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HISTORIA DE LA GLOBALIZACIÓN

Empecemos con la primera pregunta: ¿centrarse en la integración, en lo esencial,


hace de la historia global una historia de la globalización? Los estudios de la globalización,
entendida como el proceso de desarrollo de una interconexión cada vez mayor, tratan del
incremento de los vínculos y la complejidad, así como del surgimiento del mundo como un
sistema único. Dado que el enfoque histórico global no puede prescindir de cierto grado de
intelección de la integración estructurada, la historia de la globalización podría parecer, a
primera vista, el tema de estudio más natural de los historiadores globales.
Y en efecto, es frecuente considerar como una identidad la historia global y la
historia de la globalización. Ahora bien, es impreciso, por dos razones. Primero, la historia
global, según la entendemos aquí, es ante todo una manera de enfocar la historia; en
cambio, la historia de la globalización se refiere a un proceso histórico. En segundo lugar,
la integración a nivel global es una condición necesaria para una perspectiva global; es un
contexto, pero no necesariamente es el objeto de estudio en sí. Los trabajos de historia
global, por lo tanto, no tienen que explicar por fuerza los orígenes y las causas de la
integración, sino que se pueden centrar en sus efectos y su impacto. Así pues, la historia de
la globalización es un subgénero destacado de la historiografía global, pero no es el campo
en sí mismo.[1]
El término «globalización» es una adición reciente al vocabulario historiográfico.
Antes de los primeros años de la década de 1990 apenas aparecía en el discurso público,
pero desde entonces se propagó casi como una epidemia.[2] Al principio, lo usaban sobre
todo los historiadores económicos, pero hacia el cambio de siglo, la historia de la
globalización se convirtió en objeto legítimo de estudio para otros historiadores, más allá de
la cuestión específica del desarrollo de una economía mundial. Numerosas obras han
recurrido al término con la intención de aplicarlo productivamente a diversos estudios sobre
la larga historia del proceso de globalización y otros asuntos históricos.[3]
Así pues, el término es nuevo, pero ¿cuán nuevo es el fenómeno en sí? Según
Manuel Castells, estamos siendo testigos de un punto de inflexión en la historia del mundo:
«Los fundamentos materiales de la sociedad, el espacio y el tiempo se están transformando,
organizando en torno del espacio de los flujos y el tiempo atemporal. [...] Es el principio de
una nueva existencia, de hecho el principio de una nueva era, la Era de la Información,
caracterizada por la autonomía de la cultura frente a las bases materiales de nuestra
existencia». Castells asevera que se trata de un fenómeno nuevo, pero la afirmación no es
nueva en sí. Ya en 1957, teóricos de la modernización como M. F. Millikan y W. W.
Rostow se hallaron «en medio de una gran revolución mundial. [...] La difusión de la
alfabetización, cada vez más acelerada, y de las comunicaciones de masas y los viajes [...]
está derribando los modelos culturales y las instituciones tradicionales que en el pasado
mantenían cohesionadas las sociedades. En suma: la comunidad mundial se está volviendo
a la vez más interdependiente y más fluida de cuanto lo ha sido en ninguna otra época de la
historia». Antes incluso, en 1917, el sociólogo estadounidense Robert Park se mostró
convencido de que el mundo estaba cruzando el umbral de una nueva era en la historia de la
humanidad, aunque esta transición seguía estando arraigada en las tecnologías del siglo
XIX: «El ferrocarril, el barco de vapor y el telégrafo están movilizando con gran rapidez a
los pueblos de la Tierra. Las naciones salen de su aislamiento y las distancias que separaban
a las distintas razas menguan con celeridad ante la comunicación cada vez más extensa. [...]
[G]randes fuerzas cósmicas han derribado las barreras que solían separar a las razas y
nacionalidades del mundo y las han obligado a establecer nuevas formas de proximidad y
nuevas formas de competencia, rivalidad y conflicto». Y aún podríamos remontarnos más
atrás, porque la idea de que el cambio social estaba resultando veloz y apenas comprensible
ha acompañado al mundo moderno desde la Revolución Francesa. Desde mediados del
siglo XIX, además, este cambio se ha relacionado con la interacción transfronteriza. Como
veíamos antes, en 1848 Karl Marx y Friedrich Engels afirmaron en su Manifiesto
comunista:

Ya no reina aquel mercado local y nacional que se bastaba a sí mismo y donde no


entraba nada de fuera; ahora la red del comercio es universal y en ella entran, unidas por
vínculos de interdependencia, todas las naciones. [...] Las limitaciones y peculiaridades del
carácter nacional van pasando a segundo plano.[*]

¿De qué manera se podría analizar (y no digamos ya, periodizar) un proceso


histórico que parece estar embriagado por la sensación de novedad, y aun de novedad
incesante? La convicción general y repetida sin descanso de que estamos viviendo una
transformación histórica radical y somos testigos de un punto de inflexión fundamental
parece devaluar toda aspiración a establecer subdivisiones razonables: «¿Cómo cabría
evaluar con seriedad las pretensiones de la globalización —se ha preguntado Adam
McKeown— cuando el único destino realista de toda nueva era transformadora es que la
siguiente nueva era la contemple como un período de estancamiento y aislamiento?».[4]
Algunos historiadores han llegado a sugerir que esta pregunta no merece más
atención. A su modo de ver —y tanto da si nos ocupamos de la globalización o de la
integración global—, el proyecto está condenado al fracaso desde el principio, debido (en
parte) al hecho de que el concepto de la globalización parte de una teoría vaga y una
relativa indefinición. Ahora bien, su escepticismo es ante todo empírico. Si un proceso no
se extiende literalmente al mundo entero, carece de sentido denominarlo «global». Incluso
en nuestro presente, en apariencia globalizado, no todas y cada una de las personas están
conectadas con todas las demás: en numerosas partes del mundo hay personas que no tienen
teléfonos móviles, no ven los Juegos Olímpicos y no se han conectado a internet. «Hace
mucho que el mundo es un espacio en el que las relaciones económicas y políticas son muy
desiguales; está lleno de irregularidades —ha escrito Frederick Cooper—. Las estructuras y
redes penetran en ciertos lugares [...] pero sus efectos reverberan por otros lugares.»[5] Por
todo el planeta sigue habiendo grupos de personas ajenas a los beneficios —y las
alienaciones— de los denominados «flujos globales». Nunca se ha dado una integración
genuinamente global, y es de suponer que no se dará nunca mientras siga habiendo
excepciones a la tendencia más general.
Ahora bien, es obvio que, así formulada, se trata de una perspectiva muy rígida, y en
algunos aspectos, fundamentalista. A la postre terminaríamos por descartar prácticamente
toda terminología colectiva o macrosociológica, pues siempre cabe aportar contraejemplos
para cualquier modelo generalizado. Pero muchos ejercicios recientes de historia global no
encajan en esta descripción. No equiparan lo «global» a una ausencia de lindes y límites ni
hacen hincapié en la totalidad planetaria de los procesos históricos. Lo que pretenden, en
cambio, es ir más allá de los compartimentos y las unidades establecidas y seguir la
trayectoria de los productos, las ideas y las gentes a través de las fronteras, por allí por
donde hayan pasado. Estos movimientos, por otro lado, no eran todos distintos entre sí, sino
que se ajustaban a estructuras típicas y patrones concretos.
Otros estudios, por el contrario, se han remontado en la historia buscando los
orígenes de la integración global; en algunos casos, hasta tiempos ciertamente remotos.
Historiadores de sistemas mundiales como André Gunder Frank han recalcado que la
historia del sistema mundial se puede investigar a lo largo de cinco milenios. A diferencia
de las interpretaciones de Wallerstein y otros, Frank sostiene que la acumulación inexorable
de capital no se demoró hasta los primeros años del siglo XVI, sino que ya se puede
identificar varios siglos antes.[6] Desde una perspectiva muy diferente, uno de los pioneros
del paradigma de la historia mundial, Jerry H. Bentley, ha propuesto trazar una historia de
la interacción transcultural que se extendería desde el cuarto milenio a. C. hasta el presente.
«Desde tiempos remotos hasta el presente —apunta Bentley— se han dado interacciones
transculturales que han tenido ramificaciones de importancia, políticas, sociales,
económicas y culturales, para todos los pueblos implicados.» Según este punto de vista, las
diversas formas de movilidad, comercio y construcción de imperios han creado una
capacidad de conexión global a través de las épocas, aunque de modos diferentes.[7] Hay
quien hace remontarse los orígenes de la interconexión global aún más atrás, a veces, hasta
el desarrollo mismo del lenguaje humano.[8]
Son propuestas radicales y, por descontado, problemáticas. Es importante explorar
la larga historia de las rutas de interacción y los vínculos transculturales, así como
reconocer la complejidad de las primeras civilizaciones. Ahora bien, esto no debería
llevarnos a presuponer que los vínculos observados constituyen una historia continua que
atraviesa continentes y se mantiene ininterrumpida a través de las eras. En su mayoría, los
historiadores son más cautos y prescinden de los juicios de blanco o negro, siempre o
nunca.[9] En vez de por dicotomías de o esto o lo otro, han empezado a preguntarse, más
concretamente: ¿Cuándo mostró el mundo los primeros signos de cohesión, de que las
interrelaciones eran fundamentales? ¿Cuándo hubo lazos tan estrechos entre pueblos que
los hechos de un lugar provocaban efectos inmediatos e importantes en otro? ¿Cuándo se
convirtió el mundo en un sistema único?
En respuesta a estas preguntas ha surgido toda una industria de estudios con el
objetivo de localizar los puntos de inflexión cruciales e identificar los orígenes de la
globalización.[10] Esta bibliografía reacciona contra el presentismo de una primera
interpretación científico-social de la globalización, que reservaba el concepto para las
décadas más recientes. Esta lectura, que dio sus primeros pasos en la década de 1970 y se
aceleró radicalmente en la de 1990, sostenía que la comunicación por internet, la
producción global de bienes, las inversiones de capital transnacionales y el surgimiento de
estructuras de gobierno global han transformado el mundo: han creado una interacción
novedosa y mucho más intensa, esencialmente distinta de formas anteriores de
interconexión.[11]
Muchos historiadores, por su parte, corrieron a desafiar esta idea según la cual se
daba una ruptura radical con las épocas pasadas. Hoy impera en buena medida el consenso
de que la globalización cuenta con una historia mucho más larga, que prefiguró y a la vez
afectó al presente. En la bibliografía académica, el debate sobre las grandes fases de
impulso hacia una integración global se centra ante todo en dos momentos históricos: el
siglo XVI y finales del XIX.[12] Hoy la mayoría de historiadores da por sentado que, hacia
la década de 1880, los contactos transfronterizos ya se habían acelerado hasta forjar un todo
global e integrado. Ya resultaba virtualmente imposible imponer el aislamiento político,
como Japón y Corea lo habían estado haciendo durante siglos. Los mercados laborales y los
precios de las mercancías convergían atravesando límites políticos y geográficos.[13] Había
redes de comunicación que abarcaban el mundo entero hasta dar impresión de
simultaneidad. «Las circunstancias en las que vivimos —escribió en tono triunfante
Sandford Fleming, en 1884 —ya no son las que eran. [...] El mundo entero ha sido
arrastrado a la vecindad inmediata y las relaciones de proximidad.»[14] La fecha y el grado
de integración de los diversos componentes en este mundo de simultaneidad global eran
variables; pero cuando estalló la primera guerra mundial ya había alcanzado a todas las
sociedades y había comportado una auténtica reterritorialización del mundo.[15]
Para otros historiadores, el verdadero punto de origen de un sistema mundial
unificado se halla en el arranque del siglo XVI. Algunos de los procesos que auguraban una
mayor cohesión global, en efecto, se pusieron en marcha alrededor de 1500: el
«descubrimiento» europeo de las dos Américas, los inicios del colonialismo, los lazos
comerciales capitalistas dominados por los europeos. La conquista de las dos Américas
representó el principio de la expansión europea que cambiaría la faz de la Tierra en los
siglos posteriores. La creación de las redes comerciales transpacíficas, por medio de los
famosos galeones de Manila, enlazó América con Asia y permitió el desarrollo del mercado
mundial. Muchas de las estructuras establecidas durante este período de la «globalización
ibérica» —pasajes marítimos globales, la economía mundial, el crecimiento de grandes
Estados, la difusión de las tecnologías y una conciencia cada vez más asentada de la
totalidad global— tuvieron una capacidad de permanencia muy notable.[16]

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