la vida” (VIH, 159),
y permite reconquistar esa “profunda armonía moral” de las razas precolombinas
(v, 19), que se basaba “en las leyes superiores del mundo” (vill, 153).
' Inact., II, p. 389.
vida las Leyes de la Naturaleza, pueden, y deben, remediar la falla
de la cultura, que no es otra que la de los Padres.
Para Artaud, se trata de una verdadera insurrección de los hijos
contra la “coerción del Padre” (vm, 148), y de estar “con el Hijo,
contra el Padre” (vil, 222) a fin de restablecer la Ley natural trai
cionada por el padre; y plantea en efecto la existencia de una Ley
más allá de la ley, “esa Ley [que] es la Naturaleza de las cosas”, “la
fuerza misma del Absoluto”.
Así, pese a oposiciones estrictas entre Nietzsche y Artaud, am
bos reconocen que una ruptura entre el padre y los hijos es el ori
gen de la decadencia cultural, de una culpa que mancha nuestra
relación con la Naturaleza y perpetúa la caída de la cultura en una
crueldad enfermiza y retorcida, olvidada de sus orígenes “natura
les”. Corresponde por lo tanto a los hijos inventar un nuevo instru
mento capaz de reconciliarnos con el origen y de paliar la falta de
los Padres o de destruir el poder usurpado de su ley.
Esa práctica, gracias a la cual se restaurará la armonía, es el tea
tro. Pero para comprender en qué provoca el sentido de lo huma
no y por qué está a su cargo el origen cruel, es conveniente inte
rrogarnos sobre la forma más antigua del teatro de la crueldad,
que es la puesta en escena de lo divino.
LO DIVINO Y LA CRUELDAD
a] La economía de lo divino
Los mitos y los dioses son, para Nietzsche y Artaud, una expresión
particular de lo imaginario, apta para encarnar ese ideal de cruel
dad pura cuyo principio plantean ambos. Pero mientras que Nietz
sche los contempla sobre todo como psicólogo y genealogista, Ar-
taud habla de los dioses ante todo como poeta, como “metafísico
del desorden”, incluso como iniciado. Su búsqueda desesperada de
una verdad olvidada, a través del sincretismo religioso o los ritos
mexicanos, no puede ser asimilada a la interrogación de Nietzsche
sobre lo divino. Además, mientras que para el uno (que se refiere so
bre todo a Grecia) los dioses están encargados de asumir la inocen
cia de la crueldad, invitando al hombre a concebir la existencia
como un juego “más allá del bien y del mal”,6 para el segundo los
dioses asumen la culpa y la necesidad del mal en que el hombre
vacila en entrar. Así, los dioses de México (más arcaicos y violen
tos que los olímpicos) están metidos en una guerra que, más allá
de ellos mismos en cuanto figuras particulares, apunta a la victoria
de principios trascendentes, cuya realización exige entregarse a la
violencia de una manera que sería prometeica si no fuera con una
precipitación devoradora' y una voluntad de expiación.
Sin embargo, si colocamos en perspectiva los análisis de Nietz
sche y Artaud sobre las relaciones entre los dioses y la crueldad,
llegamos a una visión que con frecuencia se aproxima a lo que po
dríamos llamar la economía de lo divino.
El universo apolíneo de imágenes, la seducción de las formas
bellas, fue siempre para Nietzsche una necesidad vital, metafísica
en El origen de la tragedia, biológica en los textos posteriores. Ha
ciendo de la vida una bella representación,8 esos “deslumbrantes
hijos del ensueño que son los olímpicos” (i*, 150) ofrecen igual
mente una imagen parcial, detrás de la cual yace una “profundi
dad horrenda” que Nietzsche, en un gesto sacrilego, se esfuerza
por despertar. También para Artaud el mundo divino es un teatro,
y en la medida en que los dioses “están en la vida como en un tea
tro” (vill, 166), no tienen sentido sino en relación con lo real que
recubren: lo No-Manifestado, el No-Ser en el cual aspiran a per
derse, como “fuerzas que no anhelan sino precipitarse” (vil, 46).
Ese desgarramiento entre lo imaginario y lo real, que constituye la
6 “Quizá los dioses son todavía niños, y tratan a la humanidad como un juguete
y son crueles inconscientemente y destruyen con total inocencia. Cuando envejez
can...” (m**, 405).
7 Los dioses, que constituyen “un espacio vibrante de imágenes” (vill, 166), pue
blan el espacio “para cubrir el vacío”, pero aspiran a “recaer después vertiginosa
mente en el vacío” (167).
8 “... los dioses también se recrean y se ponen de buen humor cuando se les
ofrece el espectáculo de la crueldad” (v, 30).
esencia de lo divino, fue también, históricamente, la razón de su
ocaso.
Con los dioses existe siempre el riesgo de que en cuanto imáge
nes idealizadas tomen el lugar de lo real, lo traicionen y lo escamo
teen en beneficio propio. Ese escamoteo pertenece por lo demás a
la esencia misma de la religión. Nietzsche, para quien todas las re
ligiones son “sistemas de crueldades” (vil, 254), insiste en el carác
ter excepcional del politeísmo griego que supo liberar tanto a los
hombres como a los dioses de la economía arcaica de la deuda y la
culpa (280). En cambio, las otras religiones, antiguas o modernas,
provocan siempre un encierro en la crueldad perversa y la culpa
bilidad. Y además, pese a su exaltación del mundo olímpico, no
deja de reconocer la sistematización de lo divino bajo la égida de
Apolo y, por último, el olvido de esa realidad representada por
Dionisos, que se expresaba por la “moral de Sileno” y que precisa
mente era la función de los dioses ocultar. Bajo la inocencia soña
da de los dioses se anuncia una culpa, aunque sólo es tal hacia los
hombres que tienen una responsabilidad para con Dionisos. Pero
ese rostro titanesco y bárbaro de lo divino, lejos de ser incompati
ble con el mundo apolíneo, lo justifica de vuelta.
El mismo peligro es denunciado por Artaud en Heliogábalo-. los
dioses sirios han terminado por ocupar el proscenio, haciendo ol
vidar que no eran sino los representantes de principios “metalísi-
cos”, y se han convertido en “imágenes expiradas” (iv, 83). De ahí
la inutilidad y el absurdo de las guerras descritas en Heliogábalo,
que se hacen en nombre de principios “imaginarios”, es decir sa-
cralizados, idolatrados.
Pero, riesgo inverso, los dioses están también dispuestos a dejar
se engullir por el abismo abierto por la ruptura de lo real, la apari
ción de lo sagrado. Es el caso de los dioses mexicanos atrapados
en una violencia devastadora para los pueblos mismos, de los que
Artaud dice que “valen para el caos”. Del mismo modo, ciertos pa
sajes de El origen de la tragedia, los más schopenhauerianos, hacen
de Dionisos una fuerza de disolución en el No-Ser fundamental.
Con respecto a la crueldad y lo real, el hombre tiene por último
una responsabilidad superior a la de los dioses, que se sostiene en
esa “conciencia” rigurosa de la que habla Artaud, sin la cual no
hay verdaderamente crueldad, sino pura anarquía, o bien la rigi
dez de una jerarquía y un orden ficticios.
Si los dioses muestran, según la fórmula de Artaud, “Cómo el
Hombre podría salir de sí” (vm, 167), si pueden ser, según Nietz
sche, una personificación imaginaria de la “voluntad de poder” (iv,
421), el lugar de los hombres no es el de los dioses; más exigente,
es el representado por Dionisos (quien sufre la crueldad y no es
sólo su simple espectador) y por Heliogábalo; la ambigüedad sos
tenida y el ritmo binario incesante de los dos atestiguan que no
están en la certidumbre y la distancia de los Olímpicos ni en la
violencia de los dioses de México. Cada uno de ellos es a la vez
actor y director de la crueldad.
b] “Hay dioses”
Los dioses tienen, sin embargo, una función esencial: mantener la
exigencia de lo múltiple contra cualquier hipóstasis del Uno: Dios,
el Hombre, la Razón... Nietzsche ve en el politeísmo una voluntad
de respetar y provocar la diversidad de perspectivas sobre la exis
tencia, pero también de dejar abierta la posibilidad de un deseo
que, detrás de sus efigies, se perfila a través de la revelación dioni-
siaca. En los textos de Artaud consagrados a las religiones anti
guas, lo múltiple tiene una función a la vez cercana y diferente:
permite mantener el deseo del Uno, que los dioses en su diversi
dad no podrían satisfacer, rechazando a la vez la tentación de lo
Único, la realeza de ese Dios que ha usurpado el lugar del Uno, de
lo No-Manifestado. Porque mientras que Dios es y existe, el Uno
insiste en no ser; mientras que Dios impone su orden y su poder,
los dioses sólo se afirman “para destruir todos los poderes” (vn,
206).
Así se comprende la oposición de Nietzsche y Artaud al mono
teísmo y su insistencia en afirmar que lo múltiple participa de la
esencia de lo divino.9 Del mismo modo que uno contrapone a
Dionisos y el Crucificado como dos imágenes aparentemente cer
canas y, sin embargo, diametralmente opuestas de lo divino, y del
sacrificio del dios (xiv, 63), así el otro contrapone la cruz mexicana
a la cruz cristiana (IX, 70) y el personaje de Ciguri, la divinidad de
los tarahumaras, a la de Cristo. Ciguri, símbolo del hombre que
“se construía cuando Dios lo asesinó” (22), representa la juventud
9 Nietzsche: “¿No es justamente divinidad que existan dioses, pero que no exis
ta Dios (aber keinen Gott giebt)?” (v, 203). Artaud: “Escuchen ahora la Verdad Paga
na. No hay Dios, pero hay dioses” (vil, 206).
de lo divino, el advenimiento del “Niño-Rey” (43) contra “el ojo
indiscreto y culpable de Dios” (21).
Esa multiplicidad, garantía de su inocencia, es el corolario de la
juventud de los dioses; la vejez de Dios y la culpabilidad de sus
lujos es precisamente la definición del cristianismo.10 Los dioses,
pese a su ambigüedad o quizá gracias a ella, corresponden a un
momento ético superior al de Dios: lo múltiple es de alguna mane
ra la huella, la escansión de lo real en el seno de lo imaginario. A
partir de ahí, sean o no históricamente primeros en relación con el
monoteísmo,11 están con todo más cerca del origen, del movi
miento primero de la crueldad, de su fuente “real”. Esa proximi
dad se hacía sensible en los ritos y los sacrificios en que debe inspi
rarse el teatro.
10 Como cuenta Zaratustra (vi, 203), los dioses murieron cuando uno de ellos se
declaró único; se murieron de risa, porque, en su gaya ciencia, no conocen ni el re
sentimiento ni el espíritu de venganza. Lo divino es que “hay” - “es giebf- dioses:
los dioses son un don del cielo sin espíritu de revancha, sin cobro; ellos (se) entregan
al azar (casus) sin hacer cuentas, según la hora y la caída de un golpe de dados que
nunca puede ser un mal golpe: “En realidad aquí y allá alguien juega con nosotros”
(v, 220). Pero, golpe de teatro, Dios ocupa el proscenio: entonces el golpe de suerte
se convierte en agravio que grava la economía del mundo; con él el hombre se en
deuda, y su don es siempre un regalo envenenado: gift, venenum, farmakon- la cruel
dad, “el filtro de la gran Circe”, se convierte en un brebaje de muerte. Dios, escribe
Nietzsche, es “celoso” (eifersürchtiger): todo debe ser devuelto, pagado, expiado. La
crueldad de Dios es la del Gran Acreedor que sustituye la gracia dispendiosa y gra
tuita de los dioses por la redención y la recompra.
11 Véase, por ejemplo, la discusión entre G. Bataille y M. Eliade en G. Bataille,
“Schéma d’une histoire des religions”, Oeuvres completes, París, Gallimard, 1949, t.
vil, pp. 406-425.
a] La guerra de los principios
Los ritos sacrificiales y la tragedia atestiguan un mismo hecho: el
origen es cruel, y esa crueldad hacia nosotros es el signo de la cul
pabilidad ontológica de lo viviente, porque la vida, como lo ilustra
el mito de Prometeo según Nietzsche, es siempre “un sacrilegio,
una expoliación de la naturaleza divina” (i*, 81). La metafísica de
E l origen de la tragedia y la de E l teatro y su doble alcanzan la exigen
cia que anima la práctica ritual: el teatro es un tomar activamente
a su cargo el deseo de reunificación del Uno primordial a lo largo
del tiempo y la historia del mundo. El signo de ese deseo en el
hombre es el sentimiento de la culpa, su huella en el mundo es la
lucha encarnizada de los contrarios cuya guerra tiende a reabsor
ber la dualidad.
Al pertenecer a lo que Artaud llama “el segundo tiempo de la
Creación, el de la dificultad y del Doble” (iv, 49), el teatro surgió
de una dicotomía primera y se inscribe en la separación de una di
ferencia, que puede ser la de la pareja Apolo/Dionisos, o la separa
ción original de lo Masculino y lo Femenino que preside la Crea
ción, duplicando la división entre lo Manifestado y lo No-Manifes
tado. Sin embargo su objetivo es siempre la reunificación de los
contrarios. De suerte que para la mirada del mundo profano que
vive en la división y el olvido de lo que ha sido separado, el esce
nario, será ante todo el lugar de una crisis: la crisis suscitada por la
confrontación, el modo del conflicto, de los elementos antagónicos
antes de su eventual pacificación. De ahí el terror y la violencia
que amenazan en todo momento con invadir el recinto del teatro.
Del mismo modo que el objeto del sacrificio ritual es, según Ar
taud, hacer “confluir el cielo, el cielo o lo que se separa de él,
sobre la piedra ritual, hombre o mujer, bajo el cuchillo del sacrifi-
cador” (vil, 46), así el teatro balinés se remonta al acontecimiento
inaugural de la Creación: a las “conjunciones primitivas de la Na
turaleza, que fueron favorecidas por un Espíritu doble” (iv, 58).
Así, la tragedia griega provoca la reconciliación de las figuras anta
gónicas de Apolo y Dionisos.
Pero mientras que el rito tiene una función religiosa y social, el
teatro tiene una significación metafísica y apunta, en sus orígenes,
a ese real que los dioses recubren y que velan las hipóstasis metafí
sicas. Tanto en E l origen de la tragedia como en El teatro y su doble, lo
real es de naturaleza trascendente (lo Reali). Exterior a toda mani-
Icslíición y a los principios mismos, corresponde a ese estado no
violento que Artaud define “como una especie de inconcebible
No-Ser que no tiene nada que ver con la nada (néant)” y que pode
mos representarnos como el primer estado de Dios evocado por la
( .ábala: Dios que aún no ha visto el rostro de Dios. Pero igualmen
te bien podemos asociarlo con el Ur-Ein de Schopenhauer que as
pira, por la fusión de los principios antagónicos, a apaciguar el su
frimiento derivado de su ruptura interna.
Pero la guerra que los principios y los dioses libran entre ellos
110 hace más que repetir eternamente el conflicto, porque en lugar
de obedecer a la Ley del Uno que es, según la fórmula de Artaud,
“volver al reposo” (vil, 208), quieren imponer su propia diferencia
como ley. Lo que es un error, o más bien una culpa metafísica, en
la medida en que cuanto más un principio afirma su diferencia,
más debe afirmar violentamente la existencia del otro, puesto que
110 vive sino en y por la diferencia. Por consiguiente, ambos trai
cionan el sentido metafísico del conflicto, que no reside en eterni
zar la diferencia sino en resolverla. Así, lo dionisiaco solo o lo apo
líneo solo dieron origen a civilizaciones que, en el exceso de su re
pliegue, también fueron condenables: bestialidad y horror del
Oriente femenino donde, según los griegos y Nietzsche, Dionisos
reina como señor; tiranía y violencia de la viril sociedad dórica
donde Apolo impone su cruel hegemonía (i*, 47). Del mismo
modo, las guerras religiosas que evoca Artaud en Heliogábalo,
cuando se oponían los defensores del principio femenino y los del
principio masculino, no pueden sino perpetuar sin fin el horror y
la barbarie, porque “la guerra de arriba es representada por carne
muerta” (vil, 219).
La historia de las religiones es la historia del olvido, es decir, de
la traición al Uno; es que los ritos tienen ante todo una finalidad so
cial. Al servir para mantener la cohesión del mundo profano, son in
mediatamente eficaces en la realidad. Pero la condición de eficacia en
el plano de lo Real reside en la no-decisión en el plano de la realidad;
dicho de otro modo, la tensión ética que exige la epifanía de lo Real
se opone a la preocupación moral y social que preside la práctica re
ligiosa. Prueba de ello son las observaciones de Artaud sobre el rito
del Galle, de acuerdo con la visión cósmica del Heliogábalo, el regre
so al Uno inicial no puede efectuarse más que plegándose a la Ley
de la Creación y respetando toda una jerarquía metafísica entre los
principios. En realidad, como observa Nietzsche (i*, 313), por su na-
turaleza misma, el Uno es inaccesible para el hombre que, encerra
do en el mundo de los fenómenos como en una prisión, debe subor
dinar su acción a la existencia de principios dualistas (Dioni-
sos/Apolo; lo Masculino/lo Femenino). En consecuencia, escribe
Artaud, “se trata de saber cuál es el principio del otro, cuál ha pro
ducido el nacimiento del otro, cuál es macho y cuál es hembra, cuál
es activo y cuál es pasivo” (58). Y Artaud se decide -aunque, en ver
dad, no sin dificultades-12 por el principio masculino, que llegó pri
mero y por lo tanto es el verdadero reunificador: todos los ritos de
Emesis deben explicarse como un intento de reintegrar lo femenino
a lo masculino.
IA PARADOJA DE LA REPRESENTACIÓN
DIVERGENCIAS DRAMATÚRGICAS ENTRE NIETZSCHE Y ARTAUD
2Í! Así, en 1943 escribe ajean Paulhan: “La Religión, la Familia, la Patria son las
tres únicas cosas que respeto [...] Siempre he sido monáquico y patriota, como Ud.
sabe” (x, 103-104).
Todos esos elementos que rige la obsesión del Orden: el bastón, Hitler, la se
paración de los sexos, el regreso a la religión cristiana, se encuentran reunidos en
una carta a Sonia Mosse (x, 15), donde forman una verdadera red temática.
¿PARA TERMINAR CON EL TEATRO?
De la tragedia a lo trágico
EL “TERRIBLE EN SUSPENSO”
b] La “architragedia”
Así, Artaud termina por encontrar la misma evidencia que Nietzs
che, quien había comprendido, según la expresión de Derrida, “el
origen de la tragedia como ausencia de origen simple ”.9 Que la
tragedia se preceda siempre a sí misma, que sea repetición de una
“architragedia”, eso es lo trágico y la revelación de su imposible
superación. Por la “autocrítica” de su “metafísica de artista” y la in
vención de la “voluntad de poder”, Nietzsche asumió totalmente
su definición del “origen” “del Padre de las cosas (des Vaters der
Dinge), como lo escribía en referencia a Heráclito” como Widers-
pruch\ “antagonismo, contradicción” (i*, 54). Del mismo modo,
después de que renunció a su melocentrismo y reconoció que la
música no era para nada un lenguaje universal e intemporal (m**,
78), esa intuición de E l origen de la tragedia, de que la expresión
más “primitiva” y más dionisiaca de la música no era la armonía
sino la disonancia musical (i*, 153), adquirió su verdadera signifi
cación. Si es verdaderamente originario, el conflicto precede a to
dos los pares antagónicos y no se apoya en ninguna unidad ante
rior. La tragedia por lo tanto no pudo aparecer produciendo la
síntesis dialéctica de Apolo y Dionisos, sino ocultando la economía
trágica en que se basa, así como la “identidad” paradójica de los
términos que propone como antinómicos. La interpenetración ori
ginaria de Apolo y Dionisos es ese contenido reprimido inscrito en
el texto de El origen de la tragedia, no percibido por el propio autor
L ’écriture et la différence. (En todo lo que sigue es preciso tener presente que en fran
cés répetition significa tanto “repetición” como “ensayo” teatral, [t .])
9 Op. cit., p. 364.
que, como lo reconoce en su “Ensayo de autocrítica”, “balbuceaba
en una especie de lengua extranjera” (28).10
El origen de la tragedia no debe buscarse en sus padres, en el
acoplamiento de Apolo y Dionisos, ni en la dualidad de los princi
pios Macho/Hembra; Artaud escribe en Agentes y agencia de supli
cios: “Las cosas no comenzaron / por el macho o la hembra, / el
hombre o la mujer, / todavía no han comenzado, / no comenzarán
nunca / porque las cosas duran / y así a perpetuidad” (xiv**, 152).
Por lo tanto, no hay origen exterior, fin de la creación ni presencia
inmediata en sí; 11 pero entonces la vida ya no es simple repetición
ni el teatro simple representación. La repetición y la representación
mismas tienen un carácter “originario” y el teatro, por su terrible
necesidad, por su función genésica, lleva la vida a los límites de su
posibilidad, al punto en que la vida y la representación llegan a es
tar “fuera de sí mismas”, el momento en que la fatalidad cede a la
necesidad.
Pero, ¿no es lo propio de la fatalidad retornar siempre, y con
ella Dios, al origen, al “espíritu del comienzo ”? 12 Acabar con el
teatro para que el “verdadero” teatro de la crueldad sea por fin po
sible, supone liberarse de la mala repetición, de las profundidades
del escenario, de sus bambalinas, de su apuntador y de la crueldad
de un Doble que monopoliza la violencia y manipula a los actores.
Pero esa expulsión de Dios, ese trabajo contra la mala diferencia,
se efectúan en el tiempo de la repetición y la crueldad. Si dejára
mos de buscar el origen, es decir de pagar su tributo a Dios, al
muerto, según la ley de la tribu, quedaríamos liberados de la cul
pabilidad y de la deuda cruel para con el Padre. Esa inocencia de
la repetición (Eterno Retorno), del espíritu (que se hace niño) y de
la vida (como derroche dionisiaco) será, para Nietzsche, la con
quista de los teatros trágicos. El posible renacimiento de la trage
10 Bernard Pautrat, op. cit., propone una notable lectura a posteriori de E l origen
de la tragedia, y en particular se esfuerza por mostrar cómo la “reconciliación” hege-
liana de los contrarios repite una economía previa de esos mismos contrarios, eco
nomía según la cual lo mismo bien puede decirse en el otro, Dionisos en Apolo,
más acá del abismo que los separa” (p. 85).
11 “Por consiguiente, nada de dios principio sino la medida de una medida sin
fondo, ser impensable sin estatura, alma de un infinito de apetitos” (“L’amour est
un arbre...”, en Tel Quely núm. 39, p. 19).
11 “Pero el espíritu del comienzo no ha dejado de hacerme hacer burradas y yo
no he dejado de disociarme del espíritu del comienzo que es el espíritu cristiano
[...]” (texto de septiembre de 1945, cit. por Derrida, op. cit., p. 364).
dia sería entonces la marca de esa libertad adquirida, de esa capa
cidad de vivir lo trágico de manera absolutamente positiva y afir
mativa, como juego superior del mundo y de un dios inocente.
En realidad, así como Artaud, aun habiendo renunciado al tea
tro no renunció nunca a creer que el “teatro de la crueldad” se
realizará algún día, del mismo modo Nietzsche, ese discípulo de
Dionisos, el dios de las máscaras y de los ropajes, no renegó del
teatro sino para esperar la llegada de tiempos en que la tragedia
será nuevamente posible. Si en nombre de ese heroísmo de los
“fuertes” que rechazan la ilusión tranquilizadora llegó a definirse
como “una naturaleza esencialmente antiteatral” (v, 262), ¿signifi
ca eso que es preciso escoger entre la escena y la vida, entre el
teatro y la crueldad? Para decir la verdad, lo que se anuncia aquí
podría ser mucho menos un rechazo categórico del teatro que un
rechazo de la división entre el teatro y la vida. Ser un Manfredo o
un Fausto en la vida es, como Dionisos (o Heliogábalo), vivir el
teatro en la vida, hacer de la vida el lugar de lo trágico, pero sin la
distancia tranquilizadora entre la crueldad de la escena y la tran
quilidad del público y sin la ilusión pacificadora que trae la trage
dia. Lo que supone reírse de todas las tragedias, ver, como Zara
tustra, en las “tragedias representadas” y en las “tragedias vividas”
(Trauer-Spiele und Trauer-Ernsté) (vi, 53), una ocasión de reírse de
sí mismo y de reír de la vida. Más allá del teatro y de la tragedia,
un nuevo teatro y una nueva tragedia se preparan: “Yo prometo
una edad trágica: el arte supremo de la aquiescencia a la vida, la
tragedia, renacerá, cuando la humanidad tenga a sus espaldas la
conciencia de las guerras más duras, pero más necesarias, sin su
frir por eso [...]” (vm*, 289).
Artaud no parece creer en ese trágico superior y alegre. Lo trá
gico, para él, es quizá que Dios sea la fatalidad siempre al acecho
de la repetición, siempre resucitada. Nunca terminamos de “rascar
[...] a Dios” (xiii, 104) ni de “golpear la presencia” (xn, 256). Así,
todas las prefiguraciones del “teatro de la crueldad” conservan el
aspecto de prácticas catárticas: tienden a librarnos de la causa de
nuestra contaminación y de nuestra abyección, a la vez que de
nuestra culpabilidad: “La crueldad es extirpar por la sangre y hasta
la sangre dios, el azar bestial de la animalidad inconsciente huma
na, en todas partes donde pueda encontrarlo” (xiii, 102). Lo trági
co para él es entonces que la crueldad no tenga fin y que la vida
esté atrapada entre dos teatros que son como su muerte: el escena
rio teológico y el “verdadero” teatro de la crueldad. Pero mientras
que el primero nos encierra en la muerte lenta y cotidiana, la
muerte cobardemente vivida como derrota y decepción, la vida no
menos cobardemente vivida como espera del “más allá”, reabsor
ción en la Unidad de Dios que vigila desde las bambalinas a los
actores desfallecientes, el segundo incita a vivir heroicamente en
una posición “bien erguida”, repite a menudo Artaud, y a avanzar
hacia la punta extrema de la vida para abrirse a la mayor intensi
dad, que es también la mayor violencia. Lo trágico, por último, es
(jue en ese punto resulta imposible decidir realmente, porque lo real
se afirma como el lugar de la paradoja, de esa no-decisión que no
es indecisión momentánea sino negativa a decidir, y que Artaud en
sus últimos escritos llama “el terrible en-suspenso” (xxil, 106).
LA CRUELDAD FARMACÉUTICA
Cuando los dioses han sido olvidados o se han retirado, pero tam
bién, según una fórmula de Hólderlin, en quien Nietzsche y Ar
taud encontraron una especie de guía hacia las riberas de lo sagra
do,iJ “cuando el Padre ha vuelto su Rostro de delante / de los
humanos ”, 14 entonces se abre entre los hombres y los dioses un es
pacio nuevo y a la vez muy antiguo, propio del Hijo, de ese héroe
que “concilia el Día y la Noche”.1’ Pero, ¿qué trae exactamente?
En la época en que callan “los teatros sagrados”, en que han cesa
do las “danzas rituales”,1*’ ¿viene acaso a suscitar otros ritos que
nos reconcilien con lo Altísimo, o anuncia el tiempo de los Héroes
y los semidioses que, por la fuerza de su corazón “se hacen seme-
13 Maurice Blanchot que, en “La cruelle raison poétique” (en op cit., p. 432) evo
ca el vínculo que une esos tres “destinos”, ve en el “choque violento de dos formas
irreconciliables de lo sagrado” un acontecimiento esencial común a esas tres exis
tencias a la vez tan cercanas y tan diferentes.
l i Hólderlin, “B rotund Wein”.
13 “Perpetua es su alegría, así como el persistente verdor / del pino que ama y
también de esa hiedra que ha escogido para su corona, / puesto que permanece y
trae él mismo a los sin-dios, aquí abajo / en las tinieblas inferiores, el vestigio de los
dioses fugados” (ibid.).
16 Ibid.
'jantes a los dioses”? 17 El momento de pausa de los dioses, ¿no se
ría el de la mayor proximidad entre el hombre y lo divino?
a] La repetición originaria
Dionisos es ese Hijo más viejo que sus padres y muy próximo a los
humanos. Cuando se extinguen los ritos, él continúa “en la noche
sagrada” brillando con viva luz y, como Heliogábalo, ese dios so
bre la tierra, nos recuerda nuestra misión sagrada. Existe algo co
mo un signo histórico del poder sagrado de Dionisos: tras de so
brevivir a la muerte de todos los dioses, fue capaz de dar vida a
formas nuevas y de hacerse el héroe de ese ritual extraño y nuevo:
la tragedia. Del mismo modo, Heliogábalo, porque era el teatro
encarnado, porque colocó el teatro “en el plano de la realidad ve
rídica”, fue capaz de reanimar las energías abandonadas por “el ri
to inútil”. El teatro es un legado divino que nos habla de aquel
“origen” que los propios dioses han olvidado y con el cual los ritos
ya han perdido contacto. Desde ese punto de vista, el teatro es hijo
del rito.
Sin embargo, es un hijo malo; y los autores de Mythe et tragédie18
llegan a negar cualquier filiación directa. La tragedia sería una in
vención debida a los propios Hijos, a los hombres de la polis y de la
Democracia, el teatro, un hijo sin padre asignable. Ciertamente re
conocen su carácter religioso, pero para mostrar que el espíritu de
los mitos y de los ritos ha sufrido una distorsión. Los ritos se diri
gen a los dioses y al Padre, mientras que el teatro se dirige a los
hombres. El teatro muestra, explica una historia de culpabilidad y
de culpa 19 de la cual el rito vivía, pero que mantenía más secreta.
El teatro, que trae a la conciencia lo que el rito ocultaba, hace pro
blemática la relación del hombre con sus dioses, con la sociedad y
consigo mismo .20 La tragedia supone una transgresión del rito; co
mo observa P. Vidal-Naquet, en Esquilo todos los sacrificios están
corrompidos, y continúa: “La norma sólo se plantea en la tragedia
17 Ibid
1(1J.-P. Vernant y P. Vidal-Naquet, Mythe et tragédie en Gréce antique, t. I, París,
Maspero, 1972; t. II, París, La Découverte, 1986.
tM Op. cit., t. II, p. 21.
20 Ibid., pp. 89 y 99.
griega para ser transgredida o porque ya ha sido transgredida; es
en eso que la tragedia griega tiene relación con Dionisos, dios de
la confusión, dios de la transgresión .”21 En realidad, la tragedia
misma es una forma inestable, en cierto sentido bastarda, puesto
que su objetivo es dar una salida al poder transgresor de Dionisos,
cuya principal característica es “hacer surgir bruscamente otro lu
gar aquí”.22 “Ese juego de ilusión teatral” que es la tragedia está,
pues, siempre en peligro de ser destrozada por el surgimiento del
Otro y la revelación brutal de lo sagrado. Pero también puede re
forzar la ilusión salvadora mediante la ocultación de la realidad
dionisiaca y así cortarse de su fuente viva... Tal fue su destino para
Nietzsche y para Artaud, porque ése es el destino de la representa
ción y de la repetición: cubrir nuevamente la paradoja de los co
mienzos apenas le han permitido asomar su dimensión trágica y
restaurar la ilusión del origen.
Si existe una ética de la crueldad, y si está íntimamente ligada
con la cuestión del teatro, es en la medida en que exige atenerse a
un imperativo difícil, sobre una arista que es la de la repetición
misma, cuando se hace repetición trágica, representación de una
realidad paradójica; así, el Eterno Retorno, por repetir siempre lo
Mismo, es exclusivo de la categoría del ser; así, el “teatro de la
crueldad” es una eterna repetición de lo que que jamás será (re)pre
sentado. Entre la Vida y la Muerte, entre el Ser y la Nada, la repe
tición no es realmente. Siendo a la vez lo que parece cortarnos del
Origen y unirnos de nuevo ritualmente con él, un veneno y un re
medio: un pharmakon. Así, Freud asocia la compulsión de repeti
ción con la pulsión de muerte, pero en la escena del “Fort-Da”23
muestra que trae la curación, que es incluso ese poder de vida y de
dominio -en un sentido teatral- de la realidad, que se expresa por
medio del juego. Dos repeticiones, como se ve, como dos cruelda
des. Una que tiene sentido y llama a la conciencia de vuelta a algo
que la trabaja, a su mal oculto, “reprimido”, y que no cesa de exi
gir cuentas. La otra lúdica, inocente... Y, sin embargo, no hay sino
“una” repetición, “una” crueldad.
Al reunir en sí a los contrarios, la repetición roza lo sagrado. El
n Véase “Lo ominoso”, en Obras completas, op. cit., vol. XVII, pp. 215-251
¿PARA TERMINAR CON EL TEATRO?
b] Dionisos y Heliogábalo: figuras del pharmakos
En el origen de las religiones, pero también del pensamiento meta-
físico y del logocentrismo, Jacques Derrida y René Girard se han
mostrado, por vías21 y en perspectivas diferentes, es preciso pensar
el pharmakon y su división, el pharmakos y su asesinato. Es a él, y no
a Dios, a quien el rito y la tragedia nos remite en última instancia
como a su “origen”, y es él finalmente el que Nietzsche y Artaud
encontraron, “resucitaron” -para que “Dios” sea el nombre de un
vivo y no de un muerto- en las figuras de Dionisos o de Heliogá
balo, y con el que Artaud, consciente de ser un “chivo expiatorio”
se identificó -identificación “loca” que fue también la de Nietzsche
antes de derrumbarse. (Porque si la ética de la crueldad ordena
mantenerse lo más cerca posible de la ambigüedad trágica, siem
pre supone el peligro de querer terminar de un golpe, de obligar
finalmente a lo real a decidirse: por ese lado se explican, en
Nietzsche la voluntad categórica de efectuar un corte entre los “dé
biles” y los “fuertes”, pero también, por ejemplo, su misoginia o
también su identificación final con el dios; por ese lado se com
prende la obsesión de Artaud por acabar con la diferencia sexual,
su exigencia de pureza y su voluntad de evacuar definitivamente a
Dios de la existencia humana, de rechazar la culpabilidad y la res
ponsabilidad de la crueldad echándosela a él o al Padre, según una
interpretación “perversa” de la ley que presidía ya su gnosticis
mo .26 Pero todos esos riesgos y esos enceguecimientos son, como
veremos, indisociables de la ética de la crueldad, de su economía,
así como de la dinámica del sujeto en busca de lo real.)
Esa realidad de lo dionisiaco, que Nietzsche presentía desde El
origen de la tragedia, Artaud parece haber chocado con ella y no ha
berla aceptado en su verdadera dimensión trágica hasta haber lle
gado al extremo de su rechazo. Desde E l origen de la tragedia,
Nietzsche insistía en el carácter ambiguo de Dionisos: “En su exis
tencia de dios desmembrado, Dionisos posee la doble naturaleza
de un demonio cruel y salvaje y un soberano benevolente y dulce”
(i*, 84). Como si, por sí mismo, pudiera aparecer como un dios
METAFÍSICA Y LENGUAJE
b] Hacer el vacío
Contra el fetichismo de la razón, Nietzsche y Artaud adoptan la
misma estrategia: hacer el vacío. El primero se dedica a vaciar de
su sentido los conceptos metafísicos, Artaud afirma querer encon
trar “el vacío real de la naturaleza”. Con ese gesto, los dos realizan
el nihilismo al que llega la historia de la verdad, según su genealo
gía hecha por Nietzsche. Revelar la vacuidad de los conceptos y
de la verdad misma, es todavía obedecer al imperativo categórico
del instinto de verdad, es continuar prisionero del subterfugio y
del fraude. Ciertamente, esa voluntad ética de ir hasta el fin supo
ne un heroísmo cruel y devorador que supera la intención moral
subyacente a la fe en la verdad, pero también un heroísmo suicida
que, según la fórmula de Nietzsche, revela en la “voluntad de ver
dad” una “voluntad de muerte” (v, 228).
El mejor ejemplo lo proporciona lo que Nietzsche llama “el
d o n ju án del conocimiento” (iv, 205): ese héroe de la verdad y
la virilidad no se satisface, como los conocedores a medias o la
mayoría de los filósofos (malos amantes y pobres seductores) con
esas “pequeñas verdades” que la razón maternal y previsora ha
dispuesto prudentemente en los límites de su territorio, como pa
ra marcar sus confines y detener el impulso insaciable de sus hi-
jos .8 Más allá del mundo y de las cosas, ante el abismo al que lo
empuja su deseo de verdad, donjuán se transforma él mismo en
fetiche, ridículo falo erguido en las puertas de la nada .9 Si es nece
sario llevar a su término la historia de la verdad, también es preci
so, al mismo tiempo, apuntar a un más allá, inventar otro deseo y
una “gaya ciencia”.
Pero también Artaud, a su manera, es un buen ejemplo de ese
heroísmo suicida, él que en su esfuerzo por liberar al lenguaje de
su fatum, por expulsar de él a Dios, emprendió el desvelamiento
del carácter abisal del fundamento y el carácter secundario de
Dios, del concepto, que han venido a perseguir “el vacío de las ti
nieblas sin conceptos” (xil, 256). Desde los primeros textos surrea
listas, Artaud emprendió esa aventura radical de enfrentarse a la
exterioridad del sentido a fin de experimentar el “conocimiento
por el vacío” (i**, 49) y descubrir un saber que se mantendría de
trás del sentido y del lenguaje. Impulsado por su deseo de entrar
en una relación inmediata con lo Real (presencia del Ser o pureza
del Vacío), termina por comprometerse en una voluntad nihilis
ta , 10 como fascinado por esa carencia o ese “impoder” cuyo hueco
sentía en el origen del lenguaje poético.
Cuando en Rodez su “metafísica” se desplomó en el hoyo que
ella misma había abierto, Artaud comprendió que no por no te
ner conceptos el vacío es pura nada, y que bajo esa idea metafísi
ca se encuentra reducido al silencio un mundo esencial, aunque
rechazado por la razón replegada en su ilusoria plenitud: la carne,
el cuerpo, los afectos, el juego azaroso y necesario de un universo
sin origen ni centro. El vacío, por lo tanto, no designa sino un
conjunto infinito de potencialidades físicas y concretas, pero ocul
tas por fetiches y secuaces. Ni el fundamento del yo ni el sustrato
del ser se encuentran nunca puros; Artaud incluso compara el
8 “Si alguien disimula algo detrás de un matorral, después lo busa en ese preciso
lugar y termina por encontrarlo, no hay motivo para gloriarse de esa búsqueda y de
ese hallazgo. Y, sin embargo, eso es lo que ocurre en el caso de la búsqueda y el ha
llazgo de la ‘verdad’ en el dominio que delimita la razón” (i***, 284).
9 Véase también en los Dithyrambes, VIH**, 17.
10 Las nuevas revelaciones empiezan con esta afirmación: “Hace mucho tiempo
que he sentido el Vacío, pero me he negado a arrojarme al Vacío. / He sido cobar
de como todo lo que veo. / Cuando creí que rechazaba el mundo, ahora sé que re
chazaba el Vacío [...]” (vil, 119).
a] Nietzsche el ironista
El filósofo Nietzsche establece, pues, una estrategia de escritura y
de pensamiento que permite, desde el interior de la lengua, com
batir nada menos que la metafísica, volver la lengua y la gramática
contra ellas mismas. Se trata de poner la lógica al servicio de lo
ilógico. Este ejercicio de pensamiento, tomado por lo demás de la
filosofía más antigua, es la ironía. Así, Nietzsche toma su vocabula
rio personal del registro de la metafísica, por ejemplo, las palabras
fuerzji, voluntad o fundamento, y parece ubicarse en el recinto con
ceptual delimitado por ella; pero su integración a un discurso don
de esas palabras se ironizan desordena su funcionamiento y les ex
propia su sentido corriente. Las armas que utiliza no son otras que
las mismas de la filosofía: la lógica, el análisis dialéctico de los con
ceptos, la exigencia de verdad; pero las lleva hasta el punto en que
esos instrumentos, según la lógica que les es propia, se vuelven
contra el espíritu que las inventó y se descubren instrumentos de
crueldad.
En nombre del rigor filosófico, denuncia en los conceptos de
“voluntad” o de “fuerza” efectos “de la más antigua religiosidad”
(v, 131), obliga a reconocer que en toda lógica no son sino simples
palabras vacías (vin*, 171), pero -y es la victoria suprema de la
ironía que no se queda en nihilismo- reinvierte esos conceptos que
ha tomado, después de haberlos vaciado de todas sus determina
ciones esenciales (los conceptos de sujeto, de objeto, de causalidad,
de sustancia, etcétera). Un ejemplo significativo de esa estrategia se
encuentra en el parágrafo 36 de Más allá del bien y del mal (vn, 54-
55), en donde Nietzsche explica la formación de su “tesis” sobre la
“voluntad de poder”. Después de haber mostrado la inanidad de
los conceptos de voluntad y de causalidad, en lugar de rechazarlos,
punto indispensable que parece que perderíamos la capacidad de pensar si renun
ciáramos a esa metafísica” (xn, 236-237).
los admite “hasta el absurdo”: “El espíritu mismo del método im
pone contentarse con una sola (causalidad), llevándola hasta sus
últimas consecuencias.” Concebir el mundo a partir de esas nocio
nes puramente humanas es reconocer que “nada se nos ‘da’ como
real salvo nuestro mundo de apetitos y pasiones”, pero es también
proceder a una aceptación irónica de la metafísica, que no ha sido
otra cosa que una humanización de la naturaleza .16 Nuestra expli
cación del mundo es pues puramente metafórica, pero no es metá
fora de ningún “significado”, y el dato primero no es nunca otra
cosa que el texto de esa “escritura cifrada” de nuestros afectos, los
cuales desde siempre interpretan y nos presentan como un gran li
bro donde leemos lo que antes hemos escrito. Pero contrariamente
a la metafísica que toma “las metáforas originales de la intuición
[...] por las cosas mismas” (i**, 284), Nietzsche acepta el estatuto
del pensamiento, reconociendo la naturaleza metafórica de sus
propios conceptos, y en particular de la “voluntad de poder ”. 17
Es por eso por lo que esa expresión debe leerse como un “idio
tismo ”18 y no tiene sentido más que en la circularidad del texto. Es
interpretación (vil, 41) que no remite sino al interpretar mismo;
proponer la fórmula “la vida es voluntad de poder”, es remendar
la metafísica parodiándola e ironizándola hasta su explosión, y ad
mitir el sin-sentido de la “voluntad de poder” fuera del texto en que
no hay nada más que un texto que está siendo escrito: el movi
miento diferenciador e interpretativo de la existencia . 19
Frustrar la metafísica mediante una utilización irónica de sus ca
tegorías, de su vocabulario y de su método, sólo es posible perma
neciendo en el espacio de juego que ella circunscribe y recono
ciendo las reglas que son las suyas -pero para llevarlas hasta el
1(1 “[...] Pero todas nuestras relaciones, por exactas que sean, son descripciones
del hombre, no del mundo: son las leyes de esa óptica suprema más allá de la cual no
es imposible ir. No es una apariencia ni una ilusión, sino una escritura cifrada en que
se expresa algo desconocido -m uy legible para nosotros, hecha para nosotros: nues
tra posición humana hacia las cosas. Es asi que las cosas se nos disimulan” (iv, 554).
17 Designar así la vida, es comprenderla “a partir de lo que se le parece” “como
una realidad del mismo orden que nuestras pasiones mismas” o “como una especie
de vida instintiva” (vil, p. 554).
IS Cf. B. Pautrat, “L’idiotisme ou la langue du paradoxe”, op. cit., p. 283.
|,J “No hay que preguntar ¿ quién entonces interpreta?’, por el contrario, el inter
pretar mismo, en cuanto forma de la voluntad de poder, tiene existencia (pero no,
sin embargo, en cuanto ‘ser’ \Sein\, sino en cuanto processus, devenir), en cuanto afec
to” (xn, 142).
límite de su desorden y mantenerse en la orilla del campo cerrado,
en el punto en que se permitirá la transgresión, en ese punto lími
te, el riesgo es grande. Es por eso por lo que hay que jugar ince
santemente: para no hundirse, ni en la metafísica ni en el sin-senti-
do y en lo sin-fondo. En el límite entre los dos, el texto filosófico de
Nietzsche queda atrapado en esa dualidad cuya superación puede
entrever, pero no decirla, puesto que escribe en la lengua de la m e
tafísica. Contra los dos riesgos, su texto se precave (con los ropajes
del estilo y las defensas del guerrero). No toma los conceptos filo
sóficos si no es con las pinzas de las comillas y no aborda lo sin-
fondo si no es cubierto con el juego artístico y protector de los ve
los: juego del galante que sabe danzar sobre los abismos y jugar
con la mujer para burlarse de ella como se burla de la verdad.
b] Zaratustra el galante
Zaratustra es ciertamente la mejor imagen de ese filósofo galante y
danzante, que ha aprendido la lección de la desgracia del donjuán
del conocimiento. Se mantiene en la superficie de las cosas y sabe,
como los griegos, “honrar el pudor” de la Mujer-Verdad (v, 19). Si
no cree ya en los fetiches y en los ídolos, lamenta el vacío dejado
por el dios muerto y se aparta de él, espantado .20 Porque el que si
gue siendo filósofo ¿puede guardarse de todo deseo de la Mujer y
de la Verdad, incluso cuando ya no cree en ellas? El heroísmo de
la superficie supone el reconocimiento de la profundidad, aunque
sólo sea la del abismo. De ahí en adelante, el pensamiento está dis
puesto a reinventar fetiches para llenar ese vacío. En su artículo
“Nietzsche medusado ”,21 Bernard Pautrat muestra cómo en Zara
tustra el Eterno Retomo, que el propio Nietzsche asocia con la ca
beza de Medusa 22 (imagen, según Freud, de la castración y de su
negación), desempeña el papel de un fetiche que asegura la nega
20 A Zaratustra, que retrocede horrorizado ante lo “insondable” en que creyó
ahogarse, la vida le responde: “Así, dices tú, va el discurso de todos los peces; lo
que ellos no sondean es insondable. / Pero yo no soy sino cambiante y salvaje y, en
todas las cosas, una mujer y no una virtuosa, / aun cuando para vosotros, los hom
bres, me llamo ‘la profunda’, o ‘la fiel’, ‘la eterna’, ‘la misteriosa’" (vi, 12fi).
;tl B. Pautrat, “Nietzsche médusé”, en Nietzíche aujourd’hui?, t. I, 10/18, 1973.
22 “En Zaratustra 4: el gran pensamiento como cabeza de Medusa: todos los ras
gos del mundo se petrifican, una agonía helada” (xi, 8(>).
ción de la realidad. Pero observa también que ese fetiche, que afir
ma más que cualquier otro la realidad de la castración, es por últi
mo “destrucción de todo fetiche”. Sin embargo, Pautrat nos incita
a permanecer en la lógica de la castración: negación o reconoci
miento, según un movimiento de vaivén que permite el signo am
biguo de la cabeza de Medusa.
Sin embargo, el pensamiento del Retorno parece desbordar esa
lógica, en la medida en que se enuncia -o más bien no se enuncia-
desde un sitio en el cual, para retomar una expresión de J. Derrida,
“la castración no tiene luga/ ’,23 No se enuncia, porque para decirse
tendría que tomar prestado el lenguaje de la metafísica. Pero ese
pensamiento no pertenece al nihilismo en la medida en que siem
pre es retenido. Zaratustra, que es su “doctrinario”, no da de él si
no una versión derivada, atenuada y falsa. Ese pensamiento se le
escapa y lo enferma, como si no le perteneciera. Convaleciente, no
retoma la formulación del enfermo más que para corregirla, aun
que los animales ya hayan hecho de ella una “cantilena”; cuando
éstos lo invitan, él calla: para el pensamiento del Retorno necesita
aprender a cantar con una voz nunca oída aún, proveerse “¡de una
nueva lira!” (vi, 241). Entonces Zaratustra conversa con su alma y
la invita a entonar un canto que lo llevará hacia tierras desconoci
das: las del “viñador”, el “dios sin nombre”, único que podrá ense
ñarle los acentos nuevos capaces de expresar el pensamiento del
Retorno: Dionisos.
c] Dionisos el seductor
Si no fuera más que paródico o irónico, el texto de Nietzsche no se
desprendería nunca de la representación ni de la alienación que
sin embargo, se propone desconstruir desde adentro. Esa hazaña
de escritura, por importante que sea como estrategia y por el lugar
que ocupa en la obra, no se justifica sino si se abre sobre otro ca
mino: el entrevisto por el discípulo de Dionisos. Desde Verdad y
mentira en sentido extramoral, Nietzsche indicaba el doble gesto ne
cesario para quien quiera desalienar la lengua y devolverla al do
minio. En un primer momento, que es de emancipación, el “inte
lecto liberado” marca su distancia “irónica” respecto al “techo” de
“La quesüon du style”, en Niet&che aujourd’hui?, op. cit., t. i, p. 248.
los conceptos ,24 pero en un segundo tiempo supera la simple “bur
la” para hacerse creador. Su destrucción liberadora era signo del
poder y la riqueza propios de un espíritu ahora capaz de acoger las
intuiciones más singulares.21’
Sólo el segundo momento, positivo y afirmativo, es transgresión
de la metafísica. Pero su desenlace es aún incierto: es el silencio, o
un modo de decir nunca escuchado todavía. Porque después de
rom per el encierro conceptual del lenguaje, ¿podrá el hombre
continuar hablando? Se ha hecho una apuesta, basada en un acto
de fe. Nietzsche, en efecto, tiene conciencia de que esa superación
exige un gesto sobrehumano. Además, en el propio texto es dele
gada en un dios. Encontrar nuevamente el “camino sagrado” por
Dionisos, salir de la metafísica mediante la reinvención de los dio
ses, eso es lo que corta la palabra al filósofo y lo hace ver con des
confianza a ese escape irracional y peligroso. Pero para Nietzsche,
que se declara animado por una “voluntad de locura” (xi, 349 ), el
peligro y la locura no son argumentos. Acto de locura: negar la “fi-
nitud” humana tal como está inscrita en la lengua y como la res
palda el lenguaje. Acto de fe: creer que la “finitud” no es la reali
dad ontológica del hom bre, que su vida y su m uerte pueden
pensarse y vivirse en otro modo que en función de una “carencia”
original y radical.
En ambos casos, esto nos arroja fuera de la filosofía. Pero la su
peración de la filosofía no pertenece a la filosofía. En cuanto nom
bre propio, “Dionisos” no es un filosofema; perfora el texto filosófico
de Nietzsche, desplegando a su alrededor una red de metáforas
enigmáticas: el Eterno Retorno, Ariadna, el Laberinto... Desbor
dando el texto y todo discurso, se inscribe en él a favor de un ale
jamiento del sentido, y aun cuando ocupa el lugar central, no pue
de ser comprendido en la lengua; todo lo que dice es todavía dicho
al oído, en voz baja, retenido por aquellos a quienes es confiado:
Nietzsche el discípulo, Ariadna la amante. Al término del “camino
sagrado” cuya ruta indica, se dibuja el horizonte de un mundo
■' “[...] cuando lo rompe, lo hace pedazos y lo reconstruye uniendo irónica
mente (ironisch wieder zusammensetz) las piezas más dispares y separando las piezas
que se imbrican mejor” (i**, 289).
*[•••] para ellas la palabra no ha sido aún forjada, el hombre enmudece cuan
do las ve o no habla más que por metáforas prohibidas y encadenamientos concep
tuales inauditos hasta entonces para responder en forma creativa a la impresión que
causa la fuerza de la intuición presente” (i**, 289).
donde ya no hay lugar para la metafísica. Anuncia una manera
nueva de hablar, una manera nueva de escuchar, una manera nueva
de desear.
Contrariamente a Dios el obsceno ,26 Dionisos no tiene pudor,
porque no conoce la obscenidad: “Yo, dice, no tengo ninguna ra
zón para velar mi desnudez” (vil, 208). Dionisos es un dios desnu
do: imagen de la vida que no tiene necesidad de velos para ocul
tarse; cuya desnudez es insoportable para los “débiles”, pero es
intensamente deseada por el discípulo del dios. Ciertamente, es
también el dios de las máscaras, pero éstas tienen una función que
no es la de recubrir un abismo: los ropajes no son defensa contra
ninguna carencia, ningún vacío, sino juego gratuito del mundo.
Por ese juego de las máscaras, Dionisos es seductor; su seducción
es la de la vida, ni profunda ni superficial, la de la apariencia (v,
80), la de la mujer que encanta y engaña sin mentir, porque su fin
gimiento es toda su “verdad”. Por eso tiene como correspondiente
a Ariadna, una mujer de la que no quiere poseer el secreto ni guar
darse por temor a su insondable diferencia, sino que ama y seduce
ofreciéndole la imagen de su propia otredad: “Yo soy tu laberinto”
(vm**, (33^ El jueg 0 de Jas máscaras y de los velos se convierte en
exhibición de amor, suscita un deseo productor de nuevas inter
pretaciones y de nuevos enigmas.
ARTAUD HUMORISTA
a] Anarquía y metafísica
La experiencia textual de Artaud lo prueba, no es rechazando el
orden simbólico del lenguaje que se puede escapar a su aliena
ción ;27 por el contrario, es utilizándolo, pero de manera que quede
atrapado en un movimiento que le haga perder su razón de ser y
lo obligue a significar la sinrazón de su ser. Semejante situación
•1 “Deus nudus est, dice Séneca. ¡Me temo que está todo arrebujado! Mejor aún:
¡‘Las ropas hacen no sólo a la gente’ sino también a los dioses!” (v, 350).
" ' Es porque se obliga a trabajar en la lengua que se subleva de ese modo: “Si
yo hablara mi lengua en lugar de hablar francés como pote o flioti o el nombre ver
dadero que me encontraría todo eso se detendría, el francés es la causa de la ma
tanza y la locura universales” (xvm, 291).
hace del pensador un personaje tragicómico: tiene que saber hacer
de bufón y de payaso -actitud que no dejaron de reivindicar tanto
Nietzsche como Artaud. Fue por el poder de su risa, decía Nietz
sche, que los dioses murieron, en cierto modo se suicidaron; es lo
cómico y su violencia incontrolable lo que hará temblar al cosmos:
un sobresalto interior hará estallar el mundo y la lengua.
Pero al revés de Nietzsche, Artaud no procede a una crítica filo
sófica sistemática: no es ni su objeto ni su manera. Sin embargo, es
también por el recurso a lo cómico, denunciador de la gran come
dia del mundo, que elabora su estrategia contra la obscenidad de
la metafísica. El poder destructor que pone en movimiento es el
del humor, tal como lo define en El teatro y su doble, como “algo in
quietante y trágico” (iv, 133) que libera una fuerza de disolución
anárquica como la que pudo encontrar su encarnación en Heliogá
balo. Pero mientras que en aquel texto el humor debía estar al ser
vicio de la “metafísica”, esta “anarquía formal” (70) que anima el
texto como una “enfermedad atroz” viene constantemente a frus
trar el avance hacia la resolución “metafísica” soñada. A la fuerza
dualista de las cosas y de las ideas, al sueño de la Unidad recobra
da, se opone la fuerza cruel del texto que avanza hacia el caos, sin
superación posible salvo por esa salida hacia la Exterioridad que
es el camino hacia el mutismo de la “locura”.
En el caso de Nietzsche, la subversión de la metafísica responde
a una estrategia rigurosa y explícita; para Artaud, parecería que el
texto lo arrastra a pesar suyo en su desbordamiento anárquico y
hace imposible la constitución de su “metafísica”, a tal punto que
ésta termina por ser engullida por el flujo anárquico del pensa
miento. En esa perspectiva, los Cuadernos de Rodez completan la
destrucción de la “metafísica” de la lengua. Allí se convoca todo:
Dios y el diablo, el bien y el mal, el cuerpo y el alma, lo sagrado y
lo obsceno, la pureza y el excremento, para arrastrarlo todo en un
demencial baile de San Vito. Liberación de la “locura” contra esa
otra locura: la metafísica.
Los primeros Cuadernos dan la impresión de que Artaud se deja
llevar hasta el extremo de una locura que no es tanto la suya como
la del lenguaje y la metafísica. Está enfermo del lenguaje y loco de
metafísica. Realiza entonces lo que siempre había deseado: vivir la
“metafísica” en su cuerpo y llevarla hasta sus límites más extremos.
El que en Rodez había hecho una elección religiosa significativa
de ese compromiso, termina por renegar de él. Esa decisión no es
consecuencia de un simple rechazo, sino por el contrario de haber
llegado al límite y haber sido quizás el más auténtico y el más ínte
gro de los místicos. Ha comprendido, en efecto, que llegar hasta el
límite de la metafísica, vivirla en su propia carne, llevar a Dios en
su cuerpo, era ir “hasta el fin de la escatologia” (xill, 74). La pro-
íúndización de la experiencia religiosa le reveló su obscenidad fun
damental. “La plegaria es la vía del cu” (x v i i , 1 1 6 ).
b] Lógica de la abyección
Semejante conclusión no es una simple blasfemia, sino el fruto de
un conocimiento adquirido por quien ha vivido en su carne la inti
midad de lo sagrado y de lo abyecto, de lo puro y lo impuro. En el
extremo adonde nos empuja la metafísica, los contrarios se en
cuentran y se mezclan, la separación de las categorías pierde su
significación. Así, vivir la metafísica equivale a ocupar sucesiva
mente los lugares más inconciliables (Dios y Satán, la pureza y la
abyección, el rechazo de la sexualidad y la masturbación “a muer
te...”), hacer estallar ese antagonismo en la unidad paradójica del
texto y revelar, por un forzamiento del lenguaje, que la pureza de
los conceptos no se funda en ningún “en sí” ni en ningún vacío, si
no que se conquista sobre la impureza radical de la que surge la
lengua y que permanece oculta por la creencia en las categorías
gramaticales.
Como lo ha mostrado J. Derrida ,28 es la exigencia de pureza
reivindicada por la metafísica misma lo que conduce a Artaud al
desvelamiento de la obscenidad de la que se sostiene: Dios, ocu
pando el lugar de lo “propio”, nos roba la propiedad de nuestro
ser y altera su “propiedad”; es preciso por lo tanto reconocer en él
la causa de nuestra suciedad. Y es haciéndolo abyecto a él en res
puesta que podremos reconquistar nuestra “pureza”: pero no pue
de ser sino trabajando de nuevo nuestra “propia” abyección. El ser
más puro se convierte en el más impuro: suciedad suprema de
Dios. La abyección es en adelante la vía de la pureza.
Esa “lógica de lo ilógico”, que podría haber encontrado su cul
minación en el sinsentido y la locura, se convierte en estrategia lú
cida con Agentes y agencia de suplicios. En 1946 Artaud escribe: “Por
2K L ’écriture et la différence, op. cit., p. 290.
lo demás, ahora he encontrado para actuar otros medios en que las
leyes no se interesan y que las hacen reír. Es humor absoluto con
creto pero hum or” (xiv*, 105). Esta arma no es absolutamente
nueva, porque la violencia anárquica del humor siempre había es
tado activa en su texto. Pero la novedad consiste en utilizarla con
tra la “metafísica” a la que debía servir, y en llevar hasta su térmi
no el proceso de destrucción que estaba en marcha. En contra de
sus intenciones de pureza (¿pero no forman parte de su estrate
gia?), el texto pone en evidencia la innegable obscenidad que habi
ta el cuerpo, como Dios la lengua y el yo. Su negación no sería si
no ilusoria. “Lo asombroso, escribe, es que en estas circunstancias
el blanco sea mi propio hoyo del cu, el mío, de Antonin Artaud.
Pero es un hecho” (xiv*, 51).
Nietzsche recurre a la ironía y se mantiene dentro del marco de
la racionalidad. Al utilizar contra la lengua las categorías que la
fundan, encuentra, sin embargo, en ellas una protección para su
propio pensamiento y una defensa contra la locura -por lo menos
mientras la ironía es posible. Su estrategia es la de apartar el abis
mo, mantendo a distancia y velado hasta que sea exorcizado por la
mirada de Dionisos. Artaud, por el contrario, procede sin ironía.
Se adhiere a los valores de la metafísica con una seriedad mortal
para ella y para él. Hacer metafísica con la mayor seriedad y la
mayor exigencia pasa a ser el mejor medio de no hacerla más. Exi
gir indefinidamente las categorías de lo puro y lo impuro es la me
jor manera de volverlas inoperantes .29 Experimentando ese encie
rro en el lenguaje y esa intro misión de Dios en nuestro cuerpo,
sabe que no puede acabar con su “locura”, ni dejar de hacerse pa
sar por loco, ni renunciar a sondear lo obsceno. Sin miedo a la ca
beza de la Medusa, la enfrenta en cualquier forma que ella adopte:
hoyo castrador y dentado del Ser (xil, 100) o fetiche fálico de Dios.
La perturbación humorística de la metafísica consiste en reco
nocer la “lógica” de la abyección como “fundamento” del Ser y
del sistema del mundo. La abyección es ese movimiento violento,
destructor y fundador, en que se experimentan a la vez la expul
sión -rechazo frenético de la penetración- y el contacto obligado
“Es a golpes de pedos y de cola, a golpes de gas y de falo que las cosas han si
do hechas y es todo el misterio del alma, porque el ser de dios es cobarde y malo y
no se le corrige y se le aniquila sino insultándolo y desesperándolo de ser puro”
(xviii, p. 190).
con lo abyecto que nos contamina. La abyección aparece como
fundadora del orden del mundo y del lenguaje .30 Despertar la ab
yección oculta por la metafísica es el mismo gesto que restituye la
vida a lo trágico sobre lo cual se funda. La “lógica” de lo abyecto
es anterior tanto a Dios como al mundo, así como la de lo trágico
es anterior al orden cósmico y a las diferencias establecidas, por
que no es sino otra manera de vivir y de designar lo sagrado. Se
guir “el camino sagrado”, según el anhelo de Nietzsche, o “la vía
del cu” en que se ha metido Artaud, conduce al mismo punto:
ocupar el lugar correspondiente a lo sagrado en sus determinacio
nes múltiples, mantenerse en el fundamento. No se trata, a decir
verdad, de un lugar fijo, sino de una dinámica que supone un pro
ceso de exclusión infinito. Quien asume esa dinámica pasa por
amo de lo sagrado y ve reconocérsele el título de dios.31
Adoptar la postura ambigua de lo sagrado implica abrirse, co
mo Dionisos, al juego de las diferencias, experimentarlo en sí mis
mo como el desgarramiento constitutivo de su “ser.” J. Kristeva,
refiriéndose a los textos antropológicos, recuerda el vínculo que
une la constitución del orden simbólico con el reconocimiento de
la diferencia entre los sexos. Las dos son sostenidas por el mismo
trabajo subterráneo de la abyección. Además Artaud encuentra en
la perturbación de la diferencia sexual la mejor manera de llamar
al mundo de vuelta a su abyección, y de poner en peligro el orden
simbólico y social. El “lugar” al que apunta, el de lo abyecto por
excelencia, es el entre-dos-sexos: “El entre-cojones del entre-pendejo
donde todo se rehace: por el supremo término Ca-Ca- / Yo quiero
ser en todo momento ese supremo término” (xx, 453). Allí donde
todo se rehace, porque es el “fundamento” mismo; a esa altura,
igual que Dionisos, escapa a la ley masculina del deseo, para “pro-
En su Essai sur l’abjection (París, Seuil, 1980), Julia Kristeva la define como lo
que “nos significa los límites del universo humano” (p. 39). Potencia esencialmente
ambigua, la abyección separa el sujeto de los objetos y por consiguiente lo constitu
ye como tal, pero también indica que “algún Otro se ha plantado en el lugar y
puesto de lo que será ‘yo’ es la marca de la “inherencia de la significación al cuer
po humano”. También Artaud, que experimenta en sí mismo ese descenso hacia
los orígenes abyectos del ser, se esfuerza por despertar la violencia contra la lógica
de la lengua y el orden estable del mundo.
31 Bien lo comprendió Artaud, que escribe en los Cuadernos deRodez “soy casto a
veces, incontinente a veces, cristo a veces, anticristo a veces, nada a veces, mierda a
veces, pendejo (con) a veces, ser a veces, cu a veces, dios todo el tiempo” (xil, 184).
bar” la mujer (XVII, 145): quiere decir probar a ser mujer, pero
también probar una relación de amor, de sexo y de sangre con lo
femenino, esa realidad que desborda el orden simbólico como des
borda la Mujer que Artaud, en Las nuevas revelaciones, acusaba de
haber traicionado a la mujer .32
Es por la mujer, afirma, “que es preciso que las cosas se reha
gan” (145). Afuera y adentro a la vez, abyecta y sublime, la mujer
excede las dualidades y las separaciones de la lengua y de la racio
nalidad. En ella se traza un límite que la divide, pero que encierra
el campo de lo significante y hace posible el sentido al mismo
tiempo que lo pone en peligro. De ser relegado a los territorios de
lo abyecto, los mismos del que surge Dionisos desmembrado, ad
quiere lo femenino su poder fundador. Artaud entonces encuentra
en el contacto con la “exterioridad” abyecta, más acá de lo obsce
no, la fuerza de derrumbamiento del orden y de transgresión de
los límites que es al mismo tiempo fuerza de desalienación y de vi
da, vía de salud. Sus “hijas sublimes” (xviil, 294) las hace nacer
“en la mierda” (231) y a partir de los excrementos. Con eso provo
ca la comunicación violenta de lo que la no menos violenta sepa
ración de la lengua presenta como antagonista, y devuelve el pen
samiento a lo trágico original.
EL HÉROE Y LA MUJER
a] La travesía de lo femenino
La experiencia de lo trágico implica para Nietzsche y Artaud cierta
relación con lo femenino, que representa una apertura sobre el Otro
que no sea ni la Muerte en su absoluta indiferencia, ni Dios en su
“Una fuerza natural que la mujer había alterado va a liberarse contra la mujer
y por la mujer” (vil, 127). En profundidad, la misoginia de Artaud y la de Nietzsche
parecen tener la misma motivación: la mujer es condenable cuando reniega de lo
femenino para entrar en el orden del deseo masculino, cuando imita al hombre con
un ardor y un exceso que revelan su “carencia”; ardid por el cual sin embargo el
hombre, el filósofo, enamorado de la verdad y de la seriedad, se deja engañar (cf. J.
Derrida, “La question du style”, en op. cit., p. 235). Así, observa Nietzsche, la mujer,
en la historia, siempre ha sido más cruel que el hombre, pero con esa crueldad que
caracteriza el resentimiento y la “debilidad” (cf. III*, 414; v , 544, 552).
plenitud oculta, ni el sin-sentido del Abismo reprimido más allá de
los límites del sujeto y del mundo, sino otredad quien/que divide
sin cesar el mundo y significa la diferencia productora del “ser”. La
relación de lo masculino y lo femenino no depende ni de la exclu
sión ni del completamiento. Se vive en el modo del conflicto y de la
crueldad. El tema de la guerra de los sexos y de la crueldad inheren
te al amor, idea superficial retomada por Nietzsche y Artaud ,33 ad
quiere aquí su sentido más profundo. Significa que los lugares no es
tán fijados para toda la eternidad, que la diferencia también se
trabaja y que la identidad sexual no existe “en sí”. Además, los dos
proponen como figura alegórica de su pensamiento de la crueldad y
de lo trágico, la pareja del héroe y la mujer.
Como contrapunto a todas las parejas místicas y wagnerianas,
Nietzsche presenta el amor singular en que Dionisos inicia a
Ariadna con estas palabras: “¿No es preciso empezar por odiarse,
puesto que es preciso amarse?” (VIH*, 63). En Rodez, Artaud escri
be: “La mujer que caga, echa pedos, mea y se masturba y los gue
rreros que pelean son todo lo que me interesa en la humanidad”
(xix, 175). El deseo de lo femenino y el enfrentamiento con lo ab
yecto: he ahí lo que confiere al guerrero su poder; pero también lo
adquiere dejándose atravesar él mismo por lo femenino, como
Dionisos y Heliogábalo. La “presencia” del Otro, en sí y en el
mundo, ya no es sentida entonces como intromisión o robo, sino
trabajo de la diferencia fundadora para quien sabe que no tiene
NIETZSCHE O LA HEC.CEIDAD
ARTAUD O EL SUJETO-SIMULACRO
a] La estrategia del Anarquista coronado
El regreso de Artaud-le-Momo, título de un texto de 1946, es el re
greso de quien se autodenomina “yo, simple Antonin Artaud” (xil,
99). Pero se trata de una simplicidad paradójica y temible que es
preciso ganar por un acto de verdadero heroísmo porque, detrás
de “la belleza objetiva y concreta de la simplicidad”, la vida está
hecha “de masacre ”.14 Simplicidad a la vez superficial y abisal que
no tiene nada que ver con la de un ego, y que se conquista por un
proceso infinito de apropiación y de expropiación, sin posibilidad
de quedar fijo en ninguno de los polos.
Los textos de Agentes y agencia de suplicios dan testimonio de una
fatalidad doble y paradójica: por un lado, el individuo no podría
vivir sin el agente que lo persigue y la ilusión de que su agente es
él, 15 pero por el otro, no puede existir sino destruyendo las repre
sentaciones enajenantes del sí y la ilusión del sujeto-sustancia. Esa
, :i La lógica de ese proceso de concentración y de estallido del yo fue admira
blemente analizada por P. Klossowski en op. cit.
14 “Notas para una ‘Carta a los balineses’ ”. en Tel Quel núm. 46, p. 34.
’,r‘ Consciente del engaño, escribe: “Por encima de la psicología de Antonin Ar
taud está la psicología de otro / que vive, come, duerme, piensa y sueña en mi
cuerpo” (xiv**, 71). El sujeto, la creencia en el yo, son producto de la conciencia
del rebaño: de ahí “la invasión de los aum (espíritus celestes) el más terrible de los
cuales era yo, Monsieur Moa [...]” (xil, 27).
doble fatalidad le impone vivir en una situación de “entre-dos” cu
ya apertura sólo puede mantener por medio de esa dinámica que
Artaud llama “la motilidad ”: 16 vaivén incesante entre el plano ena
jenante de la superficie y la profundidad abyecta, entre un sujeto-
simulacro y el abismo del sí.
El sujeto-simulacro, que no sostenido por ningún principio,
ninguna arjé, no es un “ser”: se reduce a la dinámica de la “moti
lidad”, al recorrido fugitivo de la superficie, ocupa sucesivamente
todos los lugares, adopta humorísticamente todas las imágenes
identificatorias para rechazarlas todas .17 La fuerza del humor, en
efecto, permite a la anarquía desencadenar su poder insurreccio
nal en una estrategia rigurosa, que libera sus crueldades y prote
ge de cualquier recaída, haciendo inoperantes la fascinación del
O rden y el deseo de pureza. A semejanza de Heliogábalo, el
“anarquista coronado” Artaud acepta llevar una corona que no
es suya, y asumir la realeza de un sujeto tomado en préstamo, a
fin de encontrar un anclaje indispensable en el mundo y el orden
simbólico, el de la ley, y de asegurarse un crédito que la sociedad
nos concede bajo la cubierta del nomen: nombre del padre, creen
cia, firma.
Así, el primer signo de desenajenación, después del encierro,
fue reinvestirse del propio nombre. Astucia necesaria para evitar la
violación del sí por los otros que intentan imponerle un “yo” o el
ser tragado por el orden maternal y la “locura .”18 (Así, reprocha a
Lautréamont haber abandonado su nombre, permitiendo de ese
modo que la obscenidad general penetrara su espíritu y su cuerpo
[xiv*, 35].) Sin embargo, se reinviste de su nombre como de una
plaza fuerte incansablemente sitiada por la escritura. Artaud opera
sobre el nombre un trabajo de ridiculización: Toto, Ar-Tau, “saint
Tarto, como diríamos tarta de crema, tartaleta o tantitito” (57). El
nombre de su padre es el del rey: Antoine-Roi Artaud. Pero la
1 (>“Lo que llamo la motilidad es una invención personal gratuita / donde oculto
y hago durar / nada”, “Notas para una ‘Carta a los balineses’”, op. cit., p. 17.
17 Además Artaud dice no ver “jamás la acción y la creación / sino en un dina
mismo jamás caracterizado, / jamás situado, / jamás definido, / donde la invención
perpetua es la ley / y mi capricho / y donde todo sólo tiene valor / por el choque y
el entrechoque [...]” (xil, 17).
ls Véase sobre esto el artículo de Guy Scarpetta, op. cit., p. 79, donde precisa,
sin embargo, que “se tratará no tanto de ‘reconocer’ la función paternal y la ley
simbólica como de insubordinarse incluyéndola".
identidad que sella se convertirá en centro de desorden: la ocasión
de utilizar las designaciones categoriales -yo, Artaud- contra ellas
mismas, remitiéndolas a aquello que nunca pueden cercar total
mente y las excede, aquello a lo que se niegan a otorgar la realeza:
el cuerpo, las pulsiones, todo un modo de la otredad que escapa a
los dos polos sustancializados del Yo y el Otro divino. La estrate
gia de Artaud es la del rechazo, pero no la negación; es decir, que
todos los lugares son humorísticamente visitados para ser sucesiva
mente “abyectados.”
b] La dinámica de la “motilidad”
Entre lo lleno y lo vacío, entre la superficie y el abismo, el yo se
encuentra en una posición inestable, nómada. A la vez, (como el
cuerpo al que Artaud lo asimila) “sin profundidad, siempre superfi
cie” (xrv**, 78) y “el abismo insondable del rostro, del inaccesible
plano de superficie por donde se muestra el cuerpo del abismo”
(147). Abismo superficial del agujero (imagen utilizada por Nietz
sche en relación con la mujer), el yo es, para Artaud, una realidad
agujereada que, como una “fuerza sombría”, no deja de abrir bre
chas en la realidad.
Por lo tanto es, como para Nietzsche, un principio dinámico
anim ado por un doble ritm o de concentración y dispersión.
Nietzsche, sin embargo, insiste en la importancia del recentra-
miento: es preciso esforzarse por llevar la multiplicidad de vuelta a
la unidad, a fin de que el “caso fortuito” se convierta en principio
de orden y sea sentido como una necesidad, sin dejarse arrastrar
por el caos. Dionisos, por una temporización de su violencia, auto
riza su desviación filosófica y permite la ilusión necesaria para la
vida. El doble ritmo que anima al sujeto tiene relación con la diná
mica del círculo: vaivén entre el centro y la circunferencia. Centro
inaccesible porque es Dionisos mismo; circunferencia móvil por
que es constituida por la serie de los yoes, ninguno de los cuales es
el yo. Pero cada yo fortuito, cada punto de la circunferencia se jus
tifica para la eternidad al inscribirse en el círculo del Eterno Retor
no en cuyo centro se siente.
Mientras que Nietzsche pone en juego irónicamente la estructu
ra del teatro del yo, mediante el mantenimiento de la referencia a
un centro (ciertamente paradójico), Artaud la rechaza obstinada
mente. El “sujeto-Artaud” no corresponde a la serie de puntos de
una circunferencia, sino al rechazo anárquico de toda identidad
posible, en un “proceso ”19 continuamente reiniciado a partir de la
seudoidentidad social. El anclaje en 1q social es aceptado estratégi
camente como defensa contra la locura, pero para ser denunciado
en forma cada vez más violenta. Detenerse es consistir, constipar
se, volverse excremento, desecho del Otro: “No soy más que una
vieja caca lamentable / pero que da asco” (xil, 174). No puede
ocupar ningún lugar, porque ya se ha apostado allí el Otro: “El lu
gar hiede” (xiv**, 27). El esfuerzo de desenajenación se efectúa
pues por un proceso de abyección de todo lo que bloquea - “blo
ques de KHA, k h a ” (xiii, 117), incluido él mismo: “caca es la mate
ria del alma” (ix, p. 174).
De ahí el segundo polo de la “motilidad”: hacia abajo, “atrás”,
dice Artaud ,20 hacia las pulsiones, la violencia anárquica de los
afectos, gracias a lo cual el plano de la conciencia sufre una disgre
gación. Hacia ese lugar “fundamental” q u ej. Kristeva, utilizando
un término platónico, llama kora: “un lugar móvil receptáculo del pro
ceso”.21 El “fundamento” del sujeto, aquello sobre lo cual se erige y
que siempre lo pone en peligro, es del orden de la analidad. La
pulsión anal, destructiva y violenta, que alimenta la mayor parte
del componente sádico del instinto sexual, sostiene el movimiento
de rechazo constante que caracteriza al “sujeto en proceso”. La na
turaleza escatológica de los últimos textos de Artaud muestra cla
ramente que es gracias a una reactivación de la analidad como
puede liberar la violencia fundamental contra la unidad dividida
del yo y el orden simbólico.
Más acá de toda obscenidad, Artaud desciende nuevamente ha
cia el poder sombrío de lo abyecto que enfrenta: “Es necesario
descender hasta el fin de la abyección de la pendejez y del cu”
del pensamiento” (i**, 212). “Ella desborda la fijeza de los signos y se continúa, por
así decirlo, en sus intervalos, y así cada intervalo (es decir cada silencio) pertenece
(fuera del encadenamiento de los signos) a las fluctuaciones de intensidad pulsio
nal” (P. Klossowski, op. cit., p. 66).
2 Nietzsche: “Los pensamientos son signos (Zeichen) de un juego y de un com
bate de emociones (Affekte): éstos siguen siempre ligados a sus raíces ocultas” (xil,
36). “... en todo eso se expresa algo de un estado general que nos hace seña¿’ (x,
palabra de Artaud, es “resonancia” (i**, 33): lleno de signos como
las ondas sísmicas y las señales emitidas en la batalla, resuena en él
el eco de la Contienda, del combate primitivo de la vida. No hay
que suponer ningún sujeto ni ninguna sustancia en el origen del
pensamiento, sino el juego impersonal de las fuerzas: Nietzsche se
niega a considerar que “pensar” sea una actividad a la que sea pre
ciso imaginarle un sujeto, aunque sólo sea “algo” (xi, 376), y Ar
taud “da por recibido el axioma de que todo pensamiento no vie
ne del espíritu, sino se enfrenta a él” (i**, 165). Así se puede decir
que, en sí mismo, el pensamiento es acto.3
Puesto que hay signos en el pensamiento, el inconsciente apare
ce como una especie de semiótica preverbal, el dominio de signos
que atraviesan el cuerpo, de alguna manera, un lenguaje, o una es
critura de la carne, sobre la cual la lengua se funda y que por eso
mismo oculta. De ahí ese imperativo común a Nietzsche y a Ar
taud: volver a encontrar “el sentido de la carne”, el “texto primiti
vo” del hombre natural, mediante un apremio cada vez más exi
gente al inconsciente.
b] Metafísica de la carne
En los primeros textos de Artaud, esto significa que el cuerpo hace
directamente sentido y signo, que es atravesado por fuerzas de las
que el espíritu es receptáculo y que éste debe interpretar como
otros tantos jeroglíficos vivos. Aquí, contrariamente al texto escri
to, la fuerza no está separada del sentido, ni el espíritu muerto por
la letra. La carne es una especie de escritura viviente donde las fuer
zas imprimen “vibraciones” y excavan “caminos”; en ella el senti
do se despliega y se pierde como en un laberinto cuyas vías él mis
mo traza. Y, sin embargo, para que “esas fuerzas que desde afuera
tienen la forma de un grito” (i**, 50) no queden informuladas, es
preciso que la “razón las acoja”.
La carne está viva, pero es sibilina y en el fondo ininteligible.
197). Artaud: “Hay signos en el Pensamiento” (I**, 33). Sobre este punto, véase
Pbilippe Sollers, “La pensée émet des signes”, en L ’écriture et l’expérience des limites,
París, Seuil, 1968, pp. 88ss.
3 Nietzsche: “Nuestros pensam ientos deben ser considerados como gestos
( Gebárden) que corresponden a nuestros instintos ( Trieben) como todos los gestos”
(iV, 503). Artaud: “Es el acto lo que forma el pensamiento” (VIII, 293).
Su mejor expresión es el grito, en el que se revela algo así como lo
dionisiaco puro.4 Y cuanto más quiere Artaud llegar al fondo de su
pensamiento, más lo gana la afasia y más se hace sensible la “au
sencia”. Las “Lettres á Jacques Riviére” lo muestran desgarrado
entre la voluntad de llegar al estiaje del sentido (pero a esa altura,
él lo reconoce, el pensamiento se enfrenta a su propia muerte [i**,
222]) y el deseo de acceder a la máxima exactitud de la expresión
-pero la claridad, porque nace de la razón, detiene el sentido, cap
tura lo vivo. Ese “impoder” del pensamiento, Artaud lo atribuye a
la enfermedad fatal del hombre: Dios, la presencia divina en el se
no del lenguaje. Y desea extirpar a Dios de nuestros cuerpos, me
diante ejercicios espirituales y corporales que son otras tantas ex
perimentaciones de la muerte.
La primera tentativa fue la experiencia surrealista, que debía
permitir una liberación del insconsciente por medio de la escritura
automática, el ensueño y más en general una “actitud de absurdo y
de muerte” (33). Pero la decepción fue muy rápida. El surrealismo
se reveló como un método estéril que no producía, en el mejor de
los casos, más que literatura. Así, Artaud se vuelve hacia esa expe
riencia concreta que es el uso de drogas -en París, en México y
también en Rodez, para expulsar a los espíritus. Remedios contra
el sufrimiento, sirven para erradicar a Dios de nuestros cuerpos.5
La droga, después de un trabajo de destrucción saludable, debería
colocar al cuerpo y el espíritu en un estado de receptividad propi
cio a la hierofanía “de ese sentido que corre por las venas de esa
carne mística” (58). Otra experimentación: el teatro, concebido co
mo “un atletismo afectivo” (iv, 125) y que permite recobrar, por
toda una ciencia del aliento, el movimiento de una “especie de res
piración cósmica”.
Ese sueño de una expresión directa y concreta del pensamiento,
fuera de toda articulación y diferencia entre el sentido y el signo,
esa creencia en un saber metido en el corazón del inconsciente, to
do eso corresponde a lo que Artaud llama “metafísica de la car
4 También para Nietzsche, en E l origen de la tragedia, el grito es la manifestación
directa del fondo extático del ser (i*, 55). Por ese llamado a una inmediatez del sen
tido anterior al lenguaje y a la articulación, Nietzsche y Artaud encuentran el sueño
rousseauniano de una “lengua natural”. Véase J. Derrida, De la gramatología, cap. 3,
“La articulación”.”
5 “Es que el cuerpo de carne blanda y de madera blanca lanzado sobre mí por no
sé qué padre-madre en el opio se transformará, realmente se transformará” (ex, 185).
ne”,6 por medio de la cual el pensamiento de la crueldad se con
fronta con su propia imposibilidad. Expresar la ley cruel de la vi
da, que supone la diferencia y la lucha, por la escritura viva del
cuerpo sin distinción entre el Sentido y la Carne (lo que J. Derrida
llama “la escritura del grito”),7 conduce a la misma imposibilidad
que un teatro de la crueldad sin distancia, sin repetición y sin re
presentación El propio Artaud teme que su búsqueda sea ilusoria:
debido a que no es posible “estar seguro de que el pensar, el sentir,
el vivir, sean hechos anteriores a Dios” (i**, 56), se puede dudar de
que sea posible expulsar alguna vez a Dios de nuestros cuerpos.
¿Es posible incluso que su anterioridad preceda al Sentido y la Pa
labra de antes de las palabras? ¿Es posible que ese Sentido y esa
Palabra no sean sino una astucia del fatum divino?
c] El cuerpo palimpsesto
También para Nietzsche existe una especie de escritura de la carne,
ya que el cuerpo es esa materia semiótica en que se expresa el len
guaje de los afectos. Más precisamente, se parece a un palimpsesto
sobre el cual se han superpuesto dos textos, al punto de que con fre
cuencia es imposible decir de cuál se trata. Sin embargo, todo el es
fuerzo de aclaración consiste en separar el texto más antiguo -el
más “natural”- que está ocultado por el más reciente -el texto de la
“cultura”.8 Pero eso no significa regresar, más acá de las interpreta
ciones, a la naturaleza misma. La “naturaleza misma” es ya un texto,
una interpretación; es por eso por lo que Nietzsche gusta de escribir
el término Natur entre comillas y afirma que el propio instinto no es
nunca un “dato” natural, sino una interpretación.9
6 “Pero debo inspeccionar ese sentido de la carne que debe darme una metafísi
ca del Ser, y el conocimiento definitivo de la Vida” (i**, 51).
7 “La parole soufflée”, en op. cit., p. 291.
8 “...es preciso encontrar bajo los colores halagadores de ese camuflaje el texto
primitivo, el texto aterrador del hombre natural. Sumergir de nuevo al hombre en
la naturaleza; liquidar las numerosas interpretaciones vanidosas, aberrantes y senti
mentales que han garabateado sobre ese eterno texto primitivo del hombre natu
ral” (vn, 150).
9 “Hablo del instinto (Instinkl) cuando se incorpora algún juicio (Urteit) (el gusto
en su primera etapa), de suerte que en adelante se producirá espontáneamente, ya
sin esperar que lo provoque alguna excitación” (v, 398). “Poner ante todo: incluso
los instintos (Instinkte) han devenido; no prueban nada respecto a lo suprasensible,
Si la misma metáfora, la de la escritura, permite dar cuenta de
la actividad de la “naturaleza” y la de la “cultura”, es porque en
ambos casos la interpretación no vale “en sí”, no nace sua sponte,
sino siempre en relación con otras interpretaciones. Aun en la vida
orgánica, afirma Nietzsche, el “juicio” es más antiguo que el “im
pulso”. No existe nada que no se haya inscrito en un conjunto. Ni
el instinto ni el impulso, por lo tanto, no son nunca propios de un
individuo o de una especie, sino siempre la expresión de una rela
ción y conservan la huella de la otredad.
¿Qué diferencia existe sin embargo entre esos dos textos? No
puede ser “de naturaleza”, porque no hay oposición radical; es de
grado -en cuanto a la posibilidad y la variedad de las interpreta
ciones: la cultura corresponde a un debilitamiento del poder inter
pretativo y a una sumisión a las interpretaciones ya formuladas
que aceptamos como la “naturaleza misma” y la expresión de una
“esencia”. El motivo de esa sumisión es la voluntad de borrar las
diferencias y de residir en una identidad segura; es la misma que
suscita la creencia en la gramática y la hegemonía del concepto.
Ser “los denigradores del cuerpo” es, ante todo, detener el juego
indefinido de interpretarlo para protegerse de los afectos cuya ex
presión natural es siempre cruel. Y al contrario, volver al “texto
primitivo” no significa reencontrar un estado de naturaleza, sino
reconocer la necesidad de realizar uno mismo sus “propias” inter
pretaciones. Es decir romper con los hábitos y la rigidez del yo pa
ra dejar libre curso al juego de los afectos que, en una idiosincrasia
dada, producen incesantemente, en el modo de la apropiación, lo
que pasa por el sí. Lo aterrador, en “el texto primitivo del hombre
natural”, es que esté siempre en proceso de escribirse.
Aquí se descubre la diferencia principal entre el pensamiento
de Nietzsche y los primeros textos de Artaud: mientras que para
este último la interpretación es un segundo momento, el de la caí
da, el de la separación entre el Sentido y el signo, para Nietzsche
el “primer” texto (concepto abiertamente mítico) es ya una inter
pretación. El texto produce el sentido y no es su hierofante; el len
guaje de los afectos es un texto sin referente exterior ni significado
ni sentido trascendente. Las interpretaciones primitivas no trans
miten por lo tanto ningún conocimiento “verdadero”; no son me-
ni siquiera para la animalidad, ni siquiera para lo que es típicamente humano” (xi,
173).
nos “falsas” que las más recientes, pero son más libres; más inter
pretativas, por lo tanto más “naturales”, puesto que interpretar in
definidamente está en la naturaleza de la “voluntad de poder”.
Además, a pesar de su valorización de la actividad inconsciente,
no considera al inconsciente como detentador del saber del cuerpo.
La actividad onírica (iv, 101), las reacciones instintivas no son
nunca otra cosa que una forma de “representarse* el cuerpo, una
m anera de segundo comentario que es preciso atribuir a algún
“apuntador” (soujfleur) (100). El cuerpo, experimentado a partir de
la conciencia o del inconsciente, es por consiguiente un teatro ani
mado por un poder autónomo, en la medida en que el instinto es
producto de otras interpretaciones, y en particular de la interpreta
ción de los otros (477). Habría por lo tanto una especie de astucia
del instinto que se da por lo más propio, pero que, como no es si
no el signo del otro en el seno del “sí”, constituye una forma de
creencia y de alienación.
¿Pero cómo hablar de alienación si no somos nada fuera de una
red de interpretaciones? Ciertamente debemos plantear la existen
cia de un texto subyacente al instinto mismo, de un estado del
cuerpo más “puro”, pero eso supera a tal punto nuestras posibili
dades de lectura de los signos, regidas por los marcos lingüísticos y
sociales que no puede ser sino “un texto„ desconocido, quizás im
posible de conocer y apenas sentido” (101). Nada asegura que sea po
sible alcanzar el “texto primitivo” del cüerpo, ni tampoco que el
cuerpo sea, para el hombre, algo “primitivo”. Por consiguiente no
puede ser objeto de ninguna certeza filosófica y debe quedar, para
el pensamiento racional, como un enigma. Para ser ese “hilo con
ductor” con el cual Nietzsche espera salir de la metafísica y de la
lengua alienada, debe convertirse en un objeto de fe. Los nihilistas,
afirma, son aquellos que no tienen “más fe [ Glaubwürdigkeit\ en su
propio cuerpo”, y agrega: “En qué creemos [denn was glaubt man]
más firmemente hoy, que en nuestro cuerpo” (vil, 28). La cuestión
se desplaza en el plano del valor y de la ética, y Nietzsche propone
un nuevo imperativo categórico que responde en forma irónica al
imperativo moral: “Espreciso mantenerla, confianza que tenemos en
nuestro cuerpo” (x, 129).
El filósofo, cualquiera que sea, Nietzsche o Zaratustra,10 no pue-
1,1 Zaratustra también conserva el tono del doctrinario y no habla sino con
metáforas prestadas -irónicamente: ve en ello “una gran razón” (vi, 45) un “sentí-
do” (91), una “sabiduría”.
de sino decir a medias sobre el cuerpo, y debe siempre, como Dio
nisos, abordarlo oblicuamente, porque los dos escapan a la sabidu
ría filosófica, pero representan, en el seno del pensamiento y del
discurso, un punto de resistencia contra el nihilismo, que lo obliga
a desviarse: “Oíd más bien, hermanos míos, la voz del cuerpo en
buena salud; más leal y más pura es esa voz” (vi, 44). La buena sa
lud, he ahí una noción problemática que escapa al saber de la filo
sofía. El cuerpo sometido a bajas de intensidad o a una “voluntad
de poder” declinante puede traicionar la confianza puesta en él.
Los “débiles” también creen en su cuerpo “pero para ellos es una
cosa enfermiza”. Por el contrario Nietzsche, enfermo y sufriendo,
lo exalta. ¿Es la “sabiduría” del cuerpo lo que empuja a los “débi
les” a querer morir? ¿No es más bien que el cuerpo, sometido a un
sistema de interpretaciones coercitivas, nunca deja oír una voz
“pura”? Por consiguiente, quien se cree sano ¿no podría estar en
fermo? Parecería que no hay criterio objetivo de la buena salud, ni
siquiera para uno mismo.11 Esta está siempre ligada a un acto de
fe: ¿es posible que la fe dionisiaca en el cuerpo sea el único criterio?
EL “ c u e r p o s in ó r g a n o s ” : u n n u e v o “ t e a t r o d e l a c r u e l d a d ”
b] E l entre-dos-cuerpos
Igual que la mujer, el cuerpo es atravesado por una diferencia que
lo divide en dos, pero es también el que hace ser esa división dife
rencial. Dos modos de la diferencia, dos modos del cuerpo: por un
lado el cuerpo obsceno -aquel en que vivimos; por el otro el cuer
po abyecto o puro -el “cuerpo sin órganos”. Esa división es un he
cho: Artaud no la inventa, la comprueba y -ahí está el hum or- la
hace jugar al extremo, pasando de un polo al otro y volviendo a
atravesar el límite indefinidamente. Esa división ciertamente adop
ta el aspecto de una dualidad, y J. Derrida asocia ese deseo de ex
pulsar a Dios del cuerpo con el rechazo de la diferencia, con el
sueño de un cuerpo limpio y puro. Especie de éxtasis en uno de
los polos de la dualidad, el “cuerpo sin órganos” responde, en su
simplicidad, a una voluntad de vida indiferenciada, de escapar al
juego cruel de la diferencia (xiv**, 76). Sin embargo, esa posición
extrema, y si se quiere metafísica, no es sino un momento de la es
trategia: el “cuerpo sin órganos” representa seguramente la mayor
invención del humor.
Imagen de lo limpio y de lo puro en retirada del mundo y del
orden simbólico (¿no es decir ab-yecto?), pero que desde el exte
rior constituye el “fundamento” de la existencia, el cuerpo es colo
cado en lugar de lo “sagrado”, en el punto de encuentro entre el
sujeto y lo real más desbordante. El “cuerpo sin órganos” es una
noción paradójica, todo menos un concepto, algo irrepresentable.
Así puede desempeñar en el texto de Artaud la misma función que
Dionisos en el texto de Nietzsche: es lo más insignificante puesto
en el lugar del significante absoluto a partir del cual se produce el
texto; el cuerpo escribe, pero nunca se escribe. Igual que Dionisos,
el “Cuerpo sin órganos” es un centro exorbitante, un principio de
unidad y de dispersión.
Por ese humor que es “a la vez más y menos que una estratage
ma”,16 Artaud, “sujeto” de la escritura y del pensamiento, parece
desbordado. No propone para el cuerpo ni lugar fijo ni definición
detenida. Como excede el recinto cerrado de la lengua, pero des
de que se habla de él es para hacerlo caber en la lengua, Artaud, a
fin de no permitir que sea abarcado por ella, le da todas las deter
minaciones más contradictorias: es puro y abyecto, es-profundidad
y superficie, tiene un falo y es el falo, (“el tótem emparedado”, XII,
23), debe ser castrado y no debe serlo. Dionisos es su figura alegó
rica, pero también Heliogábalo que imita la castración sin cometer
el error de castrarse, que se vuelve mujer pero sigue siendo hom
bre. Jacques Henric, en un artículo en que pone de manifiesto el
esfuerzo de Artaud por-recuperar la dimensión del cuerpo en toda
su “profundidad material”, analiza el acto de castración como “una
reconquista de la unidad física concreta, inm ediata”, y afirma:
“Más que una voluntad de mutilación, la castración expresa el de
seo del c-astrado de volverse todo-entero sexo ”.l/ Si-un fantasma se
mejante da cuenta de uno de los aspectos del texto de Artaud, él
no podría retomar su estrategia, sino por el contrario, reinscribirla
en la lógica del fetiche: el ser o el tener -mientras que todo el es
fuerzo de Artaud fue para escapar de ello. Ese deseo estaría asocia
do, para J. Henric, con un interés por la “reunificación de las fuer
zas”, la “reconquista de la unidad”, fórmulas en las que pueden
apreciarse, pese a sus declaraciones de intención, resonancias me
tafísicas. Para Artaud, como para Heliogábalo, la castración es
siempre un juego, aunque se trate de un juego grave y cruel. El
que practica la castración efectiva no es sino el Galle o algún doble
malo de Artaud: “Ese monje / Antonin Nalpas de Florencia [...] /
molesto por su sexo masculino” (xil, 147). Artaud no quiere ser
más que tener un falo, ni ser un hoyo más que no serlo, pero como
para el que habla no hay alternativa, pasa sin cesar de un polo al
otro. Su verdadera situación, en cuanto no ¿y un cuerpo (enajenado
y organizado), es el entre-dos-cuerpos.i% Y ese lugar insostenible,
b] La danza dionisiaca
La voluntad nietzscheana de ilusión, que incita a velar el horror
dionisiaco de la máscara apolínea por una constante desviación
del abismo o la valorización del superhombre, no impide que
Nietzsche se haya abierto él mismo a esa violencia, y no haya em
prendido un trabajo subterráneo del que su texto muestra las hue
llas. En ese sentido, Artaud parece haber dejado advenir en sus es-
le es dada más que para rehacer y reconstruir su cuerpo y su organismo entero.
...Odio y desprecio por cobarde a todo ser que no admite que la conciencia de
haber nacido es una búsqueda y una aplicación superior a la de vivir en sociedad”
(en 84, núm. 8-9, pp. 280-281).
“Como si entonces todo estuviera dicho por una anatomía y por la marcha
de una anatomía y de su funcionamiento anatómico / en el cuerpo hecho, delimita
do, terminado, / cuando la cosa es el terrible en-suspenso, / en-suspenso de ser y de
cuerpo” (xxil, 106). Una anatomía que está en-suspenso, / sublimación de reserva
abstrusa y de honor en medio de la sexualidad, / estando muy enfermo, / pero muy
fuerte” (109).
critos la violencia que Nietzsche reprimía y haber hecho de ellos el
lugar de experimentación del caos y de la paradoja, gracias a la
economía cruel del humor. Nietzsche se esforzó siempre por escri
bir contra la dislocación amenazante de la “obra”, como lo atesti
gua -irónicamente- su intento de sistematizar su pensamiento en
el gran libro sobre La voluntad de poder. Artaud se habría compro
metido así en una destrucción de los ídolos -y en particular del
cuerpo como ídolo- que Nietzsche indicaba sin haber extraído sus
últimas consecuencias con ese rigor desesperado. De suerte que,
bajo la oposición aparentemente radical en cuanto al valor del or
ganismo, se descubre una intuición común más profunda.27
Los dos, por último, nos recuerdan que la gran aventura del
hombre en los siglos futuros no está en los espacios interestelares,
sino en su cuerpo cuya “realidad no ha sido construida aún”. Esa
aventura, ambos la designan por la misma actividad: la danza. Es
cierto que para Nietzsche es más metafórica, mientras que en Ar
taud es literal, carnal;28 para el uno es más afirmativa y solar, para
el otro es destructiva y negra. Pero en ambos casos la danza indica
cómo el cuerpo ha pasado a ser el camino hacia las tierras ignotas:
los nuevos territorios de la corporeidad, las tierras de Dionisos.
Danza de sedición y de desesperación que remienda el cuerpo y
destruye en él todo deseo constituido, toda sensualidad, según Ar
taud, que parece habitar siempre el deseo metafísico de un cuerpo
no trabajado por ninguna diferencia. Sueño, utopía, pero a decir
verdad, no se engaña: la utopía es un medio de acción integral y
sin equivalente, la danza es aquello en lo que hay que arrojarse a
cuerpo perdido cuando, de todos modos, todo está perdido si no
subsiste alguna forma de fe en el cuerpo “más allá” del cuerpo 29
Danza de seducción y de alegría para Nietzsche: la danza es
aquiescencia al juego de la apariencia - “danza de los elfos” (v, 80);
li Y Nietzsche llega a admitir: “No hay materia, no hay espacio, no hay actio in
distansy no hay forma, cuerpo ni alma. No hay ‘creación’, no hay ‘omnisciencia’ -no
hay Dios: o sea no hay hombre” (v, 531). Como si creer en el cuerpo (organizado)
fuese siempre creer en Dios, Zaratustra, pese a su fe en el cuerpo, reconoce que no
hay nada puro, sino por el contrario el reflejo del “delirio” y del “extravío” metafísi-
cos: “iAy! es en cuerpo y querer en lo que se han convertido” (vi, 91).
^ Véase J. Derrida, L ’écriture et la différence, op. cit., pp. 273-276.
^ “-Son historias, / a primera vista / es utopía, / pero empieza ante todo por
bailar, pinche mono, / especie de sucio chango europeo que eres / que jamás ha
aprendido a levantar el pie” (XIII, pp. 281-282).
es acto de amor en favor de la vida (vi, p. 125), y por fin delimita
un espacio intermedio entre “Dios y el mundo” (v, 293) en que el
hombre descubre el campo de innumerables metamorfosis. Esa
danza es evidentemente sensual, pero a la sensualidad “estúpida”
del vals alemán, Nietzsche prefiere “la melancolía lasciva de una
danza morisca” (XIII, 124). Aparentemente radiante y apolínea, no
debe ocultar, sin embargo, la realidad violenta de los afectos ni el
despedazamiento del cuerpo dionisiaco. Así, Zaratustra no olvida
jamás el abismo sobre el cual tiene que danzar “para no caer” (vi,
262). Y a riesgo de hacer enrojecer al cielo con sus “blasfemias” re
cuerda: “El mundo es profundo -y más profundo de lo que jamás
ha pensado el día. A la luz del día no está permitido decirlo todo”
(186). Igual que Artaud, Nietzsche ha comprendido la necesidad
de hacer danzar el abismo en su cuerpo, de colocarlo en el lugar
del “sí”, de la “gran razón”.30
Es así que en L ’Anti-Oedipe,31 G. Deleuze puede hacer reunirse
en el “cuerpo sin órganos” la experiencia de Artaud y la que cul
minó para Nietzsche en la euforia de Turín. Aceptando dejarse in
vadir por el caos, Nietzsche entonces hizo caer la máscara y se
abrió plenamente a la experiencia trágica de desconstrucción y de
sorganización que prefiguraba el advenimiento del “cuerpo dioni
siaco”. Pero la violencia del entre-dos-cuerpos, donde intentó existir
Artaud, arrojó a Nietzsche de vuelta a la identificación con Dioni
sos. Pero lo sagrado no soporta la identidad y no ofrece sino una
mala imagen identificatoria. La firma “Dionisos”, si marca la victo
ria del cuerpo, del éxtasis y de la intensidad sobre el orden simbó
lico depresivo, también indica, como identificación, una recaída:
la caída de Nietzsche en la boca del “apuntador”, el volver a ce
rrarse de la clausura trágica sobre el “chivo expiatorio”. Habría un
sacrificio ante el cual Nietzsche se habría detenido: el de su “hilo
de Ariadna”, el del gran deseo del cuerpo, y que lo habría impul
sado a ofrecerse él mismo como víctima sacrificial.
i,) “El sí por fin no es, en el cuerpo, más que una extremidad prolongada del Caos
-los impulsos no son, en una forma orgánica e individualizada, sino delegados del
Caos. Esa delegación pasa a ser la interlocutora de Nietzsche. Desde lo alto de la
ciudadela cerebral, así investida, se llama locura” (P. Klossowski, op. cit., p. 58).
L ’Anti-Oedipe, op. cit., cap. 1.
POSTURA E IMPOSTURA:
el “chivo expiatorio” o el destino de Edipo
Abrir el teatro del mundo, del yo y del cuerpo, más allá de lo obs
ceno, a la violencia fundamental, es traer el dios a la tierra y lanzar
el orden humano al contacto con lo sagrado: Dionisos, lo abyecto
del “cu”. Semejante empresa corresponde al héroe. A él le toca,
según una fórmula de Artaud, “sufrir un mito” (xi, 277) y adelan
tarse fuera del mundo conocido, hacia las zonas sagradas en que
proliferan los monstruos. “El gran heroísmo es de nuevo necesa
rio” (iv, 600), afirma Nietzsche. “De nuevo”, porque es como un
resurgimiento del que animaba a los semidioses antiguos y a los
héroes de la tragedia. Su situación, en la orilla del mundo, es bien
la de entre-dos. Nunca están en paz; siempre en lucha. Ese dinamis
mo los mantiene con vida, como ellos mantienen la distancia entre
el orden humano y las fuerzas oscuras, a riesgo de dejarse conta
minar. Pero la dinámica puede detenerse en cualquier momento.
Entonces se representa la tragedia: la muerte sacrificial del héroe.
EL FILÓSOFO MEDUSADO
a] Edipo filósofo
Roland Barthes, en Sobre Racine, propone esta definición del héroe
trágico: “Es aquel que no puede salir sin morir.”1 La clausura del
espacio trágico es a la vez lo que lo pone en peligro y lo que lo sal
va. Pero las fuerzas centrífugas lo arrastran siempre y lo entregan a
la Exterioridad fatal. Con la tragedia, cesa lo trágico. Durar sería
entonces el verdadero heroísmo: es decir, según una doble diná
mica, soportar la presión de las fuerzas centrífugas e impedir que
1 Sobre Racine, México, Siglo XXI, 1992, p. 52.
la clausura vuelva a cerrarse. Evitar por un lado ser arrojado de
vuelta a la violencia de lo sagrado que culmina con la muerte o la
locura, y por el otro la presión del grupo que forma un círculo al
rededor de la víctima expiatoria.
Sobre la acción trágica, R. Barthes precisa que se trata de “esa
acción original” que pone en conflicto al padre y el hijo, o a los
hermanos entre ellos, después del asesinato del padre, por la con
quista de las mujeres, y cuestiona el tabú del incesto. El padre, so
bre todo cuando está ausente, asume un aspecto divino y pasa a
ser el poder terrible que pesa sobre la escena trágica. El ser de
Dios, como lo repite Artaud, es “la maldad”. Sin embargo, el po
der inaugural de lo trágico, pese a su ausencia frecuente, o quizá a
causa de ella, la figura en torno a la cual el drama se organiza y
que provoca el enfrentamiento de los hombres, ¿no sería la ma
dre?2 Ohjeto al cual se refiere la prohibición fundamental -el tabú
del incesto-, la madre adquiere un carácter abyecto y una dimen
sión sagrada. En el origen de la contaminación del héroe es preci
so suponer un contacto con el mundo materno. Edipo, “la figura
más dolorosa del teatro griego”, según Nietzsche (i*, 78), es el hé
roe arquetípico de la tragedia. Lo es en cuanto máscara de Dioni
sio que emerge del “fondo” y del “abismo” de la Naturaleza, y a
través del cual nos habla la voz de aquella que dice “Yo, la Madre
original...” (115); la tragedia, en efecto, permite oír ese canto “que
relata las Madres del ser” (134).
Pero Edipo encarna también el héroe del pensamiento, el filó
sofo trágico. Nietzsche insiste en numerosas ocasiones en el carác
ter “edípico” del deseo de conocimiento. Desde El origen de la tra
gedia asocia la transgresión del tabú del incesto con la sabiduría
dionisiaca: una y otra consisten en “un acto contra la naturaleza”
(79). De ahí la situación paradójica del filósofo que debe mirar las
cosas “con los ojos sin miedo de un Edipo” (vil, 156) y a la vez cui
darse de sufrir su destino. Una vez más, sólo Dionisos parece ser
capaz de vivir esos inconciliables imperativos, él que fue capaz de
mirar a la cara a la Medusa, sabiendo que es una simple máscara
para ahuyentar los malos influjos, el costado siniestro y grotesco
2 “... la madre es la figura sin figura de una figurante. Ella da lugar a todas las fi
guras perdiéndose al fondo del escenario como un personaje anónimo. Todo le co
rresponde, y ante todo la vida, todo se dirige a ella y se destina a ella. Ella sobrevi
ve a la condición de quedarse al fondo” (J. Derrida, Otobiographies, op. cit., p. 118).
del rostro risueño de Baübo? Ciertamente también Edipo podría
aprender a no arrancarse los ojos, si reconociera que el abismo no
está delante de él, sino en él, como violencia indiferenciada en que
el sujeto se hunde, pero del cual, como Dionisos (y en cierto modo
el propio Artaud), no deja de renacer en un proceso indefinida
mente reiniciado. ¿No será la Esfinge la otra cara de un Edipo bi-
fronte, el reverso abyecto de su realeza solar? “-¿Quién eres? No
lo sé. Quizá Edipo. Quizá la Esfinge. ¡Déjame ir!” (387).
Para Dionisos, imagen de lo sagrado que provoca lo trágico, la
tragedia nunca tiene lugar más que bajo el aspecto de uno de sus
dobles: Edipo, Prometeo... Del mismo modo, como él desborda el
texto y ocupa el lugar a partir del cual se produce la significancia,
puede prestarse a múltiples interpretaciones. Pero al dejarse inter
pretar es donde muere, porque entonces se da como uno de sus
dobles. La dimensión inaudita del texto de Nietzsche deriva de la
distancia que siempre conserva con respecto a Dionisos y a su
“verdad” mortal. Del mismo modo, la aventura del cuerpo se hace
posible por la distancia que se mantiene entre el cuerpo organiza
do y el cuerpo dionisiaco. El mayor riesgo sería el de romper esa
distancia para dar a Dionisos una interpretación o hacer corres
ponder el “sí” y el cuerpo dionisiaco. Dionisos, mito y objeto de fe,
no puede admitir esa disminución. Así, cuando el mito personal de
Nietzsche y el mito filosófico se identifican, la estrategia que soste
nía al texto se vuelve inoperante. Ya no hay palabra que se sosten
ga; la escritura se detiene; el texto calla. Lo que habla entonces,
bajo el nombre de Dionisos con que Nietzsche firma sus últimas
notas, no puede ser el dios en persona, sino algún doble que el
dios abandona a su destino trágico: un tal Edipo.
3 “¡Aviso a los filósofos! Se debería honrar mejor el pudor con que la naturaleza
se disimula detrás de enigmas e incertidumbres abigarradas. ¿Quizás su nombre,
para hablar en griego, sería Baübo? ...” (v, 19). Sobre los vínculos que unen a Dioni
sos con Baübo, véase Sarah Kaufman, Niet&che et la scéne philosaphique, op. cit., cap.
VIII; yJ.-P. Vernant, La mort dans lesyeux, París, Hachette, 1985, pp. 33ss.
deseo edípico que se disimula en el gran deseo de Ariadna -el cual
no puede ser traducido e interpretado sin ser inmediatamente trai
cionado.4 La naturaleza “edípica” de ese deseo (en el sentido en
que lo entiende el psicoanálisis) aparece a través de una serie de
identificaciones sucesivas: Wagner = el Minotauro (vill*, 49), Cosi-
ma = Ariadna (nota de 1889), Nietzsche = Dionisos. También apa
rece en la asociación de Wagner con la figura del padre y de Cósi-
ma, la “Dama venerada” (v iii *, 531) con la de la madre. Y es con
firmada finalmente por la última declaración de Nietzsche antes de
ser internado en lena: “Es mi mujer, Cósima, la que me ha metido
aquí”, en que se lee el reconocimiento de su deseo seguido por la
inmediata justificación autopunitiva de su encierro. Por esa identi
ficación con el doble edipico de Dionisos, el acceso a un plano trá
gico superior queda cortado. Nietzsche se encuentra enfrentado a
lo trágico mortal de la cabeza de Medusa, y Dionisos, en lugar de
ser el que ostenta la máscara para asustar a los filósofos que buscan
la verdad, se ve colocado en la posición de fetiche para ahuyentar
espantos que permite hacer frente al abismo que se abre. Eso no
ha podido ocurrir sino por una escisión que divide al dios mismo,
el cual pierde entonces su dimensión sagrada, para ser sacralizado
bajo una de sus manifestaciones protectoras. Dionisos contra la ca
beza de la Medusa y el horror suscitado por la madre castradora.
Pero cuanto más se muestra la oposición de los “contrarios” más se
impone su “identidad”; más se erige el fetiche como tal, más se
descubren al sujeto medusado el vacío y el horror.
Dos textos dan testimonio de ello, en los extremos de la obra de
Nietzsche. En El origen de la tragedia, ante todo, Nietzsche contra
ponía a los dos progenitores de la tragedia según un dualismo me-
tafísico. Y entre ellos se erguía la cabeza de Medusa, para evitar
cualquier contaminación.^ Sin embargo, bajo esa oposición tajante
4 Bernard Pautrat, siguiendo a P. Klossowski, ha mostrado justamente cómo la
elaboración mítica efectuada en los últimos textos de Nietzsche permite significar
“el deseo evidentemente reprimido de una satisfacción erótica incestuosa, deseo de
la madre o de la hermana, que debe apartar deliberadamente la figura del padre,
pasar por una forma por lo menos imaginaria de parricidio”. Y agrega “Nietzsche
se niega a ver qué deseo, venido del cuerpo, qué pulsión trata así de dominar y de
tomar la palabra en su texto. Pulsión que nos lleva de vuelta, como el mito, a otro
mito, al Edipo que paga con la ceguera la satisfacción efectiva del mismo deseo in
cestuoso y el asesinato real de Layo” (Versions du soleil, op. cit., p. 322).
5 Recordando el esfuerzo de los griegos por contener los desbordamientos dio-
nisiacos, observa: “Parece que fueron a la vez protegidos y mantenidos al abrigo
se revelaba una doble “identidad”. En primer lugar la de la Medu
sa y Dionisos, de quien ella es una figuración hiperbólica.6 Des
pués, la del propio Apolo y el monstruo con el que recubre su ros
tro solar, indicando así que el arma de la Gorgona le pertenece en
propiedad, y revelando también que la cabeza de Apolo, erizada
de llamas, es la otra cara de la cabeza de Medusa.7 Por esa vía se
prepara la afirmación de Nietzsche: lo dionisiaco estaba presente
desde siempre en el corazón del mundo helénico y apolíneo; pero
más aún se anuncia la revelación suprema: Apolo no es sino una
máscara de Dionisos, una máscara medusada.
En el segundo texto (Ecce homo, VIII*, pp. 248-249) Apolo ha de
saparecido, y aparentemente también la cabeza de Medusa, signo
de dualidad y de división. Sin embargo está presente en forma im
plícita en dos formas. En la evocación del “indecible horror” que
invade a Nietzsche ante su madre y su hermana, y en la alusión al
Eterno Retorno que el filósofo Nietzsche se representaba como
una cabeza de Medusa. Aquí, la oposición mayor es la de la madre
terrible y Dionisos protector. El pasaje, que por otra parte evoca
las figuras de Cosima, especie de madre-hermana idealizada (“la
naturaleza más noble”) y de Wagner (“el hombre con quien tenía
yo mayor parentesco”) muerto, en esa época, como el padre de
Nietzsche, termina con esta observación: “En el mismo momento
en que escribo, el correo me trae una cabeza de Dionisos...”
La cabeza de Dionisos contra la cabeza de Medusa. Dionisos es
grimiendo la idea del Retorno, como cabeza de Medusa protectora
contra la madre terrorífica. Volvemos a encontrar, con apenas al
gunos cambios de papeles, el esquema de El origen de la tragedia.
Con la diferencia de que Dionisos desempeña un papel apolíneo y
fálico: Nietzsche, al final del texto, lo asocia con César y Alejan
dro, “ese Dionisos hecho carne” -dos grandes individualidades de
por la figura orgullosamente erigida de su Apolo, quien no podía oponer la cabeza
de Medusa a ningún poder más temible que ese poder grotesco y brutal de lo dio
nisiaco” (i**, 47).
6 La Medusa, como ha mostrado J.-P. Vernant, representa para los griegos el
Otro absoluto: la hybris y la violencia que ponen en peligro la medida y el orden
apolíneos. Ella es, de hecho, una figuración hiperbólica de Dionisos, él mismo en
carnación de la otredad temible, pero integrada por el helenismo (véase La morí
dans lesyeux, cit.).
7 En la imagen del sol erizado de llamadas y enceguecedor se observan muchos
rasgos de la máscara de Gorgona; véase por ejemplo Chine et chien de R. Queneau
1952.
la que una u otra “podría ser [su] padre”. Pero también ahí, la ca
beza de Medusa que ahuyenta el mal -la idea del Retorno-, más
que sellar la oposición y volver contra la madre su propio malefi
cio, revela el parentesco originario de Dionisos con el mundo de
las Madres. En efecto, en el texto la cabeza de Medusa es caracte
rizada con el mismo término que se aplica a la madre terrorífica:
“abismal” (Abgründlich). Ella lleva en sí el abismo del que había
que protegerse, y denuncia así la ilusoria oposición de Dionisos y
el abismo mortal.
Convertida en instrumento de defensa del sujeto-Nietzsche, la
idea del Retorno pierde su significación “sagrada” dionisiaca, para
no tener ya más función que la de fetiche.8 El filósofo Nietzsche es
desbordado por su gran idea, igual que lo fue Zaratustra. Cuanto
más la erige contra el poder materno, más la hace ineficaz contra
la angustia invasora de la castración. Así, ese poder portador de
castración para el sujeto-Nietzsche cuya razón desfalleciente se afe-
rra una vez más a los marcos de la subjetividad, llega a ser tal que
le corta hasta su gran deseo, su gran pensamiento: “Pero confieso
que mi objeción más profunda contra el ‘retorno eterno’, mi pen
samiento propiamente ‘abismal\ es siempre mi madre y mi herma
na” (249).
El propio Eterno Retorno afirma el necesario retorno de la ma
dre y de lo abyecto. Esa idea, incluida sin embargo en el simbolis
mo de Dionisos, que proclama el gran “sí” a la vida, sin reserva, el
sujeto Nietzsche ya no la soporta, e intenta desesperadamente cor
tar a Dionisos de sí mismo, amputar el Retorno y dividir la cruel
dad en dos: por un lado Dionisos, la crueldad “buena”, por el otro
la crueldad materna,9 la de las “débiles” que no deben volver. Ser
Dionisos habría sido para Nietzsche el único camino de salvación,
pero Dionisos no soporta serlo. Al sujeto desfalleciente no le que
da más que escoger (elección ilusoria que queda en lo mismo) una
K “Y es precisamente la función del fetiche recubrir el hueco en que se indica la
castración, erigir un sustituto -¿y por qué no un pensamiento como sustituto?- en
el lugar del pene ausente, contra el hoyo donde se manifiesta inmediatamente la di
ferencia sexual. La idea del eterno retorno, como tesis de identidad y tesis identifi-
cable, se eleva como un fetiche contra el mundo de la diferencia que quiere también
pensarse en el eterno retorno” (B. Pautrat, “Nietzsche médusé”, op. cit., p. 22).
9 Acerca del modo como lo tratan su madre y su hermana, Nietzsche escribe: “Es
una verdadera máquina infernal en acción, que busca con infalible seguridad el mo
mento en que puede herirme más cruelmente (mich blutig mrwunden)” (vm*, 249).
de las posturas que el dios ofrece: la del rey, César -significante fá-
lico contra la absorción por las M adres- o la de víctima expiatoria
que se deja despedazar por las Ménades.
Por no haber hecho pesar, como Artaud, una gran sospecha so
bre el deseo, la sexualidad y el cuerpo, Nietzsche ha sucumbido a
la presión del Inconsciente. Al final del hilo conductor del cuerpo,
bajo el deseo por Ariadna, se ocultaba el deseo organizado por la
sociedad, la familia, el “papá-mamá”. La caída en la escena edipica
anuncia la derrota victoriosa de Nietzsche que, asumiendo la culpa
bilidad del incesto fantasm áticam ente consumado en cuanto
Nietzsche-Dionisos con Cosima-Ariadna, se consagra al destino sa
crificial del chivo expiatorio. Vive entonces ese momento paradó
jico de la tragedia que precipita su fin: acmé del drama en que el
héroe conoce su culpa y su abyección, pero sabe, al mismo tiem
po, que es Dionisos a punto de ser despedazado.
EL POETA SUICIDA
trasero o el culo del gato, también comúnmente designa el alba, la aurora. Artaud
transforma potron en patrón para designar al padre-amo y abridor del sexo de la
madre (minet).
11 “La mujer no entra en funciones en la relación sexual sino como madre” (J.
Lacan, Séminaire XX, op. cit., p. 36).
12 Véase sobre esto Paul Rozenberg, “L’inceste et Finchaste”, Cahiers de l’Univer-
sité de Pau, núm. 4: L ’obscéne, mayo de 1983, p. 51. En los textos de juventud de Ar
taud (“Le Jet de sang”, “Samurai”), la temática incestuosa se vinculaba al motivo al-
químico del hieras gamos, reunión transgresiva de los contrarios que debe provocar
el surgimiento de la Gran Obra (Cf. Artioli y Bartoli, Teatro e corpo glorioso, op. cit.,
caps. 2 y 3).
mantener un anclaje en lo simbólico y por impedir que se detenga
el proceso por un encerramiento, una localización de la kora en el
cuerpo m aterno.13 En eso, tiene un modelo: Heliogábalo: Para
uno y otro, la referencia al mundo materno, por peligrosa que ha
ya sido, era necesaria para cuestionar el orden simbólico. En efec
to, como el orden simbólico y la ley del padre “se basan” en la ma
dre, ésta representa también lo que puede ser causa de su ruina si,
en lugar de permanecer “en el fondo”, libera su poder abyecto.
Dionisos y Heliogábalo extraen su ambiguo poder -destructor y
fundador- de su capacidad de llegar a reactivar la fuerza terrible
de las Madres sin someterse a ella. Sin embargo, la suerte de He
liogábalo fue un destino sacrificial: los romanos intentaron meter
lo, junto con su madre, “por la primera cloaca que encontraron”
(vil, 110) -especie de reinvaginación forzada, de engullimiento por
el abismo y lo abyecto, como si Heliogábalo se hubiera dejado
arrastrar finalmente por las Madres, con las cuales justamente
mantenía relaciones incestuosas (“sus madres, que todas se han
acostado con él” [18]). Artaud logró escapar a ese destino sacrifi
cial, que fue también el de Nietzsche.
Finalmente, última interpretación, el deseo incestuoso por la
madre sería borrado gracias a un desplazamiento de su objeto y su
finalidad: la relación incestuosa se realizaría metafóricamente en la
escritura, como violación y profanación de la lengua materna.J'1 La
realización del incesto como penetración destructora de la madre
(en cuanto ésta puede constituir una barrera al proceso del sujeto y
mantenerlo en el encierro del “papá-mamá”) es uno de los temas
principales en los últimos escritos de Artaud.15 La ley del incesto:
desearás a tu madre sin poseerla nunca, so pena de caer bajo el
golpe de la ley o, peor aún, de hundirte en el abismo insondable,
esa ley es pervertida por una obediencia humorística a su manda
to. Como la “Execración del padre-madre” es el motivo oculto de
11Acerca de la kora, J. Kristeva insiste en la necesidad de no localizarla “en nin
gún cuerpo, ni siquiera el de la madre”, el cual representa, según la fórmula de M.
Klein, “el receptáculo de todo lo que es deseable, y en particular del pene paterno”.
La kora, concluye J. Kristeva, se juega “con y a través del cuerpo de la madre -de la
mujer-, pero en el proceso de la significancia” (“Le sujet en procés”, op. cit., p. 46).
14 Véase la parte que sigue.
1,1 Artaud le Momo anuncia “que por fin el tótem emparedado / reventará el vien
tre de nacer / a través de la piscina inflada / del sexo de la madre abierta / por la
llave del patron-minef (xil, 25).
la postura edípica, Artaud es el hijo de Edipo. Y más aún de Edipo
en Colona, ese héroe victorioso de haber realizado su proyecto
verdadero: el asesinato de su padre y de su madre. Después de lo
cual puede esperar gozar del amor de “sus hijas”. En una carta a
una de ellas, Annie Besnard, Artaud evoca ese “amor puro” (xiv*,
160) que algunas “personas en París” se esfuerzan por destruir.
Si hay una cosa que no engaña a Artaud, es el amor de los proge
nitores. Pero esa ilusión la denunciaba ya el mito de Edipo, en for
ma apenas velada que sin embargo la interpretación hoy corriente
de la fábula oculta al reducir toda la historia de Edipo al “edipo”.
Como si fuera preciso ocultar con un crimen aceptable (el cometido
por el hijo) esa monstruosidad insoportable: los primeros criminales
son Layo y Yocasta. Edipo no hizo otra cosa que defenderse de la
crueldad de ellos; y de los dos progenitores, el más terrible fue la
madre-esfinge. Más que una historia de sexualidad, Edipo rey narra
una historia de violencia, y se refiere a esa “violencia fundamental”
que Jean Bergeret ha hecho aparecer gracias a una lectura atenta de
la obra de Sófocles y de los textos de Freud.16
Pero el gesto de Artaud no obedece jamás a una lógica unívoca
-ése es el humor. No basta, en efecto, con ser el hijo de un Edipo
sin máscara que, después de matar al padre y a la madre, sueña
con una vida apacible y amorosa junto a sus hijas. Por ese deseo,
Artaud se identifica con el Padre omnipotente, amo absoluto de
sus hijas, sin ninguna rivalidad y como liberado para siempre de la
Esfinge que dormita en cada mujer. Sería entonces ese héroe de la
virilidad, vencedor de la Medusa por la decapitación, y protegido
de ahí en adelante por su fetiche apotropaico contra el poder de
moniaco de lo femenino (igual que protegió a Perseo del monstruo
marino, fiel compañero de la virgen Andrómeda), pero también
contra los pretendientes destinados a la petrificación.
a] Parada y parodia
El despertar de lo sagrado, cuando libera lo trágico y provoca la
crisis de las diferencias, representa el peligro mayor. Además su
surgimiento nunca es aceptado más que a la espera de una resolu
ción del conflicto por el sacrificio y la sacralización de quien -pre
suntam ente- ha despertado su violencia. Tal es el teatro de la
crueldad del que los hombres han sido protagonistas y que toma
forma a través de las imágenes del mito, se representa en el rito o
la tragedia y funda, para el individuo, el teatro del yo. El recurso a
lo divino (como a la sacralización del sujeto) fue para la humani
dad el mejor socorro contra la violencia. Dios, viniendo a residir
en el seno de ese teatro, es su principal actor, y Artaud denuncia
en él al “mono” supremo (xiii, 103).21 Proyección sublimada de la
violencia, permite la ilusión de su dominación definitiva por el
grupo -tal es también el papel del “sujeto” metaffsico.
Poner a Dionisos en el lugar de Dios, identificarlo con el sustra
to del individuo es, para Nietzsche, el medio de concebir otra eco
nomía de la violencia, de la crueldad y de los afectos, por una es
pecie de ironía de lo religioso que salva, sin embargo, la idea de lo
divino y la posibilidad del individuo.22 Pero Dionisos, el dios am
biguo, no puede ser sacralizado jamás, porque está atrapado en el
movimiento del Retorno, el ciclo de la muerte y el renacimiento.
Alrededor de él, el mundo no puede fijarse en un orden inmóvil,
en un cosmos, y permanece como un escenario, pero siempre des
plazado y renovado, sin bambalinas ni apuntador. Para que la co
media pueda representarse, es preciso ciertamente m antener el
dios a distancia, y Nietzsche se protege utilizando irónicamente los
parapetos que ofrecen la razón y el escenario de la escritura filosó
fica. Esa defensa del filósofo trágico instaura la victoria de la paro
dia sobre la tragedia. En el prólogo de la Gaya ciencia precisa: aIn-
cipit tragoedia -está escrito al final de este libro de inquietante de-
Véase también el texto titulado “Main d’ouvrier et main de singe”, en Á,
núm. 1-2, pp. 3-5.
22 Porque siempre tenemos necesidad de dioses para que el mundo sea posible.
En Más-allí del bien y del mal Nietzsche escribe: “Alrededor del héroe todo se vuel
ve tragedia, alrededor del semidiós todo se vuelve drama satírico, alededor de Dios
todo se vuelve -¿qué? ¿quizás ‘mundo’?” (vil, 92).
senvoltura: ¡Cuidado! Algo esencialmente siniestro y malvado se
prepara: Incipit. parodia, de eso no cabe duda...” (v, 14). Más sinies
tra y más malvada, la parodia no toca menos a lo trágico, y lo ma
nifiesta de una manera más profunda y más grave que la tragedia.
Nietzsche anuncia que va a sustituir la impostura de la tragedia
por la postura de la parodia. Pero esta última, al igual que la ironía,
es una actitud peligrosa que implica el dominio de la distancia y la
levedad del danzante. Pero el pensamiento de Nietzsche es cons
tantemente atraído hacia el punto donde no puede sino desfallecer:
desde la revelación de Sils-María, sabe que el caos y el sinsentido
están ligados a la más alta intensidad. Como Zaratustra, vive de la
“gran nostalgia” (vi, 243) del momento en que pudo, por el deslum
bramiento del éxtasis, entrar en contacto con el dios: también co
mo él, sabe que será preciso morir para que Dionisos viva. El mun
do que forma un círculo alrededor de Dionisos está animado por
fuerzas centrífugas que son como el llamado del caos, y aquel a
quien ha llegado la revelación sabe que debe obedecer a esa invo
cación. Como ha mostrado P. Klossowski, la ley del Eterno Retor
no “exigió la destrucción del propio órgano que la había divulga
do”.23 La euforia de Turín corresponde a la victoria de Dionisos;
momento en que el filósofo Nietzsche, como Empédocles, se arroja
a la boca del volcán, seguro de haber conquistado la inmortalidad;
explosión del kistrionismo de Nietzsche que se deja invadir por el
dios. “Sólo el historiador, en verdad, es capaz de comunicar el dio-
nisismo”, observa P. Klossowski.24 Y muestra cómo, llevando la pa
rodia trágica a su culminación, Nietzsche termina por adoptar la
postura del dios y, al hacerlo, “el director de escena queda como la
conciencia niet&cheand’, aunque no sea “elyo niet&cheamf x ' Las últi
mas cartas de Nietzsche atestiguan la lucidez de su autor que se
burla de sus corresponsales y domina -por un tiempo- el juego.
Identificándose con Dionisos, nos remite a nuestro propio teatro, el
de lo sagrado y lo divino, el de la víctima y el dios. Pero esas cartas
revelan también una exacerbación paródica que provoca la distor
sión de la parodia en tragedia. En ese juego con lo trágico, el his-
trionismo es siempre susceptible de culminar en crisis sacrificial, y
el “payaso” de consagrarse al martirio del “santo”. Es que el histrio-
2,J| Niet&che et le cercle vicieux, op. cit., p. 320.
24 Ibid., p. 322.
25 Ibid., p. 335.
nismo, llevado al extremo, supone renunciar a la desviación por la
escritura y sustituir el discurso por el gesto.26 Entonces, efectiva
mente la dinámica del círculo se detiene y alrededor del que des
pertó lo sagrado y se identificó con el dios se forma otro círculo: el
del complot. La crueldad dionisiaca lo entrega a la crueldad del re
baño de la que Nietzsche se hace víctima, situándose en lo que P.
Klossowski llama “la perspectiva del complot”.
b] La postura sacrificial
Se observa la existencia de un primer complot del que Nietzsche
no es el objeto sino el instigador, a imagen de Dionisos el cruel.
Nietzsche contra Wagner constituye la primera designación de un
chivo expiatorio. Pero después de la muerte del compositor, es la
“casa Hohenzollern” la que se convierte en blanco de quien se
firma “Nietzsche-César” y escribe: “He convocado una asamblea
de príncipes en Roma, quiero hacer fusilar al joven Kaiser” (XIV,
420). Según la función ritual acordada al sacrificio, en este caso
el de la dinastía responsable del desvío del orden, la ejecución
del chivo expiatorio debe traer de vuelta el orden verdadero, que
Nietzsche presidirá 27 Y ese orden, obtenido al precio de la san
gre y la guerra, debe restaurar la paz y la estabilidad.28 Todo su
cede como si, ante la invasión de lo dionisiaco, el derrumbe de
las diferencias que se produce en él y gana para él el mundo, as
pirara a un regreso de las diferencias, del orden y de la paz, defi
nitivamente asegurados por algún sacrificio ritual. Ese sería uno
de los aspectos de la postura divina adoptada por Nietzsche: Dio
nisos que viene a traer la guerra y el trastorno social para hacer
reconocer su realeza - “Nietzsche-César”-, proceso similar al que
Así, observa también P. Klossowski, la palabra de Nietzsche “superando el
nivel ‘literario’, debe ahora ejercerse al modo de un atentado con dinamita” (ibid,
p. 324). Nietzsche se entrega a Dionisos como al “Caos vivido, en una total vacante
del yo consciente” (ibid, p. 335) y sin esperanza de regreso.
-7 “... cuando el Dios antiguo haya abdicado, seré yo quien gobierne el mundo”
(xrv, p. 412).
M “Si somos vencedores, tendremos en las manos el gobierno de la tierra -inclu
yendo la paz univerdal... Habremos superado las absurdas fronteras entre razas, na
ciones y clases: y ya no habrá jerarquía sino entre hombre y hombre, e incluso una
escala jerárquica infinitamente larga. He aquí el primer documento de historia ver
daderamente universal: la gran política por excelencia” (xiv, 408).
sostenía el sueño de Artaud en Las nuevas revelaciones.
Pero existe un segundo complot del que Nietzsche se vuelve
víctima. Se manifiesta mediante la identificación con el Crucifica
do, que Nietzsche justifica, en particular, por una acusación que re
cuerda la que Artaud no cesa de repetir: “Yo también el año pasa
do fui persistentemente crucificado por los médicos alemanes.”29
Esas formas del complot, organizado y padecido, con las que se
vinculan los dos nombres con que Nietzsche firma sus últimas no
tas -César y el Crucificado- encuentran su unidad en el nombre
de Dionisos, figura ejemplar del pharmakos\ a la vez víctima y dios-
rey. La postura de Nietzsche es la del chivo expiatorio; y desde ese
punto de vista, Cristo y Dionisos están próximos.30 Al designarse
como el Crucificado y Dionisos, es normal que Nietzsche se colo
que en la posición de la víctima sagrada. Él pasa a ser el que acu
mula toda la violencia y representa el mayor peligro para el grupo:
“Más que un hombre, soy dinamita” (XIV, 402), repite a menudo.
Y piensa que su nombre quedará asociado al recuerdo de “una cri
sis como jamás ha habido sobre la tierra” (379). También tiene que
apartarse del resto de los hombres y romper “casi todas las relacio
nes humanas” (394). Pero al adoptar la postura dionisiaca, puede
asumir, a los ojos del mundo, el dominio de la violencia. Si al pro
vocar la crisis es aquél por quien sobrevienen el escándalo y el de
sorden, también es, según la lógica del pharmakos, el único que
puede permitir la pacificación. Posee entonces, igual que Dios, la
fuerza ordenadora y creadora que organiza el caos en mundo,31
Representándonos la comedia del dios, Nietzsche se deja atra
par en la representación. La parodia enloquece y se vuelve trage
dia, y el teatro nietzscheano muere al desvanecerse la distancia
con Dionisos el sagrado. Esa identificación corresponde al mo-
“en p r e v e n c ió n d e s e r d io s ”
c] En el límite de lo real
El heroísmo de la crueldad lleva al sujeto al límite de su derrumbe,
le hace experimentar su abyección innata y lo expropia de sí mis
mo entregándolo a un movimiento alterno de avance hacia una
Exterioridad donde no puede sino hundirse y de retroceso hacia
una pureza también desoladora y alienante. En el límite de la clau
sura, vigila el poder del Otro, que el sujeto fascinado está dispues
to a experimentar extáticamente en un desgarramiento dionisiaco,
o cuyos maleficios teme, como los de un Doble pronto a robarle
su alma, y que él intenta exorcizar con repliegues reactivos en la
ilusoria unidad de su ser. El peligro proviene también de que la
ley “supone” esa exterioridad, la toma en cuenta por su cuenta. La
ley, en efecto, necesita esos héroes que franquean las puertas con
riesgo de su vida, para no regresar jamás, a fin de probar por su
muerte que la ley y el comportamiento general ante ella están bien
fundados; para que por su fracaso vengan a reforzar lo que Artaud
llama “nuestro poder de castración” (iv, 75).
El heroísmo trágico supone mantenerse lo más cerca posible del
límite, sufrir la atracción violenta del exterior, tratar de suscitar su
surgimiento, a fin de abrir para “sí” y para el Otro un margen de
juego en que se juega constantemente el destino de lo que fue. En el
temblor de esa frontera se abre el espacio de un nuevo escenario de
'-,i! Si los análisis de René Girard sobre la violencia y lo sagrado ayudan a com
prender algunos mecanismos sociales y psicológicos, pero también a elucidar la es
trategia de Artaud, tanto en lo que contiene de voluntario como en lo que es pade
cido, el aspecto no “científico” e irracional de sus conclusiones estalla cuando las
confrontamos con la terrible lógica con que Artaud lleva hasta sus últimas conse
cuencias el sistema vicümario. Lejos de imaginar, como lo hace Girard, una mila
grosa detención de la violencia, por apelación a algún “salvador” o a algún mensaje
evangélico, Artaud enfrenta heroicamente la necesidad del conflicto y los riesgos
del juego victimario, para volver humorísticamente sus efectos contra el grupo, pa
ra llamarnos a nuestra responsabilidad e impedir la ilusión de la buena conciencia,
así como el sueño del gran perdón, de la reconciliación religiosa última de la que
Girard se hace chantre cuando anuncia -sin humor desdichadamente- la victoria
del “Espíritu de Verdad” y el “advenimiento del Paráclito” (Le bouc émissaire, Gras-
set, 1982, p. 291 y 294).
la crueldad, de un nuevo teatro que deja resonar en sus muros los
golpes de la “exterioridad”. Ese “lugar” del entre-dos, donde no sub
siste ningún poder ni ningún saber, pero donde la intensidad del
cuerpo y los efectos de lo real dejan su huella, es el de la escritura. A
la pregunta: “¿Qué es lo que llama a escribir?”, Maurice Blanchot
responde: “La atracción de la (pura) exterioridad.”39
a] La decadencia de la escritura
Es por eso por lo que Nietzsche y Artaud denuncian con frecuen
cia la pérdida que implica la escritura en relación con la palabra vi
va, con el gesto y el cuerpo. Esa condenación, entera en Artaud,
más manejada en Nietzsche, retomada por otra parte de la tradi
ción filosófica, quizá no es sintomática sólo de una época del pen
samiento, sino que podría pertenecer al destino de todo pensa
miento profundamente trágico.
Son numerosos los textos en que Nietzsche y Artaud presentan
a la escritura como un poder de muerte que haría naufragar al
pensamiento vivo en la repetición y lo sometería a un sistema con
vencional de signos. Los dos utilizan la misma imagen para dar
cuenta de su carácter mortífero: la de la tumba.1 Y si bien Artaud
se sitúa explícitamente en la línea de Platón (vm, 165), quien había
puesto de manifiesto el vínculo que une a la escritura con la muer
te,2 su motivación es exactamente la contraria.3 Platón ve en la es
critura la tumba de la verdad, del logos; para Artaud, y también pa
ra Nietzsche,4 los libros son tumbas en la medida en que fijan y
detienen el pensamiento en forma de verdades. Dos argumentos
vienen a justificar esa crítica. Por un lado, escribir supone abdicar
de la originalidad y de la autenticidad de sus pensamientos: apenas
escritos, pierden su juventud y su fuerza.5 Por otra parte, la activi
dad del autor es acto de autoridad, falso dominio, y marca de la vo
luntad de poder de aquellos a quienes Nietzsche llama, en Más allá
del bien y del mal, los “mandarines”, esos “eternizadores de las cosas
que pueden escribirse”, aunque irónicamente reconoce que forma
parte de ellos. Eso es lo que Artaud no puede admitir: convertirse
en uno de esos “cerdos”, “amos del falso verbo” (i*, 101), instituto
res de la verdad. La escritura es pues para él “una cochinada” en la
cual y contra la cual lucha en desesperación de pureza, con una ra
bia que es extraña a Nietzsche. También ahí, sin embargo, sus crí
ticas tienen en común el hecho de partir de Platón. El filósofo grie
go reprocha a la escritura el privar al logos de su padre ante los que
lo contradicen; Artaud y Nietzsche, en cambio, denuncian el po
der institucional de la escritura, que hace del sujeto el padre de sus
c] La sangre revivificante
Así como hay dos maneras de vivir la crueldad (o de hacer teatro),
también hay dos maneras de hacer poesía, pero es igualmente difí
cil distinguir entre la buena y la mala, si no es por una práctica ca
da vez más cruel o cada vez con más estilo. Los poetas son “menti
rosos” o “locos”, repite Nietzsche; ésa es la razón tanto de su digni
dad como de su bajeza. Pueden ser los “astrónomos del ideal” (iv,
281) que abren las vías de lo posible y renuevan nuestra capacidad
de invención en el dominio de lo divino; pero también pueden
“desviar” a los hombres suscitando en ellos la nostalgia de los tras-
mundos o haciéndose “los servidores de una moral cualquiera” (v,
p. 40); y es preciso admitirlo: “Toda nuestra poesía es terrestre y
pequeñoburguesa” (iv, 438). Ese peligro y esa crítica, que Artaud
retoma en forma más virulenta,14 reclaman la invención de un cri
terio discriminatorio que permita distinguir, dentro de la poesía,
entre lo que él llama “poesía poética” o “poemática” y la “poesía
verdadera”.
La posibilidad de una nueva práctica de la escritura, capaz de re-
vitalizarla y de combatir sus peligros, es el único motivo que incita a
Nietzsche y a Artaud a continuar escribiendo. Y cuando acaba de
rechazar todos los libros, el filósofo de la Gaya ciencia precisa: “Esto
no es un libro [...] / El botín de los libros es lo acabado: / ¡Sin em-
11 *Sí, porque ahí está lo obsceno de la cuestión, es que la lengua pequeñobur-
guesa, que el golpe de la lengua erótica de la señora Obscena Pequeño-Burguesa,
nunca ha amado sino la poesía” (“Coleridge le traitre”, en K, núm. 1-2, p. 93).
baxgo allí vive un hoy eterno!” (v, 556). Si no está acabado es que no
se ha realizado por completo, que la intensidad liberada por la escri
tura supera los límites del libro, y todavía no ha caído en las tierras
áridas del sentido. Más que un monumento, ese libro es una “volun
tad” y una “promesa”. Escribir no sería pues tan sólo remediar las
insuficiencias de la memoria, sino hacer surgir en el tiempo la punta
del instante. Del mismo modo, en Agentes y agencia de suplicios Artaud
rechaza la función utilitaria del habla y de la escritura, negándose a
utilizarlas palabras que le han sido transmitidas.15
Un libro que no es un libro, emplear las palabras sin emplear
las. Paradojas semejantes no podrían justificarse por la razón, y re
mitirían a otro orden de coherencia: suponen un acto de fe. El que
sostiene, para Nietzsche, la posibilidad de la escritura dionisiaca, el
que anima a Artaud en su “misticismo de la carne”, su búsqueda
de los “manás” y después su búsqueda de una lengua propia, ex
presión directa del cuerpo y manifestación de ese “más allá” que
es parte integrante de la existencia y del hombre, pero que ha sido
ocultado en algún Más Allá.16 Pero no hay fe sin pruebas inmedia
tas, sin signos de fuego y sin estigmas: la presencia de todo ese
mundo sibilino y reprimido que la escritura debe revelar se perci
be inmediatamente en el sufrimiento. Signo tangible de una vio
lencia que es preciso aceptar y traducir, empuje de la vida que se
inmiscuye violentamente en la dimensión del lenguaje, le hace
perder su medida, sacude la construcción fortificada de las pala
bras, el sufrimiento sería un criterio-, crisis del cuerpo organizado,
librado al asalto de lo que ha sido rebajado por la razón discrimi
nante y vuelve en forma de estigmas, de crueles huellas de una es
critura fundamental del cuerpo. Es por eso por lo que la sangre de
be ser una prueba, y la escritura de la crueldad debe ser entendida
literalmente como derramamiento de sangre.17 Ésta, por lo tanto,
1,r} “Las palabras que empleamos, a mí me las pasaron y yo las empleo, pero no
para hacerme entender, no para lograr vaciarme de ellas, / ¿entonces para qué? /
Es que justamente yo no las empleo... (xtv**, 26).
16 Véase, por ejemplo, “L’intempestive mort”, el “Aveu” de Arthur Adamov, en
Cahiers de la Pléiade, núm. 2, p. 140.
17 Zaratustra afirma: “De todo lo escrito no me gusta sino un hombre que escri
be con su sangre. Con sangre escribe, y aprenderás que sangre es el espíritu” (vi, p.
52). Y en Ecce homo, Nietzsche observa a propósito de las Inactuales: Hay allí pala
bras que están literalmente ensangrentadas” (vill*, 295). Para Artaud, escribir es la
escarificación a perpetuidad”, “el infinito rascar la llaga (xil, 236).
debería permitir la diferenciación entre las dos especies de poetas,
entre la poesía “verdadera” y la “poemática”, cuyo objeto, recuer
da Artaud, es reprimir la sangre, “puesto que ema, en griego, signi
fica sangre”.18
El sufrimiento y la sangre son las únicas garantías de una revivi
ficación de la escritura. Pero, ¿cómo explicar ese nuevo llamado a
una crueldad que se ejerce ante todo contra el que escribe, y hace
de la escritura una pasión, o una actividad sacrificial? ¿Se trata de
rescatar por medio de la sangre la culpa de la escritura? Para que
el verbo se haga carne y siga viviendo lejos de su creador, haría
falta un sacrificio: pagar el precio de la sangre serviría para com
pensar la indigencia de lo escrito, la pérdida de vida que implica, y
finalmente la culpabilidad ligada a la práctica de la escritura. Pero,
¿por qué milagro perpetuado la sangre no se coagulará para vol
verse con el tiempo más negra que la tinta, fijada finalmente en
una especie de costra excremencial, recordando al sujeto de la es
critura su innata abyección frente al logos?
A menos que la sangre corra siempre en pura pérdida, pero in
dispensable, como los menstruos de la mujer, el jugo embriagador
que brota de los miembros de Dionisos, las aguas de un parto san
griento que, en el desgarramiento cruel del mundo, haría nacer al
hijo de la muerte: lo real exorbitante. Eso sería entonces tomar en
serio -pero no “a lo trágico”, en el sentido en que este término im
plica el encuentro fatal con una trascendencia maligna o culpabili-
zadora- el sentimiento de que la escritura es poder de muerte para
el Habla, el Sentido, el Mundo, y aceptar que su función esencial
no es transmitir un significado, comunicarse o actuar en el mundo,
sino desdecirlo para abrir camino, mediante el vaciamiento de la
lengua y el apartamiento de la realidad, a la “exterioridad” peli
grosa. Dicho de otro modo, la salvación de la escritura no estaría
en el esfuerzo por colmar la grieta que separa la razón, la imagen,
la poesía, de ellas mismas, o bien al mundo del lenguaje, sino en
rellenar esa falla, a través de las palabras mismas, hacia lo que las
mina y las mata. Esa grieta es el “lugar” de la escritura, que ésta
encubre y descubre a la vez, que evita y en el que aspira a perder-
LA POESÍA FECAL
27 Así, pese a la exactitud de los análisis que B. Pautrat dedica a la escritura de Nietz
sche, para demorarse demasiado en una problemática que sería la del “sujeto-
Nietzsche”, afirma que el texto, y en particular el Zaratustra, está “trabajado por al
go así como una censura, o por qué no, una represión", y que deja traslucir una “nos
talgia vengonzosa”: la permanencia del “deseo del ser” (Versions du soleil, ofi. cit., pp.
360-361). Ciertamente es posible que se trate de una conclusión pertinente con res
pecto al “sujeto” -aun cuando el término “vengüenza” introduce una referencia
moral discutible- pero no es suficiente para dar cuenta de las estrategias, los avan
ces y las aperturas que ofrece el texto de Nietzsche, y que desbordan las categorías
psicológicas a las que se atiene B. Pautrat en esas líneas.
dican una ruptura esencial entre Artaud y Nietzsche. Este último a
veces considera con cierta ironía la insistencia en escribir para re
negar de la escritura. Ese renegar se justifica, en efecto, por el de
seo de no alterar la singularidad de los pensamientos -vuelo inefa
ble de las palomas. A ese sueño romántico, al que él ciertamente
no fue ajeno, le contrapone una gran sospecha: la integridad y la
pureza de la idea, no atrapada todavía en las redes que trama el
texto, derivarían de una ilusión metafísica. No sólo nada es más
absurdo que un modo de expresión “adecuado”, sino que además
habría que apostar a que el pensamiento gana al escribirse: “Co
rregir el estilo quiere decir corregir el pensamiento, y nada más”
(m*, 216).
b] E l trabajo de la escritura
Cada uno de los textos consagrados al dibujo o a la pintura reafir
ma la identidad del trabajo poético y el pictórico. Ante todo, se
trata de un trabajo, y no de una expansión inspirada. Artaud no
Al término de Artaud le Momo, Artaud introduce “Una página blanca para se
parar el texto del libro / que ha terminado de todo el hormigueo del bardo que /
aparece en los limbos del electrochoque. / Y en esos limbos una tipografía espe
cial / que está ahí para rebajar a dios, poner en / retirada las palabras verbales a las
que / se ha querido atribuir un valor especial” (xil, 61).
31 Cartas a P. Bordas, NRF, 1 de mayo de 1983, núm. 364, p. 170.
podría aceptar la idea de una inspiración dionisiaca, de un juego
con lo divino: el viejo dios, furtivo y ladrón, sigue estando dema
siado vivo y demasiado ávido. “Mano de obrero y mano de mo
no”,32 opone la actividad concreta del artista, que se fabrica un
cuerpo, a la de Dios, que le roba su obra por un juego de manos
simiesco, como le ocurrió a Van Gogh, pintor del que Artaud re
cuerda que realizaba un auténtico “trabajo”. Pero Dios-el-Mono
imita y repite anticipadamente, como el sentido precede a la ins
cripción de cualquier signo y cualquier toma de la palabra, habrá
pues que trabajar la materia misma del signo, la que parecía deber
estar en reposo: ni el significado ni el significante, sino la pasta, el
trazo del dibujo, el timbre de la voz.33 Entonces se descubre una
continuidad entre ciertos artistas, a pesar de su estilo personal
(Van Gogh, Baudelaire, Artaud), y entre todas las artes, a pesar de
sus características propias (teatro, música, poesía, pintura). La
prueba de ello es que los mismos términos, aparentemente reser
vados a ciertas artes, sirven para definir la especificidad profunda
de cada una.
Así, la voluntad de Artaud de reunir en una misma página poesía
y dibujo, o de llegar a una forma de escritura hablada, no proviene
de la búsqueda de un modo de expresión total, sino de la cereza de
que en el fondo de toda forma de expresión se encuentra la misma
materia, la materia de la que surgen los signos (del arte, del espacio,
del lenguaje). En “El rostro humano”,34 “grafismo”, “inteijección”,
“espontaneidad del trazo” son el terreno común donde se traza la
continuidad del poema, del dibujo y de la voz; en Van Gogh, el “mo
tivo” de la pintura, lo que la llama y la solicita, no es tanto el sujeto
o la idea, sino “algo así como la sombra de hierro del motete de una
inenarrable música antigua, como el leitmotiv de un tema desespera
do de su propio sujeto” (x i i i , ,44). Bajo la palabra, el motete, bajo el
't!< Acerca de una frase que acaba de escribir: “(Y rima, no ven que rima, oh, es
ta vida que nunca quiere irse(“ (xil, 234).
49 “Golpear a muerte y coger sobre la jeta, coger sobre la jeta, es la última len
gua, la última música que conozco...” (xiv**, 31).
luntad de absoluto, su deseo de alcanzar “un estado fuera del espíri
tu” y de la vida, reconoce que Van Gogh “se condenó” él mismo
cuando quiso “alcanzar por fin ese infinito hacia el cual, dice, uno se
embarca como en un tren hacia una estrella” (61).
Artaud continúa entonces padeciendo la tortura del lenguaje y
la obscenidad de la idea, sometiéndose al tripalium de la escritura.
Pero aun permaneciendo “literario” y atrapado en una red de sen
tidos ubicables,50 su texto muestra las huellas de “otro lugar” que
viene a marcarlo con sus estigmas, como los cuervos en las telas de
Van Gogh: trazos rítmicos y glosolálicos de otra escritura que su
pone otro principio de enunciación que no sería “otro escenario”,
sino la realidad misma, tal como el lenguaje la reprime y como Ar
taud la designa bajo las especies del “cuerpo sin órganos.”
Ese origen verdadero de la escritura es el otro lugar que señala
y al que conduce la poesía fecal, otro lugar concreto y material,
aunque inaccesible, porque precisamente, nosotros no somos sufi
cientemente verdaderos ni suficientemente concretos.51 El “cuerpo
sin órganos” no se descubre en su pureza por el salto al Más Allá,
sino que se fabrica y se trabaja en su sitio. Además existe una con
tinuidad entre el trabajo de la escritura y el trabajo del cuerpo: los
dos tienen por objeto hacer entrar el infinito en el mundo. Con ese
otro lugar, con el “cuerpo sin órganos”, frutos de un trabajo infini
to, Artaud sabe que no puede identificarse. Igual que Dionisos, el
“cuerpo sin órganos” no escribe directamente. En sí, este último es
una “estación totalmente recta” que no conoce la declinación que
implica la escritura con tinta y pluma. Sin embargo él es, como
Dionisos en Nietzsche, lo que llama a escribir -infinito y origen in
nombrable a la vez. La escritura de la crueldad no es posible sino
entre dos cuerpos que trazan su límite mortal: la violencia y la pu
reza del cuerpo sin órganos (la pura escritura de la sangre), la obs
cenidad del cuerpo de madera blanca (la letra muerta). En el en
tre-dos, corresponde al hombre seguir viviendo para seguir escri
biendo, y mantenerse allí por la fuerza de su estilo. Y Artaud tiene
que reconocerlo: “El estilo es el hombre / y es su cuerpo” (xxi,
130). Tiene que admitir que la “pura” escritura es tan imposible
,0 Cf. por ejemplo los libros de exégesis de Paule Thévenin en Entendre. / Voir /
Lire, op. cit.
51 “El que inventó ese lenguaje no es ni siquiera ‘yo’ / Nosotros todavía no he
mos nacido, / todavía no estamos en el mundo, / todavía no hay mundo, / las cosas
todavía no han sido hechas...” ‘Je hais et abjecte en lache”, en 84, núm. 8-9, p. 280.
como el “verdadero” teatro de la crueldad, y que la escritura ten
drá que apuntar siempre al lugar original de su posibilidad sin po
der renunciar a la representación, a la metáfora, a los efectos de es
tilo. Así, Van Gogh no pudo prescindir del motivo; y quien quiere,
como él, destripar los repliegues del paisaje, debe mantenerse estraté
gicamente en los pliegues, en el velo, intermedio entre el hombre
y la realidad.
La misma necesidad se impone finalmente a Nietzsche y a Ar
taud, como ciertamente a todos aquellos para quienes escribir es
un cuestionamiento del mundo, de la lengua y del sujeto, a todos
los que no consideran la poesía a la manera de Lewis Carroll, co
mo un juego superficial y un lenguaje de superficie. Pero cada uno
lo experimenta en forma diferente: Nietzsche conoció los riesgos
inherentes al deseo de absoluto y de realidad\ así como a la volun
tad mortal de “verdad”, mientras que Artaud se declara dispuesto
a todo -aun cuando debe detenerse en el límite impuesto por la
fuerza de las cosas. A riesgo de su vida o de acabar enchalecado,
se encarniza por llegar a la materia prima de la vida, por “hallar la
materia fundamental del alma y separarla en fluidos básicos” (ix,
175). Sólo ese descenso peligroso hacia el origen abyecto del mun
do, que supone una regresión del sujeto hacia la analidad y del
lenguaje hacia la coprolalia, obliga a la lengua a develar sus partes
inferiores, a decir, o más bien a escribir, su verdad demencial.52 La
diferencia de enfoque motiva diferencias de estilo, es decir de for
ma de vivir las relaciones entre la lengua y la violencia, entre el ac
to de dominio y el sentimiento de pérdida. Pero hablar del estilo
es hablar del hombre. Y tanto para Nietzsche como para Artaud el
hombre no es el verdadero “sujeto” de la escritura; en la escritura
así vivida, el sujeto es siempre desbordado, y las defensas del estilo
pueden revelar en cualquier momento que 110 eran más que un
desfile de carnaval que prefiguraba la explosión de la fiesta de los
locos.
a] E l Otro de la ley
Encontramos en Nietzsche ese dialogismo, esas oposiciones no
excluyentes propias de la escritura aforística, pero incluidos en
una estrategia que el “sujeto-Nietzsche’ intenta siempre dominar,
en busca de su necesidad, de su sol, del Gran Estilo así como de
su libro improbable: La voluntad de poder. Mientras que para Ar
taud el discurso fragmentario y el aforismo son siempre signos de
enfermedad padecida -ese cuchillo que viene a romper el curso
del pensamiento y corta la idea-, o querida —contra la coherencia
lógica de la razón sana-, para Nietzsche son la más bella prueba
1 Véase Recherches pour une sémanalyse, París, Seuil, 1969. En la página 160, J
Kristeva observa: “En el carnaval el sujeto está aniquilado: allí se realiza la estruc
tura del autor como anonimato que crea y se ve crear, como yo y como otro, comc
hombre y como máscara.”
de fuerza, fruto de un largo y riguroso trabajo del espíritu que, ne
gándose a “dejarse ir”, sometiéndose a la tiranía “hasta la estupi
dez”, se ha hecho capaz de libertad y digno de suerte. Es necesa
rio haber sabido “obedecer largamente y en un solo sentido” para ver
aparecer, como una gran flor, “algo de transfigurador, de refina
do, de loco, de divino” (vil, 101). También la libertad y la fuerza
de un lengua son resultado “de la constricción métrica, de la tira
nía del ritmo y de la rima”. Esa necesidad de la obediencia es pa
ra Nietzsche “el imperativo moral de la naturaleza”. En realidad,
dejarse ir en una práctica de la lengua no regida por el estilo es
tan peligroso como mantener una relación inmediata con la natu
raleza. La libertad del individuo, dos términos que por lo demás
están sometidos a la crítica de Nietzsche, supone la capacidad de
hacerse su propia ley, de inventar sus propios valores como otras
tantas defensas contra la indiferenciación primera de la lengua y
la naturaleza, pero también implica renegar de toda ley, ser una
especie de criminal, asesino de la ley, que quiere, por su cuenta y
riesgo, tener una relación directa con la lengua y con la naturale
za. Ésa es la grandeza del individuo: mantenerse sobre una línea
en la cima, por medio de una dinámica y una estrategia que, en
realidad, lo resumen. En sí, él es un error, el más sutil, porque se
sabe en constante devenir, atrapado en un cambio perpetuo que
le impide el ser y lo obliga a reconocerse múltiple. Su única “rea
lidad” es “el instante infinitesimal” (v, 392). Y la experiencia más
sutil de todas, y la que corresponde al error más profundo de to
dos, es “la del instante creador”. Entonces está como fuera del
tiempo y de las interpretaciones extrañas, pero en ese punto ex
tremo del instante experimenta la expropiación de su ser y su au
sencia radical. A esa experiencia última y paradójica responde la
estructura carnavalesca de un texto que se presenta como una “es
cena generalizada que es ley y otro”.2
¿Quién es el otro de la ley? Parece tener dos caras, según sea
contemplado por el sujeto Nietzsche o por el “sujeto” del texto de
Nietzsche. Para este último, tiene los rasgos de Dionisos, y el car
naval del texto corresponde al juego dionisiaco de las máscaras. La
punta del estilo toca la punta del instante que opera en el mundo,
ex-tasía al sujeto. El texto, como inscripción de la ley, se parodia a
sí mismo, acogiendo sin distinción los estilos de los otros filósofos,
,!J. Kristeva, op. cit., p. 162.
de Lutero o de Spinoza, de Kant o de Nietzsche, que se cita a sí
mismo, se comenta o retoma el mismo texto en contextos diferen
tes que le hacen perder su sentido.3 Funcionando por oposiciones
no excluyentes, el texto se niega a una coherencia racional, y por
lo tanto a un sentido que pueda hacerse ley.
Pero, como ya hemos indicado, el sujeto Nietzsche, por detrás,
vigila el texto e inviste la escritura de su deseo. Si tiene conciencia
de ser un error, también está persuadido del carácter vital del
error, y no se define “en sí”, se mantiene ligado a un proyecto, a su
voluntad de devenir lo que es y de experimentarse en su necesi
dad intrínseca, es decir como un estilo de vida particular. Es que el
otro de la ley toma el rostro ya conocido de la cabeza de Medusa,
madre terrorífica y fundadora que el sujeto Nietzsche enfrenta bajo
la especie de la lengua materna.
14 Ibid, p. 32.
“Lo que caracteriza a las cosas es que absolutamnete no tienen ley / y que en
ellas reina mi propio arbitrio / que hizo cosas y las va a aniquilar” [ibid., p. 17).
16 la realidad no es asi, es que no hay nada establecido / y que las cosas
están siempre y en todo instante naciendo / siguiendo / un Cu / y si los seres en
un tiempo lograron inclinar las cosas hacia esa constitución anatómica criminal de
la vida / el ser así constituido será destruido / porque yo no respiraré según el
espíritu y sus cuerdas / sino según yo...” (ibid., p. 31).
17 Véanse los análisis de Julia Kristeva en “Le sujet en procés”, Artaud, op. cit.,
p. 61ss.
esa situación límite que hace de él un ser de fuga, él evita a la vez
ser engullido por la locura y caer bajo la tiranía del sentido.18 Si
tuación de pérdida constante, pero también de dominio absoluto,
puesto que es el fondo mismo del lenguaje. El lector y el mundo
son remitidos por lo tanto a ese punto muerto y sometido, también
ellos, en la lógica del texto de Artaud, obligados a enfrentarse a
esa fuente abyecta cuya violencia y cuyo peligro no pueden domi
nar solos.19
Estar en el lugar de un muerto que e§ el infinito, dispensar el
sentido y destruir su posibilidad, es, en lo imaginario, ocupar el lu
gar más escandaloso, el de Dios. Y esa reivindicación de Artaud
- “dios de nombre verdadero se llama Antonin Artaud”- se ilumi
na de otra intención: escribir en cuanto Dios, en su nombre pro
pio, es el acto supremo del humor, el gesto ateo por excelencia.20
“Y eso es el materialismo absoluto”, escribe Artaud en sus “No
tas.” El carnaval ha llegado pues a su culminación, al punto en que
el texto ya no puede ser caracterizado como perspectivista ni co
mo metafórico, sino simple y escandalosamente como verdadero.
Esa capacidad de decir lo verdadero, Artaud la posee justamente
porque no sabe nada -puesto que es, como Dios, un agujero, el
agujero del ser- y porque rechaza toda categoría de verdadero y
falso; posibilidad estrictamente textual, en la medida en que escri
be de ese punto límite en que el significante aún no se ha adjunta
do un significado, en que el sujeto y el mundo aún no se han cons
tituido. Le corresponde pues, a cada palabra, construir el mundo,
fundarlo sobre el único principio de ser que él reconoce: su cuer-
c] La violación de la lengua
La transgresión que cuestiona la lengua a partir del sexo y de la
muerte está emparentada con la transgresión de la ley del incesto.
Y a la distancia respectuosa de Nietzsche respecto a su madre y a
su lengua responde en Artaud una voluntad criminal y sacrilega
contra la que se ofrece como soporte del orden simbólico. Ruptu
ras sintácticas, que fuerzan la gramática y el sentido lógico; frases
inconclusas o violentamente “caóticas”, cuyo ritmo sigue la línea
melódica -o rapsódica- de las sonoridades; todo lo cual concurre
a destruir el carácter acabado y jerárquico de la frase. Deformación
de los nombres propios y creación de palabras que permiten libe
rar, al grado de que la significación tiende a desaparecer, las inten
sidades y la multiplicidad infinita de los sentidos;24 sucesión de las
sonoridades de una palabra, que se dispersan por la página, se or
denan teatralmente2,5 o se transforman en glosolalias; corte de una
palabra por un largo trazo que viene a hacer aparecer la huella de
24 En las “Notas para una ‘Carta a los balineses’”, por ejemplo, se observa:
““introgludirse”, “tropulsión”, “pototersión”, “e-ligrar”, etc. Sobre la deformación
de los nombres, citemos las del propio nombre de Artaud o dejesucristo.
2a Cf. por ejemplo el juego sobre “caca”, en las “Notas...”, p. 29.
lo rebajado y funda la posibilidad de la palabra, el cuerpo en el es
píritu.26 Éstos no son sino algunos ejemplos del impresionante tra
bajo de escritura de Artaud, que ha dado lugar a numerosos estu
dios, entre los cuales el de Gilíes Deleuze y el de Paule Théve-
nin,27 por su calidad e incluso por sus diferencias, indican la extra-
ñeza de ese trabajo.
Al negarse a proteger la lengua, se niega a protegerse a sí mis
mo en cuanto sujeto y acepta el riesgo de la locura o del sinsenti-
do. Así, la utilización de la lengua en un sentido no gramatical no
es un juego poético, sino que supone una voluntad que “nazca de
la angustia” y la conciencia de sacar “sus versos de su enfermedad”
(ix, 170). Siempre esa presencia de una enfermedad instalada en el
pensamiento, de una violencia que recubre el origen, pero que es
preciso experimentar y hacer experimentar como la enfermedad
del hombre, ser de lenguaje, a fin de despertar sus energías páni
cas y liberadoras.
Así, su voluntad criminal no se reduce a la simple transgresión de
una prohibición, cuya posibilidad está inscrita en la naturaleza mis
ma de la ley, si no es por otra parte el propio mandato de la ley del
deseo: ¡Goza!28 Artaud siempre se ha sublevado contra la voluntad
de goce. Ciertamente, en el momento de la transgresión, del descen
so hacia el fondo sagrado de la lengua, algo así como la huella de un
goce macula la página. Esa descarga, que es debilitamiento y aban
dono al goce, Artaud no puede suprimirla, es impuesta por Satán
que no le deja “el mando sobre eso” (XIV**, 116), y por la tierra que,
después de haberlo embrujado, “se recarga en bloque” alimentándo
se de su esperma (131). Es preciso entonces aceptarlo, pero como un
medio de hacer estallar la lengua obligándola a hacer oír aquello de
lo que ella no puede hablar; y la sexualidad, afirmaba Artaud, “es
un excelente medio de expansión, de emisión, y me atrevería a de
cir de propulsión” (XIV*, 129). Sobre la página, la intensidad vuelve a
caer, pero con la fuerza de lo que él llama “un orgasmo de subleva
do”, cuyo rastro puede verse en las glosolalias e incluso en la pala
bra “orgasmo” que se disemina en su seno.29
26 “Es_______pirita, salido de la tumba del cuerpo” (xrv**, 124).
2" Gilíes Deleuze, “Du schizophéne et de la petite filie”, en Logique du sens, op.
cit., p. 101; Paul Thévenin, “Entendre / voir / lire”, op. cit.
28 “Nada obliga a nadie a gozar, salvo el superyó. El superyó es el imperativo
del goce: ¡Goza!” Lacan, Le Séminaire, libro XX, op. cit., p. 10.
w En la carta a Bretón, sobre la sexualidad, después de la inscripción de la pala-
El texto de Artaud está emparentado con esa forma de escritura
de la que Barthes dice que es goce: uso perverso de la lengua, ex
trema movilidad, intransitividad... Sin embargo, el goce acompaña
la desfiguración de la lengua, pero no constituye un objetivo, y ja
más llega a una intransitividad absoluta del texto; del mismo mo
do, las glosolalias interrumpen el discurso, pero no lo detienen de
finitivamente. Más allá de cierta práctica perversa, se persigue un
objetivo: encontrar lo que, bajo una lengua, vive: el cuerpo, pero
también, según la palabra de Artaud: la mujer, más allá de la ma
dre, a la que él declara: “El ser insondable de poesía es tu ser...”30
Fuera de los límites del lenguaje y excluido del orden simbólico, el
“cuerpo sin órganos”, la mujer, arrastran el deseo y la escritura ha
cia una semiótica fundamental en que el sujeto roza “la muerte”,
experimenta su descentramiento y reencuentra el infinito poder
originario de vida y muerte.31
Esa verdad de la lengua, del sujeto y del mundo, lo real a la que
el texto apunta, jamás será dicha; es una “masacre”, una “refriega
de fuegos extinguidos, de gritos agotados y .de matanzas” de la que
no se dice nada” (xil, 236). Intentar decirlo sería detener su diná
mica: matar la nada”, “detener la vida”. De ahí la necesaria cruel
dad de un texto que debe poner en escena la violencia en la len
gua, referirse a un orden, remontar al nivel del sentido donde se
siente cierto placer, indispensable para la seducción de lo simbóli
co hacia lo diabólico, del lector hacia el punto extremo en que se
anulan las diferencias autor/lector/mundo. Igual que en el escena
rio del teatro de la crueldad”, en el texto es necesario recurrir a
bra orgasmo [orgasme] sigue una serie de glosolalias: “ale / l’orgasme eni tibela / ber-
ber eni teribela / khibel enti narilf (xiv*, 129).
30 Philippe Sollers, en L ’écriture et l’expérience des limites, acerca de Dante: “La
mujer es esa travesía de la madre, de la lengua materna (de la prohibición mayor),
hacia la visión (al revés de Edipo), hacia el fuego del rostro que uno es. Ella es la
que conduce a la visión del más allá del rostro y de los cuerpos repetidos” (oh. cit
pp. 30-31).
Leamos una vez más a j. Kristeva: “Sin ser forzosamente la mujer, ‘ella’ puede
presentarse como la madre, la hermana, la compañera sexual, siempre que sea una
lengua extranjera y/o un roce de esa muerte -de ese fuera de las fronteras- al que
‘yo’ apunta en su infinitización. Siempre que sea, en suma, el espacio prohibido
para la presencia de Un sentido, cuestionando de nuevo el origen, la identidad y la
reproducción -es decir ‘la vida’-, llamado a ‘yo’ ¡je] a buscar su opuesto para
reconocerse en el y, a partir de ese salto hacia el otro, infmitizarse sin espejo -sin
Dios- en un teatro hierogámico de la multiplicidad recobrada” (op. cit., p. 354).
ese cruel rigor del que la primera página de Para acabar con el juicio
de Dios ofrece una representación casi teatral. En un recuadro cen
tral aparece la advertencia: “Es preciso que todo / sea colocado /
con total exactitud / en un orden / fulminante” (xiii, 69). Pero a un
lado y al otro surgen dos columnas de glosolalias que remiten a
otra coherencia y a otra semiótica, la del caos, dentro del cual vie
ne al mundo el orden, no como un estado, sino como un momento
atrapado en una dinámica de fuerzas que lo atraviesan y lo “fun
dan”. Ese momento, porque la crueldad no es nunca pura, y el
“ser” acecha a la salida, está ineluctablemente destinado a ser un
monumento.
Pese a las diferencias que separan a Nietzsche y Artaud en
cuanto a la práctica de la escritura y la economía del texto, su es
fuerzo común tendió a romper con una pretendida secundariedad
de la escritura en relación con un sentido constituido. Si la escritu
ra de pluma conserva una función duplicadora, tiende a no repre
sentar nada del mundo, que no es un dato primario, sino a traducir
la semiótica de los afectos, a hacer entrar el cuerpo, lo real en el
mundo. Ironía y humor son dos modos de esa escritura de la
crueldad atrapada en el entre-dos -entre la violencia del “cuerpo
sin órganos”, de Dionisos, y la mortal repetición, la fuerza y la for
m a-, lugar genésico y crisol de la caoerencia de la obra.
CRUELDAD Y CREACIÓN:
la cuasi-obra
EL “DESOBRAMIENTO" DE LA OBRA
LA FRACTURA DE LO REAL
a] El nomadismo cultural
A esa profundización del sentido de la obra y de la creación co
rresponde una transformación de la idea de cultura. Fuera del de
bate sobre las relaciones entre la naturaleza y la cultura, Artaud ya
no se propone hallar los fundamentos “naturales” de la verdadera
cultura, sino proceder a una “revisión jadeante de la cultura” (xiv*,
9). Matar a Dios en el hombre es el objetivo de esa “rebelión inte
gral” (223) que se expresa en la “búsqueda de una vida anticultu
ral” (165) que debe permitir dar al hombre la autonomía de la vida
(de la “cultura” y de la “naturaleza”) después de haber llevado to
do de vuelta al punto cero del “cuerpo sin órganos”, especie de
principio de la crueldad en estado puro. Desde El origen de la trage
dia, Nietzsche presentía en Dionisos el verdadero “fundamento”
de toda cultura, un principio tan “originario” quizá como el “cuer
po sin órganos” para Artaud, en el cual se anula la oposición natu
raleza/cultura, fuerza/forma: “Y todo lo que llamamos cultura, for
mación, civilización, comparecerá un día ante el juez infalible
-Dionisos” (i*, 31). Pero frente al riesgo de la “pureza” dionisiaca,
y porque Dionisos es el dios de los velos y de la desviación de sí
mismo, que se muestra siempre unido a Apolo, Nietzsche se man
tiene en los ropajes de la cultura y conserva, frente a la potencia de
Dionisos, la exigencia del Gran Estilo, del elitismo cultural. Sin
embargo, ya no reconoce a la Bildung su supremacía ni su carácter
de fuerza natural bajo la custodia de los Padres. Rechazar la oposi
ción naturaleza/cultura obliga a reconocer que esta última no po
see ninguna “interioridad”, ninguna ley que la Bildung tendría la
función de proteger o de encontrar; y la hipertrofia de la Bildung se
convierte por el contrario en el signo de la civilización decadente
(vi, 139).
Desde Humano demasiado humano, Nietzsche abandona su bús
queda de una cultura germánica y de una Bildung instituida para
lanzarse al “mar abierto del mundo”,8 emprendiendo el camino de
un “nomadismo” cultural que, extrañamente, pasa por México.9 El
genio de la cultura ya no es Apolo, Padre de las artes, sino sólo
Dionisos, legislador y destructor, fundador de ciudades y guía ha
cia los espacios desconocidos de la desterritorialización. La cultura
dionisiaca es, según la expresión de Sarah Kofman, una “cultura
materna”10 que continúa la actividad de la “naturaleza” -cruel por
que es destructora y creadora, porque es un texto (vil, 150) a la vez
“originario” y en proceso de escribirse bajo la acción de la “volun
tad de poder” que es potencia de cultura y creadora de estilo. Su
exigencia de “ley supone el deseo del caos porque estilos de vida
nuevos aparecen y desaparecen siguiendo el ciclo del Eterno Re
torno. Y todo fundador de cultura debe obedecer a la ley dionisia
ca de destrucción y renacimiento a fin de no convertirse nunca en
una norma, un Padre. Zaratustra rechaza a los seguidores, pero a
su pesar aparece como un “doctor”; por eso tendrá que morir, ma
tar al Padre en él y borrarse ante Dionisos. “Dionisos educador”
contra “Schopenhauer educador” pasa a ser la fórmula de una
concepción de la cultura que quiere ser, como la de Artaud, una
actividad “dirigida entra los padres”.
b] El regalo de la obra
Encontramos pues en Nietzsche y en Artaud el mismo efecto de la
crueldad en obra, la misma estructura abierta y paradójica de la
cuasi obra. Lo atestiguan las dos metáforas aparentemente contra
dictorias, pero en realidad profundamente cercanas, del excremen
to y el niño recién nacido.11 Para Artaud la obra, en cuanto detie
8 “Me invadió el miedo al considerar la precariedad del horizonte moderno de
la civilización (Cultur). Hice, no sin alguna vergüenza, el elogio de la civilización
bajo campana y bajo globo. Finalmente me dominé y me lancé al mar abierto del
mundo” (m**, 393).
9 “Señalar los países a los que la CULTURA ( Cultur) puede retirarse , gracias a
cierta dificultad de acceso, por ejemplo México” (x, 54).
10 Nietzsche et la scénephilosophique, op. cit., p. 137.
11 “Crear -he ahí el gran rescate del sufrimiento y lo que aligera la vida. Pero
para ser creador hace falta dolor y forzosamente metamorfosis. / ¡Sí ciertamente en
ne la dinámica y se erige como un monumento, no es más que un
desecho: un excremento salido de su “cu” (la misma alusión se en
cuentra en Nietzsche, para quien el botín de los libros son lo aca
bado y lo declinante): “No seamos demasiado pródigos: ¡sólo los
perros cagan a todas horas!” [v, 520]). Para Nietzsche, la obra es
un niño arrojado al mundo, perdido, sin padre verdadero. Nietzs
che no es el verdadero nombre propio del “autor” de sus obras,
pero por haberles ofrecido su cuerpo como lugar de gestación, por
haber padecido lo que él llama los dolores del embarazo y el par
to, es su madre: origen innombrable y sin nombre propio de la
creación. El creador auténtico, simple receptáculo de lo que crece
y sale a luz (iv, 282), es totalmente irresponsable y debe reconocer la
inanidad de los conceptos de querer y de creación. Y así como Ar
taud escoge hundirse en el humus de la Señora uterina fecal, única
fuente de la creación y de la vida, lugar de su propio renacimiento,
porque ella es esa muerta que no termina nunca de morir, Nietz
sche reconoce que no es viviente y creador sino en cuanto su ma
dre vive en él, su madre abyecta y cruel, de la que ha sentido con
terror que estaba en cierto punto de decisión en cuanto a su posibi
lidad personal de regresar eternamente. Abismal, en ella se abre el
abismo en que el sujeto ve su muerte, pero del cual puede arran
carse en la tensión de morir. Y así como la aceptación del Retorno
suponía vencer el terror provocado por el eterno retorno de la ma
dre, la realización de la obra supone, para el creador, ser contami
nado por la suciedad y la impureza asociadas con la maternidad:
“Después de todo no es sino la condición de su obra, el seno ma
terno, la tierra, incluso el abono y el estiércol sobre el cual, salien
do del cual la obra crece...” (vil, 291). “Es que es necesario ser ma
dre. Un recién nacido ¡oh! ¡Cuánta suciedad recién nacida tam
bién!...” (vi, 312).
Así, por la fuerza de la abyección que no puede contener, la
vuestra vida es necesario que muráis amargamente muchas veces, oh creadores!
¡Que seáis así portavoces y justificadores de todo lo perecedero! / Para que aquel
que crea sea él mismo el niño que acaba de nacer, para eso es necesario también
que haya querido ser la parturienta y el dolor de la parturienta. / En verdad, he ca
minado por cien almas, y por cien cunas y cien tumbas. Ya he dicho muchos adio-
ses, conozco bien los últimos instantes que desgarran el corazón. / Pero así lo quie
re mi querer creador, mi destino. O para decirlo más lealmente, es precisamente
ese destino que - quiere mi querer” (vi, 101). Véase también Freud, “Sobre las
trasposiciones de la pulsión, en particular del erotismo anal”, en O.C., op. cit., vol.
x v ii, p p . 113-123.
obra-desecho es el fértil soporte de la dinámica: pasa a ser el lugar
de un nuevo parto del creador mismo, más allá de la muerte. En
consecuencia, el creador es hijo de sus obras, no tanto por la fama
que le ganan, sino por la obligación de morir que ellas le imponen
en el momento en que corre el riesgo de pasar por padre de sus
obras: “¡Es necesario que muráis amargamente muchas veces, oh
creadores!”, advierte Zaratustra (vi, 101). Porque el padre no po
dría morir verdaderamente, puesto que es el muerto por excelen
cia: en cuanto soy mi padre ya estoy muerto, decía Nietzsche. Mo
rir, además, porque lo que en la obra es un capital al que el crea
dor se aferra como a un bien suyo (“lo que había de él en su poe
sía”) es en realidad lo menos “propio”: la herencia del Verbo y sus
leyes; con respecto al poeta, Artaud precisa: “Es hijo de sus obras,
tal vez, pero sus obras no son de él, porque lo que había de él en
su poesía, no es lo que él había puesto en ella...” (ix, 121). Por su
pura fuerza de desobramiento la obra puede tener fuerza de meta
morfosis, y ése es el regalo cruel que hace al mundo.
La cuasi-obra es un regalo en el sentido más farmacéutico y pa
radójico del término: veneno y remedio, tesoro (o hijo) y excre
mento, vida y muerte. Lo que en ella es ajeno a todo bien, aparece
como lo más peligroso y lo menos consumible, ésa es su suerte.
Esa apertura hacia el Otro: Dionisos, “cuerpo sin órganos”, es esa
nada que en la cuasi-obra se da, haciendo de ella, como observa
Zaratustra, algo distinto de una “limosna”. La única manera de que
el regalo no genere deuda es que sea exceso de fuerza, dispendio
de un excedente del que nadie es deudor, promesa de una posibili
dad por venir, totalmente en potencia, como el superhombre, que
desborda al propio Zaratustra.
La cuasi-obra se erige en esa tensión entre la necesidad y el re
chazo de la obra como bien, objeto narcisista en que se satisfaría el
sueño de completamiento y de unidad que atraviesa el deseo -y
del que el libro es la figuración material. Sin embargo, Artaud tuvo
que admitir que ese libro soñado, en el que habría inventado su
lenguaje propio y puro, se le había esquivado eternamente,12 y
Nietzsche comprendió la necesidad de renunciar al libro en que
debía consignar el sistema de su pensamiento. La cuasi-obra es
pues esencialmente exceso del autor, del lector y de sí misma. Es
un “lugar” de descentramiento, por lo que escapa a toda propie
12 Sobre Letura d ’Eprahi, véase por ejemplo xil, p. 234.
dad y a todo propietario. La expropiación como estructura de la
cuasi-obra fue la experiencia común de Nietzsche y Artaud, contra
la cual intentaron a veces resistir. El uno por la veneración del cla
sicismo, y ese sentimiento de que al final se imponían la unidad y
la necesidad personal de lo que él llama “mi obra.” El otro, por el
rechazo de toda creación, el reiterado llamado a la anarquía y al
“nada de obra”; pero lo que Artaud llama “el verdadero nihilis
mo” (xx, 325) y distingue del “nihilismo absoluto” (234) llega a
coincidir, en su voluntad de reiniciar siempre la “destrucción” “ca
da vez con miras a una acción más profunda”, con la voluntad dio-
nisiaca de creación: ese punto de encuentro es el “a perpetuidad”
(325) sobre el cual se abre la cuasi-obra. Esta es, según la palabra
de Artaud, fuerza de “propulsión”: lo que podría caer, perderse o
destruirse se convierte en germen de vida; abriéndose a la exterio
ridad de las fuerzas que la escritura vehicula, propulsa hacia la ex
terioridad del mundo e invita a una experiencia heroica.
La vida de la obra está en el Otro; de ahí la inactualidad de to
da obra verdadera, su imposible realización, e incluso su carácter
hermético del que Artaud recuerda que si existe un hermetismo
cerrado, también existe otro que abre “lo que está cerrado” (xiv**,
123). Así se comprende la insostenible situación de Artaud: el
Otro, en efecto, siempre puede tomar cuerpo o alma. Por la usur
pación del lugar siempre abierto del Otro, la obra se cierra, se alie
na de Dios, el poeta de mi poeta. A la inversa, mantener la fractu
ra de esa apertura supone una soledad dolorosa: “No hay encuen
tro posible con el otro” (76) y el sentimiento de su propia indife-
renciación: sin límite y sin confín, “no tengo un yo .... eso que soy
está sin diferenciación y sin oposición posible”.
Esa estructura abierta de la cuasi-obra es también según Nietz
sche la condición de su vida, que implica ya la muerte de su autor
(ni*, 144) y el reconocimiento de la inactualidad esencial del “suje
to” de la escritura -pero también del lector. En efecto, puesto que
el objetivo de toda obra de arte es dar el otro creador, capaz de
mantener en el tiempo la apertura de la cuasi-obra, a lo que apun
ta es siempre, más allá de la muerte del otro, la eterna existencia
de su alteridad.
Más que las tentativas teatrales de Artaud, la cuasi-obra corres
ponde a las exigencias del “teatro de la crueldad”: llega lo más cer
ca posible del doble límite donde siempre corre el riesgo de des
plomarse. Por un lado la intensidad pura, la violencia indiferencia-
da, o para decirlo de otro modo, según el término empleado por
Nietzsche y Artaud: el éxtasis. Por otra parte la representación, la
repetición, la Obra. Pero ésta, arrastrada por el exceso que afecta
tanto el sentido como la forma y desarma las fuerzas clausurantes,
se convierte en ocasión de una reiniciación infinita, a partir de un
punto que es la exterioridad del Otro. Es por eso por lo que los li
bros no están hechos para los lectores, ni el teatro o la pintura para
los espectadores, sino que apuntan, más allá de la conciencia del
vecino, a su propia alteridad, cosa que él que no puede desalterar
sino haciéndose él mismo creador, es decir portador de infinito.
c] La carta de Amor
Así, a la dinámica de la cuasi-obra corresponde la estructura parti
cular de los libros de Nietzsche y de Artaud -estallada, fragmenta
da, rapsódica. De ahí el lugar esencial de las cartas en este último,
cartas de odio y de amor, que significan que toda su “obra” está
vuelta hacia el Otro, y espera de él su sentido. ¿Pero a quién se di
rige lo que Artaud llama el “amor puro” o “alquímicd' (xiv*, 147,
160), que no apunta ni al sexo, ni al cuerpo, ni al yo del otro? Lo
que habla, desde el lugar del imposible “sujeto” de la escritura,
apunta a un narratario él mismo improbable, o más bien en poten
cia, por medio de los destinatarios presuntos: el “cuerpo sin órga
nos”, el hombre por nacer según el humor y el amor negros. La
obra es regalo porque es ese humus donde el otro puede rehacerse
si acepta morir por amor de lo que en él ex-siste, si absorbe de ella
una terrible y cruel exigencia de existencia.
La cuasi-obra culmina en la Carta de Amor: en Artaud, amor
negro y mortal en que el humor se hace prueba de amor, invita
ción al amorir que, más allá del juego narcisista y morboso de los
dobles, indica a la violencia su más allá: más allá de los sistemas
del sujeto, de la conciencia y de la ley, hace ese punto demencial
del “cuerpo sin órganos”.13 En Nietzsche lo atestiguan sobre todo
En una perspectiva ciertamente diferente, Vincent Kaufmann, en L ’equivoque
épistolaire (París, Minuit, 1990), ha mostrado cómo la actividad epistolar de Artaud
apuntaba a una destrucción cruel y sacrificial del Otro, y consistía en dirigirse a un
muerto, detrás del cual es preciso encontrar, en un segundo tiempo, al cómplice, el
alma compañera que subsiste o sobrevive más allá de cualquier muerte y de cual
quier habla posible” (p. 149).
las últimas cartas, los billetes “dionisiacos”, también ellos de hu
mor y de amor, invitación a la fiesta de los locos a la que nadie
respondió -salvo quizás Artaud. Al final de la crueldad, es decir al
final de la generosidad menos caritativa, se encuentra ese amor de
lo más lejano en el prójimo,14 que da a la maldad del otro su ino
cencia; el malvado es un descreído a quien le falta la fe en lo bien
fundado de su maldad,15 en la justa exigencia de su crueldad -con-
tra él mismo, el otro, el doble, Dios en nuestros cuerpos y el sub
terfugio de su “amor-esencia”. Artaud anuncia, en el nombre mis
mo del amor: “Pero hará falta mucha sangre para sanear la caja de
mierda, lavada, no de mierda sino de amor-dios” (151). La cruel
dad, cuando alcanza ese punto de exigencia que Artaud llama el
amor puro y que para Nietzsche es el amor dionisiaco de lo lejano,
es deseo de reconciliación, más allá del mundo y del prójimo, con
lo real, es decir con la muerte. Nietzsche escribe: “¡Es preciso rein-
terpretar la muerte! Así ‘nos’ reconciliaremos con lo real (dem Wir-
klichen), es decir con el mundo muerto” (der todten Welij (v, 338).
Esa tensión de la cuasi-obra hacia su propia imposibilidad la de
ja en una perpetua e infinita apertura al Otro que, cualquiera que
sea su nombre -lo femenino, el cuerpo, Ariadna, Dionisos, el mo
rir, la “potencia”- atrapado en la dinámica de la creación, se da
como una potencia concreta, material, aunque en el límite de
nuestro mundo, o más bien como la en-potencia material y concreta
del mundo. La misma que Van Gogh hizo entrar por sus telas,
siempre abiertas sobre una mirada, punto de apertura de la cuasi-
obra hacia la “exterioridad”; ese infinito que él exploró toda su vi
da, pero que le fue ocultado por la glotonería del rebaño, que los
místicos tienen por su mayor bien, o que desvía la religión al servi
cio del alma.
Porque del infinito es preciso hablar en cuerpo.
14 Nietzsche, por boca de Zaratustra: “Así lo exige mi gran amor por los más le
janos (den Fernsten): No escatimes a tu prójimo (deinen Náchsten). El hombre es algo
que no se puede sino superar” (vi, p. 220); y en otro momento: “... porque somos
crueles en la misma medida en que somos capaces de amor” (xi, 423).
15 La “maldad” (Bosheit), como voluntad del “Mal” (Bose), es la virtud indispen
sable a “todo doctor y predicador de lo nuevo". Lo nuevo (das Neue), en efecto, es
todo lo contrario de lo que pasa por ser el “bien” (das Gute) (v, 45).
CONCLUSION:
CRUELDAD E INFINITO
CRUEL DESTINO
EL INFINITO “ e n CUERPO”
Si bien no se sabe qué quiere la ley, se sabe que exige algo de no
sotros: que expiemos nuestra culpabilidad, que paguemos nuestra
deuda y nos sacrifiquemos a fin de estar en regla con ella. Así nos
permite vivir, producir y acumular, a fin de pagar incesantemente
nuestra deuda. En consecuencia la estructura calificada de “maso-
quista” que aparece en los textos de Artaud no designa tanto una
perversión de su espíritu como la situación de la conciencia frente
a la ley. Como ha mostrado G. Deleuze, el masoquista llega a dis
torsionar la ley por la utilización humorística de la culpabilidad de
la que hace la condición de posibilidad de su goce.15 El humor de
Artaud se inscribe en esa estrategia, pero no podría limitarse a una
sola postura. En efecto, la dinámica del humor supone un vaivén
incesante, un juego cruel y serio “en el límite insensible de las co
sas”,6 y que no puede cesar so pena de dar la razón, al fin de cuen
tas, a la ley.
Para captar sus rasgos específicos en Artaud, podríamos distin
guir tres polos esenciales de los que “pende” esa dinámica del hu
mor que anima “la motilidad”: el heroísmo masoquista, la-postura mís
tica y la corporeidad infinita.
El heroísmo masoquista consiste esencialmente en una historia
3 Gilíes Deleuze, Présentation de Sacher-Masoch, París, Minuit, 1967, p . 72.
*Ibid., p. 73.
5 “Partiendo del otro descubrimiento moderno, de que la ley alimenta la culpa
bilidad de quien la obedece, el héroe masoquista inventa una nueva manera de
descender de la ley a las consecuencias: él ‘da vuelta’ la culpabilidad, haciendo del
castigo una condición que hace posible el placer prohibido” (ibid., p. 79).
6 “Notas para una ‘Carta a los balineses’ ”, op. cit., p. 33.
de humor entre el Padre y el Hijo. Aquí conviene citar de nuevo a
G. Deleuze: “Su culpa no es vivida en absoluto en relación con el
padre; al contrario, es la semejanza con el padre lo que es vivido
como culpa, como objeto de expiación. [...] Porque la culpabilidad
misma, en su intensidad, no era menos humorística que el castigo
en su vivacidad. Es el padre el que es culpable en el hijo, y no el
hijo respecto del padre.”7 Desde los primeros textos, en los que
condena el poder del Demiurgo, hasta los últimos, en que reniega
de la sexualidad y del nacimiento, lo que Artaud denuncia es siem
pre la semejanza con el Padre. Así, el “cuerpo sin órganos” es la
recompensa del Hijo que, a fuerza de desgarramientos y por un
sistemático crucificamiento del cuerpo a la imagen del Padre, ha
sabido renacer como Hombre nuevo. Esa autogeneración, sin em
bargo, sólo ha podido efectuarse mediante una extraña complici
dad entre el Hijo y la Madre, permitida gracias a la castración tea
tralmente asumida,8 y que le ha hecho encontrar bajo la madre
edípica el poder eruptivo de la “señora uterina fecal”. En esa pers
pectiva se comprende la postura crística de Artaud, y cómo pudo
ser vivida humorísticamente. Respecto a la crucifixión en que par
ticipa, la Madre, G. Deleuze escribe que “asegura al hijo una resu
rrección como segundo nacimiento partenogenético”.9 Ese vínculo
entre las Madres y el Hijo desgarrado, descuartizado, para renacer
en un cuerpo glorioso, se encuentra también en la figura de Dioni
sos, padre e hijo de sí mismo.
G. Deleuze, que distingue entre tres imágenes de la Madre (ute
rina, oral, edípica), afirma que el masoquista establece un vínculo
y un contrato con la “buena” madre oral; sin embargo, Artaud, y
esto muestra que la estrategia “masoquista” no es suficiente para
dar cuenta de su humor, parece rechazar todo contrato con la Ma
dre oral y no reconocer ninguna imagen “buena” de la Madre. Só-
7 Jbid., p. 88.
8 “La castración es ordinariamente una amenaza para impedir el incesto, o un
castigo que lo sanciona. Es un obstáculo o un castigo del incesto. Pero desde el
punto de vista de la imagen materna, por el contrario, la castración del hijo es la
condición del éxito del incesto, ahora asimilado por ese desplazamiento a un segundo
nacimiento en que el padre no desempeña ningún papel’ (G. Deleuze, op. cit., p. 81).
9 Ibid, p. 84, donde precisa: “El que muere no es tanto el Hijo, sino Dios Padre,
la semejanza del padre en el hijo. La cruz representa aquí la imagen materna de
muerte, el espejo en que el yo narcisista de Cristo (= Caín) ve el yo ideal (Cristo
resucitado).”
lo la Madre uterina, terrorífica y violenta, podrá legarle ese poder
capaz de despertar los volcanes y de volver la lengua a su estado
primario, a “la logomaquia”. Si rechaza la ley del Padre, también
rechaza que la Madre haga ley. El masoquista sustituye la ley por
el ritual, pero Artaud, después de haber creído encontrar en los ri
tos un orden superior a la ley del Padre, termina por rechazarlos.
El masoquista, en realidad, no sale de una historia familiar ni de la
problemática edípica, y si por algún tiempo ha podido “identificar
se con el hombre nuevo sin sexualidad”,10 o dar la impresión de
estar a punto de hacerse un “cuerpo sin órganos”,11 siempre termi
na por abandonarse al goce.
Contra ese goce al que finalmente el “superyó” nos obliga o nos
condena, y contra el cual se ha sublevado siempre, Artaud plantea
el goce del cuerpo puro, del “cuerpo sin órganos”, porque el goce
fálico deja de lado al cuerpo, desplomado, caído. La prohibición
del incesto y el “Edipo”, que obligan a desear tanto como prohí
ben, si son universales serían igualmente, como piensa Lacan, un
aspecto secundario de la ley, que vela y reprime la Ley, fundamen
tal según él, de la castración y el insoportable enfrentamiento con
la “carencia”, con la imposibilidad del goce .lz El asesinato del Pa
dre no tiene para Artaud la función de permitir finalmente el goce
prohibido, sino la de hacer cesar la ilusión de que el goce es posi
ble para el sujeto. Cuando planteaba la superioridad de la Ley de
la Naturaleza sobre la ley del Padre, afirmaba la necesidad de en
frentarse a la Crueldad verdadera y a la Ley del Absoluto que im
plica la muerte del sujeto. En la perspectiva gnóstica de sus prime
ros escritos, ¿qué quiere el Absoluto sino gozar de sí, en la pleni
tud recobrada? Pero el goce del Absoluto supone el fin de la vida
10 G. Deleuze, op. cit., p. 31.
11 En Mille plateaux, op. cit., p. 188, G. Deleuze escribe: “Es falso decir que el
masoquista busca el dolor, pero no menos falso decir que busca el placer de una
manera particularmente suspensiva o retorcida. Busca un CsO, pero de un tipo tal
que no podrá ser llenado y recorrido más que por el dolor, en virtud de las condi
ciones mismas en que se ha constituido.”
12 Alain Juranville, en Lacan et la philosophie, París, PUF, 1984, p. 205, explica:
“El Edipo sostiene el mito de que hay un objeto del deseo, de que el goce no es
imposible, sino prohibido. Es lo que hace crecer el deseo incestuoso, y es por eso
que es represivo, así como el propio acto de prohibir, del cual no es sino la otra
cara. No se debe confundir deseo prohibido y deseo reprimido. Lo que es reprimido es la
castración, y el deseo que implica, que no es el deseo incestuoso de la neurosis. Lo
que es represivo, es la prohibición y el deseo prohibido.”
y del deseo. Así se comprende esa forma de catarismo que fue la
de Artaud, que veía en la reproducción el peor de los males, el pe
cado por excelencia, puesto que era un obstáculo al regreso a lo
No-Manifestado. Las cartas escritas en Rodez de 1943 a 1945 de
nuncian en el goce sexual un robo “en detrimento de los otros”,
pero sobre todo de las “fuerzas de la universalidad” (xi, 55), y ese
robo, es por último el del goce debido al Uno. Pero abdicar de to
do deseo, de todo goce personal, en beneficio de Otro goce, es la
postura mística. La culminación del masoquismo llega al misticis
mo. Es preciso ir hasta el fondo de la abyección, destruir el propio
cuerpo y en él todo lo que lo une a la vida, para provocar el adve
nimiento del Infinito, para hacer de él el lugar del goce del Otro:
“Se trata de que el HOMBRE del más abyecto de los planos llegue a
extraer el Infinito. Cuando ese plano abyecto esté purificado y su
blime y el Infinito haya encontrado en él su lugar alcanzándolo so
bre la Nada / DIOS v e n d r á a h í ” (x , 110). El goce del cuerpo puro
es entonces goce del Otro, del que el cuerpo, por un infinito vacia
miento de sí, se hace receptáculo. Dios, a quien Artaud entonces
distingue del Demiurgo (x, 112), es aquí el Infinito mismo que,
cuando hayamos franqueado “la jaula DE SER” , “ existirá’ (113). Y el
proyecto del místico, como el de Artaud en esa época, es dar al In
finito lugar para existir.
Igual que el místico, Artaud apunta a un más allá de la “presen
cia” divina, y según la fórmula que Michel de Certeau aplica a la
“configuración mística”, “lleva hasta el radicalismo el enfrenta
miento con la instancia en desaparición del cosmos”, y de ese mo
do “acepta el desafío de lo único”.1,1' Los temas principales del
pensamiento de Artaud; la búsqueda de una Palabra anterior a las
palabras, el rechazo de las escrituras y de la lengua instituida, la
voluntad de crearse una lengua propia y un cuerpo puro, son ca
racterísticas de la experiencia mística. En el primer capítulo de La
fable mystique, M. de Certeau cuenta la historia, que se remonta al
siglo IV ,14 de la “idiota” recluida en un monasterio que “simulaba
la demencia y el demonio” y pasó a ser una especie de “chivo ex
piatorio” para las otras mujeres, que la veían con repugnancia. Sin
hablar ya, sin participar en el orden del intercambio de las pala-
13 M. de Certeau, La fable mystique, París, Gallimard, 1982, p. 13.
14 El autor observa: “Al comienzo de la tradición que sigue una locura en los
bordes del cristianismo, está esa mujer.”
bras y de las comidas, “ella se sostiene, escribe M. de Certeau, so
lamente de ser ese punto de abyección, la ‘nada’ más horrenda”.1u’
Así, Artaud se califica de excremento, de desecho abyecto, y no
termina de hurgar en la abyección de su cuerpo. Igual que aquella
mujer, “se hace el idiota” para mejor negarse a ingresar en el or
den dé las palabras, a hacerse sujeto de un sentido, a ser tomado
por un santo obligado a bendecir.16 Tanto él como ella no quieren
ser más que un cuerpo sin valor de uso ni valor de cambio; M. de
Certeau escribe acerca del cuerpo místico: “Ha servido, hoyo sin
fondo, exceso sin fin, como lo que de él no está ahí, como lo que
está en un perpetuo movimiento de confección y de defección. No
es más que el ejercicio interminable de su aparición y su desvane
cimiento.”17 Por esa voluntad de estar en deuda, intocable y abso
luto, el místico, como Artaud, es esencialmente un ser en fuga;
ninguna institución, religiosa o laica, ningún poder y tampoco nin
gún saber puede contenerlo. De ahí la desconfianza de las iglesias
hacia sus místicos. Hay en ellos una fuerza revolucionaria integral,
un cuestionamiento radical de la ley, a la cual ellos, a decir verdad,
escapan. Los místicos figuran el Otro de la ley, son a la vez lo más
puro y lo más abyecto, lo más humilde y lo más violento, y a fuer
za de no ser nada, ocupan el lugar del infinito.
Para el místico, Dios y los dioses no son sino hipóstasis del Uno
que no está ahí, y que sólo la experiencia del Infinito permite ex
perimentar en el modo de la ocultación y de la carencia (ese Otro
goce que falta). Artaud, sin embargo, no se limita a la carencia.
Ciertamente denuncia la plenitud de Dios como ficticia, como la
plenitud ilusoria del fetiche, imaginada a partir del vacío que abre
la libido.18 Pero esa libido reposa sobre un abismo que no es nada
-m enos vacío que ella: lugar oscuro donde bullen las pulsiones y
la violencia primitiva que precede a la constitución del sujeto y su
entrada en el orden simbólico, lugar de abyección que Artaud des
pierta contra la presencia obscena de Dios- ahí está, para Artaud,
la “materia” del infinito.
M. de Certeau escribe, a propósito de la “idiota”: “Ella es ese
resto sin fin -infinito”.19 Ella es “Dios”, no en cuanto Padre de la
Ibid, p. 51.
16 Ibid,., p. 55.
17 Ibid., p. 67.
18 “... la libido un vacío que siempre pide ser llenado” (xvil, 139).
19 Op. cit., p. 51.
ley, sino en cuanto Otro de la ley: el Infinito. Pero eso el místico
no puede decirlo, primero, porque es “loco” y hereje, en seguida
porque le toca callar, permanecer fuera de todo contacto y de todo
lenguaje, y por último, quizás, porque él mismo no podría decir lo
que él es. Ese punto “loco” en el que se mantiene es el lugar sagra
do donde Dios y Diablo se mezclan y se estrechan. El mismo M.
de Certeau observa acerca de la “idiota”: “Quizá, en cuanto sym-
bolos es ficción productora de unión, ella es entonces dia-bolos, di
suasión de lo simbólico por lo innombrable de esa cosa.”20
La victoria humorística de Artaud, es precisamente haber asu
mido esa “locura”, haber tomado la palabra en nombre del infini
to: “Antonin Artaud” es el nombre que el infinito, o sea el cuerpo,
ha tomado en la historia. La fuerza de Artaud consiste en ser el
cuerpo y a la vez seguir hablando en nombre de Antonin Artaud.
Al final del misticismo, Artaud encuentra lo más opuesto a él, a
menos que también revele la verdad: lo que él llama “el materialis
mo absoluto”.21 Artaud, que en sus primeros textos se presentaba
como una especie de místico, después condena todo misticismo
porque, dice, después de haber sufrido desgarramientos y apasio
namientos supremos, los místicos “caen bajo el beso de Dios como
sin duda las putas en brazos de un padrote” (ix, 26). Ese regreso a
Dios que el místico vive como goce extático no es sino una recaída
y un abandono. Haciendo del “cuerpo sin órganos” no el lugar del
goce del Otro, sino el Otro mismo, Artaud le da una consistencia
material, en la vida, como la punta extrema de la vida. El Otro no
se vive entonces ni en el modo de la Presencia ni en el modo de la
Ausencia y la Carencia. Es el verdadero principio de crueldad, po
sitivo y no negativo. Es necesario que lo suframos, no porque su
ausencia nos haga sufrir, sino porque nos corresponde darle cuer
po al infinito, para abrir al hombre los dominios de la posibilidad,
es decir de lo real, “un buen día”, en efecto, el hombre “ detuvo / la
idea del m undo” (xiii, 85) y escogió encerrarse en el “ser”. El
“cuerpo sin órganos” es esa brecha infinitamente abierta hacia el
infinito: “¿Y qué es el infinito? / No lo sabemos exactamente. / es
una palabra / de la que nos servimos / para indicar la apertura / de
nuestra conciencia / hacia la posibilidad / desmesurada / incansa
ble y desmesurada” (91-92).
20 Ibid., p. 58.
21 ‘Notas para una ‘Carta a los balineses’ ”, op. cit., p. 12.
LA FE DIONISIACA
Ya hemos observado que Nietzsche practica de buen grado la iro
nía. G. Deleuze, en su estudio sobre Sacher Masoch, ubica la iro
nía al lado del sadismo, y algunos de sus análisis permiten explicar
ciertos aspectos de la estrategia nietzscheana. Aun cuando se em
plea el término “sadismo”, no se trata de caracterizar la estructura
psicológica profunda de Nietzsche.22 Sadismo y masoquismo tie
nen, pese a todo, el mérito de evocar el vínculo que une a la ley
con la crueldad, e indicar que se trata de una forma “perversa” de
la crueldad, y que esa perversión es ordenada por la ley 23
Pero como la crueldad “buena” no es accesible en su pureza, y
como la estrategia se efectúa en la lengua y en la ley, es preciso
aceptar pasar por esa perversión, al menos en la medida en que el
término designa una actitud mental y uno una particularidad se
xual. Pese a su sumisión a la ley, lo perverso no deja de mostrar la
precariedad de las leyes24 y, como estrategia, la “perversión” pue
de ser la vía de la gran sospecha con respecto a la ley misma. “De-
T> Obsérvese, sin embargo, que Louis Corman, en Nietzsche psychologue des pro-
fondeurs, París, PUF, 1982, cree poder explicar los principales aspectos del pen
samiento y la personalidad de Nietzsche por una “fijación” en el estado sádico anal
(cf. p. 43).
Á,i El perverso no transgrede la prohibición sino para obedecer mejor a la ley
que ordena gozar. Como lo ha mostrado J. Lacan, en particular en “Kant avec
Sade”, la crueldad y la violencia, por las que el perverso cree ponerse por encima
de las leyes -lo que le procura ese sentimiento de poder, que para Nietzsche suele
ser característico de los “débiles”-, son en realidad prescritas por la ley del
Superyó. La crueldad y la violencia, lejos de poner en peligro la ley, refuerzan su
intangibilidad. En Lacan et la philosophie, A Juranville propone este resumen de la
tesis de Lacan: “Para Lacan, Sade (la perversión) enunciaría la verdad del pen
samiento moral de Kant (la neurosis). Es decir, la crueldad esencial del Otro a la
que hace referencia la ley. La ley moral, al exigir la superación del placer y de la
comodidad del sujeto, sería inconcebible sin una violencia ejercida sobre él, para
mayor goce del Otro (y por último del sujeto)” (op. cit., p. 207).
En su artículo sobre el fetichismo, Guy Rosolato escribe: “El perverso se
encuentra, pues, en buen lugar para las inversiones y las revoluciones que hacen
progresar las elecciones culturales. Siguiendo esto podrán aclararse los mecanismos
de la sublimación. Pero corresponderá al esfuerzo obsesivo asentar el detalle de las
investigaciones, el procedim iento de la Ley, así como la obediencia ritual, la
fijación litúrgica y las presiones que imponen; la estructura perversa por sí sola
corre el riesgo de perderse en continuas transformaciones, recuestionamientos y
reformas, o en los azares y las veleidades de una vida aventurera y fulgurante” (Le
désir et la perversión, op. cit., p. 33).
mostrar la identidad de la violencia y de la demostración”,25 negar
la legitimidad de la ley en nombre de la ley de los amos, apelar a
las exigencias de la ley y de la lógica en contra de la metafísica y
de la filosofía que pretenden basarse en el respeto a ellas, son pro
cedimientos de ironía “sádica” frecuentes en Nietzsche. Y el colmo
de la ironía, que consiste en superar “la ley hacia un principio que
la invierte y niega su poder”,26 parece alcanzarse con la “voluntad
de poder” como “ley” superior de todo lo viviente.
Sin embargo, con ella se anuncian la superación de la ironía y
el cuestionamiento radical del principio mismo de la ley. La “vo
luntad de poder” es lo que funda toda ley sin ser la Ley; ante todo
porque es la tesis de Nietzsche, y después porque el perspectivis-
mo, el sinsentido y el caos son parte integrante de la “voluntad de
poder” que encuentra en Dionisos su razón de ser. Dionisos, como
nombre secreto de la “voluntad de poder”, es el nombre de lo que
pasa por el “origen”. Es el poder sagrado, destructor por ser dador,
cuya negatividad es secundaria respecto a su afirmación.27' Con él
nadie está en deuda, porque él da sin reserva ni espíritu de revan
cha. La dinámica de Dionisos “se explica por un exceso de fuerzas”
(VIH*, 149), escribe Nietzsche; él es capaz de dispensarse sin contar,
suficientemente rico para crear, en el movimiento de ese dispen
dio, un “orden”, un “mundo”. Con los nombres de la “voluntad
de poder” y de “Dionisos”, Nietzsche supera la simple estrategia
irónica, pero todavía son nombres que encuentran lugar en el dis
curso filosófico, e incluso si a veces Dionisos es deliberadamente
borrado del texto,28 viene a inscribirse en él. Esa eventualidad
muestra que nunca se franquea definitivamente el límite: los térmi
nos conservan una utilidad estratégica en la filosofía. Precisamente
cuando la fe dionisiaca y la creencia en el Eterno Retorno suponen
■;l Nietzsche repite que la doctrina del Retorno debe ser creída, que es preciso
incorporar ese pensamiento, a fin de colocarlo “en el lugar de la metafísica y la
religión” (xiii , p. 22).
M La mystique du surhomme, París, Gallimard, 1948.
S1 Ibid, p. 32.
32 ibid., p. 71.
;l Ciertamente no hay que olvidar demasiado pronto que semejante inter
pretación del pensamiento de Nietzsche, si bien constituye un contrasentido y el
propio Nietzsche la denunció, fue posibilitada sin embargo por su texto, que es una
perspectiva de lectura ante la cual uno puede “desviar la mirada”, pero que no se
puede negar que pertenece al destino de la obra de Nietzsche.
hombre, como el cuerpo glorioso de Artaud, está siempre por ve
nir; es aquel cuyo grito escucha Zaratustra en la montaña, sin en
contrarlo jamás, el que siempre llama. Ese llamado, en cuanto de
seo del Otro (subjetivo y objetivo), puede ser considerado místico
en la medida en que abre al viejo hombre a un deseo imposible,
pero que lo impulsa a trascender sus límites. El propio Zaratustra
advierte que el superhombre no es sino una “imagen de poeta”,
soñada “por encima del Cielo”.á4
Si Zaratustra no se deja engañar, menos aún Nietzsche, quien
delega la doctrina del superhombre en su “hijo” Zaratustra, del
mismo modo que el anuncio del Eterno Retorno en cuanto doctri
na. Zaratustra sabe que hacen falta veneraciones, pero en el fondo
de sí mismo, él es un hombre de poca fe. Buen danzante, solitario,
vencedor del abismo, la noche y las mujeres no lo asustan, pero
nunca penetra muy al fondo. Presiente a Dionisos, pero no lo co
noce; por eso Nietzsche ha suprimido las referencias directas al
dios. Zaratustra el doctor, el sabio, es la máscara límite de Nietzs
che. Detrás del filósofo que se sirve de los nombres del Eterno Re
torno y de Dionisos, está el iniciado del Dios que “cree” porque ya
no venera, que por haber vivido la inminencia de lo sagrado ha
podido hacerse inventor de lo divino. Zaratustra está obligado a
creer en sus veneraciones, en sus “verdades”, porque no “cree”. En
un pasaje en que Nietzsche se presenta como aquel “en quien el
instinto religioso, es decir creador de dioses, busca revivir” (xiv, 272),
insiste y precisa: “Repitámoslo: ¡cuántos dioses nuevos son todavía
posibles! - El propio Zaratustra, es verdad, no es más que un viejo
ateo. Es preciso comprenderlo bien: Zaratustra dice que él ‘podría
creer’; pero Zaratustra no creerá...”
Más allá de la estrategia y de la ironía que se efectúan en la ley,
la única respuesta que abre un camino nuevo no es ni el Hombre
en lugar de Dios, ni la simple negación de Dios, sino la “fe dioni-
siaca”. Ese camino, Nietzsche sólo puede indicarlo, las “cosas se
cretas” reveladas por el dios sólo pueden decirse “a media voz”. El
pensamiento de Nietzsche es siempre doble y, conforme a esa du
plicidad, cada “verdad” se invierte, según su portavoz Zaratustra,
en cuanto máscara de Nietzsche - “el último discípulo de Dionisos
31 “En verdad, hacia allá somos siempre atraídos, -hacia el reino de las nubes:
sobre ellas instalamos nuestras gasas multicolores y entonces las llamamos dioses y
superhombres” (vi, 148).
y su último iniciado” (vil, 207)-, no dice el “fondo” de las cosas, si
no que siempre traiciona los secretos del dios. Vive en cierto olvido
del “camino sagrado” y su discurso tiende siempre a la sacraliza
ción. Cortado de su “verdad” doble, la que Dionisos posee, el su
perhombre no es más que una imagen sacralizada. Ante Dionisos,
como Teseo, pierde toda consistencia; es por eso por lo que Ariad
na abandona al héroe por el dios y confía: “A mi contacto todos
los héroes deben perecer: ése es mi último amor por Teseo: ‘yo lo
hago perecer’” (xm, 68).
Y Zaratustra el primero deberá ser víctima del dios. Potencia de
fractura, Dionisos puede romper la ilusión que ha permitido, el
discurso filosófico, igual que se encarniza en romper lo que él fue
quizá, pero enmascarado. En los Ditirambos de Dionisos -si com
prendemos que Dionyson-Dithyramben debe entenderse como diti
rambos de los que Dionisos es autor- se asiste a una especie de
diálogo entre Dionisos y Zaratustra, entre Nietzsche discípulo de
Dionisos y Nietzsche padre de Zaratustra. Él, Zaratustra el rico, el
fundador de doctrina, el buscador de verdad es, a los ojos del dios
“¡Nada más que un bufón! ¡Nada más que un poeta!” (viii*, 15). Es
el que queda, como un pino o un ahorcado, colgado por encima del
abismo, mientras que “todo, alrededor,/ aspira a caer” (p39). Zara
tustra se ha vuelto “frío e insensible / un cadáver” (43), es decir
“un hombre que sabe”, solitario “en medio de mil espejos, / falso a
(sus) propios ojos” (p. 41). Así, tal como Dionisos es para Ariadna
el “Dios-verdugo” (p. 59), el laberinto en que ella debe extraviarse,
para Zaratustra representa su verdad, el abismo en que él debe
perderse: “iEntrégate ante todo tú mismo, oh Zaratustra!” ordena el
dios, y agrega: “Yo soy tu verdad...” (79).
Si Artaud, después de haber creído en los dioses, después de
haber tratado de reanimar lo sagrado, condena el espíritu religioso
y renuncia a toda fe ¿por qué Nietzsche, el “anticristo”, el “espíritu
libre”, después de haber trabajado en la muerte de toda religión,
se hace profeta de Dionisos? Dos palabras podrían servir de res
puesta: “Amor fati.” La fe dionisiaca, que implica ese asentimiento
al mundo, a la vida y a la apariencia que es parte integrante de lo
trágico nietzscheano, permite conservar al infinito toda su dimen
sión y su potencia creadora. Sin eso, el hombre está siempre a
punto de sacralizarlo, ya sea como Dios o como Nada. La religión,
la mística, incluso la “locura” acechan siempre al héroe de las pro
fundidades. La experiencia de Artaud lo atestigua. Pero la de
Nietzsche también, como lo reconoce él mismo en un pasaje de
Aurora (iv, p. 13). Dionisos, en cuanto nombre de un dios, significa
no tanto un nomen (crédito, obligación) como un numen', gesto del
dios que llama, poder activo de la divinidad, santificación de la
“voluntad de poder”. La divinización dionisiaca del mundo es así
el camino abierto hacia lo que Nietzsche llama “nuestro nuevo ‘In
finito” (Unser neues “Unendliches’) (v, 270).35
Dar un nombre al infinito: Artaud, Dionisos, pese a la diferencia
esencial que separa los dos apelativos, equivale a devolverle su po
der actuante en el mundo, en el cuerpo y en la lengua. Para Artaud,
eso se hace contra Dios, pero le parece que Dios no se irá nunca,
que la repetición y la vida misma quieren siempre la sacralización
que produce la crueldad mala; de ahí su respuesta humorística: Dios
soy yo. Nietzsche, por su parte, llega con la fe dionisiaca a una acep
tación superior de la vida tal que puede incluir y comprender a
Dios: “La única posibilidad de mantener un sentido para el concep
to de ‘Dios’ sería: Dios no como fuerza actuante, sino Dios como es
tado máximo, como época... Punto de la evolución de la voluntad de po
der. a partir del cual se explicaría la evolución ulterior tanto como la
interior, el ‘hasta él’...” (xill, 172). Dios corresponde al momento de
la dinámica de la vida y de la crueldad que podría detener su curso
si llegara a ser sacralizado; pero el poder de Dionisos que quiere el
Retorno, la destrucción y el recomienzo, exige la muerte de Dios
para que Dios pueda renacer bajo una nueva luz, según un movi
miento de sacralización y desacralización infinito. Dios no es ya el
que da la vida: es lo que la vida se da a sí misma para glorificarse,
para elevarse un instante al rango de la Eternidad. En consecuencia,
la esencia de Dios no es ya la unicidad, sino la multiplicidad. Es
Dios, en cuanto vuelve y se repite, pero en ese retomo no es nunca
el mismo, por eso Nietzsche prefiere hablar de los dioses.36 Los dio
ses son el teatro de Dionisos como desviación de sí mismo. Por ese
juego incesante, permite una “fe”37 que no implica ninguna sacrali-
“El mundo por el contrario se nos ha vuelto ‘infinito’ una vez más; porque
no podríam os ignorar la posibilidad de que encierre una infinidad de interpre
taciones (v, 271).
,'J “¡Y cuántos nuevos dioses son posibles todavía!... Yo mismo, yo en quien el
instinto religioso, es decir creador de dioses quiere a veces revivir: icón qué diversi
dad, con qué variedad se me ha revelado cada vez lo divino!...” (xiv, p. 272).
3/ “... una fe [Glaube] semejante es la más alta de todas las fes posibles: la he
bautizado con el nombre de Dionisof (vm*, 144).
zación, sino que da al perspectivismo toda su profundidad y permite
vivir según “una pluralidad de normas” (v, 147). Los dioses son la
consecuencia necesaria de la “voluntad de poder”, a la vez imperial,
o imperialista, y diferenciadora.
Pero bajo su sonrisa “alciónica” y encantadora, Dionisos es un
Dios cruel, crueldad implicada por la vida como dispendio y exce
so perpetuo de sí misma. Así toda jerarquía, todo orden, todos los
dioses, deben regresar al caos, y el propio Nietzsche, pese a su vo
luntad de atenerse a la apariencia y a la superficie, debe dejarse in
vadir por el dios, entrar en contacto con el infinito para descubrir
nuevas posibilidades de vida, de pensamiento, de interpretación, a
riesgo de su propia conciencia. Porque es una “fe”, y no un dogma
ni una verdad, la fe dionisiaca señala hacia lo que cubre con un ve
lo: la desnudez terrible de Dionisos, tan terrible como el “cuerpo
sin órganos”. Ese encuentro con el “cuerpo sin órganos” o Dioni
sos en su desnudez, que arroja al sujeto al éxtasis, haciéndolo ex
perimentarse como el punto de contacto entre el tiempo y la eter
nidad, el placer y el dolor, la diferencia y la repetición, lo entrega
a la experiencia más “originaria”, pero también al mayor peligro, y
supone escoger la “desgracia” contra la “felicidad”.*
LA GRAN SALUD
Por último, contemplar la existencia más allá del placer y del dolor
no cuestiona sólo la idea de la felicidad, sino también, de manera
más inmediata y concreta, nuestra concepción de la salud. Cuando
ya no hay ética, o por lo menos, cuando el hombre ya no cree en
sus valores, subsiste, como único y verdadero bien, la “buena salud”
-donde la palabra “bueno” adquiere un sentido a la vez gustativo
(delectación de la dulzura), contable (la buena salud, como las bue
nas cuentas, prueba que estamos en regla) y moral. El culto de la
“buena salud”, que participa de la ideología de lo limpio, de lo sano,
y de la metafísica del placer, caracteriza a los enfermos de la vida,
porque es la enfermedad lo que siempre nos seduce hacia “el sol, la
calma, la dulzura...”, observa Nietzsche (v, 15). Busca el gran repo
so, la tensión más baja en el organismo, la concordancia del espíritu
con un estado social determinado. Reinterpretar la enfermedad su
pone no aceptar las conclusiones primeras del cuerpo enfermo, que
quiere curación inmediata. Esa voluntad es, en el mejor de los casos,
una ingratitud, en el sentido en que La Rochefoucauld decía que es
ingrato devolver demasiado rápido una invitación o algo prestado,
en el peor, la repetición de la eterna historia de la culpabilidad que
hace de la enfermedad un maleficio, un “mal”, un castigo.
Nietzsche y Artaud se fijaron la tarea de disculpar la enferme
dad. Uno enseña a recibirla como un regalo, la ocasión de una
nueva perspectiva sobre la existencia, un momento del ritmo del
poder hacia sí mismo. Entre la salud y el enfermedad no existe
oposición sino, como entre el placer y el dolor, diferencias de gra
do en cuanto a la intensidad del afecto (XIV, 51). En sí mismas, son
indicadores igualmente indispensables: puesto que el objetivo es
mantenerse “a la altura de poderosos afectos” para “mantener ten
sa la fuerza” (v, 339), la enfermedad, en cuanto “choque monstruo
so” (xiv, 123) es esencial para la dinámica de la “gran salud” que
Nietzsche define como “poder de vida” (v, 16). Artaud, más viru
lento, reivindica la enfermedad con una exigencia de malestar que
podría parecer nihilista si no fuera condición de la “verdadera” sa
lud: “insurrección” de la supervivencia del “cuerpo que la fiebre tra
baja para llevarlo a la exacta salud”.60
La salud, más allá de la “buena salud”, sería entonces seguir con
todo rigor el camino hacia el exceso del otro que se perfila más
allá de lo limpio y lo sano; la capacidad cruel de vivir la existencia
en la tensión de morir, sin jamás detenerse en la muerte (compla
cencia morbosa) ni en el ser (complacencia en su bien), para rena
cer en el Otro a favor de múltiples metamorfosis. Llevando ese
concepto médico de regreso a su fundamento ético, Nietzsche y
Artaud califican de “cobardía” la ideología de la “buena salud”, la
cual no es tan “buena” más que para infligir una violencia y una
coerción que sirven para proteger la parte sana del cuerpo social,
para rechazar a los “enfermos” hacia los lugares donde puede ejer
cerse en forma aséptica y “científica” una crueldad sacrificial capaz
de guardarnos de esa contaminación del exterior61 en la que Ar-
60 “...la buena salud es plétora de males dispuestos, de temibles ardores de vivir,
por cien heridas corroídas, y que con todo habría que vivir, que es preciso llevar a
perpetuarse” (xiii, 53).
,’1 Véase el texto de Artaud “Los enfermos y los médicos” [“Les malades et les
médecins”] (xxn, 67-69).
taud ve la oportunidad para el hombre de entrar por fin en “la vi
da eterna”, y encontrar “una eterna salud” (xiii, 110).
LA ETERNIDAD RECOBRADA
Ese encuentro con el Otro, que abre el espacio del “terrible en-sus-
penso”, Ofrece la ocasión de un contacto extático e insostenible
con lo real, condiciona todo el teatro dionisiaco del mundo: Eterno
Retorno, como repetición de aquel instante sagrado de Sils-Maria;
ronda de los yo, como desfile carnavalesco cubriendo el rostro del
dios... Del mismo modo, para Artaud, todo el “teatro de la cruel
dad” es una repetición inaugural que apunta a ese centro imposi
ble alcanzado una vez: “belleza del piquete del éxtasis” (IV, 234).
Así, el teatro trágico de la existencia cambia de sentido, la cruel
dad (y la repetición) pasa a ser el camino de la intensidad y se con
vierte, en las palabras de Nietzsche, en “la gran liberadora”. Vivi
da hasta el final, nos libera de la fatalidad que parecía pesar sobre
ella y sobre nuestra vida: la culpabilidad y la muerte. Es de estar
unido a la finitud y de haber perdido la dimensión del Otro que el
hombre se siente culpable y que su culpabilidad puede ser califica
da de ontológica; es por sentirse responsable de la muerte del
Otro, en el único repliegue en el que puede esperar gozar de su
bien, que debe sufrir su propia muerte como un castigo y un resca
te, en el mejor de los casos una repetición de lo que fue en el co
mienzo. Culpabilidad, también, de estar atrapado en una violencia
que niega y rechaza hacia lo sagrado, donde, sin embargo, sabe
que alguien vigila y le pide cuentas de su tiempo.
Pero abrirse al “horror” y al éxtasis dionisiaco es entrar, a ries
go de su bien, a la dimensión perdida del Otro, hacer vivir aquí
y ahora ese punto de la alteridad dándole su fuerza constitutiva,
su derecho de ciudadanía que es precisamente lo que la ley pro-
hibe porque nosotros no podemos sino decirlo mal, maldecirlo.
Toca al sujeto paradójico de la crueldad, en la extrema soledad
en que enfrenta su propio despoblamiento, hacernos donación
del Otro: de lo que no le pertenece, lo deshereda por su advenir
mismo, pero nos devuelve al presente eterno de nuestra “propia”
ex-istencia -m eta de la crueldad vivida en su rigor más allá del
placer y del dolor, momento en que la culpabilidad misma, por
la fuerza del humor cruel, se vuelve liberadora.
Objetivo generosísimo, común a Nietzsche y a Artaud, que el pri
mero expresaba en este imperativo: “Es necesario reinterpretar la
muerte” (v, 337), cuyo eco se encuentra en numerosas páginas de
Artaud. Muchos caminos se abren ante ellos, a veces divergentes. El
primero toma elementos de la filosofía -el heroísmo estoico ante la
muerte, la dignidad del suicidio- o incluso presta fe a la despreocu
pación común: el hombre se niega a pensar el pensamiento de la
muerte. Artaud reacciona con la violencia del humor: “Yo / soy el
eterno mismo / con algunos otros garbanzos... ”,í)2 o de la negación: la
muerte es una invención, “un estado de magia negra que no existía /hace
no mucho tiempo” (xil, 60). Los dos, sin embargo, apuntan a ese punto
crucial de la alienación humana: la idea de la muerte, que sella con
una decisión radical la diferencia entre el hombre y la eternidad - ”la
dialéctica cerebral del pensamiento” es esa locura que obliga al
hombre a repetir indefinidamente la historia de su ruptura con el in
finito. Contra ella, Artaud quiere suscitar otro “delirio”, otra “ma
gia”; Nietzsche, otra “fe”: aunque sólo fuera una nueva creencia, el
Eterno Retorno valdría como contraveneno.
Pero la ética de la crueldad, tal como la viven Nietzsche y Ar
taud, se caracteriza por ser indisociable de una experiencia. Para
Nietzsche, la revelación dionisiaca del Eterno Retorno es esa roca
de la experiencia que el pensamiento no puede comprender, aun
que sí puede intentar alcanzar su intensidad. En él se prueba la in
mediatez paradójica del instante en que se reúnen el tiempo y la
eternidad, la repetición y la diferencia (el Acontecimiento en su di
mensión más inactual), la “voluntad de poder” como deseo de eter
nización y como necesidad de morir para que puedan advenir otras
perspectivas, otras formas de poder. Anillo nupcial entre Zaratustra
y la eternidad, filtro de amor ofrecido por “la gran Circe”, el Eterno
Retorno no se puede abordar desde el punto de vista del sujeto, a
menos que éste se contente con decir sucesivamente lo que no pue
de articular al mismo tiempo, por un lado: el pese más pesado, una
fuerza selectiva, la cabeza de Medusa, pero por el otro: el júbilo ante
la eternidad, la aceptación de todo corazón de todo lo que fue “sin
quitar, ni exceptuar, ni seleccionar nada” (xiv, 244).
Según Artaud, se debe “vivir para el infinito” en una especie de
Apocalipsis permanente del que los cuadros de Van Gogh nos dan
62 “C’est qu’unjour...”, en 84, núm. 10-11, 1949, p. 406.
ilustraciones: surge el Acontecimiento en la simplicidad inmediata
de las cosas: un sillón, una flor, una cara, pero esa mostración de
lo más simple consiste en “atreverse a correr el riesgo del pecado
del otro” (xm, 57). La relación con el Otro, que se vive como cruel
dad, no es nunca pura ni inmediata: puede culpabilizarnos, alie
narnos, o bien abrirnos al “afuera”, pero el héroe está siempre dis
puesto a correr el riesgo de ese pecado. En los Cuadernos de Rodez,
Artaud no acaba de declararse siempre a favor y en contra de la
eternidad, a favor y en contra del infinito. Ninguna decisión es po
sible, porque sólo la experiencia de “morir vivo”, el trabajo del
“cuerpo sin órganos”, que no conoce fin ni pausa, la voluntad
siempre diferente en su reiteración del Eterno Retorno de lo Mis
mo, son condiciones de la eternidad. “Ser inmortal se paga caro:
para eso es preciso morir varias veces en vida”, escribe Nietzsche
(vill*, 311). Unica manera de vivir en la apertura farmacéutica de
lo sagrado, de asumir la indecidible “presencia” de lo real Enton
ces el hombre es libre e inocente de lo que fue y de lo que puede
advenir, pero pasa a ser terriblemente responsable de todo ello.
Responder al apremio del Otro, tal es su responsabilidad -la
más peligrosa y cruel, pero también la más rica. Llamándonos con
sus escritos a esa exigencia de lo inhumano como centro y punto
de fuga de lo humano, del “desobramiento” como razón de la
obra, Nietzsche y Artaud mantienen abierta para nosotros “la
puerta de un enigmático y siniestro más allá”, la única apertura en
que podemos ir adelante de nuestra hora más rica, mantener la
existencia “a la altura de poderosos afectos”.
“Ciertamente a menudo son ocasión de nuestra ruina -pero eso
no es argumento contra sus efectos útiles, vistos en grande” (n ., v ,
339).
OBRAS DE NIETZSCHE Y ARTAUD
Antonin Artaud
Tomo I
* Préambule - Adresse au Pape - Adresse au Dalai Lama - Correspondan-
ce avec Jacques Riviére - L’Ombilic des Limbes - Le Pése-Nerfs suivi des
Fragments d’un Journal d’Enfer - L’Art et la Mort - Premiers poémes
(1913-1923) - Premieres proses - Trie Trac du ciel - Bilboquet - Poémes
(1924-1935)
** Textes surréalistes - Lettres
Tomo II
L’Evolution du décor - Théátre Alfredjarry - Trois oeuvres pour la scéne -
Deux projets de mise en scéne - Notes sur les Tricheurs de Steve Passeur -
Comptes rendus - A propos d’une piéce perdue - Á propos de la littératu-
re et des arts plastiques
Tomo III
Scenari - A propos du cinéma - Lettres - Interviews
Tomo IV
Le Théatre et son Double - Le Théátre de Séraphin - Les Cenci - Dossier
du Théátre et son Double - Dossier des Cenci
Tomo v
Autour du Théátre et son Double - Articles á propos du Théátre de la
N.RF. et des Cenci - Lettres - Interviews - Documents
Tomo VI
Le Moine, de Lewis, raconté par Antonin Artaud
Tomo vil
Héliogabale ou TAnarchiste couronné - Les Nouvelles Révelations de l’Etre
Tomo VIII
Sur quelques problémes d’actualité - Deux textes écrits pour ‘Voilá’ - Pa-
ges de carnets. Notes intimes - Satan - Notes sur les cultures orientales,
grecque, indienne, suivies de le Mexique et la civilisation et de l’Étemelle
Trahison des Blancs - Messages révolutionnaires - Lettres
268 OBRAS DE NIETZSCHE Y ARTAUD
Tomo IX
Les Tarahumaras - Lettres relatives aux Tarahumaras - Trois textes écrits
en 1944 á Rodez - Cinq adaptations de textes anglais - Lettres de Rodez
suivies de l’Évcque de Rodez - Lettres complémentaires á Henri Parisot
Tomo x
Lettres écrites de Rodez (1943-1944)
Tomo xi
Lettrres écrites de Rodez (1945-1946)
Tomo XII
Artaud le Momo - Ci-git précéde de la Culture Indienne
Tomo xiii
Van Gogh le suicidé de la société. Pour en finir avec le jugement de dieu
Tomo XIV
Suppóts et Suppliciations
Tomo XV
Cahiers de Rodez (février-avril 1945)
Tomo xvi
Cahiers de Rodez (mai-juin 1945)
Tomo XVII
Cahiers de Rodez (juillet-aoüt 1945)
Tomo XVIII
Cahiers de Rodez (septembre-novembre 1945)
Tomo XIX
Cahiers de Rodez (décembre 1945-janvier 1946)
Tomo xx
Cahiers de Rodez (février-mars 1946)
Tomo XXI
Cahiers de Rodez (avril-mai 1946)
Tomo xxii
Cahier du retour á París (26 mai-juillet 1946)
OBRAS DENIETZSCHEY ARTAUD 269
Tomo xxm
Cahier du retour á Paris (aoüt-septembre 1946)
Tomo XXIV
Cahiers du retour á Paris (octobre-novembre 1946)
Tomo xxv
Cahiers du retour á Paris (décembre 1946-janvier 1947
Tomo XXVI
Histoire vécue d’Artaud-Mómo. Téte-á-téte par Antonin Artaud
Por aparecer
Tomo xxvn
Cahiers du retour á Paris (février-mars 1947)
Tomo XXVIII
Cahiers du retour á Paris (avril-mai 1947)
Friedrich Nietzsche
Tomo I
* La naissance de la tragédie - Fragments posthumes 1869-1872
** Écrits posthumes 1870-1873
Tomo II
* Considérations inactuelles I et II - Fragments posthumes 1872-1874
** Considérations inactuelles ni et iv - Fragments posthumes 1874-1876
Tomo m
Humain, trop humain - Fragments posthumes 1876-1879 (dos volúmenes)
Tomo IV
Aurore - Fragments posthumes 1879-1881
Tomo V
Le Gai Savoir - Fragments posthumes 1881-1882
Tomo vi
Ainsi parlait Zarathoustra
270 OBRAS DE NIETZSCHEY ARTAUD
Tomo VII
Par-delá bien et mal - La généalogie de la morale
Tomo VIH
* Le cas Wagner - Crépuscule des idoles - L’Antéchrist - Ecce Homo -
Nietzsche contre Wagner
** Dithyrambes de Dionysos - Poémes et fragments poétiques posthumes
(1882-1888) (edición bilingüe)
Tomo IX
Fragments posthumes (été 1882 - printemps 1884)
Tomo X
Fragments posthumes (printemps-automne 1884)
Tomo XI
Fragments posthumes (automne 1884 - automne 1885)
Tomo XII
Fragments posthumes (automne 1885 - automne 1887)
Tomo XIII
Fragments posthumes (automne 1887 - mars 1888)
Tomo XIV
Fragments posthumes (debut 1888 - debut janvier 1889)
BIBLIOGRAFIA EN ESPAÑOL
Antonin Artaud
Carta a los poderes, Barcelona, Argonauta, 1988.
El teatro y su doble, La Habana, Instituto del Libro, 1969.
Heliogábalo o el anarquista coronado, Madrid, Fundamentos, 1972.
Los tarahumaras, Barcelona, Barral, 1972.
Mensajes revolucionarios, Madrid, Fundamentos, 1973.
México y Viaje al país de los tarahumaras, México, fce , 1984.
México, poemas y ensayos, México, unam, 1962.
Poemas y ensayos, México, Coordinación de Humanidades, UNAM, 1991
OBRAS DE NIETZSCHE Y ARTAUD 271
Friedrich Niet&che
Obras completas, Madrid, Aguilar, 1962.
Tomo i
Consideraciones intempestivas - Humano, demasiado humano
Tomo II
Aurora - Tratados filosóficos y filosofía general
Tomo III
El eterno retorno - Así habló Zarataustra - Más allá del bien y del mal
Tomo IV
La voluntad de dominio - El ocaso de los ídolos - Ecce homo
Tomo V
El origen de la tragedia - Obras postumas (1869-1873) - La cultura de los
griegos - Correspondencia