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EL DRAMA DE MÉXICO

Sujeto, ley y democracia

Israel Covarrubias

MÉXICO, 2012

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Benemérita Universidad Autónoma de Puebla

Dr. Enrique Agüera Ibañez


Rector

Mtro. Alfonso Esparza Ortiz


Secretario General

Dr. Fernando Santiesteban Llaguno


Vicerrector de Extensión y Difusión de la Cultura

Dr. Jorge David Cortés Moreno


DirFDUPS de Comunicación Institucional

Dr. Carlos Contreras Cruz


Director de Fomento Editorial

Primera edición, diciembre 2012


isbn: 978-607-487-526-3

© Israel Covarrubias

© D. R. Benemérita Universidad Autónoma de Puebla


Dirección de Comunicación Institucional
4 Sur 303, Centro, Puebla, Pue. C.P. 72000

Diseño y edición: Paola Martínez Hernández

Impreso y encuadernado en México


Printed and bounded in Mexico
ÍNDICE

PRÓLOGO, 9
Del dramático abogado de la legua y otros azoros, 9
Rafael Estrada Michel

INTRODUCCIÓN, 19
¿Porqué el drama de México?

1. ESPECTROS Y EXPERIENCIAS DE LA REVOLUCIÓN


MEXICANA, 29
En el nombre de la revolución
El Estado como tránsito
Futuro pasado. Una semántica sin tiempo

2. EL FANTASMA DEL PRI Y LA ANOMALÍA ESTATAL, 63


“El que se mueve, no sale en la foto”
Un fantasma recorre México… es el fantasma del PRI
¿Quién le debe a quién?

3. LA CONFLICTIVA BÚQUEDA DE UNA EDUCACIÓN PARA


LA DEMOCRACIA, 83
La personalidad democrática
La invención de un sujeto-lector
Retos politicos de la educación

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4. LA PERRERA Y LA MORDIDA, 111
“Un político pobre, es un pobre político”
Renovar lo imposible
Suspensiones y perversiones

5. DIAGONALES DE UNA SOCIEDAD INDEFENSA, 137


El nuevo autoritarismo: excluir incluyendo
Ilusión de cambio
¿Dónde está el compromiso?

6. APUNTES DE UN ESTADO SIN LEY, 165


¡Lo que falta es la ley!
Las ficciones de la autoridad y la legitimidad
Fallas y vicios del Estado

Bibliografía, 183
Índice de nombres, 201

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1
Espectros y experiencias
de la Revolución mexicana

La política se ha vuelto el género predominante


en la escritura de la historia. Quizá podríamos decir que
siempre lo ha sido. Más allá de aludir a una centralidad
inherente a la política para dar cuenta de la escritura
histórica de un país, en realidad expresa una enorme
capacidad de “hacerse presente” en los momentos de
cambio, aunque éstos no sean únicamente en la orde-
nación política. Sin embargo, y como pareciera lógico,
la escritura de la política y la visibilidad de la historia
presuponen un ejercicio de reflexión que comienza
con la identificación de los lugares de encuentro de
esos pasajes que fundan un régimen de historicidad
distinto o, incluso, nuevo y que, al mismo tiempo,
permiten el nacimiento, como efecto de la producción
de historicidad, de otro tipo de régimen de mentalidad
y sedimentación social en cualquier país en una época
determinada.
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Vale la pena hacer una breve señalización sobre lo
que estamos entendiendo por historicidad. Quien se ha
ocupado en años recientes sobre la noción de régimen
de historicidad es el historiador francés François Hartog.
Primero, el autor entiende por régimen aquello que es
propio de lo humano y que se puede organizar (comu-
nidad), “alrededor de las nociones de más o de menos,
de grado, mezcla, compuesto y equilibrio siempre pro-
visional o inestable”.1 Segundo, la historicidad es hablar
de “momentos de crisis del tiempo, aquí y allá, justo
cuando las articulaciones entre el pasado, el presente y
el futuro dejan de parecer obvias”.2 Entonces, un régi-
men de historicidad es una irrupción temporal donde
pasado, presente y futuro no tienen un lugar específico
y, por ende, plenamente identificable, dado el proceso
de extrañamiento que producirá la emergencia histórica.
Con ello, prosigue el autor su reflexión diciendo que en
Occidente moderno se construyó un tipo particular de
historicidad cuando se miraba al pasado como fuente
primigenia de soporte del presente (por ejemplo, a partir
de la Revolución francesa). Un segundo momento, es
cuando se deja esta concepción para depositar en el
futuro la fundamentación del presente (que, por su
parte, dominaría el siglo xx con la idea del hombre
nuevo, tanto en su variante técnico-capitalista, como
en aquella socialista). Finalmente, en un proceso más
cercano a nosotros en términos temporales, asistimos
a una transformación de los regímenes de historicidad
cuando se agrieta el presente de modo tal que, deján-
dolo en completa “suspensión” de sus raíces históricas
como de su tiempo por-venir, da vida a la inmediatez
1
François Hartog, Regímenes de historicidad, México, uia, 2007, p. 15.
2
Ibid, p. 38.

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y a la simultaneidad, al presentismo del tiempo, que
ocasiona un sentido de urgencia para responder con
la escritura, el discurso o la acción política a cualquier
reclamo venido desde lo social.
Sirva lo antes dicho de pretexto y guiño intelectual
para interrogarnos e interrogar a nuestros procesos
históricos en el siguiente sentido: ¿qué fue y que ha
pasado precisamente con el régimen de historicidad
que se produjo después de la Revolución mexicana? Es
decir, ¿qué concepciones del tiempo y de la escritura
de la política fueron formuladas en los años y en las
décadas posteriores a la finalización de la Revolución?,
¿en qué sentido podría permitirnos significar los ava-
tares más recientes del régimen político mexicano y
ante todo del Estado?

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Si partimos de la constatación que el vocablo “revo-


lución” en la historia de la modernidad está directa-
mente relacionado con los orígenes de la tradición
del pensamiento democrático,3 tenemos entonces
que en los inicios del siglo xx en nuestro país se asiste
a la escalada de una revolución en tanto guerra civil
declarada, donde la liberalización de distintos proce-
sos de la violencia ubicaron su modo de existir en la
representación de un acto escénico, hic et nunc, con
3
Es decir, está articulado con distintos procesos ideológicos y políticos
que dieron vida a la formación de los regímenes y de los Estados de-
mocráticos modernos en la experiencia continental a partir de 1789 en
Francia. Cfr. Giorgio Agamben, Stato di eccezione. Homo sacer II, Turín,
Bollati Boringhieri, 2003, p. 14.

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porcentajes considerables de dramatización en un
intento por abrir el porvenir en una pretendida direc-
ción democrática. Con independencia de su éxito o
fracaso, lo evidente fue la ruptura con el orden político,
primero, y después con el orden social anterior (etapa
porfirista), precedida por un fuerte y gradual cambio
de los aspectos organizacionales de la vida en común
y de la vida social, ya evidente hacia finales del siglo
xix, sobre todo en el ámbito regional y con algunos
rasgos definitorios en sentido liberal y republicano.4
Como efecto de esta nueva moralidad, se asistiría a la
crisis terminal del régimen porfirista. Así lo ha hecho
ver Rhina Roux, para quien:

Tres crisis coincidieron en el estallido de la Revolución


mexicana y prepararon la caída del régimen porfirista. Por
un lado, la crisis económica de 1907-1910, que implicó tanto
una crisis de subsistencias como la caída de la producción
minera, que afectó sobre todo a los estados del norte. De otra
parte, una crisis social expresada en un nuevo ciclo de violencia
agraria, estallidos de insubordinación obrera y crecimiento
de la organización liberal opositora en el mundo urbano. Por
último, una crisis política manifestada simultáneamente en el
quiebre de la relación de mando-obediencia, el surgimiento
de diversas oposiciones al régimen y la ruptura de la unidad
interna de la élite política.5

Luego entonces, al ser el anhelo de justicia (que es un


reclamo de democracia) el horizonte de la Revolución
mexicana, en los años posteriores a su finalización

4
Alicia Hernández Chávez, La tradición republicana del buen gobierno,
México, El Colegio de México/fce, 1993, pp. 118-199.
5
Rhina Roux, El príncipe mexicano. Subalternidad, historia y Estado,
México, era, 2005, p. 102 [cursivas de la autora].

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encontramos la institución de un régimen de histori-
cidad fundado en la reelaboración del pasado glorioso
y heroico, así como en la grandilocuencia del caudi-
llismo relacionado con la mitología de la guerra civil.
No hay que olvidar que la estructura fundante de la
Revolución fue el mito de la democracia, en particu-
lar, en el terreno de la igualdad social pero también
en el terreno de los derechos políticos (por ejemplo,
la exigencia política de Francisco I. Madero respecto
a la efectividad del sufragio). Por ello, siempre está
presente la insistencia sobre el ámbito de la justicia y
su reverso: el agravio producido precisamente por el
profundo sentimiento de injusticia de las clases sub-
alternas frente a los dominios del poder político. Sin
embargo, el mito estará presente con mayor fuerza en
la conclusión de la misma. Tal parece necesaria una
mitología democrática para permitir el nacimiento
de una estación política que, por un lado, dibujara el
punto de quiebre y el límite desde el cual podría ser
posible el cambio de experiencia frente a la Revolución
y, por el otro, frente al porvenir.
Uno de los momentos que ponen en evidencia el
deseo de cambio es cuando alguien comienza a hablar
en el nombre de la Revolución, la justicia y el pueblo
para organizar los procesos de recomposición social
y política y que, al pretender ser identificado clara-
mente, se transforma en actor político y/o social al
grado de indicar una dirección histórica que fungiera
como justificación de la Revolución. En su origen, el
momento preciso de develar a ese alguien y del efecto
que producirá en términos institucionales y sociales,
es la aparición de la “palabra” de la ley frente a los
disturbios presentes a lo largo del país, interpretables
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como una pura fuerza de ley. Por lo menos a partir de
1917, cuando el proceso constituyente ocupa el lugar
de una persona ficticia,6 la cuestión urgente y central era
el cómo cerrar o detener y cómo cambiar o desplazar
hacia otro terreno la querella por una nación disuelta
y desbordaba en espirales de violencia local, incluso
sin conexión entre ellas.7 Hay que tomar en cuenta
que el proceso constituyente de 1917 es el lugar de la
“palabra” de la ley y la Constitución (Carta Magna)
resultante es la “escritura” de la ley. Pero, además,
tenemos un tercer elemento que necesita ser obser-
vado. La noción de fuerza de ley es fundamental ya
que puede ser definida como un oxímoron, al ser a un
mismo tiempo un proceso que une y tensa: “éxtasis-
pertenencia”.8 Es decir, fuerza de ley es lo que ya no
puede ser interpretable y mucho menos sancionable
por la ley escrita y su ejercicio. Paradójicamente se
emparenta más con la palabra de la ley. En este sen-
tido, es un indecible, un espacio suspendido que la
ley produce en su actuación, y por ello no puede ser
6
Al respecto, Jaime Labastida dice que: “Los conceptos de res ficta y
de persona ficta están asociados a la fórmula jurídica de los cuerpos (o de
las corporaciones) y de las personas morales (en su calidad de ‘cuerpos’
que poseen cabeza y miembros): Iglesia, Estado, Corona, Rey (en
tanto que jefe del Reino y no como persona ‘física’ o ‘natural’)”, Jaime
Labastida, El edificio de la razón. El sujeto científico, México, Siglo xxi
Editores, 2007, p. 2.
7
De cualquier manera, la constitucionalización de 1917 expresa lo que
Dussel define como las maneras con las cuales una comunidad desea
“darse un gobierno”, y que tiene siempre una naturaleza democrática
en cuanto proceso de constitución de comunidad, no frente a los resul-
tados que dicho momento instituyente producirá. Cfr. Enrique Dussel,
20 tesis de política, México, Siglo xxi Editores/crefal, 2008, pp. 29-33,
62-68, 94-99.
8
Agamben, Stato di eccezione…, op. cit., p. 48.

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pensada como un puro momento antijurídico. Viene
a colación el término fuerza de ley, ya que precisa-
mente nos permite entender la diferencia, primero,
entre “palabra” y “escritura” de la ley y, segundo,
tener una mayor precisión no sólo conceptual, sino
histórica respecto a la Carta Magna mexicana que es,
al final, un momento constituido y no únicamente
constituyente, ya que es un instante que amarra dos
tiempos: el pasado como presente y el presente que
confirma el tiempo porvenir. De aquí se desprendería que
la ley y su escritura son, en efecto, un elemento fundante
de la soberanía estatal, pero dado que lo que fundan es un
orden artificial posterior a las formas de relacionarse
entre los sujetos, al mismo tiempo edifica su excep-
ción en su sentido constitucional. Luego entonces,
el Estado posrevolucionario se transforma en un
proceso de escrituración de la ley y, al mismo tiempo,
de suspensión de normas y reglas, lo que presupone
la apertura a una aporía traducible como otro tipo
particular de fuerza de ley: otorgar un primado a la
excepción del Poder Ejecutivo que se vuelve fuente
de producción legislativa a través, por ejemplo, de
la facultad de dictar decretos. De aquí, pues, que la
ley que emana del Estado no sólo ordena (nomos),
sino que también regula el vacío que existe entre los
hombres (lex), sobre todo cuando se constata que no
se puede eliminar del todo la posibilidad permanen-
te de la guerra de abierto carácter civil (stásis).9 Por
ende, lo que tenemos respecto a la fuerza de ley es

9
Sobre la diferenciación entre nomos y lex, implicando las
tradiciones filosóficas de ambos vocablos, remito al capítulo 6.

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un pluralismo de la palabra de la ley, que produjo el
éxtasis revolucionario mexicano.10
Por consiguiente, ¿cómo fue posible la formación
del Estado y de las instituciones en los años posteriores
a la Revolución?, ¿qué tipo de cuerpo ordenó estatal-
mente la vida social?, ¿qué órganos fueron privilegiados
en el sentido de permitir su conexión efectiva con el
cuerpo del Estado posrevolucionario? Para empezar,
se puede decir que: “[…] a la Revolución le tomó
diez años, de 1911 a 1920, destruir el antiguo régimen
porfiriano; pero como la obra acabó por ser total, la
Revolución se quedó en 1920 sin enemigo al frente,
dueña indiscutida del campo. Esto quiere decir que las
posibles oposición y división estaban dentro del grupo
vencedor y no fuera de él”.11 Por tal motivo, el cambio
resultante de los diez años de lucha armada en México
generó un proceso de reunificación −quizá como pre-
tendida respuesta de continuidad− de la totalidad de
relaciones sociales, integrado −por una parte− en un
cuerpo estatal (persona ficticia), cuyos órganos internos
definirían la composición de la sociedad mexicana
que termina agrupada, dividida y segmentada en un
pacto −por la otra− constitucionalizado (escritura de
la ley), en efecto, en 1917, pero que al no ser suficiente
10
La revuelta (stásis) se vincula con el vocablo estasiología que, en palabras
de Baechler, quiere decir “alzarse en contra”. El autor lo usa para dar
cuenta de los fenómenos que define como antisociedades, por la capa-
cidad de poner en predicamento los principales núcleos de historicidad
y cohesión de un régimen social y político, así como de un Estado y
en función de permitir el cambio en la dirección organizacional de una
sociedad. Cfr. Jean Baechler, Los fenómenos revolucionarios, Barcelona,
Península, 1974, passim.
11
Daniel Cosío Villegas, El sistema político mexicano. Las posibilidades
del cambio, México, Joaquín Mortiz, 1982, p. 50.

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para evitar el resquebrajamiento político total del
país, paralelamente generó un régimen de historicidad
donde el Estado posrevolucionario privilegiaría tanto
al presidencialismo con su impronta ideológica, así
como, ya entrados los años veinte, al Partido Nacional
Revolucionario (pnr), como agencia estatal de control
y negociación social y política.12 Para Cosío Villegas, el
pnr fue creado para tres funciones básicas: “contener
el desgajamiento del grupo revolucionario; instaurar
un sistema civilizado de dirimir las luchas por el
poder y dar un alcance nacional a la acción político-
administrativa para lograr las metas de la Revolución
mexicana”.13
La puntualización del Estado como cuerpo y que
nace al término de la Revolución mexicana tiene va-
rias razones en esta sede. La primera, y quizá la más
evidente, es que el Estado posrevolucionario fundaría
uno de sus ejes de reproducción (relaciones de mando-
obediencia y producción de una sólida base de legitimi-
dad) en la puesta en marcha de una serie de fundaciones
institucionales y de procesos inherentes a ellas desde
un perfil abiertamente corporativo.14 La segunda, si
la democracia es uno de los anhelos que dinamitan el
proceso revolucionario en México, entonces resulta
importante no olvidar los estrechos vínculos teóricos e
históricos entre democracia y cuerpo social. La tercera
y última, el lugar que ocupa en la historia del siglo xx
mexicano el cuerpo político y sus múltiples representa-
12
Ibid, p. 21.
13
Ibid, p. 35.
14
Un estudio estupendo que problematiza los orígenes históricos del
corporativismo mexicano es Marialba Pastor, Cuerpos sociales, cuerpos
sacrificiales, México, ffyl-unam/fce, 2004.

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ciones, sobre todo en una específica que pretendemos
dilucidar aquí: las formas bajo las cuales el cuerpo
político irá apareciendo en el espectro público-estatal,
y conjuntamente los modos de su gradual desaparición
de ése lugar potencialmente de todos, a través de la
permanencia de la noción abiertamente política del
cadáver de la Revolución, junto al lugar que ocupará en
el interior del Estado posrevolucionario como órgano
espectral (jamás como muerto) con la activación de los
procesos de estructuración ideológica mexicana en las
décadas sucesivas.15
Por consiguiente, los órganos ya visibles hacia la se-
gunda mitad de los años veinte en México, permitieron
la estructuración del espectro público-estatal mexicano
a partir de una noción original −aunque se alejará del
cuerpo semántico de la pragmática democrática− de or-
den y centro que se presentaba en el escenario como una
suerte de clausura al proceso armado. En primer lugar,
la escritura de la ley se le opone a la fuerza-palabra de
ley; no obstante, sigue existiendo una insuficiencia para
15
En el “regreso” a Marx que hace Derrida para proponer un nuevo
debate en torno al tema de la justicia, dice que el espectro (que ya estaba
presente desde la primera línea del Manifiesto del Partido Comunista) es
aquella instancia que puede “ver sin ser visto”. Es decir, es lo que funda
una presencia histórica terrible, ya que es una ausencia permanente,
oculta en el anonimato de la falta de nombre propio (por eso puede
volverse cuerpo político) y que dispara sus dardos al tiempo presente y
su dilatación hacia adelante, a pesar de que el futuro sea un lugar, nos
dice el autor, que “sólo puede ser de los fantasmas”. Por ello, la aparición
y sobre todo la reaparición en la historia del fantasma de la justicia y la
democracia −para meter el tema específico de este trabajo− es una reapa-
rición y un regreso de y a un pasado interminable, pues su configuración
está vinculada al “primer personaje paterno”, Jacques Derrida, Espectros
de Marx. El estado de la deuda, el trabajo de duelo y la nueva internacional,
Madrid, Trotta, 2003, pp. 11-89.

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contractualizar a la nación en coherencia con su origen
revolucionario. Lo que se construyó fue una idea de
orden que justificaría por muchas décadas el ejercicio
discrecional del poder político, encarnada precisamen-
te en el nombre que evocaba el Poder Ejecutivo, o sea
el presidente de la República, que a su vez hablaba a
nombre del pueblo mexicano, lo que le permitió for-
mar una ilusión de certidumbre sobre todo cuando su
figura era acompañada por una forma excepcional para
construir, aplicar e interpretar la ley: fue un nombre
que no designaba ni representaba a alguien (era Uno:
a un solo tiempo ese alguien y la representación de
él), un órgano completamente autónomo, la ley y su
aplicación, el nosotros democrático frente al pasado y
en espera del futuro. Según el Diccionario de la Real
Académica Española, evocar (evocare) es definible en
dos sentidos: el primero, “Traer algo a la memoria o
a la imaginación”; el segundo, “Llamar a los espíritus
y a los muertos, suponiéndolos capaces de acudir a los
conjuros e invocaciones”.16 Luego entonces, el signifi-
cante que estamos construyendo en este trabajo tiene
que ver con ese alguien que evoca una noción de orden
a partir de “traer algo a la memoria”, pero sobre todo
al imaginario social (en este caso, aludo claramente al
nombre y a la escritura de la ley mediatizados por el
nombre y la figura del presidente), pero también pre-
supone traer algo a la memoria, en efecto, por parte
del anonimato del orden para convocar al espectro de la

16
Diccionario de la Real Académica Española, “Evocar”, Madrid, Real
Academia de la Lengua Española, Vigésima segunda edición, 2010,
en http://buscon.rae.es/draeI/SrvltConsulta?TIPO_BUS=3&LEMA=evocar
[consultado el 7 de junio de 2010 [cursivas mías].

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Revolución en la medida de tejer una fina elaboración
simbólica capaz de crear un espacio ilusorio de certezas,
ontológicas y sociales, sustentadas en la decisión (que
por origen es política) en vez que en el proceso jurídico
de otorgamiento y aseguramiento de los derechos y
de respeto impersonal de la ley.17 En este sentido, era
un nombre (“el presidente”) y sobre todo un hombre
que quebró la forma ficticia de la república y ataba al
pueblo y a sus deseos en una esperanza vacía. Por tal
motivo, no resulta exagerado el término acuñado por el
politólogo Juan José Linz para definir el genus político
mexicano de presidencialismo extremo.18
Por otro lado, habría que subrayar la ambivalencia
semántica del vocablo pueblo, ya que anuda en modo
simultáneo dos funciones históricas específicas cuan-
do, en realidad, estamos hablando de dos procesos
de distinta significatividad política. Por una parte,
la noción de Pueblo (con mayúscula) está presente
cuando el cuerpo se vuelve político en el momento
en que produce comunidad, o sea, orden político. La
segunda acepción, pueblo (en minúscula) designa al
sujeto, no al proceso pretendidamente unitario de for-
mación histórica de la comunidad y del Estado. Quien
17
Con relación a los usos semánticos y sobre todo pragmáticos de la
ley en México, remito al capítulo 6. Acerca del tema de la ilusión de
certidumbre en la política, Fernando M. González, “Algunos aspectos
de la ilusión en política”, Perfiles latinoamericanos, año 8, núm. 15, di-
ciembre, 1999, pp. 47-71, sobre el nombre y el proceso de subjetivación
inherente a él en términos teóricos, Labastida, El edificio de la razón…,
op. cit., pp. 2 y ss.
18
Miguel Ángel Centeno, “The Failure of Presidential Authoritaria-
nism: Transition in Mexico”, en Scott Mainwaring y Arturo Valenzuela
(comps.), Politics, Society, and Democracy. Latin America, Boulder, Co.,
Westview Press, 1998, p. 27-47.

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designa y afirma que un sujeto pertenece al pueblo en
minúscula o a la comunidad política es precisamente
el Estado. En última instancia, la autoridad (con in-
dependencia de saber cómo obtuvo dicha autoridad)
es quien decreta (incluso como puro acto de habla) la
pertenencia o no del sujeto al pueblo como cuerpo
político y/o subjetivación, sobre todo cuando adopta la
función normalizadora sobre ellos. La derivación lógica
es evidente. La ley que se produce en el interior del
Estado es para normalizar y normativizar a los sujetos
a través de la actuación del poder en su dimensión más
simple: la fuerza. Por ello, con una fuerte dosis de iro-
nía, escribe Claudio Magris que “La ley es la tutela de
los débiles, porque los fuertes no necesitan de ella”.19
19
Claudio Magris, Literatura y derecho. Ante la ley, Madrid, Sexto Piso,
2008, p. 60. Por otra parte, es necesaria una “cierta” distancia critica
respecto a las interpretaciones culturalistas que han pretendido describir
y sobre todo explicar que la ausencia de respeto a la ley en nuestro país
por parte de la autoridad instituida y de muchos grupos sociales es un
producto (¡genuino!) de una cultura política tradicional, premoderna y
asimétrica respecto a lo que supone el ejercicio democrático y moderno,
por ende, racional, de la autoridad. De entre los autores que reciente-
mente insisten −aunque en modo insuficiente− sobre la centralidad de
la cultura como variable explicativa del surgimiento y resurgimiento del
populismo en el contexto democrático de las últimas décadas (y vinculado
a esa cultura premoderna y antidemocrática) está Roger Bartra, para quien
el populismo, por ejemplo, es “una forma de cultura política, más que
la cristalización de un proceso ideológico. En el centro de esta cultura
política hay ciertamente una identidad popular, que no es un mero sig-
nificante vacío sino un conjunto articulado de hábitos, tradiciones, sím-
bolos, valores, mediaciones, actitudes, personajes e instituciones”, Roger
Bartra, “Populismo y democracia en América Latina”, Letras libres, año x,
núm. 112, abril, 2008, p. 50. Frente a ello, es conveniente no descuidar
las variables políticas que pudieran, al incorporar algunos componentes
o categorías culturales, explicar precisamente los fenómenos políticos,
y en cuyo terreno la cultura ya no tiene capacidad de diferenciación

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Incluso, para cerrar la idea, Giorgio Agamben sugiere
que: “un mismo término [pueblo] nomina tanto al
sujeto político constitutivo como a la clase, que de
hecho no de derecho, está excluida de la política”.20
Más adelante agrega:
Todo sucede como si eso que llamamos pueblo fuese, en
realidad, no un sujeto unitario, sino una oscilación dialéc-
tica entre dos polos opuestos: por una parte, Pueblo como
cuerpo político integral, por la otra el subconjunto pueblo
como multiplicidad fragmentaria de cuerpos necesitados y
excluidos; Pueblo como inclusión que se pretende sin resi-
duos, y pueblo como exclusión que se sabe sin esperanzas;
en un extremo, el Estado total de los ciudadanos integrados
y soberanos, en el otro, la banda de los miserables, los opri-
midos, los vencidos.21

explicativa. De otro modo, se caería en la trampa lógica de desplazar


la semántica inherente a cualquier proceso político (que a su vez tiene
una raíz sintáctica por definición política) y referir que los fenómenos
políticos son explicables por su pragmática, es decir, por su puesta en
acción (prácticas sociales). Con ello, al terminar los fenómenos y proce-
sos políticos definidos y encerrados en la dimensión cultural, se llegaría
rápidamente a la presuposición de que la cultura es el problema real
de origen (por ejemplo, el populismo como pragmática), no un efecto
(muchas de las veces no esperado) de las variables políticas. Es decir, la
ley, aun en su pura dimensión de legalidad, es una variable política, ya
que relaciona a un fuerte con un débil frente a una disputa por la apli-
cación de la legalidad, no por la justicia que los contrayentes exigen. Por
ende, lo que hay que poner en evidencia son los juegos de imposición
y abuso de aquellas clases políticas que se encuentran en posiciones de
franca superioridad respecto al ejercicio del poder político y social, frente
a clases debilitadas por la imposibilidad de ejercer algún tipo de poder,
incluso legal, frente a la exclusión.
20
Giorgio Agamben, Mezzi senza fine. Note sulla politica, Turín, Bollati
Boringhieri, 2005, p. 30.
21
Ibid, p. 31.

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Ello nos llevaría, por consiguiente, a lo que el autor
llama “una fractura biopolítica fundamental [entre]
aquello que no puede ser incluido en el todo del cual
forma parte y que no puede pertenecer al conjunto en
el cual ya se encuentra siempre excluido”.22 Por lo tanto,
la democracia como régimen político y el Estado de
derecho como forma relacional e histórica que soporta
al primero, apuestan siempre por la constitución del
Pueblo, derogando las formas de manifestación espacial
y temporal del pueblo de los excluidos, que terminan
en un circuito periférico del cuerpo político unitario.
Esto equivale a decir que el sujeto en la democracia es
y existe como ciudadano, presuponiendo que hay una
suerte de motor “existencial” que produce al ciudadano
en el momento mismo de nombrar a la democracia.23
22
Ibid, p. 32.
23
Ya en su famoso prólogo a Los condenados de la tierra de Frantz Fanon,
Sartre decía en modo análogo que “Reclamar y negar, a la vez, la condi-
ción humana: la contradicción es explosiva”, Jean-Paul Sartre, “Prólogo”,
en Frantz Fanon, Los condenados de la tierra, México, fce, 1965, p. 19.
No olvidemos en este mismo orden de ideas, que en 1965 Arnaldo
Orfila Reynal fue destituido literalmente por la controversia suscitada
por la publicación, cuando todavía era director del Fondo de Cultura
Económica (fce) en 1964, del libro del antropólogo norteamericano
Oscar Lewis, Los hijos de Sánchez. Autobiografía de una familia mexicana
donde se manifestaba en modo fehaciente la necesidad de abrir el espectro
público a la “voz” a los excluidos del desarrollo mexicano. Cfr. Víctor
Díaz Arciniega, Historia de la casa. Fondo de Cultura Económica (1934-
1996), México, fce, 1996, pp. 147-155. Jaime Labastida, actual director
general de Siglo xxi Editores, comenta con relación al caso de la salida
de Orfila Reynal del fce y el nacimiento de Siglo xxi Editores, poco
tiempo después del incidente: “La publicación del libro de Lewis generó
un malestar en la clase dirigente de nuestro país, ya que se suponía que
en aquella época México había resuelto en lo fundamental sus grandes
problemas, que la revolución se había hecho para acabar con todos los
malestares generados en la época de la dictadura de Porfirio Díaz. Por

43

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En este sentido, el paradigma posrevolucionario
lo constituyó, sin duda, el general Lázaro Cárdenas,
al hacer coincidir con relativo éxito el momento de
la soberanía nacional (donde se enarbola la noción
de Pueblo como cuerpo político integral) con el de la
soberanía popular (donde el pueblo no se presenta
en una noción máxima deseable, ya que supuso más
bien indicar el papel del excluido, el desheredado, el
insatisfecho), bajo la estructuración ideológica del
nacionalismo revolucionario. Sin embargo, el costo
del intercambio fue enorme, ya que “Cárdenas −es-
cribe Octavio Ianni− pasa a simbolizar la sociedad,
la nación, el Estado y las posibilidades reales de de-
sarrollo económico y social”.24 Frente a ello, no hay
posibilidad de autonomía social, lo que dio lugar a
una representación heterónoma y populista entre el
presidente y su pueblo.25 No es fortuita la creación de
la Confederación de Trabajadores de México (ctm)
en 1936 para “domesticar” al sector obrero, la Con-
federación Nacional Campesina (cnc) en 1937 para
hacer lo suyo con el campesinado, el control del ejército
con la expulsión del país de Plutarco Elías Calles, Luis

consecuencia, si había un avance económico en la época de Díaz era por-


que había sido posible a las espaldas de los trabajadores, provocando una
profunda injusticia social”, Jaime Labastida, “En la cultura mexicana, lo
revolucionario es no cambiar”, entrevista realizada por Israel Covarrubias,
Metapolítica, vol. 14, núm. 70, julio-septiembre, 2010, pp. 30-31.
24
Octavio Ianni, El Estado capitalista en la época de Cárdenas, México,
era, 1991, p. 53.
25
Israel Covarrubias, “Breve historia del populismo en México”, en
Carlos Aguiar Retes, Rodrigo Guerra López y Francisco Porras (coords.),
Neopopulismo y democracia. Experiencias en América Latina y el Caribe,
Bogotá, celam, 2007, pp. 91 y ss.

44

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N. Morones, entre otros, en 1935, la expropiación
petrolera en 1938,26 año que el pnr deviene Partido
de la Revolución Mexicana (prm). Todos ellos serían
eventos que esbozaban la formación de un orden es-
tatal y político basado en una contractualización sui
generis: al mismo tiempo, informal y racional, legal y
discrecional, autoritario y carismático.27
Para algunos observadores del fenómeno, el principal
objetivo era sacar a flote y construir una suerte de dique
institucional y social al evidente “fracaso” de la Revo-
lución mexicana, ya que hasta ese entonces no había
podido mantener las promesas de respuestas estatales
−no sólo del gobierno− a las causas que la habían crea-
do. En efecto, la llamada política de masas del carde-
nismo fue dirigida hacia los terrenos agrario, laboral y
educativo como respuestas efectivas, sí, a las promesas
incumplidas de la Revolución pero también por la
recomposición de los grupos sociales, y que afectarían
en modo transversal tanto a las clases trabajadoras
como a los campesinos, al alargamiento de las clases
medias como a la clase intelectual, incluso afectaba las
posiciones y relaciones de clase de la burguesía que se
cobijaba en el seno del Estado.28

26
Donde aparece por vez primera con el vigor de tener un cuerpo político
recién creado, el ejercicio “litúrgico” de la fuerza de ley del Estado.
27
Ianni, El Estado capitalista…, op. cit., pp. 39-55, y Covarrubias, “Breve
historia del populismo…”, op. cit., pp. 90-93.
28
Arnaldo Córdova, La política de masas del cardenismo, México, era,
1974, pp. 17 y ss., también José Romano Muñoz, “De la revolución
económica a la revolución racial. El futuro papel de la universidad”,
Revista de estudios universitarios, tomo i, núm. 1, julio-septiembre,
1939, pp. 8-9.

45

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Derivado de este primer momento, se estructuró
una noción peculiar de centro, cuya fisonomía clau-
suraba la existencia del afuera (por ello, los enemigos
estaban dentro del grupo vencedor de la Revolución),29
donde los órganos del cuerpo político nacional revolu-
cionario eran construidos y leídos en su literalidad: sólo
existe el adentro y su detrás que fundaría un régimen
invisible, reglas “no escritas”, espectrales, pero siempre
presentes para dirimir los conflictos.
Luego entonces, si es necesario el mito para abrirle
espacio (lugar) a la Revolución, también es necesario
subrayar que ella nace como espectro, no se vuelve con
el pasar del tiempo en espectro, siempre mantuvo la
estructura de un espectro, precisamente, sin tiempo.
Estaba desde el inicio de la Revolución ahí: en el lugar
del pueblo y la democracia, en sustitución del proceso
de lucha y articulación de distintas ideologías que cul-
minarían con el momento constituyente de 1917, cuya
función era articular y direccionar, repito, una violencia
anomica hacia una serie de representaciones políticas
y sociales que desactivaran el profundo sentimiento
de injusticia presente en distintos ámbitos sociales
respecto a las dos figuras clásicas de la ley: la política
y el Estado. El espectro no se volvió representación,
ya que al ser una ausencia sin tiempo socavaría en los
decenios posteriores la propia dinamita revolucionaria
29
Ya en 1918, Venustiano Carranza lanzaba la petición de fundar un “De-
partamento Confidencial” en el interior de la Secretaría de Gobernación
que con el tiempo adoptaría la forma de la policía política del Estado
mexicano y que tendrá en la Dirección Federal de Seguridad (dfs) uno
de los capítulos más lamentables de la fuerza de ley posrevolucionaria.
Cfr. Sergio Aguayo Quezada, La charola. Una historia de los servicios de
inteligencia en México, México, Grijalbo, 2001, pp. 50 y ss.

46

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del país. La sofocó al grado de colapsarla y presuponer
que no había ya necesidad de construir otro espacio
social, real y plausible, no puramente espectral.
Por tal motivo, el Estado posrevolucionario y el
presidencialismo, jugando con sus nociones de orden
y centro, recuperaría una herencia no ideológica de
la guerra (interior y exterior) que le es dada desde el
siglo xix, para después articularla en un entramado
muy rentable para la oficialización de la historia en
una fisonomía ideológica que justificó la propiedad
exclusiva de la nación y el Estado, de la ley y su dege-
neración, del pueblo y su exclusión, y que se vuelve
un momento clave de la sedimentación de conductas,
actitudes, creencias, maneras de ser y hacer (formación
de la subjetividad) a través de pontificar y construir
una memoria compartida y ubicable en la experien-
cia de los llamados “grandes acontecimientos”, cuya
ubicación temporal puede iniciar con: “la invasión
estadounidense de 1846-1848, los conflictos entre li-
berales y conservadores de las décadas de 1850 y 1860,
la intervención francesa de 1862-1867 y la Revolución
mexicana de 1910-1920”.30
En el primer tercio del siglo xx, al fundar la nación
y la unidad mexicanas bajo la sombra de una ideolo-
gía que tuvo como rasgo distintivo un nacionalismo
unitario y colaboracionista (la “unidad” encapsulada
por el corporativismo hacia las clases sociales, la bur-
guesía de Estado, una élite política “sensible” en las
confrontaciones con los grupos sociales, etcétera), se
30
Roderic Ai Camp, Reclutamiento político en México, México, Siglo xxi
Editores, 1996, p. 81, también Fernando Escalante Gonzalbo, “Los crí-
menes de la patria. Las guerras de construcción nacional en México (siglo
xix)”, Metapolítica, vol. 2, núm. 5, enero-marzo, 1998, pp. 19-38.

47

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pone en marcha un recambio de la herencia cultural
e ideológica del positivismo del siglo xix para dar vida
a una serie de formas imaginarias que pretendieron
cubrir una parte considerable de la subjetivación de la
sociedad naciente. Incluso, lograrían la estetización de
la Revolución y sus escombros a través del papel que
desde tiempo atrás (aun antes de la aventura revolucio-
naria) venía cumpliendo el museo y, por otro lado, en
pleno despliegue del Estado posrevolucionario, el papel
determinante del muralismo.31 En paralelo, sobresale
por su éxito la nueva función económica, demográfica
y abiertamente política de la organización y modulación
del pueblo (el excluido) en censos de población, donde
según Luis Astorga, la “magia matemática” del aparato
estatal (censor) reduce al pueblo a un conjunto poblacional
cuyo reconocimiento institucional resulta precario y
autoritario, dadas las necesidades de construir una serie
de indicadores numéricos para tutelar el comienzo de
la modernización del país.32

31
Cfr. Carlos Monsiváis, “El muralismo: la reinvención de México” y
Luis Gerardo Morales, “Ojos que no tocan: la nación inmaculada”, en
Ilán Semo (coord.), La memoria divida. La nación: íconos, metáforas,
rituales, México, Fractal/conaculta, 2006, pp. 179-198 y 263-288
respectivamente. Ambos textos aparecieron originalmente en la revista
Fractal, vol. vii, núm. 31, octubre-diciembre, 2003.
32
Y señala: “El terreno donde la producción simbólica demográfica dominante
ha tenido mayor éxito es la reproducción. Forma parte del lenguaje común
imputarle al crecimiento demográfico los males del país o afirmar que no es
sino reduciendo éste como aquellos desaparecerán. El Estado ha establecido
límites a ese crecimiento basándose en un modelo matemático cuya eficacia
mágica empieza a cuestionarse incluso con sus propias armas, mostrándose
asimismo lo imposible de su objetivo inherente, pero aún sin trascender la
lógica que lo inspira”, Luis Astorga, “Census, censor, censura”, Revista mexi-
cana de sociología, año lii, núm. 1, enero-marzo, 1990, pp. 257-258.

48

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Así pues, a los indígenas se les otorga la protección
del indigenismo oficial; a las masas analfabetas, la
educación rural; a los obreros, la seguridad del trabajo
creado de arriba hacia abajo (con porcentajes cada vez
mas altos de “charrismo sindical”); a las clases ilustradas
e intelectuales, la Universidad Nacional Autónoma de
México (unam) y el fce; a los técnicos, el Instituto
Politécnico Nacional (ipn). De lo que se trataba era
de formar el criterio de la unidad nacional con el obje-
tivo de atisbar el futuro de la nación, el presente de la
política y el Estado y provocar la evocación constante
del pasado a lo largo del territorio, las instituciones
públicas y los grupos sociales.33

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Cuando está en marcha el proceso de otorgamiento


de derechos sociales al mayor número posible de la
población y sin conexión, por varios lustros, con el
terreno de los derechos políticos, el Estado posrevo-
lucionario se vuelve un simple momento de tránsito,
un impasse, donde el presidencialismo autoritario
desarrolla nichos cada vez más amplios de confianza
y cohesión social mientras que mina el anhelo de
democracia, volviéndola un momento importante

33
David A. Brading, “Manuel Gamio y el indigenismo oficial en Méxi-
co” y David L. Raby, “Ideología y construcción del Estado: la función
política de la educación rural en México, 1921-1935”, Revista mexicana
de sociología, año li, núm. 2, abril-junio, 1989, pp. 267-284 y 305-319
respectivamente, también José María Calderón Rodríguez, Génesis del
presidencialismo en México, México, El Caballito, 1972, pp. 135-147.

49

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en las dinámicas de legitimación política en el nivel
simbólico, pero no en las prácticas sociales que pre-
tendía encarnar.34
La democracia se vuelve una censura y un punto
ciego en el proceso de elaboración del Estado y pos-
teriormente en las burocracias del Partido Revolucio-
nario Institucional (pri) que lo irán componiendo, ya
que se presentaba en el teatro público-político como
un discurso integrador, expresado en dos funciones
típicas de control: la territorial, mediante los procesos
electorales y las estructuras de intermediación de los
cacicazgos, donde el pri deviene una máquina “atrapa
todo”;35 la interna, donde bajo la égida de la movilidad
y la “inclusión”, se garantizaba una circulación cons-
34
En términos analíticos, este tipo de problemáticas tienen que ver con el
llamado “efecto túnel” propuesto por Hirschman para caracterizar los usos
políticos del tiempo en los procesos y las instituciones adherentes al credo
democrático, ya que lo que tenemos es la conjugación del fenómeno de
postergación indefinida de los logros y la eficacia de un régimen político con
un tiempo político presente ineficiente. Cfr. Albert O. Hirschman, Essays
in Trespassing. Economics to Politics and Beyond, Cambridge, Cambridge
University Press, 1981, passim.
35
En este punto cobra especial importancia el peso que ha jugado la llamada
“legalidad autoritaria”. La celebración puntual de elecciones nacionales y loca-
les, con independencia de que muchas elecciones sin duda alguna las ganaría
el pri, estaban sostenidas en la recurrencia constante del fraude electoral, cuyas
prácticas comunes fueron el uso preponderante y masivo de credenciales falsas
para votar, el cambio de último minuto de las casillas, la intimidación de los
votantes, la destrucción de las urnas que contenían los votos favorables a la
oposición. Junto a ello, también se haría presente el llamado voto verde de
los ámbitos rurales, donde los mecanismos tradicionales de control político
estaban delegados a una serie de figuras tales como los caciques en pequeñas
comunidades indígenas y campesinas. No es fortuito que las mayores ex-
periencias de descontento anti-régimen que adoptó la movilización radical
(guerrillas) nacerán en zonas rurales de alta marginación. Centeno, “The
Failure of Presidential Authoritarianism…”, op. cit., pp. 30 y ss.

50

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tante de los puestos públicos, el acceso y la posibilidad
de seguir manteniendo un nosotros cohesionado.36
El resultado ha sido la formación de una dimen-
sión pública desarrollada desde mediados de los años
cuarenta del siglo pasado que enarbola la bandera de la
justicia −la cual corregía y asumía como propia− pero
que, al mismo tiempo, tejió su contrario y su comple-
mento en una dimensión espectral que manifestó la
dilapidación de la nación −después de algunas efecti-
vas pero engañosas décadas de ascenso económico y
productividad amarrados por un supuesto proceso de
modernización continua−, cuyo síntoma más evidente
era un crecimiento fragmentado, ya que como señala
Cordera:
[…] el trayecto del Estado mexicano posrevolucionario
al configurar una sociedad protegida y armónica, con sus
conflictos siempre encauzados y sometidos a un control, fue
un proyecto inconcluso desde el punto de vista social porque
nunca se planteó de manera seria la creación de un régimen de
bienestar universal. Quienes hablan de un Estado de bienestar
en el caso mexicano, hablan de manera apresurada, ya que
no hay elementos suficientes para pensar que íbamos rumbo
a un Estado de bienestar propiamente dicho, sin menoscabo
de que, a lo largo del siglo xx, hubo avances importantes en
materia de lo que suele llamarse −de manera laxa− desarrollo
social. Por un buen número de años aumentó el nivel de vida
promedio y el nivel de vida general; aumentó el salario real;
aumentó el empleo; mucha gente se incorporó al trabajo
asalariado y por esa vía a la protección derivada del Instituto
Mexicano del Seguro Social, etcétera.
Sin embargo, desde los años setenta del siglo xx en
adelante, la idea de un régimen −que podríamos llamar

36
Roger D. Hansen, La política del desarrollo mexicano, México, Siglo
xxi Editores, 1981, pp. 159-173.

51

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residual de bienestar− segmentado, comenzó a manifestar
sus insuficiencias. Por un lado, la economía no producía los
empleos asalariados que la población en crecimiento estaba
demandando, y esto dejaba −de manera progresiva− a una
parte creciente de la población trabajadora −o en edad de
trabajar− fuera del régimen de protección.37

¿Cuál es el resultado de producir un Estado como


tránsito? Ante todo, abrir la puerta a la institucionali-
zación ampliada del Estado en su forma discrecional
con el objetivo de suspender los cimientos y las prácticas
del Estado legal. Con las reservas que entraña el caso,
prueba fehaciente de ello es el pico que se ubica en el
año de 1968, donde la violencia −y la corrupción−,
con sus aberraciones, aparecen como la culminación
de lo que llamaría el descaro funcional del espectro legal
mexicano.38
El año de 1968 es la culminación del proceso parti-
cular de desarrollo y modernización política vivido en
37
Rolando Cordera, “Decepcionante, la democracia mexicana”, entre-
vista realizada por Israel Covarrubias, Metapolítica, vol. 13, núm. 67,
noviembre-diciembre, 2009, p. 30 [cursivas mías].
38
Al respecto, Carrión señala que: “El carácter ambivalente de la actividad
corruptora de la política aparece en las manifestaciones de la clase en
el poder. De un lado, a la hora de los ditirambos, discursos, informes,
monografías y propaganda en general, los oradores hablan de la pureza,
la honradez, la lealtad a los principios y la elevada política de la Revo-
lución sustentada por los hombres (emanados) de su seno. Pero cuando
surge un brote de descontento, ya se trate de grupos de maestros o de
ferrocarrileros adultos, o de jóvenes estudiantes […] inmediatamente
aparece el coro de la oligarquía política, los lideres charros, los dirigentes
de organizaciones empresariales bancarias y financieras, y los voceros
periodísticos del imperialismo, para atribuir la disconformidad a la
intromisión de elementos políticos inadmisibles”, Jorge Carrión, “La
corrupción en la política”, en aa.vv., La corrupción, México, Nuestro
tiempo, 1970, p. 131.

52

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el país, ya que paradójicamente puede ser interpretado
como una manifestación intensa, quizá inconexa y
fugaz, del papel determinante que juega en el cambio
político la modernización por lo menos respecto a los
procesos en ocasiones simultáneos de urbanización,
alfabetización y nacimiento de nuevas clases sociales,39
junto a las llamadas nuevas fuentes de riqueza social,
relacionadas a su vez con el ascenso y la capacidad de
acceso de los nuevos grupos sociales a dichas fuentes.40
La movilización registrada en 1968 fue una reacción
contra la ausencia de canales de participación política,
lo que permitió un aumento significativo de la mo-
vilización no controlada de la protesta (por ende, ya
no dirigida por alguien en nombre de…, ni en el lugar
de…). Consecuencia de ello, lo fue la llamada “aper-
tura democrática”, promocionada por el presidente
Luis Echeverría Álvarez (1970-1976), que permitía,
entre otras cosas, la organización de formaciones de
izquierda, aunque ello no significase su cabal institu-
cionalización como para participar en la contienda
electoral de 1976.
Sin embargo, hay que señalar que la “apertura
democrática”, al surgir como una suerte de amnistía
o “perdón” hacia todas aquellas agrupaciones y orga-
nizaciones estudiantiles, sindicales y campesinas que
habían coincidido precisamente en las movilizaciones

39
Sobre el estrecho vínculo entre modernización y cambio político, sugie-
ro Leonardo Morlino, Como cambian los regímenes políticos. Instrumentos
de análisis, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1985.
40
Israel Covarrubias, Las dos caras de Jano. Corrupción y democracia en
México, México, Centro de Estudios de Política Comparada/Anzuelo,
2006, p. 71.

53

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del 68, más bien llevó a la práctica una suerte de “nunca
más” invertido, con el objetivo de borrar cualquier
resto o huella de la protesta. Este proceso es evidente
cuando el cuerpo político posrevolucionario, incluso a
pesar del bono histórico de legitimidad y del cemento
ideológico del nacionalismo, quedó suspendido (des-
apareció) para permitir la aparición de sus órganos
puramente defensivos (violencia).41
Cabe destacar que 1968 también ha sido inter-
pretado (por sus propios protagonistas) como una
iniciativa que se corona al momento de interrumpir
la prosa (semántica) del autoritarismo mexicano y
con ello poder instituir un “campo de historicidad
auténticamente democrático”, cuando el 68, y no sólo
en México, es un puerto de llegada, no un inicio y,
mucho menos, el puerto de origen del cambio político
en sentido democrático de nuestro país.42 Por su parte,
José Luis Barrios subraya que lo que se dirimió en el
68 es un entredicho entre deseo y representación jamás
resuelto ni durante las jornadas de movilizaciones y
protestas ni en los años siguientes al acontecimiento.
Esto es, un cortocircuito que manifestaba la distancia
cada vez menos des-mortificante entre la intensidad
in crecendo de la producción del goce −“la política de
los deseos”− como movimiento (la lógica del día a día,
las jornadas de trabajo, la cultura como emancipación,
la representación de la calle en cada uno de los inte-
grantes del movimiento), y sus lugares de visibilidad
(los liderazgos, las consignas y los desenlaces) que
41
Pablo González Casanova, El Estado y los partidos políticos en México,
México, era, 1981, pp. 139-145.
42
Mario Perniola, “El 68 mexicano: nacidos para ser vencidos, no para
negociar”, Revista de Occidente, núm. 332, enero, 2009, pp. 25-40.

54

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terminarían por construir un sistema de objetos que
dejaron a los sujetos precisamente huérfanos de aquello
que pretendían enarbolar y desplegar hacia el porvenir:
escribir la historia desde la política.43
Su consecuencia es un régimen de historicidad
en la tercera acepción que propone Hartog: un puro
presente, sin pasado ni futuro, una grieta que permi-
te trasminar deseos apagados por la violencia, pero
vueltos ecos inmediatos (apagados por la velocidad
con la que pasan) desde la insistencia año con año en
su presencia, al punto de pensar más como si todos
los años posteriores al 68 fuesen el 68. Es decir, el 68,
en última instancia, fue una apuesta por el futuro,
no por el pasado y mucho menos por el presente. El
futuro se alcanzo, la democracia también, pero el 68
y las generaciones que de ahí salieron (víctimas o no)
perdieron la historicidad que ellos mismos pretendían
levantar: se han vuelto un puro presentismo. Por ello, su
característica central al día de hoy es la imposibilidad
de elaborar su memoria.
El movimiento estudiantil y su fracasada pretensión
de extenderlo a un movimiento nacional anti-régimen,
dio la pauta para el desarrollo posterior de los grupos
y actores de la izquierda mexicana, institucionalizada,
semi-institucionalizada o radical durante los años
setenta. En el interior de este proceso, uno de los
casos más emblemáticos fue la Liga Comunista 23 de
septiembre que a partir de 1973 y hasta 1980, sería el
grupo guerrillero que encabezó la protesta más radical
en aquel periodo. ¿Por qué hablar de la Liga? Porque

43
José Luis Barrios, “El 68 es como el pop: maravilloso si no estuviste
ahí”, Fractal, vol. xii núm. 49, abril-junio, 2008, pp. 17, 20.

55

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en relación directa con ella, es elocuente la figura de
suspensión de los cimientos del Estado legal en la tra-
yectoria histórica de la extinta dfs y su función espec-
tral en el espacio público. Sobre todo en su punto de
declive hacia finales de los años setenta, precisamente
en el momento en que los guerrilleros, como expresión
de las figuras del excluido y desheredado, desaparecerán
por lo menos dos veces. La primera, a partir de que
“el combate a la guerrilla urbana se convirtió en una
obsesión de la Dirección Federal de Seguridad y de un
sector del ejército […] Las denuncias por desaparición
forzada y tortura contra guerrilleros [manifestarían] la
existencia de un organismo paramilitar creado desde la
cúpula de la dfs y la policía militar”;44 la segunda, con
la Ley de Amnistía promulgada por el presidente José
López Portillo el 28 de septiembre de 1978, “que bene-
ficiaría a los integrantes de los grupos armados”.45
En efecto, desaparecen dos veces ya que, primero,
el guerrillero es considerado un enemigo identificable
como sujeto por afuera del Estado, está excluido, pues
al atentar contra este último, quedaba nombrado, in-
cluso en el silencio y la violencia que la desaparición
forzada presuponía, como una tendencia delictiva,
residual y difusa, y no en los términos de una polémica
(polemos) contra la autoridad. (Por ello, aquel que
decide quién está en el Pueblo o en el espacio de ex-
clusión es el Estado y la autoridad.) De aquí, pues, la
noción vertical y cerrada del “perdón” y la “amnistía”
sobre aquellos sujetos por afuera de la ley, con lo cual

44
Jorge Torres, Nazar, la historia secreta. El hombre detrás de la guerra
sucia, México, Debate, 2008, p. 120.
45
Ibid, p. 115.

56

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anularía cualquier posibilidad para que respondieran
a sus actos dentro del Estado.46
En segundo lugar, la figura del desaparecido anula
cualquier petición elemental de justicia, pues se desplaza
con la amnistía estatal el punto de conflicto: se suspende
la desaparición como fuerza de ley del Estado y se lleva la
querella hacia las probables o improbables posibilidades
de su reaparición, quizá ya no como sujeto, antes bien
como cadáver o espectro. Es decir, termina negándosele el
derecho de poder aparecer en la ciudad como ciudadano.47
Entonces, ¿quién fue el enemigo de quién?, ¿a quién perse-
guir y desaparecer?, ¿a qué sujeto desaparecer sin derecho
a la ciudad?, ¿quién, al final, terminó como presencia
espectral y quién meramente se volvió un cadáver?48
El desenlace de lo anterior es bien conocido. Estos
procesos dieron la pauta para el desarrollo de organi-
46
El sociólogo argentino ya fallecido, Juan Carlos Marín, traduce este fenó-
meno como las “formas de personificación contable del poder del régimen”,
Juan Carlos Marín, “Los Hechos Armados”, en Juan Carlos Marín, Acerca
del estado del poder entre las clases (Argentina 1973-76), Buenos Aires, cicso,
Serie Estudios núm. 43, 1982, pp. 83-84.
47
Paul Virilio sugiere que el proceso por el cual se “puede hacer desaparecer”
al sujeto para transformarlo en “extranjeros del interior” de un Estado es a
partir de la pérdida de identificación y la desposesión progresiva de cualquier
derecho. Al desaparecerlos como sujetos, el Estado los hace reaparecer como
“muertos vivos” (espectros) y no como sujetos, Paul Virilio, “Les folles de la
place de mai”, La Ceremonie Traverses. Revue du Centre de Creation Indus-
trielle, núms. 21-22, mayo, 1981, pp. 9-18.
48
Sobre este mecanismo de gradual desaparición del enemigo y junto con
él, de la ley que lo designaba como tal, Derrida decía que el mundo político
contemporáneo se caracterizaba por ser “[…] el tiempo de un mundo sin
amigo, el tiempo de un mundo sin enemigo […] reservándose en lo único,
quedaría pues, sin relación con ningún otro [...] La cosa sería, quizá, como
si alguien hubiese perdido al enemigo, guardándolo sólo en su memoria,
la sombra de un fantasma sin edad, pero sin haber encontrado todavía la
amistad, ni al amigo [...] podríamos proponer un ejemplo masivo [...] justo

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zaciones de izquierda institucionalizada que tendrán
en los años ochenta una participación destacada en la
apertura democrática del régimen priista. Es de particu-
lar relevancia señalar que el incremento cualitativo de la
izquierda, y con mayor fuerza a partir de 1988, la llevó
a su consolidación institucional mucho tiempo antes
de que el Estado le reconociera sus victorias electorales
y, al mismo tiempo, está estrechamente vinculado con
el incremento sustancial de la competitividad de las
elecciones locales que estaban obligando a cambiar la
propia dinámica autoritaria.49 El elemento que sirve de
base al proceso de transformación frente a su manera
de relacionarse con el centro izquierda es que el orden
político autoritario en México construyó su éxito (de
para indicar un rumbo: a partir de lo que una escansión ingenua fecha con
la ‘caída-del-muro-de-Berlín’ o el ‘fin-del-comunismo’, las ‘democracias-
parlamentarias-del-Occidente-capitalista’ se encontrarían sin enemigo
principal [...] sin enemigo y en consecuencia sin amigos, sin poder contar
ni a sus amigos ni a sus enemigos, ¿dónde encontrarse entonces?, ¿dónde
encontrarse a sí mismo?, ¿con quién?, ¿contemporáneo de quién?, ¿quién
es el contemporáneo?, ¿cuándo y dónde estaríamos nosotros, [...] ‘vo-
sotros’?”, Jacques Derrida, Políticas de la amistad, Madrid, Trotta, 1998,
pp. 94-95 [cursivas mías].
49
Víctor Alejandro Espinoza Valle, La transición difícil. Baja California
1995-2001, México, Centro de Estudios de Política Comparada/El Cole-
gio de la Frontera Norte, 2003. Por su parte, Jorge I. Domínguez, señala
que “La izquierda política en México, jugó un papel histórico clave, y sin
precedentes, para provocar el prolongado proceso de democratización
que caracterizó la política nacional a partir de la segunda mitad de los
años 80. La democratización no se inició en Los Pinos; tampoco había
sido suficiente la acción loable y perdurable del pan para hacer avanzar
la democratización mexicana. Cuauhtémoc Cárdenas, y la coalición que
posteriormente fundaría el Partido de la Revolución Democrática, fue-
ron esenciales para esta transformación nacional”, Jorge I. Domínguez,
“Cinco falacias sobre la democracia en América Latina”, Letras Libres,
año iv, núm. 38, febrero, 2002, p. 15.

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ahí su larga persistencia) a partir de la implementación
de un sistema de restricciones (suspensiones) políticas
selectivas, ya que jamás existió una exclusión sistemá-
tica.50 En este sentido, no es gratuito que precisamente
hayan sido las organizaciones de centro izquierda las que
comenzaron a manifestar los primeros síntomas de descon-
tento y que ellas fuesen también las primeras promotoras y
receptoras de los cambios en la liberalización del sistema
político mexicano.

5.3.)&#6+2+*&7#8"+#2$'4"30/+#20"#30$'6&

¿Qué lección nos enseña la historia del siglo xx en Méxi-


co? Primero, un desplazamiento semántico y sintáctico
de la palabra revolución que ha terminado por repre-
sentar su contrario: no sólo el congelamiento ideológico
de los procesos de unión y atrofia que soportaron el
largo siglo xx en México, sino también la pérdida de
las formas de legitimación y reproducción del orden en
su sentido social.51 En consecuencia, 1910, 1810 y 2010
son fechas, números y cadáveres cuyos cuerpos aún no
aparecen en la reunión nacional para evocar y convocar a
los tiempos, siempre yuxtapuestos, que rompen y atan
a la vez la línea histórica de continuidad que nuestro
país manifiesta: en 1810 fue la Independencia; en 1910
fue la Revolución; en 2010 ¿qué será después?, ¿cómo
no dedicar un brevísimo comentario a esta disyuntiva?,
¿qué palabra nombrar con mayúscula para sostener una
pretendida y fallida solución de continuidad?
50
Centeno, “The Failure of Presidential Authoritarianism…”, op. cit.,
p. 29.
51
Labastida, “En la cultura mexicana…”, op. cit., p. 30.

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Estamos, por decirlo de algún modo, en una
semántica sin tiempo: un momento irrepetible de
relectura y reescritura de nuestro pasado. Porque
tanto 1810 como 1910, y ahora 2010, corroboran
un hecho incuestionable desde el punto de vista de
la historiografía del presente mexicano: es imposible
en la actualidad enmarcar la definición de la nación
y de sus problemas en una simple enumeración de
criterios de unidad. Más aún, cuando nuestro país
ha sido −en su experiencia histórica del siglo xx− un
proyecto que perdió la búsqueda a mitad del camino,
en el sentido de haber perdido toda imagen, idea o
ícono de su propio futuro. Sus figuras terminaron
petrificadas. ¿Acaso no fue ésta la idea central de la
conmemoración del llamado BiCentenario? Es decir,
para poder hablar como nación desde un nuevo lugar
−y que puede volverse común por permitirnos estar
en compañía del otro− es una obligación reconocer
las profundas diferencias que llevamos a cuestas, así
como saber si todavía es vigente seguir hablando de
un nosotros auténticamente nacional. Es común decir
que un pueblo que no tiene memoria rápidamente
encuentra el fracaso como destino. Sin embargo, ¿un
pueblo, como el nuestro, con exceso de memoria no
presupone otro destino que abraza las fronteras del fra-
caso? De este modo, podríamos sugerir que el cadáver
de la Revolución mexicana es una forma que excluye
en oposición a una serie de procesos ideológicos que
incluían distintas experiencias en un lugar que, alguna
vez, fue de todos y de ninguno.
Segundo, en la actualidad reaparece como espectro
sin memoria el problema de la justicia, el tema de los
derechos y las maneras de asegurarlos por parte del
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Estado. Luego entonces, ¿cuál es la razón del regreso
de la disputa por los derechos al primer plano de la
política mexicana? Si hoy el tema de los derechos está
en el centro de la discusión política, quiere decir dos
cosas: jamás terminaron de desarrollarse en el espacio
social e institucional del país, lo que corroboraría
que nuestra experiencia es “un régimen residual de
bienestar”,52 o han aparecido en el espectro público
nuevos sistemas de necesidades (¿nuevos fantasmas?)
que exigen su incorporación a la dinámica democrá-
tica del Estado. Tal parece que lo que hay en México
es una mezcla de ambas dimensiones. Por un lado,
agravios históricos, ninguneo político, más una base
ideológica tanto de derecha como de izquierda torpes
para desactivar el conflicto en el territorio que otrora
era llamado “nacional” y que quizá es precisamente
lo único que nos enlaza como país. Por el otro, si
bien es cierto que el Estado mexicano hoy manifiesta
algunos intersticios claramente democráticos, también
es verdad que aún tiene y mantiene una Deuda cons-
tante y dramática con el pasado, una abierta Negación
acerca del porvenir, y una insistencia constituyente y
constitutiva entre ley, discrecionalidad y excepción.
Deuda y negación podrían ser las palabras que hay que
escribir con mayúscula. Durand Ponce recientemente
ha señalado que:

Como en los gobiernos liberales del siglo xix, desde la República


Restaurada hasta el porfiriato, ahora los gobiernos neoliberales
(desde De la Madrid hasta Calderón) difunden la imagen mítica
de una sociedad conformada por ciudadanos iguales, iguales ante
el derecho y ante el Estado: nada más falso. De la misma forma
52
Cordera, “Decepcionante…”, op. cit., p. 30.

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en que en el régimen corporativo se creó el fetiche que apartaba
al régimen, y sobre todo al presidente de los errores de los can-
didatos, funcionarios y burócratas; ahora el fetiche consiste en
transformar la desigualdad y la heterogeneidad en ciudadanos con
iguales derechos. Parece que la democracia borra las diferencias
sociales y permite la existencia del individuo libre.53

La invención de áreas de igualdad en la democracia


mexicana no necesariamente reduce las desigualdades y
los agravios históricos, ya que las respuestas estatales a ello
pasan por la negociabilidad de los derechos y de sus pro-
pietarios. En vez de asegurar un nuevo ciclo de derechos,
estamos en la antesala de su fragmentación, ya que éstos
y la justicia que es inherente a ellos como mecanismo de
distribución de bienes y desagravios, se están confeccio-
nando literalmente “a la carta”,54 dependiendo del cliente
que tenga el mayor número de títulos de propiedad (o
los espectros más paralizantes) en los órganos internos del
poder público-estatal.

53
Víctor Manuel Durand Ponce, “La cultura política de los mexicanos
en el régimen neoliberal”, en Octavio Rodríguez Araujo (coord.), México.
¿Un nuevo régimen político?, México, Siglo xxi Editores, 2009, p. 141.
54
Decir que la justicia se produce “a la carta”, suspendiendo la neutralidad
que pretende enarbolar en la lógica de la igualdad de los derechos, es
un síntoma fehaciente de aquello que el filósofo italiano, Danilo Zolo,
ha definido como “sistema dual de justicia”. Es decir, un sistema a dos
velocidades donde existe “una justicia sobre medida”, que es la que se
necesita y por obligación el Estado acepta, incluso, simplemente ausen-
tándose del proceso de producción de legislación, en el nivel económico-
regulatorio, tanto nacional como transnacional, y “una justicia de masas”,
que es aquella aún garante del aseguramiento, aunque sea de “fachada”
de los derechos en la arena territorial nacional (por ejemplo, es el caso
de la retórica política oficial acerca de los derechos humanos y su defensa
institucional), Danilo Zolo, Globalizzazione. Una mappa dei problemi,
Roma-Bari, Laterza, 2004, p. 92.

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