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Alianzas, negocios, familia

Por Ibrahim Warde

El presidente Trump, quien denostó a Arabia Saudita en campaña, pretende ahora beneficiarse
con las riquezas del reino. Un viraje que no tiene en cuenta las dificultades estructurales de un país
en vías de inciertas reformas.

En septiembre de 2016, en plena campaña electoral estadounidense, el Senado y la Cámara de


Representantes adoptaban casi de manera unánime la ley “Jasta” (Justicia contra los
Patrocinadores del Terrorismo). La ley, que apunta directamente a Arabia Saudita, permite a los
ciudadanos estadounidenses llevar ante la justicia a los Estados que hubieran ayudado “directa o
indirectamente” a organizaciones implicadas en “actividades terroristas contra Estados Unidos”.
Donald Trump, que acababa de obtener la investidura republicana, aportó su apoyo indefectible y
atronador a la misma. Cuando el presidente Obama intentó sin éxito oponerse a través de un veto
(en nombre del principio bien establecido de la inmunidad de los Estados), el candidato
republicano calificó el acto de “vergonzoso” (1).

En efecto, antes de que Donald Trump asumiera la Presidencia, tres temas dominaban su
percepción de Arabia Saudita. El del terrorismo: recordaba sin cesar los atentados del 11 de
septiembre de 2001 y el hecho de que “quince de los diecinueve terroristas” eran de nacionalidad
saudita. El de la riqueza, en su opinión indebida, del reino. Finalmente, el de un Estado
aprovechador que debía contribuir más a los gastos ligados a su seguridad. Declaró, por ejemplo:
“Arabia Saudita es el mayor proveedor de fondos del terrorismo. El país utiliza nuestros
petrodólares, nuestro propio dinero, para financiar a los terroristas que intentan destruir a
nuestro pueblo” (2). Y, refiriéndose de manera general a las monarquías de la región, afirmó tras
su elección: “Los Estados del Golfo no tienen nada más que dinero. Mientras que nosotros no lo
tenemos; estamos endeudados por más de 20 billones de dólares. Le voy a pedir a este país que
nos dé mucho dinero” (3).

Lazos estrechos

Antes de entrar en política, Trump ya había coqueteado con estos mercados. En mayo de 2015, su
hija y colaboradora cercana, Ivanka, anunciaba que la empresa familiar tenía la intención de
concentrar su atención en Arabia Saudita, Qatar, Dubai y Abu Dabi (4). Lo que explica sin dudas la
omisión de estos Estados en el programa de “exclusión de musulmanes” (muslim ban) que había
suscitado el entusiasmo de las multitudes republicanas durante la campaña. Una semana después
de que Trump entrara en funciones, un decreto presidencial cerraba las fronteras a los refugiados
y suspendía el otorgamiento de visas a los residentes de siete países musulmanes (Irán, Irak, Libia,
Siria, Somalia, Sudán y Yemen) en nombre de la amenaza terrorista. El decreto fue bloqueado por
los jueces, debido a su carácter discriminatorio hacia el islam. Ninguno de los borradores de este
texto, que fue modificado en varias oportunidades, incluía a los Estados del Golfo (5).

En el mes de mayo, el anuncio de que el primer viaje al extranjero de Trump sería a Riad generó,
por lo menos, sorpresa. Más allá de la ostentación y el oro, el presidente estadounidense y los
dirigentes sauditas habían descubierto que tenían otras afinidades: ambos comparten no sólo su
desprecio por Irán y el presidente Obama, sino también una manera de dirigir. Desde su ascenso al
poder, Trump pretende gobernar como dirigía antes la Trump Organization, una pequeña
estructura familiar (que sin embargo amasa sumas considerables) donde era la única persona al
mando. Tenía como principales colaboradores a sus hijos, que conservaron sus roles de consejeros
del príncipe. Sin embargo, en el reino que lleva el nombre de la familia reinante, familia y Estado
se confunden sin complejos ni restricciones de orden constitucional. Y, así como Trump intenta
transgredir las normas políticas estadounidenses, el príncipe heredero y hombre fuerte de Arabia
Saudita, Mohammed Ben Salman, conocido como “MBS”, se muestra imprevisible.

No sorprenden entonces los estrechos lazos que se establecieron entre el yerno del presidente
estadounidense (36 años) y el futuro Rey de Arabia Saudita (32 años). Jared Kushner (como su
mujer Ivanka) ocupa una oficina en la Casa Blanca. Aunque no cuenta con ningún tipo de
experiencia política, este agente inmobiliario dispone de amplias prerrogrativas. En el marco de su
rol de alto consejero del Presidente, está a cargo del dossier de Medio Oriente, en el que,
orgulloso de su amistad con el primer ministro israelí Benjamin Netanyahu, espera sellar un
acuerdo de paz entre israelíes y palestinos. Kushner trabaja también en el acercamiento entre
sauditas e israelíes, puesto que ambos tienen a Irán y al Hezbollah libanés en la mira. Por otra
parte, no es casualidad que la voluntad saudita de aislar a ese partido de la escena política
libanesa –a través de la “renuncia” del primer ministro Saad Hariri, el pasado 4 de noviembre–
coincida con ciertas señales de amistad de Riad hacia Tel Aviv.

Pero Kushner también está detrás de otras decisiones políticas, entre las cuales se encuentra la de
contratar a Paul Manafort (actualmente acusado de blanqueo de dinero) o la de destituir al patrón
del Buró Federal de Investigaciones (FBI) James Comey, gesto que provocó la designación del
procurador especial Robert Mueller. Este último demostró interés por las actividades de Kushner,
en particular por sus encuentros secretos con Serguei Gorkov, que figura en la lista de
personalidades en la mira de las sanciones estadounidenses desde la anexión de Crimea por parte
de Rusia (6).

El malentendido

La visita de Trump a Riad, el 20 y 21 de mayo, debía demostrar al mundo sus talentos de


“supernegociador”. En un discurso dirigido a unos cincuenta dirigentes musulmanes, el presidente
estadounidense presentó su visión de una unión sagrada frente a Irán. Una suerte de OTAN (7)
sunnita acababa de nacer. El anuncio de una serie de transacciones inmediatas o futuras por un
monto de 380.000 millones de dólares, de los cuales 110.000 millones serían contratos militares,
presentadas como “el acuerdo de armamento más importante en la historia de Estados Unidos”,
despertó el entusiasmo entre los círculos de negocios en ambos países. Trump había cumplido sus
promesas electorales, porque estos contratos apuntaban, en su opinión, a “garantizar la seguridad
de Arabia Saudita y de la región del Golfo frente a las amenazas iraníes, reforzando la capacidad
del reino para contribuir con las operaciones antiterroristas en la región, lo que facilitará las tareas
del ejército estadounidense”. Mejor aun, el fondo soberano saudita debería contribuir
directamente con los gastos de infraestructura de Estados Unidos. El grupo financiero
estadounidense Blackstone, presidido por Stephen Schwarzman, un consejero cercano al
Presidente, anunció en la misma ocasión la creación de un fondo destinado a recaudar 100.000
millones de dólares para financiar “principalmente” proyectos de equipamiento en territorio
estadounidense.

Pero el nuevo orden regional pensado por Trump sólo duró tres días… El príncipe heredero saudita
impuso un bloqueo a su vecino qatarí, acusado de financiar al terrorismo (8). El frente sunnita se
resquebrajó de un solo golpe; el Consejo de Cooperación del Golfo, creado en 1981 por seis
petromonarquías (Arabia Saudita, Qatar, Emiratos Árabes Unidos, Bahrein, Omán y Kuwait) para
contener a Irán, se encuentra al borde del derrumbe.

¿Qué pasará con todos los contratos y precontratos firmados en Riad? Cabe dudar de que se
lleven a cabo. En efecto, la relación cordial que reina entre Estados Unidos y Arabia Saudita se
sustenta en un malentendido. El presidente Trump pretende sacar provecho de la riqueza de los
sauditas, sin comprender que el “reino magnífico” tiene grandes dificultades financieras como
consecuencia de la caída del precio del petróleo y no tiene los medios necesarios para satisfacer
sus ambiciones geopolíticas y económicas. Por supuesto, las promesas que no pueden cumplirse
sólo afectan a quienes creen en ellas. Pero el equipo que está en el poder en Riad parece
convencido de su capacidad para cambiar la sociedad por decreto.

El “Davos del desierto”

Ben Salman lanzó en 2016 el plan “Visión 2030” (9), que pretende curar al reino de su adicción al
oro negro. Dicho plan se funda en importantes inversiones en megaproyectos, privatizaciones de
sectores enteros de la economía y la eliminación de las subvenciones al agua, la electricidad y el
combustible a partir de 2020. También se prevén impuestos indirectos (al tabaco y a las bebidas
gaseosas) y un IVA del 5%. El proyecto debería estar acompañado por una serie de reformas como
la regulación de la policía religiosa, la concesión de nuevos derechos para las mujeres (entre ellos,
el derecho a manejar) y la diversidad en los lugares públicos.

Pero la medida más importante del plan “Visión 2030” se hace esperar: la privatización del 5% del
capital de Saudi Aramco, el gigante del petróleo. Según las cifras del reino, la operación,
inicialmente anunciada para 2018 pero postergada para a 2019, debería aportar 100.000 millones
de dólares, lo que sugiere que la empresa vale 2 billones. Aunque muchos expertos piensan que
estas estimaciones son poco reales, el mundo de las finanzas sigue bajo el encanto de lo que se
presenta como el mayor ingreso a la Bolsa de todos los tiempos. El presidente Trump hizo público
su deseo de que la cotización se realice en Nueva York antes que en Londres o en Hong Kong, pero
la ley Jasta podría enfriar los ánimos de los inversores.

Justamente, para seducirlos, 3.500 directores de empresas extranjeras fueron invitados del 24 al
26 de octubre pasado al “Davos del desierto”, un foro internacional de inversiones organizado en
el Ritz-Carlton de Riad. Allí se revelaron varios proyectos faraónicos: una ciudad de la diversión en
la capital saudita, que competiría con los parques de atracciones de Disney; la transformación de
unas cincuenta islas del Mar Rojo en balnearios de lujo; o una megalópolis futurista bautizada
Neom en la frontera entre Jordania y Egipto, con inversiones previstas por 500.000 millones de
dólares. Una región económica especial de 26.500 kilómetros cuadrados al norte de Yeda se
convertiría en el Silicon Valley del reino; según el video que promueve el proyecto, una parte de
los servicios estaría a cargo de robots.

El 4 de noviembre, una redada sin precedentes sacudió al reino. En el hotel de lujo donde, unos
días antes, el “Davos del desierto” había desplegado sus fastos y sus promesas, once príncipes de
la familia real, cuatro ministros en ejercicio, varios políticos, dirigentes militares y hombres de
negocios de reputación internacional fueron puestos bajo arresto domiciliario. Entre ellos, figura el
príncipe Al-Walid Ben Talal, muy hostil a Trump, cuya fortuna, valuada en 19.000 millones de
dólares, lo ubica en el puesto cincuenta del ranking mundial de multimillonarios, según las
estimaciones de la agencia Bloomberg. Justo antes de la redada, el rey Salman había anunciado la
creación de un “comité anticorrupción” presidido por el príncipe heredero y encargado de
“identificar los delitos y abusos de bienes públicos”. Innumerables cuentas fueron congeladas en
el preciso momento en que las fuerzas de seguridad inmovilizaban aviones privados para impedir
que las personas “sospechadas de corrupción” abandonaran el territorio. El presidente Trump
llamó al Rey para brindarle su apoyo. Según el Financial Times, las personas detenidas podrían
recuperar su libertad a través de una fianza cuyo precio a pagar correspondería a cerca del 70% de
sus bienes (10). Quizás esto permita financiar las promesas incumplidas de Riad a Washington.

1. Mark Hensch, “Trump slams Obama for ‘shameful’ 9/11 bill veto”, The Hill, Washington, DC, 23-
9-16.

2. Leif Wenar, “Citizen Trump was right about the Saudis; President Trump, not so much”, The Los
Angeles Times, 22-5-17.

3. RealClearPolitics, 16-12-16.

4. “Trump eyes UAE, KSA and Qatar hotels”, 10-5-15, www.hoteliermiddleeast.com

5. Steve Almasy y Darran Simon, “A timeline of President Trump’s travel bans”, 30-3-17,
http://edition.cnn.com

6. Jennifer Rubin, “Jared Kushner and Ivanka Trump must go”, The Washington Post, 4-10-17.
7. Organización del Tratado del Atlántico Norte.

8. Véase “Les impasses de la guerre contre le financement du terrorismo”, L’ENA hors les murs, N°
472, Lyon, julio-agosto de 2017.

9. Akram Belkaïd, “Le Golfe par ses mots”, Le Monde diplomatique, París, agosto de 2013.

10. Simeon Kerr, “Saudi authorities offer freedom deals to princes and businessmen”, Financial
Times, Londres, 16-11-17.

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