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El pasado más allá de la historiografía:

Patrimonialización, patrimonialismo y descarte de la conciencia histórica

Dr. Pablo Aravena Núñez


Instituto de Historia y Ciencias Sociales
Universidad de Valparaíso
pablo.aravena@uv.cl

Si bien el pasado nunca ha sido monopolio absoluto de la historiografía, hace ya


tiempo –al menos desde mediados del siglo XX– que su desborde constituye un rasgo
definitorio de la cultura contemporánea: la circulación del pasado sin historia. El modo en
que los sujetos se representaban antaño el pasado, extendiendo principios que les
permitían hacer en algún grado inteligible el presente, se fundaban principalmente en
elementos extraídos de la tradición oral, la literatura, la religión y luego la escuela y la
prensa. Pero a partir de la introducción del cine, la radio, la televisión y la constitución
central de los mass media, la historiografía ha quedado completamente rezagada, siendo
relegada a tan solo una de las muchas fuentes de –en el concepto de Jörn Rüsen– nuestra
“cultura histórica”.
Lo señalado no obedece en absoluto a un reclamo sobre los derechos de un
gremio, se trata más bien de una mera constatación que busca también llamar la atención
acerca de las operaciones involucradas en las formas hoy más extendidas de relacionarnos
con el pasado y sus implicancias a nivel de la disposición existencial de los sujetos que las
encarnan.
En esta intervención nos concentraremos en una de esas formas de tratar con el
pasado, proponiendo en primer lugar una hipótesis acerca de su origen y contexto, para
luego exhibir sus dos articulaciones principales (patrimonialización y patrimonialismo),
para finalmente introducir la pregunta por la posibilidad de la conciencia histórica en una
y otra articulación.


Ponencia en las XXII Jornadas de Historia de Chile. Universidad Austral de Chile, 24 al 26 de octubre de
2017.

1
El fenómeno principal que buscamos problematizar aquí es la producción de
patrimonio en su fase tardío moderna. El patrimonio en la era de la globalización, que se
distingue claramente de la producción moderna de patrimonio, es decir, el patrimonio
nacional. Aquella producción de monumentos y altares de la patria que tenían por fin
principal el encuadre de la memoria de una comunidad. Pero desde aproximadamente
fines de los setenta dicha producción de patrimonio ha experimentado un freno para dar
paso a la de producción de patrimonio en la era de la globalización: el patrimonio de la
humanidad. Esta estrecha relación es confirmada por Canclini, cuando sostiene: “existe
una noción que pareció anticiparse a la globalización: la de ‘patrimonio de la humanidad’
consagrada por la UNESCO para proteger ciertos bienes y lugares”.1
Ya no es el Estado-Nación el que produce el patrimonio, sino ahora tan solo quien
lo postula ante un organismo internacional que finalmente lo sanciona: UNESCO. Éste,
lejos de ser un organismo autónomo e imparcial, ha devenido en instrumento del
capitalismo avanzado para propiciar la lógica cultural que le es más funcional. Jean-Pierre
Warnier ya ha argumentado documentadamente acerca de las circunstancias en que el
organismo debió claudicar de su proyecto original de promoción de la educación y la
cultura para la paz y la igualdad: los grandes países financistas no estuvieron de acuerdo
en sacrificar sus ventajas, así “en 1984 Estados Unidos se retiró de la UNESCO, seguido por
Gran Bretaña y por Singapur, con lo cual el presupuesto de funcionamiento de la
organización se redujo en un 25 por ciento”.2 La crisis dio lugar a una serie de reformas
que terminaron por plegar al organismo a los intereses de sus grandes financistas: que la
cultura, la educación y fundamentalmente la información y las comunicaciones se rigieran
según el rampante liberalismo económico de los ochenta. En este sentido entonces
nuestra propuesta es que el fenómeno actual del patrimonio corresponde al modo de
tratar con el pasado de una industrial global que se relaciona mucho más directamente
con el turismo y la industria del entretenimiento que con alguna de las “tradicionales
instituciones modernas” que se habían concentrado en el pasado: el Estado y la

1
García Canclini, Nestor, Lectores, espectadores e internautas, Barcelona, Gedisa, 2007, p. 100.
2
Warnier, Jean-Pierre, La mundialización de la cultura, Gedisa, Barcelona, 2002, p. 82.

2
historiografía. El patrimonio es el pasado devenido mercancía en la era del capitalismo
postindustrial, de los servicios y el consumo masivo.
No obstante somos conscientes que el fenómeno no se agota aquí. Es esta, por así
llamarla, la lógica hegemónica de producción de patrimonio, lo que aquí llamaremos
“patrimonialización” para diferenciarla de una articulación alternativa que podríamos
designar preliminarmente “desde abajo”, lo que llamaremos “patrimonialismo”. Pero no
nos referimos solo a este distingo, sino al hecho de que para que una industria del pasado
consiga los logros económicos que al parecer ha producido necesitamos explicarnos por
qué hoy existe tal demanda de pasado.
El problema es en extremo complejo y aquí no haremos más que aludir las
respuestas más reputadas. En este sentido quizá sea David Lowenthal quien haya dado la
mejor pista cuando se responde la pregunta “¿qué motiva esta deliberada busca de
pasado? Acuden a la mente –señala Lowenthal– múltiples beneficios: identidad,
enriquecimiento, diversidad, evasión”.3 Pero más allá de estos distintos intereses, habría
un fenómeno de base aludido tanto por Lowental como por otros “teóricos de la
temporalidad” (Lubbe, Huyssen, Safrasnski, 2013): la velocidad de los cambios (o al menos
la sensación de ello), sumado a un modo de producción que ha integrado como principio
la obsolescencia programada, generan usualmente como reacción un apego a mundos
familiares. “Cedemos a la costumbre y al recuerdo no sólo por anhelo nostálgico de
tiempos pasados, sino por una necesidad vital de seguridad en un mundo peligrosamente
inestable”, ha sostenido Lowental.4 Es así como se deriva también una demanda por lo
auténtico, tal como lo ha propuesto Huyssen “se abre una fractura entre la comprobación
intelectual de la obsolencia del concepto y la vitalidad del deseo por lo auténtico”. Deseo
que cobra mayor urgencia mientras menos estabilidad del horizonte de sentido perciba el
sujeto: “es el deseo de la cultura mediática y mercantil por su otro. La telerrealidad [el

3
Lowental, David, “¿Por qué nos importa el pasado?, en: La Vanguardia, Barcelona, 4 de mayo de 2003, p.
36. Como es sabido la obra fundamental de Lowental a este respecto es El pasado es un país extraño,
Madrid, Akal, 2010.
4
Lowental, David, Op. Cit.

3
reality] es su expresión patética”.5 La paradoja es que esta demanda de estabilidad,
familiaridad y autenticidad, que se asocia al pasado –la realidad del pasado como una
“experiencia intensa”, según Jameson6– sea provista por el mismo mercado a través de la
patrimonialización, es decir, por el mismo sistema que provoca aceleración e
inestabilidad. En efecto la industria del patrimonio dispone el pasado como mercancía,
por lo tanto la relación que establecemos con él está más próxima al consumo estético
que a la “operación histórica”, en el concepto de Michel de Certeau. “El pasado atrae más
que la historia; la presencia del pasado, la evocación y la emoción son más importante que
guardar distancia y dedicarse a la meditación”, ha sostenido François Hartog.7
El mismo Hartog, como es sabido, ha postulado que el patrimonio es el modo
concreto de relacionarnos con el pasado en un régimen de historicidad presentista, en
donde el carácter gravitante del presente por sobre las otras dos categorías temporales
(pasado y futuro) está determinado por la experiencia de la frustración de la expectativa
revolucionaria y, en gran medida, por la extensión de la dinámica del mercado –el “flujo”–
a todos los ámbitos de la vida. Apurando el argumento podríamos sostener que en la era
del patrimonio el mercado reemplaza a la historia (y el tiempo que le era propio), de este
modo se entiende, por ejemplo, la siguiente afirmación de Marc Augé:

“El mapa del turismo mundial hace malabarismos tanto con el tiempo como con el
espacio, y de Luxor a Palenque, de Angkor a Tikal, o de la Acrópolis a la Isla de Pascua, la
idea de un patrimonio cultural de la humanidad va tomando cuerpo, pese a que este
patrimonio, al relativizar el tiempo y el espacio, se presente antes que nada como un
objeto de consumo más o menos desprovisto de contexto, o cuyo verdadero contexto es
el mundo de la circulación planetaria al que tienen acceso los turistas más acomodados
desde el punto de vista económico y más curiosos desde el punto de vista intelectual”.8

Ahora bien, es imposible obviar que cotidianamente nos encontramos con un


sinnúmero de expresiones ciudadanas que también levantan la bandera del patrimonio.

5
Huyssen, Andreas, “La nostalgia por las ruinas”, en Heterocronías. Tiempo, arte y arqueologías del
presente, (Miguel Á. Hernández-Navarro Compilador), Murcia, Cendeac, 2008, p. 42.
6
Jameson, Fredric, Reflexiones sobre la postmodernidad, Madrid, Abada, 2010, p. 103. “Bueno, quizá eso
sea el pasado. Si se pudiese estar seguro, o tener cierta seguridad, de que ése fue el pasado, ello constituiría
esa experiencia intensa”.
7
Hartog, François, “Tiempo y patrimonio”, en: Museum Internacional, Nº 227, UNESCO, 2005.
8
Augé, Marc, El tiempo en ruinas, Barcelona, Gedisa, 2003, p. 63.

4
Cada una de estas expresiones suele ser particularísima y ha de ser caracterizada y
explorada en toda su complejidad. Pero suele ocurrir en estos casos que bajo la invocación
del patrimonio va incluida una diversidad de objetivos que tienen en común únicamente
su apelación al pasado para reclamar derechos sobre el presente: el pasado como
memoria de la víctima, como fuente de identidad, como reivindicación localista, e incluso
como capital para una pequeña industria de autosubsistencia. En una palabra: el pasado
como recurso tanto político como económico, lo que nos sitúa en una práctica por lo
tanto no demasiado alejada de la lógica hegemónica de patrimonialización.
Pero lo que nos interesa aquí examinar, o al menos dejar interrogado, son las
invocaciones al patrimonio de unos sujetos que parecen perseguir intereses no tan
inmediatos, es decir preguntarnos en qué medida las comunidades generan, o no, una vía
alternativa a la pauta hegemónica de la patrimonialización por medio de movimientos
patrimonialistas.
¿Qué se hace realmente cuando un movimiento ciudadano en nombre de la
defensa del patrimonio se opone a la construcción de un Mall en el borde costero de
Valparaíso? ¿Qué persigue una organización barrial cuando en nombre del patrimonio se
opone a un proyecto inmobiliario por poner en riesgo un modo de vida tradicional urbano
en Santiago? En ambos casos se hace evidente que, tras la retórica del patrimonio, lo que
se realiza es una estrategia de oposición o resistencia a una nueva modernización, ahora
según las necesidades de la economía del consumo o el mercado inmobiliario. El
patrimonio aquí, y su lógica cosificadora del pasado, sirven para desplegar un
“escencialismo estratégico” que permita dar una batalla, afirmar la acción en contra de
unas formas de producción de riqueza que implica la destrucción de, quizá, el último
reducto de la soberanía del sujeto: lo cotidiano. Lo defendido puede ser cualquier cosa,
desde las prácticas de gratificación sensual del mundo popular (lo “guachaca”), hasta un
modo de vida pequeño burguesa (lo “republicano”) y, como es usual en las políticas de la
identidad, dicho escencialismo afirma la acción al tiempo que simplifica históricamente y,
para los casos aludidos por ejemplo, termina obviando el antagonismo social que pueden

5
hacer mejor comprensible tanto lo guachaca como lo republicano. (Pero hasta el
antagonismo social puede ser hoy también objeto de nostalgia).
Si el patrimonialismo es la forma que han adoptado ciertas luchas o disputas con el
poder podríamos postular que es una de las formas que adopta la política “desde abajo”
en la época del descrédito y agotamiento de la política. Pero no es solo asunto de
reemplazo de designación, sino que –al igual que la política tradicional ya agotada– el
patrimonialismo suprime igualmente de su representación la dimensión de futuro. Si la
política de los grupos hegemónicos se vive como pura administración de lo existente
(renunciando a todo intento proyectivo y de transformación social), en los grupos
patrimonialistas la política se realiza en base a “reacción”, “oposición” o “resistencia”, al
mero intento de “frenar” un proceso en marcha. El triunfo es precisamente detenerlo.
Pero en ambos casos se trata de una política que ya no se juega entonces en el tiempo de
la historia.
La lógica temporal es la misma para la patrimonialización y el patrimonialismo. Si
esto es así difícilmente podemos pensar las “tácticas” patrimonialistas como practicas
contrahegemónicas. La oposición al progreso ha llegado tarde, toda vez que el poder ya
no necesita de la lógica implicada en el concepto. Es la política fuera de la historia.

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