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"44 minutos"

por Jesús Bella Ceacero

Algo cambia en el viento, el sonido se vuelve distinto y notas una ligera vibración. Otro tren está
a punto de llegar a la estación, con la puntualidad de todos los días y probablemente con la
misma gente. Según datos de la aplicación Moovit, pasamos una media de 44 minutos diarios
en transporte público. Es más o menos el tiempo que tardo en llegar a Nuevos Ministerios.

El viaje es el mismo que otros días, aunque no se parece a los demás. A la leve musiquilla de
fondo del Candy Crush con el que juega un hombre, se suma la conversación de alguien
nervioso por temas de trabajo. Rayos de sol vespertinos traspasan las ventanas de cristal para
colarse con habilidad hasta el último rincón del vagón. La estampa es digna de Giorgio de
Chirico: hubiese sacado un lienzo justo allí para inmortalizarlo.

El tren se detiene en la misma estación de todos los días. Viejas historias se bajan para que
suban otras nuevas… y vuelta a los 100 kilómetros por hora. Me fijo en las dos únicas personas
que conversan en el vagón, un señor que mira al infinito por la ventana y una mujer que sujeta
Un mar oscuro de Anne Perry. El resto lo que tiene en la mano es el teléfono móvil, esa
prolongación de nuestra existencia que, no sé si por suerte, en mi caso se ha quedado sin
batería.

Paramos en otra estación. Está muy oscura… salvo por el resplandor de las pantallas, que
desnudan el rostro de los aspirantes a pasajeros que esperan sentados al otro lado de las vías.
Sigo observando, reflexivo, pensando qué ha cambiado más en estos cerca de 30 años que
llevo cogiendo trenes: si esas magníficas máquinas o nosotros mismos.

Llego a mi destino. Me bajo. Varios chispazos saltan con violencia de la parte superior del
vagón. La sensación es extraña. Compruebo mi mochila. Lo tengo todo, pero siento que me
falta algo: los viajes en tren que pasé obviando lo que me rodeaba, que el viaje vale más que el
destino. Gracias por estos inolvidables 44 minutos, querido móvil apagado.

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