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CAPÍTULO I

Día “D”: Golpe de Estado

Lunes 31 de mayo de 1993.

Desde el domingo 30 de mayo, los corredores


y salones de la Casa Presidencial de Guatemala esta-
ban ocupados por el Vicepresidente de la República,
Gustavo Espina; por diputados, ministros de Estado
y correligionarios. Estaban también, mis familiares y
amigos.
Esto ocurría a escasos 21 días de haber ganado
las elecciones para las alcaldías del país con mi partido
político, Movimiento de Acción Solidaria (MAS); y a
escasos 6 días de la disolución –con el fin de depurar-
los– del Congreso Legislativo y de la Corte Suprema
de Justicia.
Siendo ya la madrugada del día 31, todavía se-
guíamos a la expectativa de la llegada (o en su defecto,
de una llamada telefónica) de los diputados con cuya
presencia tendríamos una mayoría calificada para in-
tegrar una nueva Asamblea Nacional.
Ese interminable domingo, que estuvo muy lejos
de ser un día de descanso, nos dejó múltiples presiones
y tensiones que no sabría cómo describir. Sabía que así
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como nosotros estábamos procurando una salida insti-


tucional al conf licto, la cúpula del sector empresarial
(grupo Pirámide) y la cúpula militar (grupo golpis-
ta) estaban urgidos de encontrar una salida legal que
permitiera sacarme de la Presidencia y entrar ellos al
abordaje.
En verdad, el agotamiento que experimentaba
era el resultado de sentirme a la orilla de un mar de
propuestas que no son las que uno quisiera para su
país. Todo eso llega cargado con un equipaje lleno
de hastío; hastío que conduce a una especie de fatiga
“presidencial” que incita a abandonarlo todo. Es la
tentación del desapego, de la indiferencia.
Sin embargo, por otro lado estaba el compromiso
conmigo mismo, con los ideales y con mi país, de en-
frentar lo que habíamos comenzado: depurar un Con-
greso corrupto y una Corte de Justicia espuria y venal,
y así dar paso a un cambio en el Estado guatemalteco
que permitiera el fortalecimiento de las instituciones
democráticas, para que garantizaran los derechos de
los ciudadanos y no solo los derechos y privilegios de
los grupos dominantes.
Los amigos insistían en que descansara un rato.
Pero yo sentía que acostarme era casi una rendición.
Sin embargo, el cansancio y la tensión fueron hacien-
do mella y por fin accedí a retirarme. Entré en un
cuarto de visitas habilitado en la Casa Presidencial,
me quité los zapatos y me tiré en una cama con la ropa
puesta. Era tan grande el cansancio que al principio
no pude conciliar el sueño. Tenía la cabeza repleta de
pensamientos, se reproducía una y otra vez el alud de
acontecimientos que, de hecho, habrían de cambiar
mi vida y la historia de Guatemala. Súbitamente, y
acaso sin quererlo, quedé profundamente dormido.

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Mientras en la Casa Presidencial sucedía esto, en


el Palacio Nacional el coronel Otto Fernando Pérez
Molina, jefe de la Dirección de Inteligencia del Ejér-
cito (G2) llamaba a los ocho jefes de las unidades de
inteligencia bajo su cargo y les ordenaba que se pre-
sentaran al Palacio Nacional en uniforme de combate
y con todo su armamento. También les ordenaba que
cada uno de ellos trajera, igualmente preparados, a
dos oficiales militares bajo su mando: un mayor y un
capitán.
Pérez Molina se reunió entonces con los oficia-
les convocados y les manifestó que era necesario to-
mar medidas rápidas, pues aparentemente yo estaba a
punto de lograr una mayoría de diputados, constituir
quórum y así restablecer una Asamblea depurada, para
lograr la salida institucional al conf licto surgido por la
disolución de los organismos antes citados.
Les hizo notar también que, la tarde anterior, el
Presidente había sostenido reuniones –sin los resulta-
dos esperados– con Jorge Carpio Nicolle, del Partido
Unión del Centro Nacional (UCN) y con Alfonso
Cabrera Hidalgo, de la Democracia Cristiana Guate-
malteca (DCG).
La salida institucional que yo buscaba, obviamen-
te, iba en contra de los acuerdos que, en las reuniones
en el Centro de Estudios Militares, sostuvieron los
militares con elementos del sector privado, en las que
se convino en tres puntos fundamentales:
1o. La crisis había que resolverla lo más rápido
posible.
2o. El Vicepresidente Espina y yo teníamos que re-
nunciar, y el Congreso debía nombrar a sus sucesores;
y
3o. Había que depurar el Congreso.

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Pérez Molina agregó que esa decisión tomada por


él con el sector privado ya había sido comprada por
otros sectores, y que si yo lograba darle una salida ins-
titucional a la crisis, todo lo que intentaban se vendría
a tierra.
En esa reunión, los oficiales de inteligencia, con
Pérez Molina, decidieron actuar en dos direcciones:
1o. Mi renuncia tenía que obtenerse ese mismo
día; y
2o. La Corte de Constitucionalidad tenía que de-
finir la transición del traspaso de mando a un Jefe de
Estado interino.
Decidieron entonces poner la estrategia en movi-
miento. Pero como el Ministro de la Defensa, general
José Domingo García Samayoa, el Jefe del Estado Ma-
yor del Ejército, general Jorge Perussina, y el Jefe del
Estado Mayor de la Presidencia, general Luis Francisco
Ortega Menaldo, no habían establecido una posición
clara respecto de mi persona como Presidente, deter-
minaron dirigirse primero al general Mario René En-
ríquez, Subjefe del Estado Mayor del Ejército.
A esa reunión, Pérez Molina se hizo acompañar
del coronel Barrios Celada y otros oficiales más. En-
ríquez escuchó los argumentos respecto de una ac-
ción inmediata y estuvo de acuerdo con la estrategia
planteada. Comentó a Pérez Molina que, una vez esta
estrategia fuera puesta en acción, ya no había marcha
atrás. No obstante lo delicado y trascendente de lo de-
cidido, este acuerdo lo hicieron como cuando un par
de niños encuentra una caja de chocolates escondida y
deciden comérsela.
De inmediato, Pérez Molina mandó a tomar
control del Palacio Nacional y desarmar a la Guar-
dia Presidencial que estaba encargada de cuidar el

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edificio. Ordenó que buscaran a los miembros de


la Corte de Constitucionalidad y que los trajeran al
Palacio. Mientras tanto, Enríquez llamaba a algunos
comandantes de la ciudad que simpatizaban con el
movimiento militar, para asegurar la decisión tomada,
lo que también hizo con los líderes del sector privado
que estaban en la jugada.
Después de eso decidieron comunicarse con líde-
res de los partidos políticos, sindicatos, Iglesia Católica
y con la Embajada de los Estados Unidos.
Enríquez y Pérez Molina, acompañados de una
veintena de oficiales (todos vistiendo traje de fatiga y
fuertemente armados) van y le presentan su posición
al Jefe del Estado Mayor del Ejército, general Perusi-
na. Este, de inmediato, se comunicó con el ministro
García Samayoa, quien aceptó recibirlos. Pérez Mo-
lina explicó al ministro su posición, en el sentido de
que Espina y yo teníamos que renunciar y, en con-
secuencia, que la Corte de Constitucionalidad tenía
que encontrar una forma legal de designar un Jefe de
Estado interino.
Aquí se estableció una discusión, pues estaban de
acuerdo con que yo renunciara, pero García Samayoa
y Perusina consideraban e insistían en que era al vi-
cepresidente Espina al que le correspondía tomar po-
sesión de la Presidencia. Pérez y Enríquez argumen-
taban que “Espina era cómplice, que había salido con
Serrano en las entrevistas de prensa y públicamente lo
respaldaba, diciendo que él sería leal a Serrano, que
se mantendría como Vicepresidente mientras Serrano
fuera Presidente y que saldría con él”. Por otro lado
argumentaban que dejar a Espina era dar la cara del
continuismo y que, en ese momento no importaba lo
que la ley estableciera.

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Finalmente, después de una discusión desagra-


dable, decidieron que tanto el Presidente como el
Vicepresidente debían irse. Luego, por el desarrollo
de los acontecimientos y por un conf licto que resultó
entre ellos, se comprobó que la insistencia de García
Samayoa y Perusina en que se quedara Espina no era
para cumplir la ley, sino para evitar que, una vez Pérez
Molina se consolidara en el poder, los sacara de sus
puestos, lo que en efecto sucedió, cuando los hizo a
un lado, después de haberlos utilizado.
Una vez de acuerdo y al término de la reunión,
más o menos a las ocho de la mañana, García Samayoa
llama a la Casa Presidencial y habla con el general
Francisco Ortega Menaldo y le informa que se ha de-
cidido pedirle la renuncia el Presidente, y lo instruye
para que se lo comunique.
Uno de los amigos presentes, quien había dormido
en un sillón de una de las salas de la Casa Presidencial,
entra a la habitación en la que yo estaba descansando
y me dice:
—Presidente, el Ejército te está pidiendo la re-
nuncia.
¿Qué ejército pide mi renuncia? Vos dirás que
algunos comandantes del ejército…
—Así es –me responde– algunos comandantes
del ejército.
—Bueno –le dije. Gracias, en cinco minutos es-
toy afuera.
Apenas salió mi amigo, me fui al cuarto en el que
estaba durmiendo mi esposa Magda.
—Levántate, Magda, y pónganse a orar, porque
se está cumpliendo lo que el Señor nos había anuncia-
do: el ejército me está pidiendo la renuncia.
Entré a la recámara de mis hijas y a la de mis

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hijos; les conté lo que estaba pasando y también les


pedí que se juntaran a orar.
Me arreglé y, al salir, evité detenerme a conversar
con los amigos presentes y me encaminé directamente
al despacho del Jefe del Estado Mayor de la Presiden-
cia.
Al entrar, el general Ortega Menaldo, que esta-
ba en su escritorio, de inmediato se puso de pie y lo
saludé.
—¿Qué está pasando, General?
—Señor Presidente, un grupo de oficiales, reuni-
dos en el despacho del Ministro de la Defensa, le está
pidiendo la renuncia.
—¿Hay algo que podamos hacer?
—No, señor –me contestó– Nos han cortado las
comunicaciones, incluyendo los teléfonos de dos cifras
y nos tienen prácticamente aislados. He ordenado em-
plazar artillería en las esquinas. La Guardia Presiden-
cial nos es fiel y está lista para garantizar su seguridad
y la de su familia. Les he advertido que ante cualquier
movimiento contra nosotros, abriremos fuego.
—Muy bien, General –le respondí– Ahora, por
favor, llame usted al Ministro de la Defensa y díga-
le que venga a mi despacho con los oficiales que lo
acompañan para que dialoguemos.
Salí de la sala. Mientras me dirigía a las habita-
ciones tranquilicé con gestos y palabras a los que se
acercan preocupados por las noticias que ya estaban
en el aire.
En la recámara encontré a mi familia orando y
les dije:
—Creo que los debía haber sacado de aquí a to-
dos y haber enfrentado esto yo solo.
Magda, mi esposa, me interrumpió enfáticamente:

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—No, Jorge, estamos como debemos estar: todos


juntos, porque Dios así lo ha querido.
Mi hijo Arturo, como es habitual, saltó y dijo:
—No papá, esto ya lo sabíamos. Aquí estamos y
Dios sabe por qué. Quizá sea para su propia protec-
ción. Siempre hemos estado juntos, ¿por qué ahora
habríamos de separarnos?
Lo que hice fue extender los brazos para tomar la
mano de mi esposa y la de mi hija Amelie, que estaba
a su lado, y juntamos las manos con Arturo y Jorgito,
Magdita y Juan Pablo. Así, nos pusimos a orar, a dar
gracias a Dios pues sentíamos que su protección estaba
presente. Una vez más, Él se manifestaba en forma
sobrenatural en momentos cruciales dentro de nuestra
unidad familiar. Sabíamos se cumpliría y pasaría lo
que estaba dentro de su soberana voluntad.
Al terminar de orar, pensé: “Ahora, Jorge, te toca
prepararte para enfrentar los negros fusiles de la trai-
ción, pero iré adelante, con ánimo”.
Cuando entré en el despacho privado, el general
Ortega Menaldo me estaba esperando.
—¿Qué nuevas me tiene, General?
—Dice el señor Ministro que ellos no vienen
aquí.
—Entonces –respondí– prepárese porque noso-
tros sí vamos allá.
Al salir del despacho, me reuní con algunos de
los diputados que estaban esperando que se lograra
el quórum (muchos de ellos habían dormido en los
sillones y sofás de la Casa Presidencial) y les dije:
—Les pido que guardemos la calma, pues no les
puedo explicar nada, porque yo mismo no sé exacta-
mente lo que está pasando, por lo que todavía no he
tomado decisiones sobre las acciones a seguir.

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Estaba terminando de hablar con los diputados,


cuando llegó el general Ortega Menaldo, quien me
informó que no se podía pasar por el túnel que comu-
nica con el Palacio Nacional, porque lo tenían blo-
queado del otro lado.
—Ni modo –respondí– cruzaremos la calle.
En efecto, con una comitiva formada por varios
oficiales del Estado Mayor Presidencial, con el general
Ortega Menaldo y elementos de seguridad a la cabeza,
nos encaminamos por el llamado Callejón Manchén,
para entrar al Palacio por las puertas traseras, que dan
sobre la 5ª Calle.
Apenas salimos pudimos ver que la Casa Presi-
dencial estaba fuertemente protegida, con dos tanque-
tas emplazadas a la entrada y la Guardia Presidencial
bien armada. Sin embargo, observé francotiradores en
las azoteas de los edificios vecinos, y no sabía a quié-
nes eran leales esos hombres, cuyos fusiles asomaban
amenazantes.
En ese momento estaba consciente de que mi vida
corría peligro, pero la adrenalina empujaba y estaba
más decidido que nunca a enfrentar a los oficiales que
estaban ya reunidos en el despacho del Ministro de la
Defensa.
Al llegar a la altura de la iglesia Presbiteriana, en
la esquina del Callejón Manchén y 5ª Calle, fuimos
divisados por un grupo de periodistas, quienes ense-
guida corrieron y nos rodearon. Es lamentable, pero
ese era un mal momento para acercarse con cierta im-
pertinencia a un hombre que va camino a enfrentar el
problema más grande de su vida, lleno de incertidum-
bres, tensiones y por qué no decirlo: también temores.
La comitiva se abrió paso a la fuerza entre el compacto
grupo de tenaces periodistas armados de grabadoras y

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micrófonos. Gritaban, insultaban, acusaban e interro-


gaban.
Por supuesto, al no detenernos ni contestarles, los
periodistas se irritaron sobremanera, lo que produjo
un desagradable y lamentable incidente de altercados
e insultos.

En el Palacio de Gobierno

Al acercarnos al despacho del Ministro de la De-


fensa, pude escuchar un f luir de voces en sordina, que
más parecía una corriente de aguas oscuras filtrándose
entre matorrales. Cuando entramos, encontramos a un
grupo de oficiales del Ejército, unos sentados y otros
de pie. De pronto se escucha una voz que exclama:
—¡Atención! ¡El Presidente de la República!
Se produjo un silencio, hasta que todos se pu-
sieron de pie. Los saludé y rápidamente recorrí con
la vista la cara de los presentes. El ministro, general
García Samayoa, me señaló la silla que me reservaban.
Ocupé el lugar y volví a observar al grupo de oficiales
presentes, notando que algunos de aquellos rostros me
decían claramente que no estaban de acuerdo con lo
que allí estaba aconteciendo.
No obstante, hay dos rostros que quedaron gra-
bados en mi mente: el del coronel Luis Fernández Li-
gorría, Segundo Jefe de la Policía, quien estaba de pie,
pero recostado en el dintel de la puerta del despacho.
Me miraba claramente con cierto desafío, quizás no-
tando que yo me preguntaba qué estaba haciendo él
allí, pues se trataba de una reunión de ejército y no de
policía; pero rápidamente, recordé el compadrazgo de
él con Pérez Molina, quien siempre lo defendía a capa
y espada y quien, parado en una tercera fila, mantenía

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en su rostro una mirada muy similar a la de Fernández


Ligorría. En ese momento entendí que ya tenían ali-
neada a la policía. Se produjo entonces un incómodo
silencio, roto por mí:
—Entiendo, señores, que han tomado ustedes
una decisión que ahora deben explicarme.
Repuesto de la sorpresa, el general García Sama-
yoa pretendió hacer un preámbulo, pero yo lo inte-
rrumpí:
—General, ahórreme la fórmula y vayamos al
grano.
—Como usted guste, señor –respondió, mirán-
dome por primera vez– El Ejército ha decidido pedir-
le la renuncia.
—Estoy aquí para que dialoguemos –respondí.
—No hay nada que dialogar –sentenció el general
Mario Enríquez– El Ejército ya tomó una decisión.
—El Ejército, General, no me puede pedir la re-
nuncia. Yo fui elegido por el pueblo. Este es un asunto
civil en el que ustedes no tienen nada que ver. Les
sugiero que no se metan.
—No, señor. El ejército ya tomó una decisión y
la va a mantener –intervino otra vez el general Enrí-
quez.
—Y yo les digo a ustedes que se van a arrepentir
de haberse metido en esto, porque no tienen derecho
constitucional para hacerlo y les advierto que con esta
actitud le están causando un grave daño al propio ejér-
cito. Yo soy un presidente democráticamente electo;
no fui puesto por ustedes, y se los dejo perfectamente
claro: no voy a renunciar, por lo que si quieren qui-
tarme tendrán que deponerme, darme un golpe de
Estado y cargar con las consecuencias de ello.
—La decisión del ejército está tomada –repitió, a

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falta de argumentos el general Enríquez.


Entonces, me puse de pie y les manifesté:
—Parece que no tenemos nada más de que ha-
blar.
Antes de salir, le extendí la mano a cada uno de
los presentes y en aquellos apretones percibí que había
acertado al pensar que en muchos de aquellos oficia-
les era todavía indecisa su obediencia a tal acción. Es
decir, no estaban completamente de acuerdo con la
decisión a la que fueron empujados por Enríquez y
Pérez Molina.
Al dirigirme hacia la puerta de salida, me llamó
nuevamente la atención ver en esta reunión, y casi
escondido entre dos oficiales, al coronel Fernández
Ligorría. Al pasar cerca de él, escuché que un oficial
de la comitiva presidencial dijo, en un tono que Fer-
nández lo pudiera escuchar:
—Otra traición más, vos, hijo de puta.
Entonces aceleré el paso porque presentí que los
ánimos podrían caldearse y llevábamos las de perder,
pues estábamos desarmados. Regresamos a la Casa
Presidencial por el túnel ya despejado, para no hacer
el trayecto sobre la calle y así, evitar incidentes públi-
cos.
Creo que yo aún no llegaba a la Casa Presiden-
cial, cuando el Ministro de la Defensa y sus princi-
pales colaboradores, pasaron a un salón aledaño, en
el que continuarían la búsqueda iniciada desde muy
temprano: una salida jurídica a mi deposición como
Presidente de la República. Para ello, el ministro y
los oficiales presentes, contaban ya con un grupo de
asesores empeñados en encontrar vías de legalidad al
golpe de Estado.
A esa hora, los licenciados Eduardo Palomo

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Escobar, Fernando Quezada Toruño, Marco Au-


gusto García Noriega y Carlos Enrique Reynoso
Gil, ya esperaban el resultado de la reunión, para saber
si yo renunciaría o no. Supuse que ya tenían algunos
puntos preparados para una eventual propuesta de re-
solución.
Desde temprano de esa mañana, el Ministro de
la Defensa había pedido por radio a los magistrados
de la Corte de Constitucionalidad que se presentaran
a su despacho en el Palacio Nacional. Solo se presen-
taron los magistrados Jorge Mario García la Guardia
y Gabriel Larios Ochaita. Los otros dos magistrados
que estaban activos, incluido el Presidente de la Cor-
te, doctor Epaminondas González Dubón, se negaron
a asistir al despacho del Ministerio de la Defensa. Por
otra parte, la quinta magistrada, licenciada Josefina
Chacón de Machado, ya había renunciado.
El Ministro de la Defensa, con evidente nervio-
sismo, insistía en que se tenía que encontrar un pro-
cedimiento para removerme legalmente. Todo se les
complicaba, debido a que en la reunión conmigo me
negué a renunciar, dejando muy claro que si me que-
rían quitar tendrían que darme un golpe de Estado.
Al no encontrar la salida que el ministro deseaba, la
tensión crecía. ¿Cómo hacer para que el golpe militar
pareciera legal, de manera que quedara impoluta la
cara del ejército? Lograr esto sería una labor para ver-
daderos titanes del engaño y la triquiñuela.
Otto Pérez Molina y el grupo de oficiales a su
servicio, presionaban ahora al general Enríquez y al
Ministro García Samayoa para que no f laquearan en
la decisión de sacarme de la Presidencia, pues ya todos
estaban muy comprometidos.
Por otra parte, y desde tempranas horas del 1º de

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junio, se habían dado a la tarea de llamar y traer al


Palacio a los personajes y dirigentes que en una u otra
forma deberían servir de fachada al golpe de Estado
que se hallaba en proceso. Sin embargo, debido a mi
negativa a renunciar, iba a ser difícil hacerlo en forma
rápida y dar con la fórmula jurídica que tuviera algún
grado de credibilidad. Mientras más discutían los dos
magistrados presentes con los asesores del Ministro,
más difícil resultaba encontrar una salida civil y jurí-
dica al golpe militar.
Por otra parte, la situación se complicaba por
la presión de los presidentes de Centroamérica que
instaban al Ministro de la Defensa para que ayuda-
ra a encontrar una fórmula que restableciera el orden
Constitucional, respetando la integridad y continua-
ción del gobierno popularmente electo. A ello se su-
maba la ausencia de dos magistrados de la Corte de
Constitucionalidad, la falta del apoyo incondicional
que ellos hubieran querido de parte de Álvaro Arzú
Irigoyen y de Efraín Ríos Montt, a más del incidente
que provocaron Rigoberta Menchú, Premio Nobel
de la Paz y el Dr. Alfonso Fuentes Soria, Rector
de la Universidad de San Carlos, en la plaza central.
Todo aumentaba los temores del Ministro de que se
pudiera hacer manifiesta la división que existía en el
ejército, lo cual podría convertirse en un conf licto
serio y sangriento.
Por estas razones se urgía a los abogados y magis-
trados presentes a encontrar rápidamente una salida
a la crisis. Otra dificultad que enfrentaban era que el
Congreso no estaba en funciones y que el grupo de
diputados fiel al gobierno, haría imposible armar algo
con la celeridad que las circunstancias imponían.
Por fin decidieron lanzar una serie de proclamas

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por los medios de comunicación, para darse ellos mis-


mos alguna credibilidad, y plantearon una resolución
en la cual se afirmaba que yo había abandonado el
puesto (aún cuando estaba en mi propio escritorio en
la Casa Presidencial) y le daban al ejército el rol de
salvaguarda del orden constitucional. Todo, con el fin
de salvar la cara de la institución armada.
Se encargó al coronel Pérez Molina que consi-
guiera las firmas de los magistrados que no estaban
presentes y que trajera al Magistrado Presidente para
la conferencia de prensa, durante la cual podrían dar
a conocer la resolución de la Corte de Constitucio-
nalidad y la proclama del Ejército en la que avalaban
mi destitución. Esto resultaba grotesco, ya que tanto
la resolución de esta Corte, como las proclamas del
ejército, eran preparadas en el propio despacho del
ministro y por el mismo grupo de personas.
Sin embargo, todavía existían baches en el cami-
no, pues para la resolución de la Corte aún faltaban
las firmas de los magistrados que no respondieron
al llamado del Ministro de la Defensa y que, por lo
tanto, no estaban en ese despacho. A eso se sumaba
que las mencionadas “resoluciones” o “proclamas”
–llamémoslas así– se basaban en dos hechos totalmen-
te falsos: que yo había abandonado el cargo y que el
Vicepresidente Gustavo Espina Salguero también pre-
sentaba su renuncia, argumentando que esta se encon-
traba en el escritorio del Ministro de la Defensa.

De vuelta a la Casa Presidencial

Al regresar, me vi rodeado de familiares, compa-


ñeros, amigos, secretarios, diputados, ministros, e in-
cluso miembros del cuerpo diplomático que deseaban

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saber el resultado de la reunión sostenida con los mi-


litares.
Nos acercamos al llamado “Salón de los Espe-
jos” y les conté los pormenores: que los militares me
habían pedido la renuncia y que enfáticamente yo les
contesté que no renunciaría y que el único camino
que tenían era darme un golpe de Estado.
Mientras esto acontecía en la Casa Presidencial,
llegaron al Palacio de Gobierno Rigoberta Menchú
y el Dr. Alfonso Fuentes Soria, con el propósito de
presentar al Ministro de la Defensa su propuesta para
la formación de un triunvirato, iniciativa que fue re-
chazada por el Ministro. Allí mismo se pudieron dar
cuenta de lo que se estaba fraguando.
Entonces salieron del despacho ministerial y se
dirigieron al Parque Central, donde la Premio Nobel
de la Paz comenzó a protestar a voz en cuello:
—¡Esto es un golpe militar, es un golpe militar!
Unas doscientas personas reunidas frente al Pala-
cio Nacional, la rodearon y empezaron a corear:
—¡Gobierno civil, sí; militares no!
A renglón seguido empezaron a llamar traidores
a todos los personajes y dirigentes civiles que estaban
entrando al Palacio. Incluso quisieron agredir a Jorge
Carpio Nicolle, quien para protegerse tuvo que correr
hacia una residencia cercana. Lo mismo sucedió con
Alfonso Cabrera, Secretario General de la DC, a quien
también lo abuchearon, insultaron y hasta intentaron
agredir, debiendo ser protegido por los mismos guar-
dias del Palacio.
Los noticieros televisados y radiales no cesaban
de transmitir las novedades y los comunicados que se
enviaban desde el despacho del Ministro de la De-
fensa, todas destinados a disfrazar el golpe de Estado,

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Día “D”: Golpe de Estado

haciendo creer que yo había renunciado y abandona-


do el puesto, cuando la realidad era otra.
Como antes dije, yo estaba en la Casa Presiden-
cial, sentado en la silla presidencial, escuchando con
indignación las comunicaciones que se daban a los
medios: “El Presidente ha renunciado”, decían; y yo,
aislado, con una comunicación muy restringida, con
todos los teléfonos internos cortados. Solo entraban
las llamadas que ellos permitían. Estaba claro: tenían
que seguir anunciando que el Presidente abandonó el
puesto para ganar tiempo y seguir dándole todas las
vueltas posibles a la Constitución Política que ellos
proclamaban defender pero que estaban violando en
la forma más descarada, esperando sin éxito, encon-
trar un artículo en el cual respaldarse para lograr sus
propósitos.
Llegaban a la Casa Presidencial informes espo-
rádicos e incompletos de los esfuerzos que hacían los
golpistas por sumar dirigentes civiles al movimiento,
tratando de mantener lo que bautizaron como Instan-
cia Nacional de Consenso, formada apenas 48 horas
antes, y en la que se sentían tranquilos los empresarios
poderosos. No obstante, no podían llegar a acuerdos
con los dirigentes de los partidos políticos, al extremo
de que Alfonso Cabrera trató dos veces de salir, pero
fue forzado a permanecer en el lugar por miembros de
la inteligencia militar.
Todo esto hacía aumentar la tensión. El golpe fue
planificado a lo largo de muchas reuniones por los
empresarios Dionisio Gutiérrez y Leonel Toriello, con
Pérez Molina. A pesar de tener el dominio total sobre
varios de los integrantes de la Instancia Nacional de
Consenso, se miraban debilitados por el desarrollo de
los acontecimientos.

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La guayaba tiene dueño

Incluso, hubo decisiones tomadas en las reuniones


llevadas a cabo en el Centro de Estudios Militares que
se les hacía imposible implementar. Por ejemplo, de-
cidieron convocar a una manifestación el lunes 31 de
mayo, en la cual se demostraría un “amplio rechazo
a Serrano”. Sin embargo, no necesitaron mucho para
darse cuenta de que no tenían poder de convocatoria,
pues toda la gente que ya tenían adentro, escasamente
se convocaba a sí misma. Por otro lado, la gente que
estaba en la calle respaldaba las medidas de disolución
del Congreso y de la Corte Suprema de Justicia.
En poco tiempo cambiaron de estrategia y es así
como decidieron, de manera precipitada, fortalecer la
organización de fachada que sirviera a sus fines, como
era la Instancia Nacional de Consenso: enfocada fun-
damentalmente en sacar al Presidente y al Vicepresi-
dente de la República y a depurar el Congreso. Esto lo
concretaron con éxito el mismo 30 de mayo, cuando
tomaron conciencia de la debilidad popular de su pla-
nificado movimiento.
A pesar de la gravedad del caso y de la fragili-
dad del movimiento que fraguaron, se precipitaron
para organizar una conferencia de prensa, presidida
por el Ministro de la Defensa, general García Sama-
yoa, quien apareció completamente uniformado, con
brillante botonadura, charreteras, bastón de mando
y el pecho cubierto de innumerables condecoracio-
nes, hablando en nombre de la Instancia Nacional de
Consenso. Con el fin de mostrar que representaba a
un movimiento civil, estuvo acompañado de funcio-
narios y “dirigentes” de algunos sectores. La escena
me provocó risa.
Resultaba paradójico y tristemente ridículo que
un militar, el propio ministro de la Defensa (que se

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Día “D”: Golpe de Estado

supone por ley y constitucionalmente un funcionario


obediente y no deliberante) apareciera dando la cara
“civil” del golpe de Estado y actuando como portavoz
de la llamada Instancia Nacional de Consenso.
Me asombró la habilidad de los magnates que
burdamente utilizaron a los militares para dar un nue-
vo golpe de Estado. Siendo honesto, sentí pena al ver a
otras buenas personas que estaban de pie, respaldando
la conferencia, con una cara solemne de circunstancias
y que no tenían la más mínima sospecha de la forma
en que los estaban utilizando. Algunos de ellos tam-
poco tenían la más remota idea de cómo les pagarían
este favor. Ciertamente no visualizaron los alcances de
la conspiración, de la que muy pronto serían víctimas,
tanto el Ministro como otros oficiales militares y mu-
chos de los dirigentes civiles presentes. Fueron usados,
desechados y hasta asesinados.
Durante todo el día recibí llamadas de los Pre-
sidentes de Costa Rica, El Salvador y Honduras que
estaban reunidos en San Salvador por los sucesos de
Guatemala. Después de haber realizado múltiples ges-
tiones, me manifestaron que no había nada que hacer,
indicándome que todos habían suscrito una carta en
la que exigían respeto a mi integridad física y la de mi
familia.
De manera personal, los mandatarios me sugi-
rieron que abandonara el país. Agradecí las muestras
de solidaridad de mis colegas centroamericanos, pero
pensaba que tal cosa no entraba en mis planes, porque
es muy duro tener que abandonar, empujado por las
bayonetas, el puesto que se ganó con tanto esfuerzo y
con tantos votos.
Ya por la tarde, poco a poco se fue desalojando la
Casa Presidencial. Los comunicados y los movimientos

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La guayaba tiene dueño

de tropas por todo el país abrumaban e inf luían en el


ánimo de la gente. Sin embargo, muchos decidieron
quedarse para acompañarnos. De pronto, don Artu-
ro Bianchi, mi suegro, entró en el despacho privado,
acompañado del Vicepresidente Gustavo Espina y me
dijo:
—Mirá, Jorge, tal como está la situación, creo
que lo más sensato sería que Gustavo asumiera la Pre-
sidencia, eso le daría continuidad a lo que iniciaste y
sería un freno para tus enemigos.
—Yo entiendo sus razones –le respondí. Si Gus-
tavo cree que puede lograr algo, yo no seré quien me
oponga; pero les digo que yo, de ninguna manera voy
a renunciar, pues no voy a dar legitimidad a este gol-
pe. Pero tampoco me opondré a que Gustavo asuma
la Presidencia, aunque, sinceramente les digo, esta es
una opción a la que no le veo la menor posibilidad,
pues esta gente no ha llegado hasta aquí para devol-
vernos después el poder. Ya se la jugaron y se quedan
con él; sin embargo, adelante Gustavo.
—Has pensado bien –dijo mi suegro– Te sugiero
que hablés con los diputados que aún están aquí y que
les pidás el apoyo para Gustavo. Solo dame tiempo
para llamarlos.
Entonces subimos al segundo piso de la Casa
Presidencial, donde se ubicaba el nuevo Salón de Ga-
binete y nos reunimos con los diputados presentes,
comunicándoles la decisión. Se produjeron discur-
sos de lealtades y ratificaciones de agradecimiento y
amistad, al igual que algunas ref lexiones. Esta vez la
despedida era definitiva y por eso se dio con grandes
muestras de cariño y respetos mutuos.
Gustavo salió a reunirse con los militares. Cuan-
do regresó a la Casa Presidencial, nos encontramos en

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Día “D”: Golpe de Estado

uno de los pasillos y nos detuvimos a platicar. En eso,


a un teniente que venía corriendo por el pasillo en el
que conversábamos, se le cayó una de las granadas que
llevaba en el chaleco, y el artefacto rodó, pasando al
lado mío y de Gustavo. Cuando la granada se detuvo
sin explotar, nos dijimos que no era “nuestra hora”,
pero ¡qué susto!
—¿Cómo te fue con los militares? –pregunté a
Gustavo.
—Sus condiciones eran inaceptables –me respon-
dió– Rechazaron mis propuestas y entre otras cosas,
querían que firmara mi renuncia de antemano. Fue
una entrevista de lo más estéril.
En esas estábamos cuando el Presidente de Costa
Rica, Rafael Ángel Calderón Fournier me llamó por
teléfono y después de hacer algunas ref lexiones, insis-
tió en que renunciara:
—¡Renunciá, Jorge! Estoy seguro de que así se
tranquilizan y paran la persecución y el peligro que
hay sobre vos y tu familia...
Yo pensé: seguro que Rafa Calderón tiene in-
formación que yo desconozco; seguro le han hablado
los militares o quién sabe qué cosa esté pasando. Sin
embargo, repensé mi posición y le reafirmé que mi
respuesta seguía siendo la misma: que no renunciaría.
—Bueno –me dijo– entonces salí de allí lo más
pronto posible.
Luego se me avisó que miembros del cuerpo di-
plomático se hallaban en la Casa Presidencial y que
querían reunirse conmigo. Los recibimos, Gustavo y
yo, en el Salón de Banquetes. El vocero era el Nuncio
Apostólico. Nos manifestaron que estaban preocupa-
dos por nuestra seguridad física y que así lo hicieron
saber a las nuevas autoridades, a quienes les entregaron

57
La guayaba tiene dueño

una nota exigiendo nuestra protección y la de nuestras


familias.
Les agradecimos su invaluable gesto humanitario
y su justificada y leal preocupación. Sin mucho más,
se retiraron.
Al quedar solos, yo traté de convencer a Gustavo
de que tal vez era hora de abandonar el país. Me dijo
que iría a su casa para hablar con su familia y que
cuando todos estuviéramos listos, que nos llamásemos
y nos pusiéramos de acuerdo. Al despedirse, dijo:
—Me llamás a la hora en que te decidás.
Al regresar al salón privado de la Presidencia, reci-
bo otra llamada del Presidente de El Salvador, Alfredo
Cristiani. Me percibe un tanto indeciso e insiste:
—Jorge, por favor salí. Te estoy enviando un
avión y te venís para acá, aquí estás seguro.
—Gracias, Fredy, pero hay cosas que todavía
tengo que hacer...
—No hombre –respondió – estás jugando con tu
vida y la de tu familia. No hay más que hablar, te
mando un avión de inmediato. ¡Por favor, Jorge, salí,
el avión va para allá!
Cuando el Presidente salvadoreño colgó, se incre-
mentó aún más la duda en mi cabeza, porque el tono
de la llamada de Cristiani no dejaba la más mínima
duda de que los golpistas se estaban desesperando y
hasta quizá provocando situaciones molestas que aún
era posible evitar.
Como la llamada telefónica se dio cuando estába-
mos comiendo con mi familia, miré a mis seres que-
ridos y les dije:
—Creo que es imprudente seguir aquí, no sé qué
piensan ustedes.
Todos asintieron con la cabeza, y Jorgito dijo:

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Día “D”: Golpe de Estado

—Es cierto, ¿qué podemos hacer? Mejor vá-


monos.
Llamé al general Ortega, a quien le referí el con-
tenido de la conversación con el Presidente Cristiani.
Le notifiqué que yo creía prudente salir y no provocar
algún conf licto.
—Las cosas están serias y percibo tanto en Cris-
tiani como en Calderón mucho nerviosismo y no
quiero complicar las cosas innecesariamente.
El general Ortega escuchaba con atención, pero
cuando terminé de hablar, él movió la cabeza hacia los
lados y me dijo:
—Señor Presidente, usted no tiene por qué salir
hoy. Descanse, y mañana con calma, cuando lo tenga
todo listo se va. La Guardia Presidencial y su Estado
Mayor estamos aquí para protegerlo y garantizar su
seguridad.
Agradecí sus palabras, pero le reafirmé que creía
que lo conveniente y prudente era salir tal como me
lo pidiera el Presidente Cristiani.
Acto seguido pedí que me comunicaran con el
Vicepresidente Espina, y le dije:
—Mirá, Gustavo, me llamó Cristiani e insiste en
que salgamos hoy; incluso, me está enviando su pro-
pio avión para que no haya problemas. Después de
oírlo, creo que eso es lo prudente. Ya ordené que lo
preparen todo.
—Mirá, mi hermano –me responde Espina– yo
estoy en la cama ya, lo hablé con Thelma y los patojos
y nosotros nos vamos a quedar; es más, han venido
varios hermanos, hemos orado, y nos sentimos tran-
quilos con la decisión.
—Gustavo, a mí me parece imprudente. Acorda-
te que siempre, vos mismo decías: “Juntos entramos,

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La guayaba tiene dueño

juntos salimos”, pero yo entiendo que esa es tu deci-


sión y la respeto.
—Así es, gracias –me responde Gustavo– Como
te dije, ya estoy en la cama y nos quedamos.
—Bueno, mi hermano, yo cumplí con avisarte.
Que el Señor te bendiga a vos y a todo tu familia y
espero que te vaya bien
—Igualmente, Jorge, que el Señor los bendiga.
Por favor despedime de los patojos y de Magda. Espe-
ro que pronto volvamos a estar juntos.
Al terminar de cenar, fuimos a arreglar el poco
equipaje que llevaríamos. Magda se recuerda del sal-
mo 27:3 “Aunque un ejército acampe contra mí, no temerá
mi corazón; aunque contra mí se levante guerra, yo estaré
confiado”.
—Sin embargo –le dije– estoy confiando en el
Señor, pero creo que ya no es prudente provocar aún
más a estos, que ya están lo suficientemente nervio-
sos.
Y de una vez me vino a la memoria lo que dice la
Palabra: “No se cae la hoja de un árbol fuera de la voluntad
de Dios”. Y nuevamente con Magda y mis hijos, di-
mos gracias al Señor que nos sacaba con vida de esta
conspiración.
Orando estábamos cuando recordaron un sueño
que dos semana atrás nos contara el hermano Juanito,
con el que muchas veces yo me juntaba a orar, quien
al final del servicio dominical en la iglesia el Shadai,
se acercó y me dijo:
—Hermano Jorge, tuve una visión en un mo-
mento en que estaba cabeceando, hace como cinco
días,
—Pues, cuéntemela, hermano
—Vi una gran mano que pasaba sobre el mapa de

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Día “D”: Golpe de Estado

Guatemala y lo tomaba a usted y a su familia. Los vi, a


los siete, en la palma de esa mano, a la hermana Mag-
dita, a usted, a Arturito, Jorgito, el Pato ( Juan Pablo),
Magdita y Amelie, y después vi cómo un hacha caía
sobre el mapa de Guatemala y al golpearlo lo hacía
añicos, volaban las astillas por todos lados.
—Impresionante, hermano –le respondí– Así es
la misericordia de Dios cuando decide protegernos.
Agradecí aquellas palabras, y como tantas otras
veces, registré lo que me había dicho. En ese crucial
momento que estaba viviendo con mi familia, aquello
vino a mi mente y ratifiqué mi convicción de qué
grande es Él, pues ciertamente todo, pero todo, Él lo
tiene bajo control. Eso quiere decir que lo que estába-
mos viviendo, ya Él nos lo había dicho. Le recordé a
mi familia que todo lo que sucedía era obra del Señor,
quien nos estaba protegiendo en ese momento.
Cuando estuvimos listos, hablé con el general
Ortega Menaldo, con los oficiales del Estado Mayor
y de la Guardia Presidencial. Una vez les agradecimos
su cariño y sobre todo su fidelidad, ellos se despidie-
ron de toda la familia con abrazos efusivos e incluso
con lágrimas. Magda les dijo:
—Hoy nos vamos tristes, pero el Señor permitirá
que un día regresemos alegres.
Acto seguido salimos de la Casa Presidencial.
Nuestra caravana iba acompañada de carros de fami-
liares y amigos que quisieron llegar hasta el aeropuerto
militar La Aurora. Solo permitieron pasar a los carros
de la caravana presidencial y los carros de mis hijos. Al
llegar a la base, el general Pozuelos, comandante de la
Fuerza Aérea Guatemalteca, nos recibió y me dijo:
—¿Cómo está, señor ingeniero?
Antes de que yo contestara, un mayor de la Fuerza

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La guayaba tiene dueño

Aérea que estaba en segunda fila se adelantó y cua-


drándose, dijo en voz muy alta:
—¡Parte sin novedad, señor Presidente!
Entonces, el comandante reaccionó, diciendo:
—Señor Presidente, aquí tenemos su avión listo,
a sus órdenes.
—Gracias, general, pero me iré en el avión que
me envió el presidente de El Salvador. Allí estaban el
capitán y su copiloto salvadoreños. Los oficiales del
Estado Mayor Presidencial y la Guardia Presidencial,
con los oficiales de la base aérea presentes, formaron
una línea frente a la escalinata de entrada del DC–3 de
la Fuerza Aérea de El Salvador.
Nos despedimos de cada uno de los oficiales con
abrazos; recibimos palabras de aliento e innumerables
muestras de cariño.
En solo treinta y cinco minutos el avión aterrizó
en San Salvador. Al bajar de la aeronave tomé plena
conciencia de mi calidad de ex Presidente de la Re-
pública de Guatemala. Que estaba allí para iniciar un
forzado exilio, pero siempre con esta convicción: no
hay despropósito en lo que Dios dispone y la bendi-
ción está en aceptarlo y bendecirlo por eso.

Hechos y cronologías tomadas del libro Dictating


Demócracy, Guatemala and the end of Violent Revolution.
De Rachel M. McCleary, University Press of Florida,
1999.

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Día “D”: Golpe de Estado

Seis meses antes del golpe militar, escoltado a la izquierda por el ministro de
la Defensa, José Domingo Samayoa; atrás el jefe del Estado Mayor Presiden-
cial, general Francisco Ortega Menaldo y a la derecha, atrás, parcialmente
cubierto, el general Mario René Enríquez, subjefe del Estado Mayor del
Ejército, El general Jorge Perusina, jefe del Estado Mayor del Ejército, y el
general Pozuelos, Comandante de la Fuerza Aérea.

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La guayaba tiene dueño

Momento en que el general García Samayoa, ministro de la Defensa Nacio-


nal, me imponía la máxima Condecoración al Mérito Militar, por las actitu-
des y acciones que yo había tenido como Comandante General del Ejército,
en beneficio del país y de la institución. Seis meses antes del golpe.

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