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BEGONYA SAEZ TAJAFUERCE (ed.

CUERPO, MEMORIA
Y REPRESENTACIÓN

ADRIANA CAVARERO Y
JUDITH BUTLER EN DIÁLOGO

. .8.AKa8riµsta
Icaria � MUJERES YcuLTURAS
Este libro ha sido impreso en papel 100% Amigo de los bosques, proveniente de bosques
sostenibles y con un proceso de producción de TCF (Total Chlorine Free), para colaborar en una
gestión de los bosques respetuosa con el medio ambiente y económicamente sostenible.

La Serie Mujeres y Culturas, dirigida por Marta Segarra, incluye ensayos que se sitúan en el
campo de los estudios culturales sobre mujeres, género y diferencia sexual. Se inició en 2000
con los volúmenes Feminismo y critica literaria y Nuevas masculinidades, y ha seguido publi­
cando obras teóricas y críticas en dicho campo. Su sede editorial se halla en el Centre Dona i
literatura de la Universitat de Barcelona(http://www.ub.edu/cdona). Consta de un Comité
científico, formado por: Arme E. Berger(Université Paris 8-Vincennes Saint Denis); Peggy
Karnuf(University of Southern California); Ginette Michaud (Université de Montréal);
Frédéric Regard(Université de la Sorbonne-Paris 4).

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FONDO SOCIAL EUROPEO
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Disefio de la cubierta: Laia Olivares


Fotografía de la cubierta: CC Ryan MacGuire

© Fina Birulés, Judith Buder, Adriana Cavarero, Michelle Gama,


Rosa Maria Rodríguez Magda, Begonya Sáez, Meri Torras.

Colaboradora de la edición: Mireia Calafell

© De esta edición: Centre Dona i Literatura y Cos i Textualitat


Icaria editorial, s. a.
Are de Sant Cristofol, 11-23
08003 Barcelona
www. icariaeditorial. com

Primera edición: mayo de 2014

ISBN: 978-84-9888-579-8
Depósito legal: B 8734-2014

Fotocomposición: Text Grafic

Impreso por RomanyWalls, s. a.


Verdaguer, 1, Capellades (Barcelona)

Printed in Spain. Impreso en España. Prohibida la reproducción total o parcial.


ÍNDICE

El cuerpo en diálogo o de la inclinación,


Begonya Saez Tajafuerce 7

l. Inclinaciones desequilibradas,
Adriana Cavarero 17

11. Geometrías vulnerables,


Rosa María Rodríguez Magda 39

111. Vida precaria, vulnerabilidad y ética


de cohabitación, judith Butler 47

IV. Lo dado y las responsabilidades éticas globales,


Fina Birulés 81

V. Pensando poniendo el cuerpo,


Begonya Saez Tajafuerce 89

VI Un diálogo entre Judith Butler y Adriana Cavarero


(itinerario de resonancias) ,
Meri Torras Francés y Micheile Gama Leypa 99

Las autoras 121


EL CUERPO EN DIALOGO O DE
LA INCLINACIÓN

Begonya Saez Tajafuerce

Los textos incluidos en esta publicación atestiguan a concien­


cia y, a menudo, de forma explícita, el diálogo al que fueron
convocadas Adriana Cavarero y Judith Butler en ocasión de
las j ornadas «Cuerpo, memoria y representación» , que, orga­
nizadas por el Grupo de Investigación Cos i Textualitat y por
el Departamento de Filosofía de la Universitat Autonoma de
Barcelona, tuvieron lugar en su Facultad de Letras y en el MA­
CBA a mediados de j ulio de 20 1 1 , y al que ambas se entregaron
sin reservas en cada una de las sesiones organizadas. Se trata,
para mayor precisión, de los textos de sendas conferencias, que
ofrecieron a un colmado auditorio del MACBA en esos días, así
como de las respuestas que Fina Birulés y Rosa María Rodrí­
guez Magda, dos buenas conocedoras de las propuestas teóricas
de las conferenciantes, les brindaron in situ para el debate en
común con el público asistente. Las conferencias estuvieron
precedidas de sendos preludios artísticos, dos performances
relacionadas con la temática a tratar y a modo de introducción
de la misma, una a cargo de Alejandra Mizrahi y otra a cargo
de Pilar Talavera, que son objeto de consideración en el texto
«Pensando poniendo el cuerpo».
Además de las conferencias, el programa de las jornadas
incluyó un taller que permitió la creación de un espaciQ ,d.!•
discusión académica en el que elaborar y discutir las prin­
cipales tesis que, al hilo de la temática general, ambas pen­
sadoras, siempre en constante referencia a su trabajo actual,
presentaron con el fin de revisar en común y a varias voces los
planteamientos teóricos que hoy las siguen convocando. Las
reflexiones que nos ofrecen no han perdido un ápice de su
actualidad. Todo lo contrario. De ello da testimonio el texto
«Un diálogo entre Judith Buder y Adriana Cavarero (Itinerario
de resonancias) » .
Cabe decir, e n honor a l a verdad, que las jornadas brinda­
ron a ambas pensadoras la oportunidad de reanudar un vivo
diálogo en el que llevan enfrascadas desde hace algunos años,
gracias a otros encuentros también de carácter científico y, de
modo explícito, desde que Judith Buder evocara en su Dar
cuenta de sí mismo. Violencia, ética y responsabilidad (2009) la
discusión que pone sobre la mesa Adriana Cavarero en su texto
Relating Narratives. Storytelling and Seljhood(2000) acerca del
yo o sujeto que da cuenta de sí mismo. Butler subraya que ese
sujeto, en el planteamiento de Cavarero, solo puede dar cuenta
de sí mismo en un modo verbal --es decir, en un modo plegado
a la acción- tal que el vocativo, que es, en efecto, el modo de
la interpelación, y que se conforma siempre vis-a-vis -aquí
resulta más indicado aún consignar corps-a-corps- un «tÚ».
Los ejes de ese diálogo previo, por así decir, histórico, son
precisamente los señalados en el título de las jornadas y son
retomados para su revisión, dando lugar a una reflexión acerca
de la vulnerabilidad, considerada a la vez como concepto y
como experiencia, desde una perspectiva de género y queer,
ligada a la representación de sí que, sin duda alguna, pasa para
ambas autoras por la memoria y por el cuerpo. 1

1 . Judith Buder ha considerado la vulnerabilidad en su obra al menos en dos


%g�res con anterioridad a la celebración de estas jornadas y desde perspectivas
adyacentes a la abordada en las mismas. En Lenguaje, poder e identidad (2009b)

8/ .
Y, en ese contexto, teórico y vital, la vulnerabilidad acaba
instituyéndose en referencia fundamental para cualquier en­
sayo en el ámbito de la ontología contemporánea que aspire
a significar también en clave ético-política, puesto que, en la
estela de Hannah Arendt, aunque también de Emmanuel Le­
vinas, por ambas autoras es considerada condición ontológica
universal.
Cuando la vulnerabilidad es considerada condición on­
tológica universal, la pregunta por el ser experimenta un giro
irreversible, en virtud del cual ya no cabe la fórmula «¿qué soy?»
sino «¿quién eres?». Escribe Buder comentando a Cavarero:

la pregunta que debemos hacer no es «qué» somos, como si


la tarea no consistiera sino en llenar el contenido de nuestra
condición de personas. La pregunta no es primordialmente
reflexiva [ . ] . Ajuicio de Cavarero, la estructura misma de
..

interpelación a través de la cual se plantea la pregunta nos

(Excitable Speech. A Polítics ofthe Performative, 1 997), Burler observa la vulnera­


bilidad lingüística que denota la violencia lingüística que se ejerce con relación al
lenguaje en canco que lugar de la performacividad, como señalaJohn Auscin en How
to do Things with W!Jrdr, es decir, en canco que conjunto de accos de habla, y pone
de relieve en su análisis en qué medida el cuerpo se ve implicado siempre ya no solo
en ese lugar performacivo que es el lenguaje, puesto que el cuerpo es configurado
con relación al lenguaje, siendo indisociable de esce, sino como lugar performa­
civo a su vez. Por ocro lado, y comando como referente teórico la concepción de
la culpa de Melanie Klein, en Vulnerabilitat, supervivencia (2008), Burler revisa la
vulnerabilidad vinculada a la experiencia de la destrucción física y, en concreto, a
la destrucción del otro por nuescra parte, un otro que debe ser defendido, librado
de la destrucción, para evitar vernos abocados a lo que Burler llama una «crisis de
supervivencia (survivability)». Este modo de pensar la vulnerabilidad, de la que
de nuevo participa el cuerpo, permite elaborar una propuesta política crítica de
los nacionalismos y relativa a una visión de la soberanía ligada a la «desposesión•>,
según la cual «si las condiciones de mi supervivencia dependen de la relación con
otros, con un "yo" o con un conjunto de "yoes" sin los cuales no puedo existir,
entonces, mi existencia no es sólo mía, sino que se encuentra fuera de mí misma,
en ese conjunto de relaciones que preceden y exceden los límites del yo que soy»
(Burler, 2008, p. 53).

9
da una pista para entender su significación. La pregunta
principal para el reconocimiento del otro carece de rodeos
y se dirige al otro: «¿Quién eres?» (2009a, p. 48)

En virtud de ese giro, que se pone de manifiesto en la


pregunta por el ser, la ontología llega a ser relacional. O bien,
porque la ontología se concibe como relacional, la pregunta
por el ser experimenta el giro descrito.
La concepción relacional de la ontología por parte de Ca­
varero -de la que no solo se hace eco Butler, sino que lleva
a cabo una elaboración de la misma a fin de otorgarle una
proyección específica enfocada a las prácticas políticas que
reclaman contextos sociales desafiantes, tales como la convi­
vencia entre la población israelí y la palestina- merece un
breve detenimiento, pues, si bien comparte con las propuestas
filosóficas contemporáneas, de Kierkegaard en adelante, la ob­
servación de la preeminencia ontológica de la relación, según
la cual el sujeto no existe de manera previa a la relación sino
que se constituye como sujeto en y en virtud de ella, pues ella
es condición necesaria de su existencia qua sujeto, la propuesta
de Cavarero difiere de las otras propuestas en que, en primer
lugar, articula de modo explícito una crítica a «Un sujeto
interior, cerrado en mí mismo, solipsista y dedicado a hacer
exclusivamente preguntas sobre [s] í» (Butler, 2009a, p. 50) .
En consecuencia, el sujeto que deviene sujeto en la relación
sale de sí y solo en ese desprendimiento de sí, se constituye
como tal. «Solo en la desposesión puedo dar y doy cuenta de
mí misma» (p. 56) .
Butler habla, con Cavarero, evocando al menos de modo
implícito las ontologías de M. Foucault y de J .L. Nancy, de
un sujeto que está «fuera de sí» . La no reclusión del sujeto,
en virtud de la relación, a una suerte de espacio interior que
lo conforma, es el segundo aspecto que permite distinguir la
ontología relacional de Cavarero de otras también contempo-

10
ráneas, como, sin duda, la heideggeriana. Ya que el sujeto de
Cavarero, como el de Buder, es, ante todo, cuerpo, es expe­
riencia corporal «que no puede contarse pero que constituye
la condición corporal del dar cuenta de uno mismo en forma
narrativa» (Buder, 2009a, p. 59) .
En tercer lugar, destaca en el planteamiento de Cavarero su
carácter pragmático, ajeno a todo formalismo. La relación no
solo implica cuerpos, sujetos de carne y hueso, sino también
un contexto relacional concreto en el que se da, defacto, esa
experiencia corporal y en el que se pone de manifiesto la inter­
pelación como modo de ser plegado a la acción. El contexto al
que alude Cavarero, con Arendt, es el de la relación materno­
filial, una relación de absoluta dependencia y arquetípica, es
decir, universal, encarnada en las Madonnas que forman parte
del imaginario más éxtimo de la pensadora italiana. Esa es la
relación en la que todo sujeto de carne y hueso deviene sujeto
frente a otro que deviene suj eto frente a sí.
De este modo, la relación participa de la condición on­
tológica universal ya predicada para la vulnerabilidad. Y lo
que caracteriza a ambas, a pesar de su estatuto universal, es,
sin embargo, su carácter irreductible y/o no-dialéctico. Es­
cribe Buder: «tenemos frente a nosotros a otro a quien no
conocemos y no podemos aprehender del todo, un otro cuyo
carácter único y no sustituible impone un límite al modelo de
reconocimiento recíproco propuesto en el esquema hegeliano
y, en términos más generales, a la posibilidad de conocer a
otro» (2009a, pp. 48-49) .
Cabe añadir, de acuerdo a la lógica hegeliana que sufre
aquí un cortocircuito, que de dicha imposibilidad de reco­
nocimiento pende la imposibilidad de sometimiento. La tesis
fuerte que Buder formula con Cavarero y Arendt pero, sin
duda, también desde Levinas, y que pone de manifiesto la
estructura asimétrica de la interpelación en tanto que modo
primero de relación, por más que esta, en la forma del diálogo,

11
pueda ser transitiva, es que el reconocimiento pleno del otro,
su definición, su fijación, su estereotipación conducen nece­
sariamente a la negación de su singularidad, por lo que el otro
deviene superfluo y, entonces, prescindible. He ahí una de las
raíces del «horrorismo» de Cavarero2 y he ahí la tuerca de vuelta
ético-política que la vulnerabilidad otorga a la ontología.
La condición de la singularidad, por tanto, no radica en
el reconocimiento del otro, que le conduce a un cierre sobre
sí mismo, clausurando así la relación, sino, bien al contrario,
en la exposición «que yo soy» y que «no puedo eliminarla a
voluntad, pues es un rasgo de mi propia corporeidad y, en
ese sentido, de mi vida» (Buder, 2009a, p. 49) . En la relación
se pone de manifiesto la vulnerabilidad como condición on­
tológica universal en virtud de la exposición que obliga una
remisión al cuerpo. Somos vulnerables porque somos expues­
tos, porque somos un cuerpo. Sería un error y comportaría
una simplificación capital del planteamiento ontológico de
ambas autoras, que rayaría además en el anacronismo teórico,
interpretar la frase anterior a la manera de una cadena causal
de significación. Más bien es preciso leer en ella una suerte
de co-originareidad. Así, vulnerabilidad, exposición y cuerpo
aluden a las condiciones ontológicas universales del sujeto
contemporáneo en tanto que condiciones de posibilidad de
su singularización.
De nuevo es preciso aludir a la imagen de las Madonnas
y, en concreto, al gesto que las caracteriza, ya que este pone
en juego y, a la vez, hace visibles las condiciones ontológi­
cas universales del sujeto contemporáneo, vulnerabilidad,
exposición y cuerpo, que son, a su vez, sus condiciones de
posibilidad de singularización. Se trata de la inclinación.

2. Me refiero aquí a la última y reconocida obra publicada por Adriana Ca­


varero, Ho"orismo. Nombrando la vio/mcia contempordnea (2009) .

12
El sujeto contemporáneo al que alude Cavarero y, con ella,
Butler, en los textos que sirvieron de base para el diálogo a lo
largo de las jornadas, es un sujeto inclinado. Mientras que el
sujeto moderno, cartesiano y/o kantiano, es representado en
la unívoca verticalidad del contundente trazo de la I del «I»
(yo) ; sujeto que, en virtud de esa verticalidad, es y permanece
ajeno a la relación. No cabe la relación sin inclinación y, a la
vez, la inclinación atestigua la relación.
Sin embargo, lejos de poder limitar el análisis de la relación
como inclinación al ámbito de la subjetividad, resulta obligado,
puesto que la implica en términos conceptuales, tomar a la par
en consideración la alteridad. Cual Madonnas del Renacimien­
to, nos inclinamos para con el otro. Y es preciso señalar que
la apertura mencionada comporta, además de la inclinación
de un sujeto con respecto a otro sujeto (que es y permanece
Otro) tal que en el ejemplo de las Madonnas, la inclinación de
un planteamiento teórico, propio de la ontología esencialista,
cuyo eje lo consituye el sujeto cerrado sobre sí mismo, y cuyos
parámetros no exceden los establecidos por la pregunta acerca
de dicho sujeto, con respecto a otro planteamiento teórico,
j ustamente el de la ontología relacional, cuyo eje sufre no solo
un desplazamiento fundamental, sino una escisión irreversible,
en virtud de la cual se ve siempre ya abocado, pues no lo elige ni
lo acuerda, a un diálogo asimétrico que lo constituye (y lo des­
tituye a la vez) como precario, en términos de Butler, o como
inerme, en términos de Cavarero. Cuerpo a cuerpo, siempre
cuerpo a cuerpo, el sujeto da lugar al Otro en un diálogo en
el que el Otro lo llama y al que, sin embargo, se resiste, pues
no se agota en él: ni en el sujeto, ni en el diálogo.
Por un lado, entonces, en tanto que gesto propio del
sujeto contemporáneo, la inclinación conforma la relación
como vínculo, como legame, que remite de manera necesaria
a una observación ética y/o moral del Otro, donde no cabe la
indiferente objetividad propia de la posición ética y/o moral

13
correspondiente a la verticalidad y a la que esta en codo mo­
mento y circunstancia aspira y debe aspirar. Nos indinamos
por deferencia, aunque también por preferencia. Por otro lado,
la inclinación remite a la flexibilidad como actitud que es
preciso adoptar, incluso resolver adoptar, pues no está dada a
priori, a fin de establecer el vínculo, de activarlo, de responder
a la llamada del Otro. La flexibilidad, así planteada, hace las
veces de condición ontológica de la inclinación, pero es preciso
decidirse en favor de dicha condición, adoptarla. En virtud de
ese requerimiento de decisión, la flexibilidad otorga a la incli­
nación un carácter político. Nos indinamos por disposición,
aunque, sobre todo, por resolución.
Dotado de flexibilidad, al sujeto contemporáneo le es dado,
entonces, plegarse, pero también desplegarse en su relación con
el Otro -Otro que, sin duda, en el planteamiento de Butler,
no remite tan solo al otro sujeto de carne y hueso, sino también
a la norma, en tanto que sujeto de significación ética, moral
y política y que, corno tal, rige aquel sujeto de carne y hueso
y a sus diálogos. Al sujeto contemporáneo le es dado ligarse
así corno desligarse. Nos indinamos para subscribir, aunque
también para subvertir. De no ser este el caso, es decir, de ser
la inclinación solo medio para plegarnos, ligarnos o subscribir
al Otro (comprendido en los términos señalados más arriba) ,
se estaría limitando su sentido y, con él, el sentido de la rela­
ción, al reconocimiento, lo cual significa, en consonancia con
lo visco más arriba, limitar el sentido del Otro y de la relación
a la dominación, que es justo lo que tanto Cavarero como
Butler critican.
Fijar al Otro y a la relación en el reconocimiento comporta
desposeer al sujeto de su flexibilidad y desconsiderarlo, por
tanto, en calidad de sujeto dispuesto para lo ético, lo moral y
lo político. Para Cavarero y Butler -así como para Arendt y
Levinas-, esa desconsideración comporta una deshumaniza­
ción por cuanto que omite el único reconocimiento posible, a

14
saber, el reconocimiento de la asimetría, fundada en el carácter
dependiente de todo sujeto y, por tanto, no solo de la imposi­
bilidad sino de la impropiedad del reconocimiento en cuanto
tal, es decir, en cuanto cancelación de la obligación moral -o
responsabilidad- para con el Otro y para con su vida.
Como contundente alternativa a dicho modelo deshumani­
zado(r) , el fértil diálogo que ambas pensadoras establecen en
sendos textos incluidos en esta publicación y que, como su­
braya Butler, lleva la marca del pensamiento judío, permite,
más allá de su inclinación, la declinación del sujeto contem­
poráneo.
Es j usto, hacien d o gala de su flexibilidad, dejándose llevar
y hacer en ese diálogo, relación donde las haya, que al sujeto
contemporáneo, representado en un inicio por la inclinada
Madonna según la propuesta de Cavarero, le es dado experi­
mentar una incesante flexión de casos. De dicha declinación
dio buena y performativa cuenta Butler en una de las inolvida­
bles sesiones compartidas del taller, a lo largo de las jornadas,
al referirse a los múltiples y diversos quehaceres que configuran
las prácticas cotidianas de la mayoría de las mujeres hoy. Las
mujeres nos declinamos atendiendo el teléfono, removiendo
el guiso, sujetando a nuestro bebé en brazos, recogiendo ropa
del suelo, tecleando el ordenador, etc., todo a la vez. En dicha
elaboración, el sujeto contemporáneo se convierte en una
suerte de contorsionista que no ceja en su empeño de poner
a prueba cuán fuera de sí logra, a pesar de su condición y, a la
vez, debido a ella, tomar posición en un permanente ejercicio
de equilibrismo ético, moral y político al que le aboca su ser
relación, es decir, su ser vulnerable, expuesto y corpóreo.
Descubrimos en los textos de ambas pensadoras que es sin
duda en virtud de esta inclinación/declinación permanente que
cabe trazar, en la vida y en la teoría, una nueva «geometría» de
la convivencia ajena a la violencia. Agradezco sinceramente a
Adriana Cavarero y a Judith Butler habernos hecho, con calidez

15
y alegría,
también con amplia generosidad, a la vez testigos
y
y partícipesde sus diálogos, trazos pulcros e incansables de las
figuras mediante las que, una tras otra, disponen esa geometría
que nos dignifica.

Referencias bibliográficas
AUSTIN, John ( 1 962) , How to do Things with Wórds, Clarendon
Press, Oxford.
BUTLER, Judith (2008) , Vulnerabilitat, supervivencia, CCCB, Bar­
celona.
(2009a) , Dar cuenta de sí mismo. Violencia, ética y responsabili­
dad, Amorrortu, Buenos Aires. [ Giving an Account of Oneself,
Fordham University Press, Nueva York, 1 995]
(2009b) , Lenguaje, poder e identidad, Síntesis, Madrid. [Excitable
Speech. A Politics ofthe Peiformative, Roudedge, Nueva York y
Londres, 1 997]
CAVARERO, Adriana (2000) , Relating Narratives. Storytelling and
Selfhood, Roudedge, Nueva York y Londres.
- (2009) , Horrorismo. Nombrando la violencia contempordnea,
Anthropos, Barcelona.

16
l. INCLINACIONES DESEQUILIBRADAS

Adriana Cavarero

«El solterón un si es no es egoísta» (Unamuno, 1 984, p. 7) ,


lmmanuel Kant, no ama a los niños. Se lamenta del hecho de
que, siendo todavía «deficientes» de razón y entendimiento,
«con rumores, gritos, silbidos, cantos y otros alborotos [ . . ]
.

molestan a la parte pensante de la humanidad» ( 1 99 1 a, p. 222) .


La culpa la tienen las madres y las nodrizas, quienes, cuando
el pequeño empieza a hablar y distorsiona las palabras, están
«inclinadas a abrazarle y a besarle» ( 1 99 1 b, p. 26) , en vez de
aleccionarlo. Un buen educador, obviamente, no premiaría la
carencia de racionalidad ínsita en el farfullar de la criatura hu­
mana cuando es pequeña. En cambio, las mamás y las nodrizas
lo recompensan con un caluroso abrazo, de manera que, en
último término, todo el asunto «debe ponerse a cuenta de la
natural propensión de las nodrizas a hacer bien a una criatura
que se abandona total y conmovedoramente al arbitrio del
prój imo» (ibid.). Lo que preocupa a Kant, por lo tanto, es en
especial la relación entre inclinación (materna) y dependencia
(infantil) . La cuestión es filosófica. La infancia, como estado
de minoría y dependencia, se mide a partir del paradigma
kantiano de un yo autónomo, libre y racional, que controla
sus inclinaciones y que, sobre todo, no necesita que los otros se
inclinen amorosamente hacia él. La denuncia de una «inclina-

17
ción natural», típicamente femenina, hacia la criatura humana
necesitada de cuidado y en estado de dependencia se inscribe
en este cuadro. En breve, Kant reprueba a los niños porque
no son todavía adultos y reprende a las mujeres porque están
naturalmente inclinadas a cuidar de la criatura que depende
de otros y, para ser precisos, que depende de ellas mismas. En
fin, entre la madre y el niño, entendido por Kant como larva
de un yo todavía no autónomo, existe una preocupante com­
plicidad. Y, si se sabe percibir, existe incluso una cuestión de
orden geométrico, debida a la prevalencia de la línea oblicua
sobre la vertical: la inclinación materna hacia el infante acaba
por retrasar precisamente el proceso que, liberándolo de la
dependencia, desembocará en la figura de un yo autónomo,
legislador moral de sí mismo y muy sólido sobre el eje interno
del propio «sí auténtico», típicamente en posición erecta. En
los escritos éticos y antropológicos de Kant, la inclinación (Nei­
gung) es tratada bajo la rúbrica de los deseos [apetitos] y, más
en general, de las afecciones que pertenecen al hombre como
ser natural. La inclinación es, para él, una especie de «apetito
sensible habitual» ( 1 99 1 b, p. 1 8 1 ) , que se hace hábito, es decir,
«necesidad física interna de seguir procediendo de la misma
manera que se ha procedido hasta el momento» (p. 53). Esto,
apunta el filósofo, suscita náusea porque «Se ve demasiado el
animal en el hombre, que se deja guiar instintivamente por la
regla de la habituación como por otra naturaleza (no humana)
y corre el peligro de entrar con el bruto [la bestia] en una y
la misma clase» (ibid. ) . En términos kantianos, claro está, el
problema es particularmente alarmante. Si, como ser natural,
el yo es un animal de la especie homo, como ser racional y
moral -y, por ello, propiamente humano- el yo siente una
absoluta repugnancia por salir de la peculiaridad de su especie
y confundirse con las bestias. Bajo esta luz puede resultar más
evidente el fastidio del filósofo por mamás y niños. Tanto las
mamás como los niños, respecto al confín zoológico entre hom-

18
bre y animal, son figuras «border-line». Las primeras, porque
mimando a los cachorros humanos y cuidándolos, muestran
una inclinación natural que comparten con las hembras de
otras especies. Los segundos, porque, en esencia, son todavía
pequeñas bestias. Sin embargo, en una página extraordinaria
de Kant, j usto esta última afirmación es desmentida de una
manera clamorosa. Escribe Kant en un párrafo de la Antropo­
logía en sentido pragmdtico:

El niño que acaba de desprenderse del seno materno pa­


rece entrar en el mundo gritando, a diferencia de todos
los demás animales, meramente a causa de considerar su
incapacidad para servirse de sus miembros como una
violencia, con lo que al punto denuncia su aspiración a la
libertad (de que ningún otro animal tiene la representa­
ción) . ( 1 99 l b, p. 1 8 1 )

Obviamente -como Kant se ve obligado a aclarar en una


nota- ni siquiera el recién nacido tiene una representación de
la libertad. Y cómo podría tenerla si, apenas llegado al mundo,
no tiene representaciones de nada. No obstante, de la libertad
posee, según la curiosa expresión de Kant, «una oscura idea»,
que determina hasta tal punto su deseo de ser libre que se ma­
nifiesta como pasión propia y verdadera: a través del grito en
el momento del nacimiento y, poco más tarde, en la primera
infancia, a través de las lágrimas de un llanto desesperado.
Molestando a la parte pensante de la humanidad, según el
filósofo, el recién nacido berrea porque advierte la condición
de ilibertad ínsita en su incapacidad de servirse de los propios
miembros, o bien, por decirlo en términos más exactos, en
su falta de autonomía. Oscura tanto cuanto se quiera, la idea
de libertad es entonces innata en el animal humano, quien,
con su primera y molestísima emisión sonora, manifiesta ra­
biosamente la presencia. Según Kant, su grito inicial no es ni

19
un lamento por la separación del regazo de la madre ni una
triste invocación de esta por parte de una criatura inerme y
dependiente. Es, precisamente, un grito de indignación por no
haber sido traído al mundo como perfectamente autónomo,
es decir, libre. Dicho con las palabras de Tzvetan Todorov, «si
el recién nacido llora no es para pedir el complemento nece­
sario de su vida y de su existencia, es para protestar contra su
dependencia en relación con los otros. ¡El hombre nace como
sujeto kantiano, aspirando a la libertad!» ( 1 995, p. 23) . Res­
pecto a esto, un buen padre de familia como Hegel se muestra
bastante más cauto. Observando el mismo fenómeno, escribe
que, con el grito, «el niño externaliza el sentimiento de sus
necesidades» y, en particular, atestigua un estado de «depen­
dencia e indigencia bastante mayor de la del animal» ( 1 830,
§ 396) . Para Kant, el grito rabioso del infante es, en cambio,
esencialmente cólera por su impotencia de autodeterminación.
El acento cae fatalmente sobre la autonomía y todo el periodo
de los caprichos de la primera infancia confirma el asunto:
«Este impulso a tener voluntad propia [libre y autónoma] y a
tomar el impedimento como una ofensa, se distingue también
especialmente por su tono y deja traslucir una maldad que la
madre se ve obligada a castigar, pero habitualmente se replica
con gritos todavía más vehementes» ( 1 99lb, p. 203). No nos
dejemos desencaminar por el tono irónico y benevolente del
filósofo de Konisberg. El problema es filosóficamente serio,
además de biográfico. Tal vez el viejo Kant había olvidado
que fue niño o quizá no tuvo la ocasión de cuidar de un niño
o de otras criaturas vulnerables y dependientes. Digamos: no
se inclinó j amás hacia el otro. Puesto que «el nacimiento y
la primera infancia, ha pertenecido exclusivamente, durante
siglos, al universo de las mujeres» {Todorov, 1 995, p. 7 1 ) , le
faltó una experiencia directa de la situación y de sus patologías.
Esto es verdad para bastantes otros filósofos, pero para Kant
el fenómeno, dada su insistencia sobre la categoría de autono-

20
mía, asume una relevancia especial. Incluso la mera hipótesis
de una dependencia estructural de lo humano, también del
animal humano desde pequeño, se convierte, para él, en un
grave tormento. Entonces mejor afirmar que el recién nacido
llora porque posee una oscura idea de la libertad, o sea, como
diría Foucault, insistir sobre las señales de la «presencia sorda
de una libertad que se ejerce en el campo de la pasividad ori­
ginaria» (2009, p. 57) .
Cuentan sus contemporáneos que, como persona, Kant
era sociable y agradable: incluso en los límites de su Konigs­
berg, era un ciudadano del mundo. Como filósofo moral, en
cambio, parece obsesionado por el modelo autista de un yo
que legisla sobre sí y se obliga a sí mismo, un yo vertical y
autoequilibrado que se alinea, en horizontal, sobre la entera
superficie terrestre, j unto a los otros yo, igualmente autárqui­
cos, que son una réplica. Su suma, perfectamente homogénea,
garantiza la universalidad de la ley moral. El orden político
que corresponde a esta disposición asegura además, como dice
Kant, la paz perpetua.
He acusado aquí a Kant de prejuicio especulativo hacia
la condición humana de vulnerabilidad y dependencia que
se anuncia, con el gemido del recién nacido, en la escena de
la natalidad. Pero el término «vulnerabilidad» pertenece a
nuestro vocabulario, no al suyo. Hasta Levinas, en la historia
de la filosofía, la palabra «vulnerabilidad» está casi ausente. La
atención hacia lo vulnerable o, como yo prefiero decir, hacia
lo inerme, se ha afirmado en tiempos recientes y, sintomáti­
camente, ha tomado el pliegue de una interrogación radical
sobre lo humano sobre todo a la luz de los acontecimientos del
1 1 de septiembre del 200 1 y de la violencia consiguiente. Han
pasado diez años desde la fecha en que Occidente percibió con
consternación que era extraordinariamente vulnerable, o bien,
dicho con una sensibilidad europea, vulnerable una vez más, y
de manera extraordinaria e imprevista. Las reflexiones críticas

21
de Judith Butler, en Vida precaria y en textos sucesivos, que se
interrogan sobre la «posibilidad de una comunidad» (2006,
p. 45) a partir de la condición de vulnerabilidad, responden
directamente al espíritu violento de la época inaugurado por
el derrumbe de las Twin Towers. Por mi parte, en el libro
titulado Horrorísmo, intento abordar la misma cuestión. Ha
pasado un decenio, por lo menos sobre el plano especulativo,
y quizá podemos hacer un primer balance. Y, puesto que más
arriba he nombrado a Kant, podemos empezar por subrayar
nuestra deuda respecto a Levinas, un autor que, haciendo de la
vulnerabilidad del rostro del otro el principio de una relación,
caracterizada por la asimetría y la dependencia, desmonta en
especial la noción de un yo autónomo y autorreferencial. No
por casualidad, desmonta también una de las otras configura­
ciones típicas del suj eto moderno, o sea el yo violento y agre­
sivo, ejemplarmente teorizado por Hobbes, el primer motor
del cual es la autoconservación. En efecto, cuando es la obra
y la retórica de la destrucción lo que nos obliga a retematizar
lo vulnerable, una breve referencia a Hobbes puede resultar
indispensable.
Como toda la tradición política y la filosofía en general -y
esto es de verdad un síntoma sobre el que meditar- Hobbes
no tematiza directamente la categoría de vulnerabilidad, pero la
engloba en la de «matabilidad» . El presupuesto de la violencia
como característica esencial de lo humano, el homicidio como
marca distintiva de la especie Horno, ya dominantes en una
cierta tradición de lo político, llegan a una exaltación lúcida y
perfecta en la ontología individualista hobbesiana. La tesis de
Hobbes es conocida y la indico por eso de modo esquemático.
Hobbes no solo imagina individuos en el estado de naturaleza
que se matan los unos a los otros, sino que imagina los Estados
soberanos y territoriales, que deberían ser la solución artificial
a esta carnicería natural, como sujetos beligerantes y mortales.
Para Hobbes, dicho muy sintéticamente, no solo el individuo,

22
y el Estado soberano que es una réplica de este, están afectados
por una vulnerabilidad estructural respecto a la violencia que
cada uno perpetra contra el otro para autoconservarse, sino
por una vulnerabilidad -no tematizada y dada por descon­
tada- que coincide con el concepto de matabilidad. Con el
sistema de Hobbes, para el individuo y para el Estado -ambas
criaturas, no por casualidad, mortales- la fenomenología de
la vulneración se precipita en la fenomenología de la muerte
violenta y del asesinato. Estamos obviamente lejos de Kant--o,
yendo atrás en el tiempo, de Locke y de la llamada doctrina
liberal- pero estamos, crucialmente, cerca del fundador del
concepto moderno de soberanía. El legado fundamental de
un sistema que, lejos de pensar la soberanía en términos de
invulnerabilidad, construye el concepto mismo de soberanía
sobre la base de concatenaciones semánticas entre vulnerabi­
lidad, mortalidad y matabilidad, debería por ello ponernos
en guardia.
Se cierne tal vez sobre nuestros discursos un léxico político
que enfatiza el primado de la violencia, la postula como con­
génita y subordina cada conceptualización de lo humano, vul­
nerabilidad incluida, a la naturalización del sujeto agresivo.
Hobbes escribe durante el s. XVII, y señalarlo como un
autor que todavía coloniza la retórica actual sobre la violen­
cia puede parecer excesivo. Intentaré entonces actualizar mi
análisis dirigiéndome a uno de sus más interesantes herederos
del s. XX: Elias Canetti. Respecto a Carl Schmitt, su heredero
por antonomasia, Canetti tiene el mérito de traducir la tesis
hobbesiana a una geometría postura!. Retorna al sujeto verti­
cal, autofundado, independiente e inconexo, que ya habíamos
entrevisto en el yo libre y autónomo de Kant, pero con carac­
terísticas diferentes.
Como se lee en Masa y poder y en otros textos menores,
el modelo de lo humano, según Canetti, es el superviviente,
o sea, un hombre vivo, en pie, que continúa erguido enfrente

23
a un hombre muerto, extendido horizontalmente en el suelo.
«El vivo no se cree nunca tan alto como cuando tiene frente a
él al muerto, que ha caído para siempre: en aquel instante es
como si hubiera crecido», escribe Canetti ( 1 974, p. 1 7) . «El
momento de sobrevivir es el momento del poder. El espanto
ante la visión del muerto se disuelve en la satisfacción de no
ser uno mismo el muerto. Este yace por tierra, el superviviente
está en pie. Es como si hubiera tenido lugar un combate y uno
mismo hubiese abatido al muerto» (20 1 0, p. 347) . Si para
Hobbes, la vida del hombre consiste en un «deseo perpetuo
e incesante de poder tras poder, que cesa solo con la muerte»
(20 1 1 , p. 93) la esencia del individuo canettiano está en un
sobrevivir que se exalta y se verticaliza ante la muerte ajena.
Escribe Hobbes (y es preciso que no olvidemos j amás que
esta es la fundación del concepto moderno de igualdad): «son
iguales aquellos que pueden hacer cosas iguales el uno contra
el otro. Pero aquellos que pueden hacer la cosa suprema (es
decir, matar) pueden hacer cosas iguales» ( 1 993, p. 1 7) . El
lugar de aplicación de tal principio es la famosa guerra de todos
contra todos: existe una matanza general en curso y están en
el campo los vivos y los muertos. Dada la situación, los vivos
quizá deberían ser llamados los que van a morir. Canetti, en
cambio, los llama «supervivientes». Contrariamente al indivi­
duo natural de Hobbes, inmerso en el incesante movimiento
de su deseo de poder, el superviviente de Canetti es una figura
estática, firme, congelada en el instante de su verticalización
suprema ante el muerto. É l goza de un momento incompa­
rable de triunfo. Canetti escribe en la segunda mitad del s.
XX : la fantasía hobbesiana del estado de naturaleza ya ha sido
superada por la realidad de las guerras de masa que proveen
cadáveres en abundancia. Tras la carnicería, el superviviente
tiene también la experiencia embriagadora de un «sentido de
invulnerabilidad». «Un cierto esplendor de invulnerabilidad»,
señala Canetti, «irradia en torno al hombre que vuelve de la

24
guerra sano y salvo» ( 1 979, p. 2 1 ) . Construida sobre la relación
entre quien yace y quien está en pie, la geometría canettiana se
organiza sobre dos coordenadas fundamentales: la verticalidad
del superviviente y la horizontalidad del muerto. La cadena vul­
nerabilidad-mortalidad-matabilidad está gobernada de nuevo
por el tercer término, pero produce, en el instante triunfal del
sobrevivir, una exaltante coincidencia entre invulnerabilidad
e inmortalidad.
¿ Pero qué es entonces esta vulnerabilidad cuyo concepto,
más o menos silenciado, parece no poderse desenganchar de
la mitología del guerrero y del comando de la muerte? Tal vez
aquí resulte útil una breve digresión etimológica. Derivada
del latín «vulnus», herida, la vulnerabilidad es definitivamente
una cuestión de piel, y lo es al menos según dos significados
que presentan un cierto parecido pero también una diferencia
fundamental. El significado primario remite a la rotura de la
«derma», a la laceración traumática de la piel. El contexto de
referencia, en la tradición textual, convoca la violencia y es
prevalentemente un escenario de guerra, de enfrentamiento
armado, de muerte violenta. Son sobre todo los guerreros
los que se hieren uno a otro, a menudo asestando golpes
mortales o como mínimo intentando dar muerte. Desde este
significado fundamental se genera la conocida línea semántica
que, en las lenguas modernas, además de presentar el inglés
«wound» y el alemán «Wunde», incluye, entre otros, tanto
el italiano «ferire» como el castellano «herir»,ambos recon­
ducibles a la contracción del latín «vulnus inferre» (asestar
el golpe que desgarra) . El «vulnus» es sustancialmente el
resultado de un golpe violento, atizado desde el exterior con
un instrumento cortante, contundente, que lacera la piel.
Por cuanto la herida pueda pasar al tej ido profundo y ser por
ello letal, o más bien, por cuanto la herida sea esencialmente
tematizada como letal, la laceración pertenece en primer lugar
a la epidermis, límite y borde del cuerpo, barrera envolvente

25
pero también superficie en la cual el cuerpo mismo se asoma
al exterior y se expone.
Sobre la relación esencial entre piel y «vulnus» existe una
conjetura etimológica secundaria pero muy prometedora para
nuestro tentativo de repensar lo vulnerable. Según esta eti­
mología, el significado de «vulnus», a través de la raíz «vel*»,
aludiría sobre todo a la piel depilada, lisa, desnuda y, por
ello, expuesta en grado máximo: palabras como «vellón» y
«avulsión» o el inglés «avulsed», forman parte de esta familia
(Consolara, 2009, pp. 45-46) . Las dos etimologías, incluso
abriendo a imaginarios diversos, no están del todo en contras­
te: siempre de piel se trata. La segunda, evitando la figura del
guerrero, posee sin embargo el mérito de acentuar la valencia
de la piel como exposición radical, inmediata, sin vello, sin
cobertura o coraza. Vulnerable es aquí el cuerpo humano en
su absoluta desnudez, enfatizada por la ausencia de pelos, de
revestimiento, protección. El cuadro se amplía hasta abrazar
el concepto de lo humano en general, y el escenario de guerra,
con sus instrumentos cortantes pero también con su protocolo
de violencia simétrica y de resultado letal, ya no aparece ni
como decisivo ni como necesario. El guerrero deja, más bien,
el puesto a una nueva figura emblemática de la vulnerabilidad
como condición esencial de lo humano: si es imaginado en la
total desnudez de la piel expuesta, sin pelos como sucede a los
niños y a menudo a los viejos, el vulnerable por definición se
convierte en efecto en el inerme. El guerrero, con su cuerpo
hirsuto o la barba inculta, señales de virilidad indiscutible,
sale clamorosamente de escena, remplazado por un arquetipo
de lo humano cuya piel desnuda y glabra es señal de absoluta
exposición. Cuando la vulnerabilidad es pura desnudez, cuan­
do es el inerme quien encarna el significado del «vulnus», la
muerte se desliza a un segundo plano y cesa la batalla. Dicho
con una fórmula, los conceptos de vulnerable, de mortal y de
matable rompen su asociación usual y se separan. Se rompe

26
un entero sistema y se disuelve la concatenación semántica
que el sistema mismo ha pasado de contrabando como obvia,
aunque no siempre con la claridad especulativa de Hobbes.
De hecho, ahora se puede afirmar que la condición humana
de vulnerabilidad no coincide con la de mortalidad ni, todavía
menos, con la de matabilidad.
Teniendo en cuenta las cuestiones en j uego, vale la pena
insistir en el argumento. Sin más rodeos, mi tesis es que las
dos etimologías de «vulnus» asumen la forma de dos opciones.
La primera, al servicio de aquello que, por brevedad, llamaré
el «teorema de la violencia», corre el riesgo de recluir el tema
de lo vulnerable dentro de la postulada transitividad -más
una coincidencia que un paso- entre vulnerabilidad, mor­
talidad y matabilidad. La segunda, centrada en la desnudez
paradigmática de lo inerme, parece generar, en cambio, un
horizonte de sentido que escapa j ustamente a la necesidad de
la cadena conceptual entre herida, muerte y asesinato. Tanto
la conocida obsesión filosófica por la mortalidad, como la
correspondiente pasión guerrera por la muerte violenta, dada
y recibida, ejemplarmente sintetizada en la teoría de Hobbes,
se ponen al fin en cuestión. Con el tema de la vulnerabilidad,
arrancado al sistema de sentido que lo engloba en la cuestión
de la mortalidad o del homicidio, como nos ha enseñado
Levinas, se asoma efectivamente al pensamiento o, mejor, a
la ética, completamente otro. Mejor dicho, el otro mismo en
carne y hueso, la unicidad encarnada que toma el nombre, ya
célebre, de rostro del otro. La vulnerabilidad, si no queremos
descuidar su étimo dominante, es todavía índice de la herida,
pero ahora resulta plausible que el anverso de esta herida sea
la caricia, incluso antes que su consecuencia sea la muerte y
su teatro el homicidio.
Sintomáticamente, incluso Levinas no escapa del todo de
las garras del sistema. La problemática de la vulnerabilidad,
central en su pensamiento, es atravesada por tensiones inter-

27
nas que desembocan, por lo menos, en un doble registro. Al
registro que reconduce la vulnerabilidad a una fenomenología
de la piel, se une otro registro, por así decir, más tradicional,
que la reconduce en cambio a la temática de la mortalidad y
del asesinato. En el primer cuadro, la vulnerabilidad es deci­
didamente piel desnuda, «extremidades en las que [el cuer­
po] comienza o acaba» (Levinas, 1 995, p. 1 36) , subj etividad
como sensibilidad, exposición a los otros, responsabilidad en
la proximidad de los otros, materia y lugar mismo del para-el
otro. El acento de Levinas cae sobre el contacto y la apertura
o sobre una exposición constitutiva y no intencional de uno
al otro , según la figura de una relación de dependencia total y
asimétrica. Se trata pues de una vulnerabilidad -intercalada
en la escritura levinasiana con términos como «maternidad
[ . . . ] , responsabilidad, proximidad, contacto» (p. 1 34) y a
menudo ejemplificada por el extranjero, la viuda y el huér­
fano- que convoca la responsabilidad ética o, si se quiere,
postula una ontología relacional radical, sin que el tema de
la mortalidad o del homicidio entre necesariamente en el
cuadro. Que el hombre sea mortal y que las criaturas inermes,
como el huérfano, la viuda, el extranjero, estén expuestas a la
herida y a la muerte violenta más que otras, está bien presente
en la mente de Levinas, por supuesto. Sin embargo, el trato
original de su versión de la vulnerabilidad en los términos de
una relacionalidad constitutiva que expone el uno al otro y
convoca la responsabilidad ética más allá de la muerte y del
asesinato, más allá de la violencia y de la agresión, consiste
precisamente en la capacidad, o, por lo menos, en la tentativa
de desvincularse de esta lógica. Sobre la etimología de «vulnus»
como laceración prevalece la etimología del «vulnus» como
desnudez. Más que la herida, potencialmente letal, resalta
de hecho la desnudez de la piel, la sensibilidad, el contacto.
Vale la pena recordar que Levinas relaciona esta acepción
de la vulnerabilidad como exposición al otro sustraída al

28
«primum logicum» de la violencia -hospitalidad absoluta,
acogida- con el «ser femenino» y con la «dimensión de la
feminidad» . La tesis, como ha argumentado Derrida, entre
otros, no está privada de problemas o de derivas estereoti­
padas, pero confirma un cuadro que intenta explícitamente
desvincular la categoría de vulnerabilidad de un imaginario
guerrero y viril.
En el otro cuadro, tal vez prevalen te en la reflexión levina­
siana, el registro cambia. Según esta versión, la «vulnerabilidad
pura» coincide esencialmente con la exposición a la muerte.
Incluso si el acento cae siempre sobre la expresión inmediata
del rostro del otro, desnudo, sin defensa ni cobertura, en el
encuentro «cara a cara», se reserva una particular atención
a la «piel expuesta a la herida y al ultraje» (Levinas, 1 993a,
p. 88) . Aquí es la muerte que se significa en la convocación
ética, perentoria e irresistible, del rostro. «El rostro como la
mortalidad misma del otro hombre» ( 1 993b, p. 2 1 6) , dice
sintéticamente Levinas. Pero también rostro -y este es el
punto más crítico- que evoca la tentación del homicidio,
ordenándome «No matarás». ¿ El vulnerable, el mortal y el ma­
table vuelven entonces a coincidir? ¿Ni siquiera Levinas escapa
a la aparente intranscendibilidad de los efectos discursivos del
«teorema de la violencia»?
Notoriamente, la complej idad de la escritura de Levinas,
además de no consentir una respuesta fácil, resiste a los tér­
minos en los cuales he formulado la pregunta. El j udaísmo
de Levinas, según el cual «toda la Torah, con sus minuciosas
descripciones, se concentra en el "No matarás"» ( 1 994, p. 1 1 1 ) ,
tiene, e n efecto, caracteres de extrema originalidad y s e presenta
como una visión escatológica de la paz que «rompe la totali­
dad de las guerras y de los imperios» ( 1 999, p. 49) . Emerge
claramente en sus textos la exigencia de no conceder más a la
violencia un rol fundante y de sustraer la misma prohibición de
matar a la prioridad lógica del homicidio. «No matarás», como

29
palabra que viene del rostro del otro, según la tesis paradójica
de Levinas, provoca precisamente la «tentación del homicidio»
pero la inscribe en el evento mismo de su prohibición.
Hay un pasaje de Levinas, sobre el que además Judith
Butler ha reflexionado en distintas ocasiones, que ilustra un
aspecto bastante problemático de esta tesis paradójica. Re­
firiéndose al comentario del rabino Rachi en el capítulo 32
del Génesis, Levinas medita sobre la historia de Jacob, quien,
ante el anuncio de que su hermano Esaú marcha hacia él «a
la cabeza de cuatrocientos hombres» se asusta por su muerte,
pero se angustia sobre todo de tener que matar quizás. Tal
angustia, capaz de vencer sobre la pulsión de la supervivencia
del yo, es ya un efecto del «no matarás» comunicado por el
rostro del otro, en el encuentro entre dos seres únicos que se
miran «cara a cara». Por lo demás aquí no hay todavía ningún
«yo» porque el «No matarás», según el filósofo j udío, no es
solo aquello que dice el rostro del otro, sino que es sobre todo
aquello que instaura originariamente el yo mediante el tú pro­
nunciado por esta palabra. A pesar de ello, el hecho de que sea
j usto el homicidio o, si se quiere, la tentación del homicidio
contemporánea a su prohibición, lo que inicia la dinámica de
esta instauración, levanta no pocas perplejidades.
A mi entender, asistimos aquí a la superposición, sintomá­
tica e irresuelta, de dos registros, de las dos versiones levinasia­
nas de lo vulnerable arriba mencionadas. Sobre uno de estos
registros, marcados por el «No matarás», la violencia, incluso
execrada, contrastada, continúa funcionando como fondo, y
el sujeto beligerante, soberano, agresivo continúa resurgiendo,
por lo menos, como espectro. El otro registro, marcado por una
fenomenología de la piel como desnudez, insiste, en cambio,
en un rostro inerme que anuncia la humanidad del hombre
en los términos de una vulnerabilidad primaria que precede
su eventual ofensa. Sensible a la peculiaridad de este segundo
registro, Butler escribe: «Es importante señalar que Levinas

30
no dice que las relaciones primarias son abusivas o terribles»;
pero enseguida añade: él afirma más bien «que al nivel más
primario otros actúan sobre nosotros de maneras acerca de las
cuales no tenemos voz, y que esa pasividad, susceptibilidad y
condición de ser objeto de una intrusión instauran lo que somos»
(2009, pp. 1 25- 1 26) . La superposición de dos registros, con
el inevitable prevalecer del «teorema de la violencia» , evocado
por la «violación inaugural», incide así también sobre la lectura
butleriana de Levinas. Por el contrario, creo que es necesario
salir precisamente del efecto de esta superposición. El otro,
según la acepción de «vulnus» como desnudez, es mi prójimo,
no todavía conocido, pero encontrado en la unicidad de su
rostro. El otro, dicho de otra manera, no es ejemplarmente el
hermano en armas Esaú, figura de una simetría entre hermanos
guerreros bastante sospechosa para una fundación auténtica
de la paz. El otro es sobre todo la criatura inerme o al menos
-si se debe romper por fin la cadena entre vulnerabilidad,
mortalidad y matabilidad- debería serlo.
Obviamente, no se trata aquí de criticar a Levinas o de
denunciar su incoherencia especulativa, una especie de error
de sistema. Su problema es nuestro problema, la crítica es una
autocrítica. Sin embargo creo, con Butler, que si esta crítica
debe ser intensificada, nuestra lectura de Levinas tiene que
dejarse contaminar por una relectura de Hannah Arendt.
Para la difícil empresa de neutralizar los efectos discursivos
generados desde el primado de la violencia, algunas categorías
arendtianas parecen muy prometedoras. Pienso, por ejemplo,
en su tesis sobre la separación originaria, esencial y estructural,
entre poder y violencia. Pienso en un sí que es constitutiva­
mente no transparente a sí mismo: impensado e impensable
como íntegro porque ya está consignado a la mirada del otro
por lo que se refiere a la realidad de su ser y narrable solo por
el otro en lo que concierne a la historia que da cuenta de quién
es él. Pero pienso sobre todo en la categoría arendriana de

31
nacimiento que, en su mismo concepto, rebate la centralidad
de la muerte en la tradición metafísica y por ello la cadena
lógica que, conectando mortalidad con matabilidad, acaba
por hacer de la vulnerabilidad su función secundaria. En el
vocabulario de Arendt, a decir verdad, el término «vulnerabili­
dad» es raro. Es más bien el de «fragilidad» el que resuena con
más frecuencia en las cuerdas de su lenguaje. Frágil y desnudo,
nuevo e imprevisible, sobre la escena de la natalidad, la figura
emblemática de la condición humana es aquí el infante, el
neonato, que exhibe «el hecho desnudo de nuestra original
apariencia física» (Arendt, 2002, p. 20 1 ) , junto a la realidad
de una relación primaria caracterizada por la exposición y la
dependencia. Hemos vuelto a Kant, pero el objeto de su im­
paciencia, el recién nacido, ahora es nuestro recurso. Queda
aún por ver si la verticalidad del sujeto será esta vez suplantada
por una geometría de la inclinación.
Escribe Butler que aquello que la vulnerabilidad y la pér­
dida revelan «desafían la versión de uno mismo como sujeto
autónomo capaz de controlarlo todo», «la sujeción a la que
nos somete nuestra relación con los otros»; tal dependencia,
en el curso de la argumentación, es sintomáticamente referida
por ella justo al recién nacido, por la «condición de despojo
inicial que no podemos discutir» (2006, p. 49 y pp. 57-58) . 1
Dicho de otra manera, para Butler, la vulnerabilidad del recién
nacido es un hecho, un dato -osaría decir una realidad extra­
lingüística, si no temiese su contrariedad- y es además un dato
importante para conjeturar que la relación que nos constituye
asume la forma de una dependencia, totalmente expuesta, y
unilateral. «Con esto no quiero decir que esté proponiendo
una perspectiva relacional del yo por encima de una perspec­
tiva autónoma, o que esté intentando describir la autonomía
en términos de relación», declara Butler (p. 50) . Comparto

1. Traducción modificada por exigencias del texto.

32
la asunción, y preciso: se trata de descartar una noción de re­
lacionalidad que prevé la exposición de uno al otro sobre un
plano ideal de horizontalidad y reciprocidad, y concentrarnos
en una escena de dependencia, como es la de la natalidad, que
en cambio prevé una relación desequilibrada, estructuralmente
asimétrica, entre sus dos protagonistas. Decir que el neonato,
testimonio de nuestra condición de seres puestos al desnudo
desde el inicio, depende no es todavía suficiente si se omite decir
de quién depende. En la fenomenología de la relación que nos
entrega el teatro del nacimiento, los humanos en escena son
dos: el recién nacido y la madre. Si se expulsa a la madre del
cuadro, el recién nacido, considerado de por sí, corre el riesgo
de convertirse en una abstracción. En efecto, haría falta antes
o después reflexionar sobre el fenómeno del efecto censurador
activado por la desconfianza, a menudo de matriz feminista,
hacia el estereotipo de la maternidad. Como sabía incluso Kant,
cuando se tematiza el niño, por regla, existe una madre en la
escena y, por regla, como confirma el estereotipo del altruismo
materno además de la experiencia cotidiana de la mayoría,
nutre y cuida a la criatura inerme más que abandonarla y he­
rirla, como sucede alguna vez. No se trata solo de registrar que
existe un forzamiento en el conjeturar que, en la escena natal,
el imaginario de la violencia o de la violación sea fundamental
o prevalente, sino de observar más de cerca la relación de de­
pendencia unilateral evocada por la escena misma. En términos
de responsabilidad, si queremos usar el vocabulario levinasiano,
es solamente uno de los dos, o sea, la madre o cualquiera que
supla la posición, quien responde del rostro del otro. No solo no
existe simetría ninguna sino siquiera un «cara a cara», ninguna
reciprocidad posible o, por lo menos, esperable en un tiempo
futuro, diferible. Y por otra parte, no hay duelo, lucha por el
reconocimiento, interlocución. El inerme, como arquetipo
de lo humano en su momento inaugural, es aquí totalmente
entregado a la otra o, mejor, a su inclinación.

33
Esto me da la oportunidad de sacar cuentas de mi análisis
y encaminarlo a una conclusión temporal deteniéndome en
dos breves anotaciones etimológicas sobre el adjetivo «iner­
me» y el sustantivo «inclinación». El inglés «defenseless» es
una traducción insatisfactoria del término italiano «inerme»
que, literalmente, significa sin armas y, por lo tanto, no alude
a la imposibilidad de defenderse sino más bien, o antes, a la
imposibilidad de ofender, de herir, de lacerar la piel. En ese
sentido, el inerme es el exacto contrario del guerrero y del
imaginario violento construido sobre la centralidad del suje­
to beligerante. En cuanto a la «inclinación», la potencialidad
semántica y teorética del término es quizá más interesante
todavía. Se dice a menudo que, para las mujeres, lo materno
es una inclinación. Tal vez es verdad, pero no en el sentido,
tan estereotípico, según el cual la naturaleza femenina estaría
inclinada hacia la maternidad, sino en el sentido, más fiel a la
etimología del término, según el cual «toda inclinación tiende
hacia el exterior, se asoma fuera del yo» (2003, p. 1 00) .2 La frase
es de Hannah Arendt, pero no la vincula a la figura materna. (Si
Levinas calla sobre el nacimiento y sobre el niño, Arendt calla
sobre la madre: su legado es incompleto y nos deja a nosotros
el trabajo de convocar, descodificar y resignificar la potencia
de los estereotipos) . En este caso, de todas maneras, pienso
que vale la pena intentar la empresa. Cuando Arendt advierte
que «toda inclinación tiende hacia el exterior, se asoma fuera
del yo» , nos ofrece un indicio precioso: entender quién es res­
ponsable del otro, sobre la escena de la relación primaria, cómo
una figura inclinada cuyo yo, llevado fuera de sí, se asoma al
exterior, puede abrir marcos de sentido cruciales, sobre todo
si el reto se refiere a la verticalidad egoísta del sujeto. Noto-

2 He profundizado en esre rema en mi ensayo «lnclining che Subjecr»


(20 1 1 ).

34
riamente seducido por el sueño de su autonomía y postulado
como íntegro, el sujeto moderno aguanta de manera tozuda
sobre sí mismo, se alza sobre la línea derecha y vertical de una
construcción que le asegura la solidez de un baricentro. Tanto
el soldado que saluda como el superviviente de Canetti, como
también el yo kantiano de la moral, están derechos. No hay
necesidad de que recuerde los análisis de Foucault sobre varios
dispositivos de enderezamiento o el hecho de que, en lengua
inglesa, la heterosexualidad sea calificada de «straight». Existe
todo un hilo del sentido, al menos en el seno del discurso
sobre la verdad, desde el griego «orthos logos» , a través del
latín «recta ratio», conduce a la rectitud, al derecho -«right,
Recht, derecho»- y a la derechura. Su eje no se dispone en
horizontal sino en vertical. Autoequilibrado por su postura
erecta, el sujeto de la filosofía no se asoma, no se inclina, si acaso
teme y controla sus inclinaciones internas, a menudo llamadas
pasiones, deseos y pulsiones. La inclinación materna, si está
re-situada en la geometría de la escena natal, más que reforzar
un estereotipo deplorable, adquiere una fuerza detonante.
Hay una complicidad estructural entre la verticalidad del
yo y el primado de la violencia que el superviviente de Canetti
ilustra de modo explícito. Sin embargo, que el yo canettiano,
triunfante sobre un montón de cadáveres, coincida con el
álgido yo kantiano podría parecer una hipótesis aventurada.
Y no obstante es el propio Canetti quien la sugiere. En un
capítulo de Masa y poder, complementario al párrafo sobre el
superviviente y titulado «Las posiciones del hombre: lo que
contienen de poder», escribe: «El orgullo de quien está en pie
se funda en la sensación de ser libre y no necesitar ningún tipo
de apoyo [ . ] quien está en pie se siente independiente>> (20 1 O,
. .

p. 554) . Una «de las ficciones más útiles de la vida inglesa», o


sea el modelo liberal, explica Canetti, saca partido precisamente
del significado de esta postura, porque «la igu,aldad dentro de
un determinado grupo social [ . . ] se acentúa muy en especial
.

35
cuando todos gozan de las ventajas de estar en pie. Así nadie
está "por encima del otro"» (p. 555) . La verticalidad del su­
jeto, aquí proyectada sobre la horizontalidad igualitaria de la
geometría liberal-democrática, se revela como el paradigma
fundamental, en cuyo interior es posible suscribir tanto el
yo agresivo, de matriz hobbesiana, como el yo autónomo del
racionalismo kantiano. Dicho de otro modo, la verticalidad
se confirma como una característica decisiva, fundante e irre­
nunciable de la configuración moderna del sujeto.
En un fragmento j uvenil sobre Kant, Walter Benjamin
apunta de pasada que repensar el significado del término
«inclinación» podría transformarlo en uno de los conceptos
fundamentales de la moralidad. No está claro qué pretende
decir el autor en este breve pasaje, pero estoy convencida de
que cuando nos esforzamos por repensar la vulnerabilidad en
términos de una relación primaria, deberíamos tener muy en
cuenta la sugerencia de Benj amin . Quizás una de las maneras
de librarnos del « teorema de la violencia» reside en imaginar
lo humano según otra geometría. En esta geometría -me
importa subrayarlo, también en términos autocríticos- la in­
clinación materna no es simplemente un paradigma de altruis­
mo o, si se quiere, de un cuidado, cuya alternativa especular,
siempre posible y execrable, sería la herida o la violencia sobre
el infante. Es más bien el arquetipo postura! de una subjetivi­
dad ética ya predispuesta, mejor dicho, dispuesta a responder
de la dependencia y de la exposición de la criatura desnuda e
inerme. No se trata ya de la alternativa entre curar y herir, entre
el icono de María con el niño y la máscara de Medea, sino de
su presupuesto estructural o bien de la línea inclinada -de la
postura oblicua de un yo que se asoma fuera de sí-como eje
fundamental de la geometría relacional del cuadro. Sustancial­
mente, en este cuadro que se libera de la verticalidad y de la
horizontalidad, «madre» es entonces, sobre todo, el nombre de
una configuración necesaria, de una inclinación indispensable.

36
Hay más cosas en la irritación de Kant hacia las mamás y los
niños de cuanto imagina su filosofía.

Traducción de Angela Lorena Fuster Peiró

Referencias bibliográficas
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37
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38
I I . GEOMETIÚAS VULNERABLES 1

Rosa María Rodríguez Magda

Es muy difícil aunar la profundidad filosófica, el estilo literario,


la plasticidad metafórica y la subversión conceptual. Y Adriana
Cavarero lo ha logrado con la conferencia que acabamos de
escuchar -o leer-, síntesis y desarrollo de buena parte de
las investigaciones que viene trazando.
El comienzo parecería anecdótico: un gran filósofo, Kant,
se nos presenta como un solterón cascarrabias; cualquier inves­
tigador hubiera considerado el dato un detalle irrelevante, pero
Adriana nos muestra con claridad cómo tras esa consideración
del niño molesto y de la madre abnegada hay todo un sub texto
valorativo que ha impregnado e impregna buena parte de la
tradición teórica en la que nos inscribimos. La naturaleza se
opone a la cultura, la relación maternofilial se incluye en la
primera, incluso nos sitúa en la cercanía con las bestias. El
cuidado de la madre perpetúa la dependencia de la criatura.
Y bien es sabido que, para el filósofo de Konisberg, el acceso a
la Ilustración, a la razón crítica, se cumple en el abandono de
la minoría de edad del hombre. En una ejemplificación muy

1 . Este texto ofrece el desarrollo y elaboración de las «Nocas para un comen­


tario de Inclinaciones desequilibradas» con que la autora respondió la conferencia
de Adriana Cavarero a la que remite, y que se incluye en este volumen en un texto
homónimo. [Nota de la editora]

39
gráfica el yo, «!» en inglés, es un trazo vertical, verticalidad
del horno erectus, del individuo autónomo, frente a ese plano
inclinado del yo mujer volcado hacia el dependiente. Somos
conscientes de hasta qué punto a lo largo de los siglos la ma­
duración del individuo se ha igualado antropológica, social,
culturalmente a la superación de la madre. Desde los ritos
primitivos de mayoría de edad al psicoanálisis freudiano. Es lo
que Luce Irigaray tan claramente ha mostrado como asesinato
simbólico de la madre. En este contexto, el grito del recién
nacido lo interpreta Kant como rechazo de la indefensión y
de la dependencia, anhelo de autonomía y libertad.
Adriana Cavarero ha venido denunciando en su obra
cómo

el principio formal de los modernos textos constitucionales,


que cancela la diferencia sexual femenina homologando
las mujeres a los hombres, viene así claramente -pero
coherentemente- contradicho por un orden simbólico
patriarcal que, en cambio, continúa subrayando la dife­
rencia sexual femenina según los viejos estereotipos de la
economía binaria. ( 1 999, p. 89)

Y, en consecuencia, como reclamaba ya en su famoso texto


de 1 987 «Costruiamo un linguaggio sessuato al femminile»:
«Desvelar la falsa neutralidad de tal pensamiento y su valor de
extrañamiento de la mujer, es ahora el primer paso necesario
hacia un pensamiento que contemple a la mujer como sujeto,
y precisamente como sujeto de pensamiento» (p. 1 93) .
Sin embargo, no desea en esta conferencia incidir en el an­
drocentrismo del modelo, basta con que lo tengamos en cuenta
como referente en su background teórico. La verdadera cuestión
a debatir no es mostrar el mero sesgo androcéntrico, sino,
y cito palabras de Cavarero coincidiendo con Judith Butler,
denunciar la ontología individualista moderna que no admite

40
l a dependencia y la relación. Pero, y simplemente avanzo la
cuestión: ¿hasta qué punto podemos permitirnos «demonizan>
al individuo? La independencia extrema nos lleva al egoísmo,
la insolidaridad, el autismo agresivo-defensivo y bueno será
mostrar su genealogía patriarcal marcada en su grado sumo
por el arquetipo viril y heroico. No obstante, el reivindicar la
vulnerabilidad, la dependencia ¿no nos hace asumir el estatus
de fragilidad y dominación secularmente adjudicado a lo fe­
menino y a los grupos soj uzgados?
A la hora de buscar las bases para una comunidad a partir
de la condición de vulnerabilidad, tal y como pretende Butler,
y adentrarnos en la construcción de una ontología del vínculo
y la dependencia, Cavarero nos ha ofrecido una brillante re­
lectura de Hobbes, Canetti, Levinas y Arendt.
Hobbes, sin nombrarla, parte de la vulnerabilidad del
individuo agresivo por naturaleza; la guerra de todos contra
todos se frena por el pacto social que delega la legitimidad de
la violencia en el poder del Leviatán. Se trata de subvertir esta
vulnerabilidad originaria que en Hobbes tiene como referente
la muerte, la amenaza de muerte, y resignificar la vulnerabi­
lidad como referente de la vida. Para ello no nos sirve la sim­
bolización vertical del superviviente de Canetti que se piensa
invulnerable frente a la horizontalidad de los cadáveres. Nos
hallamos aún en la retórica de la guerra y de la muerte.
Cavarero opone a ello la idea de Arendt de retomar, frente
a la muerte, la centralidad metafísica del nacimiento; aquí la
fragilidad, el cuidado, el plano inclinado de la madre sobre
el hijo nos abre la posibilidad de ver la vulnerabilidad como
forma primigenia y constitutiva de la vida. La maternidad, en
su dimensión de proximidad, contacto, responsabilidad, deja
de ser un vestigio de animalidad natural y primitivismo que
entorpece la emancipación del individuo, para convertirse en
una nueva matriz ontológica desde donde pensar la relación
con los otros; la dependencia total y la asimetría puede retomar

41
la visión de Levinas de apertura al otro de carne y hueso, la
ética del Otro en su totalidad.
Aunque la autora no lo cita, quiero recordar que también,
desde un punto de vista biológico, la visión darwiniana de la
evolución como supervivencia del más fuerte viene actualmente
matizada por una revalorización de los conceptos de adaptación,
intercambio, plasticidad e impregnación. Así, por ejemplo, la
noción de Humberto Maturana de «autopoiesis» en tanto que
propiedad básica de los seres vivos de establecer comunicación
con el medio y realizar un acoplamiento estructural adecuado
del sistema viviente a su nicho ecológico. En este mismo sentido
cabe valorar los aportes de Lynn Margulis (2003) en su defensa
de la «simbiosis» como elemento clave del proceso evolutivo,
desde el mismo nivel de la formación de las células eucariotas
(esto es, las células con núcleo que encontramos en animales y
plantas), que se habrían formado por asociación simbiótica de
individuos de estas células y sus constituyentes.
Adriana ha apuntado, con un brillante recurso a la etimolo­
gía, el doble significado de la «vulnerabilidad», de manera que
esta puede releerse positivamente separándose de las connota­
ciones de violencia que conlleva. Así nos dice que por un lado
«vulnus» es herida, lo que parece llevarnos inexorablemente al
corolario de muerte y asesinato; vulnerabilidad y «killability»
(capacidad de asesinar y por ello susceptibilidad de ser asesi­
nado) estarían aquí unidas. En una segunda acepción, según
Adriana, «vulnus» aludiría, por su raíz «Vel», a piel desnuda. Y
quiero aquí retomar sus palabras: «Cuando la vulnerabilidad
es pura desnudez, cuando es el inerme quien encarna el signi­
ficado del "vulnus", la muerte se desliza a un segundo plano
y cesa la batalla».2

2. Las referencias remiten al texto de Adriana Cavarero incluido en este


volumen. [Nota de la editora]

42
Con el apoyo o no de una supuesta segunda e inusual
eti mología, lo cierto es que si se quiere reivindicar el término
«vulnerabilidad» habrá que realizar todo un trabajo de resigni­
ficación no solo semántica, sino ontológica, social y ética. Sin
intentar establecer una conexión etimológica, pero sí psico­
lógica, se me ocurre que a lo largo de la historia encontramos
también una interpretación patriarcal de la «vulva» como «vul­
n us» , herida, castración. Se ha querido ver a la mujer como un
varón castrado, en contraposición con su verdadero sentido
etimológico de «envoltura»; y, también, añado yo: apertura,
parto y donación de vida. La sangre, en esta óptica femenina,
no significa muerte, sino fecundidad y nacimiento.
En su conferencia ha hecho también referencia al atentado
del 1 l S como acontecimiento por el que Occidente toma
conciencia de su vulnerabilidad. Me parecen importantísimas
las aportaciones que Cavarero realiza en su libro Horrorismo.
En primer lugar, resaltando que, al hablar de «terrorismo»,
asumimos la perspectiva del asesino, ocultando la mirada de la
víctima, que sí refleja el neologismo «horrorismo», un horror
difuso, en el que se nos priva de nuestra identidad, pues los
muertos no son buscados por su singularidad, sino casualmen­
te, aleatoriamente, podrían haber sido otros; pero además, al
cuerpo destrozado se le arrebata «la dignidad ontológica que la
figura humana posee» (2009, p. 25) . Según comenta Cavarero,
citando a Butler, se ha criticado que los diversos atentados
han generado una lógica reactiva de venganza, «facilitada por
la noción filosófica de un sujeto autónomo y soberano que,
como el Estado que le corresponde se piensa cerrado y auto­
suficiente» (p. 45) .
Volvemos de nuevo a Kant, al modelo ilustrado y al sujeto
de la Modernidad, y ello nos sitúa en un debate más amplio. De
acuerdo: somos conscientes de las críticas que pueden hacerse
al modelo; es más, hemos recordado algunas, pero, y retorno a
la pregunta del principio: ¿podemos asumir una demonización

43
del concepto de emancipación de los individuos, basado en la
autonomía, sin caer en la impotencia y la indefensión? ¿Somos
vulnerables porque pretendíamos ser invencibles y belicosos?
¿ No somos vulnerables porque otro ha sido más eficaz en su
ataque asesino? ¿Cómo convence la víctima al asesino de que
él también es vulnerable para que, así, deje de matar? Pensar,
reconocer nuestra vulnerabilidad me parece un sano ejercicio
de humildad, profundizar en el «horrorismo» un brillante y
necesario cambio de perspectiva que incorpora el punto de vista
de la víctima, extender la mirada sobre los grupos vulnerables
en nuestras sociedades es un deber ético, y desarrollar una
ontología de la vulnerabilidad como respuesta al arquetipo
viril y heroico de la guerra y destrucción un trabajo impres­
cindible. Una inmensa tarea para la que Adriana Cavarero y
Judith Butler nos ofrecen inestimables aportaciones. Dicho
esto, una duda me asalta, que no quiero dejar de compartir.
Si, como apuntaba Judith Butler, el reto es relacionar el dis­
curso de la vulnerabilidad con el de la responsabilidad global,
pienso que debemos ser todavía más autocríticas, pues ¿no es
esta que venimos haciendo aún una reflexión eurocéntrica,
que realiza Occidente sobre sí mismo y sus otros? ¿Cuál es la
vulnerabilidad del terrorista suicida? ¿Podemos no tomar en
cuenta la vulnerabilidad de los ciudadanos afganos, iraquíes,
egipcios, sean musulmanes o cristianos, suníes, chiitas, cop­
tos, hindúes, que se convierten en víctimas colaterales de los
atentados en sus países?, ¿y la de las mujeres negadas bajo su
burka, lapidadas o rociadas de ácido, la de los homosexuales
perseguidos, la de los manifestantes inermes masacrados en las
actuales revueltas árabes por su oposición a regímenes dictato­
riales? ¿Ofrece la noción de vulnerabilidad un freno efectivo
frente al odio que mata o es un lujo teórico que únicamente
podemos permitirnos como autocrítica en Occidente? ¿No
necesitaremos retomar, por supuesto tras su crítica, algunos
de los valores de la Modernidad como libertad, autonomía,

44
respeto al individuo, derechos humanos . . . e incluso, permí­
taseme ser provocadora: el poder legítimo para proteger a los
vulnerables?
Occidente no solo tiene la culpa de haber olvidado que era
vulnerable, tiene la responsabilidad para todos los que lo son,
y también la obligación de pensar en qué medida la vulnera­
bilidad teórica, fruto de la devaluación y crítica sistemática de
sus valores, alimenta el fanatismo de quienes solo aguzan las
armas del terror y del horror.

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MARGULIS, Lynn (2003) , Una revolución en la evolución, Juli Peretó
(ed.) , Universitat de Valencia, Valencia.

45
III. VIDA PRECARIA, VULNERABILIDAD
Y ÉTICA DE COHABITACIÓN

Judich Buder

Estoy muy honrada y agradecida de encontrarm e hoy aquí1


y, sobre todo, me siento muy contenta de estar en Barcelona
para tener ocasión de continuar así mis diálogos con Adriana
Cavarero, cuyo trabajo he admirado y he seguido desde hace
algunos años. A pesar de que esta tarde espero hablarles acerca
de obligaciones éticas de carácter global que eme rgen tanto
desde la d istancia como dentro de relaciones de proximidad,
me gustaría empezar con algunas reflexiones acerca de la vul­
nerabilidad. Mi primera afirmación es que no podemos con­
cebir la vulnerab ilidad como una circunstancia contingente.
Desde luego, siempre es posible alegar «hace un tiempo yo era
vulnerable pero ahora ya no soy vulnerable»; y lo afirmamos
con relación a momentos específicos en los cuales n os hemos
p odido sentir frágiles o en riesgo. Puede tratarse d e ciertas
s ituaciones económicas o financieras, cuando hem os sentido
que podemos ser explotados, perder nuestro trabaj o o acabar

1 . «Hoy aqul» alude a Barcelona el día 1 1 de julio de 20 1 1 , lugar y fecha en que


J udith Butler, en el marco de las Jornadas «Cos, memoria i representac ió. Adriana
Cavarero i Judith Butler en dihleg-. dictó la conferencia que aquí se transcribe.
Hemos elegido mantener las marcas de dicho «hoy y aqul» en el tex to por estar
confo rmado desde y para la remisión a los otros textos recogidos en el presenr� ,
volumen . [Nota de la editora] ·

47
en condiciones de pobreza. O también puede tratarse de situa­
ciones emocionales en las que hemos sido significativamente
vulnerables al rechazo y solo un tiempo después nos damos
cuenta de que ya no somos vulnerables del mismo modo. Tiene
sentido, pues, que hablemos en estos términos. No obstante,
también tiene sentido que tratemos con cuidado las seduccio­
nes del discurso ordinario, ya que, si bien hemos percibido que
somos vulnerables en algunas situaciones específicas y no en
otras, la condición de nuestra vulnerabilidad es, en sí misma,
inmodificable. En el mejor de los casos, han existido momentos
en los que nuestra vulnerabilidad se ha hecho evidente para
nosotros, pero eso no es lo mismo que argumentar que solo
somos vulnerables en tales momentos.
En realidad, la vulnerabilidad no puede ser concebida de
manera limitada, como un efecto restringido a una situación
contingente o como una mera disposición subjetiva. Al ser
una condición que coexiste con la vida humana -concebida
como vida social y ligada al problema de la precariedad-, la
vulnerabilidad es el nombre atribuido a una cierta manera de
apertura al mundo. En este sentido, la palabra no solo designa
una relación con dicho mundo, sino que afirma el carácter
relacional de nuestra existencia. Decir que cualquiera de no­
sotros es un ser vulnerable es, por tanto, establecer nuestra
dependencia radical no solamente respecto a los otros, sino
respecto a un mundo continuo. Y esta cuestión tiene implica­
ciones en el momento de comprender quiénes somos, como
seres apasionados, sexuales y ligados a los otros por necesidad,
pero también como seres que intentamos persistir, entendien­
do que esa persistencia puede y está en peligro cuando las
estructuras sociales, económicas y políticas nos explotan o
nos malogran.
A fin de explorar algunas de estas cuestiones con vosotras
hoy, quiero subrayar dos puntos de los trabajos de Adriana
1Cavarero que se derivan de su particular e importante lectura

48
de Hannah Arendt y de Emmanuel Levinas. Apoyándose en
Arendt, Cavarero nos relata que uno de los momentos clave en
política, que incluso podríamos identificar como el momento
constitutivo en el terreno de lo ético, es la aparición de la pre­
gunta «¿quién eres tú?». Utilizamos esta pregunta implícita o
explícitamente cuando intentamos introducir a una determi­
nada población dentro del discurso o cuando buscamos esta­
blecer un lenguaje representacional. Esta interrogación no está
planteada necesariamente por una persona. Una institución,
un discurso, un sistema económico que pregunta «¿quién eres
t ú?» busca constituir un espacio de visibilidad para el Otro.
Preguntar quién eres tú es reconocer que, de hecho, alguien
no sabe a priori quién eres tú; que ese alguien está, sin embar­
go, abierto a recibir aquello que llega del otro; y que anticipa
que ninguna categoría preestablecida será capaz de articular
la singularidad por adelantado. De este modo, la singularidad
no puede ser explicada a través de una serie de atributos o
descripciones. Cuando Cavarero y Arendt se refieren al «qué»
de la persona, al mismísimo hecho de su existencia, reseñan lo
que podríamos denominar la condición del ser en un espacio
y tiempo determinados. En efecto, al ser criaturas «dadas», no
podemos escogernos a nosotros mismos, así como tampoco
somos escogidos por otros, en realidad, por nadie (no importa
cuán «planeados» algunos de nosotros hayamos podido ser) .
De hecho, lo que quiero proponer es que nuestra vulnerabi­
lidad es coextensiva a nuestro carácter de seres dados y que
esto marca una diferencia importante cuando empezamos a
hablar acerca de políticas de vulnerabilidad.
El segundo punto está relacionado con el primero y tiene
que ver con el hecho de que, como cuerpos, estamos expuestos.
Esto significa que somos presentados a los otros y que nuestra
relación con ellos es implícita a los cuerpos que habitamos.
Y esto significa que no somos corporalmente autosuficientes
sino que, por el contrario, nuestros cuerpos son arrojados al

49
mundo, expuestos a los demás, por lo que que todas nuestras
reivindicaciones en pos de autonomía, tratamiento igualitario,
reconocimiento, alimentación y refugio son maneras de arti­
cular esta exposición. En cierto modo, las dos características,
el «qué» de quiénes somos, nuestro carácter dado en el mundo
como seres singulares y no categorizables y nuestra exposición,
son modos de establecer una vulnerabilidad social muy especí­
fica, la cual no puede ser pensada profundamente si no se
entiende nuestra particular vulnerabilidad política.
Digo <<nuestra vulnerabilidad» como una manera de plan­
tear una condición común para todos nosotros, pero, de hecho,
ese pronombre es engañoso. Hay una razón por la cual, y de
acuerdo a Cavarero, la segunda persona del singular es central
para la perspectiva ética, porque si yo hablo de «tu vulnera­
bilidad» ya estoy ubicado en una posición que me obliga a
conocer aquello que nombro. Esto cambia el análisis, ya que
de ser potencialmente existencial pasa a ser ético. Mi tarea
será la de aprovechar estos puntos de vista fundamentales para
reflexionar en torno a éticas globales que permitan relacionar
el discurso de la vulnerabilidad con aquel de responsabilidad
mundial.
Como se podrá ver a continuación, me apoyo tanto en
Arendt como en Levinas. No obstante, desde mi perspectiva
es importante considerarlos a ambos como parte de un cierto
legado filosófico y de pensamiento político: el judío. Con esto
no quiero decir que sus contribuciones sean exclusivamente
judías. Eso sería un error. Tampoco intento totalizar sus iden­
tidades a través de mi lectura. Mi preocupación es mostrar que
en sus trabajos pueden encontrarse ciertas maneras de criticar
el genocidio y la violencia de Estado, así como modos de
pensar en torno a la cohabitación mundial. Y, por tanto, que
estos valores son importantes para contrarrestar la noción de
que las críticas a la ocupación israelí o a sus modos de infligir
violencia estatal deben interpretarse como una suerte de actitud

50
antisemita. En efecto, parte de un proyecto más grande, que
espero ligar a las políticas de vulnerabilidad, es mostrar que hay
val ores judíos que han sido articulados por pensado res como
Arendt y Levinas, que pueden conducir a una concepción de
responsabilidad global y convivencia que implicaría la necesi­
dad de plantear una crítica al tipo de violencia de Estado que
es perpetrada por Israel y que es apoyada de modo acrítico por
los Estados Unidos.
Pero me estoy adelantando a mí misma . . .
Consideremos, pues, las condiciones bajo las cuales la
vulnerabilidad del otro es registrada y las condiciones en que
la percepción de vulnerabilidad se traduce en una obligación
ética vinculante para con ese otro. ¿Tiene alguno de nosotros
la capacidad o la inclinación de responder éticamente al sufri­
miento ajeno a la distancia? ¿Qué hace posible este encuentro
ético y cuándo se lleva a cabo? Respecto a nuestras obligaciones
éticas, siempre que estamos frente a otra persona o grupo nos
encontramos a nosotros mismos unidos de modo invariable a
aquellos que nunca escogimos. Esto ocurre en las fronteras de
algunos estados enemistados, pero también en diversos mo­
mentos de proximidad geográfica -que podríamos denominar
«tropiezos con el otro»- como es el caso de poblaciones que
viven en condiciones de adyacencia no deseada, de migración
forzada o de rediseño territorial, de los límites del Estado-nación.
Por supuesto, las presunciones respecto a la proximidad y la
lejanía están presentes en la mayoría de las aplicaciones éticas
que conocemos. Existen comunitaristas a quienes no les impor­
ta el carácter local, provisional y algunas veces nacionalista de
las comunidades a las que consideran éticamente vinculantes,
y cuyas normas conciben como éticamente obligatorias para
todos. Ellos valoran la cercanía como una condición para
encontrar y conocer al Otro y por ello tienden a figurar las
relaciones éticas como forzosas respecto a aquellas personas
cuyos rostros es posible ver, cuyos nombres es posible saber y

51
pronunciar; aquellas personas que podemos reconocer a prio­
ri, cuyos contornos y caras nos pueden resultar familiares. A
menudo se asume que la proximidad impone ciertas demandas
inmediatas para honrar los principios de integridad corporal
y no violencia, así como reclamos de derechos territoriales o
de propiedad. A pesar de este panorama, me parece que algo
diferente está sucediendo cuando una parte del mundo se
levanta moralmente indignada contra los actos y eventos que
ocurren en otra parte del planeta. Una forma de indignación
moral que no depende de un lenguaje compartido o una vida
común basada en la proximidad física. En estos casos, estamos
viendo y representando la misma actividad a partir de lazos de
solidaridad que emergen a través del espacio y el tiempo.
Estos son tiempos en los que, a nuestro pesar, e incluso
alejados de cualquier acto intencional, nos vemos requeridos
por las imágenes de sufrimiento ajeno, que exigen nuestra pre­
ocupación y que nos mueven a la acción; es decir, a enunciar
nuestra objeción y dar constancia de nuestra resistencia contra
esa violencia a través de mecanismos políticos concretos. De
esta manera, podríamos decir que no somos receptores pasivos
de los medios de comunicación pues hay una base sobre la que
nosotros, como individuos, decidimos hacer o no hacer algo.
No solamente consumimos o nos paralizamos por el exceso de
imágenes. Algunas veces, no siempre, las imágenes que nos son
impuestas operan en nosotros como una forma de solicitud
ética. Por el momento quiero hacer énfasis en esta formulación
ya que estoy tratando de subrayar que existe algo que nos afecta,
sin que seamos capaces de poder anticiparnos o prepararnos
para ese algo. Esto significa que, en esos momentos, estamos
confrontados por una cuestión que está más allá de nuestra
voluntad, que no depende de nosotros, que nos llega desde el
exterior como una imposición, pero también como una de­
manda ética. Quiero sugerir que se trata de obligaciones éticas
que no requieren de nuestro consentimiento ni tampoco son

52
el resultado de contratos o acuerdos a los que cualquiera de
nosotros ingrese por voluntad propia.
Para evidenciar esto, me gustaría sugerir, como punto de
partida, que las imágenes y relatos del sufrimiento producidos
por la guerra son una forma particular de requerimiento ético
que nos obliga a negociar cuestiones de proximidad y distancia.
Lo hacen de modo implícito, pues formulan dilemas éticos:
¿ Está aquello que sucede tan lejos de mí que puedo no tener
responsabilidad en ello? ¿Está aquello que sucede tan cerca de
mí que no puedo soportar tener que tomar responsabilidad
por ello? Si yo no me conduelo con este sufrimiento, ¿ tengo
que sentirme de alguna forma responsable por ello? ¿ Cómo,
finalmente, nos aproximamos a estas preguntas? A pesar de que
lo que busco presentar hoy no estará centrado en fotografías o
imágenes, quiero apuntar que el requerimiento ético que encon­
tramos, digamos, en la fotografía que retrata el sufrimiento que
deviene de la guerra, trae a colación cuestiones más amplias
sobre las obligaciones éticas. Después de todo, no siempre
escogemos ver imágenes de guerra, violencia o muerte. Pueden
aparecer en nuestras pantallas o podemos mirarlas de reojo
(ellas pueden mirarnos de reojo también) mientras caminamos
por calles que, en sus costados, tienen quioscos que venden pe­
riódicos. Podemos acceder a un portal en internet como un acto
deliberado con el fin de seguir las noticias, pero eso no significa
que estemos, de hecho, preparados para lo que vamos a ver, y
ni siquiera significa que hemos escogido exponernos a aquello
que nos impresiona visualmente. Entendemos el significado
de estar sobrecargados o abrumados por imágenes sensoriales
y, no obstante, en ciertos casos tales imágenes también nos
conmueven éticamente. ¿Sería un problema, acaso, si al verlas
no nos conmoviéramos? Susan Sontag argüía que la fotografía
de guerra, al mismo tiempo que nos conmueve, nos paraliza y,
al respecto, se preguntaba activamente si deberíamos fiarnos
de la imagen como modo de incitar una deliberación política

53
en base -y en resistencia- al carácter injusto de la violencia
de Estado y la guerra. Sin embargo, ¿es posible sentirse con­
movido e inmóvil? (¿y es posible entender esta cuestión como
la puesta en marcha de una obligación ética sobre nuestras
sensibilidades?) . ¿Debemos estar, de hecho, sobrecogidos de
algún modo para motivar la acción? Ú nicamente actuamos
cuando nos incitan a actuar y lo que nos potencia es algo que
nos afecta desde el exterior, desde otro lugar, desde las vidas
de los otros, imponiendo un exceso desde y por el que actua­
mos. De acuerdo con esta perspectiva de obligación ética, la
receptividad no es solo una precondición para la acción, sino
una de sus características fundacionales. Los medios de comu­
nicación establecen modelos de presentación que transmiten
en nosotros una versión de la realidad venida de fuera, que
nos afecta y que hace posible registrar tal realidad y, por tanto,
ser movido por ella hacia una acción como respuesta. En este
sentido, la obligación ética per se nos es impuesta sin nuestro
consentimiento, por lo que parecería que el consentimiento
no es terreno suficiente para delimitar las obligaciones globales
que conforman nuestra responsabilidad.
Mi segundo punto, sin embargo, es que las obligaciones
éticas no solamente surgen en los contextos de comunidades
establecidas que se juntan dentro de ciertas fronteras, que ha­
blan el mismo lenguaje y que constituyen una nación. Las obli­
gaciones, tanto para aquellos que están muy lejos, como para
aquellos que están próximos, cruzan las fronteras lingüísticas
y nacionales y solo son posibles en virtud de la traducción
visual y lingüística que confunde cualquier base comunitarista
para delimitar nuestras obligaciones globales. Por lo tanto, ni
el consentimiento ni el comunitarismo justifican o delimitan
el alcance de las obligaciones que busco abordar esta noche.
Pienso que, probablemente, experimentamos esta cuestión en
relación con los medios de comunicación cuando estos nos
provocan sufrimiento por lo que sucede en realidades próxi-

54
mas, haciendo que aquello que está cerca pareciera que está
muy lejos. Mi tesis personal sobre este asunto es que, en estos
tiempos, el tipo de exigencias éticas que surgen a través de los
circuitos globales depende de la reversibilidad de la proximidad
y la distancia. En efecto, quiero sugerir que ciertos vínculos,
en realidad, seforjan a través de esta reversibilidad. Si yo tengo
o bligaciones solo con aquellos que están cerca de mí, que ya
me son familiares, mi ética es, luego, invariablemente parro­
quial, comunitarista y excluyente. Si yo tengo obligaciones
solo con aquellos que son «humanos» en abstracto, entonces,
evito esforzarme en traducir culturalmente mi propia situación
respecto a la de los otros. Si solamente tengo obligaciones con
aquellos que sufren en la distancia, pero nunca con aquellos que
están cerca a mí, por consiguiente exilio mi propia situación,
maniobra que permite asegurar la distancia y logra distraer mi
sentido ético. No obstante, si las relaciones éticas están me­
diadas -y uso esta palabra deliberadamente- confundiendo
cuestiones respecto a la ubicación, lo que está pasando «allí»
de cierto modo también sucede «aquÍ» y lo que está pasando
«allí» depende de un evento que está siendo registrado en varios
«otros lugares». Parecería, entonces, que el reclamo ético de
dicho evento se ubica y se lleva a cabo siempre en un «aquí»
y un «allÍ», que fundamentalmente liga lo uno con lo otro.
De alguna forma, el evento es enfáticamente local pues son
precisamente las personas que están allí las que están poniendo
sus cuerpos en peligro. Pero si esos cuerpos en riesgo no se re­
gistran en ningún otro lugar, no puede existir respuesta global
y, por lo tanto, no se articula una representación ética y global
de reconocimiento y conexión, y algo de la realidad de dicho
evento se pierde. No se trata solo de que una población distinta
considere a otra a través de ciertos momentos mediáticos sino
de que su respuesta evidencie una forma de conexión global,
aunque provisional, con aquellos cuyas vidas y acciones son
registradas en este camino. En definitiva, el estar desprevenido

55
para recibir imágenes sobrecogedoras de los medios de comu­
nicación puede llevarnos no a la parálisis sino más bien a una
situación de inquietud, y por tanto, de actuación precisamente
en virtud de estar bajo la influencia de algo, o bien a estar al
mismo tiempo aquí y allí y, de distintas maneras, aceptar y ne­
gociar la multilocalidad de las conexiones éticas que, entonces
sí, con razón, podríamos llamar globales.
¿ Podemos, pues, recurrir a algunas versiones de la filosofía
ética con el fin de reformular qué significa registrar una obli­
gación ética en estos tiempos en los que no podemos reducirla
ni al consentimiento ni a un acuerdo y que, además, se lleva a
cabo fuera de los vínculos comunitarios establecidos? Así, con­
sideraré brevemente algunos argumentos de Emmanuel Levinas
y Hannah Arendt acerca de las controvertidas relaciones que
mantienen ética, proximidad y distancia. Mi elección de recurrir
a dos pensadores formados en parte en la tradición intelectual
j udía (Levinas) y en situaciones históricas j udías (Arendt) no es
accidental. Debido a que busco articular una versión de coha­
bitación que proviene de la explicación de obligaciones éticas
como las que he descrito, ambos pensadores resultan útiles, pues
ofrecen visiones que son tanto aclaradoras como problemáticas
para este cometido. Hacia el final de mis reflexiones considero
oportuno hablar de estos asuntos de manera concreta y refe­
rirme a Palestina/Israel. Con esto, espero que se vislumbre un
compendio alternativo de perspectivas j udías de cohabitación,
que no solo exigen un alejamiento desde el comunitarismo sino
que pueden servir como una crítica alternativa a los enfoques
y prácticas del Estado de Israel, especialmente su versión de
sionismo político y colonialismo.

Levinas
Existen dos dimensiones disonantes en la ética filosófica de Le­
vinas. En primer lugar, está la importancia de la categorización

56
d e la proximidad, vinculada a su idea de relaciones éticas. En
e fecto , parece que los modos en que los demás actúan sobre
nosotros sin participación de nuestra voluntad constituyen
el momento en el que se articula una llamada o solicitud éti­
ca. Esto significa que, antes de que haya un sentido claro de
elección personal, alguien obra en nuestro lugar y nos solicita
éticamente. Para que nos sintamos afectados por otros, debe­
mos asumir la existencia de una proximidad corporal. Así, si
es el «rostro» el que actúa sobre nosotros, de algún modo y al
mismo tiempo, es ese «rostro» el que nos afecta y nos solicita.
En segundo lugar, nuestras obligaciones éticas se extienden a
aquellos que no están próximos a nosotros físicamente y que,
por tanto, no forman parte de una comunidad reconocible a
la cual, ellos y nosotros, pertenezcamos de manera conjunta.
De hecho, para Levinas, aquellos que actúan sobre nosotros
son sin duda ajenos a nosotros, así que no es precisamente en
virtud de su identidad que estamos unidos a ellos.
Por supuesto, Levinas sostuvo algunos puntos contradic­
torios respecto a la cuestión de la alteridad de ese Otro que
me formula una demanda ética. É l defendió claras formas de
nacionalismo, especialmente nacionalismo israelí, así como
propugnó también la noción de que las relaciones éticas son
posibles solo dentro de una tradición j udeocristiana. Pero,
por el momento, leámoslo contra sí mismo, o leámoslo en
virtud de las posibilidades políticas que abre, incluso aquellas
que nunca tuvo la intención de abrir. La postura de Levinas
nos permite llegar a la siguiente conclusión: que un conjunto
de valores éticos por los cuales una población está vinculada
a otra de ningún modo depende de que esas dos poblaciones
sostengan marcas similares de pertenencia nacional, cultural,
religiosa y racial. Es interesante que Levinas insistiera en que
estamos ligados a aquellos que no conocemos e incluso a aque­
llos que no escogemos, que nunca hubiésemos podido escoger,
y que las obligaciones que se generan de estos vínculos son,

57
estrictamente hablando, precontractuales.2 Y, sin embargo, fue él
quien se encargó de afirmar en una entrevista que los palestinos
no tenían rostro, y que las obligaciones éticas solo deberían
extenderse a aquellos que estaban unidos por ciertos lazos,
bajo su versión j udeocristiana y de orígenes clásicos griegos.3
De algún modo, él nos otorgó un principio que finalmente él
mismo decidió traicionar. Esto significa que todos y cada uno
de nosotros tenemos la libertad, y acaso la obligación, de deci­
dir si extendemos dicho principio como principio vinculante
a la gente palestina, j usto porque él no pudo extenderlo. Su
fracaso contradice directamente su propia demanda a partir de
la cual un reclamo debe ser recibido en clave ética por parte de
aquellos que exceden nuestra esfera de pertenencia inmediata,
ya que estamos unidos y pertenecemos a su comunidad, inde­
pendientemente de cualquier aspecto pactado, de los contratos
que nos obligan con los otros, o de la disponibilidad de ciertas
formas establecidas de pertenencia.
Desde luego, esto plantea, precisamente, la cuestión de
cómo puede existir una relación ética para aquellos que no
aparecen dentro del horizonte ético. Esos que no son personas
ya que no han sido considerados como la clase de seres con
los cuales uno puede o debe entrar en una relación ética. En
este punto es donde se forj a la fractura más dolorosa dentro
de la obra de Levinas, acechando a todos quienes buscábamos
encontrar en sus textos ciertos recursos éticos. Por un lado, el
autor nos dice que somos requeridos por otros -incluyendo
aquellos a los que nunca hemos conocido, aquellos a los que

2. Véanse los comentarios de Levinas ( 1 989, p. 289) respecto a que los pales­
tinos no tenían rostro (y, por lo tanto, que su vulnerabilidad humana podría ser
una base que no obliga a preservar sus vidas) .
3. Véanse también sus comentarios acerca de las «hordas asiáticas» que ame­
nazaban las bases éticas de la cultura judeocristiana en Levinas ( 1 990, p. 1 6 5). Esto
fue discutido de modo más profundo en Burler ( 1 995, pp. 90-96).

58
a ún no conocemos- y que, al nacer, ya estamos dentro de una
s itu ación obligada de honrar la vida del otro, de cualquier otro,
cuya demanda de vivir aparece incluso antes que la nuestra.
Por otro lado, afirma que dicha relación ética depende de un
conj unto específico de condiciones religiosas y culturales, j u­
deocristianas, y que aquellos que no han sido formados dentro
de esta tradición no están preparados para la vida ética y que,
por tanto, no están incluidos entre aquellos que pueden dirigir
un reclamo hacia los que pertenecen a una concepción limitada
de lo que es Occidente. Esta es una contradicción agónica en el
seno de la escritura levinasiana. Sin embargo, ¿es posible tomar
la ética que ahí se formula y utilizarla contra los supuestos
tremendamente excluyentes en los que, en ocasiones, se apoya?
¿ Podemos, en otras palabras, usar a Levinas contra sí mismo
para contribuir a la articulación de una ética mundial que se
extienda más allá de las comunidades religiosas y culturales
que el teórico vio como límites necesarios?
Tomemos como ejemplo su argumento según el cual las
relaciones éticas son asimétricas. En su trabajo, el Otro tiene
prioridad sobre el yo. En lo concreto, ¿qué significa esto? ¿ No
tiene el Otro la misma obligación para conmigo? ¿ Por qué
debería yo estar obligado hacia el Otro si esa obligación no es
recíproca? Para Levinas, la reciprocidad no puede ser la base
de la ética pues la ética no es un negocio: no puede darse el
caso de que mi relación ética con el Otro sea contingente a su
relación ética conmigo ya que haría de la relación ética todo
menos que absoluta y obligatoria; y, además, establecería mi
instinto de conservación como una clara y delimitada especie
de sujeto primario, por encima de cualquier relación que pueda
establecerse con el Otro. Para Levinas, la ética no se puede
derivar del egoísmo. De hecho, el egoísmo es la derrota de la
ética misma.
En este punto, tomo distancia de Levinas ya que, si bien
estoy de acuerdo en la refutación de la primacía de la auto-

59
conservación para el pensamiento ético, quiero insistir en que
un determinado entrelazamiento entre otra vida, otras vidas
y la mía propia es irreductible a la pertenencia nacional o a
la filiación comunitaria. En mi opinión (que seguramente no
es solo mía) , la vida de los otros, la vida que no es nuestra,
también nos pertenece, ya que cualquier sentido de <<nuestra»
vida se deriva precisamente de su carácter social, de este ser que
ahora y desde el principio ha sido dependiente de un mundo
que pertenece a otros, constituido en y por una esfera social.
Por ello, sin duda, existen otros que son distintos a mí, cuyos
reclamos éticos sobre mí no pueden reducirse debido a mis
cálculos egoístas. Pero esa es la razón por la cual, a pesar de que
podamos ser distintos, estamos unidos unos con otros. Esta
no es siempre una experiencia alegre y feliz. Darse cuenta de
que la vida de uno es también la vida de los otros, incluso si
esta vida es distinta -y debe ser distinta-, significa que mis
fronteras son a la vez un espacio de límite y adyacencia, un
modo de proximidad, e incluso de entrecruzamiento espacial
y temporal. Es más, la apariencia corporal, de un cuerpo que
es tan dependiente como dinámico, es la condición que nos
expone al otro, que nos expone al reclamo, a la seducción, a la
pasión, a las lesiones. Estamos expuestos, pues, por condicio­
nes que nos sostienen pero que también pueden destruirnos.
En este sentido, la exposición del cuerpo plantea su propia
precariedad. Para Levinas, este sujeto precario y corpóreo es
responsable de la vida del otro, lo que significa que no importa
cuánto tema uno por su propia existencia, la preservación de la
vida del otro es primordial. ¡Si tan solo el ejército israelí pensara
de esta manera! De hecho, esta es una forma de responsabili­
dad que no es fácil de mantener mientras se experimente una
noción sensorial de precariedad. La precariedad nombra tanto
la necesidad como la dificultad ética.
Sin duda es difícil sentirse, al mismo tiempo, vulnerable por
el potencial destructivo del otro y, sin embargo, responsable de

60
ese o tro. Los lectores de Levinas argumentan todo el tiempo su
fo rm ulación de que nosotros, todos nosotros, en alguna medida
so mos responsables de aquello que nos persigue. Él no quiso
decir en absoluto que nosotros provocamos nuestra propia per­
secución. Por el contrario, «persecución» es el extraño y descon­
certante nombre que Levinas otorga a la demanda ética que se
impone sobre nuestra voluntad. Al margen de nosotros mismos
estamos abiertos a esta imposición y, a pesar de que esta hace
caso omiso de nuestra voluntad, nos muestra que las demandas
que otros nos imponen son parte de nuestra propia sensibilidad,
nuestra receptividad y nuestra capacidad de respuesta. Estamos,
en otras palabras, llamados por tales demandas porque somos,
de algún modo, vulnerables a los reclamos que no podemos
prever con antelación, y para los cuales no hay una preparación
adecuada. Para Levinas, no existe otro modo de entender la
realidad ética, ya que la obligación ética no solo depende de
nuestra vulnerabilidad frente a las demandas de los otros, sino
que nos instaura como criaturas que somos fundamentalmente
definidas por esa relación ética.
Tal relación ética no es una virtud que yo tenga o ejerza,
sino que es previa a cualquier sentido individual del yo. No es
en calidad de individuos separados que honramos esta relación.
Yo me veo a priori obligado contigo, y esto es lo que significa
ser quien soy, receptivo hacia ti en modos que no puedo pre­
decir o controlar. Desde luego, esta es también la condición
de mi fragilidad. Mi capacidad de respuesta y mi fragilidad
están ligadas entre sí. En otras palabras, es posible que tú me
amenaces y me asustes, pero mi obligación hacia ti debe, de
todas formas, mantenerse firme.
Esta relación precede a la individuación. Cuando actúo
éticamente estoy inacabado debido a mi condición de ser de­
pendiente. Me escindo. Encuentro que yo soy mi relación con
el «tÚ» cuya vida trato de preservar, y sin esa relación, aquel
«yo» no tiene sentido pues ha perdido sus enlaces respecto

61
a una ética que siempre es anterior a la ontología del ego.
Otra manera de expresar este punto es que el «yo» se vuelve
inacabado en su relación ética con el «tÚ», lo que significa que
hay un modo muy específico de desposesión que hace posible
establecer relaciones éticas. Si yo me poseo a mí mismo de
modo muy firme o rígido no puedo ser parte de una relación
ética. La relación ética significa que hay que ceder una cierta
perspectiva «egológica» a cambio de otra que esté estructurada
fundamentalmente por un modo de locución: tú me llamas
y yo respondo. No obstante, si contesto es solo porque ya
tenía la capacidad de responder, es decir, que en el nivel más
fundamental, tanto esta capacidad como la vulnerabilidad
me constituyen, y es desde ahí, podríamos decir, de modo
previo a cualquier decisión deliberada, que respondemos a ese
llamado. En otras palabras, uno debe tener la capacidad de
recibir la llamada antes de poder, efectivamente, contestarla.
En este sentido, la responsabilidad ética presupone capacidad
de respuesta.

Arendt
La mayoría de académicos pretenden que cualquier considera­
ción de Emmanuel Levinas se mantenga separada de cualquier
análisis de Hannah Arendt. Él es un filósofo en el campo de la
ética, que ha trabajado sobre la base de tradiciones religiosas y
ha acentuado la importancia ética de la pasividad y la recepti­
vidad. Ella es una filósofa política y social, que desde la firme
secularidad resalta, una y otra vez, el valor político de la acción.
¿Cuál sería el fin de ubicar en el mismo lugar las propuestas
de Levinas y las de Arendt? Ambos, Levinas y Arendt están
en desacuerdo con la concepción clásica del individualismo
liberal, esto es, la idea de que individuos conscientes entran
en la dinámica contractual y que, por tanto, sus obligaciones
se derivan de acuerdos voluntarios e intencionales entre los

62
unos y los otros. Con este punto de vista, se afirma que solo
somos responsables por aquellas relaciones codificadas me­
diante acuerdos que hemos suscrito de modo consciente y
voluntario. Arendt se opone a esta visión a través, de hecho, de
la argumentación sustancial que elaboró contra Eichmann. Él
pensó que podía escoger qué poblaciones debían vivir y cuáles
debían morir y, en consecuencia, asumió que podía decidir
con quiénes cohabitar el planeta. Lo que él no entendió, según
Arendt, es que nadie goza de la prerrogativa de elegir con quién
convivir en la Tierra. Podemos escoger varias formas de cómo y
dónde vivir y, en lo local, podemos escoger incluso con quién
vivir. Pero si fuéramos nosotros los que decidimos con quién
cohabitar el planeta, estaríamos decidiendo qué porción de
la humanidad debe vivir y cuál debe morir. Si esa opción nos
está prohibida, significa que todos estamos bajo una obligación
que nos obliga a convivir con aquellos que ya existen y que,
por tanto, cualquier elección acerca de quién puede vivir se
constituye siempre como una práctica genocida. Y aunque no
es posible cuestionar que los genocidios hayan ocurrido y aún
ocurran, estamos equivocados si pensamos que la libertad en
cualquiera de sus sentidos éticos puede, en algún momento, ser
compatible con la libertad de llevar a cabo un genocidio. Para
Arendt, la imposibilidad de elegir con relación a la convivencia
terrenal es la condición de nuestra mera existencia como seres
éticos y políticos. Por lo tanto, para ejercitar la prerrogativa
del genocidio, no solo se deben destruir las condiciones que
conforman la personalidad, constituida en la esfera política,
sino que se debe destruir la libertad en sí misma, entendida
siempre como acción plural. Sin esa pluralidad, cuyo carácter
no podemos escoger, nos es imposible ejercitar nuestra liber­
tad, no tenemos posibilidad de elección y, por tanto, sin esa
elección no somos personas. Este fue uno de los argumentos
que Arendt propuso para entender por qué la pena de muerte
para Eichmann se justificaba: él ya se había autodestruido al

63
no caer en cuenta que su propia vida estaba ligada a aquellos
que destruyó, y que la vida individual no tiene sentido, no es
real, fuera del marco social y político en el que todas las vidas
son, de hecho, igualmente valoradas.
En Eichmann en jerusalén ( 1 963) , Arendt cuestionó los
principios de j usticia utilizados en el j uicio de Eichmann
y, hacia el final de sus escritos sobre dicho proceso, afirmó
explícitamente que la razón por la cual Eichmann tenía que
morir era porque cometió el trascendental error de pensar que
podía escoger con quién cohabitar la Tierra. En lo que fallaron
Eichmann y sus superiores fue que no tomaron en cuenta que
la heterogeneidad de la población del planeta es una condición
irreversible de la vida social y política. Nuestra existencia de­
pende de esta heterogeneidad, no existe individualidad fuera
de la pluralidad (incluso la no pluralidad tiene la capacidad
de sustituir a la individualidad) .
La acusación de Arendt contra Eichmann revela la firme
convicción de que a ninguno de nosotros le está permitido ejer­
cer tal prerrogativa, que aquellos con los que coexistimos en la
Tierra nos son dados con anterioridad a cualquier elección y, por
ende, a cualquier contrato social o político en el que entremos
con deliberación y voluntad propia. En el caso de Eichmann, el
afán de escoger con quién cohabitar el planeta respondió al afán
explícito de aniquilar ciertas partes de esa población -judíos,
gitanos, homosexuales, comunistas, personas con capacidades
especiales y enfermas, entre otras- y, por lo tanto, la libertad
que él insistió en ejercer fue el genocidio. Arendt representa
esta pluralidad al argumentar que ninguno de nosotros puede
escoger con quien cohabitar la tierra. Podemos, seguramente,
escoger con quién compartir nuestro hogar y quizá con quién
compartir un vecindario o una región, o incluso los lugares en
los que dibujar los límites de un Estado, aunque desde estas
instancias no podemos decidir respecto a aquellos que viven
fuera de nuestras comunidades. No obstante, cuando la gente

64
decide que no compartirá el planeta, esto significa que se ha
comprometido a la erradicación de una población de la faz
de la Tierra. De acuerdo a Arendt, esta elección no es solo un
ataque a la convivencia, entendida como una precondición de
la vida política, sino que nos implica a través de la siguiente
proposición: debemos idear institucionesypolíticas que preserven
y afirmen activamente un cardcter obligado de convivencia inde­
finida y plural. No solo vivimos con aquellos a los que nunca
escogimos y con quienes no sentimos a priori un sentido de
pertenencia social; además estamos obligados a preservar tanto
sus vidas como la pluralidad extensiva que conforma la pobla­
ción mundial.
A pesar de que Arendt, sin duda, discutiría mi punto de
vista, creo que ella ofrece una visión ética de la convivencia
como guía de ciertas formas políticas particulares. En este
sentido, las normas políticas y las políticas públicas concretas
emergen del carácter de imposibilidad de elegir la convivencia.
La necesidad de cohabitar la Tierra es un principio que, de
acuerdo con su filosofía, debe guiar las acciones y políticas de
cualquier vecindario, comunidad o nación. La decisión de
vivir en una u otra comunidad se j ustifica siempre y cuando
esta acción no implique que aquellos que viven fuera de la
comunidad no merezcan vivir. En otras palabras, cada pos­
tura comunitarista que construye pertenencia se j ustifica solo
bajo la condición de que esté subordinada a una oposición
no comunitaria, al genocidio. Mi modo de interpretar esto
es que cada habitante que pertenece a una comunidad per­
tenece también a la Tierra y esto implica un compromiso no
solo con todos los demás habitantes del planeta sino sin duda,
con la Tierra misma y su sostenibilidad. De acuerdo con esta
última condición, trataré de ofrecer un apéndice ecológico al
antropocentrismo de Arendt.
Arendt, en Eichmann en jerusalén, no habla solo por los
judíos, sino por todos y cada uno de los grupos minoritarios

65
que podrían ser expulsados del planeta por parte de otros gru­
pos. Así, la una implica al otro, y el «hablar por» universaliza
un principio aun cuando no invalida la pluralidad a través de
la cual se habla. Una de las razones por las que Arendt rehúsa
separar a los j udíos de las otras llamadas «naciones» perseguidas
por los nazis es que ella presenta su argumento en nombre de
una pluralidad coextensiva a la vida humana en cualquiera de sus
formas culturales. Al mismo tiempo, su j uicio a Eichamnn es,
precisamente, producto de una situación histórica: de una judía
diaspórica que, siendo refugiada de la Alemania nazi, también se
opuso a las cortes israelíes que representaban a una nación espe­
cífica, cuando los crímenes bajo su perspectiva fueron crímenes
contra la humanidad, puesto que esas cortes representaban solo
a los j udíos como víctimas del genocidio, cuando hubo muchos
otros grupos aniquilados y desplazados por las políticas nazis que
Eichmann y sus secuaces formularon e implementaron.
Esta misma noción de convivencia no escogida no solo
supuso el carácter irreversiblemente plural y heterogéneo de
los habitantes del planeta, así como una obligación de salva­
guardar la pluralidad, sino que también fue un compromiso
por habitar la Tierra por igual y, por tanto, un compromiso con
la equidad. Esta doble dimensión de sus postulados tomó una
forma histórica, a finales de la década de 1 940, en su hipótesis
contra la idea de un Estado israelí basado tanto en el principio
de soberanía j udía como en el de una Palestina federada. Ella
luchó por una concepción política sin menoscabo de la plu­
ralidad que, en su opinión, estuvo implícita en la revolución
estadounidense, cuestión que la llevó a negarse a aceptar la
exclusividad de espacios nacionales, raciales o religiosos para
la construcción de la ciudadanía. Por otra parte, se opuso a la
fundación de cualquier Estado que requiriese la expulsión de
ciertos habitantes y la producción de una nueva clase refugia­
da, sobre todo si dicho Estado invocaba los derechos de los
refugiados para legitimar su fundación.

66
En la Alemania nazi, y de nuevo con el establecimiento
del Estado de Israel, la preocupación de Arendt se dirigía a los
derechos de los refugiados, personas que no estaban ampara­
das bajo ninguna ley existente y que no pertenecían a ningún
Estado-nación. Según ella, todos tienen derecho a pertenecer a
algún lugar y ese derecho corresponde a todos por igual, inde­
pendientemente del lugar al que uno se adscriba. Ningún modo
de pertenencia específica a la Tierra se j ustifica o se desprende
de ese derecho, pues ese derecho debe corresponder a aquellos
que no tienen un lugar, a aquellos que tratan de reclamar un
lugar que aún no es suyo. Es decir, ninguna modalidad de ads­
cripción comunitarista se basa en el derecho a la pertenencia.
El derecho a la pertenencia es más fundamental que cualquier
comunidad particular de la que cada persona forma parte. Si
entendemos ese argumento en oposición a Eichmann, parece
que, de hecho, la «pertenencia» no conoce fronteras y supera
toda limitación nacionalista y comunitarista. Tanto los argu­
mentos contra el genocidio como los de los derechos de los
apátridas dependen de que se subrayen, pues, los límites del
comunitarismo.
La población plural o diversa a la que Arendt se refiere
es aquella que, en su opinión, Eichmann negaba, pero que
también se esfuerza por vincular a todas las formas de Estado­
nación que buscan mantener un carácter nacional homogéneo.
Para Arendt, después de la Segunda Guerra Mundial se volvió
imperante argumentar que la vida política debía ser entendida
siempre como plural y multilingüe. Al leerla ahora, tenemos
que preguntarnos cómo esta pluralidad aún puede reivindicarse
bajo las condiciones actuales en las que las fronteras estable­
cen formas indisolubles y antagónicas de proximidad y las
distancias geográficas y culturales hacen que la consolidación
de vínculos sea una tarea más difícil.
A pesar de estas dificultades, las tesis normativas de Arendt
aún se mantienen: no existe ninguna población, comunidad,

67
Estado-nación, unidad regional, clan, grupo o raza que pue­
da reivindicar la Tierra como suya en su totalidad. Como he
sugerido, llevar a cabo tal acción es entrar en una política
genocida. Esto significa que tanto la proximidad obligada
como la convivencia involuntaria son condiciones previas
para nuestra existencia política, para articular las bases de la
crítica al nacionalismo y para reivindicar la obligación de vivir
en la Tierra y de tener un gobierno que establezca modelos
de equidad para una población necesaria e irreversiblemente
heterogénea. De hecho, tanto la proximidad obligada como la
convivencia involuntaria sirven también como base de ciertas
obligaciones que impiden destruir alguna parte de la población
humana, que declaran el genocidio como un crimen de lesa
humanidad, y que permiten consolidar instituciones que exijan
y procuren que todas las existencias sean llevaderas. De este
modo, Arendt, a partir de la convivencia obligada, desglosa
nociones de universalidad y equidad que nos comprometen
a tratar de sostener la vida humana sin j amás considerar cier­
tos segmentos de la población como socialmente muertos,
redundantes, o como intrínsecamente indignos de la vida y,
por tanto, insignificantes.4
Los puntos de vista de Arendt en torno al Estado de Israel
fueron escandalosos en su momento, razón por la cual, sin
duda, su libro sobre Eichmann tuvo una pobre recepción y
la importancia ética que proponía fue radicalmente infrava­
lorada. No obstante, lo que es evidente es que sus propuestas
de cohabitación, autoridad federada, equidad y universalidad
estuvieron en marcado contraste con aquellas que defendían

4. «Ungrievable» , término importante dentro de la retórica de Buder que


puede definirse en castellano como aquella vida que no lamentamos perder. En
esta traducción se utiliza la palabra «insignificantes» que, sin embargo, no alcanza
a recoger del todo el sentimiento de «no pérdida» propuesto por la autora. [Nota
del traductor]

68
formas nacionalistas de soberanía j udía, clasificaciones dife­
renciales entre j udíos y no j udíos, la existencia de policías
m ilitares que arrancaban a los palestinos de sus tierras y que
se esforzaban para establecer una mayoría demográfica j udía
para dicho Estado.
A pesar de que a menudo se enseña que antes y durante el
genocidio nazi la creación de Israel fue una necesidad histórica
y ética para los judíos, y que cualquiera que cuestione los prin­
cipios fundacionales del Estado judío muestra una asombrosa
insensibilidad hacia la tragedia del pueblo j udío, hubo en esa
época pensadores y activistas políticos j udíos -que incluyen a
Hannah Arendt, Martin Buber, Hans Kohn y Juda Magnus-,
que pensaron que las más importantes lecciones del Holocausto
fueron la oposición a la violencia ilegítima de Estado, la for­
mación estatal que otorgó privilegios electorales y ciudadanía
tan solo a una raza o religión y la limitación internacional a
los Estados-nación que buscaban deshumanizar a poblaciones
enteras que no entraban en una idea purista de la nación.
Para aquellos refugiados que no querían volver a ver
el ultraj e de ciertas poblaciones en nombre de la pureza
nacional o religiosa, el sionismo y sus formas de violencia
militar ejercida contra las poblaciones nativas de Palestina
no fueron la respuesta legítima a las urgentes necesidades de
los refugiados j udíos. En el texto de Eichmann, Arendt con­
tinúa teniendo a los apátridas en mente, al igual que lo hizo
cuando presenció las masivas deportaciones desde Europa
en la Segunda Guerra Mundial y cuando en 1 948 se opuso
a aquella forma de sionismo sostenido por Ben Gurion, que
finalmente impuso su propuesta -a la propuesta coautorial
de Arendt- de tener una autoridad federal y binacional en
Palestina. Ella predij o un nuevo problema de refugiados, no
solamente el que ocurrió durante el Nakba de 1 948 y afectó
a más de 750.000 palestinos, sino también aquel que con­
tinuaría sucediendo mientras el Estado de Israel se moviese

69
hacia un modelo de Estado-nación que, en su momento,
ella rechazó y que pensó que todo el mundo rechazaría. Ella
no pudo haber anticipado las 1 .700.000 personas que ahora
tienen el estatus de refugiados en Cisjordania y en Gaza, pero
sí que predij o que los Estados-nación que intentan regular la
composición racial y religiosa de sus poblaciones producen
inequívocamente nuevos tipos de refugiados y ponen en
cuestión su propia legitimidad al expulsar poblaciones que
no se aj ustan a la norma nacional. Su llamada a la convivencia
fue una clara intención de contrarrestar no solo la política
genocida del nacionalsocialismo sino también la producción
de apátridas por parte de todas y cada una de las naciones
que se autopurgaban de heterogeneidad. Y aunque ella nunca
hubiese afirmado que Israel era co m o la Alemania nazi y, de
hecho, se hubiese opuesto a tales analogías, fue evidente para
ella que Israel continuaba con un proyecto de imposición
colonialista en nombre de un proyecto de liberación nacio­
nal, que producía cientos de miles de refugiados que no solo
deslegitimaban cualquier reivindicación de dicho Estado en
aras de la democracia, sino que lo mantendría encerrado en
un conflicto durante las décadas venideras.
Para aquellos que extrapolaron los principios de j usticia a
partir de la experiencia histórica de internamiento y ultraje,
el objetivo político fue ampliar la igualdad más allá de ante­
cedentes culturales o de formación, superando lenguajes y
religiones, entre nosotros y aquellos que ninguno de nosotros
jamás escogió (o no reconoció que escogió) y con quienes tene­
mos la eterna obligación de encontrar una manera de convivir.
Quienquiera que sea ese «nosotros», hay que decir que noso­
tros también somos esos no escogidos, esos que aparecemos
en esta Tierra sin el consentimiento de los demás, esos que
desde el principio pertenecemos a una población más amplia
y a un mundo continuo. Y esta condición, paradójicamente,
produce el potencial radical de nuevos modos de sociabilidad

70
y políticas más allá de los vínculos voraces y desdichados que
se han formado a partir del colonialismo y la expulsión. Todos
somos, en este sentido, los no elegidos. Sin embargo, todos
estamos juntos en esta no elección. No deja de ser interesante
notar que la propia Arendt, una j udía y refugiada, entendió
que su obligación no era la de pertenecer al «pueblo elegido»
sino al de los no elegidos, para crear una comunidad mezclada
precisamente en virtud de aquellos cuyas existencias implica­
ban un derecho a existir y a tener un vida llevadera.

Judaísmo alternativo, vida precaria


He intentado ofrecer dos perspectivas diferentes que se derivan
de algún modo del j udaísmo. Levinas fue un pensador que se
denominaba a sí mismo un pensador j udío y un sionista, y que
derivaba su explicación de la responsabilidad de una interpre­
tación de los mandamientos, de cómo actúan sobre nosotros
y de cómo nos obligan éticamente. Y Arendt, aunque no era
religiosa, articuló sus hipótesis siendo una refugiada j udía de
la Segunda Guerra Mundial, tomando ese hecho como punto
de partida para reflexionar en torno al genocidio, la situación
apátrida y las condiciones plurales de la vida política.
Por supuesto, ni Levinas ni Arendt son fáciles de trabaj ar
en mi cometido. Al igual que con Levinas, hay aspectos de la
posición de Arendt que son claramente racistas (ella se opuso,
por ejemplo, a los j udíos árabes, se identificó como europea
y pensó que otros deberían hacerlo también) y, sin embargo,
de su escritura, todavía hoy, se derivan recursos para pensar
respecto a las obligaciones globales actuales que se oponen
y se resisten al genocidio, a la reproducción de poblaciones
apátridas y a la importancia de luchar por una diversa y abierta
concepción de pluralidad.
El marco de trabajo euroamericano de Arendt fue clara­
mente limitado y, no obstante, otra limitación surge si inten-

71
tamos entender la relación entre la precariedad y las prácticas
de cohabitación. La precariedad solo toma sentido si somos
capaces de identificar y evidenciar ciertas cuestiones políticas:
la dependencia corporal y la carestía, el hambre y la necesidad
de vivienda, la vulnerabilidad corporal y la destrucción, las
formas de confianza social que nos permiten vivir y prosperar y
las pasiones vinculadas a nuestra propia persistencia. Si Arendt
pensaba que tales cuestiones tenían que ser relegadas al ámbito
privado, Levinas comprendió la importancia de la vulnerabi­
lidad, pero falló en vincular verdaderamente la vulnerabilidad
con una política del cuerpo. A pesar de que Levinas parece
presuponer un cuerpo vulnerado, no le da un lugar explícito
en su ética. Y aunque Arendt teoriza el problema del cuerpo,
del cuerpo reducido, del cuerpo hablante que emerge en un
«espacio de aparición» como parte de cualquier explicación de
acción política, no está lo suficientemente dispuesta a hacer
políticas públicas que luchen por superar desigualdades en la
distribución alimentaria, que intenten conseguir derechos de
vivienda y que pongan de relieve inequidades en la esfera del
trabajo reproductivo.
En mi opinión, las demandas éticas surgen de la vida
corporal per se, una vida corporal que no es siempre inequí­
vocamente humana. Después de todo, la vida que vale la pena
conservar y salvaguardar, de quienes deben ser protegidos del
asesinato (Levinas) y del genocidio (Arendt) , es dependiente
en aspectos esenciales y está conectada a la vida no humana.
Esto se desprende de la idea del animal humano, un punto
de partida diferente para reflexionar respecto a la política. Si
tratamos de entender en términos concretos qué significa el
comprometernos a preservar la vida del otro, estamos inva­
riablemente confrontados con las condiciones corporales de
existencia, y por tanto, comprometidos no solamente con la
persistencia corporal del otro sino con todas aquellas condi­
ciones ambientales que hacen que la vida sea vivible.

72
En la llamada esfera privada delineada en La condición
humana de Arendt, tropezamos con algunas cuestiones: las
necesidades, la reproducción de las condiciones materiales de
la vida, el problema de la transitoriedad, los vínculos entre la
muerte y la reproducción, en suma, todo aquello que tiene
que ver con la vida precaria. La posibilidad de que poblaciones
enteras sean aniquiladas ya sea a través de prácticas genocidas
o de negligencia sistemática se deriva no solo del hecho de que
existen quienes creen que pueden decidir qué personas pueden
habitar la Tierra, sino de que tal pensamiento presupone la
negación de un irreductible hecho político: la vulnerabilidad,
entendida como posibilidad de destrucción por parte de los
otros, que se desprende de una condición de precariedad, en
todas sus formas de interdependencia política y social. Pode­
mos hacer de esta una amplia demanda existencial, pues cada
persona es precaria como consecuencia de su existencia ¿acial,
de su calidad de ser corporal que depende del otro para obtener
refugio y sustento y que, por ende, está en riesgo de convertirse
en apátrida, sin techo, o un ser sumido en la miseria por las
injustas e inequitativas condiciones políticas. Por mucho que
ampare esa demanda, estoy a la vez realizando otra; concreta­
mente, que en un sentido más amplio, nuestra precariedad es
dependiente de la organización de relaciones sociales y econó­
micas y de la presencia o ausencia de infraestructuras sostenidas
por instituciones sociales y políticas. Desde esta perspectiva, la
precariedad es inseparable de la dimensión política que versa
sobre la organización y la protección de las necesidades corpo­
rales. La precariedad expone nuestra sociabilidad, la dimensión
frágil y necesaria de nuestra interdependencia.
Cada esfuerzo político de dirigir poblaciones, sea o no de
forma explícita, implica una distribución táctica de la preca­
riedad que muy a menudo se articula a través de un desigual
reparto, basado en las normas imperativas respecto a qué vidas
son importantes y, por tanto, merecen ser protegidas, y qué

73
vidas son insignificantes o importan solo de manera margi­
nal e incidental y, por tanto, en este sentido, se constituyen
como vidas parcial o totalmente perdidas y por ello menos
susceptibles de protección y sustento. Desde mi perspectiva,
pues, una ontología social diferente comenzaría a partir de
nuestra condición de precariedad compartida para refutar
aquellas operaciones normativas, holgadamente racistas, que
deciden por adelantado quién cuenta como humano y quién
no. No intento con este punto reavivar el humanismo, sino
reivindicar una concepción de obligación ética que se basa
en la precariedad. Nadie puede escapar de la dimensión pre­
caria de la vida social y, por tanto, podríamos enunciar que
compartimos una no fundación . No podemos entender la
cohabitación sin entender que una generalizada precariedad
nos obliga a oponernos al genocidio y a sustentar la vida en
términos igualitarios. Quizá esta característica, base de nuestras
vidas, pueda servir como cimiento que articule los derechos
de protección contra el genocidio, tanto por actos deliberados
como por la negligencia de recursos. Después de todo, aunque
nuestra interdependencia nos constituye no solo como seres
pensantes, sino, de hecho, como seres sociales y corporales,
vulnerables y apasionados, nuestro pensamiento se estanca sin
el presupuesto de interdependencia y sostenimiento que rige
nuestras condiciones vitales.
Desde luego, una cosa es reclamar esto en abstracto, pero es
muy distinto entender cuáles son las dificultades en la reivin­
dicación de formas sociales y políticas que busquen compro­
meterse y acoger una interdependencia sostenible en términos
igualitarios. Cuando cualquiera de nosotros se ve afectado por
el sufrimiento de los demás, reconocemos y afirmamos una
interconexión con ellos, incluso cuando no sepamos sus nom­
bres o hablemos su lengua. En el mej or de los casos, algunas
representaciones del sufrimiento a distancia presentadas por
los medios de comunicación nos obligan a renunciar a nuestros

74
más elementales vínculos comunitarios, y a responder (en oca­
siones al margen de nosotros mismos e incluso contra nuestra
voluntad) en contra de la injusticia que percibimos. Tales repre­
sentaciones pueden acercarnos los destinos de otras personas
o acaso hacer que sus destinos aparezcan muy alejados. Y, aun
así, el tipo de reclamos éticos que surgen en nuestra época a
través de los medios de comunicación dependen, como decía,
de la reversibilidad de la proximidad y la distancia. De hecho,
quiero sugerir que ciertos vínculos estdn en realidadforjados en
tal reversibilidad. Y es posible que encontremos maneras de
entender la interdependencia que caracteriza la cohabitación
precisamente en dichos vínculos.
Por último, quiero plantear que, algunas veces, estos
vínculos son bastante mezquinos, por ejemplo, cuando una
población se enfrenta a otra de un modo que sentimos indig­
no, a partir de modelos de interdependencia caracterizados
por la explotación y la colonización. Sin duda, este es el caso
Israel/Palestina, donde las nociones de país natal y patria están
inevitablemente implicadas en relaciones de heterogeneidad
interna y proximidad, que plantean la cuestión de conviven­
cia obligada pero de modo diferente. Israel y Palestina están
unidos, están superpuestos y, a través de los asentamientos y la
presencia militar, Israel invade y domina el territorio palestino.
Incluso si ambos buscaran una separación a gran escala, que
dividiera al uno del otro, los dos seguirían vinculados por el
muro que los separa, por la frontera, por los poderes milita­
res que la controlan. Así, su relación solo se desarrollaría de
una forma mezquina. Existen hoy en día asentamientos en
Cisjordania, poblados por israelíes alineados con la derecha
que, sin embargo, dependen de población local palestina para
el transporte de alimentos o para realizar los trabajos de poco
prestigio. Y también podríamos señalar que los soldados en los
puestos de control están en constante contacto con palestinos
que están esperando o que buscan atravesar dicho punto. Estas

75
formas de contacto, estos modelos de proximidad, estos modos
de cohabitación no deseada, además de ser claramente desigua­
les, demuestran la hostil, amenazante y destructiva presencia
militar. Estas demostraciones son evidentemente distintas de
aquellas manifestaciones activistas que ocurren cada semana
en Bi'lin donde muchas personas han sufrido daño físico y
hasta la muerte. El importante triunfo de Budrus que buscaba
mantener la pared alejada de los olivos; las constantes concen­
traciones de apoyo al SheikJarrah por parte de quienes estaban
amenazados con la confiscación de sus hogares, y aquellos
cuyos hogares habían sido ya transferidos a j udea-israelíes; el
importante compromiso con Taayush (que en árabe significa
«vivir j untos») durante la segunda Intifada, cuando suministros
médicos fueron transportados ilegalmente en Cisjordania; el
activismo feminista israelí de Machsom Watch, cuyas integran­
tes en los puestos de control se dedicaron a testimoniar, regis­
trar y oponerse al acoso y a la intimidación de palestinos; o el
trabajo conj unto en Haifa, entre palestinos y j udea-israelíes a
través de Adalah, que ha procesado miles de demandas contra
Israel por la confiscación de tierras palestinas y la expulsión
de palestinos de sus hogares y su tierra natal. Incluiría entre
estas al movimiento Boicot, Desinversión y Sanciones, que
ahora tiene una versión israelí que estipula que la coexistencia
requiere equidad y no puede ocurrir bajo condiciones en las
que una de las partes está sujeta al sometimiento colonial y a
la privación de derechos. Una postura arendtiana, sin duda.
Estas son solo unas pocas de las tantas, continuas e importantes
maneras de practicar y pensar a partir de una alianza. Modos
de trabajo conj unto, aunque en ocasiones trabajos en distintos
escenarios, contra la ocupación ilegal israelí y por la dignidad
y autodeterminación palestina.
A diferencia de estas instancias de cohabitación hay, como
sabemos, vínculos antagónicos, lazos desventurados, modos
de conexión limitados por la furia y la pesadumbre, versiones

76
invivibles de vulnerabilidad. Casos en los que vivir con los otros
en tierras adyacentes o en terrenos en disputa o colonizados
producen agresiones y hostilidades en el medio de esa cohabi­
tación. La subyugación colonial y la ocupación articulan sin
duda un modo obligado de convivencia bajo el mando de una
población colonizadora. El modo de cohabitación obligada
que corresponde al colonizado con seguridad no es el mismo
que aquel que se establece bajo nociones de pluralidad demo­
crática y en base a la equidad. Es por esto que solo aquellas
formas de alianza que luchan por superar el yugo colonial
dan continuidad a cualquier posibilidad de convivencia futura
entre los habitantes que comparten un pedazo de tierra. De
otro modo, los palestinos permanecerían expuestos de manera
desproporcionada a la precariedad y los israelíes actuarían con
el fin de apuntalar su territorio y su control mayoritario, con
lo que extenderían el control colonial y ampliarían sus modos
de agresión militar.
Es mi parecer que, incluso en situaciones donde se pre­
sentan modos antagónicos y obligados de coexistencia, surgen
ciertas obligaciones éticas. Puesto que no podemos elegir con
quién cohabitar la Tierra, primero, tenemos que honrar tales
obligaciones para preservar las vidas de aquellos que quizás no
queremos, que quizá nunca querremos -no lo sabemos- y
que, ciertamente, no escogimos. Segundo, estas obligaciones
no emergen de acuerdos realizados o de cualquier decisión
deliberada, sino de las condiciones sociales de la vida política.
Y, sin embargo, tales condiciones sociales son j ustamente las
que tienen que ser alcanzadas para tener una vida llevadera. A
pesar de ello, no podemos confiar en ellas como presupuestos
que garantizarán una vida plena para todos, en conj unto. Por
el contrario, estas aportan ideales que debemos reivindicar.
Para comprender tales condiciones, dado que estamos ligados
a través de una alianza tan apasionada como aterradora, que
nos supera a nosotros mismos pero que, a fin de cuentas, se

77
da en nuestro beneficio, es preciso asumir que ese «nosotros»
está en constante construcción. En tercer lugar, las condiciones
implican equidad, como Arendt mencionaba, pero también
una exposición a la precariedad (un punto que se deriva de
Levinas) , cuestión que permite entender que una obligación
global nos es impuesta para encontrar formas políticas y
económicas que minimicen la precariedad y establezcan la
igualdad económica y política. Aquellas formas de convi­
vencia que se caracterizan por ser equitativas y por minimizar
la precariedad se vuelven el fin de cualquier lucha contra el
sometimiento y la explotación. También se convierten en los
objetivos que empiezan a conseguirse gracias a las experien­
cias de alianza que se articulan a través de la distancia. Así,
luchamos en, desde y contra la precariedad. Por lo tanto, no
es por un amor generalizado hacia la humanidad o por un
puro deseo por alcanzar la paz que nos esforzamos por vivir
juntos. Vivimos j untos porque no tenemos elección, porque,
como seres sociales, la vulnerabilidad que tenemos el uno con
el otro significa que, para sobrevivir, debemos lograr acuerdos
políticos que nos permitan proteger estas vidas corporales que
intentan persistir y vivir apasionadamente. Que nuestra pasión
esté ligada a nuestra precariedad es una razón, por cierto, para
afirmar que las políticas sexuales deben ser, a la par, políticas
de la precariedad. A pesar de esto luchamos, nos obligamos
a hacerlo, para afirmar el valor último de ese mundo social
que no escogemos, y esa lucha se hace conocida y personal
cuando ejercitamos el derecho a la libertad de modo que ne­
cesariamente nos compromete a valorar de forma equitativa a
las distintas vidas. Podemos estar vivos o muertos respecto al
sufrimiento de los demás -ellos pueden estar vivos o muertos
para nosotros, dependiendo de cómo aparezcan, o incluso
pueden no aparecer en absoluto. Sin embargo, solo cuando
entendemos que aquello que pasa allí también sucede aquí, y
que el «aquí» ya es, con razón, cualquier lugar, tenemos una

78
oportunidad de entender las difíciles y cambiantes conexiones
globales en medio de las cuales vivimos, aquellas que permiten
la plausibilidad de nuestras vidas, y, a menudo, demasiado a
menudo, su imposibilidad.

Traducción de Diego Falconí

Referencias bibliográficas
ARENDT, Hannah ( 1 963) , Eichmann injerusalem, Schocken Books,
Nueva York. [Trad. esp. Eichmann enjerusalén. Un estudio sobre
/,a banalidad del mal, Carlos Ribalta (trad.), Lumen, Barcelona,
200 1 ]
BUTLER, Judith ( 1 99 5 ) , Giving an Account of Oneself, Fordham
University Press, Nueva York. [Trad. esp. Dar cuenta de si
mismo. Violencia, ética y responsabilidad, Horacio Pons (trad.) ,
Amorrortu, Buenos Aires, 2009]
LEVINAS, Emmanuel ( 1 989) , «Ethics and Politics», The Levinas
Reader, Sean Hand (ed.) , Blackwell, Oxford.
- ( 1 990) , «Jewish Thought Today», Difficult Freedom: Essays on
judaism, Sean Hand (ed.) , Johns Hopkins University Press,
Baltimore.

79
IV. LO DADO Y LAS RESPONSABILIDADES
ÉTICAS GLOBALES1

Fina Birulés2

We are undone by each other. And if we're not


we're missing something
JUDITH BUTLER

Creo que podemos entender las palabras que Judith B utler


nos acaba de dirigir como resultado de una nueva tentativa de
poner en j uego sus reflexiones sobre la precariedad y la vulne­
rabilidad -iniciadas ya en su obra de 2004- en el contexto
de dos comunidades que se encuentran en una situación de
cohabitación no elegida: Israel y Palestina.
En Vida precaria se afirma que «pérdida y vulnerabilidad
parecen ser la consecuencia de nuestros cuerpos socialmente
constituidos, sujetos a otros, amenazados por la pérdida, ex­
puestos a otros y susceptibles de violencia en virtud de esta
exposición» (Butler, 2006, p. 46) y se subraya que tal vulnera­
bilidad no es efecto de una situación contingente ni fruto de
nuestra iniciativa: es nuestra condición dada. De modo que,
al igual que no podemos considerarnos inmortales, tampoco
podemos entendernos como invulnerables. La dependencia

l . Este texto ofrece el desarrollo y elaboración de las «Notas para un comentario


de Vidaprecaria, vulnerabilidady ética de cohabitación», con que la autora respondió
a la conferencia de Judith Butler a la que remite, y que se incluye en este volumen
en un texto homónimo. [Nota de la editora]
2. Agradezco a mis colegas del equipo de investigación «Filósofas del siglo XX.
Maestros, vínculos y divergencias» (FFl20 1 2-30645) las críticas y comentarios a
este breve texto.

81
con respecto a los otros y al mundo que nos sustenta es un
elemento constitutivo de nuestra experiencia como seres hu­
manos. Así, cabe considerar que emerge un tenue nosotros de
esta condición dada, del hecho de que todos y todas tenemos
alguna experiencia de la vulnerabilidad, de la pérdida o del
duelo.
Notemos que, a pesar de estar ubicada de maneras diversas
en el mundo, la vulnerabilidad es común y emerge de la vida
misma, de modo que precede a la formación del «yo». Enfatizo
estos rasgos, puesto que si atendemos a ellos posiblemente
entendamos el alcance y límites de la cuestión que Butler nos
propone: ¿podemos pensar políticamente la comunidad desde
esta vulnerabilidad común? o ¿es posible derivar consecuencias
y responsabilidades éticas de lo que nos ha sido dado y que no
hemos hecho o sobre lo que no hemos tenido iniciativa?
En mi opinión, dejar de entender la vulnerabilidad como
privación y pasar a concederle un estatuto ético-político abre
muchos caminos ya que lleva a la palestra los vínculos rela­
cionales, las dependencias, y permite apercibirnos de que las
relaciones con los demás no solo nos constituyen, sino que
también nos desposeen. Y me parece también importante
observar que con ello no se nos está proponiendo una mera
concepción relacional del yo o un modelo dialógico, dado que,
como hemos visto, se dan pasos más allá de este modelo que nos
acercan a lo que quiere ser una rebelión a escala ontológica.
Si, con Butler, partimos de «la voluntad de relacionar el
discurso de nuestra común vulnerabilidad con el de la respon­
sabilidad mundial»,3 hemos de entender que las responsabili­
dades éticas no implican nuestro consentimiento, pues ( 1 ) la
individuación no nos ha sido dada ni es una garantía, es un

3. Las citas que no incluyan nota se refieren al texto de la conferencia pro­


nunciada por Butler en j ulio de 20 1 1 en el MACBA, publicada en el presente
volumen.

82
logro (p. 53) , con lo que la exigencia ética es previa y no puede
estar basada en la reciprocidad o el contrato; (2) en la actuali­
dad, los otros irrumpen en la escena gracias a la capacidad que
tienen los medios de comunicación de acercarnos lo distante:
«existe algo que nos afecta, sin que seamos capaces de poder
anticiparnos o prepararnos para ese algo [ . . . ] que nos llega
desde el exterior como una imposición, pero también como
una demanda ética» ; (3) sin elegirlo nos ha tocado cohabitar
con otros que quizás no amamos ni amaremos. La obligación
ética no solo se nos impone sin nuestra anuencia sino que
también se extiende a quienes nos resultan ajenos; tiene lugar
fuera de los vínculos comunitarios tradicionales, de modo que,
de acuerdo con Levinas, las relaciones éticas son asimétricas y
no tienen por qué suponer reciprocidad.
En la medida en que nuestra vida se halla entrelazada a
la de estos otros que exceden nuestra esfera de pertenencia
inmediata, Butler formula las siguientes preguntas: ¿hay una
forma de pensar la comunidad que afirme la relacionalidad,
no solo como un dato histórico de nuestra constitución, sino
también como dimensión normativa? En el curso de nuestras
vidas sociales y políticas, ¿encontramos una comunidad que
nos obligue a hacer balance de nuestra interdependencia?
Contestar a estos interrogantes supone tener en cuenta que,
para poder desempeñar un papel en el encuentro ético, la vul­
nerabilidad ha de ser percibida y reconocida. Esto es, en este
reconocimiento nos j ugamos una cierta transformación de lo
dado pues, como escribe Butler: «La vulnerabilidad adquiere
otro sentido desde el momento en que se la reconoce, y el reco­
nocimiento tiene el poder de reconstituir la vulnerabilidad» (p.
76) ; en este caso, la percepción de la vulnerabilidad «se traduce
en una obligación ética vinculante hacia el otro».
Ante estas consideraciones podemos pensar que Buder nos
está encaminando hacia una situación semejante a la que, en
su momento, algunos teóricos del contrato social plantearon .al
mostrar que el reconocimiento de la común condición de inse­
guridad podía instigar un porvenir o hacer emerger una nueva
comunidad política.4 Asimismo, nos podemos preguntar si para
derivar la comunidad política y la responsabilidad ética global
basta con un reconocimiento de nuestra común vulnerabilidad
y con observar acertadamente que este estar entrelazados no
siempre es «una experiencia alegre y feliz». ¿No queda algo por
pensar? La homogeneidad derivada de este reconocimiento y de
nuestro ser cuerpos expuestos, ¿es ya comunidad política?, ¿da
pie para inferir principios ético-políticos? ¿Cómo se gestionan
en este contexto la singularidad y la diferencia?
Para intentar aclarar estas cuestiones, Buder se acerca a
Levinas y a su énfasis en la prioridad de la demanda del Otro,
anterior a cualquier posibilidad de contrato. Ello conlleva una
relación asimétrica, desigual, y una desestabilización del su­
jeto derivada de la interpelación del Otro, de otro con quien
estamos vinculados pero que no conocemos. De este modo,
se puede decir que hay un «modo específico de desposesión
que hace posible establecer relaciones éticas», aquel en el que
«cedemos espacio al otro»: al actuar éticamente, se muestra
nuestra condición de dependencia. Y por ello queda claro,
como hemos visto, que la propuesta no se limita a ser un simple
intento de incluir lo excluido en una ontología ya establecida,
sino que quiere ser una auténtica «insurrección a escala ontoló­
gica» (p. 59) . De ahí que Buder apele con frecuencia a nuestra
condición extática: somos para el otro o en virtud del otro.
«Ex-tático» significa, literalmente, estar fuera de sí: «SÍ todavía
puedo dirigirme a un "nosotros" o incluirme dentro de sus
términos, es porque estoy hablándoles a aquellos de nosotros
que están viviendo en cierto modo foera de sí» (p. 50) .

4. Sobre este punto es importante lo escrito por Angela Lorena Fuster (20 1 2
ly,, iispecialmence, 20 1 4) .
Está claro, p ues, que en este contexto, la ética ya no
se concibe como disposición o acción basada en un sujeto
autosuficiente y soberano, sino como una práctica que res­
ponde a una obligación cuyo origen se halla fuera del sujeto.
En nuestros días, hay formas de indignación moral que no
dependen de un lenguaje compartido o de una vida común
basada en la proximidad física: « una parte del mundo se le­
vanta moralmente indignada contra los actos que ocurren en
otra parte del planeta» . Todo ello conlleva que, para que sea
posible una resp uesta global de reconocimiento y conexión,
el acento, más que venir a caer en nuestra facultad de acción,
debe hacerlo en la receptividad, esto es, en nuestra capacidad
de ser afectados y en nuestra disposición a participar en una
suerte de dialéctica entre proximidad y lej anía, en la que lo
que ocurra allí también suceda aquí; y en la que el aquí ya
sea cualquier lugar.
Sin embargo, al dirigir la mirada a la situación de cohabi­
tación no elegida de Israel y Palestina, Buder tiene que dejar
de apoyarse en el pensamiento de Levinas, dado que paradój i­
camente este considera las relaciones éticas como posibles solo
entre quienes están vinculados por ciertos lazos derivados de la
tradición j udeocristiana y de sus orígenes clásicos griegos, de
modo que los palestinos y «las innumerables masas de los pue­
blos asiáticos y subdesarrollados» (Levinas, 2004, p. 205) no
significarían nunca una interpelación. Al hilo de este rechazo de
algunos aspectos del pensamiento del filósofo lituano, Buder se
pregunta: «¿cómo puede existir una relación ética para aquellos
que no aparecen en el horizonte ético?». Esta es, a mi parecer,
una cuestión central a la que el texto de Butler no consigue
responder de forma plenamente convincente. Formas diversas
de humanización se siguen de las diferentes formas que toma
el reconocimiento de la vulnerabilidad común y es importante
recordar que este reconocimiento siempre depende de normas
ya existentes. Y, como la propia Butler ha subrayado en otros

85
textos, las normas y las prácticas definen los parámetros de lo
que aparecerá, o no, en la esfera social y política.
La vía escogida por Buder para tratar de dar cuenta de su
interrogante ha sido la de recurrir a las últimas páginas del
informe sobre el j uicio de Eichmann en Jerusalén en las que
Arendt apoyaba la condena a muerte de Eichmann con el ar­
gumento de que este se creyó con el derecho de decidir quién
puede y quién no puede habitar el mundo, con qué pueblos
compartir la Tierra (Arendt, 2006, p. 406) . En la medida en
que Arendt consideraba que nadie tiene tal prerrogativa, que
nadie puede j ustificar un genocidio, Buder entiende que de
ahí cabe derivar una visión ética de la cohabitación, puesto
que «aquellos con los que coexistimos en la Tierra nos son
dados con anterioridad a cualquier elección » . Y, a lo largo
de su intervención, nos ha mostrado modos durísimos de
cohabitación y de interdependencia no elegida. Sin embargo,
no veo cómo estas obligaciones éticas pueden emerger de las
condiciones sociales de la vida política, y no acabo de entender
de qué estamos hablando: ¿del «derecho a tener derechos» ,
por decirlo con Arendt?5 ¿ De una institución internacional
que controle el cumplimiento de estas obligaciones éticas? Y,
si es así, ¿en qué se diferenciarían sus acciones de las de una
organización internacional humanitaria? En palabras del texto
que debatimos, las obligaciones éticas no nacen de ninguna
suerte de amor por la humanidad, pero ¿el recurso a Levinas
nos ayuda en este punto?
En este sentido, otra pregunta sería: ¿por qué apostar por
Levinas, que nos señala la ubicuidad de la violencia humana
y niega el «rostro» a los palestinos, entre otros, y no optar por

5 . Con esta expresión esta teórica de la política apuntaba al problema de


quienes han quedado a la intemperie de la humanidad, es decir, desamparados de
ciudadanía y huérfanos de pertenencia a una comunidad jurídica en la que se les
reconozca una participación y un ámbito de interacción significativos.

86
la idea arendtiana de fragilidad de la acción? ¿ Porque Arendt
no tematiza el cuerpo? ¿O quizás porque el primero enfatiza
la precariedad, la segunda la igualdad? En mi opinión, la re­
flexión arendtiana sobre la pluralidad y sobre nuestra condición
de natales, esto es, el hecho de que siempre habitamos y nos
movemos en un mundo heredado, que no hemos hecho, y
donde actúan y reaccionan siempre los otros, también permite
cuestionar el sujeto autosuficiente y mostrar nuestra condición
extática pues el resultado de nuestras acciones difícilmente es
cognoscible por anticipado; de manera que actuar siempre
significa exponerse.
Es posible que un modo de indicar lo que distancia a
Butler de esta idea de la fragilidad de la acción sea recordar un
texto donde Arendt afirma que toda ética presupone que «la
vida no es el sumo bien para los hombres mortales y que en la
vida siempre estd en juego algo mds que el mantenimiento y la
reproducción de los organismos vivos individuales» (2007, p.
77) . ¿ Qué mds estd enjuego en «Vida precaria, vulnerabilidad y
ética de cohabitación» y, en general, en la batalla de Butler por
una concepción de la obligación ética basada en la precariedad?:
¿la j usticia?, ¿la gestión de la supervivencia?, ¿la cuestión de la
diversidad humana?

Referencias bibliográficas
ARENDT, Hannah (2006) , Eichmann enjerusalén. Un estudio acerca
de la banalidad del mal, Lumen, Barcelona.
- (2007) , «Algunas cuestiones de filosofía moral», Responsabilidad
y juicio, Paidós, Barcelona, pp. 75- 1 50.
B UTLER, J udith ( 2006) , Vida precaria. El poder del duelo y la violencia,
Fermín Rodríguez (trad.), Paidós, Buenos Aires. [Precarious Lije.
The Powers ofMourning and Violence, Verso, Londres, 2004]
FUSTER Angela Lorena (20 1 2) , «Entre el duelo y el j uicio: Querría
volver a verte» , De las mujeres, el poder y la guerra, Maria Dolors
Molas Font (ed.), Icaria, «Mujeres y culturas», Barcelona.

87
- (20 1 4) , «More Than Vulnerable: Rethinking Community»,
Díjferences in Common: Gender, Vulnerability and Community,
Joana Sabadell-Nieto y Marta Segarra (eds.), Rodopi, Amster­
dam y Nueva York, pp. 1 2 1 - 1 4 1 .
LEVINAS, Emmanuel (2004), Dificil libertad, Caparrós, Madrid.

88
V PENSANDO P ONIENDO EL CUERPO

Begonya Saez Tajafuerce

A modo de preludio artístico a las conferencias de Adriana


Cavarero y de Judith Butler y, por tanto, a su propuesta teórica
con relación al triple eje conceptual de las jornadas, «Cuerpo,
memoria y representación», tuvieron lugar sendas perfor­
mances: «Pésame», 1 a cargo de Alejandra Mizrahi, y « How to
go further with your eyes closed»,2 a cargo de Pilar Talavera.
Ambas artistas performáticas, que han trabaj ado de forma
conj unta en multitud de ocasiones en los últimos cinco años,
tienen en común desarrollar obras que, ceñidas a la pregunta
acerca de la representación de sí o, dicho de otro modo, acerca
de la conformación de la identidad mediante la producción
artística, giran en torno a dicho triple eje conceptual, puesto
que la formulación de dicha pregunta comporta para ellas en
todo caso poner el cuerpo allí donde este no solo deja huella,
de modo que el sentido de la existencia se conforma siempre
por remisión a ella, sino que es, de facto, en carne y hueso, la
huella misma y, de ese modo, pura remisión.

1. Más información acerca de la performance en <http://www. alejandramiz


rahi.com.ar/pesame/>. Mireia Calafell lleva a cabo un análisis de esta obra perfor­
mática en constante referencia a Lenguaje, poder y representación de Judith Buder
(Calafell, Saez Tajafuerce y Segura, 20 1 1 , pp. 1 03- 1 1 7) .
2. L a performance s e puede visionar e n <http://vimeo.com/40 1 1 5347>.

89
Jacques Derrida ofrece en «Envío»3 una reflexión acerca
de la representación que, desde el inicio, plantea en términos
relacionales y, en concreto, en relación a un triple corpus: el de
la filosofía: «corpus de actos discursivos o de textos», la «Cor­
poración de los sujetos, de las instituciones y de las sociedades
filosóficas» y «el corpus de la lengua francesa» ( 1 996, p. 80) .
La representación se conforma en el contexto que traza
Derrida como un tener lugar de un acontecimiento, a saber,
un aparecer o cobrar presencia. Ahora bien, no debemos perder
de vista aquí el carácter de ese lugar (al) que (se) da lugar en
la representación porque ese lugar la determina. Ese lugar es
una frontera -en el texto de Derrida, de orden geográfico y
lingüístico. Es un lugar de «cohabitación extraña» que hace
obstáculo al encuentro de «la representación en si misma en
general» (p. 85) , es decir, al encuentro de «una identidad en
sentido invariable, presente ya tras los usos y que regule todas
las variaciones, todas las correspondencias, todas las relaciones
ínter-expresivas» (p. 86) .
En la modernidad, recuerda Derrida siguiendo a Heidegger
en «La época de la imagen del mundo» (en Sendas del bosque) ,
la representación ha lugar en tanto que relación entre un su­
jeto y un objeto, en que este se constituye como tal, es decir,
gana su entidad en dicha relación con el sujeto. Se constituye
«ante y para» el sujeto (Derrida, 1 996, p. 90), puesto que, en
la relación que es la representación, el sujeto «hace venir a sí
lo existente» (p. 9 1 ) de nuevo, restituyéndolo. Luego el objeto
tiene en el sujeto su «lugar propio» (p. 92) . Sin embargo, se­
ñala Derrida, «ese poner a la disposición es justamente lo que
constituye al sujeto en sujeto» (p. 93) . La representación es,

3. El cexco corresponde al discurso inaugural que ofreciera Derrida en el XVI II


Congreso de la Sociedad francesa de Filosofía, dedicado al cerna de la representación.
En francés se publicó en Psyché: lnventions de l'autre.

90
pues, un tener lugar en la/como la relación sujeto/objeto en
que ambos, sujeto y objeto, se constituyen como lo que son.
El uno para/ con el otro.
En concreto, la representación solo ha lugar en tanto que
«relación representativa» stricto sensu (p. 93) , conformada como
acción, a saber: traer a la presencia, y, además, como acción
repetida, a saber: traer de nuevo a la presencia. En tanto que
acción repetida, en tanto que performativa, pues, la relación
representativa consiste en un «volver presente» (ibíd.) «que
restituye gracias a un sustituto». Esta relación, afirma Derrida,
que es siempre performativa, está en la base de toda experiencia.
Cabe hablar, entonces, de una suerte de reduplicación onto­
lógica que tendría consecuencias en lo político y que recaería
sobre el sujeto en tanto que «estructurado por la representación
[ . . . ] es también sujeto representante. Un representante del
ente y en consecuencia también un objeto» (p. 99) . Es decir,
el sujeto, en lo que podríamos llamar recalificación política
del lugar que le es propio en la relación con el otro que es la
representación, además de tener representaciones, de disponer
de ellas, representa algo (o a alguien) , se dispone a ellas ante
algo (o alguien) , es decir, ante el otro, hasta el punto de salir
fuera de sí, es decir, de salir fuera de lo propio. En este senti­
do, la representación (se) constituye (en) un lugar que es de
oscilación radical, extrema, y que suele derivar en su suspen­
sión o en su cancelación, mediante su transgresión. Ese lugar
de oscilación, suspensión y cancelación de la representación
sería el lugar de la remisión cuya huella conforman también
los cuerpos de Alejandra Mizrahi y Pilar Talavera en sendas
performances.
Ahora bien, según lo que plantea Derrida, ¿qué significa
que el cuerpo es pura remisión y que, en cuanto tal, compro­
mete la representación de sí?
Es preciso señalar aquí, a modo de precisión metodológi­
ca previa al abordaje de la pregunta planteada, que pensar el

91
cuerpo como pura remisión que compromete la representa­
ción de sí comporta comprenderlo en términos de acción, o,
mejor, en términos de agencia (o agentividad) . Cabe precisar,
además, que, en clave contemporánea, la acción de/a la cual
es sujeto el cuerpo tiene carácter lingüístico. En ese sentido,
es posible afirmar que el cuerpo es ante todo un significante
y que su contexto pragmático primero es el discurso. Sin em­
bargo, es necesario aclarar, en acuerdo con Judith Burler en
Cuerpos que importan, que el carácter lingüístico del cuerpo,
su ser lenguaje, se ve sin cesar determinado por su igualmente
originario carácter material. De ahí que pensar el cuerpo como
pura remisión obligue a comprenderlo desde su ineludible
condición material que, sin duda, se establece una y otra vez,
mediante la repetición, en la agencia lingüística. De ese modo,
el cuerpo es, en efecto, pura remisión en carne y hueso.
Sin embargo, precisamente a causa de su condición ma­
terial, el modo de ser remisión del cuerpo no se cierra en una
significación unívoca que lo conforma una y otra vez como
sentido pleno. Aquello que se conforma una y otra vez, aquello
que el cuerpo conforma una y otra vez, es la imposibilidad
del sentido pleno, es la obstaculización de dicho sentido, y es
en esa obstaculización en la que se abre el cuerpo qua agente
en sentido estricto. La acción lingüística del cuerpo consiste
en hacer obstáculo al sentido, en dislocar el discurso desde su
estructura propia, en poner el discurso en evidencia poniendo
de manifiesto su impropiedad -la del discurso y/que es la
suya. Lo propio del cuerpo-agente, la acción propia del cuerpo,
consiste en abrirse a la impropiedad. Y es importante señalar
que dicha apertura, luego dicha acción, no pende de voluntad
ni de intención alguna. Dicha apertura toma el cuerpo y el
cuerpo se pliega a ella. Y ese modo, doblemente paradójico, es
el modo de ser del cuerpo y de la representación de sí -por
ello, entonces, solo presentación- vinculada al cuerpo, com­
prometida por el cuerpo. Se trata de un modo doblemente

92
paradójico porque, si bien el cuerpo es un significante, es, a
la vez, el quiebre de la significación y lo es a pesar suyo. Es la
condición de posibilidad del sentido y, a la vez, la condición
de imposibilidad del mismo.
El cuerpo lleva la representación al desmayo.
Dicho esto, y, ahora ya, con Derrida, propongo responder
a la pregunta acerca de en qué medida el cuerpo es remisión,
afirmando, en primer lugar, que lo es por obligar, para ser en
cuanto tal, la relación performativa con el propio cuerpo, con­
sigo mismo. La primera acción repetida que se constituye con
relación al cuerpo es, justamente, esa relación con el cuerpo y,
aún, es esa relación que el cuerpo por sí mismo esltablece.
Sin embargo, es preciso no perder de vista aquí que la re­
lación que el cuerpo, por ser relación, en tanto que relación,
establece consigo mismo no es una relación que lo suture a
una identidad, sino que se constituye de nuevo en ella en tanto
que cuerpo otro. En ese sentido, cabe considerar el cuerpo un
lugar de «cohabitación extraña» que hace obstáculo a la repre­
sentación en sentido estricto y, sobre todo, al decir de Derrida,
a la representación «en general». En tanto que relación que
se relaciona consigo misma (ahora al decir de Kierkegaard en
otro contexto quizás no tan distante como pareciera a simple
vista) , el cuerpo deviene siempre ya cuerpo singular y, de ahí,
lugar de una representación siempre ya singular. Singular
significa ante todo inconmensurable. Y es precisamente por
fuerza de dicho carácter singular y/o inconmensurable que el
cuerpo resiste toda lógica toda, es decir, toda lógica identitaria
que remita, como señalaba Derrida, a un «Sentido invariable,
presente ya tras los usos y que regule todas las variaciones, to­
das las correspondencias, todas las relaciones ínter-expresivas»
( 1 996, p. 86; la cursiva es mía) .
En la acción repetida que el cuerpo es y mediante la cual
se constituye como tal, no ha lugar a la identidad. O bien solo
ha lugar a la identidad en tanto que violencia. Esa violencia

93
tiene un nombre en el caso de la performance de Alejandra
Mizrahi, a mi entender, y ese nombre es imposición -tal que
la imposición primera, la del nombre. Y tiene otro nombre
en el de Pilar Talavera: exposición. Sin duda, se trata con la
imposición y la exposición de dos caras de la misma moneda
y, por tanto, de dos significantes que se constituyen, a su vez,
en remisión recíproca, es decir, en un gesto recíproco, que es
siempre singular y que remite al O/otro.
Al cuerpo de Alejandra Mizrahi, con la participación
de la propia Alejandra Mizrahi, se le (auto)impone esa otra
nomenclatura complementaria que sostienen la raza, la clase,
el sexo, el género, etc. Un largo etcétera que es lo que «es».
La tautología esencialista pesa el cuerpo ladrillo a ladrillo. Y
aquello que se le impone se le impone repetidamente. Y poco
importa la descarga posterior; en vano se espera de ella un
efecto reparador y mucho menos reconstituyente. El cuerpo
(se) impone (como) huella.
En el caso de Pilar Talavera, el cuerpo se expone en cada una
de las acciones contextuales, acciones siempre fallidas, siempre
extremas, siempre dolorosas, siempre impedidas, acciones que
comporta todo quehacer cotidiano abierto a lo extraordinario,
es decir, quehacer cotidiano que, aun a su pesar, da lugar a la
resistencia al orden en y por él establecido y/o supuesto, y a
su subversión; así es también expuesto lo cotidiano.
En segundo lugar, el cuerpo es pura remisión en tanto que
restitución. Ahora bien, ¿qué es restituido en las performances
de Alejandra Mizrahi y Pilar Talavera, teniendo en cuenta
de un lado lo que se acaba de considerar y, además, del otro,
que dichas performances se articulan desde la coordenada
biográfica y para el devenir simbólico, para la constitución
de sí en tanto que sujeto de/al discurso, es decir, a las claves
socio-culturales al uso?
Aquello que el cuerpo restituye en tanto que remisión es
la identidad solo en tanto que imposibilidad de ser restituida,

94
en tanto que pérdida, en tanto que dolor, en tanto que peso,
en tanto que gravedad, en tanto que caída, en tanto que ex­
ceso, en tanto que des/borde, en tanto que límite; en tanto
que violencia, en fin. El cuerpo es, en tanto que representado,
representante a la vez de dicha imposibilidad de restitución
así como de la violencia que comporta ponerla en obra. Pero,
también, en tanto que representado/representante, el cuerpo es
remisión en tanto que enviado de «otra cosa o de lo otro» y en
tanto se dis po ne como «escena de la representación» (Derrida,
1 996, p. 1 0 1 ) , es decir, como lugar de la presentación del ser
y, así, com o lugar ontológico por excelencia, pues su modo
de ser es el modo del ser. Y ese es el modo de la presencia; la
modalidad del cuerpo es la presencia cuando esta es siempre ya
«dividida» y « marca el lugar de una escisión, de una división,
de una dis ens ión» (p. 1 03) .
En esa división originaria, o, mejor qua esa división origi­
naria, constituyéndose en ella y, así, constituyéndola, el cuerpo
da lugar al ser en tanto en cuanto se ve concernido por él; así el
cuerpo remite al ser. Así el cuerpo es remisión. Y, en esa misma
remisión se restituye también la represen tación en tanto que
límite de la representación o bien en tanto que límite de lo
representable. Lej os de constituir(se en) una piel férrea, sin
respiración, el cuerpo (se) constituye desde todas y cada una
de las aberturas desde las cuales da lugar «como lo que se abre
o da un paso más allá o más acá de la representación» (p. 1 1 8)
precisamente a una «relación con lo irrepresentable», siendo
lo irrepresentable el cuerpo mismo en tanto que límite de la
representación y, a la vez, única representación posible. El
cuerpo media en la representación que, a la vez, obstaculiza.
De esa forma, en la medida en que agujerea la mediación, en
la medida en que se sustrae a ella, en su medida negativamente
dialéctica, el cuerpo (se) constituye (en) la representación como
acontecimiento, o, en términos de Derrida, como aparecer o
cobrar presen cia.

95
En última instancia, es la violencia que restituyen los
cuerpos de Alej andra Mizrahi y de Pilar Talavera en sendas
performances la que otorga una vigencia ineludible a la doble
acepción mediante la cual Derrida plantea esa relación con
lo irrepresentable a que da lugar el cuerpo. Escribe Derrida:
« [esa] posibilidad [de relación con lo irrepresentable] no con­
cerniría solo a lo irrepresentable como aquello que es extraño
a la estructura misma de lo representable, como lo que no se
puede representar sino más bien, y además, a lo que no se debe
representar, tenga o no esto la estructura de lo representable»
(ibid. ) . Se trata, en efecto, de la cuestión de la prohibici6n de la
representación, en tanto que modo de relación con la misma,
cuestión a la que da alcance la restitución de la violencia por
parte de los cuerpos, cuando aquello que está en j uego en dicha
relación es «la relación entre la ley y las huellas (las remisiones
de huellas, las remisiones como huellas)» (p. 1 2 1 ) y, más aún, la
suspensión del carácter representacional y/o representativo de
la ley que se resuelve, entonces, en dicha relación, diferida.
De ahí, en tercer lugar, el cuerpo (ningún cuerpo, ni si­
quiera, llegados a este punto, el cuerpo de la ley) es remisión
en tanto que no puede ser tomado como origen y, a la vez,
entonces, en tanto que referencia/referente unívoco. Deci­
mos, con Derrida, que «el cuerpo no constituye unidad y no
comienza consigo mismo» (p. 1 20) . Afirmar no solo que el
cuerpo «no emite más que remitiendo» sino, además, que «no
emite más que a partir de lo otro, de lo otro en él sin él» (ibid.)
alude a la remisión en tanto que relación representativa, en
tanto que constitución performativa y, en fin, en tanto que
acción repetida, tal y como se ha elaborado en lo anterior. En
ese sentido, es preciso tomar en consideración un nuevo giro,
una nueva hendidura, una nueva incisión. Pues, si el cuerpo es
remisión, lo es en tanto que escena de esa división originaria
que lo concierne, que lo ocupa, que lo sostiene. Por ello, el cuer­
po es siempre ya remisión divisa y, así, « una multiplicidad de

96
remisiones, otras tantas huellas diferentes que remiten a otras
huellas y a huellas de otros [ . . . ] [que] no tienen la estructura
de representantes o de representaciones, ni de significantes ni
de símbolos, ni de metáforas ni de metonimias, etc. » (íbíd.) .
Luego el cuerpo es siempre ya ajeno al discurso e n l a medi­
da en que es siempre ya excavado por el lenguaje y permanece
pura huella que se conj uga minando la representación y todos
los elementos que a esta le son propios qua estructura; esos
mismos elementos que Derrida recupera solo de manera provi­
sional , para dejarlos de inmediato desaparecer en las aberturas
de todo cuerpo, en la anterior cita. El cuerpo permanece pura
huella de todos esos elementos, huellas tan solo, a su vez, de
lo que alguna vez (lo/s) sostuvo.
Los cuerpos de Alejandra Mizrahi y de Pilar Talavera son
remisión, entonces, porque son huella que no sostiene otra
estructura representacional más que la que ha y da lugar en
la relación representativa, a saber, el deseo de un sujeto de un
lenguaje que tuviera el poder de la representación y que, en
ese poder, tuviera «algo, un sentido, un objeto, un referente
o incluso ya otra representación en cualquier sentido que sea,
los cuales serían anteriores y exteriores a ese lenguaje» (Derrida,
1 996, p. 86) . Sus cuerpos son remisión porque, ostensible­
mente no siendo ni anteriores ni exteriores al lenguaje, sino
huellas del mismo, son sujetos del/al deseo -es decir, a la vez
sujeto y objetos del deseo-- de representación.
Repetidamente se constituyen en una acción, la significa­
ción, que apunta a un destino perdido en virtud del cual ya
no se j ustifica ni se ratifica su vigencia y que, de ese modo, se
ve una vez tras otra carente de vigor. Aquello que sus cuerpos
significan es la pérdida de ese destino de la significación que
llamamos sentido y que goza de múltiples traducciones a las
que ya hemos aludido con la ayuda de Derrida, aunque una de
esas traducciones goza de una fuerza particular que es la fuerza
de lo universal: la identidad, o «el mismo sentido o el mismo

97
referente [o] el mismo contenido representativo» (p. 87) . De la
identidad solo queda el rastro, el indicio o la huella del deseo
de identidad que incide (en) los cuerpos de Alejandra Mizrahi
y Pilar Talavera hasta constituirlos en un lugar paradigmático
de la relación representativa.

Referencias bibliográficas
CALAFELL, Mireia, Begonya SAEZ TAJAFUERCE e Isabel SEGURA
(20 1 1 ) , Ojfthe record. Representacions frontereres de la memoria
historica de les dones, EdiUoc, Barcelona.
DERRIDA, Jacques ( 1 996) , «Envío», La deconstrucción en lasfronteras
de lajilosofla, Paid6s, Barcelona, pp. 77- 1 22. [Psyché. lnventions
de l 'autre, Galilée, París, 1 987, pp. 1 09- 1 44.)

98
VI. UN DIALOGO ENTRE JUDITH BUTLER
Y ADRIANA CAVARERO (ITINERARIO DE
RESO NANCIAS)

Meri Torras Francés y Michelle Gama Leyva

Este texto es una caja de resonancia que quiere recoger, a modo


de itinerario, (algunos de) los planteamientos y núcleos temdticos
por los que discurrieron, a lo largo de esas tresjornadas compar­
tidas, las intervenciones dejudith Butlery Adriana Cavarero, en
didlogo, entre ellas y con nosotrxs. Mediante este relato, un tanto
descarnado y necesariamente sumario, tratamos de dar testimonio
del camino recorrido y del mapa conceptual trazado, con nuestra
firma que es aquí mds cercana a la confirmación de que algo
parecido a esto sucedió, que a la afirmación de autoría ninguna:
un acto de impostar la voz para prestar el trazo de la rescritura
al eco de otras voces.

Vulnerabilidad, cuerpo y olvido


Judith Butler comenzó su intervención haciendo referencia a
los cinco conceptos que daban nombre al seminario (cuerpo,
memoria, representación, vulnerabilidad, género) y empezó
exponiendo reflexiones a propósito de políticas de cohabitación
que se centran en la vulnerabilidad. Explicó que la vulnerabi­
lidad corporal no es solo una cuestión filosófica, sino también
política. Lo anterior se debe a que los gobiernos neoliberales
de Occidente tienen que lidiar con grupos de cuerpos que han

99
sido descuidados, abandonados o expuestos a condiciones de
precariedad. Existen en la actualidad guerras que se enfocan
en vulnerar poblaciones, esto es, regular la vulnerabilidad a
través de mecanismos de distancia.
Explicó que su propio trabajo se mueve entre cuestiones
políticas y filosóficas. Su metodología no es tradicional, ya
que trabaja con textos y posteriormente intenta introducir las
cuestiones filosóficas que en ellos residen en el campo de la
política. La vulnerabilidad está distribuida de manera desigual.
Existen poblaciones hipervulnerables y otras que se producen
a sí mismas como impermeables. Lo anterior depende de la
manera en que son emprendidas las guerras y en cómo las
poblaciones son gestionadas económicamente.
Butler continuó exponiendo que la vulnerabilidad tiene
una condición precontractual; es decir, la vulnerabilidad
que tenemos o que somos el uno con el otro de forma social
rebasa las posibilidades de un contrato: es imposible que
este gobierne por completo nuestra vulnerabilidad, ya que
se verá excedido por ella siempre. Existen contratos sociales,
contratos sexuales, contratos en contra de la violencia, leyes
criminales y civiles basadas en esos contratos . . . ¿ Qué es lo
que tiene la vulnerabilidad del cuerpo que excede cualquier
contrato posible?
A continuación, Buder estableció una analogía entre el con­
cepto de vulnerabilidad y el estereotipo habitual que existe en
torno a la masculinidad y la feminidad; los hombres son invul­
nerables e impermeables, mientras que con las mujeres sucede
lo contrario. Hay algo de cierto en esta amplia generalización,
pero también es verdad que no es lo bastante precisa. Aun así,
de alguna manera, la forma en la que se produce el género, la
masculinidad y la feminidad, es a través de la distribución de la
vulnerabilidad. Esta distribución desigual es parte del proceso
de la producción y de la regulación del género. Si se reduce la
vulnerabilidad a un atributo femenino o la invulnerabilidad a

1 00
un atributo masculino, especialmente en el campo teórico, se
institucionaliza (y naturaliza) el problema en lugar de abrirlo
a una comprensión crítica.
Negar o desmentir la condición vulnerable, aun con el
fin de producir una posición de impermeabilidad, conlleva
también una especie de olvido, por lo que la cuestión de
la memoria se introduce en este punto de la problemática.
Este tipo de olvido está siempre presente en la negación de la
vulnerabilidad. Si algún grupo o alguna institución pretende
mostrarse como impermeable, se puede presuponer que aquel
grupo o institución es, de hecho, vulnerable y que está negando
esta condición.
Se puede deducir que aquellas instituciones o grupos que
buscan exponer a otros a la vulnerabilidad, es decir, asignar
la condición de vulnerabilidad a otros o intentar mantenerse
como invulnerables, están, de hecho, negando una vulnerabi­
lidad que vincula a todos los seres humanos. La vulnerabilidad
no pertenece como una posesión ni a un yo ni a un otro.
Aunque existan momentos éticos y legales importantes en los
que se habla de la vulnerabilidad como de una posesión, no
puede definirse de esta forma.
Si el yo es vulnerable al otro y viceversa, en cierto modo
existe una pertenencia entre el uno y el otro, lo cual implica
que la posesión está en sí misma desposeída. Cuando se es
vulnerable, en algún grado, se está desposeído. Es importan­
te diferenciar esta forma de desposesión, característica de la
vulnerabilidad compartida, de aquellas formas de desposesión
que explotan, lastiman o someten de algún modo.
Cuando se habla de vulnerabilidad corpórea, siempre se
presupone un ámbito social, ya que como cuerpo siempre se es
vulnerable a otros. Hay que recordar que la vulnerabilidad no es
un atributo, no es una posesión y tampoco es una disposición
que exista sin un objeto; en otras palabras, la vulnerabilidad
siempre está en función de algo externo, es algo fuera del yo

101
lo que lo vulnera. El ser vulnerable es estar en relación con el
mundo, incluso con aquellos que no se conoce. El énfasis en
este punto resalta la importancia de la relación social y física
que se tiene con el mundo: la prueba es la vulnerabilidad hacia
alguien, un otro, una institución, una fuerza natural, entre
otras cosas. Lo anterior presupone una especie de ontología
relacional .
Al concluir esta primera intervención, Butler retomó su
línea argumentativa, sugiriendo en primer lugar que hay algo
acerca de la vulnerabilidad que es precontractual, que no hay
contrato que pueda gobernar completamente la vulnerabilidad.
La idea anterior es, a su juicio, fundamental debido a que si se
pensara esta condición como un contrato, solo se protegería
la vulnerabilidad del otro si este protegiera la propia. Si, por
el contrario, se piensa en la vulnerabilidad como constitutiva
de la condición social e incluso política de la vida humana,
entonces no puede ser gobernada completamente por medios
contractuales. Desde esta perspectiva, la vulnerabilidad tiene
que ver con condiciones de pertenencia y posiblemente con
condiciones de igualdad que son previas al contrato. Dada
la afirmación anterior, cabe aclarar que no es que exista una
idea existencial de vulnerabilidad por un lado y, por otro, una
idea política de vulnerabilidad, sino que esta condición es a
la vez social y política, con implicaciones de pertenencia y de
igualdad hasta cierto grado.
Finalmente, la filósofa norteamericana hizo referencia a
los conceptos de memoria y textualidad, ejemplificando la
relación que existe entre estos y la vulnerabilidad a partir de
casos históricos. Mencionó el caso de Estados Unidos y cómo
este país ha intentado negar el genocidio de la comunidad
nativa en su nacimiento como Estado, o de la creación de
narrativas que depositan ideas falsas en el imaginario sobre un
encuentro cultural o un descubrimiento. Se celebra el Día de
Cristóbal Colón que recientemente se ha renombrado El día

1 02
de la comunidad indígena. Mencionó también que la palabra
«indígena» ha cobrado mucha importancia recientemente y
cómo esta lucha por los significados es, de hecho, una lucha
por la memoria. El significado lleva en sí mismo lo que será
recordado, pero también lo que no permanecerá en la memo­
ria. Bucler se refirió a otros casos históricos, como el genoci­
dio en Armenia, y a cómo en Turquía existen prohibiciones
sobre el uso de este término para referirse a este conflicto,
prohibiciones que el presidente Barack Obama, por ejemplo,
ha respetado para no ofender al gobierno turco, aunque en
ocasiones sí utilice el término para referirse a otros conflictos
internacionales, como el de Libia, por ejemplo. Si él cree que
el gobierno norteamericano puede intervenir en Libia porque
ahí se está llevando a cabo un genocidio, ¿por qué no intervino
en Congo, o en Rwanda?
Cuando hay una negación de un genocidio o de una
masacre, o una negación de una desposesión radical de un
determinado grupo social , entonces se da una especie de
regulación de la memoria, lo que implica la cuestión de la
memoria institucionalizada: no es un tipo de memoria que
tiene que ver con un contenido cognitivo de la menee (es
decir, el recuerdo p uede o no tener lugar en la menee de
alguien que experimentó estas destrucciones directamente) ,
sino que es una memoria que se mantiene a través de un re­
gistro histórico, a través de medios discursivos y transmisibles:
documentación, imágenes y archivos, entre otros. Para poder
preservar la memoria de la vulnerabilidad de los cuerpos
se requiere una especie de memorialización que tiene que
ser repetida y establecida a través del espacio y del tiempo;
incluso podría denominarse una forma de performatividad:
una memorialización performativa.
Las ideas expuestas en el párrafo anterior implican que no
hay una memoria singular y que la memoria no es finalmente
una propiedad de la cognición. Para argumentar este punto

1 03
Butler hizo alusión a Primo Levi y cómo él sostenía que había
que escribir la historia y que esta tenía que ser transmitida para
que la memoria continúe. Butler también recordó a Walter
Benj amin y su alegato por la lucha de la historia de los opri­
midos, argumentando que el motivo de esa lucha es j ustamente
el riesgo de que su historia caiga en el olvido.
Durante la sesión de preguntas y respuestas, Butler agregó
numerosas cuestiones a la línea teórica expuesta previamente.
Habría que destacar, en primer lugar, la idea de que la vulnera­
bilidad tiene que ver con una cierta apertura, es decir, cuando
se responde al otro. La respuesta anterior, la respuesta al otro
o con el otro, puede ser de deseo, de pasión, pero también de
indignación o con una actitud de búsqueda por documentar
las pérdidas del pasado. Estas inquietudes también son moda­
lidades de la vulnerabilidad e implican el estar abiertos a algo,
a registrar algo que va más allá de la simple empatía o de solo
establecer una analogía de algo que le ha sucedido a alguien
más desde la propia perspectiva. Esta apertura es también
indicativa de que el cuerpo no es una entidad cerrada y con
unos límites determinados. Habría que alejarse de esta idea
errónea de la corporeidad si se busca comprender teóricamente
la capacidad del ser humano de responder por el otro y de su
propia condición de vulnerabilidad.
El cuerpo siempre está, en cierto modo, fuera de sí mis­
mo. Los cinco sentidos podrían determinar una modalidad
en la que el cuerpo siempre está fuera de sí, explorando el
entorno, extendiéndose y muchas veces perdiéndose a través
de estos sentidos. Uno incluso puede llegar a perderse en el
otro en casos de pasión u obsesión; sus capacidades visuales,
táctiles o auditivas tienen la capacidad de transportar al sujeto
a un «allá» simbólico que rebasa su ubicación. Lo anterior
sucede porque el cuerpo no permanece siempre en su lugar.
Esta desposesión del cuerpo es parte también de lo que el
cuerpo es, algo que podría denominarse la relacionalidad

1 04
extática del cuerpo. Butler recordó que hay múltiples formas
de individualismo que b uscan hacer del cuerpo una entidad
cerrada contractualmente, ya sea que se entregue el cuerpo
a un trabaj o a cambio, quizás, de una recompensa econó­
mica, o que se ofrezca el cuerpo a otra persona, pero solo a
partir de ciertas estipulaciones. Incluso el espacio público
está regulado por leyes que prohíben lastimar físicamente.
Todas estas formas de individualismo se contraponen a la
idea de relacionalidad enajenada, en el sentido de estar fuera
de sí, y es j usto en esta condición cuando se rebasa cualquier
contrato o gobierno posible. Este argumento j ustifica el que
ciertas formas de documentación p ública de la historia de
las leyes, o de la historia de la destrucción, ya sea en museos,
en espacios artísticos o en formas de activismo, b usquen es­
tablecer y reestablecer la vulnerabilidad hacia el cuerpo del
otro a través del espacio y del tiempo; no solo como empatía
o analogía, sino precisamente como parte de la propia perte­
nencia histórica. No solamente se pertenece históricamente
a una comunidad, a un barrio o a una nación, sino que hay
formas de pertenencia que sobrepasan el espacio y el tiempo
a través del lenguaje, y estas se vuelven fundamentales al
intentar superar el olvido.
Es imposible preservar la memoria sin medios para trans­
mitirla, pero ¿somos capaces de entender el cuerpo como
un medio de transmisión? El cuerpo es un lugar en el que
la historia pasa del uno al otro. Esta idea fue ejemplificada
con los actos de activismo y protesta social que han estado
ocurriendo en Yemen y en Siria, ya que muchos de ellos
comenzaron siendo actos públicos de duelo, funerales que
se convirtieron en actos públicos de reproche. Así que la
pérdida de un cuerpo se establece como un modo de perte­
nencia, transmitiendo la pérdida al presente y volcándola al
propio cuerpo en el espacio público , logrando así hacer a la
memoria presente.

105
Parte de la receptividad del cuerpo tiene que ver con abrirse
a una historia que no es suya, o que quizás le pertenece solo en
parte, pero que, no obstante, releva. En este sentido, el sujeto
es una corporeización de historias que no ha vivido, pero que
transmite en nombre de una lucha por preservar la historia de
los oprimidos y así evitar que esta caiga en el olvido.

Escenarios éticos de la vulnerabilidad


Conforme avanzaba el seminario, la filósofa Adriana Cavarero
comenzó a participar en la discusión, anotando que a ella le
interesa ubicar la vulnerabilidad en un escenario específico,
como el de la relación entre la madre y el recién nacido. El ser
vulnerable a una sola persona y el ser vulnerable a la norma
social implican forzosamente dos escenarios distintos. Dada
la intervención anterior, Buder comentó que Cavarero había
hecho referencia a un tipo muy especial de relación ética, y
que, en esta, la pregunta «¿Quién eres?» se erige como funda­
mental, una cuestión que consiste en una interpelación entre
dos cuerpos, que se da constantemente, en múltiples contex­
tos. Buder también agregó que aquello que se nombre como
«maternal» está esparcido en muchos fragmentos y no puede
considerarse solo en la forma de una persona. La distribución
de lo maternal se replica en múltiples sujetos a través de los
diversos contextos.
Buder continuó hablando sobre la condición precontrac­
tual y la tentación teórica de buscar un «principio», un momen­
to anterior al poder, para poder entender qué había ahí antes
del contrato. El problema es que llegamos al mundo siempre
a través de una u otra institución social. Desde antes de nacer
se lleva ya el sello del género o de la nacionalidad, entre otros.
¿ Cuál es y dónde está ese «principio» , ese «primer momento» ?
El espacio, l a arquitectura, l a institución y e l discurso están
ya ahí cuando se comienza a existir. Lo que sí puede decirse,

1 06
para Butler, es que, dentro del discurso y dentro del poder,
puede darse un margen precontractual, un espacio que no está
regulado del todo. Lo anterior puede suceder porque el campo
del poder no está agotado, ni tampoco lo está el campo de la
cultura con relación a las regulaciones, normas y contratos.
Muchas situaciones inesperadas y contingentes pueden su­
ceder en este margen de maniobra. No es que la esfera de la
vulnerabilidad sea pura y primaria, para posteriormente ser
permeada por el poder, sino que la vulnerabilidad precede y
excede el contrato.
Al continuar examinando la noción de vulnerabilidad,
Butler expuso que hay dos maneras de identificar socialmente a
poblaciones vulnerables, de manera similar a como se perciben
desde el discurso de los derechos humanos. Se puede hablar
de una víctima o de un grupo victimizado y generalmente se
tiene que hacer referencia a estos sujetos de este modo cuando
los temas son violaciones masivas y crímenes de guerra. Por
un lado, es importante tener la capacidad de poder nombrar
estas situaciones, pero, por el otro, siempre se corre el riesgo
de totalizar y de fijar una población como víctima y como
vulnerable. Lo anterior puede llegar al punto de despojar a
estos grupos de sus capacidades de resistencia y agencia, aunque
estas sean parte de su trayectoria histórica.
Butler mostró preocupación ante la construcción de al­
gunas categorías legales. Aunque sean importantes, en tanto
que estratégicas, y ofrezcan reconocimiento en caso de lesio­
nes, pueden también asignar a algunos sujetos la categoría de
vulnerables, asumiendo entonces que son susceptibles de ser
lastimados, lo que implica quedar encasillados en un marco
discursivo y simbólico de vulnerabilidad permanente. Aunque
de este hecho se obtengan beneficios, compensaciones legales
o reconocimiento, a través de esta categorización se crea una
manera colectiva de entender y de construir la propia iden­
tidad que puede excluir de antemano una vía de resistencia

1 07
política. Es por lo anterior que, al discutir la cuestión de la
vulnerabilidad, se debe tener cuidado de no caer en la reifica­
ción del término o de entenderlo solo como la condición de
una población de ser lastimada («injurability») . La capacidad
de un sujeto o de un grupo vulnerable incluye poder reaccio­
nar y responder; ambas son condiciones indispensables para
la resistencia.
Buder afirmó que la apertura de la vulnerabilidad viene
dada en parte por la capacidad para responder a algo que sen­
sibiliza o que marca; la condición vulnerable no puede quedar
solo en parálisis o victimización pura.
Adriana Cavarero preguntó a Judith Buder sobre su meto­
dología de trabajo, sobre cómo pasa del marco ontológico al
ético y al político. Buder respondió a través de la explicación
y el desarrollo de la pregunta «¿Quién eres?» que Cavarero
toma de la filósofa Hannah Arendt. Estableciendo esta pre­
gunta ética como fundamental, y permaneciendo en el marco
teórico de la ética de Emmanuel Levinas, Buder explicó que
el marco ético siempre está compuesto a partir de una díada,
de un sujeto y de una alteridad. Para ella, lo político entra en
el marco cuando un tercero entra en la escena de la díada. El
problema que subrayó en este planteamiento teórico es que
este tercer sujeto ya está presente cuando se hace referencia a
la díada. El psicoanálisis siempre habla de la triangulación en
cuanto al deseo: aquel que el sujeto desea está a la vez desean­
do o siendo deseado por alguien más. Es por lo anterior que
la pareja, como tal, nunca podrá convertirse en el lugar más
trascendente de la subversión.
Al retomar la pregunta «¿Quién eres?», Buder advirtió que
es una pregunta con la que los sujetos tenemos que enfrentarnos
continuamente. Remarcó que la situación sería distinta si las
instituciones partieran de esta cuestión en lugar de asumir lo
que el sujeto es y, por lo tanto, lo que necesita. Por lo general,
se presupone lo que el sujeto es, ya que la identidad se establece

1 08
como categoría fija y como algo sabido con antelación. Abrir la
pregunta mencionada al otro es un acto político y no solo ético.
Ambas esferas están entrelazadas, por lo que Butler afirmó que
quizás es mejor no hacer una distinción tan marcada entre la
ética como díada y la política como relación social. Agregó que
se tendrían que hacer más preguntas éticas dentro de la esfera
de lo político, preguntas que se refieran a la violencia, la iden­
tidad, lo que se espera de un determinado sujeto; cuestionarse
a propósito de las obligaciones que conllevan las expectativas,
sobre los sujetos a los que se tiene que responder, y si solo se
tiene que responder a los sujetos con los que hay similitud o
con los que se tiene un contrato o si hay un margen más amplio
de responsabilidad hacia un otro que pertenezca a otro tipo de
comunidad, ya sea esta global o local.
Adriana Cavarero intervino explicando que para Hannah
Arendt la respuesta a la cuestión ética «¿Quién eres?» tiene dos
posibles respuestas: la primera puede desarrollarse a través del
relato biográfico, mientras que la segunda se desarrolla a través
de la acción. El sujeto puede mostrarse a través de la acción,
a través de hechos y de palabras, lo que, para Cavarero, es
inmediato a la política. Dado lo anterior, Cavarero considera
que en la propuesta filosófica de Arendt hay poco margen para
el marco ético, ya que constantemente se mueve de lo onto­
lógico a lo político. Asumiendo que en su trabajo filosófico
hay una evidente influencia de Arendt, explicó que para ella
la pregunta por el otro no es formulada desde un «quién» sino
desde un «qué», mientras que para Levinas es claramente un
«quién» en el concepto de rostro puro o desnudo. A su j uicio,
tiene más sentido seguir el proceso que Arendt hace de lo
ontológico a lo político, que aquel de Levinas, que va de lo
ético a lo político.
Butler continuó desarrollando preguntas sobre esta línea
argumentativa, primero recordando que para Michel Foucault
era importante resistir a la tentación de declarar la propia

1 09
identidad, ya que la categoría provoca la regulación y vulnera
en cuanto somete a poder disciplinario. Agregó también que
la pregunta «¿Quién eres?» puede ser criminalizadora e incluso
patologizadora en determinados contextos políticos, alejándose
de la intención ética que podría tener la pregunta. Otra cues­
tión que para Buder no hay que olvidar es que no todos los su­
jetos son considerados como tales. La visibilidad y la legibilidad
no están distribuidas equitativamente, por lo que hay ciertos
sujetos a los que el yo puede dirigirse, una clara operación de
poder, ya que estos ostentan un cierto nivel de reconocimiento,
mientras que otros, en este sentido, no califican como sujetos.
Finalmente, Buder habló del problema de la mediación en este
intercambio: la lengua, el contexto o la cultura ya implican un
problema al realizar la pregunta ética.
Un segundo problema que comentó sobre el planteamiento
de Hannah Arendt es el de la distinción que ofrece sobre lo
público y lo privado en La condición humana (2002) . En esta
obra, el cuerpo que aparece en público se muestra a sí mismo
como parte de una acción y discurso políticos. El problema
para Buder surge porque existe otra dimensión del cuerpo,
aislado o privado, que no pertenece a lo político como tal. Es a
este último concepto de cuerpo, el recluido, al que le concierne
satisfacer las necesidades materiales de la vida. Buder, asumién­
dose como feminista, llamó a tener mucho cuidado con esta
idea de la bidimensionalidad corporal, debido a sus eventuales
implicaciones de que la labor reproductiva, la sexualidad o la
anticoncepción no sean políticas. La esfera de la intimidad,
la ley y la política son claramente asuntos complejos, pero
Butler quiso hacer hincapié en que es inaceptable pensar en
dos dimensiones del cuerpo.
Respondiendo a otra pregunta, Buder explicó que la ética
no siempre tiene que ver con el consenso o el acuerdo, con­
ceptos que pueden esconder su dimensión violenta. Afirmó
que existe una lucha no violenta constante dentro de la esfera

1 1o
de lo político, que generalmente está enclavada en principios
éticos que son llevados al plano de lo político. En cierto modo,
la cuestión ética reside en cómo se practica la resistencia, la ira
y el antagonismo; en cómo se cultivan y se dirigen para con­
vertirse en prácticas éticas de resistencia, diferenciando estas
de la violencia explícita. Mucha de la resistencia no violenta en
la actualidad nada tiene que ver con la pasividad, sino con la
manera de cultivar la agresión como táctica política, de manera
que la agresión con la que se trabaja tiene un trasfondo ético
y no violento.
Al terminar esta argumentación, Buder retomó el concepto
de la ética del cuidado y cómo esta no puede ser excluida del
dominio de lo público. La filósofa norteamericana mencionó
que probablemente sería más preciso hablar de ética de la
vulnerabilidad, que consistiría en la práctica de una lucha que
en sí misma tiene valor, aun si está llevada a cabo de forma
episódica o local. El Estado, por ejemplo, impone una ley, pero
la capacidad del sujeto para cumplir una promesa reside en la
internalización de la restricción. En este sentido, el sujeto es
posesivo y belicoso ya que quiere poseer, satisfacer sus necesi­
dades y destruir a quien se interponga en su camino. ¿Cómo
sería la relación con el Otro y el cumplimiento de una promesa
si no se partiera de esta ontología individual particular? Butler
se pregu ntó por este «yo» con tantos apetitos y recordó que el
«yo» siempre está determinado por y con los Otros; su rela­
cionalidad está ahí desde el principio y no solo en un sentido
temp oral, sino en un sentido ontológico, su dependencia social
es su punto de partida («inception» ) .
La depen dencia social no se supera en la vida adulta, se es
depe ndiente de instituciones sociales que proveen, satisfacen
y mantienen las necesidades más básicas. El sujeto solo puede
sobrevivir si las condiciones de dependencia han sido satisfe­
chas; cuando no lo están, la precariedad entra en escena. La
precariedad podría definirse, para Buder, como la condición en

111
la cual las instituciones sociales fracasan en hacer la superviven­
cia posible. El deseo de autopreservación no es suficiente para
sobrevivir, se necesita de la ayuda de un otro. Por lo tanto, la
pregunta sobre qué se le debe al otro tendría que tener mucho
más protagonismo.
Existen apetitos que son egoístas y formas de agresión que
son potencialmente violentas, pero la pregunta de por qué
se le debe al Otro es una cuestión de cómo lidiar éticamente
con el problema del apetito y la violencia. Si se parte de una
ontología individualista, se rompe desde el principio el lazo
con el otro. La ontología individualista es una muestra de que
se han roto los lazos sociales y constituye parte del problema
político y cultural que se busca enfrentar; por tanto, Buder
afirmó que este tipo de ontología no puede ser el punto de
partida de una ética de la vulnerabilidad.
Adriana Cavarero completó esta línea de argumentación
explicando que la filosofía es un campo en el que se analizan
construcciones del imaginario, por lo que se analizan textos,
imágenes y narrativas. Dentro del imaginario occidental existe
una narrativa del individuo y, en la construcción de la esfera
política, existe una narrativa diferente en la que la pareja es es­
pecialmente importante. Cavarero cree que puede pensarse en
la pareja sin la lucha por el reconocimiento, incluso denominó
esta cuestión como una búsqueda personal: la capacidad de
pensar en la relación con el Otro descolonizando el discurso de
la retórica de la obligación y de la violencia necesaria. Cavarero
agregó que en la política liberal contemporánea no existe el
concepto de liga social, por lo que los lazos sociales que existen
son una construcción, una artificialidad. Es por lo anterior que
tiene que inventarse el concepto de nación, de bandera, de raza
y todas aquellas nociones que pretenden proveer unidad, pero
que debilitan, simultáneamente, el lazo social.
La filósofa italiana continuó esbozando la idea de una on­
tología que no estuviera basada en la violencia y en la guerra.

1 12
Explicó que incluso no existe una palabra para la «no violen­
cia», ya que en este término opuesto la violencia es también el
significante. En el imaginario occidental siempre está presente
la figura del «yo», con toda su verticalidad («!») , por lo que,
para Cavarero, valdría la pena no solo deconstruir los mitos
que tienen que ver con este «yo» individualista, sino intentar
buscar otras imágenes que den sentido desde los conceptos de
pareja y de cuerpo. Parece que siempre se termina pensando
en el otro en términos de conflicto, de guerra y de horror;
¿por qué no hacer un esfuerzo por pensar en el otro fuera de
este marco?

Lenguaje y resignificación: inclinar la verticalidad


del yo
Después de las ideas expuestas en la sesión de diálogo posterior
a la intervención de Judith Butler, fue el turno de Cavarero de
realizar su intervención. Comenzó explicando que ella trabaja
desde los estereotipos porque los sujetos siempre estamos in­
sertados e incorporados en el lenguaje y en el orden simbólico,
así que para hablar de conceptos, se tiene que tener en cuenta
que estos están inmersos en construcciones culturales. Cava­
rero apuntó que ella busca descodificar estas construcciones
culturales, para después resignificarlas y hacerlas funcionar
en narrativas distintas, y así reconfigurar el paradigma y abrir
diferentes posibilidades de significación. Para ejemplificar
este proceso, tomó el trabaj o que ha realizado en torno al
mito de Penélope y cómo esta se convirtió en un estereotipo
de la «buena esposa» . Cavarero mencionó que, en el texto de
Homero, ella es la única que no reconoce a Ulises, por lo que
podría interpretarse que no era exactamente la esposa modelo
y que su figura fue exitosa por conquistar un espacio diferente
para las mujeres a lo largo de los veinte años de ausencia de
su marido.

1 13
Cavarero continuó su exposición explicando que, en el
presente, su trabajo se ha venido centrando en la vulnerabilidad
como categoría para construir la relación con la alteridad. Ella
cree que este es un punto fundamental para enfrentarse a la
construcción tradicional del sujeto y de la ontología indivi­
dualista, es decir, el sujeto autónomo. La manera en la que ella
se aproxima al tema de la vulnerabilidad tiene que ver con su
militancia afín a las propuestas de Hannah Arendt y a la idea
de la singularidad corpórea de cada ser humano dentro de la
pluralidad humana. Uno de sus objetivos es no solo pensar en
la relacionalidad como una situación asimétrica, sino trabajar
por que los discursos sobre la relacionalidad se liberen del
paradigma de la violencia.
La intención de Cavarero es deshacerse del marco tradicio­
nal en el que la violencia es congénita al ser humano, es decir,
una constante antropológica. Siguiendo la metodología que
expuso anteriormente, se ha centrado en la figura estereotípi­
ca del yo y su verticalidad. La raíz etimológica de la palabra
«vertical» es «rectum» en latín y en otros idiomas se traduce
como «diritto», «derecho», «right», «recht». El significado eti­
mológico siempre tiene que ver con una línea recta, vertical.
Para deconstruir la imagen de la verticalidad del yo, Cavarero
la contrapone a la inclinación, una segunda figura estereotí­
pica. Cuando se habla de inclinación, su significado siempre
se encuentra dentro del contexto del peligro, ya que inclinar
implica desequilibrar; en palabras de Cavarero, desequilibrar
la verticalidad.
La moralidad siempre se construye desde la verticalidad,
por lo que la relación entre estas dos figuras estereotípicas y
la vulnerabilidad es que uno de los estereotipos más famosos
en la historia de la tradición occidental es el de la inclinación
maternal femenina. Por un lado, se espera que las mujeres
tengan una inclinación hacia la maternidad, mientras que,
por otro, las mujeres no son consideradas verticales dentro de

1 14
este imaginario. Las ideas anteriores dan como resultado que
la mujer no pueda ser representada como el sujeto real de la
moralidad, ya que pertenece a una esfera distinta. El sujeto
masculino pertenece a la esfera de la verticalidad, mientras que
la esfera de la mujer es aquella de la inclinación, siendo una
de estas inclinaciones la maternidad.
Una segunda inclinación que amenaza la verticalidad es
la inclinación al sexo, la cual provee los estereotipos de la
ninfómana o de la sirena, por dar algunos ejemplos. En opi­
nión de Cavarero, en estos estereotipos se pueden observar
escenarios de relacionalidad que no necesariamente estén
habitados por el «yo» vertical, sino por otros protagonistas,
también estereotípicos. Un ejemplo del argumento anterior
sería el del recién nacido con la madre inclinada hacia él. La
relación entre estas dos figuras sería unilateral, ya que el niño
no está inclinado, sino totalmente dado o expuesto. El niño
podría ser considerado el paradigma de la total exposición de
la condición humana. Esta absoluta vulnerabilidad demanda
una inclinación del otro hacia él, por lo que es posible proble­
matizar la descripción filosófica del yo vertical y del sujeto
inclinado, creando así paradigmas que se encuentren más
cercanos a la ética.
Siguiendo la línea de la etimología, Cavarero hizo alu­
sión a que la palabra «vulnerabilidad» tiene dos acepciones
completamente distintas. La raíz latina de la palabra «vulnus»
significa herida. Este significado primario y más difundido
implica una ruptura en la piel, se relaciona con la violencia y
principalmente con la guerra, el conflicto o la muerte violenta.
Generalmente son los guerreros los que se hieren los unos a los
otros, apostando por infligir la muerte. En las lenguas moder­
nas, esta acepción sigue vigente: la herida como resultado de
un golpe violento, desde el afuera, con un arma que rasga la
piel. La piel es entonces la frontera, la envoltura, la superficie
a través de la cual el cuerpo se encuentra con el afuera y es,

115
madre, por lo que dentro del mismo marco lacaniano existen
diferentes líneas sobre si hay o no una posición simbólica para
lo maternal. ¿Es la madre singular, un solo cuerpo, única?
Esto puede presentar un problema si se considera la distri­
bución de lo maternal a través de sistemas de afinidad y de
parentesco. Buder tomó como ejemplo las familias mixtas,
no heteronormativas, para mencionar que incluso puede
darse que en una familia lesbiana exista una figura maternal
o dos figuras progenitoras. Habría que diferenciar entre la
figura de «progenitor» o «padre» sin género («parent») de la
de madre o padre.
Sobre la idea de la inclinación, Buder mencionó que le
parece una idea sumamente interesante y añadió el ejemplo
de las representaciones de Cristo con su madre, pero también
agregó que, muchas veces, las madres se inclinan hacia el
niño, pero a la vez realizan múltiples actividades, por lo que
las inclinaciones pueden ser simultáneas y se podría hablar de
incluso un cuerpo contorsionado, que se inclina en muchas
direcciones y que hace surgir de nuevo el problema del balan­
ce, si es que lo hay. Recordó el concepto de «propiocepción»
de Maurice Merleau-Ponty: el esquema del propio cuerpo no
es completamente coextensivo al cuerpo anatómico, por lo
que surge la pregunta de dónde comienza y dónde termina
el cuerpo. Cuestiones similares se han trabajado en estudios
de la transexualidad, de juguetes sexuales o de prótesis. La
pregunta a propósito de qué es mi cuerpo y qué no lo es
puede llevar a considerar que mi esquema corporal puede
incluir otros cuerpos y otros objetos sin los cuales el sujeto
no podría entenderse o perdería funcionalidad. En la propio­
cepción, el sujeto puede construirse una imagen del cuerpo
que se sirve del imaginario y que también se extiende por el
entorno humano. Frantz Fanon también utiliza el término
de propiocepción cuando busca encontrar el eje del cuerpo;
utiliza el término «epidermización» para hacer referencia a

1 18
lo que sucede con la piel en la relación con uno mismo y
con la alteridad. Buder terminó esta línea de argumentación
preguntándose si todas estas historias en la piel o de la piel
no determinan la cuestión de que esta pueda estar totalmen­
te expuesta o desnuda sin la sedimentación cultural de los
significados.
Cavarero respondió haciendo referencia a la relación que
existe entre lo maternal y lo femenino, aclarando que por
supuesto que puede existir una categoría sin la otra, especial­
mente después del feminismo y la lucha histórica de la mujer
por la liberación del deber maternal y la capacidad de man­
tener relaciones sexuales sin tener que dar a luz. Afirmó que
ella relaciona lo maternal con el escenario de la natalidad, ya
que Hannah Arendt se concentra en el nacimiento. Observar,
entonces, el escenario del nacimiento significa observar un
contexto en el que la madre juega un papel primordial. El
recién nacido es vulnerable y la figura de la madre es parte
fundamental de esa escena, lo cual no significa que esta figura
tenga que ser forzosamente una mujer; lo que Cavarero sí
considera es que, por lo menos hasta la actualidad, todos
los seres humanos han nacido del cuerpo de una mujer, por
lo que hay una relación corporal entre el niño y la madre
en la que el padre no participa de manera directa. Uno de
los argumentos clave al trabajar estos estereotipos en este
escenario es que, donde hay receptividad hacia la alteridad,
hay inclinación. Ser vertical implica mirar el rostro del otro
y no responder.
Ambas filósofas apuntan a una idea de la vulnerabilidad
con altas implicaciones éticas, y ambas buscan rebasar el marco
político individualista a partir de una búsqueda teórica que
tenga la idea de vulnerabilidad como centro. La misma J udith
Buder afirmó que no existen caminos teóricos sin riesgos; lo
que se decide al trabajar con estos conceptos es con qué tipo
de contaminación se prefiere negociar.

1 19
Referencias bibliográficas
ARENDT, Hannah (2002) , La condición humana, Ramón Gil No­
vales (trad.), Paidós, Barcelona.
CAVARERO, Adriana (2009) , Horrorismo. Nombrando la violencia
contemporánea, Anthropos, Barcelona.

1 20
LAS AUTORAS

Fina Birulés es profesora de Filosofía de la Universitat de Bar­


celona. Su labor investigadora se ha articulado en torno a dos
núcleos: subjetividad política, historia y acción, y cuestiones de
teoría feminista y estudio de la producción filosófica femenina
-con especial atención a la obra de Hannah Arendt y de otras
filósofas del siglo XX, actividad que desarrolla en el marco del
Seminario «Filosofia i Genere» desde que lo fundó en 1 990. Es
traductora de diversas obras de filosofía contemporánea, autora
de numerosos ensayos y editora de volúmenes colectivos sobre
el pensamiento de Hannah Arendt y otras pensadoras contem­
poráneas -Filosofta y género: identidadesfemeninas ( 1 992) , En
torno a Hannah Arendt ( 1 994) , con Manuel Cruz, Elgénero de
la memoria ( 1 995) , HannahArendt, el orgu.llo depensar (2000) ,
Pensadoras del siglo XX Aportaciones al pensamiento filosófico
femenino (20 1 2) y Lectoras de Simone Weil (20 1 3) , los dos
últimos con Rosa Rius. Entre sus publicaciones más recientes
cabe destacar «La distancia como figura de la comunidad»
(20 1 1 ) , «Usos del anacronismo» (20 1 2) y Entreactes. Entorn
delpensament, la política i elfeminisme (20 1 3) .

Judith Butler ocupa actualmente la cátedra Wun Tsun Tam


Mellon de Humanidades como profesora visitante en el De-

121
partamento de Literatura Inglesa y Comparada de Columbia
University. Ha recibido numerosos premios internacionales
que reconocen su labor investigadora y social. Teórica y acti­
vista queer, tras elaborar una tesis en torno a la recepción de
la subjetividad planteada en términos hegelianos en el seno
del pensamiento contemporáneo francés, desarrolla desde los
inicios de los años noventa su teoría de la performatividad
con relación a la identidad sexual y de género. Partiendo
de Althusser y Foucault, pero también de Freud y Lacan ,
se distancia del abordaje feminista de la identidad tanto en
clave esencialista como también constructivista mediante
la articulación de la categoría de género como herramienta
teórica y crítica para pensar los cuerpos, los deseos y las prác­
ticas sexuales, así como para poner de manifiesto el modo en
que estos son normalizados, sometidos a la lógica binaria y
falogocéntrica, y para señalar el modo en que cabe subvertir
dicha normalización. Entre sus múltiples publicaciones, cabe
destacar: Gender Trouble: Feminism and the Subversion of
Identity ( l 990, 2007) , Bodies that Matter: On the Discursive
Limits of «Sex» ( 1 993, 20 1 1 ) , Excitable Speech: A Politics of
the Performative ( 1 997) , The Psychic Life of Power: Theories
in Subjection ( l 997) , Antigone's Claim: Kinship Between Life
and Death (2000) , Undoing Gender (2004) , Precarious Life:
Powers ofViolence and Mourning (2004) , Giving an Account of
Oneself(2005), Frames ojWar: When is Life Grievable? (2009) ,
Parting Wáys: jewishness and the Critique ofZionism (20 1 2)
y Dispossession: The Performative in the Political (20 1 3) , con
Athena Athanasiou.

Adriana Cavarero ocupa la cátedra de Filosofía Política en la


Universita degli srudi di Verona. Formada en filosofía clásica
y especialista en la obra de Platón, desarrolla su interés en
el aspecto político del pensamiento feminista a partir de las
propuestas de Hannah Arendt y de Luce Irigaray, revisando

1 22
el valor de figuras de la literatura griega en términos ajenos
y, a la vez, críticos de la moral patriarcal. In Spite ofPlato. A
Feminist Rewriting ofAncient Philosophy ( 1 995) y Stately Bodies
(2002) muestran en qué medida operan metáforas relativas al
cuerpo en el discurso que articula instituciones incorpóreas (el
estado, la ley y la política) . Otras obras destacadas son Relating
Narratives: Storytelling and Selfhood (2000) , donde se desarro­
lla la teoría de la subjetividad relativa al sujeto que se narra a
sí mismo en contraste con el sujeto soberano de la tradición
metafísica, proponiendo una ontología relacional centrada
en la exposición, la dependencia y la vulnerabilidad de un yo
encarnado que necesita del otro; For More Than One Voice:
Toward a Philosophy ofVocal Expression (2005) , donde se ensaya
el habla política en tanto que voz singular, que presupone y
suscita una relación, y no en tanto que comunicación fundada
en significados; Horrorism: Naming Contemporary Violence
(2008) , donde se hace visible la puesta en obra de la violencia
en el siglo pasado, así como la insuficiencia de las categorías que
hasta ahora se han empleado para referirnos a ella, proponiendo
una ontología de la vulnerabilidad.

Michelle Gama Leyva cursa el doctorado en Teoría de la


Literatura en la Universitat Autonoma de Barcelona con
una investigación acerca de la narrativa latinoamericana
contemporánea y la representación literaria de la resistencia
simbólica.

Rosa María Rodríguez Magda es filósofa y escritora. Di­


rectora del Aula de Pensamiento de la lnstitució Alfons el
Magnanim y de la revista Debats. Ha sido profesora invitada
en la Université Paris 8-Vincennes a Saint-Denis, Université
Paris 7, Université Paris-Dauphine, Universidad Autónoma
de México, Universidad de San Juan en Río Piedras (Puerto
Rico) , New York Universiry, Komazawa Universiry (Tokio) y

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en Tartü University (Estonia) . Especializada en pensamiento
contemporáneo, en el ámbito de la investigación feminista ha
publicado: Femenino fin de siglo. La seducción de /,a diferencia
( 1 994) , Foucault y /,a genealogía de los sexos ( 1 999) y Elp/,acer
del simu/,acro (2003) .

Begonya Saez Tajafuerce es profesora de Filosofía Contem­


poránea en la Universitat Autonoma de Barcelona. Estudia el
cuerpo en tanto que topos específico de la identidad, tanto
desde la filosofía como desde la teoría de la literatura y de los
estudios culturales. Anclada en los estudios posestructuralistas
de género y queer, su investigación se aboca en un inicio al
estudio de la noción, plurívoca, de frontera, como herramienta
para una crítica ontológica, estética y ética del pensamiento y
de las prácticas binarias. Muestra de ello es su publicación Off
the record. Representaciófronterera de /,a memoria historica de les
dones (20 1 1 ) . Desarrolla más adelante el papel del cuerpo para
una concepción relacional de la ontología y la relevancia que
para ello puede adquirir el psicoanálisis lacaniano. De ahí las
ediciones de Ser-para-el-sexo y Analizando el cuerpo: /,a vigencia
política delpsicoanálisis (20 1 3) .

Meri Torras Francés es profesora de Teoría de l a Literatura y


Literatura Comparada en la Universitat Autonoma de Barce­
lona. Sus trabaj os de investigación versan sobre ámbitos como
la autografía, el género epistolar, los Women Studies, la teoría
queer y los estudios culturales, con especial dedicación al com­
paratismo entre literatura y artes audiovisuales. Es coeditora
de Feminismos literarios ( 1 999) , así como editora de «Cuerpos.
Géneros. Tecnologías» (Lectora. Revista de mujeres y textuali­
dad, 1 0 , 2004) , Corporizar elpensamiento. Escrituras y lecturas
del cuerpo en /,a cultura occidental (2006) , Cuerpo e identidad
(2007) , Encarna(c)ciones. Teoria(s) de los cuerpos (2008) y Ac­
cions i reinvencions. Cultures lesbiques a /,a Catalunya del tombant

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de segle XX-XXI (20 1 1 ) . Ha publicado los ensayos Tomando
cartas en el asunto. Las amistades peligrosas de las mujeres con el
género epistolar (200 1 ) y Soy como consiga que me imagi,néis. La
construcción de la subjetividad en las autobiografías epistolares
de Gertrudis Gómez de Avellaneda y Sor Juana Inés de la Cruz
(2003) . Dirige el grupo investigador «Cuerpo y Textualidad»
(<http://cositextualitat. uab.cat> ) .

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