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60 Minutos Para Morir

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El Gran Showman

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Una Mujer Sin Filtro

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No quedé muy satisfecho con la adaptación de ‘Los miserables’ (‘Les Misérables’), pero la idea de
un musical protagonizado por Hugh Jackman es algo que siempre me resultará atractiva. A partir
de ahí hay que echar un vistazo al proyecto para ver si simplemente voy a disfrutar de la buena voz
del antiguo Lobezno o si puede que haya en ella más elementos de interés.

En el caso de ‘El gran showman’ ('The Greatest Showman') se contaba además con la excepcional
historia real de P. T. Barnum como el material ideal para dar forma al grandioso espectáculo que
ha acabado siendo la película. Tanto es así que poco llega a molestar la marcada tendencia a la
superficialidad de la película, ya que te conquista con su forma de abordar los hechos desde el
principio y te mantiene hipnotizado durante todo su metraje.

Un soñador a punto de ser devorado por su sueño


Quien espere una reproducción exacta de la vida de Barnum se va a llevar una gran decepción con
‘El gran showman’. Lo que realmente le interesa al guion firmado por Jenny Bicks y Bill Condon es
contarnos la historia de un soñador, mostrándonos cómo luchó contra viento y marea por hacerlo
realidad y también cómo ese ansia interno de ir a más estuvo a punto de acabar con él.

Lo curioso es que eso también encuentra su reflejo en las dificultades a las que tuvo que hacer
frente el debutante Michael Gracey para poder realizar una película en la que empezó a trabajar
en 2010. No es habitual que en el Hollywood actual se hagan musicales de gran presupuesto -y no
me mencionéis ‘La La Land’ y sus 30 millones de coste, que la inversión hecha por Fox en ‘El gran
showman’ se ha ido hasta los 84 millones- y eso estuvo a punto de acabar con la película.

Ese viaje paralelo también ha tenido sus dificultades cuando ambos creían haber triunfado -se
comenta que la implicación de James Mangold, responsable de la magnífica 'Logan', pudo ir más
allá del rol de consejero y que podría haberse ocupado de los reshoots de ‘El gran showman’
porque Gracey estaba desbordado por el tamaño del proyecto-, pero lo realmente importa es que
en ambos casos todo tuvo un final feliz.

Y es que la puesta en escena de ‘El gran showman’ es una de las claves para que la película lleve su
naturaleza de gran espectáculo al punto necesario para empezar impactándonos con sus
imponentes números musicales y acabar encontrando ese algo difícil de describir que logra
ponernos la piel de gallina. Por mucho que pudiera hablar de diferentes aspectos técnicos -hay
mucho retoque o añadido visual por ahí-, que en mi caso creo que las coreografías son las idóneas
para un musical, sin involucrar a personajes ajenos al espectáculo, o la fuerza arrolladora de sus
canciones, al final todo se resume en esa magia cinematográfica a la que tanto solemos aludir sin
poder especificar exactamente lo que es.

Hugh Jackman es el gran showman

Es cierto que todo el apartado técnico resulta esencial para que ‘El gran showman’ llegue a ser lo
que es, pero todo habría sido en balde de no haber contado con la fundamental presencia de
Jackman. El actor australiano abraza por completo la naturaleza de su personaje, sabiendo cómo
mostrarnos los diferentes momentos emocionales por los que pasa sin la necesidad de que la
película llegue nunca profundizar realmente en ellos.

Es Jackman quien impide que ‘El gran showman’ se convierta en una especie de grandes éxitos
en el que los números musicales canibalicen por completo todo los demás. No es menos cierto
que el guion añade ciertos dramas inexistentes en la vida real de Barnum -a cambio pasa por alto
otros-, pero es que nunca van más allá de ser un contratiempo que soluciona con rapidez,
seguramente demasiada en el caso de su vida personal.
Ahí es donde puedo entender que haya espectador que no conecten del todo con ‘El gran
showman’, pero siendo justos conviene tener en cuenta que esa tendencia hacia lo superficial es
algo que aparece desde el inicio del romance entre Jackman y una algo desaprovechada Michelle
Williams. Se podía haber ido perfectamente en otra dirección, pero la película tiene muy clara su
apuesta y no va a permitir que nadie la detenga. A fin de cuentas, el espectáculo debe continuar.

Lo que sí me llama la atención es que se preste casi más atención a la subtrama romántica
centrada en unos eficientes Zac Efron y Zendaya que en la de su protagonista, siendo ahí donde
surge un pequeño balón de oxígeno para que Jackman no se coma la película, dejando demasiado
de lado todo lo demás. Es cierto que hay una canción para los trabajadores del circo y que hay
jugosos apuntes para dar algo más de profundidad a la propuesta, pero lo que realmente importa
aquí es el colorido, el optimismo y las ganas de seguir adelante pase lo que pase.

Teniendo eso en cuenta, me cuesta hablar mal de ‘El gran showman’ pese a que no esté exenta de
ciertos problemillas que en otros casos seguramente me hubieran molestado más. Simplemente
es una propuesta muy decidida y que no está dispuesta a que nadie le amargue el viaje. ¿Qué si
me gustaría conocer más a fondo la vida fuera del escenario de Barnum? Sin duda, pero que sea
otro quien me cuente ese historia, que muchas veces se quiere abarcar demasiado para darnos
realmente poco.

En definitiva, ‘El gran showman’ es un fascinante espectáculo que nos atrapa por el constante
intento de su protagonista de ir a más y dar a su mujer e hijas la vida que cree que merecen. Eso
también le lleva a tomar una serie de mañas decisiones en las que nunca se ahonda demasiado,
pero la fuerza de las canciones, el buen hacer del reparto y el hecho de que posea ese encanto
especial que hace que sus defectos se difuminen la convierten en una gran opción para ver
durante estas vacaciones navideñas.

Reseña: ‘La forma del agua’ es realmente maravillosa

Por A. O. SCOTT 6 de diciembre de 2017

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Sally Hawkins y Doug Jones en “La forma del agua” Credit20th Century Fox

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Esta película es selección de la crítica de The New York Times.

La forma del agua es un cuento de hadas lleno de códigos, también es una película de monstruos
genéticamente modificados y, como un todo, es maravillosa. Guillermo del Toro, el guionista y
director, es un ñoño apasionado del género. A veces su entusiasmo puede afectar su disciplina y
producir filmes desiguales (pero jamás totalmente aburridos) como Pacific Rim y La cumbre
escarlata.
Sin embargo, en sus mejores momentos —como en El espinazo del diablo o El laberinto del
fauno— fusiona el ardor de un fanático con una sensibilidad romántica sorprendente por su
sinceridad. Se basa en películas viejas, libros de cómics, arquetipos míticos y su propia imaginación
visual para crear películas que parecen menos hechas que descubiertas, como si las hubiera
sacado del éter cultural y les hubiera otorgado color, voz y forma.

Esta cinta —que se estrena el 18 de enero de 2018 en América Latina— está llena de referencias,
la más evidente es El monstruo de la laguna negra, un clásico del terror de la época de la Guerra
Fría que trata sobre una extraña criatura, mitad pez y mitad humano, descubierta en la selva
tropical del Amazonas. En la versión actualizada del cineasta mexicano trasladan a esa criatura
hasta Baltimore a principios de la década de los sesenta y la conservan en un tanque en un
laboratorio de investigación del gobierno, donde la someten a torturas brutales en el nombre de la
ciencia y la seguridad nacional.

“La criatura”, como la llaman sus cuidadores, no representa ninguna amenaza para nadie. Como
suele suceder con las criaturas salvajes en las películas actuales, es un personaje inocente a
merced de una especie despiadadamente predadora, es decir, los humanos. Su némesis es Richard
Strickland, un hombre conservador de quijada cuadrada que trabaja para el gobierno y es
interpretado con un porte amenazador por Michael Shannon.

Strickland vive en una casa suburbana de tres niveles con su esposa y sus dos hijos, conduce un
Cadillac, lee El poder del pensamiento positivo y le gusta el sexo mecánico en la posición del
misionero (así como el acoso sexual en el lugar de trabajo). Su accesorio favorito es una macana
eléctrica, un detalle que lo relaciona con los alguaciles sureños que ocasionalmente aparecen
aterrorizando a los manifestantes de los derechos civiles en televisión.

¿Una caricatura? Quizá. Pero también es un villano perfectamente plausible y en su normalidad


diabólica y totalmente estadounidense hay un rasgo necesario para darle una razón a la informal
coalición del filme, una banda de inadaptados que salen a defender a la criatura. La más
importante es Elisa (Sally Hawkins), una integrante del personal de limpieza del turno de la noche
en el laboratorio, quien le pone discos de jazz a la criatura que está cautiva en la piscina, lo
alimenta con huevos cocidos y poco después se enamora de él.

Nos podríamos sorprender por lo lejos que Del Toro lleva este romance entre distintas especies —
básicamente, hacen de todo— y también por la forma tan natural y poco espeluznante en que lo
hace, por la manera pura y apropiada en que los hace lucir. ¿Y por qué no? El folclor está lleno de
príncipes sapo, bellas y bestias. La mitología clásica tiene sátiros y centauros, dioses que cambian
de forma y ninfas con el poder de la metamorfosis, cuyas relaciones y cópulas son parte del legado
humano.

El interés de Elisa se origina más en el reconocimiento que en la curiosidad. Debido a que es muda,
los demás —y a veces ella misma— la consideran como alguien “incompleto”, algo inferior a un
humano con todas sus capacidades. Sus dos mejores amigos son Zelda (Octavia Spencer), una
mujer negra que trabaja con ella, y Giles (Richard Jenkins), su vecino homosexual. La simpatía
sobria e intuitiva entre estos marginados le da a esta fábula un toque político.

La intolerancia y la mezquindad fluyen a través de cada momento como una corriente


subterránea, pero la amabilidad siempre es posible, al igual que la belleza. La forma del agua está
hecha con colores vívidos y sombras profundas; es tan llamativa como musical (y por breves
momentos también se convierte en uno), brillante como una caricatura y turbia como una película
de cine negro (el director de fotografía es Dan Laustsen; la banda sonora es de Alexandre Desplat).
Su ocupado argumento se mueve con velocidad —la presencia de espías rusos jamás es dañina,
sobre todo cuando uno lo interpreta Michael Stuhlbarg— excepto cuando Del Toro se detiene
para mostrar un momento de ternura, una broma delicada o una erupción de gracia.

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Desde la izquierda: Michael Shannon, Sally Hawkins y Octavia Spencer en “La forma del
agua” CreditKerry Hayes/20th Century Fox

Hawkins y Doug Jones, lleno de alma y hermoso debajo de su brillante caparazón de escamas
verdeazuladas, son quienes entregan la mayoría de esos instantes. Puesto que ni Elisa ni la criatura
poseen el poder del habla, se comunican a través de gestos y, ya que ambos pueden oír, también
lo hacen mediante la música. Hawkins, quien da una actuación muda en una película sonora, quizá
evocará inevitablemente a Charles Chaplin, y, además, mueve su cuerpo y tiene gestos faciales
que recuerdan la elegancia de ese actor, lo cual elimina la distancia entre la actuación y el baile, y
así transforma la comedia física en una poesía corporal.

Aunque Del Toro ya se ha adentrado en el cine masivo y ha participado en franquicias, jamás ha


sucumbido ante la estética autoritaria de los grandes éxitos hollywoodenses. Es un demócrata
reflexivo cuya simpatía para con los menospreciados no se ha convertido en autocompasión
melancólica de superhéroe.

Lo más notable y bienvenido de La forma del agua es su generosidad de espíritu, que se extiende
más allá de la pareja central. Zelda y Giles, un artista cuya carrera en publicidad se ha desviado, no
solo son personajes de reparto. Tienen sus propias películas en miniatura, al igual que el espectral
científico que interpreta Stuhlbarg. Sucede lo mismo con Strickland, aunque esa es una película en
la que nadie querría participar, sobre todo porque se siente demasiado cercana a la realidad.

No obstante, en el mundo de Del Toro, la realidad es el dominio de las reglas y las


responsabilidades, y el realismo es una visión de las cosas literal e indescifrable que solo puede
contrarrestarse mediante la fuerza de la imaginación. Esta jamás será una lucha justa o simétrica, y
la razón más importante para hacer filmes como este —o, en tal caso, para verlos— es equilibrar
las probabilidades.

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