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José Alberto Pérez Martínez

Esparta
Las batallas que forjaron la leyenda

Xpartan Ediciones
© 2014 José Alberto Pérez Martínez
©2014 Ediciones Xpartan
Primera edición, Madrid. 2014.
INDICE

PORTADA

EL AUTOR

PRÓLOGO

SIGLO VI

Batalla de los Campeones, 545 a.C.

Antecedentes

La venganza de Esparta

La batalla

Consecuencias

SIGLO V

Batalla de Sepea, 494 a.C.

Antecedentes

La batalla

Consecuencias

Batalla de las Termópilas, 480 a.C.

Antecedentes

El momento de Leónidas I

La batalla

Consecuencias

Batalla de Platea, 479 a.C.


Antecedentes

Pausanias, nuevo comandante de Esparta y de los griegos

La batalla
Consecuencias

Batalla de Tanagra, 456 a.C.

Antecedentes

La Primera Guerra del Peloponeso

La batalla

Consecuencias

Batalla de Anfípolis, 422 a.C.

Antecedentes

La derrota de Esfacteria

El joven Brásidas

La batalla

Consecuencias

Batalla de Mantinea, 418 a.C.

Antecedentes

Esparta pasa a la acción

La batalla

Consecuencias

Batalla de Sicilia, 414 a.C.

Antecedentes

La batalla
La llegada de Gilipo

El desenlace del Gran Puerto

Consecuencias

Batalla de Notio, 406 a.C.

Antecedentes

El resurgir de Esparta: Lisandro y Ciro

La batalla

Consecuencias

Batalla de Egospótamos, 405 a.C.

Antecedentes

La batalla

Consecuencias

SIGLO IV

Batalla de Coronea, 394 a.C.

Antecedentes

La batalla

Consecuencias

EPÍLOGO

BIBLIOGRAFÍA
EL AUTOR

José Alberto Pérez Martínez (Madrid, 1981) es licenciado en Geografía e Historia por la
UNED (2006). Ha investigado sobre el ejército espartano y obtenido por ello el Diploma de
Estudios Avanzados (2012). Prepara la defensa de su tesis doctoral basada en el colapso económico
y social de Esparta en el siglo IV a.C.
Funcionario de carrera, su trabajo literario se extiende también a la reciente publicación de su
primera novela “Amos del Mundo” (2014) y la publicación de diversos artículos de historia en
revistas científicas. Muy vinculado también al mundo de la salud y el fitness, fue Campeón de Madrid
de Taekwondo (promoción 2010) y ha trabajado como entrenador personal durante diez años.
Además, ha colaborado con diversos blogs del mundo del deporte como Puntofape y Efeblog,
publicando más de cincuenta artículos.
A mi madre, a quien todas mis palabras debo.
PRÓLOGO
Siempre hemos oído hablar acerca de Esparta como una súper potencia militar de la antigüedad
clásica. Sin embargo, la mayoría de las obras que se han escrito sobre ella se han limitado a dibujar
un aspecto general de la sociedad lacedemonia en su conjunto, olvidando o pasando de “puntillas”,
precisamente, por el aspecto más característico de su configuración: el militarismo. El elemento
bélico ha ocupado un espacio limitado dentro de las grandes obras de los historiadores espartófilos
más afamados, quedando reducido a unos pocos epígrafes en el contexto general de las mismas.
Conocemos, gracias a éstas, características militares tales como la disciplina o la férrea educación a
la que los muchachos espartanos se veían sometidos desde su tierna infancia. Sin embargo,
conocemos solo de manera tangencial la aplicación práctica que esa disciplina tuvo sobre el terreno.
Ese es el principal motivo que me empujó a tomar la decisión de llevar a cabo esta breve
compilación de batallas que, bien por su trascendencia histórica, bien por su importancia táctica,
deberían servir de base para un conocimiento más concreto del espectro militar espartano y, por
extensión, de la guerra. Resulta paradójico que a una sociedad de marcado carácter militar como la
espartana, no se le haya dedicado aún una obra de este tipo a fin de ofrecer al lector la posibilidad
de manejar si quiera, una breve síntesis del asunto.
Realizar una selección, nunca es tarea sencilla. En mi anterior libro “Espartanos, los hombres
que forjaron la leyenda”, expliqué los motivos por los que esos y no otros, fueron los hombres
escogidos para dar forma a semejante obra. Siempre habrá quien se muestre en desacuerdo y, al
contrario, quien crea que tal recopilación fue bastante acertada. En el caso de “Esparta, las batallas
que forjaron la leyenda”, he escogido los once enfrentamientos que, a mi parecer, más relevantes
resultaron para la ciudad lacedemonia. La mayoría de ellos, tuvieron lugar en el siglo V a.C. en el
contexto de la Guerra del Peloponeso contra Atenas, pero también me pareció interesante destacar
dos que desbordarían ambas de orillas del citado siglo a saber, una de mediados del siglo VI, la de
“los Campeones”, y otra posterior del siglo IV a.C, la de Coronea. La primera, por ser la más antigua
de la que nos ha llegado información suficiente como para situarla en un pequeño contexto y relatar
algunos detalles acerca de su desarrollo y consecuencias. Es cierto que, anterior a ésta, tuvo lugar la
famosa “Batalla de las Cadenas”, aquella en que los espartanos marcharon a luchar contra los de
Arcadia llevando consigo los grilletes que les colocarían en las muñecas una vez derrotados, -algo
que, por cierto, no ocurrió y fueron los espartanos los que acabaron encadenados- sin embargo, la
casi ausencia total de datos para elaborar un contexto más amplio que me permitiera introducirla en
esta selección, fue lo que me obligó a descartarla. Por otro lado, las batallas que tuvieron lugar ya en
el siglo IV a.C. –amén de la de Coronea- no fueron, en su mayoría, más que una sucesión de derrotas
espartanas que precipitaron el fin de su hegemonía sobre Grecia. Quizá sea ésta materia más
adaptada para una obra original en torno a las causas del ocaso espartano que para el presente
trabajo, orientado sin duda, a ensalzar las victorias lacedemonias a lo largo de buena parte del
período clásico.
Por otro lado, ha sido mi deseo que todas las batallas respondan a un mismo esquema en su
desarrollo, esto es, unos Antecedentes, cuya función es situar al lector en un contexto histórico que
otorgue sentido al relato de la batalla misma, así como un conocimiento suficiente del período en
cuestión; una Batalla, que conforme el núcleo de la narración del enfrentamiento en sí mismo y unas
Consecuencias, que vendrían a ofrecer la perspectiva general de lo que tal batalla supuso en un
marco general más amplio, tanto para Esparta como para su oponente. Sin embargo, he sido flexible
con este esquema, introduciendo determinados subtítulos que, en mi opinión, ayudarían a hacer más
amena la lectura, evitando textos excesivamente largos y farragosos.
El uso que he hecho de las fuentes ha sido el más básico. Al no hallarme ante una obra de corte
académico, he creído suficiente la utilización de las obras clásicas de Heródoto, Tucídides,
Jenofonte y Plutarco, sin recurrir en exceso a autores contemporáneos. Son precisamente los clásicos
los que más detalles arrojaron acerca de cada asunto y por eso los considero los más adecuados para
este tipo de libros.
En definitiva, estamos ante una obra pensada para el gran público, cuyo fin es el mero
entretenimiento y el conocimiento básico de un aspecto que, a pesar de su relevancia, ha sido muy
ignorado por los autores modernos. Por eso, espero y confío que este sea un libro que agrade al
lector y le sirva de “llave” para un conocimiento más profundo de la apasionante y singular sociedad
espartana.

Sagunto, 2014
SIGLO VI

Batalla de los Campeones, c. 545 a.C.

La batalla de los “Campeones” o de los “300 Campeones” tuvo lugar alrededor del año 545
a.C. sin que podamos determinar el momento exacto. Fue una más de las contiendas que Esparta
mantuvo con su rival Argos, entre los siglos VII y V a.C. Ambas ciudades venían disputándose la
hegemonía de la península del Peloponeso al menos desde entonces y esta batalla supuso no solo
la primera victoria importante de Esparta sobre su rival, sino también un cambio de tendencia a
su favor en cuanto al predominio sobre la península. La originalidad de su nombre, se debe al
número de contendientes que presuntamente utilizaron ambas ciudades durante la refriega.

Antecedentes
En algún momento entre los años 668-9 a.C. la ciudad de Argos derrotó a Esparta en la batalla
de Hisia. Por aquel entonces, Esparta andaba inmersa en un proceso de expansión hacia el oeste
desde el siglo VIII a.C. en la península del Peloponeso a costa de la región de Mesenia, con la
que ya había librado una guerra de la que había salido victoriosa. Las razones de esta expansión
se centraron principalmente en la escasa fertilidad de las tierras de Laconia, región donde se
hallaba ubicada Esparta, que impedía expandir los cultivos y abastecer a toda su población.
Pronto surgieron los problemas internos en la ciudad y no fueron pocos los que abogaron por una
conquista de las fértiles extensiones de Mesenia, la región vecina situada al oeste de Laconia.
Por su parte, desde finales del siglo VIII a.C. y comienzos del VII a.C. Argos vivía una época de
esplendor merced a su rey Fidón. Fidón, rey hereditario de Argos, desarrolló las competencias
inherentes a su cargo hasta el extremo de gobernar de manera despótica. Tanto es así que
muchos historiadores (entre ellos Aristóteles) coinciden en que su figura terminaría
pareciéndose más a la de un tirano que ejerció su cargo en muchos aspectos al margen de la ley,
que a la de un rey que se limita a aplicar sus legítimas funciones. En efecto, su ingenio militar
fue uno de los rasgos más destacados de su personalidad y gracias a su ambición, logró la
unificación de todo el territorio de Argos. En el terreno estrictamente militar, se le atribuye la
primera adopción de la lucha en Falange por un ejército griego; una formación cerrada de
combate colectivo y compacto que vendría a sustituir a la lucha individual propia de época
homérica. Además, se atribuye también a Fidón una estandarización de pesos y medidas, además
de la usurpación de la organización de los Juegos Olímpicos a la región de Elis.

La aparición de este brillante e ingenioso rey unida a sus determinantes acciones, lograron que
Argos se erigiera así en una importante ciudad preparada para establecer su hegemonía en el
Peloponeso y defenderla contra cualquier otra. Y a decir por la victoria de Esparta en el monte
Itome sobre los mesenios (c. 722 a.C.) ésta sería la ciudad candidata con la que disputarse
semejante “trono”. Dadas las exitosas campañas que ambas ciudades estaban llevando a cabo,
parecía que el enfrentamiento mutuo no tardaría en producirse, lo que de hecho ocurrió en 668-
9 a.C. en Hisia (Argólida). En esta batalla la victoria de Argos fue completa y la severidad con
la que los espartanos fueron derrotados debió de ser lo suficientemente grande como para estar
casi un siglo silenciados por las fuentes históricas. El éxito de Argos en aquella jornada podría
haberse debido a su temprana adopción de esa lucha en falange, algo desconocido aún para los
espartanos. Lo que no parece posible afirmar es que al frente de las unidades argivas estuviera
ya su rey Fidón. Pero si no estuvo, es indudable que su herencia habría perdurado aún en el
aspecto militar y ello habría valido a los argivos para establecer su hegemonía sobre el
Peloponeso durante los siguientes cien años. A modo de anécdota, relata Pausanias que allí, en
Hisia, se excavaron las fosas comunes de los argivos que vencieron a los lacedemonias en dicha
contienda (2, 24, 7).

La venganza de Esparta
Si bien el siglo VI conoció la ascensión y hegemonía de Argos sobre la península del
Peloponeso en el aspecto militar, el cambio de siglo fue tes tigo del progresivo ocaso de esta
ciudad, así como de su sustitución por la polis lacedemonia. Sin embargo, este proceso fue largo
y no se produciría hasta mediada la centuria, cuando Esparta adoptara su afamada y
militarizada organización socio-política.

Como dijimos, la derrota de Esparta en Hisia fue tan severa que es muy posible que incluso
llegara a influir en la adopción de nuevas medidas de orden interno orientadas a diseñar no solo
una formación militar más moderna y adecuada a las nuevas técnicas asimiladas por Argos casi
un siglo antes, sino también otras tantas destinadas a nutrir desde la base de su sociedad civil a
esa nueva organización militar. La implantación del sistema ideado por el legendario Licurgo se
produciría muy probablemente en este siglo pero siempre de manera progresiva y
circunstancial. A resultas de esta aplicación, todos los ciudadanos espartanos quedaron
sometidos a un ortodoxo régimen militar que encumbraría a los ciudadanos nacidos en Esparta
al vértice de su pirámide social y los consagraría por entero a la defensa de la ciudad. Ninguna
otra polis griega adoptaría semejante fórmula y podríamos decir que los espartanos serían los
primeros en tener un ejército realmente profesional.

En el año 560 a.C. el trono de Esparta fue ocupado por Anaxándridas II de la dinastía Agiada y
padre del ilustre rey Leónidas. A su vez, sería Aristón de Esparta en 550 a.C. quien ostentara la
corona por parte de la dinastía Euripóntida, (recordemos que Esparta tenía dos reyes) Durante
sus reinados y a causa de los cambios socio-políticos antes mencionados, Esparta mantuvo una
activa política exterior que la llevó a intervenir en diferentes asuntos de otras ciudades griegas.
Es de recordar, por ejemplo, su lucha contra los tiranos como Polícrates de Samos o los
hermanos Hipias e Hiparco de Atenas, además de la alianza con Creso de Lidia. Pero el hecho
que marcó, sin duda, el reinado de ambos reyes fue la decisiva victoria que obtuvieron sobre la
ciudad de Argos y que le valdría a Esparta invertir la tendencia hegemónica que ésta mantenía
en el Peloponeso desde el siglo anterior. Por su parte Argos, desde finales del siglo VII irá
perdiendo poco a poco la fuerza militar que la había caracterizado y tocará fondo precisamente
a causa de la derrota contra Esparta.

La batalla
Aunque es presumible que tras la batalla de Hisia del siglo anterior, espartanos y argivos no
dejaran de vigilarse mutuamente, la única posibilidad que tendrían para medir sus fuerzas no se
produciría hasta bien entrada la mitad del siglo VI. Sin embargo, a decir por el casus belli que
dio inicio al enfrentamiento, se podría decir que tal lucha podría haberse producido años atrás.
Y es que el territorio de Tirea, al E del Peloponeso, era una zona que podríamos llamar de
“frontera” que dividía las zonas de influencia de Argos y Esparta. Era un territorio en disputa
que, si bien Heródoto nos informa de su pertenencia a la Argólida (Hdt. 1, 82) también nos
revela que era un territorio objeto de constante litigio (Hdt. 8, 73, 3).

La narración de la campaña está monopolizada por el relato de Heródoto quien nos da cuenta
de que, habiendo salido los argivos con objeto de recobrar dicho terreno, mantuvieron a su
llegada un parlamento con los espartanos. Parece que ambos bandos habrían acordado no
utilizar el grueso de sus ejércitos y, sin embargo, escoger de entre éstos a los 300 mejores
soldados de cada lado y enfrentarlos en un combate a muerte por la conquista de dicha región.
Uno de los requisitos indispensables alcanzados en tal acuerdo, fue la retirada durante la
contienda del resto de las tropas a fin de que no tuvieran la tentación de ayudar a ninguno de los
dos bandos en lucha.

Cuando por fin sellaron el trato, los ejércitos se retiraron a sus respectivas regiones quedando
en el campo de batalla exclusivamente los 300 soldados escogidos de Esparta y los 300 escogidos
por Argos. Una vez que trabaron batalla, parece que los hechos resultaron extremadamente
igualados entre ambas potencias y, a pesar de haber estado combatiendo todo el día, la noche se
les echó encima. Al final, solo tres guerreros quedaron en pie a saber, Alcenor y Chromio por
parte de los argivos y Othryades por parte de los espartanos. Como no podía ser de otra
manera, el resultado de la batalla fue extremadamente polémico ya que los soldados argivos,
creyéndose vencedores, marcharon del campo de batalla hasta su ciudad con el fin de contar lo
sucedido y revelar a sus conciudadanos que de su bando eran dos los que habían quedado vivos
mientras que del bando espartano solo uno era quien se mantenía en pie. Por su parte, el
soldado espartano permaneció en el campo de batalla despojando a los argivos caídos de su
armamento y llevándolo al campo de los suyos, lo cual se interpretó como un gesto de victoria.

Al día siguiente, ambas naciones se presentaron en el lugar pretendiendo apropiarse del


triunfo. Argos argumentaba que eran dos los soldados de su bando que permanecían vivos,
mientras que espartanos solo quedaba uno. Esparta en cambio, afirmó que su soldado era el
único que no había huido del campo de batalla y que había mantenido su puesto y despojado a
los enemigos de sus armaduras. Puesto que el acuerdo parecía difícil de alcanzar, una nueva
refriega tuvo lugar entre ambas ciudades a causa de esta disputa y, esta vez sí, Heródoto hace
referencia a que en esta ocasión la victoria cayó del lado lacedemonio.

Como anécdota, el historiador deja constancia de que a partir de esta lucha, los argivos, que
antes se dejaban crecer el pelo, ahora se lo empezaron a cortar y sus mujeres tuvieron
prohibido engalanarse con oro hasta que aquel territorio no fuera recuperado para su patria. Y
precisamente, del lado espartano surgió la ley que los obligó desde entonces, a dejarse la
cabellera larga. Por su parte, el lacedemonio Othryades no fue homenajeado como un héroe en
Esparta, sino más bien al contrario. Avergonzado por no haber caído en el campo de batalla al
igual que todos sus compañeros, parece que no pudo resistir el agravio público al que fue
sometido y decidió quitarse la vida en la misma Tirea.

Para Paul Cartledge, esta derrota sufrida por Argos podría equipararse perfectamente a la
sufrida por Esparta en Hisia y se podría establecer como el definitivo ocaso hegemónico de la
ciudad en el Peloponeso. Para Esparta, por el contrario, fue todo un acontecimiento y en
conmemoración por tal victoria, quedó inaugurado el festival anual de la Parparonia de
eminente carácter religioso.

Consecuencias
La batalla de los “Campeones” supuso para Esparta el comienzo de una época dorada que le
llevó a constituirse de manera progresiva en una potencia militar de carácter hegemónico
primero en el Peloponeso y, más tarde en toda Grecia hasta el despegue de Atenas. El apogeo
se produciría con la subida al trono de otro de los hijos de Anaxándridas II, Cleómenes I, que
llevaría más allá del Istmo de Corinto la influencia de la recién estrenada hegemonía
lacedemonia.
Fig. 1: Mapa de la Batalla de los Campeones
SIGLO V

Batalla de Sepea 494 a.C.

Si bien dijimos que la victoria de Esparta en la batalla de los “Campeones” en 545 a.C. había
sido decisiva para que el “cetro” del Peloponeso pasara de manos argivas a lacedemonias, dicho
triunfo solo se completaría definitivamente con la derrota que el nuevo rey espartano,
Cleómenes I, asestó a sus vecinos del norte en la batalla de Sepea. Nunca más durante el siglo V
los argivos fueron capaces de recuperarse lo suficiente como para volver a ensombrecer la ya
inabarcable silueta espartana.

Antecedentes

En el año 520 a.C. el rey Anaxándridas murió y quedó planteada la cuestión sucesoria.
Cleómenes era hijo de un segundo matrimonio de Anaxándridas, ya que del primero no había
tenido descendencia. Pero justo después de que naciera Cleómenes, la mujer de ese primer
matrimonio, alumbró por fin a un varón de nombre Dorieo. En virtud de la norma, Cleómenes
era primogénito y por lo tanto, tenía el legítimo derecho a suceder a su padre. Sin embargo,
parece haber existido en Esparta una corriente a favor de que la sucesión recayera en el varón
nacido a posteriori del primer matrimonio, Dorieo. Esta división de opiniones, haría que
Cleómenes, tuviera que hacer frente a una cierta oposición a su nombramiento. Incluso el mismo
Heródoto pareció mostrarse a favor de la elección de Dorieo por creerle más cabal para dicho
cargo que a Cleómenes, del que dijo que tenía “vena de loco”. Finalmente, sin embargo, la
elección recayó sobre éste.

Una vez que la cuestión sucesoria quedó resuelta, el nuevo monarca se resolvió a demostrar su
determinación y su innegable intención de elevar a Esparta a una categoría mayor de la que
había heredado de su padre. De esta manera inició un activo programa de política exterior que
le llevó a intervenir en los conflictos civiles de Atenas e incluso, a albergar un proyecto de
invasión del imperio persa. Sin embargo, el hecho por el que aquí vamos a recordar siempre a
Cleómenes I de Esparta es por haber asestado una derrota cuasi definitiva a su por aquel
entonces máximo rival, Argos en la batalla de Sepea.

En 519 a.C. el líder samio Meandro recaló en Esparta a fin de que su nuevo monarca le
ayudara a expulsar del poder al nuevo tirano de Samos, Polícrates que al parecer, simpatizaba
en demasía con los persas. Pero tanto esta embajada como la protagonizada por Demarato años
más tarde para invadir el imperio persa, fueron rechazadas por Cleómenes I a quien ni los
sobornos de uno y ni los cantos de sirena del otro pudieron desviar de su auténtico objetivo
como era el establecimiento de la hegemonía espartana no solo en el Peloponeso sino en toda
Grecia. Así, mientras rechazaba intervenir en asuntos tan lejanos, entre 510 y 506 a.C. sí
intervino en los revueltos asuntos de los atenienses, que habían acabado con el asesinato del
tirano Hiparco, hijo de Pisístrato. Tras una primera expedición fallida para restaurar a los
Alcmeónidas en el poder de Atenas, dirigió una segunda expedición en persona que terminó con
Hipias, hermano de Hiparco y sus acólitos sitiados en la Acrópolis.

Una vez resueltas estas incógnitas, Cleómenes ya tuvo las manos libres para centrarse en su
siguiente objetivo: Argos.

La batalla

El exitoso camino que Cleómenes I había iniciado contra viento y marea en su política exterior
ayudando a Atenas y rechazando proyectos poco populares en Esparta, pronto tornó en una
sucesión de fracasos que terminaron por dar con sus huesos en la cárcel para terminar con su
sepultura.

Después de ayudar a los Alcmeónidas de Clístenes a librar a Atenas de los tiranos, Cléomenes
fue convencido por Iságoras –que representaba a la facción rival de Clístenes por el poder en
Atenas- para que lo apoyara a él frente a éstos. Ello le valió la enemistad del pueblo ateniense
que lo expulsó de la ciudad. Herido en su orgullo, Cleómenes proyectó así una campaña de
castigo contra la ciudad para la cual trató de atraerse el favor de los corintios. Sin embargo, a la
altura de 494 a.C. en el mismo comienzo de la expedición, Cleómenes fue testigo de cómo los
corintios lo abandonaron creyendo que las razones argumentadas por el monarca espartano
respondían más a presupuestos personalistas que a razones de bienestar entre los griegos.
Además, sus intrigas contra el otro monarca espartano, Demarato, que terminarían por
conocerse y sus expediciones de castigo a Egina por su medismo, habían arrastrado al desgaste
a Cleómenes que, dentro de una violenta e imparable espiral bélica, empezó a contemplar la
posibilidad destruir Argos con el mismo pretexto con el que había castigado a Egina: simpatizar
con Persia.

Así, en ese mismo año de 494 a.C. y tras haber sido informado por un oráculo de que sería él
quien rendiría Argos, condujo un ejército hacia las tierras de la Argólida. Al llegar al río
Erasino, parece que los sacrificios no le fueron propicios por lo que decidió retirarse a Tirea y
desde allí, pasar en barco hasta Tirinto y Nauplia (Hdt. 6, 76-77). Una vez enterados, los argivos
salieron a defender sus costas y se atrincheraron en Sepea. Según relata Heródoto a pesar de la
animosidad con que encararon aquella batalla, parece que recelaban de un oráculo anterior que
les habría informado de una treta que alguien urdiría contra ellos: Cuando la mujer victoriosa
repela en Argos al hombre y lleve la gloria del valiente, hará que corran las lágrimas de muchas
argivas, hará que alguno pasada tal época diga: horrible yace la triple serpiente, domada por la
lanza. Por esta razón los argivos procuraron espiar las órdenes que el pregonero de los
espartanos daba a las tropas cada día para así conocer mejor sus movimientos. Sin embargo, sin
reparar en que todo aquello era sabido por Cleómenes, el monarca espartano ordenó en secreto
a los suyos hacer exactamente lo contrario de lo que ordenaba su pregonero. Así, cuando todos
los argivos creyeron que el pregonero espartano había dado orden de comer, los espartanos
supieron que era la señal para coger las armas y prepararse para la contienda. De esta manera,
las tropas lacedemonias cayeron sobre unos ingenuos argivos que en ese momento empezaban a
comer. El éxito de la argucia fue tal, que muchos de ellos fueron asesinados al instante. Los que
pudieron huir lo hicieron al bosque sagrado de Argos, a donde en teoría, nadie se atrevería a
atacarlos. Pero para entonces, la sed sanguinaria agravada por la presunta demencia de
Cleómenes I informada por Heródoto, ya no conocía límite. Tan pronto como el ejército
espartano concluyó su primer ataque sorpresa, se dirigió al bosque a cerrar el paso a los argivos
que hasta allí habían huido.

Parece que cuando el monarca llegó al frente de sus tropas, alguien le facilitó el nombre de
todos y cada uno de los argivos que allí permanecían guarecidos. Con la falsa promesa de
libertad, ordenó a su pregonero entonar el nombre de cada uno de ellos e instarlos a salir,
diciendo que ya había recibido el precio de su rescate, (que por entonces era dos minas por
prisionero) y que no les infligiría daño alguno. Sin embargo, a medida que fueron saliendo los
primeros 50, no tuvo inconveniente en pasarlos por la espada y acabar con sus vidas sin piedad,
sin que ello le produjera ningún tipo de conflicto moral. Puesto que algunos de los argivos que
seguían en el bosque se percataron de lo que estaba ocurriendo, decidieron entonces resistir y
no salir. Desesperado por no poder acabar de una vez por todas con aquel episodio, Cleómenes
ordenó a sus hilotas rodear el bosque con ramas secas y prenderles fuego. El hecho de que los
bosques estuvieran consagrados a los dioses no parece que amilanara el ánimo del monarca
espartano que se demostró resuelto a conseguir su objetivo de reducir a Argos a cenizas.

Cuando el bosque ya lucía completamente en llamas, Cleómenes se sintió satisfecho y


permaneció con un nutrido grupo de su ejército para ir a rendir los sacrificios pertinentes al
Hereo.

Su comportamiento estaba siendo desde todo punto de vista, censurable. Semejante atrocidad
se consideraba algo impropio de griegos, y desde luego no fueron pocos los que pidieron su
comparecencia en Esparta. Sin embargo, eso no turbó al monarca lo más mínimo que cuando vio
como el sacerdote de Juno se oponía a sus sacrificios en el Hereo, ordenó azotarlo y llevar
adelante el ritual.

Por fin, su comportamiento fue digno de reproche y a instancias de sus enemigos, fue llamado a
declarar delante de los éforos, que le acusaron de soborno por no haber tomado la ciudad de
Argos tras el incendio y cuando gozaba de unas condiciones inmejorables para llevarlo a cabo.
Consecuencias

El hecho de no haber tomado la ciudad de Argos, no significa que el daño causado no fuera
irreparable. De hecho, según refiere Heródoto, la ciudad quedó tan huérfana de ciudadanos que
tuvieron que ser los esclavos los que quedaran al cargo de los empleos públicos hasta que la
siguiente generación alcanzara la edad suficiente para su desempeño. Por si fuera poco, esa
devolución de los puestos públicos que los esclavos tendrían que haber hecho, no se produjo de
manera pacífica sino que, al parecer, los argivos expulsaron a los esclavos de la mala manera.
Resentidos, los esclavos organizaron una lucha contra sus otrora señores y los siguientes años
que debían haber sido de paz y recuperación de Argos, desembocaron en una violenta stasis o
crisis interna argiva que acabó con otro buen puñado de cadáveres entre sus filas.

Por su parte, la suerte que el destino tenía reservada a Cleómenes no era mucho mejor que la
de sus derrotados argivos. Cansados de la actitud cada vez más agresiva y violenta del monarca,
y conocida la trama que había preparado contra Demarato, fue llamado a Esparta para que
declarara por sus acciones. Receloso de su ciudad, Cleómenes marchó a Arcadia donde parece
que trató de organizar un ejército que marcharía contra su misma ciudad a fin de imponer su
voluntad. Finalmente, parece que estas intenciones fueron desterradas y Cleómenes regresó a
Esparta pacíficamente. Una vez allí fue apresado. Durante su cautiverio, refiere Heródoto que,
inmerso ya en una locura demencial, pidió a su guardia su sable y con él se practicó una
horrorosa carnicería en todas las extremidades de su cuerpo hasta fallecer desangrado.

Si bien Argos y Cleómenes habían hallado trágicos finales, no se puede decir lo mismo de
Esparta que ahora, gracias a la fructífera política exterior de estos años había conseguido
retener no solo el dominio efectivo del Peloponeso, sino además extender su influencia sobre el
resto de Grecia y consagrarse como una auténtica potencia militar.
Fig. 2: Mapa de la Batalla de Sepea.
Batalla de las Termópilas 480 a.C.

Quizás nunca en la historia una derrota haya tenido tanto sabor a victoria como el caso de la
batalla de las Termópilas. Este hecho podría achacarse a la difusión que han hecho medios como
el cine y la televisión quienes, a la hora de representar un capítulo verdaderamente atractivo
para la audiencia, han escogido sin dudarlo, el de esta batalla por su conjugación de
romanticismo y heroicidad. “The 300 spartans” de Rudolph Maté en 1961, y más recientemente
en 2007, “300” de Zack Snyder con su correspondiente secuela en 2014, son probablemente los
intentos más exitosos de hacerse eco del legendario episodio que tuvo lugar un día de 480 a.C.
Pero no solo el cine y la televisión, sino también videojuegos, cómics, canciones, camisetas,
nombres de estadios, recogen de una manera o de otra los nombres del rey Leónidas o las
Termópilas. Como consecuencia de ello, no solo estos nombres se han visto reforzados por la
historiografía, sino también el de Esparta y su historia en general. De hecho, esa visión
idealizada de una sociedad guerrera capaz de morir por sus ideales, fue revindicada en otros
momentos de la historia en circunstancias similares por unos y otros bandos en liza. La
búsqueda en Google “Leónidas I”, arroja en la actualidad más de 29 millones de resultados, es
decir, más que ningún otro espartano de la historia y a la altura de los gran des iconos del cine o
la música, lo que da idea de la importancia de su hazaña. Este hecho nos obliga a reflexionar
acerca de la envergadura de la gesta llevada a cabo en aquella magnífica batalla. Pero, para
conocer realmente donde reside la importancia de aquel capítulo, pasemos a analizar sin más
preámbulo los detalles de ese interesante capítulo de la historia.

Antecedentes

Los años que transcurren desde 499 a.C. hasta 480 a.C. son años de gran incertidumbre en
toda Grecia. Es el período histórico conocido como las “Guerras Médicas” en el que se suceden
diferentes enfrentamientos entre el imperio persa y las polis griegas. En 499 a.C. las intrigas del
sátrapa de Mileto, Aristágoras, instando a los griegos a ayudar a las ciudades jonias contra
Persia, lograron arrastrar al conflicto a Atenas, que decidió enviar barcos en ayuda de su
rebelión. Sin embargo, la insolencia de la joven ciudad griega que acababa de salir de un período
muy convulso de su historia, solo logró soliviantar al que por aquel entonces era conocido como
el Gran Rey, el emperador de Persia, Dario. Una vez que Dario sofocó la rebelión, tomó buena
nota de quiénes eran aquellos que habían ayudado a las ciudades jonias y, sin duda, el nombre de
los atenienses saltó el primero en su lista y se grabó a sangre y fuego en su memoria con el fin
de hacerles pagar por el daño causado. Mientras que Cleómenes I de Esparta parecía haber
intuido bien las consecuencias que traería el haber aceptado la trama de Aristágoras y las había
rechazado, los atenienses por el contrario, habían agotado en exceso la paciencia del emperador
y ahora se preparaban para que recayera sobre la ciudad toda su furia.
Ante el temor de ser arrasados, en 490 a.C. los atenienses solicitaron el auxilio de Esparta que,
de buena gana, habría dejado que los persas acabaran con su mísera existencia. Sin embargo, el
sentimiento común de pertenencia a la madre Grecia, intercedió en el ánimo de los espartanos
que se decidieron a enviar un contingente a fin de prestar apoyo en un presumible ataque persa
a la ciudad del Ática. Puesto que los espartanos querían evitar a toda costa que los excesos
atenienses les perjudicaran demasiado, la ayuda prometida no partió inmediatamente para
Atenas, sino que demoró su salida hasta la celebración de determinadas fiestas religiosas. Los
atenienses, comprendiendo que estarían solos ante su destino y conscientes de que el imperio
persa ya avanzaba hacia su ciudad, decidieron pertrecharse lo mejor que supieron.

En el mismo año de 490 a.C. poco convencidos pero resueltos, los estrategos atenienses entre
los que se encontraban hombres de la talla de Temístocles o Milciades, decidieron resistir todo
lo posible hasta la llegada de los refuerzos espartanos. La estrategia era sencilla: no verse
desbordados por los flancos. Si los persas lograban desbordar las alas atenienses, pronto se
verían rodeados y su ciudad reducida a cenizas en cuestión de horas. Por tanto, el objetivo era
claro: buscar un enclave alejado de la ciudad pero que, al mismo tiempo, por sus características
naturales, permitiera a los atenienses cubrir o minimizar su falta de efectivos. La llanura de
Maratón se tornó así en el sitio adecuado. La extensión permitía a los atenienses luchar al modo
hoplita, y por otro lado, estrechaba el espacio disponible, es decir, dificultaba que la caballería
persa pudiese desbordar las líneas atenienses por los flancos, gracias a los accidentes
geográficos que existían. Tras una encomiable maniobra, las tropas atenienses dejaron que el
centro de sus tropas se “hundiera”, de manera que sus flancos quedaran a la altura de las tropas
enemigas para envolverles, cerrarles por la espalda y masacrarles en un agujero sin salida.
Aquella victoria contra pronóstico, llevó a todos los habitantes de la Hélade a sumirse en el más
absoluto optimismo. Las multitudinarias tropas del imperio habían sucumbido ante un ejército
menor y aquella gesta no caería en el olvido. Cuando los atenienses aún estaban en plenas
celebraciones por la victoria, las tropas espartanas llegaron a Atenas. Al ver que la contienda
había concluido con gran éxito para las filas atenienses, los espartanos les felicitaron por su
valentía y arrojo y regresaron a Esparta.

El momento de Leónidas I

Es poco lo que se sabe acerca de la vida personal del rey Leónidas. Al igual que Dorieo y
Cleómbroto, fue hijo de Anaxándridas y hermanastro de Cleómenes I. Al no ser primogénito y
estar llamado a ser rey, realizaría la agogé y en su edad adulta se casaría con Gorgo, hija de su
hermanastro Cleómenes. Los años de su reinado darían comienzo a la muerte de Cleómenes en
490 a.C. y serían testigos del ascenso de Jerjes al trono de Persia, tras la muerte de Dario
acaecida en 486 a.C. mientras se preparaba para sofocar la revuelta que había estallado en
Egipto. Su hijo fue quien heredó tanto el imperio como los planes de someter a los griegos.

En 483 a.C. Jerjes decidió poner rumbo a Grecia con toda su “artillería” por tierra y por mar.
La importancia que aquella empresa tenía para el rey de los persas quedó patente cuando en su
trazado marítimo hacia Grecia, las naves del ejército que se dirigían hacia allí, se toparon con
un enorme istmo de tierra que no dejaba otra opción que bordear la península del monte Athos,
con la consecuente pérdida de tiempo y recursos. Sin dudarlo ni un solo instante, Jerjes, tras
consultar con sus ingenieros, decidió “atravesar” literalmente la tierra que se oponía a su paso,
construyendo un inmenso canal que permitiera circular por él a dos naves en paralelo y
continuar en línea recta hacia su objetivo, en lo que constituyó un auténtico alarde de
ingeniería. Parecía que nada ni nadie podía detener a aquel impetuoso ejército. Probablemente,
el efecto que estas noticias tuvieron sobre las diferentes poblaciones griegas fuera brutalmente
paralizante. Por ello no es de extrañar que muchas de ellas decidieran someterse antes de que
Jerjes se lo pidiera. Incluso Esparta, que consideraba aquella invasión como un castigo divino a
la afrenta cometida años antes, cuando algunos de sus ciudadanos arrojaron a un pozo a los
enviados persas, decidió enviar a dos de sus ciudadanos más valiosos a la corte del Gran Rey
con el fin de expiar sus culpas ofreciéndoles para el sacrificio. A fin de conocer las dimensiones
de aquel al que los rumores se referían como el ejército más grande jamás visto, cuenta
Heródoto que los griegos enviaron a tres exploradores al Asia menor y que, tras ser
descubiertos, al contrario de lo que se pueda pensar, no fueron asesinados, sino que, muy al
contrario, Jerjes ordenó mostrarles hasta la última pieza de su ciclópeo ejército, con la idea de
que, aterrados ante tal visión, corrieran a prevenir a sus compatriotas de aquel mal al que se
enfrentaban. Y así lo hicieron.

El temor comenzó a extenderse como la pólvora por toda Grecia y a finales del invierno de 480
a.C, unas setenta ciudades se dieron cita en el istmo de Corinto con el fin de preparar una
estrategia conjunta para repeler al invasor. Como decíamos, a la reunión no acudieron todas las
ciudades de los griegos, ya que muchas optaron por no tomar parte decidida por ningún bando,
en función de cómo se desarrollaran las circunstancias. Otras, por el contrario, anticipándose a
lo que pudiera pasar, preveían una victoria segura de los persas, por lo que se apresuraron a
entregar la “tierra y el agua” a los enviados de Jerjes cuando éste se lo pidió. Mención aparte
merecen los casos de Tebas y Argos. Ambas ciudades tenían sus contrapuntos en Atenas y
Esparta, respectivamente. Ello les empujó a imaginar que una victoria del imperio persa, les
libraría de sus máximos rivales, otorgándoles, probablemente, el protagonismo que no fueron
capaces de ganarse por sí mismos. Por ello, desde el principio su apego a la causa Persa fue
manifiesta. Circulan no pocos rumores acerca de que Argos rechazó alinearse con los griegos a
causa de la soberbia de los espartanos, quienes les respondieron que ellos eran los más aptos
para el mando, puesto que tenían dos reyes y los argivos solo uno. Y por esa misma razón, no
podían desposeer de “imperio” a ninguno de ellos. Aquella respuesta, indudablemente, no debió
sentar nada bien entre los enviados argivos. Sin embargo tampoco faltan voces que afirman que
el acercamiento entre persas y argivos, ya se había producido con anterioridad, y que estos
últimos les habrían seducido con un próspero porvenir, gratificándoles su neutralidad durante la
empresa de Jerjes en Grecia. Aunque para el momento en que se celebró dicha reunión la
Atenas de Temístocles ya despuntaba por su fuerza naval, los aliados tuvieron a bien entregar
el mando de los ejércitos griegos, tanto por tierra como por mar, a Esparta. Estaban
convencidos de que la experiencia que atesoraba Esparta como fuerza militar del mundo griego,
aun distaba mucho de la voluntariosa Atenas. De esta manera, se resolvió que, mientras que el
rey Leónidas conduciría las tropas aliadas griegas por tierra, el rey Leotíquides haría lo propio
con las naves en el mar. No sabemos cómo sentó la decisión en el seno de los atenienses, y más
en el corazón de Temístocles, quien siempre mostró una ambición desmesurada. Pero lo que sí
está claro, es que el relato que nos dejó Heródoto acerca de las hazañas de Temístocles en las
batallas de Artemisio y Salamina, no dejan de tener un cierto sabor propagandístico. Aunque no
se puede negar que la experiencia en el campo de batalla marítimo quedaba del lado de Atenas,
el papel de Leotíquides al frente de las naves griegas, debió ser mayor que el que Heródoto le
otorga en sus relatos. Sea como fuere, una vez que se eligieron los nombres que comandarían la
expedición, se decidió marchar al lugar más apropiado para cortar el paso a las tropas de Jerjes,
que venían efectuando, desde su entrada en Grecia, una doble vía de circulación, de manera
que las tropas que marchaban por tierra, eran escoltadas muy de cerca por las naves que
seguían por el mar. De ahí que los griegos tuvieran que analizar la operación desde el punto de
vista terrestre y marítimo.

Cuando todos los presentes se pusieron de acuerdo en conceder el mando de la expedición a los
espartanos, entonces discutieron acerca del lugar más apropiado para defenderse de las tropas
de Jerjes. Aunque se escucharon varias opciones, finalmente fueron dos los lugares que se
perfilaron como candidatos: Tesalia y las Termópilas. Cuando hubieron de escoger entre
Tesalia y el angosto paso de las Termópilas, hubo un consenso más o menos generalizado por
esta segunda opción. Tesalia era un lugar mucho más abierto y de llanura, por lo que tratar de
frenar a los persas allí, podía tornarse en misión imposible. Además, el hecho de que tuviera una
situación muy al norte del resto de Grecia, levantaba las suspicacias de los griegos del sur, que
al fin y al cabo, se sentían los principales protagonistas. El paso de las Termópilas contaba con
una estrechez natural importante, ideal para frenar tropas especialmente numerosas y además,
contaba con un antiguo muro realizado por los focenses años atrás para defenderse de los
tésalos. Por si esto fuera poco, su situación más al sur que Tesalia, fue el hecho que terminó por
decidir a los griegos de enviar allí a sus tropas terrestres y a sus flotas a Artemisio. La cercanía
de ambos lugares, les permitiría optimizar y acelerar las comunicaciones entre sí. Si para todos
los griegos, en general, las Termópilas eran el lugar adecuado, es muy probable que para
Leónidas y sus 300, aquel sitio guardara también un significado especial. Al fin y al cabo, los
espartanos decían descender del mismísimo Heracles y, según la mitología, aquel fue uno de los
sitios en los que estuvo el héroe. Por tanto, para los espartanos, que eran fervientes religiosos,
el misticismo que envolvía aquella aventura, agrandaba enormemente la trascendencia del
hecho. Puede que este hecho, junto a una excelente preparación y sumisión a la vida militar,
explique el porqué de tan trágico desenlace. Así, las tropas griegas, capitaneadas por el rey
Leónidas, partieron hacia el paso de las Termópilas y junto a Leónidas y sus 300 espartanos, se
encontraban también 700 tespios, 2000 arcadios, 400 corintios, 400 tebanos y 1000 hoplitas
focenses. En frente, el ejército persa, formado por unidades de las más diversas nacionalidades
que convivían bajo el mismo techo de su imperio. Su número ha sido largamente discutido y
oscila desde los más de dos millones de hombres dados por Heródoto o los cuatro por Simónides
de Ceos, a los historiadores que han creído más prudente señalar una cifra aproximada de
entre 200.000 y 400.000 hombres.

La batalla

Desde la llegada del pequeño contingente liderado por Leónidas al paso de las Termópilas
hasta las primeras hostilidades, transcurrieron cinco días. En ese quinto día los persas, que
habían intentado sin éxito conminar a los corajudos griegos a deponer su actitud, decidieron
avanzar sobre ellos. El planteamiento del choque se basó en un ataque frontal contra sus líneas,
que se hallaban alineadas bloqueando la parte más angosta del paso. Sin embargo, en un
estrechamiento de terreno tan acusado, solo había espacio para un número determinado de
soldados, lo que hacía que el alto número de efectivos que componía el ejército de Jerjes, no
fuera efectivo. Los griegos “solo” tendrían así que aguantar las embestidas de unos soldados
persas armados con escudos de mimbre y espadas cortas, que poco o nada tendrían que hacer
contra las erizadas lanzas de los griegos.

La original y bien planteada estrategia de Leónidas dio sus frutos y la estrepitosa derrota
sufrida por ejército persa hizo comprender al Gran Rey que la victoria en aquel lugar no
pasaría tanto por el número de efectivos como por el ingenio que le permitiera alcanzar a unos
soldados griegos bien atrincherados y difíciles de rodear.

Sin embargo, puede que el inesperado revés empujara a Jerjes a tomar medidas urgentes y
poco planificadas, deseoso de acabar con una situación que empezaba a vislumbrarse humillante.
Recordemos que era el ejército más extenso del mundo el que estaba siendo incapaz de
doblegar a un puñado de griegos acantonados entre las rocas. Lejos de interpretar
adecuadamente esa primera derrota como una señal de advertencia, Jerjes se precipitó y
decidió enviar a las unidades de élite de su ejército, los famosos “Inmortales” a concluir el
trabajo. Pero una vez más, volvió a caer en el error al creer que todo dependía del número de
soldados que se presentara en el campo de batalla. Como si el anterior contingente solo hubiera
sido derrotado a causa de su falta de maestría en el combate, apostó a que sus diez mil
inmortales serían lo suficientemente diestros como para manejar la situación y los envió con
paso firme y directo al mismo paso donde el día anterior ya había sido derrotado.

Como era de esperar, el minúsculo ejército griego liderado por los 300 espartanos, solo tuvo
que aplicar la misma táctica que el día anterior: la resistencia. Ni uno solo de los ataques
lanzados por los inmortales fue lo suficientemente potente como para desbaratar las líneas de
Leónidas. Y es que es muy probable que, debido a las estrecheces del paso, los diez mil soldados
persas nunca fueran capaces de atacar al unísono; la única fuerza efectiva de éstos se reduciría
exclusivamente a los primeros cientos que llegaran al angosto desfiladero antes de que se éste
se abarrotara. Así, con las fuerzas mucho más equilibradas, el ejército persa volvió a salir
derrotado por segunda vez en apenas unos días. A juzgar por las palabras de Heródoto,
Leónidas humilló a los persas simulando una retirada ficticia de sus tropas. Cuando los persas
emprendieron la persecución de los soldados espartanos de manera desordenada, entonces
Leónidas dio orden de dar media vuelta y ante su sorpresa, las tropas espartanas no tuvieron
más que aplastar a unos enemigos dispersos y sin formación, absolutamente vulnerables ante la
milimétrica y compacta apisonadora lacedemonia.

Nunca sabremos cuál fue la sensación del Gran Rey al contemplar a lo más selecto de su
ejército derrotado nuevamente y esta vez, de una manera tan vergonzante, pero es probable
que la desesperación cundiera en su persona y que seguramente fuera por ese motivo por el que
decidió que nunca habría piedad con aquel grupo de rebeldes una vez que fueran capturados.

Al comenzar el siguiente día, Jerjes debió de intuir que, a pesar de las victorias cosechadas por
los griegos, las tropas enemigas estarían exhaustas y relativamente agotadas. Sin haber sufrido
importantes bajas, habían resistido dos tremendas cargas de la infantería persa, que les habrían
provocado el cansancio y los primeros soldados heridos. Además, la ausencia de tropas de
recambio no venía sino a agravar el problema, puesto que eran los mismos soldados que había
combatido el día anterior los que se veían obligados a volver a resistir los envites enemigos con
la mitad de fuerzas. Aquel rápido e ingenuo cálculo le llevó a pensar que no aguantarían un
nuevo ataque de su infantería, por lo que resolvió ejecutarlo. Pero al igual que en las ocasiones
anteriores, se equivocó.

Sin saber de qué manera, los espartanos resistieron el enésimo choque de la infantería persa
que, incapaz de doblegar a las tropas de Leónidas, terminó por ceder y retirarse de nuevo.

Tras tres fracasados intentos, la situación en el bando persa era extremadamente urgente. Se
veían incapaces de derrotar a un enemigo realmente pequeño y cansado y no podían evitar la
imagen de debilidad que sus tropas estaban transmitiendo al mundo y eso, en un imperio
compuesto por tantas nacionalidades diferentes, era una auténtica bomba de relojería. Si su
ejército era incapaz de imponerse por la fuerza a un enemigo tan reducido, la amenaza de
sublevación entre las naciones oprimidas que componían su imperio, podía convertirse en
realidad y enfrentarse así a una posibilidad muy real de fragmentación.

Mientras todas estas preocupaciones rondaban la cabeza de Jerjes, Heródoto relata que un
extraño personaje de origen incierto –aunque griego-, acudió a su tienda solicitando audiencia.
Traía consigo un mensaje que a los soldados de Jerjes les pareció lo suficientemente
interesante como para presentarle ante el Gran Rey y que se lo revelase en persona. El
personaje en cuestión era un pastor de la zona llamado Efialtes. Muy probablemente movido
por el deseo de recompensa, Efialtes calculó que si le contaba su secreto al Gran Rey, éste le
estaría tan agradecido que le recompensaría muy generosamente de por vida. Al fin y al cabo,
iba a revelarle la solución definitiva para vencer a los griegos, y sabía que tras unos primeros
intentos fallidos, el precio a pagar por conocer su secreto sería realmente alto. Una vez que lo
admitió a su tienda, Jerjes decidió escuchar con atención los consejos de aquel griego que decía
poder mostrarle cómo conseguir lo que sus miles de experimentados soldados no habían
conseguido todavía. Aquel pastor que, gajes del oficio, seguramente tenía un conocimiento muy
amplio de la orografía del lugar, terminó por señalarle el camino que sus tropas habrían de
seguir para abordar por la espalda a los griegos y que éstos no tuvieran ninguna oportunidad de
resistir. Un recóndito y estrecho lugar conocido como senda Anopea, conducía directamente a la
retaguardia de su enemigo, rodeando la posición que actualmente ocupaban. Aquel camino
seguramente habría sido imposible de conocer para alguien que no fuera del lugar, pero aunque
así fuera, Leónidas, dando muestras de una previsión excepcional, apostó allí a un batallón de
focenses que serviría de alerta en el caso de que a las tropas de Jerjes se les ocurriera
acercarse por allí. Pero esta vez, su previsión no fue suficiente.

De esta manera tan peculiar, fue como la suerte volvió la espalda a los griegos. Una fuerza de
alrededor de 20.000 persas atravesaron de madrugada la senda Anopea y espantaron a los
focenses que no tuvieron ocasión de trabar combate con ellos. El adivino Megistias ya habría
vaticinado para entonces a los griegos su desdicha al rayar el alba. Mientras la oscuridad de la
noche ocultaba la imparable marcha de los persas hacia la retaguardia de los griegos, la voz de
alarma de los centinelas allí apostados acerca de su inminente llegada corrieron como la pólvora
por el campamento griego creando un estado de gran confusión. Todos entendían que atrapados
por la espalda y acosados desde el frente, su suerte estaba echada. Leónidas decidió convocar
entonces con carácter de urgencia un consejo con representantes de todas las ciudades griegas
allí presentes para decidir el futuro inmediato de sus tropas. Como era de esperar, algunos
siguieron apostando por retornar al istmo de Corinto y parapetarse allí, abandonando las
Termópilas. Otros, simplemente creyeron conveniente la retirada sin un destino fijo. Pero tanto
unos como otros esperaron ansiosos las palabras del que a la postre comandaba la expedición, el
rey Leónidas. No conocemos con exactitud cuál sería su reacción ante la actitud de sus
compatriotas, pero analizando las pocas posibilidades que tenían de salir bien parados de aquella
muerte anunciada, lo más probable es que entendiera que de nada serviría retenerles allí contra
su propia voluntad. Y así fue como decidió permitir que todos los que lo desearan, regresaran a
casa. A buen seguro que él mismo, como genio militar habría optado por retornar también y
tomar a todo su ejército a fin de enfrentarse en una batalla más igualada, pero para los
espartanos la cuestión no era tan sencilla. Por un lado, si todas las tropas huían, la velocidad de
los persas habría conseguido atraparles antes de retornar a las ciudades y dar aviso de lo que se
avecinaba, lo que habría llevado inevitablemente a la caída de toda Grecia. Por otro lado,
aunque el primer supuesto no se hubiera dado y todos los griegos hubieran conseguido dar la voz
de alarma, esto no garantizaría tampoco una victoria aún con todos los ejércitos griegos
reunidos. Y finalmente, la cuestión de mayor peso para Leónidas y sus 300: su propia reputación
como espartanos. Él sabía perfectamente que una huida del campo de batalla le habría costado
tanto a él como a sus hombres una vergüenza pública en Esparta absolutamente imposible de
soportar.

Con todas estas opciones, Leónidas decidió permitir la marcha de todos los griegos excepto de
sus propios espartanos y cubrir así con sus propias vidas la retirada de éstos. La amenaza más
aterradora de la historia de Grecia se cernía sobre sus cabezas, por lo que el sacrificio de un
puñado de ellos sería un mal menor si con ello se conseguía poner en alerta al resto de los
habitantes del continente. De este modo, fue como comenzó a tomar forma el oráculo que
tiempo atrás la Pitia había anunciado a los espartanos a propósito de la muerte de uno de sus
reyes a cambio de la salvación de la patria. Junto a los 300 de Esparta, Domófilo, líder de los
tespios, obnubilado por la integra y firme decisión del rey de los espartanos de morir en aquel
desfiladero, decidió quedarse junto a él con sus 700 tespios y salvaguardar la retirada del resto
de los griegos. Además, 400 tebanos retenidos como rehenes por Leónidas debido a su ambigua
posición con respecto a los persas, conformaron la tropa que allí resistió para siempre.

Sabiéndose vulnerados por su espalda, Leónidas y sus 300 dejaron atrás la zona más estrecha
del desfiladero que en aquellos días les había protegido y trasladaron su posición hasta una
planicie de mayor anchura. Su formación en falange, se aferró a la tierra dispuesta a plantar
cara a los miles y miles de soldados persas, llevándose ensartados en la punta de sus lanzas al
mayor número posible de enemigos. Al parecer, la resistencia de los griegos fue encarnizada y
su lucha continuó hasta que sus lanzas terminaron por romperse. Cuando ya no disponían de
lanzas, en un último hálito de vida desenvainaron sus espadas y se abalanzaron sobre la
infantería persa dispuestos a realizar una auténtica carnicería entre sus hombres. En el
transcurso de esta acción, el mismo rey Leónidas sucumbió, dando lugar a otra dura disputa por
recuperar su cadáver. Los espartanos, se afanaban por sacar intacto el cuerpo del campo de
batalla, pero deseaban retenerlo con el fin de ultrajarlo y cobrarse su recompensa por todas las
provocaciones a las que aquel lacedemonio les había sometido. Aunque finalmente el exangüe
cuerpo de Leónidas cayera del lado espartano, de poco sirvió. Cuando todos y cada uno de
aquellos valientes griegos hubieron perecido, Jerjes ordenó decapitar a Leónidas y clavar su
cabeza en una pica.

Consecuencias

A pesar de que el episodio de Termópilas terminó como era de esperar con la derrota de los
griegos, tampoco los persas pudieron hacer valer esta victoria para avanzar inmediatamente
sobre el resto de Grecia. La inesperada tardanza en reducir al pequeño contingente griego por
tierra unido a la derrota que el ateniense Temístocles les infligió por mar en la batalla de
Salamina, obligó a los persas a retrasar su empresa de invadir Grecia. La resistencia en las
Termópilas permitió que la flota griega también resistiera en Artemisio las acometidas persas y
solo una vez que las Termópilas cayeron, se retiró a Salamina. Fue durante ese impasse cuando
los persas lograron avanzar sobre el Beocia y el Ática e incendiar Atenas. Sin embargo, su
tardanza permitió asegurar el istmo de Corinto y evitar una invasión total del país heleno.
Además, la perspectiva de quedar atrapado en Europa al ver cómo sus naves se enredaban en
los estrechos canales de Salamina, hizo que Jerjes retornara a Asia y dejara al mando de la
expedición a Mardonio con la única orden de completar la invasión de Grecia. El nuevo
comandante quedó en aquellas tierras a la espera de poder asestar el golpe definitivo a los
griegos. Una oportunidad que se le presentaría al año siguiente durante la batalla de Platea
(479 a.C.)

Gracias al relato de Heródoto conocemos algunas anécdotas relacionadas con la batalla que
bien por su naturaleza, han pasado a la posteridad como hechos significativamente relevantes y
que ahora merece la pena rescatar.

En la zona en la que los últimos griegos se parapetaron antes de morir, se erigió un león de
bronce en honor a Leónidas, el cual no se ha conservado. Años más tarde, hacia 440 a.C. su
cuerpo sería trasladado a Esparta donde se le erigió un mausoleo en el cual se grabaron los
nombres de los 300 espartiatas muertos junto a él. Algunos autores posteriores llegaron incluso
a considerar la muerte de Leónidas como un sacrificio similar al de Jesucristo. Más de 2400
años han transcurrido desde entonces, y aún a día de hoy la gesta de Leónidas y sus hombres es
bien conocida por todos. La memoria que perduró en Esparta acerca de aquella hazaña se
prolongó en el tiempo, convirtiéndose en el episodio patriótico por excelencia de Esparta. Sin
embargo, la historia no volvería a regalarnos otro Leónidas. Es cierto que durante años,
Esparta conoció a otros genios y grandes militares, pero el peso de las circunstancias en las que
se desenvolvió la aventura de Leónidas por salvar a la civilización griega de su extinción,
hicieron de su vida un hecho absolutamente singular e irrepetible.

El relato de Heródoto evitó que en el olvido cayeran los nombres de algunos de aquellos héroes
que han permanecido con nosotros. Entre ellos se encontrarían el de Dieneces quien, al serle
avisado que las flechas de los persas podían ocultar el sol, contestó que en ese caso, “lucharían
a la sombra sin que les molestase el calor”. Además, los hermanos Alfeo y Marón, hijos de
Orisanto y el tespiense Detirambo, hijo de Amártidas. Por otra parte, una curiosa anécdota es la
que se refiere a Eurito y Aristodemo, a la sazón soldados espartanos, que estaban exentos del
campo de batalla a causa de una enfermedad en los ojos. Cuando tuvieron noticia de que el fin
estaba a cerca, Eurito ordenó a su esclavo que trajera su panoplia y le guiara hasta el campo de
batalla donde finalmente murió peleando. Por su parte Aristodemo, decidió regresar salvo a
Esparta. Allí, entendiendo los espartanos que, al igual que Eurito él también podía haber
luchado, se le declaró maldito y se le apodó el Desertor. Durante un año, Aristodemo se
convirtió en un auténtico marginado social y nadie le ofreció agua o fuego. Sin embargo,
paradojas del destino, su desesperada situación hizo que, al año siguiente se destacara como
uno de los más valientes espartanos en la victoria de Platea, redimiendo la vergüenza de su
memoria. No correría su misma suerte Pantites, quien habiendo sido enviado como mensajero a
Tesalia, cuando regresó a Esparta fue tenido por infame y decidió quitarse la vida ahorcándose
antes que vivir en la desdicha.
Fig.3: Mapa de la Batalla de las Termópilas
Fig.4: Detalle de la Batalla de las Termópilas.
Batalla de Platea 479 a.C.

La batalla de las Termópilas estaba llamada a convertirse en el episodio nacional por


excelencia de la polis lacedemonia. Todo un canto al sacrificio en pos de la gloria de Esparta. Sin
embargo, los espartanos tuvieron la oportunidad de tomarse cumplida venganza de aquella
derrota tan pronto como al año siguiente, cuando comandando una nueva expedición, esta vez sí
de los ejércitos griegos al completo, derrotaron a los persas en la batalla de Platea, lo que obligó
a éstos a abandonar definitivamente la difícil empresa de invadirlos.

Antecedentes

Como relatamos en el capítulo anterior Jerjes, a la cabeza del imperio persa, trató de pasar de
Asia a Europa con la intención de destruir Atenas e invadir toda Grecia, en lo que hoy se conoce
como la Segunda Guerra Médica. Sus planes, sin embargo, fueron contestados por Esparta, que
a la cabeza de un pequeño contingente de soldados griegos y al frente del cual estaba el rey
espartano Leónidas, logró cerrar el paso a las tropas invasoras en el estrecho desfiladero de las
Termópilas. Allí consiguió que acometida tras acometida, los soldados de Jerjes no hicieran más
que estrellarse continuamente contra las bien parapetadas tropas aliadas que nunca perdieron la
formación. Solo la traición de un pastor lugareño que reveló a Jerjes la existencia de un sendero
a través del cual caer sobre la espalda de los griegos, logró que los aguerridos soldados
espartanos fueran vencidos y muertos y su resistencia eliminada de un plumazo. A pesar de ello,
las tropas persas no pudieron completar dicha victoria y, a pesar de llegar hasta Atenas e
incendiarla, tuvieron que retirarse finalmente cuando el ateniense Temístocles desbarató su
flota en las angostas aguas de la isla de Salamina. El desesperado rey Jerjes optó por regresar a
Asia pero dejó al mando de sus tropas al general Mardonio. Le instó a que, de una vez por
todas, aplastara a esos incómodos griegos que ya se estaban rebelando como uno de los
enemigos más correosos que había tenido hasta ahora. Por así decirlo, la victoria en Salamina
constituyó un pequeño balón de oxígeno para los aliados griegos que, a pesar de su notable
actuación, comenzaban a sentir los efectos del cansancio y el desgaste propios de la lucha
contra un gran imperio.

Pausanias, nuevo comandante de Esparta y de los griegos

Cuando el rey Leónidas murió en las Termópilas lo hizo dejando descendencia, un hijo de
nombre Plistarco, que a la sazón aún era un niño cuando falleció su padre. Su minoría de edad,
obligó a buscar un regente que ocupara el trono de la casa Agíada durante cierto tiempo. Tal
cargo recayó en el sobrino de Leónidas e hijo de Cleombroto, Pausanias. El contexto político en
el que Pausanias tuvo que dirigir los designios de los espartanos no pudo ser más complejo. El
Gran Rey se había retirado a Asia pero había dejado parte de su ejército al mando de Mardonio
en Grecia que se dedicaba a asolar y asediar parte del país en connivencia con los tesalios,
llegando incluso a capturar Atenas por segunda vez. Por otro lado, los espartanos habían
perdido a su rey en las Termópilas y su sucesor era apenas un niño y, por si fuera poco, los
atenienses, desplazados a la isla de Salamina durante la segunda ocupación persa de Atenas,
amenazaban con negociar una rendición si el resto de griegos, incluidos los espartanos, no salían
a combatir una vez más a los persas. Al fin y al cabo, buena parte de los griegos se había
parapetado tras el istmo de Corinto en el Peloponeso, una gran defensa natural que sin
embargo, dejaba totalmente desamparada a Atenas, situada en el lado más expuesto de Grecia.
Durante este improvisado exilio, los atenienses acordaron enviar embajadas a Esparta
solicitando su ayuda para combatir a los persas. Sin embargo, por aquel tiempo los espartanos
estaban en plenas celebraciones de sus fiestas Jacintias y su fervor religioso era tal, que no
dudaron en dilatar su respuesta todo lo que consideraron necesario. Esa tardanza causó la
irritación de los atenienses que llegaron a barajar la idea de pasarse al persa y solucionar todo
por la vía rápida. Sin embargo no fue necesario. Un tal Quileo, que según Heródoto era un
tegeata, hizo comprender a los espartanos que ni una ni cincuenta murallas en el istmo de
Corinto, lograrían detener al persa una vez que éste acabara con los atenienses. Si esa dilación
se debía a la poca importancia que los espartanos estaban dando a la ocupación del Ática, sin
duda era un error que debían subsanar. La explicación de la incipiente catástrofe debió de
lograr el efecto deseado en los éforos espartanos que, tan pronto como pudieron, despacharon
un contingente de 5.000 hombres al mando de Pausanias a fin de socorrer a los atenienses.

La batalla

No se puede afirmar que la batalla de Platea se redujera al mismo momento de confrontación


con las tropas enemigas sino que su comienzo habría que situarlo más bien días antes, cuando
los movimientos y la salida del numeroso ejército de Pausanias de la península del Peloponeso,
fueron detectadas por los argivos. Con el recuerdo todavía fresco en su mente de la afrenta
cometida por Cleómenes contra su pueblo, los argivos enviaron a Mardonio a un emisario que le
comunicó la salida de un contingente de miles de espartanos hacia su posición, todo con la sana
intención de que tal tropa no lo cogiera desprevenido.

Valiéndose de tal información, el persa Mardonio creyó más conveniente retirarse del Ática y
buscar un lugar más seguro en alguna otra parte donde plantar cara al enemigo. Evidentemente
buscó un terreno que le fuera propicio a su ejército, habiendo aprendido de los errores de las
Termópilas y Salamina, donde la estrechez de aquellos lugares, anuló de manera fulminante la
ventaja numérica con la que partían los persas. En esta ocasión buscó un lugar en el que poder
desplegar toda la fuerza de su caballería y para ello, necesitaba que éste estuviera libre de
terrenos accidentados y abruptos. Así, la llanura tebana se convirtió en la mejor opción. Por un
lado, Tebas era ciudad amiga y, por otro, gozaba de una gran llanura sobre la que su caballería
podría desarrollar sus tácticas sin ningún tipo de corsé. Quizá por desconfiado o por un exceso
de celo, Mardonio se dedicó a construir empalizadas que facilitaran la defensa del terreno sobre
el que se asentaba su ejército. Comenzando en Eritras, la longitud de tales obras les llevó hasta
cubrir la zona próxima a Platea, muy cerca del río Asopo.

Mientras Mardonio se prevenía de esta manera, Pausanias fue avanzando por el Peloponeso
con sus primeras tropas, acampó en el istmo de Corinto y ya en Eleusina formó un contingente
de aproximadamente 40.000 hombres (que Heródoto elevó hasta 110.000) una vez que se les
unieron los atenienses. Cuando el grueso de las tropas griegas estuvo formado, Pausanias
decidió avanzar hasta el corazón de Beocia, ya en la Grecia continental y plantar frente al
enemigo su campamento, en las mismas raíces de los montes de Citerón.

A sabiendas de que Mardonio había plantado en aquella llanura a su ejército a fin de poder
desplegar sin obstáculos toda la fuerza de su caballería, Pausanias no cayó en la trampa y optó
por no descender a la misma, ignorando las burlas e insultos que le proferían los caballeros
persas, al frente de los cuales se hallaba el afamado jinete Macisio a lomos de su caballo Niseo.
A pesar de la salvaguarda que suponía el no descender a la llanura, una porción de las filas
griegas, concretamente la que correspondía a los megareos, estaba sufriendo como ninguna otra
las acometidas de la caballería persa que se atrevía a llegar hasta los pies de los enemigos.
Cuando sintieron que sus fuerzas comenzaban a flaquear, los megareos decidieron enviar un
emisario a Pausanias a fin de que otra guarnición de refresco los sustituyera. Un nutrido y
resuelto grupo de 300 atenienses al mando de Olimpodoro asumió dicha misión.

Estos atenienses, bien atentos al combate, no dejaron pasar la magnífica ocasión que se abrió
ante ellos cuando, el adelantado caballo del comandante persa Macisio fue herido y al ponerse
sobre sus dos patas, arrojó al ilustre jinete al suelo. Una turba de atenienses se abalanzó sobre
el cuerpo todavía con vida de aquel persa que ahora hacía repetidos intentos por evitar que los
atenienses lo ensartaran. Resistiendo más de lo aceptable, los frustrados atacantes se
percataron de la malla de oro que portaba oculta bajo la túnica que cubría su cuerpo y lo
protegía de las punzadas enemigas. Entonces uno de ellos atravesó con su espada el ojo de
Macisio y le arrebató la vida al instante, terminando así con su enconada resistencia. El resto de
la caballería persa que, en un principio no se percató de la pérdida de su general, decidió
embestir al unísono cuando las noticias sobre su malogrado comandante se extendieron entre la
tropa como la pólvora. Los atenienses, sintiéndose abrumadoramente inferiores al ver como
toda la caballería persa se venía contra ellos, pidieron socorro al resto del ejército que a las
órdenes de Pausanias y a toda prisa, acudió en su ayuda. Tras una disputada contienda
alrededor del cadáver de Macisio, los persas consideraron más prudente retornar a su
campamento al no tener ya a nadie que los mandara.

Las consecuencias de esta primera refriega no se hicieron esperar y si mientras en el bando


persa, tanto la noticia de la muerte de Macisio como la de la retirada general de la caballería
cayeron como jarro de agua fría, el bando griego se sumergió en una espiral de optimismo que a
punto estuvo de costarle caro. Con renovado espíritu guerrero, las tropas de Pausanias se
resolvieron a bajar ahora sí a la llanura de Platea. Parece que el mejor suministro de agua que
allí podían conseguir también constituyó una razón de peso para tal desplazamiento. Como
señala Heródoto, las tropas aliadas fueron reuniéndose en torno a la fuente Gargafia tomando
nuevas posiciones.

Pausanias y el resto de los lacedemonios entregó el mando de una de las alas a los atenienses
(para disgusto de los tegeatas que se creían merecedores de tal distinción); en el ala derecha se
situaron los 10.000 lacedemonios, 5000 espartanos asistidos por 35.000 hilotas; a su lado, los de
Tegea con un regimiento de 1500 hoplitas; les seguían en posición la brigada de los corintios en
número de 5000 junto a 300 potideatas; justo después, 600 arcadios, 300 sicionios, 800
epidaurios y 1000 trecenios; a su lado, 200 lepreatas, 400 micenos y tirintios, 1000 filasios, 600
de Eretria y 500 ampraciotas. Además de estos, cerraban las filas 800 leucadios y anactorios,
500 de Egina, 3000 megarenses y 600 plateos. El ala izquierda que como dijimos, estaba
comandada por los atenienses constituía una fuerza de 8000 hombres a cuya cabeza se colocó a
Aristides. Como dijimos, debemos ser prudentes en estas cifras, ya que según los modernos
historiadores las tropas griegas no superarían los 40.000 efectivos.

Al enterarse Mardonio de la bajada de las tropas de Pausanias, resolvió ir acercándose al


Asopo e ir disponiendo a sus tropas en relación a la colocación de la formación griega. A saber,
apostó a sus mejores hombres frente al ala derecha de los griegos, ocupada por los espartanos.
Puesto que sus persas los rebasaban en número, Mardonio pudo permitirse formar unas filas
más profundas y un frente más extenso que rebasaría al lacedemonio y llegaría hasta el de los
de Tegea. Contra el ala izquierda griega ocupada por los atenienses, el general persa eligió a los
macedones y a los tesalios.

Así es como quedaron enfrentados los contendientes. Muy poco les separaba ya de una batalla
que se presumía crucial para el devenir de griegos y persas; una batalla que pondría fin a unas
hostilidades que duraban ya 20 años y que aún no se habían resuelto de una forma satisfactoria.
Atrás quedaban capítulos legendarios como la victoria en Maratón o el glorioso sacrificio de las
Termópilas. En aquel día en Platea ahora eran los espartanos los encargados de finiquitar de
una vez por todas, los conflictos con el imperio persa y Pausanias sería el único responsable. En
su mano estaba la victoria que mantendría la libertad de los griegos y el deseo de revancha de
los 300 caídos de Leónidas. Una derrota en aquella llanura podría significar el fin; el fin de una
etapa de libertad, de autonomía, de independencia y el comienzo de una nueva era de vasallaje,
de sumisión y de esclavitud.

Antes de trabar combate, los espartanos llamaron a Tisameno, el adivino espartano de


adopción para que cumpliera con los sacrificios oportunos. En sus augurios, reveló a los
e spartanos lo apropiado de resistir la embestida persa. Según Heródoto, las víctimas
sacrificadas fueron de buen agüero para los griegos en lo que a mantener la formación se
refiere, mas no debían en ningún caso cruzar el Asopo para atacar los primeros, ya que las
señales se antojaban perniciosas para ellos en ese caso. Aunque no exento de cierta literatura
propagandística, Heródoto relata que algo parecido ocurrió a los persas con sus sacrificios, en
los que se les alentaba a mantener la posición y no embestir los primeros. Así las cosas, ambos
ejércitos permanecieron varios días los unos frente a los otros.

El hecho de que no trabaran combate no significa que ambos bandos dejaran de vigilarse
mutuamente. De hecho, Timogénides, un tebano de nacimiento, advirtió a Mardonio de los
importantes bagajes de suministro que llegaban a los griegos procedentes del Citerón y lo
interesante que resultaría interceptarlos. Convencido Mardonio de que aquella fórmula podía
flaquear al enemigo, dio permiso al tebano para que a la retaguardia de los griegos se dirigiera
con intención de cortar su ruta de suministros. En una zona conocida como Cabos de la Encina,
relata Heródoto que la caravana de griegos que venía cargada de trigo para el ejército
procedente del Peloponeso, fue interceptada y sus conductores pasados a cuchillo por la
caballería persa. Sobra decir que todo el cargamento fue hurtado por ellos y trasladado a su
campamento como botín.

A pesar de este hecho aislado, los diez días siguientes transcurrieron sin conflicto alguno. Los
dos ejércitos, frente a frente, no dejaban de observarse pero sin dar ninguno de ellos el primer
paso. Aunque los persas habían adelantado algo sus posiciones hasta las orillas del Asopo a fin
de atraer al enemigo, su treta no funciono y los griegos no solo mantuvieron sus posiciones sino
que además, engrosaron sus filas con muchos más griegos que en esos días fueron llegando a
Platea y uniéndose a la causa. Era evidente que tantos días de inacción para unos hombres
acostumbrados a la guerra, podían acabar con la paciencia de los respectivos comandantes en
cualquier momento. La vista del continuo goteo de griegos uniéndose a las filas de Pausanias
más la irritante desazón por no poder atacar y concluir de manera inmediata tan exasperante
situación, agotó por fin la paciencia de Mardonio que decidió pasar a la acción. A pesar de lo que
los augurios le habían adivinado y de que uno de sus lugartenientes, Artabazo, le aconsejara
mover toda la tropa hasta las murallas de Tebas y allí ir comprando con oro y plata a otros
pueblos griegos para que abandonaran la causa de Pausanias, el general persa decidió acabar
con aquel interrogante por la vía de la espada. Aunque muchos otros persas eran más del
parecer de Artabazo, la obstinación de Mardonio infundía el suficiente temor en los hombres
como para llevarle la contraria. Así es como el parecer de éste ganó la disputada votación que
tuvo lugar entre el alto mando persa. Tras conocerse los resultados, Mardonio ordenó
prepararlo todo para atacar al amanecer del día siguiente.

Aunque la confianza que mostraba Mardonio parecía inquebrantable, Heródoto relata que
existía en él una cierta preocupación por la existencia de un supuesto oráculo que vaticinaba la
ruina de los persas a propósito de este ataque. Como aquel augurio se refería al saqueo de
Delfos como condición sine qua non para la derrota persa, Mardonio se prometió no acercarse al
templo de Delfos en ningún caso, en la ingenua creencia de que así sortearía los designios
divinos.

Mientras estas preocupaciones distraían la mente del general persa, Alejandro, hijo del difunto
rey de los macedonios, Amintas I, que ahora luchaba en el bando persa, decidió coger su caballo
y correr hacia los puestos avanzados de las tropas de Pausanias. Probablemente con
sentimientos encontrados, su origen griego le empujó a advertir a sus compatriotas de las
intenciones que Mardonio albergaba de atacar al alba y con ello invitarles a que se pusieran en
guardia. En el transcurso del chivatazo, también les advirtió de la escasez de víveres que los
persas venían padeciendo y los invitó a mantener la posición sin avanzar, ya que el asedio persa
no podría durar demasiados días. A cambio, exigió únicamente que si los griegos resultaban
vencedores merced a esta revelación, le procuraran a él y a su reino la independencia y la ayuda
en caso de represalias persas. Una vez que dijo esto, Alejandro regresó al campo persa.

Pausanias, que a la sazón se mantenía en el ala derecha con sus espartanos, recibió la visita de
los centinelas atenienses que habían sido regalados con la anunciación de Alejandro. Cuando
éstos revelaron al regente lacedemonio las intenciones de Mardonio, se decidió revisar la
estrategia. Según Heródoto, Pausanias entendió que la maestría con que los atenienses habían
combatido años antes al persa en Maratón, serviría de más ayuda ahora si los apostaba a ellos
en el ala derecha de su formación enfrentándolos directamente y de nuevo con los persas. Por
su parte, ya que los espartanos se habían enfrentado en más ocasiones con beocios y tésalos,
pasarían a ocupar el ala izquierda y de esta manera cada nación se enfrentaría a rivales a los
que ya conocía bien. Parece que el plan fue del agrado de los atenienses, que tuvieron a bien
volver a enfrentarse a los persas. De mutuo acuerdo y antes de que despuntara el alba, ambas
guarniciones, ateniense y lacedemonia, intercambiaron sus posiciones, pasando los espartanos al
ala izquierda y los atenienses a la derecha. Sin embargo, los beocios, que se hallaban vigilando
los movimientos de sus hermanos griegos, dieron la voz de alarma a Mardonio que, como
respuesta, trasplantó a su vez sus unidades para que volvieran a quedar enfrentadas a los
griegos como al comienzo. Advirtiendo Pausanias que su estrategia había sido descubierta,
volvió a ordenar que sus espartanos ocuparan de nuevo el ala derecha, algo que Mardonio
también hizo.

Dolido por la actitud aparentemente huidiza de los espartanos, Mardonio les envía un heraldo
con un mensaje inequívocamente provocador y desafiante. Vociferado a los cuatro vientos por
el mensajero, se critica la actitud de los espartanos por ser exactamente lo contrario de lo que
se predica como flor y nata del ejército griego. Se les critica el hecho de que cedan el puesto de
honor del combate a los atenienses y ellos acudan a luchar contra los siervos de los persas.
Decepcionados dicen sentirse por tal actitud cobarde, cuando ellos mismos piensan que,
igualmente los lacedemonios arden en deseos de iniciar el combate contra ellos y les desafían a
entablar un duelo a muerte con ellos exclusivamente, dejando a un lado al resto de tropas
griegas y persas.

Lejos de turbarse o amilanarse, Pausanias ordena no contestar a las provocaciones del


heraldo. Ante la falta de respuesta, al enviado persa no le queda otra opción que regresar a su
campamento e informar a Mardonio. Con el silencio por respuesta, el general persa decide
atacar y lanza a su caballería contra los griegos.
Aunque las primeras flechas comienzan a turbarlos, la finalidad de la caballería era bien
distinta de la que se puede imaginar. Movidos hacia la fuente Gargafia que surtía de agua a
todo el ejército griego, los persas se dedican a enturbiar sus manantiales y cegar sus raudales,
de modo que los griegos quedaran privados de tan elemental suministro. Podría pensarse que las
aguas próximas del río Asopo se convertirían en la alternativa natural, sin embargo, la
caballería persa con sus dardos, mantenía alejados a los griegos de tal posibilidad. De esta
manera, solo la fuente podía proveerles del agua que tanto necesitaban. Así la situación se
volvió angustiosa. Mardonio había atacado la principal fuente de suministros de los griegos con
el fin de empujarlos a salir y luchar. Había sido una estrategia inteligente, ya que cargar contra
ellos directamente, le habría supuesto al persa una derrota casi inminente. De esta manera,
ahora serían los griegos los que se sentirían apresurados a combatir.

No cabe la menor duda de que la situación se volvió extremadamente delicada. Sin agua y sin
trigo del Peloponeso por estar la ruta de suministros bloqueada por los persas, Pausanias junto a
los demás jefes griegos, resolvió marchar a una isla del Asopo muy cercana a la ciudad de
Platea. Era la única posibilidad de salir adelante ya que allí podrían encontrar agua en
abundancia como alternativa a la fuente Gargafia y además alejarse de la caballería persa que
constantemente los hostigaba con sus flechas. Sin embargo el repliegue se hizo de manera
desordenada y peligrosa merced a la obstinación y conflicto que un tal Amonfareto, hijo de
Poliades, mantuvo con Pausanias. Su tozudez a la retirada hizo que en lugar de asistir a un
repliegue seguro y coordinado de las tropas griegas, los persas se frotaran las manos al ver
como sus enemigos avanzaban poco menos que en desbandada sin protección alguna. La
magnitud de la disputa interna fue tal, que el mismo Pausanias pidió a los atenienses que lo
siguieran y que actuaran unidos a los lacedemonios. En principio Amonfareto pensó que
Pausanias no se atrevería a dejarle a él y a sus hombres colgados en aquel lugar. Sin embargo,
cuando vio a los espartanos marchar, la sombra de la duda comenzó a planear sobre él y de
manera ordenada fue pidiendo a los suyos que les siguieran. El gesto de Pausanias podría
interpretarse como una “amable” reprimenda ya que, según informa Heródoto, el regente
espartano ralentizó su marcha e incluso hizo un alto con sus tropas a solo 10 estadios a fin de
socorrer a Amonfareto si éste y sus hombres se veían hostigados por los persas. Sin embargo,
aquello era un campo de batalla y cualquier desorden podía ser aprovechado por el enemigo
para sacar ventaja. Así fue como los persas, al ver que las líneas griegas no mantenían la
uniformidad, volvieron a lanzar la caballería sobre ellos a fin de seguir hostigándolos con sus
dardos. Heródoto nos dice que el acoso al que fueron sometidas las tropas de Pausanias fue tal
que finalmente se vio obligado a solicitar la ayuda de los atenienses. A pesar de que éstos
marcharon con decisión y premura a socorrerlos, los griegos que se habían vendido al partido
del persa, los interceptaron y evitaron que pudieran prestar a los espartanos el auxilio
requerido.

Parecía que todo se volvía en su contra; por un lado, los caprichos de Amonfareto habían
provocado que los lacedemonios se distanciaran de los atenienses al ralentizar su marcha; por
otro lado, los atenienses no podían alcanzar a ofrecerles su ayuda a pesar de sus buenas
intenciones y ellos, junto a los tegeatas ahora se veían así mismos atrapados en un callejón sin
salida en el que lo único que llovía del cielo eran dardos de los arcos persas. Poco a poco se
fueron produciendo las primeras bajas y la resistencia se hacía cada vez más inútil. Había
llegado el momento de lanzarse o morir.

Llegado un momento concreto, fueron los tegeatas los que decidieron embestir a los persas.
Por su parte, y viendo ya los buenos augurios que las víctimas ofrecían a los espartanos,
Pausanias también decide pasar al ataque y lanzar a su infantería contra unos persas que los
reciben con sus ballestas en el suelo dispuestos a pelear hasta el último resuello. Cuando los
espartanos logran romper esa primera barrera de defensa de los persas, se traba uno de los
combates más encarnizados de la historia muy cerca del templo de Ceres. Tanto es así, que
Heródoto afirma que en la lucha se llegó a utilizar el arma corta y el choque de escudos, lo que
da buena idea de la pasión y gallardía con la que los hombres establecieron la lucha en aquella
jornada. En semejante combate, los más experimentados lacedemonios superaron a sus rivales
persas sin dificultad ya que éstos no solo iban peor armados, sino que además adolecían de la
pericia propia del combate cuerpo a cuerpo. Así no es de extrañar que uno a uno los persas
fueran cayendo a los pies de los espartanos atravesados por sus picas y espadas. Y de entre
ellos, el mismo Mardonio fue de los primeros en caer a manos de un tal Amniesto, lo que
provocó que muchos de los hombres que tan ardorosamente habían combatido junto a él,
comenzaran a echar el pie atrás y a ceder el campo a los espartanos que poco a poco veían
cómo iban ganando la plaza a los persas.

No fue mucho tiempo el que transcurrió desde que Mardonio pereció hasta que los espartanos
completaron su victoria. Por fin los espartanos consiguieron expulsar de allí a los persas y
obtener así la venganza jurada por la muerte de Leónidas.

Consecuencias

La consecuencia más importante que se puede extraer de aquella jornada de Platea es, sin
duda, la expulsión definitiva de los persas de toda Grecia. La victoria de los espartanos fue tan
rotunda que, incluso los hombres de Artabazo que habían permanecido al margen del combate,
huyeron a toda velocidad al Helesponto a fin de regresar a Asia antes de que los lacedemonios
hicieran con ellos una auténtica carnicería. E hicieron bien, puesto que los persas que creyeron
quedar a salvo refugiándose en uno de los fuertes de madera que habían construído subiendo a
sus torres y almenas, fueron testigos de cómo los espartanos los siguieron hasta allí con
intención de masacrarlos. Sin embargo, la falta de experiencia de los lacedemonios asediando
sitios y tomando plazas, les hizo llevar peor parte en este sentido. Hicieron falta para completar
tal empeño los más experimentados atenienses que pronto lograron tomar por asedio dicho
fuerte. Una vez abierta la brecha de aquel lugar, el resto de pueblos griegos que tan ofendidos
se sentían con el persa, tomaron al asalto todo cuanto se encontraron en aquel fuerte
convirtiéndolo en su botín, sin olvidar masacrar a tantos persas como allí se refugiaban.
Heródoto dice que solo 3000 permanecieron con vida.

De aquella gloriosa jornada, Heródoto dejó testimonio de los que, en su opinión, fueron los
hombres más destacados en el combate. De entre los lacedemonios sabemos de Aristodemo,
aquel que en su día recibió vergüenza pública en Esparta por haber vuelto con vida de las
Termópilas. Para él, la batalla de Platea supuso su redención y la reconciliación con su pueblo.
Tras él, Posidonio, Filoción y Amonfareto. No es menos cierto que entre los nombrados surge
una agria disputa a decir porque Heródoto consideró a Aristodemo como un temerario
indisciplinado que finalmente halló la muerte a causa de sus acciones casi suicidas. Para él,
Posidonio tuvo mayor talla, por comportarse como un disciplinado y valiente soldado que
siempre mantuvo la posición y demostró arrojo cuando fue necesario. En cualquier caso, todos,
menos Aristodemo, fueron honrados por el estado espartano en público festejo.

Como dijimos, la más importante consecuencia que para los griegos tuvo la victoria de Platea,
fue sin duda su liberación. Las Guerras Médicas habían tocado a su fin y con ellas un
sentimiento de unidad entre los griegos como pueblo único comenzó a surgir. Fuertes vínculos
como la lengua, la cultura y la sangre, sirvieron para que muchos de ellos quisieran ver una
dimensión más elevada de sí mismos y por encima de las aisladas ciudades-estado. Sin embargo,
sus tradicionales rivalidades, nunca permitieron que esta idea supranacional se viera plasmada
en instituciones superiores que la representaran. Muy al contrario, con el discurrir del recién
estrenado siglo V, Grecia será testigo del agravamiento de estos conflictos intestinos que
cristalizarán en la polarización de unas y otras ciudades en torno a Esparta y Atenas, que
capitanearán dos alianzas enfrentadas, sumiendo a los griegos en una terrible guerra civil que
copará el último cuarto del siglo V.

Si bien para Grecia las consecuencias de esta batalla no suponen más que la sustitución de un
conflicto foráneo por uno interino, para Esparta los años inmediatos suponen su consagración
como potencia militar preminente dentro de la hélade. Pausanias, como regente de Esparta,
seguirá liderando esa alianza griega constituida al efecto y tratando de expandir la fama de
Esparta por los rincones más alejados. Sin embargo, las acusaciones que se cernieron sobre él
por parte de los demás griegos a propósito de su manera despótica de ejercer el mando, pronto
le obligarían a rendir cuentas en Esparta de sus acciones exteriores. A pesar de la toma de
Bizancio, su actitud amable con el persa también le hizo granjearse las acusaciones de medismo
que terminaron por costarle el cargo. De nuevo en Esparta, fue acusado de promover una
revuelta de los hilotas y condenado, por lo que huyó a refugiarse al templo de Atenea Calcieco.
Allí los espartiatas tapiaron el templo por los cuatro costados para evitar su huida, lo dejaron
desfallecer de inanición y cuando estaba a punto de morir, lo sacaron para evitar cometer
sacrilegio y lo dejaron que expirara. Su muerte no supuso, sin embargo un acercamiento con los
atenienses. Poco a poco la relación de Esparta y Atenas fue enfriándose hasta el punto de que
éstos decidieron separarse y promover una alianza propia liderada por ellos y conocida como
Liga de Delos junto a otras ciudades griegas menores. Esparta quedó fuera y su resentimiento y
recelo del progresivo enriquecimiento y poderío del imperio ateniense no hizo sino enquistar
aún más su relación cuyo punto crítico se alcanzó en 456 a.C. en la batalla de Tanagra.
Fig.5:
Mapa de la Batalla de Platea.

Batalla de Tanagra 456 a.C


La batalla de Tanagra supuso el punto culminante de la progresiva escalada de tensión que se
venía viviendo en Grecia desde el final de las guerras médicas. Una serie de hechos tales como
la reconstrucción de los Muros Largos de Atenas, la conformación de la Liga de Delos,
capitaneada también por Atenas y el incidente entre ésta y Esparta a propósito de la revuelta
hilota, habían distanciado como nunca a estas dos ciudades. A pesar de los más de 20 años que
transcurren entre Platea y esta batalla de Tanagra, en dicha situación de calma tensa no dejó
de percibirse que en cualquier momento las espadas podían alzarse, lo que finalmente ocurrió en
el año 456 a.C.

Antecedentes

Como veníamos comentando, la victoria de Platea en 479 a.C. sobre los persas, ni trajo consigo
la prosperidad de las relaciones entre ciudades griegas ni consiguió mitigar viejas rencillas. Al
contrario, Esparta vio como el líder de tal alianza, Pausanias, era acusado de someter al resto
de los griegos a un mando despótico y despiadado, lo que la obligó a exigirle explicaciones.
Además, la reconstrucción de los Muros Largos de Atenas tampoco ayudó a las buenas
relaciones, ya que los espartanos vieron en esto un gesto defensivo contra ellos. El hecho puede
ser interpretado de muchas maneras, pero no parece que en ello hubiera una intención de
ruptura por parte de los atenienses con Esparta. Casi se diría que era una decisión lógica vista
la nefasta experiencia que la ciudad había tenido a manos de los persas: saqueada, incendiada y
su población evacuada. Por tanto, no puede decirse que los atenienses no tuvieran buenas
razones para ello. En cualquier caso, el instigador de tal posición fue el otrora ilustre marino
ateniense, Temístocles. Fue él quien aconsejo el levantamiento de estas murallas y fue él,
también, quien se encargó de entretener a la embajada espartana que vino a Atenas solicitando
la paralización de tales obras. Cuando los muros alcanzaron la altura estimada, Temístocles
despachó a los espartanos diciéndoles que se dirigían a un pueblo (el ateniense) que tenía
conocimiento de sus propios intereses y de los generales. Tal afrenta hizo cundir el malestar
entre los espartanos que, sin embargo, no mostraron su enfado.

Si el levantamiento de tales muros fue una buena metáfora de todo lo que ahora separaba a tan
ilustres ciudades, la asunción del mando de la Liga helénica por Atenas, antes liderada por los
espartanos, no debió sino incidir aún más en este singular divorcio. Aunque Tucídides apunta a
una transición en el mando amistosa y cordial (1, 95) parece que hay sobrados motivos para
pensar que esto no fue así. Diodoro (11, 50) es quien nos revela que en Esparta existía una
división de opiniones, afirmando la existencia de una serie de hombres dispuestos a luchar por
ese liderazgo. Sin embargo, puede que la necesidades y pertrechos que requería comandar una
liga que ofrecía protección a zonas tan alejadas como Asia Menor, fueran demasiado grandes
para lo que los espartanos estaban dispuestos a invertir. Esparta se había caracterizado por
poseer una gran infantería, pero ahora necesitaría una gran flota que pudiera transportar por el
mar a todo su ejército a la mayor velocidad hasta cualquier punto de Grecia. Y eso era algo que
requería de dinero, mucho dinero. Y dinero es, precisamente lo que menos tenía Esparta. Con su
recién adoptado sistema licurgueo que prohibía el comercio y sancionaba la posesión de oro,
plata y cualquier tipo de riqueza, la ciudad había ido perdiendo no solo capacidad competitiva
sino también recursos económicos. Cada vez más aislada del resto de ciudades griegas debido a
sus estrictas costumbres de disciplina militar, la práctica de la xenelasia y el desprecio hacia el
vínculo que solo el comercio establece entre hombres y pueblos de diferentes lugares, Esparta
estaba muy lejos de poder construir una flota poderosa. Y esto era algo que, precisamente
Atenas sí tenía. La potenciación del comercio marítimo y los múltiples beneficios comerciales y
financieros que Atenas obtuvo merced a sus buenas relaciones con otras ciudades del Egeo y el
descubrimiento de minas de plata en Laurión, le valió el tener unas finanzas prósperas y
pujantes. Además, la navegación potenciada por Temístocles merced a la localización costera
de la ciudad, se convirtió en el símbolo distintivo de una Atenas que ahora era capaz de recorrer
toda Grecia en tiempo récord gracias a sus trirremes, que habían venido a sustituir a los
pentecónteros y triacónteros. Estaba claro que los miembros de la liga juzgarían más adecuado
ofrecer el mando a la dinámica Atenas, mal que le pesara a Esparta. Así en 478 a.C. Atenas
asumió el mando y se estableció el número de ciudades que compondrían esa nueva Liga de
Delos, así como la tributación de éstas por su pertenencia. Además se acordó que el dinero que
se recaudara del tributo sería guardado en la isla de Delos. De esta manera fue como Esparta
quedó al margen de los nuevos tratados de otros griegos y despojada de su preponderancia. Es
inevitable decir que, desde entonces, en Esparta no dejaron de recelar del meteórico ascenso de
la polis ateniense.

Aunque estos dos ejemplos, el de los Muros Largos y el de la Liga de Delos, contribuyeran no
solo al enfriamiento sino también al resquemor entre Esparta y Atenas, sin embargo, todavía no
se había producido ningún hecho directo entre las dos que pudiera constituir un motivo de
abierto enfrentamiento. Este sí llegó, sin embargo años después cuando en 464 a.C. un
aparatoso movimiento sísmico sacudió el Peloponeso y provocó la ruina de media Esparta. Los
daños materiales fueron cuantiosos y la pérdida de vidas humanas, importante. Pero lo que más
urgió, sin duda a los lacedemonios, fue la revuelta que muchos mesenios organizaron para
aprovechar el caos reinante y liberarse del yugo espartano. La situación se volvió tan
sumamente insostenible que a los espartanos no les quedó otro remedio que solicitar la ayuda de
Atenas para sofocar la revuelta. Por aquel entonces, en Atenas gobernaba Cimón, estratego e
hijo de Milcíades, héroe de Maratón. Su política se había caracterizado por el deseo de
mantener unas buenas relaciones con Esparta y su filo laconismo no había pasado desapercibido
para detractores como Pericles. De la manera que fuese, Cimón consiguió que Atenas enviara a
Esparta la ayuda solicitada. Pero lejos de tener una calurosa acogida, los espartanos pronto
comenzaron a recelar de las verdaderas intenciones de aquellos atenienses y les solicitaron
“amablemente” que se marcharan, puesto que su ayuda ya no era necesaria. Aquel gesto fue
interpretado como un auténtico insulto por parte de los atenienses, que procedieron a condenar
al ostracismo a Cimón y a establecer una tupida red de alianzas con todo tipo de ciudades, una
vez que éstas ya no se sentían ligadas a Esparta. Así, por ejemplo sellaron alianzas con los
tesalios, que habían apoyado a los persas, con los de Argos, enemigos declarados de Esparta y
con los de Mégara, enemigos acérrimos de los corintios. Puede decirse así que desde finales de
460 a.C. la escalada de tensión en cuanto a la política exterior de Atenas, alcanzó cotas
inasumibles y en palabras del profesor Lewis, fue esta ciudad la mostró ya sin pudor que ardía
en deseos de iniciar las hostilidades.

La Primera Guerra del Peloponeso

Aunque tradicionalmente se conoce como Guerra del Peloponeso al conflicto que tuvo lugar
entre Esparta (y aliadas) y Atenas (y aliadas) entre los años 431 hasta 404 a.C. no es ésta sino
la secuela de un conflicto anterior que tiene su inicio aproximadamente en 460 a.C. y su
finalización en 446 a.C. Las primeras hostilidades, sin embargo, no se produjeron directamente
entre las dos ciudades. Atenas abrió un amplio frente de lucha por todo el Egeo, llegando a
combatir en Egipto apoyando la sublevación del rey libio Inaro contra los persas (que terminó en
fracaso) y a otras ciudades del Peloponeso. Esparta, de momento solo observaba pero se
resistía a entrar en el conflicto. Puede que no se sintiera lo suficientemente preparada como
para enfrentarse a la pujante Atenas o que, simplemente quisiera dilatar todo lo posible para
evitar un conflicto mayor.

Pero en 458 a.C. ante el cariz que estaban tomando los acontecimientos, Esparta se decidió a
intervenir, otorgando a la guerra una nueva dimensión. Con 1500 hoplitas lacedemonios y 10.000
aliados armados hasta los dientes, Esparta se propuso reforzar su presencia en la Grecia central
que hasta entonces era escasa. Para eso se valió de Beocia, que para entonces rivalizaba con
Atenas. La excusa de defender a las poblaciones de la Dóride, una pequeña región hostigada por
los habitantes de la Fócide, fue la justificación oficial. Atenas contempló con recelo la nutrida
marcha y se decidió a actuar.

Había llegado la hora. Por primera vez, Esparta y Atenas se iban a enfrentar en el campo de
batalla y había una gran expectación por conocer cuál de las dos se hallaba en mejor forma.
Lejos quedaban ya las ayudas que se habían entregado durante la guerra con el persa; tocaba
“discernir” acerca de asunto exclusivamente de los griegos y ambas potencias estaban
dispuestas a demostrar su poderío. Por un lado, Esparta quería hacer valer su veteranía y
experiencia y demostrar a la joven e insolente Atenas que hacen falta muchos años de lucha
para erigirse en una potencia militar; por su parte, Atenas quería demostrar a la vieja y
desfasada Esparta, cómo su dinamismo político y comercial, podía servirles también para
cuestionar su liderazgo y emprender una nueva etapa de independencia y hegemonía de Grecia
bajo su tutela. Tal cuestión se dirimiría sobre la tierra de Tanagra.

La batalla

A la cabeza de las tropas espartanas se situó esta vez Nicomedes, hijo Cleombroto, al que
también había tocado en suerte ser regente durante la minoría de edad del rey Plistoanacte.
Cuando llegaron a Dóride, los foceos no tardaron en retirarse, por lo que no parecía que aquella
expedición fuera a tomar el cariz que después tomó. De hecho los espartanos, tan pronto como
les fue posible, emprendieron el regreso a casa. Pero el problema vino cuando se percataron de
que todas las rutas posibles de vuelta al Peloponeso, estaban controladas por los atenienses.
Habían apostado tropas para impedir su vuelta por mar, desplegando hombres hasta el golfo de
Crisa; tampoco la ruta a través de Gerenia era buena opción ya que, además de haber en esa
ciudad una guarnición ateniense, otras dos ciudades próximas como Megara y Pegas, también
estaban controladas por éstos. El resultado fue que el contingente espartano al mando de
Nicomedes se vio obligado a retrasar su vuelta quedando en Beocia a la espera de tomar la
decisión más adecuada. Sin embargo, no hubo tiempo para ello. Los atenienses vieron por fin la
oportunidad que tanto anhelaban de trabar combate con los espartanos y, so pretexto de que
éstos andaban conspirando para derribar la democracia en su ciudad, lanzaron contra ellos todas
sus fuerzas, más 1000 argivos y otros contingentes aliados. Además, en virtud de diferentes
acuerdos, la caballería tesalia también colaboró con ellos, si bien durante el combate se pasaron
al bando lacedemonio. Pero los espartanos no rehusaron la lucha, ya que para ellos, derrotar a
los atenienses era el único modo de reabrir las rutas de vuelta al Peloponeso y poder regresar a
casa. Es muy probable que en la mente de los lacedemonios aún no se albergara la idea de
enfrentarse a los atenienses directamente a pesar de las fricciones ya existentes y, de no haber
sido así, seguramente la expedición habría vuelto a Esparta y habría continuado con la línea de
no intervención que había llevado hasta ese momento. Sin embargo, el rápido desarrollo de los
acontecimientos y el sorpresivo ataque de los atenienses a sus tropas, precipitó los hechos.

Nicomedes aceptó el órdago ateniense y durante la contienda que tuvo lugar en las
proximidades de Tanagra, los derrotó. El relato de Tucídides (1, 108) no se extendió demasiado
en los detalles de la lucha, por lo que resulta imposible saber cómo plantearon el combate ambos
bandos. Sin embargo, sí que conocemos algunos detalles que vendrían a revelar que debió de
tratarse de una lucha realmente igualada, ya que se hace referencia al gran número de muertos
que hubo en ambos bandos. Aunque la victoria sirvió a los espartanos para pasar a Mégara y
volver por fin al Peloponeso, su victoria no sirvió para que los atenienses se retiraran de la zona
o cejaran en su empeño de mantener una política exterior tan activa. Recordemos que, al mismo
tiempo que ocurrían estos hechos, los atenienses estaban combatiendo también en Egipto, así
que no sería disparatado pensar que de haber concentrado todas sus fuerzas exclusivamente en
Tanagra, el resultado de la batalla quizá podría haber sido bien distinto.

Consecuencias

A pesar de que el primer enfrentamiento entre espartanos y atenienses había caído del lado de
los primeros, la batalla de Tanagra de 456 a.C. no puso fin a lo que se conoce como Primera
Guerra del Peloponeso, ni a la híper-actividad bélica de Atenas en Grecia. A los dos meses de
haber caído en Tanagra, los atenienses llevaron con mejor suerte otra expedición contra los
beocios al mando de Mirónides y los derrotaron en la batalla de Enofita. Merced a esta victoria
se adueñaron de toda la Beocia y Fócide, derribaron las murallas de Tanagra, tomaron como
rehenes a los cien hombres más ricos y concluyeron sus Muros Largos. De alguna manera se
trató de restituir la credibilidad perdida contra los lacedemonios y demostrar que habían
perdido una batalla, pero no la guerra y que, lejos de demostrar debilidad, seguían preparados
para volver a entablar combate con ellos en cualquier momento. De hecho, los eginetas, aquellos
con los que durante años habían mantenido enconadas disputas, capitularon ante ellos en 455
a.C. destruyendo sus murallas, entregándoles las naves y comprometiéndose a pagar tributo.
Pero no parece que las ansias de los atenienses por restituir su crédito después de la derrota
fueran a colmarse con esto y poco después, una expedición al mando de Tólmides, se dedicó a
costear el Peloponeso e incendiar el arsenal de los lacedemonios, lo que supuso una importante
llamada de atención. Además, durante la misma expedición tomaron Calcis y vencieron a los
sicionios. A decir por estos hechos, parecía que Atenas había tomado impulso para imponer su
supremacía en Grecia, y viendo la facilidad con la que estaba logrando sus objetivos, pocos
dudarían de que lo consiguiera. Sin embargo, en 454 a.C. los acontecimientos en Egipto
comenzaron a torcerse. El rey persa envió a Megabazo con un poderoso ejército que destruyó a
los rebeldes y expulsó a los griegos del territorio de Menfis. Los atenienses huyeron a la isla de
Prosopitis, donde permanecieron sitiados más de año y medio. En ese tiempo las aguas del canal
que protegían la isla, se secaron, lo que permitió que las naves atenienses fueran inservibles y
que Megabazo pudiera llegar hasta la isla a pie y tomarla sin problemas. Así fue como se
consumó el fracaso ateniense en tierras de Egipto. Además, por aquel tiempo, un tal Orestes, de
origen tesalio, solicitó ayuda a los atenienses para que le repusieran en el trono de su país. En el
contexto de esa intensa actividad bélica exterior, los atenienses aceptaron y marcharon hasta
Fársalo de Tesalia, no pudiendo sin embargo, conseguir la restitución de Orestes en el trono.
Tras estos dos últimos reveses, los atenienses comprendieron que había llegado el momento de
disminuir el ritmo y poner orden en sus cosas. Habían demostrado sobradamente que en nada se
parecían ya a aquella ciudad que a comienzos de siglo pedía ayuda a Esparta y se veía obligada
a caminar bajo su sombra. Por este motivo y por el regreso del filo-laconio Cimón, hijo de
Milciades, tuvieron a bien concertar una tregua con los espartanos. Así en 451 a.C. concertaron
con ellos un tratado de paz que habría de durar cinco años, prometiendo no llevar a cabo
ninguna acción armada contra otros griegos.

Para Esparta, la nueva situación de Atenas debió de constituir un importante toque de


atención. Tras las guerras médicas, habían sido testigos de cómo Atenas había alcanzado su
madurez política, económica y militar. Ya no se trataba de aquella pequeña ciudad que
solicitaba su ayuda ante la amenaza del persa. Al contrario, ahora eran ellos los que se
embarcaban en expediciones de manera independiente e incluso se atrevían a discutir su
autoridad en Grecia. La batalla de Tanagra había servido para dar un golpe de autoridad y
recordar que, aunque con menor actividad, Esparta seguía siendo la potencia militar por
excelencia dentro de la hélade y que aún haría falta tiempo para arrebatarle el “cetro”. Sin
embargo, a la velocidad que discurrían los acontecimientos y vista lo cara que los atenienses
habían vendido su derrota en Tanagra, Esparta debía sentir la necesidad de actuar a fin de no
quedar rezagada con respecto al dinamismo ateniense. No podía permanecer más tiempo de
brazos cruzados en el Peloponeso como si lo que ocurriera al otro lado del istmo de Corinto no
fuera con ella. Los atenienses habían llegado incluso a quemar sus astilleros en el Peloponeso, lo
que hacía entender que, tan pronto como les fuera posible, marcharían contra ellos a fin de
someter su autoridad.

En este clima no es de extrañar que la paz de Calias firmada por cinco años entre ambas
ciudades no estuviera exenta de altibajos y de pequeños conflictos hasta llegar a quedar en
papel mojado. Aunque esta vez Atenas sí pareció dispuesta a respetar dicho acuerdo,
concentrando sus esfuerzos bélicos en Chipre, fue Esparta la que, con todas las incertidumbres
antes mencionadas, decidió emprender una guerra sagrada que tenía como objetivo apoderarse
del templo de Delfos, que estaba por entonces en manos foceas y devolvérselo a los delfios.
Cuando lo consiguieron, tiempo después los atenienses capitanearon una expedición para
retornar a los foceos la soberanía sobre el templo y así lo hicieron. Como vemos, una nueva
escalada de tensión que dejaba en evidencia el acuerdo de paz logrado años atrás entre las dos
ciudades.

Lejos de enfriar la situación, los atenienses volvieron a emprender una campaña contra Beocia
y Pericles dirigió otra guarnición a invadir Eubea. Sin embargo, el revés sufrido por la
expedición que iba a Beocia y que les obligó a alcanzar una paz, más los rumores de una
invasión espartana del Ática que obligaron a retornar a Pericles, obligó de nuevo a los
atenienses a replantearse su azarosa política exterior. Por fin, a la Paz de Calias firmada años
antes, le vino a sustituir la Paz de los Treinta Años (446-445 a.C.) que puso fin a la Primera
Guerra del Peloponeso.

Los años venideros, sin embargo, no estuvieron exentos de polémica. Los atenienses
continuaron interviniendo militarmente en los asuntos griegos y reforzando su imperio y su
alianza. Esparta, por el contrario, mantuvo una actitud indolente con respecto al creciente
poderío ateniense y si bien en los años anteriores había tratado de contestar tímidamente a las
actuaciones atenienses, ya no lo hizo más. Al menos hasta que las provocaciones atenienses
contra sus aliados se hicieron insoportables. Esparta permaneció en paz hasta el comienzo de la
segunda Guerra del Peloponeso y ello le costó importantes críticas por permanecer tan
indiferente a los asuntos griegos. Sin embargo, Esparta tenía sus propios problemas. En primer
lugar, siempre le había costado entrar en guerra. No tenía por filosofía vital salir a combatir a
las primeras de cambio y hacía falta una buena excusa para arrastrar a su ejército al combate.
En segundo lugar, el terremoto de 464 a.C. había mermado su cuerpo cívico, aquel que nutría a
su ejército, lo que le obligaba a llevar una política muy prudente con respecto a entrar en
guerras. En tercer lugar, carecía de una gran flota, lo que le impedía competir con los
atenienses en igualdad de condiciones ya que ahora éstos se movían por Grecia a través del
Egeo, reduciendo distancias y tiempo. En cuarto lugar y como ya apuntamos, su propio sistema
político, que se caracterizaba por una extraordinaria rigidez en los asuntos económicos no
permitiendo atesorar grandes riquezas que bien habrían valido para financiar la construcción de
una armada de gran calibre o mejorar su armamento. Al contrario, Esparta estaba cada vez más
aislada del resto de Grecia y sus habitantes, con el único recurso de unas tierras dispares y mal
repartidas, se afanaban apenas en mal vivir. A poco más podían aspirar quienes habiendo tenido
la austeridad por bandera, se daban cuenta de que la humildad se estaba convirtiendo en
extendida mendicidad. De cara al exterior, Esparta solo podía vivir de las rentas de su otrora
gloriosa imagen de potencia militar y prometer el escudo de su protección a otras ciudades que
se unieron a ella bajo el paraguas de la Liga del Peloponeso, nacida en respuesta a la Liga de
Delos. Sin embargo, distaba mucho de poder hacer efectiva esa protección y ello quedará en
evidencia cuando en los prolegómenos del segundo conflicto civil entre los griegos, los corintios
acusen a Esparta de indiferencia ante las agresivas acciones de los atenienses.
Fig.6: Mapa de la Batalla de Tanagra.
Batalla de Anfípolis 422 a.C.

Fue la batalla que sostuvo y venció el ejército espartano del general Brásidas frente al ejército
ateniense de Cleón. Más allá de los acontecimientos estrictamente bélicos, tanto en su origen
como en su desarrollo y sus consecuencias, esta batalla fue de enorme repercusión en todo el
mundo griego debido al cambio de tendencia que supuso para la ya iniciada Guerra del
Peloponeso, en la que los atenienses parecían sacar cierta ventaja a sus homólogos
lacedemonios. Antes de pasar a ver los detalles de tan encarnizada lucha, será mejor pasar a
analizar con detenimiento una serie de cuestiones sin las cuales tal victoria sería imposible de
comprender.

Antecedentes

La derrota de Esfacteria.

Hacia el año 425 a.C. comenzada ya la guerra, Demóstenes, strategos ateniense, tomó algunos
barcos y hombres y marchó hacia el Peloponeso con intención de asediarlo. Aunque no está
claro si ya tenía previsto su plan antes de partir, lo que sí está claro es que gestionó a la
perfección su desembarco en el promontorio de Pilos, al suroeste del Peloponeso en la región de
Mesenia. Los espartanos, que a la sazón se encontraban en el Ática saqueando sus campos y
cosechas como era habitual desde el comienzo de la guerra, abandonaron aquella región y
retornaron al Peloponeso haciendo un llamamiento generalizado a sus aliados para que
acudieran en socorro de Pilos. El joven general Brásidas fue el primero en llegar a la costa
mesenia con algunos barcos dispuesto a atacar. Pero su ímpetu o quizá su temeridad, le jugaron
una mala pasada y antes de que pudiera desembarcar en la playa, las numerosas flechas
atenienses lo hirieron y su cuerpo cayó al mar aparentemente sin vida. Mientras esto ocurría, el
resto de sus hombres trató de hacer lo propio con idéntico resultado: los espartanos fueron
incapaces de tomar la playa y recuperar el promontorio de Pilos. De esta manera, los atenienses
se hacían ahora con el control de un importante enclave situado en el Peloponeso y a apenas 70
km de Esparta. Además su situación en Mesenia, tradicionalmente hostil a los espartanos, no
hizo sino avivar la inquietud de las autoridades lacedemonias. Sin embargo y aunque la situación
era desesperada, lo peor estaba aún por llegar. Cuando el resto de los barcos peloponesios y
atenienses llegaron al lugar, se entabló una encarnizada lucha por retener el control de la bahía
de Navarino situada entre la tierra continental y la isla de Esfacteria, a donde se había dirigido
una pequeña guarnición de espartanos para cerrar la escapatoria de los atenienses. Pero el plan
no funcionó, y los lacedemonios terminaron por perder no solo la batalla sino también buena
parte de sus trirremes. Con el agua a la altura de las rodillas, los soldados lacedemonios se
introdujeron en la bahía a fin de que los atenienses no les arrebataran sus naves, tirando de
éstas hacia tierra firme. Pero todo fue inútil. De esta manera tan sorprendente, las aguas de la
bahía y el promontorio de Pilos cayeron en manos atenienses contra todo pronóstico, separando
a los espartanos que habían quedado en el campamento de los que ahora quedaron aislados en la
isla de Esfacteria.

Cuando la situación se tornó irreversible, desde Esparta se dio la orden de solicitar un


armisticio y negociar una tregua con Atenas. Sin embargo, ésta no llegó a ninguna parte y los
atenienses culminaron su gesta de la mano del ateniense Cleón, quien prometió a sus
conciudadanos atrapar a los espartanos de la isla en menos de veinte días. Cuando se percató de
que las flechas no eran suficientes para doblegar a los aguerridos lacedemonios, decidió poner
punto y final provocando un devastador incendio que asoló toda la isla y obligó a huir, presas de
la confusión, a los valerosos soldados. De esta manera tan “singular”, Cleón consiguió hacerlos
prisioneros y trasladarlos a Atenas exhibiéndolos como símbolo de su gesta. Aquella victoria
significó un nuevo amanecer para Atenas.

Para Esparta, la derrota de Esfacteria no supuso más que la confirmación de los peores
temores que el rey Arquidamo ya imaginaba antes de comenzar la guerra. El miedo a que las
expectativas acerca de su poderío superaran con creces a la realidad, tuvo una dolorosa pero
evidente confirmación en aquella batalla. Por primera vez en mucho tiempo, Esparta tenía que
enfrentarse al amargo sabor de la derrota y, lo que era peor, a la asunción de que los métodos
tradicionales que le habían servido para seguir siendo considerada la potencia militar más fuerte
de toda Grecia se habían desmoronado. Por si la derrota no era suficiente, Esparta tuvo que
asumir también la pérdida de 400 de sus mejores soldados, unos muertos y otros retenidos en
Atenas. El problema no era menor a decir por el continuo descenso de espartiatas que la ciudad
había venido experimentando desde hacía años. De hecho, esta fue una de las claves por las que
posteriormente Esparta, deseosa de recuperar a sus hombres, terminaría asumiendo unos
términos inaceptables en la posterior Paz de Nicias de 421 a.C.

En Esfacteria quedó patente el anquilosamiento e inmovilismo de una potencia otrora dinámica


y vencedora que se había resistido lo más posible a cambiar la esencia de su propia existencia. A
partir de este momento y hasta el final de la guerra, solo la aparición de nuevas figuras
abanderadas del cambio, merced a la fragmentación y división política interna, como Brásidas o
Lisandro, lograrán reconducir la situación hasta revertirla completamente.

Con una Atenas en posición de fuerza, a Esparta no le quedaba ahora más remedio que
enfrentar sus fantasmas e ingeniarse algo que lograra equilibrar de nuevo el desarrollo de la
guerra. Y así lo hizo de la mano del general Brásidas.

El ascenso de Brásidas

A pesar de su efímera y malograda participación en la batalla de Pilos-Esfacteria, Brásidas no


era neófito en esto de las artes militares. Las primeras noticias que tenemos acerca de él, se
remontan a los primeros años de la contienda allá por 431 a.C. En aquel año, logró defender con
éxito un ataque por sorpresa llevado a cabo por los atenienses contra la ciudad de Metone. Con
una inferioridad numérica apabullante, Brásidas fue capaz de abrirse paso entre las filas del
enemigo junto a sus hombres, resistir el ataque y poner en fuga a los atenienses. Sus gestas no
pasaron desapercibidas en Esparta, donde pronto sería recompensado con el eforado epónimo.
Hacia el año 429 a.C. una nueva distinción recaería sobre sus hombros al ser nombrado
symboulos de Alcidas durante la guerra civil de Corcira. Su cometido principal sería asesorar a
Cnemo, jefe de la expedición naval contra Formión durante la batalla de Patras. A pesar de
todos estos éxitos iniciales en su carrera, las cosas no fueron como se podría esperar y no
obstante el buen comienzo de la batalla, los espartanos se relajaron y permitieron a Formión
rehacerse desde su inferioridad numérica y conseguir vencer finalmente, a la flota peloponesia.
El varapalo debió de ser terrible, aunque esperado. Los espartanos tenían escasa tradición a la
hora de plantear luchas en el mar y la victoria inicial de la batalla les habría emborrachado de
optimismo. Pero con el viraje de los acontecimientos, pronto el pesimismo se adueñó de las filas
peloponesias y la aparente victoria en la que parecía que desembocaría tal conflicto, terminó
convirtiéndose en una dolorosa derrota. Tras esta acción y solo un año después con objeto de
evitar que el pesimismo se extendiera entre sus tropas, Brásidas diseñó la toma del puerto del
Pireo, el centro neurálgico de la flota ateniense. El resultado concluyó con otro estrepitoso
fracaso. Los espartanos aún no atesoraban la experiencia de los atenienses en el mar, así como
tampoco los pertrechos logísticos como para encarar dicho plan con garantías. A pesar de que
Brasidas y Cnemo regresaron de vacío a Esparta, la experiencia sirvió a los atenienses para
reforzar mucho más la seguridad del Pireo. En el fondo debían pensar que nadie sería tan osado
como para atacarles por mar en su propio terreno.

Sin saber con exactitud quién fue el artífice de la campaña de Anfípolis, lo que sí sabemos es
que el encargo de su ejecución se le concedió a Brásidas. Después de pasar los primeros años de
guerra granjeándose una reputación y un nombre en el ejército desde un discreto segundo
plano, Brásidas consigue tras la derrota de Esfacteria aquello que había estado tanto tiempo
anhelando: comandar una expedición, esta vez contra Tracia. De esta manera, la campaña dio
comienzo y Brásidas comenzó a disponer los preparativos para la marcha. Si alguien había
pensado que Brásidas se convertiría en un títere mecido por los vaivenes de la casta política, se
equivocaba. Desde el comienzo el inveterado general tuvo las ideas claras y unos objetivos
concretos. La cuestión era sencilla de plantear: si los atenienses les habían traído la guerra
hasta el Peloponeso, ellos la devolverían a su territorio, pero esta vez no a Atenas, sino allí
donde podían hacer daño de verdad, en Tracia. Brásidas pensaba que si hacía caer por sorpresa
un contingente sobre una de las colonias más preciadas por los atenienses (Anfípolis) por sus
minas de oro, sus astilleros y su posición estratégica, éstos se verían obligados a abandonar su
cómoda posición y desplazarse para defender sus territorios. Lo que conseguirían de esta
manera sería mantener el territorio peloponesio y la ciudad de Esparta fuera de peligro merced
al alejamiento de tropas enemigas hasta el otro extremo de Grecia.

La idea era así de sencilla. Sin embargo la práctica, no fue ni mucho menos un camino tan
fácil. Esparta nunca había emprendido un proyecto semejante. Odiaba salir del Peloponeso por
tiempo indefinido y tenía poca confianza en que aquel ambicioso plan triunfara. Aunque
finalmente el plan de Brásidas fue aprobado, los obstáculos a los que tuvo que hacer frente no
fueron pocos. Para empezar, no movilizó a las tropas regulares, y se vio obligado a componer un
ejército de esclavos y mercenarios traídos al efecto desde todos los rincones del Peloponeso.
Desde el punto de vista político, la medida adoptada guardaba una cierta coherencia. Aquel
plan, que de nuevo parecía convertirse en otra medida desesperada por parte de los espartanos
por derrotar a Atenas, podía terminar por arruinar los ya de por sí escasos recursos humanos de
Esparta. Por tanto, no podía correrse ningún riesgo. Y por otro lado, los hilotas, que superaban
en número a los espartiatas, eran un enemigo potencial capaz de aprovechar cualquier ausencia
de tropas para alzarse contra sus amos. Por ello, la idea de sacar de la ciudad a unos cuantos de
ellos y alejarlos por un tiempo no disgustaba en absoluto. Así, entre estos hilotas y otros
mercenarios venidos de todas partes del Peloponeso, Brásidas consiguió reunir una fuerza de
1700 hombres. Sin embargo, la falta de auténticos soldados no fue el único problema. La
maltrecha economía espartana, hizo que la financiación de la campaña corriera serio peligro.
Hasta tal punto que el dinero finalmente no salió de las arcas lacedemonias sino del rey Pérdicas
de Macedonia, quien habría pedido apoyo militar a los espartanos a causa de la actitud cada vez
más despótica del gobierno ateniense con el asunto de los impuestos para la Liga de Delos.

Una vez resueltos los problemas logísticos ya en 424 a.C. Brásidas se puso en marcha. Antes
de partir hacia Tracia, todavía tuvo que rendir la ciudad de Mégara, pretendida por los
atenienses. A pesar de disponer a su ejército para la batalla, los atenienses finalmente
decidieron retirarse y los megareos abrieron sus puertas a Brásidas por considerarle vencedor
en aquella batalla sin armas. Este esperanzador comienzo no fue sino el preludio de una exitosa
campaña que, sin embargo, no estuvo exenta de peligros desde el comienzo. La ruta que
conducía hasta el norte de Grecia obligaba a atravesar una de las regiones más hostiles e
inhóspitas de la tierra: la llanura tesalia. Los tesalios eran gentes aguerridas desde la guerra de
Troya. Jasón, hijo de Licofrón llegó a reunir un ejército de 16.000 hombres entre infantes y
caballeros. Su unidad de caballería era probablemente una de las mejores de Grecia. Su
carácter áspero y poco sociable hizo que la región nunca llegara a decantarse totalmente por un
bando u otro al comienzo de la guerra del Peloponeso, aunque también es cierto que muchas de
sus ciudades simpatizaban con Atenas. Esa ambigüedad fue la que mantuvo la incertidumbre
entre las tropas de Brásidas a su llegada a Tesalia. Realmente Brásidas desconocía si serían
bienvenidos o si, por el contrario, serían rechazados a su llegada. Cuando las tropas de Brásidas
se adentraron en Tesalia, aproximándose al río Enipeo, desde el horizonte se aproximaron
varias unidades de la caballería tesalia que, probablemente, ya les habrían visto. Asumiendo que
una lucha tan temprana mermaría sus fuerzas aun en caso de victoria, Brásidas según Tucidides
contactó a varios amigos suyos, habitantes de esas tierras, que le sirvieron de mediadores a fin
de poder cruzar la región sin problemas. En un encuentro con los tesalios, Brásidas desplegó sus
dotes de orador y convenció a éstos de que nada tenía contra ellos ni contra sus gentes. Más o
menos convincentes, sus palabras debieron de producir el efecto deseado y los tesalios
permitieron a las tropas peloponesias continuar su marcha hasta la frontera con Macedonia sin
ningún incidente. Una vez superado el trance, recaló en Macedonia, y se entrevistó con el rey
Pérdicas a fin de tratar los asuntos que tenían pendientes y que habían motivado su presencia
allí. Recordemos que Pérdicas solicitaba el apoyo espartano para protestar contra los
atenienses y sus subidas de impuestos, mientras que Brásidas, por su parte, solicitaba
cooperación suministrando a sus tropas todo lo necesario durante su estancia hasta la toma de
Anfípolis, que era el verdadero objetivo de los peloponesios. A cambio de estos suministros,
Pérdicas pidió también al jefe de aquella expedición su apoyo en sendas campañas contra
algunos pueblos como los acantios que no terminaban de reconocer su poder. A pesar de que la
exitosa colaboración parecía fluir con normalidad, no todo lo acontecido había sido del agrado
del rey macedonio. La benevolencia con la que presumiblemente habría tratado Brásidas a estos
pueblos, habría irritado profundamente a Pérdicas quien consideraba semejante acto como una
intromisión innecesaria en sus asuntos por parte de los peloponesios. Aunque en principio, el
asunto no fue a más, aquella herida acabaría por enquistarse y distanciar a ambos mandatarios,
hasta el punto de que Pérdicas decidió reducir la ayuda monetaria que prestaba al ejército
peloponesio.

Con esas fricciones de fondo, Brásidas decidió acelerar sus planes de capturar Anfípolis por si
las cosas con Pérdicas se torcían. Puesto que la ciudad de Calcídica se hallaba más o menos
desprotegida de atenienses, sus gentes tenían diversas procedencias y Tucídides que, a la sazón
era el encargado de su gobierno, se hallaba fuera, Brásidas creyó que lo más conveniente sería
buscar apoyos dentro de la misma ciudad de manera que, una vez que sus tropas se acantonaran
a las puertas de la misma, alguien se las abriera desde dentro. Y así fue como ocurrió.

Con pocos efectivos y unos recursos muy limitados, decidió asaltar la ciudad de noche. Aunque
no era algo habitual, la posibilidad de alcanzar el objetivo sin ser visto y no sufrir bajas, se hacía
realmente interesante. Así pues, al abrigo de la oscuridad de aquella gélida noche de invierno,
las tropas de Brásidas marcharon hasta la ciudad de Anfípolis. Con un espeso manto de nieve
cayendo sobre sus hombros, los soldados del general espartano aguantaron estoicamente el frío
que calaba sus huesos y recorrieron 65 km hasta su destino en menos de 24 horas. Puesto que
Brasidas era consciente de sus limitaciones, no arriesgó más de lo necesario y no parece que se
le pasara por la cabeza sitiar la ciudad. Al contrario, como dijimos, echó mano de las múltiples
facciones políticas existentes dentro de Anfípolis, y logró que unos cuantos políticos cercanos a
la causa lacedemonia abrieran las puertas de la ciudad a su llegada. Una de las primeras
consecuencias que esta captura tuvo para la posteridad, fue el hecho de que el historiador
Tucídides fuera castigado en Atenas con el destierro por hallarse fuera de la ciudad en aquel
momento. Durante ese paréntesis fuera de Atenas, escribió su obra magna “Historia de la
Guerra del Peloponeso”, gracias a la cual podemos dar cuenta de todos estos hechos.

En lo estrictamente militar, los anfipolitas, abandonados por Tucídides y a cientos de


kilómetros de Atenas, se encontraron en una situación de total desamparo en la que, por un
lado, Brásidas les brindaba, espada en mano, rendirse a la causa peloponesia a cambio de ser
respetados tantos ellos como sus familias, o resistirse y enfrentarse a un asedio que habría sido
largo y con pocas probabilidades de éxito. Por este motivo, decidieron no prolongar su agonía y
entregar la ciudad a Brásidas y a la causa peloponesia, en lo que podría ser calificado como un
gran éxito estratégico de éste. Al mismo tiempo que el hecho significaba un gran avance para
Esparta por haber rendido una de las colonias más importantes de Atenas sin sufrir bajas, el
equilibrio de poderes en Grecia quedaba restablecido nuevamente. Para Atenas, aquella pérdida
suponía un duro golpe, además de perder la iniciativa que había conseguido merced a su presión
sobre el Peloponeso y su victoria en Esfacteria. Ahora, sin embargo, se vería obligada a
movilizarse, no para presionar o arrebatar territorios, sino para defender a los suyos. Como
dijimos, Anfípolis era lo suficientemente importante como para no dejarla en manos enemigas
sin luchar. Aparte de las minas de oro del río Estrimón, su posición al norte de Grecia servía de
puerto comercial y zona franca en su ruta marítima del norte, en la que el mercadeo del grano
también tenía una importancia determinante. Nadie podía dificultar allí el trasiego de barcos
que iban y venían cargados de mercancías.

Teniendo en cuenta estos detalles no es de extrañar que, una vez más, el ateniense Cleón, el
héroe de Esfacteria, se convirtiera en la voz altisonante a favor de movilizar las tropas y rendir
Anfípolis por la fuerza.

Antes de que eso sucediera, mientras estos y otros asuntos eran debatidos en Atenas, en
Tracia, Brásidas se dispuso a seguir rindiendo ciudades de los atenienses y minando sus apoyos
en la zona. Este fue el caso de las ciudades de Torone, Mende y Escíone, esta última en donde
sus habitantes llegaron a colocar una corona de oro sobre sus sienes. Estaba claro que la
campaña ideada por Brásidas estaba siendo exitosa. Pocos habrían afirmado lo que ahora
estaba ocurriendo. El norte de Grecia comenzaba poco a poco a sentir la influencia espartana y
la fuerza con la que Atenas salió de la victoria de Esfacteria se fue diluyendo por momentos.
Tanto fue así que durante estos sucesos las clases dirigentes de ambas ciudades, a iniciativa de
Atenas, acordaron un armisticio. Los atenienses querían ganar tiempo para frenar la
ultraofensiva a la que Brásidas los estaba sometiendo. Las condiciones que se vieron obligados a
aceptar los atenienses, por supuesto, fueron mucho más discretas que las que hubieran logrado
de haber atendido a las peticiones espartanas un año antes tras la victoria en Pilos.

Aunque no era de su agrado, Brásidas fue informado del acuerdo y se vio obligado a frenar su
expansión, a pesar de contar con la gran mayoría del apoyo de las ciudades conquistadas. Sin
embargo Cleón, que nunca aceptó estos términos y se opuso a la tregua negociada, terminó,
como dijimos, por imponer sus criterios a la asamblea y aprobar una marcha militar sobre
Anfípolis y los territorios perdidos. A resultas de unos pequeños detalles, los espartanos
empezando por Brásidas, también terminaron rompiendo ese principio de acuerdo y reanudaron
las hostilidades.

Debido a la obstinación de tan antagónicos personajes, la lucha que se avecinaba entre ambas
ciudades se antojaba legendaria y de mayores dimensiones que las precedentes. Por primera
vez, Esparta y Atenas “se tenían ganas” y al frente de ellas había dos personajes
decididamente inclinados a la guerra. En 456 a.C. en Tanagra, la lucha se había producido casi
por necesidad y con un ejército ateniense dividido; en 425 a.C. en Pilos, la sorpresa de los
atenienses guarecidos en un promontorio, había desequilibrado la lucha; pero ahora la situación
ofrecía una posibilidad única de medirse frente a frente y casi de igual a igual. Ambas ciudades
se jugaban demasiado y ninguna quería resultar derrotada.
La batalla

Antes de que se produjera el enfrentamiento, el rey Pérdicas volvió a solicitar la presencia de


Brásidas para otra de sus contiendas. Aunque de mala gana, el lacedemonio no pudo negarse y
acudió a la llamada. Cuando levantaron el campamento aquella noche para descansar, las tropas
de ambos mandatarios se separaron por ciertos desacuerdos sobre la ruta a elegir en el camino
de vuelta. Al amanecer del día siguiente, Brásidas se encontró con que lo único que quedaba del
ejército de Pérdicas, era su recuerdo. Los macedonios le abandonaron a él y a los suyos en una
tierra desconocida y hostil con un número de tropas lo suficientemente escaso como para
sentirse inquieto ante un hipotético ataque. Y esto no era una remota posibilidad. La marcha de
Pérdicas del campamento no fue sin motivo aparente. La noche antes, alguien avisó al rey
macedonio de la traición de los ilirios, un pueblo bárbaro del norte realmente agresivo y su
inminente llegada junto a Arrabeo. Refiere Tucídides que su fama de guerreros sanguinarios y
desalmados era lo suficientemente grande como para que los mismos soldados de Pérdicas le
obligaran a marcharse de allí. Por el motivo que fuere, Pérdicas utilizó este hecho para tomarse
cierta venganza por la intromisión de Brásidas en sus asuntos y decidió abandonar a los
peloponesios a su suerte. Nunca sabremos cuál fue la cara de Brásidas al percatarse del hecho,
pero lo que sí es cierto es que no perdió el tiempo en lamentarse. Tan pronto como se despertó,
pudo contemplar en el horizonte el resplandor del temido ejército y por si esto no fuera
suficiente, además se dio cuenta de que aquellos bárbaros efectivamente no venían solos, sino
acompañados de Arrabeo y sus soldados, aquel al que habían derrotado días antes. Y a juzgar
por la situación, venía buscando revancha.

Cuando los ilirios ya estaban peligrosamente cerca, en rápida retirada, Brásidas decidió
colocar a sus soldados en “cuadro”, una especie de dibujo rectangular que acogía a las tropas
ligeras en el centro, mientras que la retaguardia estaría cubierta por él y 300 de sus mejores
hombres. De esta manera podrían asegurar una huida lo más segura posible. Con muy pocas
bajas, los peloponesios alcanzaron un cerro donde se hicieron fuertes y evitaron más ataques
enemigos. Desde allí, al día siguiente llegaron a Arnisa que, aun siendo territorio de Pérdicas,
estaba fuera de peligro. La principal consecuencia de este suceso fue que la enemistad entre
ambos dirigentes ya fue manifiesta y el macedonio fue, de nuevo, solicitando la protección de los
atenienses.

Al mismo tiempo que tenían lugar estos hechos, Cleón llegó con sus tropas compuestas por
unos 1200 hoplitas, 300 jinetes y unos 30 barcos. Poco a poco, había ido recuperando los
territorios que Brásidas había ido ganando para su causa. Pero para él y para los atenienses lo
más importante, sin duda, era recuperar Anfípolis. Aquella ciudad era el motivo por el que
Cleón se había embarcado en el proyecto y no volvería de vacío. Por su parte, Brásidas
entendió que los atenienses ya estarían cerca de su objetivo y por ello, tras un intento fallido de
tomar Potidea y defender Torone, marchó directo a Anfípolis.
Con el ejército de Cleón en los alrededores de Anfípolis, Brásidas se dio cuenta de que no
tendría más remedio que luchar en ese momento. Se dio cuenta de que entre las tropas de los
atenienses estaba la flor y nata de su ejército y por eso tomó la decisión de mandar una
guarnición para que se instalara dentro de la ciudad y la guardara desde allí. En principio, él
quedó en la villa de Cerdilión que está en tierras de los argilios. Por ser un terreno alto,
permitía observar los movimientos de los enemigos. Por su parte, Cleón se vio obligado a actuar
cuando sus soldados presionaron para salir de allí, en lugar de estar parados sin hacer nada.
Cleón decidió acercarse aún más a Anfípolis y se instaló en un cerro por donde se estrecha el rio
Estrimón y existe una buena vista de la ciudad. Como respuesta a este movimiento, Brásidas
desalojó la villa de Cerdilión y con la tropa que le quedaba, entró en Anfípolis. Su intención,
como antes dijimos, no fue sino la de resistir intramuros todo lo que pudiera, ya que la calidad y
experiencia de sus hombres no era la suficiente para enfrentarse a los atenienses. Por eso,
mientras aguardaba en el interior de la ciudad, envió mensajes a Esparta para que le enviaran
tropas de refuerzo. Pero éstas, nunca llegaron.

Mientras que sus ciudades clamaban por un cese de las hostilidades, Brásidas y Cleón se
habían convertido en los auténticos enemigos de la paz. Este hecho y el éxito en general de
Brásidas en su carrera como militar, le había granjeado algunos enemigos en Esparta que, ahora
estarían encantados de que su empresa fracasara, por lo que existen motivos para pensar que
las autoridades espartanas no fueron todo lo diligentes que pudieron ser en el envío de nuevas
tropas y de hecho, aunque se sabe que una guarnición al mando de Ranfias y Autorcáridas salió
de Esparta, ésta nunca alcanzó a tiempo su objetivo. A pesar de que su campaña había logrado
algo inimaginable solo un año antes como era forzar a los atenienses a una negociación, ahora
su propia ciudad le daba la espalda y lo abandonaba a su suerte, planificando secretamente un
acuerdo de paz con Atenas.

A sabiendas de que los atenienses estaban esperando más apoyos de su ciudad, Brásidas
resolvió que había llegado el momento de salir a luchar. La precisión en el relato que hace
Tucídides de aquella batalla merece que no se añada ni una sola coma al mismo:

“Viendo que se marchaban los enemigos, dijo a los suyos: «Esta gente no nos aguardará,
porque bien veo cómo sus lanzas y celadas se menean, y nunca jamás hicieron esto hombres que
tuviesen gana de combatir; por tanto, abrid las puertas, y salgamos todos con buen ánimo a dar
sobre ellos con toda diligencia.» Abiertas las puertas por la parte que Brásidas había ordenado,
así las de la ciudad como las de los reparos, y las del muro largo, salió con su gente a buen trote
por la senda estrecha donde ahora se ve un trofeo puesto, y dio en medio del escuadrón de los
enemigos, que halló confusos por el desorden que tenían, y espantados por la osadía de sus
enemigos; inmediatamente volvieron las espaldas y se pusieron en fuga. Al poco rato salió
Cleáridas por la puerta de Tracia, como le habían mandado, y vino por la otra parte a dar sobre
los enemigos. Los atenienses, viéndose acometer súbitamente por donde no pensaban, y atajados
de todas partes, se asustaron más que antes, de tal manera que los del ala izquierda que habían
tomado el camino de Eón diéronse a huir en desorden. En este medio Brásidas, que había
entrado por el ala derecha de los enemigos, fue gravemente herido, cayendo a tierra, mas antes
que los atenienses lo advirtiesen fue levantado por los suyos que estaban cerca, y aunque los
soldados del ala derecha de los atenienses se afirmaron más que los otros en su plaza, Cleón,
viendo que no era tiempo de esperar más, dio a huir, y cuando iba huyendo le encontró un
soldado micinio que le mató. Mas no por eso los que con él estaban dejaron de defenderse
contra Cleáridas a la subida del cerro, y allí pelearon muy valientemente hasta tanto que los de
a caballo y los de a pie armados a la ligera, así micinios como calcídeos, sobrevinieron, y a
fuerza de venablos obligaron a que abandonaran su puesto, y se pusiesen en huida. De esta
suerte todo el ejército de los atenienses fue desbaratado, huyendo unos por una parte y los otros
por otra, cada cual cómo podía hacia la montaña, y los que de ellos se pudieron salvar
acogiéronse a Eón.

Después que Brásidas fue llevado herido a la ciudad, antes de perder la vida supo que había
alcanzado la victoria, y al poco rato falleció. Cleáridas siguió al alcance de los enemigos cuanto
pudo con lo restante del ejército, y después se volvió al lugar donde había sido la batalla.
Cuando hubo despojado los muertos, levantó un trofeo en el mismo lugar en señal de victoria.
Pasado esto, todos acompañaron al cuerpo de Brásidas armados, y le sepultaron dentro de la
ciudad delante del actual mercado, donde los de Anfípolís le hicieron sepulcro muy suntuoso, y
un templo como a héroe, dedicándole sacrificios y otras fiestas, y honras anuales, dándole el
título y nombre de fundador y poblador de la ciudad, y todas las memorias que se hallaron en
escrito, pintura o talla de Hagnón, su primer fundador, las quitaron y rayaron, teniendo y
reputando a Brásidas por fundador y autor de su libertad. Recobrados los muertos, los
atenienses volvieron por mar a Atenas, y Cleáridas con su gente se quedó en la ciudad de
Anfípolis para ordenar el gobierno de ella”

Consecuencias

La consecuencia más importante que tuvo esta batalla fue que, por primera vez en muchos
años, tanto espartanos como atenienses parecían proclives a la paz. Ambas potencias se sentían
desgastadas y una vez muertos aquellos que tan contrarios se mostraban al proceso negociador,
todo parecía apuntar en la dirección del cese definitivo de las hostilidades. Las fuerzas se
habían equilibrado de nuevo. Atenas no había sabido sacar provecho de su ventajosa situación
cuando venció en Esfacteria y Esparta, por su parte, había logrado mitigar su posición de
debilidad merced a la conquista de Anfípolis. Sin embargo, tampoco aprovechó la situación para
obtener rédito político de aquella victoria que bien podríamos decir que la dejaba ligeramente
mejor que a Atenas. Al contrario, la paz impulsada por Nicias en 421 a.C. pareció ser la de la
concordia y aunque se llegó a varios acuerdos de devolución de territorios, éstos nunca llegaron
a producirse, lo que terminó convirtiendo a aquel tratado, una vez más, en papel mojado.

El testigo de la opción beligerante contra Esparta en los años siguientes en Atenas, lo tomó un
jovencísimo e insolente Alcibíades quien desde el principio se dedicó a azuzar a los atenienses
para que destruyeran a los espartanos marchando sobre el mismo Peloponeso y aliándose a sus
tradicionales enemigos. Y a punto estuvo de conseguirlo, de no ser porque la certera
intervención espartana lo evitó en otra gloriosa batalla que seguidamente veremos en tierras de
Mantinea.

Fig.7: Mapa de la Batalla de Anfípolis.


Fig.8: Detalle de la batalla de Anfípolis.
Batalla de Mantinea 418 a.C.

La Paz de Nicias de 421 a.C. no terminó de mitigar los vientos de guerra que confluían entre
Esparta y Atenas y las facciones contrarias a la paz que existían en ambas ciudades, se
dedicaron a boicotear todo lo posible desde el comienzo el tratado. Si bien en Atenas esa facción
belicista estuvo bien encarnada en Alcibiades, en Esparta serán dos éforos, Cleobulo y Jénares
quienes se afanen en establecer todas las alianzas posibles con el fin de prolongar la política de
Brásidas y derrotar de una vez por todas a Atenas. Semejante caldo de cultivo terminará como
no podía ser de otra manera, con un nuevo enfrentamiento entre ambas ciudades en lo que se ha
conocido como la batalla de Mantinea.

Antecedentes

En Esparta, la Paz de Nicias vino a agravar la fuerte división política interna que ya se conocía
incluso antes de la campaña de Brásidas. Por un lado, estaba la facción o corriente que abogaba
por la paz y la cordialidad con Atenas y por otra, la facción o corriente que dedicó todos sus
esfuerzos a boicotear el tratado y reactivar las hostilidades con la misma. Esta última corriente
estaría encabezada por los éforos Cleobulo y Jénares (Thuc. 5, 36, 1) que fueron nombrados
éforos en el invierno de 421-420 a.C. Su primera medida fue apresurarse a buscar una alianza
con beocios, corintios y, finalmente, con los argivos (Thuc. 5, 36, 1). Aliarse con los primeros
significaba, no solo obtener el apoyo de una región vecina de Atenas con la que siempre había
mantenido una cierta conflictividad, sino también lograr para sí lo que ellos consideraban podía
ser moneda de cambio con los atenienses por Pilos (que aún se hallaba en su poder) es decir, la
fortaleza de Panacto. Los espartanos consideraban clave este movimiento puesto que, solo a
cambio de poder negociar con Panacto, tendrían la posibilidad de recuperar Pilos y reiniciar la
guerra con los atenienses con unas mínimas garantías. De lo contrario, si los beocios se
acercaban a Atenas, tanto Panacto como Pilos, caerían en poder de éstos, y sería peligroso
reanudar las hostilidades. Por su parte, los beocios, exigieron a cambio concertar una alianza
con ellos antes de entregar la fortaleza y a los prisioneros atenienses (Thuc. 5, 39, 2). Este
hecho hizo dudar a Esparta que entendería que las relaciones con Atenas podrían enturbiarse si
firmaba una alianza semejante con Beocia, puesto que el acuerdo que habían firmado lo
prohibía expresamente (Thuc. 5, 39, 3). Sin embargo, con la línea “dura” en el eforado de
Esparta, parece que esta posibilidad no importó demasiado y Esparta y Beocia terminaron
firmando el acuerdo. Ésta le entregó la fortaleza a Esparta que procedió a su demolición. Dicha
alianza parecía solo el comienzo de una política fructífera para la ciudad lacedemonia, que
también trató de atraerse a su “archienemiga tradicional, Argos, lo que era muy deseado por
ésta (Thuc. 5, 36, 1). Si el plan seguía los cauces previstos, los beocios deberían entenderse
también con los argivos y hacer a éstos aliados, a su vez, de los lacedemonios (Thuc. 5, 36, 1).
Pero, la negativa de última hora de los beocios (Thuc. 5, 38, 1) a dicho plan, hizo que los
embajadores que iban a ser enviados a Argos, no lo fueran, dejando inconcluso un proyecto que,
de haber salido adelante, habría puesto a Esparta en una situación inmejorable. A pesar de ello,
aun existió una última oportunidad de arreglar las cosas. Argos, ante la extraña tardanza de los
beocios en enviar a sus embajadores, decidió acudir a Esparta (Thuc. 5, 40, 1) y logró un
principio de acuerdo para redactar un tratado. Pero el hecho de que los espartanos les invitaran
a volver a su ciudad y exponerlo ante la asamblea, resultó ser un grave error que, a la postre y
en concurso con otras circunstancias, terminó por extinguir la posibilidad de una alianza entre
ambas. La demora se tradujo en la no conclusión del mismo (Thuc. 5, 41, 2-3) y esto, unido a los
esfuerzos de Alcibíades por forzar una alianza de Atenas con Argos, terminó por hacer
desaparecer cualquier intento de que Esparta sacara una posición favorable con respecto a
Atenas. La iniciativa para reanudar las hostilidades, pasó al bando ateniense que logró atraerse
a los argivos a su causa y dejó prácticamente aislada a Esparta que, por otro lado, con dos
monarcas poco inclinados a la guerra con Atenas, se limitó a esperar acontecimientos.

Esta facción más favorable a la paz y la no agresión con Atenas, estaría encabezada por los
reyes, Plistoanacte y Agis. La diarquía espartana en esos años no sería, en ningún caso,
continuadora de la activa política exterior que parecía haberse instalado en Esparta con la
campaña de Brásidas. En primer lugar, Plistoanacte estaba en el segundo período de su reinado.
Durante el primero había sido objeto de destierro a causa de las sospechas de soborno que
sobre él recayeron cuando se retiró del Ática durante su invasión sin motivo aparente (Thuc. 2,
21, 1) Puesto que aquel soborno no ha quedado acreditado, podría entenderse que si entonces no
tuvo razón para atacar Atenas, tampoco la tendría ahora. Y si el soborno fue real, entonces
tendría sobrados motivos para no atacar tampoco y reavivar la añeja polémica que solo podría
perjudicarle puesto que, por lo que parece, no gozaría de gran popularidad entre el demos
espartano sino más bien lo contrario (Thuc. 5, 16, 1-2). Otro motivo que deja muy a las claras su
intención de alejarse de aventuras fuera del Peloponeso, es su expedición contra los parrasios
de Arcadia a causa de unas disputas internas (Thuc. 5, 33, 1). Tan pronto como se ve incapaz de
salvar el fuerte de Cípsela, decide regresar sin pena ni gloria a Esparta. En segundo lugar, Agis
fue un rey que, en ocasiones por las circunstancias y en ocasiones por su mismo carácter, no
estaba llamado a ser precursor de una política exterior más agresiva y tampoco heredero de la
que instauró Brásidas. En 426 a.C. había detenido una invasión del Ática por una serie de
terremotos (Thuc. 3, 89) y en 425 a.C. abortó otra invasión cuando solo habían transcurrido
quince días de campaña (Thuc. 4, 2, 6). Además, más adelante, fue multado por no avanzar y
derrotar a los argivos cuando se daban todas las circunstancias para ello (Thuc. 5, 54-57).
Acciones, en definitiva, poco decididas que, sin embargo, contrastarán con las campañas que
llevará a cabo a partir de 413 a.C. Existieron además, una serie de motivos razonables que por
sí solos obligarían a los espartanos a ser prudentes. El primero de ellos, la recuperación de los
hombres capturados en Esfacteria en poder de los atenienses. Tal y como informa Tucídides, se
trataba de espartiatas (Thuc. 5, 15, 2) es decir, hombres del más alto rango y parientes de
hombres de igual categoría. El progresivo descenso que había experimentado el número de
éstos en los últimos tiempos, hacía que ésta no fuera una razón sin importancia y que el mismo
hecho presionara para lograr su retorno casi a cualquier precio. En segundo lugar, la paz
firmada con Argos en 451 a.C. expiraba ahora (Thuc. 5, 14, 4) y el hecho de mantener un frente
de guerra abierto tan lejos del Peloponeso como en Calcídica, acarreaba el peligro de que los
argivos se aliaran con los atenienses, dejando al Peloponeso excesivamente desprotegido y a
merced de que éstos les atacaran directamente, lo que habría obligado a la ciudad a mantener
una guerra en dos frentes.

De la manera que fuese, la Paz de Nicias quiso suponer un statu quo ante bellum en el cual los
lacedemonios se comprometieron a devolver Anfípolis, Panacto y los prisioneros atenienses que
estuvieran en su poder y, además, marcharse de Torone, Escione y de todas aquellas
poblaciones que habían reconquistado los atenienses o que todavía asediaban (Thuc. 5, 18).
Todas estas aceptaciones vinieron a corroborar el hecho de que Esparta tenía la determinación
(por los motivos que ya hemos señalado) de abandonar su presencia en el norte de Grecia así
como los frutos que había obtenido de la influencia que allí había establecido Brásidas, y volver
a sus límites territoriales en el Peloponeso. Para Kagan, sin embargo, si hubo alguien
beneficiado de este tratado fue Esparta, por el hecho de que sellar un acuerdo le permitiría
ganar tiempo para recuperarse y retomar, más adelante, el proyecto de supremacía sobre
Grecia. Sin embargo, en mi opinión, Esparta había perdido una ocasión única de continuar
perjudicando a Atenas. Su presencia en Anfípolis le estorbaba enormemente por ser una ciudad
que les proveía de madera para la construcción naval y de la que recibían importantes ingresos
(Thuc. 4, 108, 1). Además, el acceso que ahora tendrían los lacedemonios a los aliados de Atenas
que tanto temía Tucídides (4, 108, 2) se convirtió en realidad cuando muchos de éstos decidieron
pasarse al bando peloponesio (Thuc. 4, 107, 3). En definitiva, Esparta estaba logrando una zona
de amplia influencia que hubiera mantenido a los atenienses distraídos y ocupados. Ahora, sin
embargo, Esparta renunciaba a todo aquello y volvía a parapetarse en su península dejando,
una vez más, que los atenienses, esta vez a través de Alcibíades, recuperaran la iniciativa del
conflicto sellando una alianza con Argos, reiniciando una campaña anti espartana y boicoteando
la Paz de Nicias. Bien porque los planes de Cleobulo y Jénares no se materializaron, bien porque
los diarcas no tenían intención de continuar la guerra con Atenas, lo que resultó fue que Esparta
quedó en una frágil posición sobre el escenario político del momento, no solo en Grecia, sino
también dentro del mismo Peloponeso, donde solo Tegea se comprometió a no marchar contra
ellos (Thuc. 5, 32, 4).

Mientras que la facción negociadora y diplomática encabezada por Nicias en Atenas se


mantuviera en el poder, no habría motivo para alarmarse. Sin embargo, lo que ocurrió fue que
Alcibíades, declarado anti espartano, resultó elegido strategos y aquella decisión afectó
directamente al frágil compromiso de Nicias. La política pacifista espartana no podría
sostenerse mucho tiempo sin un homólogo en Atenas que correspondiera a esa política y, mucho
menos, cuando Argos optó definitivamente por aliarse con Atenas. La candidez lacedemonia
ante estos acontecimientos fue proverbial y solo su posterior victoria en Mantinea en 418 a.C.
evitó un mal mayor.

La embajada que Esparta envió a tratar la cuestión de Argos a Atenas se convirtió, gracias las
maquinaciones de Alcibíades, en una farsa de cara a la asamblea ateniense. De un golpe los
embajadores espartanos perdieron toda credibilidad y a Nicias le resultó muy complicado
reconducir esa imagen. Sin embargo, lo intentó y, a su vez, envió una embajada ateniense a
Esparta (Thuc. 5, 46, 2-5) aunque con la exigencia clave de devolver Panacto, algo que los
espartanos difícilmente aceptarían, más cuando aún esperaban que se les repusiera Pilos. Como
era de esperar, Nicias no consiguió nada de Esparta y los atenienses montaron en cólera contra
él y contra su política conciliadora, concertando, a sugerencia de Alcibíades, el tratado con
Argos (Thuc. 5, 47). A dicha alianza se sumaron, además, Mantinea y Élide, en lo que se conoce
como la cuádruple alianza. Muy probablemente a causa de este aislamiento en el que ahora
quedaba inmersa la ciudad lacedemonia, tuvo lugar un humillante episodio para la ciudad
acontecido en los Juego Olímpicos de 420 a.C. celebrados en Élide. Esta ciudad prohibió a los
espartanos el acceso al recinto sagrado a resultas de una antigua disputa sobre Lépreo. Como
bien habrían calculado los eleos, los espartanos no se atrevieron a replicar con la fuerza, sino
que sus quejas se redujeron al ámbito formal de protesta. Cualquier mínimo intento del uso de
la fuerza por parte de éstos, habría sido rápidamente contestado por los nuevos y poderosos
aliados de Élide que, sin habérselo solicitado, ya habían enviado contingentes de argivos y
mantineos (Thuc. 5, 50, 3) por si acaso los lacedemonios recurrían a la acción armada. Los
lacedemonios no solo tuvieron que soportar la prohibición al recinto sagrado sino también
aguantar cuando uno de sus atletas fue golpeado por rabducos, sin poder hacer nada al respecto.
Sin embargo, ésta no fue la única consecuencia de la timorata política espartana. Muy
humillante también fue el hecho de que los beocios sustituyeran en el mando de Heraclea de
Traquinia al lacedemonio Agesípidas (Thuc. 5, 52, 1). Aquel acto respondía al miedo que los
beocios sentirían por los atenienses si mantenían a un lacedemonio al mando de una ciudad tan
cercana al Ática y también a la percepción de debilidad que ahora dimanaba de Esparta. Al fin y
al cabo, los lacedemonios iban a comenzar a experimentar una serie de problemas en el
Peloponeso que los mantendrían ocupados y dificultaría la ayuda que les pudieran requerir.

A la flamante alianza compuesta por Atenas, Argos, Mantinea y Elide, solo le faltaba un
componente para ser extraordinaria: Corinto. Curiosamente, solo unos años antes, con el recién
estrenado tratado de paz entre Esparta y Atenas, e l descontento que cundió entre los aliados de
ambos bandos fue grande, y entre esos desencantados estaba Corinto, que criticó la actitud de
Esparta en dicho acuerdo. Aquello la empujó a buscar el apoyo de Argos para conformar una
alianza que se convirtiera en la alternativa a la hegemonía de ésta en la península. Como era de
esperar y por razones de coherencia histórica, Argos aceptó (Thuc. 5, 28) y enseguida se
pusieron a recabar más apoyos de ciudades peloponesias, logrando el de Mantinea y Elis y los
calcideos de Tracia (Thuc. 5, 29; 5, 31). De esta manera, contrarrestarían a la alianza
espartano-ateniense, pero, sobre todo, la influencia y control de Esparta en el Peloponeso. Para
Argos, esta alianza era sin duda muy beneficiosa. Tras años de incomparecencia, ahora podía
albergar, de nuevo, la idea de recuperar su hegemonía sobre la península, puesto que, esta vez,
contaba con importantes apoyos. Además, a pesar de que Esparta y Atenas habían firmado una
paz, la facción anti espartana en esta última ciudad había logrado representación con la elección
de Alcibíades para la estrategia en 420 a.C. lo que quiere decir que sería muy presumible su
apoyo en caso de entrar en conflicto con los lacedemonios, además de tener, ambas ciudades
gobiernos de corte democrático. Finalmente, esta deducción acabó convirtiéndose en realidad
cuando Alcibíades propuso aliarse con ellos fraguándose la ya mencionada Cuádruple Alianza.
Cuando la alianza argivo-ateniense culminó, Argos comprendió que la participación de Corinto
era necesaria. Su posición estratégica en el Peloponeso era vital para consolidar el aislamiento
completo al que quedaría sometido Esparta ya que los beocios, que eran aliados suyos, no
podrían enviarles ayuda, al menos por tierra, sin cruzar territorio hostil, mientras que la alianza
controlaría todo el Golfo de Corinto. Por ese motivo, los argivos hicieron un último intento por
ganarlos para su causa (Thuc. 5, 50, 5) reuniéndose con ellos. En verdad, las relaciones entre
Argos y Corinto ya habrían comenzado incluso, como sugiere Westlake, antes del acuerdo entre
Atenas y Esparta. Sin embargo, la enemistad declarada de éstos con Atenas, un devastador
terremoto, una más que presumible división interna y, en mi opinión, el desplante que le había
hecho Atenas rechazando una tregua particular con ellos, malograron un acuerdo que,
finalmente, nunca vió la luz. A partir de ahí, el papel de Corinto pasará del alejamiento a la
lucha contra ella.

En 419 a.C. Alcibíades tomó unos cuantos hoplitas y partió por fin al Peloponeso llegando hasta
Patras, donde sugirió a sus ciudadanos alargar sus muros hasta el mar (Thuc. 5, 52, 2) y
construyó una fortificación que los corintios se encargaron de destruir. A Alcibíades no le quedó
más remedio que retirarse sin conseguir lo que se proponía. Lo que sí había quedado claro en
aquella acción del ateniense es que había entrado al Peloponeso conduciendo un ejército y los
espartanos no habían actuado. Este hecho, sería interpretado como una causa de debilidad de la
ciudad lacedemonia que ahora veía cuestionada su autoridad en un territorio que creía tener
controlado. A pesar de no conseguir nada objetivo, esta campaña solo fue un anticipo de lo que
estaba por llegar, el conflicto entre Argos y Epidauro que involucraría irremisiblemente a los
atenienses y, por supuesto a Corinto y Esparta.

Esparta pasa a la acción

En 419 a.C. mientras los argivos se dedicaban a arrasar el territorio de los epidaurios,
esperaban que los atenienses les auxiliaran en caso de necesitarlo. Pero entonces, una
expedición espartana llegó por mar para atender a sus aliados epidaurios y sorteó la vigilancia
ateniense que nada pudo hacer por interceptarla. En 418 a.C. los lacedemonios volvieron a
preparar una expedición terrestre juntando tropas en Fliunte para marchar contra los argivos.
Pero lejos de tener la intención de derrotarlos definitivamente, parecía que Agis se dedicara
más a asombrar que a luchar. De hecho, la expedición que realiza Agis hasta Leuctra, parece
más una simple maniobra de diversión que una estrategia seria de enfrentarse a la alianza
argivo-ateniense. Pero, en cualquier caso, en una nueva expedición, Agis, a instancias de dos
argivos, Trasilo y Alcifrón, aceptó los términos de una tregua de cuatro meses de duración. El
freno que Agis, de manera casi unilateral impuso a la expedición negándose a vencer a los
argivos, es explicado por Kagan instalándose en la creencia de que las expediciones
lacedemonias no fueron más que una treta para ganar tiempo y conseguir que los oligarcas
argivos lograran imponerse en la ciudad. Afirma que, de manera privada los argivos le habrían
dicho “evita la batalla” y “dentro de unos meses no la necesitarás”. Si la decisión de Agis de
aceptar la tregua había provocado gran malestar entre los aliados y en Esparta por no
aprovecharse del mejor ejército del todos los tiempos (Thuc. 5, 60, 3) para derrotar a Argos,
peor fue cuando los atenienses junto con eleos y mantineos pero sin los argivos, marcharon
contra Orcómeno de Arcadia y la obligaron a capitular. Las críticas hacia la persona del
monarca se recrudecieron y se decidió imponerle una multa de cien mil dracmas y derribar su
casa (Thuc. 5, 63, 2). Seguramente en la actuación de Agis aún se encontraba la creencia de que
no era prudente aun atacar a un miembro de la Cuádruple Alianza y eso sería lo que le habría
llevado a actuar de un modo independiente y poco razonable. Kagan explica que el hecho de que
el castigo se le impusiera tras la capitulación de Orcómeno y no tras celebrar la tregua, quiere
decir que, hasta el último momento los éforos también habrían confiado en su estrategia de que
Argos se avendría por sí sola a la causa espartana. En mi opinión, creo que habría que dar una
posibilidad a que esa sanción ya estuviera en curso. Al fin y al cabo, como ya señalamos, era la
enésima vez que Agis abortaba una expedición, lo cual empuja a pensar en el ánimo punitivo que
existiría ya entre los éforos. Entre la concertación de la tregua y la llegada de Alcibíades que, a
la postre, es quien dinamita la misma y sale con las tropas hacia Orcómeno, es probable que solo
hubieran transcurrido algunos días, por lo que es perfectamente posible que en el transcurso que
se decide la sanción se vota y se comunica, perfectamente podría haberse producido la
capitulación de Orcómeno. En cualquier caso, parece que aquella sentencia le sirvió para mudar
su carácter, hasta ahora más negociador y embarcarse en el difícil proyecto de redimirse a
través de lograr victorias en el campo de batalla (Thuc. 5, 63, 3). Aquellas promesas lograron el
aplazamiento de las sanciones pero lo que no evitaron fue que diez espartiatas fueran
designados como sus consejeros, sin los cuales no podría conducir al ejército fuera de Esparta
(Thuc. 5, 63, 4).

La batalla

La batalla de Mantinea fue una auténtica lucha al modo hoplítico en falange, con dos cuadros
bien encarados y enfrentados. Los aliados con Argos a la cabeza, marcharon a Tegea para
tomar la ciudad. Aquella ciudad era la única salida de Esparta hacia el norte y su pérdida habría
supuesto un auténtico cataclismo para los lacedemonios ya que habrían quedado completamente
bloqueados y aislados. Agis, sin embargo, deseoso de restituir su imagen, marchó también a
Tegea con unos 9000 efectivos, mientras que el bando de los argivos, atenienses y mantineos se
situaría en 8000. Tan pronto como las tropas argivas y sus aliados divisaron a las tropas de Agis,
marcharon hacia una colina próxima bien defendida y con un acceso difícil. Viéndolos allí
parapetados, Agis dio orden de marchar contra ellos. No parece que fuera una decisión muy
prudente en vista de la situación que había tomado el enemigo. Una colina obligaría a los
lacedemonios a querer ascender por ella mientras los argivos solo tendrían que defenderla y
hacer valer la inclinación natural del lugar para mantener su ventaja. Así debió de verlo también
Farax, que ante la evidente obstinación de Agis por llegar al enemigo de manera desesperada
para lavar su imagen, quiso aconsejarle que no enmendara un error con otro. Le sugirió detener
el ataque y buscar una estrategia más inteligente que obligara a los argivos y sus aliados a
descender de la colina y quedar en campo abierto.

Retirado a los comarca de Tegea, a Agis se l e ocurrió cambiar el curso del río Zanovistas y
verter sus aguas hacia Mantinea. Esto se lograría haciendo converger el curso del Zanovistas
con otro río de nombre Sarandapótamos y excavando un canal de tres kilómetros que hiciera
anegar toda la llanura con el consecuente perjuicio para la ciudad. Dicho río era motivo de
añeja disputa entre mantineos y tegeatas desde tiempo inmemorial ya que, al parecer, cada vez
que Tegea y Mantinea tenían un conflicto, los primeros recurrían a la misma treta una y otra
vez. Aunque la distancia entre el lugar en el que ahora se hallaba Agis y el lugar en el que
estaban apostados los argivos era considerablemente grande (había todo un bosque de por
medio) las mantineos no tardaron más que un día en descubrir con amargura lo que Agis, junto a
sus aliados de Tegea, estaban tratando de hacer. Tan pronto se percataron del hecho, hicieron
saber a los argivos que o bien abandonaban la colina o en cuestión de semanas todo el territorio
sobre el que se asentaban quedaría inundado. Mientras Agis, con la certera creencia de que los
argivos y sus aliados bajarían para impedirlo, comenzó a obrar para variar el rumbo de las
aguas. En el bando argivo, un pequeño tumulto se armó entre sus generales a decir por la
inevitable situación; algunos de ellos no comprendían ni por qué se había retirado el enemigo ni
por qué no lo habían seguido y derrotado definitivamente. A resultas de tal conflicto, los
generales argivos acordaron abandonar la colina y bajar a la llanura, a donde establecerían su
campamento con el fin de enfrentar de una vez por todas al enemigo.

Cuando Agis y sus espartanos regresaron, se encontraron la llanura ocupada por el enemigo
que además, ya había adoptado la posición de combate. Sin tiempo para pensar, los
lacedemonios hicieron lo propio y Agis se dispuso a dar las órdenes pertinentes de formación. El
ala izquierda quedó ocupada por los esciritas, una unidad de infantería ligera, a la que siempre
correspondía iniciar el combate; a su lado, los brasideioi u hombres de Brásidas. Se trataba del
cuerpo expedicionario que el general Brásidas había utilizado en Anfípolis y que ya habían
regresado a Esparta. Desde entonces y debido a su gran pericia técnica, constituyeron una
unidad fundamental en el ejército espartano. Junto a ellos, los neodamodai, o esclavos
espartanos que habían ganado su libertad, generalmente por sus servicios en la guerra. A
continuación, las unidades propias de soldados lacedemonios, flanqueados en el ala derecha por
unos cuantos tegeatas y en ambas alas, por los jinetes. Tal era la disposición del ejército
espartano aquel día.

En el lado argivo, la formación quedó de la siguiente manera: el ala derecha fue ocupada por
los mantineos, por el hecho de que la batalla tuviera lugar en su territorio; junto a ellos, los
aliados arcadios y un cuerpo selecto de mil argivos, que eran instruidos en las artes militares con
cargo al erario público de su ciudad, a diferencia del resto. Los atenienses, por su parte, se
encargaron del ala izquierda.

Los argivos no quisieron o no supieron aprovechar la inicial desorganización del ejército


espartano que, sin embargo, gracias a su pericia y disciplina, adoptó la formación de combate en
un abrir y cerrar de ojos. El frente de los aliados ocupaba aproximadamente un kilómetro
mientras que el del bando espartano sería unos cien metros mayor. El ala izquierda aliada era
ligeramente superada en número pero lejos de compensar ese déficit, los argivos decidieron
reforzar aún más el flanco derecho a fin de golpear con tal contundencia que la batalla quedara
decidida antes de que el enemigo pudiera desbordarlos por la izquierda. Su idea no fue mala y
Agis, en vista de que sus tropas pudieran ser desbordadas por su izquierda, ordenó a los
esciritas y a los veteranos de Brásidas que marcharan aún más a la izquierda a fin de contener a
los mantineos. Sin embargo, aquella maniobra tenía un peligro evidente como era la brecha que
se abriría en la formación al despegarse estas últimas unidades del grueso de la tropa. Para
compensar dicha fractura, Agis envió a Hiponoidas y Aristocles con sus compañías a cerrar el
hueco formado. Según Donald Kagan, aquellas órdenes no tenían precedentes en la historia
militar griega y según su propia opinión, respondieron más a la falta de experiencia del monarca
que a su habilidad, la cual aún no había alcanzado. De hecho, aunque los esciritas obedecieron
sus órdenes, los generales encargados de cubrir el hueco, no lo hicieron; se negaron a abandonar
su lugar desacatando así sus órdenes, probablemente motivados por lo inoportuno e improvisado
de la decisión.

Como era de esperar, el flanco izquierdo desplazado de los lacedemonios fue aplastado por los
mantineos que, junto a las tropas de élite argivas, marcharon después hacia el hueco creado en
las filas lacedemonias. Aquello significaba que estaban a un solo paso de derrotar a Esparta y
alcanzar la gloria. Sin embargo, el hecho de no enviar a alguna otra unidad que se ocupara de
los esciritas y neodamodeis, mientras ellos avanzaban sobre el flanco derecho espartano, hizo
que se desbarataran todos sus planes. Puede que aquella fuera una decisión para asegurarse el
objetivo más fácil, pero sin duda constituyó un grave error finalmente. La débil acometida que
protagonizó la parte de los aliados que tenía encomendada encargarse de la parte fuerte del
ejército lacedemonio, hizo que sucumbieran ante las tropas de Agis que repelieron el ataque sin
demasiado esfuerzo. Al contrario, los espartanos comenzaron a avanzar con una fuerza
aplastante y provocaron que muchos de los aliados comenzaran a considerar la retirada en vista
de la carga que se les venía encima. Mientras, el otro flanco aliado, afanado en perseguir
esciritas y neodamodes, no fue capaz de ver el apuro por el que el otro ala de su formación
estaba pasando y, aunque estaba logrando una mínima victoria, no intuyó el desastre general
que se avecinó. La formación ateniense comenzó a quedar envuelta por el bando espartano y
solo su caballería impidió una desbandada generalizada de los aliados.

Ante el repentino cambio de los acontecimientos, Agis ordenó el envío de varias tropas de
apoyo a los esciritas y neodamodes, que estaban siendo superados por los argivos. El flanco
cubierto por los atenienses aprovechó esa marcha de espartanos hacia el otro flanco ¡para huir!
Una vez que los apoyos llegaron al flanco izquierdo, a los argivos y sus aliados no les quedó más
remedio que huir de la batalla. Sin embargo, cosecharon grandes bajas entre sus tropas. Solo los
argivos mantuvieron casi intactos a todos sus hombres. Según se dice, el consejero Farax era
partidario de no aniquilar a todos los argivos a fin de que la facción filo espartana de la ciudad
se reforzara y arrastrara a Argos a una nueva alianza con Esparta.
Consecuencias

La batalla de Mantinea tenía muy poco que ofrecer a Esparta en caso de victoria y sí mucho
que arrebatarle en caso de derrota. De hecho, suponía salvar in extremis un territorio que ya
debía considerarse bajo su dominio pero que, por culpa de una actitud pasiva, se le había
escapado a raíz de la paz firmada con Atenas en 421 a.C.. Una derrota en Mantinea, le habría
hecho perder cualquier posibilidad de mantener una posición dominante no solo en Grecia sino
en el mismo Peloponeso. Para Plutarco, su hegemonía se habría extinguido con la derrota y
habría sido muy difícil contemplar una recuperación. De esta manera, es posible afirmar que
para Alcibíades y los atenienses la batalla había supuesto también una victoria, puesto que
aquella lucha no solo no le otorgó nuevos territorios a Esparta sino que además, aquello no
comportó ningún peligro para Atenas. Aunque no había logrado salir victoriosa en esta batalla y
arrebatarle a los lacedemonios parte de sus territorios de influencia, seguía conservando la
iniciativa de la guerra y, lo más importante, dejaba a su ciudad fuera de peligro a causa de
alejar el teatro de operaciones y volverlo a desplazar hacia la península peloponesia, algo que
había experimentado con la campaña de Brásidas en Tracia.

Aunque esta victoria fue meramente defensiva y en nada contribuyera al avance espartano
dentro de la guerra, sí que logró, por el contrario, reconquistar para Esparta buena parte de un
prestigio que se había perdido a partir del descontento que había surgido entre sus aliados
merced al desamparo en que había dejado a éstos con la firma de ciertas cláusulas en el tratado
con Atenas. En primer lugar, la victoria tiene especial efecto sobre Argos que por fin, sustituye
al gobierno democrático por uno de corte oligárquico apoyado por Esparta (Thuc. 5, 81, 2). Ello
le permitiría aliviar la situación en el Peloponeso neutralizando a la ciudad que más
posibilidades tenía de arrebatarle la hegemonía del territorio. En segundo lugar, la primera
cláusula del tratado hacía referencia expresa a la adhesión obligatoria al mismo del resto de
ciudades del Peloponeso (Thuc. 5, 79, 1). Recordemos que la anterior alianza de Argos no solo
era con los atenienses sino también con Mantinea y Elis y para Esparta era capital pacificar
toda la península por lo que esta cláusula sería del máximo interés para los lacedemonios en
tanto en cuanto sería de aplicación también a Elis y Mantinea (Thuc. 5, 81). Con Mesenia bajo
control y Argos, Mantinea y Elis pacificadas por acuerdo, se podría decir que Esparta
recuperaba, al menos en parte, una porción del dominio peninsular perdido con la alianza de
Argos con Atenas. Pero hay más. Recordemos que Corinto se había negado a entrar en la
Cuádruple Alianza, y junto a Tegea, Beocia y Mégara, seguía siendo aliada de Esparta. Esto
significaba que, aunque el peligro de la batalla se había producido muy lejos de Atenas, ahora
todas las regiones que circundaban el Ática tenían una mayor o menor vinculación a Esparta,
por lo que ésta tendría buenos motivos para sentirse intimidada. Por tanto, las condiciones
resultantes de la batalla, puede decirse que fueron para Esparta muy positivas, aunque eso sí,
efímeras.

El acuerdo con Argos tuvo una exigua duración y ya en el mismo verano de 417 a.C. el partido
popular argivo atacó a los oligarcas filo espartanos aprovechando la celebración de las
Gimnopedias en Esparta y su gobierno fue derrocado. Esparta se demoró una vez más en enviar
auxilio a éstos y cuando quisieron marchar sobre la ciudad, se enteraron de la caída del
gobierno. Con pocas esperanzas de restablecer la situación, los lacedemonios optaron por dar la
vuelta y regresar a su patria (Thuc. 5, 82, 3). El reinstaurado gobierno democrático en Argos,
por su parte, se apresuró, por temor a posibles represalias de Esparta, a reactivar su alianza
con Atenas y, por si acaso, mientras esto se producía, levantó unos muros hasta el mar a fin de
protegerse (Thuc. 5, 82, 5)

El hecho de que Esparta hubiera vencido en la batalla, como vemos en este último ejemplo, no
quiere decir que ya comenzara un proceso de cambio en su actitud política hacia la guerra.
Como dijimos, de haber socorrido con éxito a Argos, su vinculación a todas las regiones
circundantes del Ática, podría haberle valido para preparar un ataque definitivo sobre Atenas
tan pronto como se hubiera sentido en condiciones, gozando, además de gran apoyo entre sus
aliadas; en Argos, el mantenimiento del gobierno oligárquico, se habría plegado a sus
exigencias; Corinto se habría visto liberada de la competencia que Atenas le hacía en el
comercio marítimo y Beocia habría visto compensados los años de conflictiva vecindad con su
región aledaña. Sin embargo, nada de esto se produjo. Al contrario, Esparta había ganado una
batalla pero su mentalidad inmovilista y apática siguió siendo la misma a decir por el nulo auxilio
que prestaron a Argos cuando los mismos oligarcas que sobrevivieron a la represión
democrático-ateniense (Thuc. 5, 82, 2) les suplicaron que acudieran en su ayuda. Para observar
un cambio de tendencia definitivo en la política espartana, habrá que esperar al menos tres
años, cuando la llegada del proscrito Alcibíades y la campaña siciliana propicien ese cambio de
estrategia que se extenderá en varios ámbitos hasta el final de la guerra.
Fig.8: Mapa de la Batalla de Mantinea.
Batalla de Sicilia, 414 a.C.

En 415 a.C. la intervención espartana en Sicilia será crucial para el posterior desarrollo de los
acontecimientos en el marco de la guerra del Peloponeso. Si en un principio Esparta no había
mostrado ningún interés por intervenir en lugar tan alejado de su campo de acción, pronto la
llegada de un proscrito ateniense de nombre Alcibíades, le hará ver la importancia de tomar
parte en el conflicto surgido en la isla italiana. Merced a este consejo, Esparta vencerá a la
escuadra ateniense allí destinada, la cual terminará sucumbiendo de una manera tan estrepitosa,
que no sería errado decir que Atenas quedó tocada para el resto del conflicto. Esta importante
victoria unida a la ocupación de Decelia y el definitivo apoyo persa, serán las tres patas
fundamentales sobre las que acabará cimentándose la victoria espartana en la Guerra del
Peloponeso.

Antecedentes

Los inicios de este conflicto no hay que buscarlos tanto en Esparta y Atenas como en una serie
de conflictos internos entre pueblos habitantes de Sicilia y de origen griego (Thuc. 6, 2-5). Estos
son, principalmente Egesta y Leontinos, que solicitaron la ayuda de Atenas, contra la población
de Selinunte y su protectora, Siracusa (Thuc. 6, 6, 2-3). Desde el primer momento la campaña
no dejó a nadie indiferente y reavivó el espíritu de las que ya se habían llevado a cabo en el
pasado (Thuc. 6, 1). Tucídides remarca que los atenienses desconocían tanto la extensión de la
isla como las dificultades que entrañaría abordar una conquista de la misma (6, 1, 1). En mi
opinión, esas palabras de Tucídides constituyen una abierta crítica a que el plan y la expedición
en sí misma, fue concebida de manera infantil, ingenua y poco realista, basada en informes
inexactos (Thuc. 6, 8, 2). Sin duda, sus críticas tenían un destinatario claro: Alcibíades, una vez
más. Y más cuando era su amigo Nicias quien más abiertamente se oponía a la realización de
dicha empresa. Nicias opinaba que no interesaba a los atenienses marchar hasta Sicilia a
buscarse nuevos enemigos cuando en Grecia ya tenía suficientes (6, 10, 1). Con ello hacía
referencia a un contexto de dificultad tras la victoria de los espartanos en Mantinea en 418 a.C.
en la que no solo parte del ejército ateniense había sido derrotado sino que, además, la política
filo-argiva de Alcibíades había fracasado estrepitosamente. Y, ahora, era él mismo quien quería
volver a involucrar a los atenienses en otra empresa de difícil acometimiento.

Independientemente de que Nicias o Tucídides pensaran que Alcibíades solo deseaba fama y
fortuna personal con aquella expedición además de una conquista (6, 6, 1), no creo que el
proyecto fuera tan descabellado como pudiera parecer. En primer lugar, tras la batalla de
Mantinea se había sellado la paz y, en principio, aunque ésta no fuera especialmente sólida
(Thuc. 6, 9, 3-4) podía permitir a los atenienses buscar nuevos objetivos. La recuperación de la
política de “vincularse a la tierra” (Plut. Vit. Alc. 15) había fracasado y nada era mejor que un
gran proyecto ultra marítimo para reafirmar su poderío en este medio. Además, Sicilia no era
tan desconocido para Atenas como pretende Tucídides. Además de las anteriores expediciones
en las que se habían enviado veinte naves en 427 a.C. y otras cuarenta en años posteriores
(Thuc. 3, 81, 1), más de doce mil atenienses habían navegado hasta allí, por lo que, coincidiendo
con Kagan, aceptar la petición de ayuda de Egesta tampoco era una decisión manifiestamente
suicida, si bien es cierto que la presentación de sesenta talentos por parte de la embajada de
Egesta debió de animar a aprobar dicha campaña (Thuc. 6, 8, 1). Además de estas motivaciones,
es cierto que no hay que negar el más que posible deseo de gloria personal de Alcibíades para
apoyar y encabezar la campaña. Sin embargo, insisto en que su argumentación no se basaba en
ideas peregrinas y, de hecho, el argumento de Siracusa (Thuc. 18, 4) es perfectamente
coherente. Teniendo en cuenta que los siracusanos suministraban grano al Peloponeso y que
Hermócrates de Siracusa ya había enarbolado la bandera de la resistencia contra Atenas
anteriormente promocionando la unión de Sicilia durante el congreso de Gela, era lógico
concebir a los siracusanos como un enemigo a batir. Ello, por supuesto abriría las puertas de
Sicilia a los atenienses que, con la adhesión de la isla, conformarían un vasto imperio. Además,
no tenían nada que temer desde el Peloponeso. No existía allí ni la flota ni el ánimo para tal
proyecto.

Tanto los argumentos de Alcibíades como los sesenta talentos de plata entregados fueron
suficientes para que, finalmente, se aprobara la campaña. Sin embargo, los atenienses
decidieron ser cautos y, a la hora de nombrar strategos no se dejaron seducir por las palabras de
Alcibíades. La presencia de Nicias en el mando en contra de su propia voluntad, da muchas
pistas acerca de la opinión de los atenienses con respecto a sus hombres más prestigiosos. Por
un lado, no se le concede el mando único a Alcibíades, lo cual viene a confirmar que su prestigio
se había resentido tras su política de acercamiento a Argos y posterior derrota en Mantinea. De
hecho, no fue reelegido strategos en 418 a.C. lo que evidencia la pérdida de confianza que el
demos ateniense tenía depositada en él. Además, su juventud seguía constituyendo un
argumento difícil de superar a la hora de entregarle el mando. Sin embargo, sus espectaculares
victorias en los Juegos Olímpicos (Thuc. 16, 2) y su elocuencia a la hora de presentar esta
campaña (Plut. Vit. Alc. 17) obraron para que fuera nombrado como uno de los que comandaran
aquella expedición. Por otro lado, el hecho de que Nicias fuera obligado a tomar el mando en
esta expedición a la que se oponía abiertamente, da a entender que los atenienses seguían
confiando en su experiencia frente a la juventud de Alcibíades. Para Nicias, marchar a Sicilia
era descabellado. No solo se acudía a una isla con el pretexto de defender a un pequeño pueblo
cuando en realidad se deseaba una conquista total (Thuc. 6, 11, 1) sino que, además, en Grecia
aún existían un sinfín de problemas que solucionar y enemigos que estarían al acecho (Thuc. 6,
9) haciendo referencia a la fragilidad de la paz firmada en 417 a.C.

A fin de equilibrar tan diferentes puntos de vista en el alto mando, se eligió una especie de
figura mediadora que terminaría por completar el mando de la campaña. Este fue Lámaco.
En cualquier caso, a pesar de la oposición de Nicias, la campaña salió adelante y zarpó para
Sicilia. Sin embargo, un asunto de orden interno como fueron la mutilación parcial de unas
estatuas sagradas y la profanación de los Misterios ocurridos la noche anterior a la partida,
terminaron por precipitar los acontecimientos: Alcibiades sería juzgado como presunto autor
del tal sacrilegio y presumiblemente condenado a la vuelta de la expedición, lo que empujó al
díscolo ateniense a fugarse a Esparta antes de regresar a Atenas.

El asunto no era menor y el Estado ofreció cuantiosas recompensas a cambio de un testimonio


que arrojara luz sobre el asunto (Thuc. 6, 27, 2). Parece que algunas voces confirmaron a
Alcibíades como responsable del hecho y aquellos que, de una manera o de otra estaban
enemistados con él, prestaron atención a estas acusaciones (Thuc. 6, 28, 2). Puede que su modo
de vida derrochador y prepotente, se identificara con un comportamiento tirano y anti
democrático que estaría en la base de dicho comportamiento sacrílego (Thuc. 6, 28, 2). Con la
flota a punto de zarpar, este asunto fue extraordinariamente inoportuno y se entendió como un
mal presagio para la campaña siciliana (Thuc. 6, 27, 3). La sombra de la sospecha no tardó en
arrinconar a Alcibíades, por lo que no le quedó más remedio que ofrecerse a ser juzgado antes
de zarpar para esclarecer el asunto (6, 29, 1). Sin embargo, los atenienses se percataron de que,
de juzgarle en ese momento, correrían el peligro de que el ejército se pusiera de su parte y que
a éste se unieran argivos y mantineos, aliados que él había proporcionado (Thuc. 6, 29, 2). Se
creyó más conveniente entonces dejarlo marchar y preparar su acusación más detenidamente.
Es posible que aquel ofrecimiento de Alcibíades no fuera más que una estratagema para librarse
del proceso. Él sabría que gozaba del favor del ejército así como de los aliados que había
reclutado para la expedición, por lo que era poco probable que nadie se opusiera a que zarpara
de Atenas. Por otra parte, con un ofrecimiento sincero a ser juzgado, es probable que pensara
que apartaría de él toda sombra de duda. Sin embargo, la parodia de los misterios y la mutilación
de los Hermes, resultó ser más importante para Atenas de lo que parecía y, durante su ausencia,
se estuvieron recogiendo todo tipo de denuncias de todo tipo de gentes (Thuc. 53, 2). Con el
paso de los días y las denuncias, la hipótesis de que detrás de estos hechos se encontrara la base
de una conspiración oligárquica (Thuc. 6, 60, 1) alimentada por Alcibíades y apoyada por la
oligarquía argiva, fue ganando fuerza hasta el punto de que la nave Salaminia zarpó a Sicilia
para traer de vuelta a Atenas tanto a Alcibíades como a otros soldados que habían sido
denunciados (Thuc. 6, 53, 1). La pena en caso de hallarse culpable sería la muerte y, ante tal
panorama de los acontecimientos, Alcibíades que salió en su propia nave siguiendo a la
Salaminia, se desvió en un momento concreto de la travesía para no regresar a Atenas. Puesto
que éste se exilió, la ciudad le condenó a muerte en rebeldía (Thuc. 6, 61, 7). Su destino fue,
ahora sí, el Peloponeso, a donde llegó en un barco mercante.

Desconocemos si, efectivamente Alcibíades tuvo algo que ver en el asunto, pero lo que sí
sabemos es que, desde sus inicios en la vida pública se había granjeado toda una legión de
enemigos, que podrían haber aprovechado la situación. Y si a eso unimos el modesto éxito que la
campaña de Sicilia estaba teniendo, el terreno para juzgarle se encontraba lo suficientemente
allanado para todos los que querían echarlo de la vida pública. Hay que tener en cuenta que el
hecho de que Atenas diera curso a las denuncias de cualquier persona, contribuiría a crear un
clima de desconfianza y terror (Thuc. 60, 2, 3) que habría empujado a la gente a una vorágine
acusatoria que habría derivado en lo absurdo. Concretamente contra Alcibíades se presentaron
dos denuncias relacionadas con los misterios, pero solo una lo incriminaba a él directamente y
esta era la de una mujer llamada Agariste. Por tanto, no existen los suficientes datos como para
elaborar un juicio crítico al respecto de la participación de Alcibíades en semejante hecho. Lo
que sí parece claro es que, la popularidad de la que parecía gozar hasta entonces debió de verse
mermada por el curso de los hechos. En Atenas se confiscaron sus propiedades y su nombre se
inscribió en la estela de la desgracia levantada en la Acrópolis, además de que los sacerdotes
maldijeran su nombre. Como dijimos, fue condenado a muerte en rebeldía por lo que decidió
marchar al Peloponeso.

La llegada de Alcibíades a Esparta es de extrema importancia puesto que supone la adopción,


nuevamente, por parte de Esparta, de una política exterior más agresiva y del mismo estilo que
la que ya había adoptado durante la campaña de Calcídica. Para Alcibíades recalar en Esparta
no era tarea fácil. Recordemos que él mismo había maquinado el engaño a los embajadores
llegados a Atenas en 420 a.C. con el propósito de negociar y no solo se las ingenió para que los
lacedemonios fueran tomados por personas de poco fiar, sino que, además, dinamitó la política
de Nicias de normalización de las relaciones con la ciudad lacedemonia y promovió el apoyo a
Argos. Tucídides informa de que consiguió un salvoconducto y una invitación de los
lacedemonios para acudir a la ciudad (Thuc. 6, 88, 9). Sin embargo, no sería una invitación a
título general, a decir por la mala imagen que tenía ante los lacedemonios por el asunto de
Mantinea, sino más bien una gracia promovida por el éforo Endio, al que estaba unido por
vínculos familiares (Thuc. 8, 6, 3). La asociación generada por ambos ha dado pábulo a todo tipo
de cuestiones. Que el principal estímulo de aquella unión para Alcibíades fuera asegurarse un
respaldo en Esparta está claro, pero ¿cuál era el interés, si es que lo había, de Endio? En
verdad, no ha sido posible dar una explicación satisfactoria a este hecho más allá de la
vinculación a la que hemos hecho referencia. Se ha señalado, la posibilidad de que éste estuviera
buscando aumentar su poder e incluso derribar la propia monarquía hereditaria al igual que
Lisandro años más tarde. Lo que sí queda constatado es que, mientras esta “alianza” estuvo
viva, buscó denodadamente desacreditar a Agis como rey, hasta el punto de influir en decisiones
de política exterior. Una vez allí, Tucídides nos describe lo que sería el discurso con el que
Alcibíades se ganaría el favor de los espartanos ante la asamblea. Sin poder dar por ciertas que
esas fueran las palabras exactas, Alcibíades reivindica su antigua proxenia con los lacedemonios
y su buen comportamiento en el asunto de los prisioneros espartanos de Pilos (Thuc. 6, 89, 2)
para congraciarse con ellos. A partir de ahí y, a propósito de la cuestión siciliana, podemos
deducir que, aunque aconsejara a los espartanos sobre la conveniencia de actuar en la misma,
puede deducirse que la narración hecha por Tucídides no expresaría más que sus propias
cavilaciones puestas en boca del ateniense. Como ya manifestó Tucídides en 6, 6, 1 la verdadera
causa de la expedición era el sometimiento de Sicilia, algo que, ahora, indica que Alcibíades les
habría manifestado a los espartanos de un modo público (Thuc. 6, 90, 2) lo cual no deja de ser
sospechoso.

Más allá de si esa era su intención o no, para Esparta actuar en Sicilia era deseable. Por un
lado, debía evitar que Atenas acrecentara su poder sometiendo a Sicilia y, como dice Tucídides,
a Cartago e Iberia para, posteriormente bloquear y atacar el Peloponeso (Thuc. 6, 90, 3-4).
Además, la sugerencia de fortificar Decelia al mismo tiempo (Thuc. 6, 91, 6), era simplemente
brillante. La magnitud de la fuerza militar desplazada a Sicilia se había convertido, en palabras
de Kagan en mastodóntica. Si los espartanos enviaban allí un contingente que ayudara a los
siracusanos dificultando la labor de los atenienses, esto se vería favorecido por el hecho de que,
además, esa gran armada ateniense quedaría desprovista de suministros y reemplazo por el
bloqueo de Atenas a causa de la fortificación de Decelia y, en consecuencia, aislada, lejos de
casa y debilitada.

Después de haber revelado a los espartanos los puntos que debían convertirse en prioridad al
respecto de su política exterior, podría decirse que Alcibíades quedó constituido de esta manera
en auténtico director de la política exterior espartana. Los lacedemonios no tardaron en
inclinarse por sus planteamientos (Thuc. 6, 93, 2) y llevaron a cabo, tan pronto como pudieron,
ambas cuestiones.

En 415 a.C. los atenienses arribaron a Sicilia y tan pronto como pudieron, se prepararon para
enfrentarse a Siracusa a fin de proteger a las ciudades que habían solicitado su auxilio frente a
ésta. En Siracusa, Hermócrates abogó por llevar a cabo toda una serie de reformas militares a
fin de preparar a un ejército digno de enfrentarse a Atenas y, además, tomó medidas
diplomáticas enviando a Corinto y Esparta una legación solicitando su ayuda para resistir a los
atenienses. Por aquel tiempo, los espartanos no andaban muy dispuestos a intervenir en tal
conflicto. Sin embargo, la presencia de Alcibiades allí, permitió a los corintios y siracusanos
apoyarse en el ateniense a fin de convencer a los espartanos de la importancia de intervenir en
dicho lugar con el propósito de evitar que toda Sicilia cayera del bando ateniense. Pero antes de
que los lacedemonios se decidieran a enviar refuerzos, los siracusanos tuvieron que hacer frente
solos a la primera batalla contra el ejército de Nicias defendiendo su propia ciudad. Mediante
tretas y engaños, los atenienses lograron entrar en el puerto de Siracusa y acampar frente a la
ciudad, al sur del río Anapo. Cuando los siracusanos se sintieron dispuestos, se prepararon para
el combate. A pesar de la bravura con la que lucharon, la mayor experiencia ateniense consiguió
doblegar las líneas siracusanas, que se batieron en retirada. Tras este fracaso, los atenienses se
prepararon para tomar la ciudad y hacerla capitular definitivamente. Pero una serie de errores
y circunstancias, como la ausencia de la caballería, impidieron que este plan pudiera ejecutarse
a su debido tiempo. Al contrario, Nicias no se precipitó y eso dio el tiempo justo a los
siracusanos para solicitar la ayuda que tanto necesitaba de Esparta. A pesar de las primeras
reticencias, Alcibiades logró convencer a las autoridades espartanas de que interviniendo en
Sicilia y fortificando después Decelia, tendrían ganada media guerra. Sin dejarse engatusar
demasiado, finalmente los espartanos enviaron una flota combinada por dos naves corintias y
dos lacedemonias al mando de las cuales iba el general Gilipo. Sin embargo, ninguna de estas
embarcaciones llevaba un solo soldado espartano, lo que demuestra los pocos riesgos que los
espartanos querían tomar en este asunto.

Ya comenzado el año 414 a.C. los atenienses completaron el muro que rodeaba Siracusa para
comenzar su asedio. Tras varias escaramuzas entre siracusanos y atenienses, que retrasaron la
toma de la ciudad, Nicias, estratego ateniense, no tuvo en cuenta que varias naves peloponesias
estaban ya muy próximas a Sicilia. Aquel sería un grave error.

La batalla

Una vez terminado el muro, los atenienses esperaron la llegada de la caballería desde Atenas
para comenzar el asedio. Los siracusanos, por su parte, en previsión de la llegada de esa
caballería ateniense, entendieron que enviando soldados a la cercana meseta de las Epípolas,
impedirían que los atenienses los bloqueasen. Sin embargo, lo pensaron demasiado tarde; para
cuando quisieron actuar, los atenienses ya habían tomado aquel lugar. Nicias, conocedor del
emplazamiento privilegiado de tal meseta, envió sus barcos hasta los acantilados del norte de las
Epípolas y allí desembarcó a sus soldados. Sica se convirtió en el centro de operaciones
ateniense y a pesar de que los siracusanos salieron en un primer momento a batallar con los
atenienses, nada pudieron hacer contra su formidable ejército que ahora, además de una buena
posición, contaba ya con el auxilio de 650 jinetes de la caballería. Los jinetes siracusanos
trataron inútilmente de impedir que los atenienses siguieran levantando los muros de asedio. La
situación se estaba volviendo insostenible y no sabían cuánto podrían aguantar. Ante la apurada
situación, a los generales siracusanos solo se les ocurrió levantar un contramuro que
contrarrestara el ateniense, ya que el envío de tropas para luchar se antojaba insuficiente. Los
atenienses, lejos de entretenerse en derribar su contramuro, se dedicaron a devastar las
canalizaciones de agua subterránea de Siracusa. Además, aprovecharon los descuidos de los
siracusanos a la hora de vigilar sus propios muros y en un momento en que éstos se encontraban
desguarnecidos, 300 hoplitas atenienses, los tomaron por sorpresa. El contramuro siracusano
fue asaltado y a poco estuvieron las tropas atenienses de hacerse con el control de un barrio
llamado Temenites. Ahora la situación se decantaba claramente en favor de Atenas. Los
siracusanos veían cada vez más cerca la amenaza de una conquista total de su ciudad y una
capitulación forzosa. Los refuerzos espartanos eran más deseados que nunca ya que el tiempo
corría en su contra.

La llegada de Gilipo

La flota del espartano Gilipo y el corintio Pitien navegaban a Sicilia con la errónea creencia de
que los atenienses ya habrían concluido el cerco de Siracusa. Sin embargo, al enterarse de que
no era así, se dirigieron a Hímera con el fin de evitar la flota ateniense. Nicias reaccionó
enviando naves a interceptarlos pero era demasiado tarde. No pudo evitar que las gentes de
Hímera se unieran a peloponesios y corintios suministrándoles armas. Además, Gilipo consiguió
que a esta ayuda se uniera la de Selinunte, Gela y los sículos, encabezando así unas tropas de
3000 soldados y 200 jinetes. Por si esto fuera poco, más refuerzos venían de Corinto de la mano
de Góngilo, que llegó a Siracusa incluso antes que Gilipo por tierra. Y su llegada fue
providencial, ya que los siracusanos se encontraban al borde del colapso cuando eso ocurrió. Los
siracusanos sintieron como una nueva corriente de aire fresco llegaba en su ayuda y, ahora sí,
no tuvieron ni miedo ni inconveniente en sacar a todo su ejército a fin de dar la bienvenida a
Gilipo.

El general espartano alcanzó las Epípolas por el oeste justo en el momento en que los
atenienses estaban a punto de terminar el doble muro que serviría para asediar Siracusa. Sin
más prolegómenos, ambos bandos formaron para entrar en combate. No tardó Gilipo en darse
cuenta de que sus hombres carecían de la disciplina necesaria para el combate y a pesar de que
no le gustara la idea, tuvo que retirarse finalmente del campo de batalla. Por su parte, Nicias,
que podría haber aprovechado para perseguirlo, darle caza y derrotar a su ejército, prefirió
mantener la posición. Esa misma actitud cándida, fue la que terminaría por costarle la derrota.

Gilipo, se ingenió un ficticio ataque sobre el muro de los atenienses, mientras enviaba otra
fuerza a la parte de las Epípolas, donde la fortificación no se había terminado. Finalmente se
hizo no solo con el control del mismo sino también con todo lo que contenía, es decir, el tesoro y
algunos suministros. Además, decidió levantar otro muro que rodeara al realizado por los
atenienses, bloqueando sus comunicaciones con Trógilo. En lugar de seguir construyendo hasta
Trógilo, Nicias prefirió construir tres fuertes en Plemirio, al sur del Puerto Grande, para
sustituir a Lábdalo. Sin embargo, no era la mejor opción, ya que el suministro de agua y madera
quedaba demasiado alejado. Este hecho unido a la más que presumible duda que lo asaltaba en
los nuevos cambios de planes hizo que pasara de tener toda la iniciativa del combate, a
comportarse de manera timorata y poco convencida. De hecho, Plemirio era una base más
apropiada para pensar en una huida por mar que una alternativa para volver a atacar Siracusa.
Además, al enterarse de que más naves corintias se acercaban a Sicilia, tan solo envió 20 naves
para interceptarlas. Estaba claro que su firmeza y determinación habían perdido la fuerza de
antaño. Puede que a ello hubiera que sumar sus cada vez más continuas dolencias renales que
posiblemente le impidieran desarrollar sus planes con total lucidez.

El comportamiento inseguro de Nicias, rápidamente fue detectado por el inveterado olfato de


Gilipo, que una y otra vez, trató de atraerse a las tropas atenienses al combate. Aunque no lo
consiguió, la seguridad con la que se mostraba ante sus propios soldados hizo que la moral de su
bando se elevara mientras minaba la del enemigo. Por fin, un primer asalto tuvo lugar y contra
todo pronóstico, las armas de Gilipo fueron derrotadas. Pero aquel contratiempo no lo amilanó y
tan pronto como se rearmó, obligó a las tropas de Nicias a entablar un nuevo combate si querían
seguir extendiendo su muro hasta Trógilo. En campo abierto y con menores restricciones, la
caballería de Gilipo cobró ventaja sobre los atenienses y pronto desbarató su ala izquierda
obligándolos a huir en desbandada. La victoria fue decisiva y Siracusa había logrado superar su
muralla a través de las líneas de asedio ateniense. El éxito se completó cuando la flota corintia
de refuerzo al mando de Erasínides tocó tierra y engordó las tropas de Gilipo en 2000 hombres
más. Aquello valió al bando peloponesio para completar la muralla rodeando toda la meseta de
las Epípolas e impidiendo la salida de los atenienses al mar del norte y la llanura. El plan original
de rendir Siracusa por hambre, había fracasado y se antojaba utópico a esas alturas.
La moral espartana crecía por momentos y Gilipo se atrevió a solicitar más refuerzos de
Esparta y Corinto así como arrastrar a las ciudades sicilianas que hasta entonces habían
permanecido neutrales a desafiar la autoridad de la armada ateniense. Con todos estos
elementos, Nicias consideró que no solo habían perdido la iniciativa de la campaña que era
ganar Siracusa, sino que ahora se planteaban la propia supervivencia de la expedición. Con
estos hechos en mente, decidió escribir a Atenas relatando de forma detallada la situación y las
perspectivas en el otoño de 414 a.C. Trató de no insinuar abiertamente una retirada de la flota
o de su propio mando, pero en el fondo era lo que estaba haciendo ya que exigía como
contrapartida el envío de unos abultados refuerzos que casi podían constituir otra expedición
igual a la suya; deseaba transferir esa responsabilidad a la Asamblea y que fuera ella la que
ordenara el regreso de las tropas. Al fin y al cabo, él siempre había estado en contra de aquella
expedición y ahora le había tocado en suerte, por diferentes causas, ser el único estratego al
mando y la situación se tornaba cada vez más oscura. Sin embargo, la respuesta de la Asamble
ateniense fue la menos esperada: se aprobó el envío de otra expedición que también se pondría
bajo su mando aunque esta vez, otros generales fueron nombrados con miras a una mejor
coordinación. Entre aquellos generales se encontraban Demóstenes, héroe de Esfacteria o
Eurimedonte.

Mientras tanto, Esparta contempló con buenos ojos el envío de refuerzos al victorioso Gilipo
dada su buena racha. Aunque todo parecía marchar viento en popa, la manutención de los
soldados en Siracusa era costosa y las necesidades comenzaron a acuciar. Gilipo entendió que
debía actuar con rapidez y tan pronto como diseño un ataque naval señuelo que desarrollaron
los siracusanos, él con sus tropas aprovechó la oscuridad de la noche para tomar Plemiro, uno de
los puntos vitales que mantenían aún los atenienses. 83 trirremes siracusanas apoyaron el
ataque luchando contra la flota ateniense que, sin embargo, se mostró muy superior. Pero el
problema de esta superioridad naval es que no tuvo una réplica en tierra, donde Gilipo conquistó
los fortines atenienses con los víveres atenienses dentro.

Inmersos ya en una lucha sin cuartel, la batalla definitiva estaba muy cerca de comenzar y
sería la que probablemente decidiría no solo el curso de aquella expedición ateniense en Sicilia
sino también el curso de toda la guerra. Conteniendo a la marina ateniense en el mar, los
siracusanos lograron que una y otra vez los atenienses vieran frustrados sus ataques y, aunque
no les vencieron, consiguieron que tampoco ellos pudieran alzarse con la victoria.

El desenlace del Gran Puerto

Aunque la victoria ateniense en el mar había sido un éxito, la pérdida de los fortines fue
imposible de asumir. Aquella derrota estratégica había herido de muerte a la escuadra ateniense
y el desenlace de la batalla (y casi de la guerra) estaba a punto de producirse. Por si fuera poco,
para estas mismas fechas de 413 a.C. y en la Grecia continental, hay que recordar que Esparta
ya había sitiado Decelia, lugar de gran importancia estratégica situado en el Ática muy próximo
a Atenas y desde donde se controlaban no solo los movimientos de tropas sino también la
principal ruta de suministros de la ciudad procedentes del norte.

Consecuencias

Consumado el desastre ateniense, la situación de la guerra se tornó inmejorable para


Esparta. Muchas de las ciudades aliadas de Atenas comenzaron a sopesar su continuidad en la
alianza délica y no fueron pocas las que decidieron poner fin a su relación con la metrópoli en la
presunción de que ésta ya no podría brindarles la protección necesaria. Algo que sí parecía
poder ofrecer Esparta, en mejores condiciones tras su victoria. Y es que de la mano de la
victoria en Sicilia llegó también el apoyo que tanto ansiaban los espartanos, el del imperio persa.
El Gran Rey, a través de su sátrapa Tisafernes, llegó a firmar varios tratados de colaboración
con Esparta con el fin de aniquilar de una vez por todas a la flota ateniense. Los persas serían
los encargados de financiar una flota para Esparta equiparable a la de su rival, capaz de
vencerla definitivamente en el mar. Con una infantería superior y un cuerpo naval competente,
muchos fueron los que se atrevieron a vaticinar un rápido desenlace de los acontecimientos. Sin
embargo, las cosas no sucedieron con tanta rapidez como era de esperar. El “cerebro”
estratégico de Esparta, Alcibiades se vio forzado a huir de la ciudad cuando se supo de su
relación con la esposa del rey Agis. Sin poder regresar a Atenas donde su condena seguía
vigente, marchó a la corte de Tisafernes para confabular esta vez contra los espartanos y
dilatar todo lo posible su victoria. Tisafernes, convencido por Alcibiades de que lo más
interesante para Persia era prolongar la guerra y mantener un equilibrio de fuerzas en Grecia
no decantándose por ningún bando, comenzó a retrasarse en los pagos a los soldados
espartanos. Como consecuencia de esto, las relaciones entre Esparta y el imperio comenzaron a
tensarse de un modo innecesario y todo ello debido a la actitud conspiratoria del que había sido
su mejor estratego hasta la fecha. Este hecho explica por sí solo cómo desde 413 a.C. hasta 406
a.C. Esparta no fuera capaz de infligir ni una solo derrota a la maltrecha escuadra ateniense a
pesar del apoyo que le estaba brindando el imperio persa. Al contrario, cuando todo parecía
estar en su contra, Atenas logró imponerse en las batallas de Cinosema, Abidos y Cicico, y
equilibrar de nuevo la situación. Solo años más tarde con el ascenso de Lisandro a la navarquía
espartana y la exclusión de Tisafernes de los tratos con Esparta en favor del príncipe Ciro,
lograron revertir la situación hasta llevarla al punto deseado.
Fig.9: Mapa de Sicilia.
Fig.10: Detalle de la Batalla de Sicilia.
Batalla de Notio 406 a.C.
La batalla de Notio, una vez más protagonizada por espartanos y atenienses, supone otra decisiva
victoria de los primeros en el último tramo de la Guerra del Peloponeso. Por un lado, supone una
pequeña recuperación tras un largo período de estancamiento en el que se podría decir que Esparta
experimenta un ligero retroceso con respecto a Atenas desde la victoria en Sicilia y la ocupación de
la fortaleza de Decelia. Por otro lado, marca el viraje definitivo en las relaciones de Esparta con
Persia que, a la sazón, se habían enturbiado a causa de un Tisafernes convertido en la marioneta del
ateniense Alcibiades. Esa mejora de las relaciones entre Esparta y Persia tendrán, sin embargo, un
protagonista de excepción, Lisandro, que de aquí a la conclusión de la guerra, será el auténtico
hombre fuerte de la política lacedemonia y el gran artífice de su victoria en la guerra.
Antecedentes

Los años transcurridos entre 415 y 411 a.C. son los más difíciles para el bando ateniense. En
primer lugar, Demóstenes y Nicias, estrategos atenienses, fueron duramente derrotados
durante la campaña de Sicilia por los siracusanos apoyados por Esparta. No solo la derrota sino
el modo en que se produjo, con una retirada y una masiva pérdida de hombres y barcos en el
campo de batalla, sumió a Atenas en el más profundo de los pesimismos. Además, el que por
entonces había sido depositario de la total confianza de los atenienses, Alcibíades, fue
condenado en ausencia por un presunto sacrilegio y terminó recalando en la enemiga Esparta,
donde tuvo una calurosa acogida. Tras este fatal desenlace en Sicilia solo dos años más tarde los
atenienses fueron testigos de cómo eran “sitiados” por los espartanos muy cerca de su propio
territorio: Decelia. Aquel lugar era de vital importancia para Atenas puesto que constituía la
principal ruta de suministros para la ciudad. La mayor parte del abastecimiento de cereales se
producía a través de aquel promontorio y su ocupación significaba que la única alternativa era la
del cabo Sunio, al sur de Atenas, provocando la carestía de los alimentos y agravando la crisis
de la ciudad que, poco a poco, veía como su tesoro público mermaba significativamente.
Probablemente la peor de las noticias de este evento para los atenienses fuera enterarse de que
había sido el mismo Alcibíades quien había animado a los espartanos a ocupar dicho lugar por
saber que era de vital importancia para la ciudad. A diferencia de las primeras invasiones del
Ática destinadas a devastar los campos atenienses, ésta si era especialmente dañina porque de
aquí procedía la mayor parte del suministro de grano de Atenas. Además, su posición
privilegiada en un alto, daba la posibilidad a los espartanos de tener la visión de todos los
territorios que circundaban Atenas y, en consecuencia, ver con anticipación todos los
movimientos del enemigo.

Evidentemente, estos dos graves contratiempos no pasaron desapercibidos para el resto de


ciudades griegas que pronto comenzaron a abandonar sus alianzas con Atenas y tampoco para
el imperio persa, que vio una oportunidad única de reducir por fin al imperio ateniense de
manera definitiva. Todo parecía allanarse, por tanto, para Esparta en su camino hacia la
victoria. Pero la alianza con Persia, de la que tantos rendimientos se esperaban, se complicó
hasta el extremo de alargar la guerra merced a las ambigüedades de éstos y los engaños y
maquinaciones del ilustre Alcibíades.

Esparta, por su parte, se mostraba exultante tras la victoria en Sicilia y el “cortejo” de los
persas. Muchos de sus ciudadanos sintieron que disfrutarían de una mayor riqueza, que Esparta
sería más poderosa y más grande y que las familias de algunos particulares verían por fin su
prosperidad acrecentada (Diod. 11, 50). La alianza con Persia que podía proveerla tanto de
dinero como de naves, era excepcionalmente interesante. El ofrecimiento persa se materializó a
través de dos embajadas a Esparta: una desde Quíos y Eritras, al frente de la cual viajaba
Tisafernes y otra al frente de la cual viajaba Farnabazo, sátrapa de la provincia helespontina
del imperio. Ambas solicitaban la ayuda espartana para encender la rebelión contra Atenas, del
mismo modo que antes lo habían hecho los eubeos y los lesbios. Así fue como se concluyó el
tratado de Epílico, que arrancaba el compromiso de una “amistad duradera” entre lacedemonios
y persas (Andoc. 29). Esparta finalmente se decantó por enviar naves a Quíos, y con Alcibíades
y Calcideo al mando, lograron no solo la sublevación de ésta sino también un amplio eco entre
otras ciudades próximas como Eritras, Clazómenas, Heras y Lebedo. Pero si hubo alguien que
jugó un papel destacado a la hora de hacer realidad ese tratado entre Esparta y Persia, fue el
prófugo ateniense Alcibiades. El hecho de que hubiera sido él el autor intelectual de la victoria
de Sicilia y la exitosa fortificación de Decelia, le habían granjeado un gran prestigio en Esparta,
cuyo máximo consejo se avenía con facilidad a escuchar sus propuestas. Sin embargo, los
prometedores comienzos de la colaboración pronto vendrían a debilitarse merced a un asunto de
alcoba que involucraba al mismo Alcibiades y a la esposa del rey espartano Agis, Timaea, con la
que se dice mantuvo un apasionado romance. Como resultado de semejante affaire, el ateniense
se vio obligado a huir de Esparta al saberse perseguido por la orden de captura que el monarca
espartano emitió contra su vida. Su destino fue, precisamente, la corte de Tisafernes.
Recordemos que Alcibíades había sido condenado en Atenas años antes y tras perder la
protección de Agis, ahora se le unía la de Esparta. Pero si Alcibíades quedaba en una delicada
situación, Esparta tampoco salía bien parada de su marcha. La estrecha relación que Alcibiades
y Tisafernes empezaron a cosechar, derivó en las maquinaciones del primero para que el
segundo no siguiera apoyando tan decididamente a la ciudad lacedemonia. Le explicó que lo que
más interesaba a los persas era el equilibrio de fuerzas entre Esparta y Atenas en el Egeo, ya
que la victoria de una podía significar un aumento de poder que pudiera hacer sombra al suyo.
Así que instó a Tisafernes a reducir y dilatar la financiación de los lacedemonios y prolongar la
guerra entre ellos. Los persas se dilataron bastante en pagar los sueldos a los peloponesios y,
además, se estaban planteando la posibilidad de reducirles el salario. Lo que sí está claro es que
Tisafernes entregó a Alcibíades toda su confianza (Thuc. 45, 2 // 46, 5) y a partir de entonces, la
alianza perso-peloponesia comenzó a peligrar. Según Kagan, para Tisafernes la ayuda al bando
peloponesio no había ido como esperaba. Él estaba convencido de una rápida expansión de la
rebelión por toda jonia y una temprana conclusión de la guerra. Al no ser así, ésta se alargaría
en el tiempo y requeriría de más tropas y más fondos. Para Esparta la pérdida del apoyo de
Tisafernes significaba retroceder ampliamente. Los atenienses seguían dominando los mares y
un enfrentamiento naval estaría claramente decantado a favor de Atenas como terminaría
demostrándose.

A pesar de ello, Esparta y Persia renovaron su alianza. A instancias de Terímenes, el tratado


previo fue revisado y los espartanos lograron retocar algunos puntos que consideraban
necesarios vista la experiencia previa. Puede que el tratado anterior no fuese equitativo, pero sí
necesario. Los peloponesios apenas podían avanzar sin la ayuda de los persas y valga como
prueba las empresas de Astíoco, navarco lacedemonio, poco antes del segundo tratado con
Tisafernes. Desde Quíos había tratado de apagar cualquier intento de rebelión tomando
rehenes y atacando todos los posibles puntos de resistencia ateniense, aunque finalmente no
tuvo éxito. Sus estrategias fracasaron y además, el tiempo obró en su contra. Por otro lado, los
lesbios solicitaron su ayuda para formar su rebelión. Sin embargo, las disensiones internas
encabezadas por Corinto dieron al traste con dicha iniciativa. En un segundo intento por
prender la mecha de la rebelión en Lesbos, Astíoco invitó a Pedárito, gobernador espartano de
Quíos, a unirse a la empresa. Sin embargo, éste la rechazó lo que obligó a Astíoco a abandonar
su plan. Unas veces por inferioridad naval, otras veces por disensiones internas, estaba claro
que el bando peloponesio no estaba preparado todavía para presentar una candidatura seria a la
victoria. Y eso a pesar de que la flota ateniense pasaba por sus momentos más bajos. Para el
bando peloponesio no tener de su lado al imperio era como caminar sin guía por una senda
oscura. Por ello, cuando la actitud de Tisafernes fue la de distanciarse del bando peloponesio,
surgieron los problemas. En primer lugar, porque el imperio era la principal fuente de
financiación de los marinos peloponesios y los constantes retrasos en los pagos perjudicaron
gravemente a la moral de la tropa lo que irremediablemente desembocó en no pocas quejas
públicas por parte de éstos. En segundo lugar, el papel que estaba desempeñando Astíoco,
totalmente adherido y confiado de la buena voluntad de Tisafernes, tampoco jugó a su favor.
Los propios peloponesios y especialmente los siracusanos, criticaban su falta de decisión y el
hecho de haber dejado pasar varias oportunidades de asestar un duro golpe a los atenienses
cuando no atacó su flota en el momento más adecuado. Precisamente, la excusa del supuesto
envío de una flota fenicia prometida por Tisafernes fue lo que terminó por precipitar la ruptura
de facto de Esparta con el sátrapa persa. Como relata Tucídides, parece que Astíoco se empeñó
en esperar este refuerzo de barcos para atacar a los atenienses. Pero parece que, de hecho, él
era el único que creía en la existencia de esa flota de apoyo. Por un lado, los peloponesios lo
interpretaron como un gesto de cobardía para dilatar o evitar un ataque a la flota enemiga. Y,
por otro lado, es muy probable que para ese momento Tisafernes ya se hubiera convencido de lo
positivo que sería seguir el consejo de Alcibíades de no apoyar a ningún bando en concreto, por
lo que no creo que estuviera entre sus planes enviar una flota (Thuc. 8, 88). Después de esta
enésima indecisión de Astíoco, se produjo en Samos una consecuencia inevitable. Tras regresar
a Mileto, eludiendo una vez más el combate con los atenienses, fue presionado para que llevara
a cabo una acción definitiva. Clearco, capitán de cuarenta naves, marchó a informar de lo que
estaba aconteciendo al sátrapa de Anatolia septentrional Farnabazo, quien había prometido
pagarles el total de lo que se les adeudaba si le ayudaban a rebelar, todas las villas que tenían
los atenienses en su provincia. La respuesta no se hizo esperar. La consecuencia de esta
colaboración con Farnabazo la tenemos, en primer lugar, en que la paga de los soldados es
satisfecha y, por otro lado, la armada peloponesia por fin se resuelve a una acción bélica, una
vez que las naves de Míndaro han alcanzado hábilmente el Helesponto. Sin embargo, a pesar de
la aparente mejoría de la situación de los soldados y la determinación de Míndaro a vencer en la
batalla, los cambios no se traducen en una victoria y los desesperados atenienses, a pesar de la
convulsa situación interna que vivían en los últimos tiempos, logran derrotar a la escuadra
peloponesia en la batalla de Cinosema en 411 a.C. Esta victoria supuso un respiro para ellos, ya
que, como dice Kagan, en caso de haber sido derrotados y perdida su flota, no habrían tenido
tiempo para construir una nueva debido a la ausencia de fondos. La conclusión más importante
de esta batalla es que, como dijimos al comienzo y como también confirma Kagan, Esparta
gozaba ya de todo el apoyo material y logístico del imperio, pero le faltaba la singladura de la
experiencia. Veintiún barcos peloponesios fueron capturados y el resto puesto en fuga hacia
Abidos donde tenían su base en el Helesponto. Mientras, gracias a esta victoria, Atenas alargó
su presencia en la contienda y recuperó Cícico que le permitió obtener dinero (Thuc. 8 ) y
prepararse para un nuevo enfrentamiento.
Esparta que no había sabido aprovechar esta primera oportunidad para dar un golpe de
efecto a la guerra, no tardó en recomponerse e intentar una nueva acción encaminada al mismo
resultado. Ello se desprende de lo dicho por Tucídides donde relata la toma de naves enemigas
por parte de los peloponesios en Eleunte, seguramente a fin de rearmarse. Recordemos que
éstos habían perdido veintiuna trirremes en la anterior contienda, lo que le restaba superioridad
numérica con respecto a los atenienses. Puede que contrariados por la derrota, el bando
peloponesio optara, además, por traer la flota de Dorieo, que se componía de catorce naves,
hasta el Helesponto. Este oficial siracusano estaba embarcado tratando de aplacar una rebelión
en Rodas, mientras sus movimientos estaban siendo vigilados por Alcibiades desde Samos.
Cuando las naves de Dorieo fueron avistadas, los atenienses lograron bloquearlo y desviarle
hasta la costa de Reteo, lo que provocó la salida precipitada de Míndaro y Farnabazo en su
ayuda con ochenta y cuatro naves. Es importante reseñar como, tras haber perdido veintiún
barcos en Cinosema, la flota peloponesia reaparece con un número incluso mayor que el
anterior de naves preparadas para la lucha, concretamente noventa y siete (ochenta y cuatro de
Míndaro y catorce de Dorieo) Cuando Kagan mencionaba que de haber perdido en Cinosema la
flota ateniense habría estado abocada a la derrota final, se justifica diciendo que no habrían
tenido ni tiempo ni fondos para reconstruir una nueva flota, y, sin embargo, los peloponesios, en
apenas unos meses lograron restablecer prácticamente el mismo número de naves que tenían
antes de la misma batalla (sin contar las de Dorieo). Esto solo puede explicarse por el apoyo que
estaba recibiendo de Persia. Aunque es cierto que Tucídides refiere la toma de naves enemigas
en Eleunte, es imposible imaginar que no se utilizaran fondos para reparar o incluso construir
algunas de ellas. Y esos fondos provendrían de Persia, sin lugar a dudas.

En cualquier caso, ambas flotas mantuvieron una lucha igualada hasta la aparición de
Alcibiades con diez y ocho naves más, lo que elevó el número de naves atenienses a noventa y
dos. Con un número de naves parejo, la experiencia ateniense volvió a decantar la balanza y al
anochecer, el propio Míndaro optó por retirarse a Abidos y gracias a eso y a la oscuridad, evitó
un desastre mayor. Los atenienses tomaron treinta naves peloponesias y quince que habían
perdido en Cinosema (Xen. Hell. 1, 1, 6). Una vez más, la logística que los persas estaban
brindando a la escuadra peloponesia se tornaban inútiles. De haber podido, los atenienses
podían haber aniquilado casi por completo a la escuadra perso-peloponesia en aquella misma
acción. Sin embargo, las rebeliones internas (caso de Eubea) a las que tenía que hacer frente y
la ausencia de financiación les impidieron asestar el golpe definitivo. Solo la aparición, más
tarde de Terámenes con veinte naves de Macedonia y Trasibulo con otras veinte (Xen. Hell. 1,
1, 12) les permitió replantearse la posibilidad de navegar hacia Cícico (donde se había reubicado
la flota peloponesia) y enfrentarse de nuevo a Míndaro y Farnabazo. Ese lapsus de tiempo le
valió a los peloponesios para que, una vez más, gracias al apoyo logístico persa, pudieran
recomponer su flota y prepararse para otro nuevo asalto, el tercero casi consecutivo.

Éste tuvo lugar en la primavera de 410 a.C. y una vez más, se demostró la pericia de Atenas
en el mar. Sin saber Míndaro la cantidad de barcos que el enemigo había conseguido reunir
(Xen. Hell. 1, 1, 15), se percató de cuarenta pero no contó con otros tantos de la flota Cardia
(Diod. 12, 39, 4). Según Kagan, Míndaro cayó en la trampa pensando que tenía una superioridad
de dos a uno. Simulando una retirada, Alcibiades -al que Atenas le había permitido de manera
excepcional dirigir su armada- atrajo a su flota lejos de la costa y entonces giró en redondo.
Míndaro logró acercarse a la costa para recibir el apoyo del ejército de tierra de Farnabazo lo
que equilibró en parte la contienda. Sin embargo, la llegada de Terámenes con tropas terrestres
para apoyar al resto de la escuadra ateniense terminó por doblegar a la fuerza combinada
perso-peloponesia y al propio Míndaro, que perdió la vida luchando. Aquella doble victoria en
tierra y mar redundó en la buena moral del bando ateniense que atrapó a todas las naves
enemigas excepto las siracusanas y puso en fuga a los peloponesios que perdieron Cícico y con
ello su influencia en el Helesponto. Los detalles de la batalla quedaron ampliamente relatados
por Diodoro (13, 50-52). Es fácil hacerse a la idea de lo que el resultado supuso para ambos
bandos. Mientras los atenienses celebraron la victoria llenos de ánimo, en el bando peloponesio
cundió la desolación. Ello queda atestiguado por la carta enviada por Hipócrates a Esparta en la
que afirmaba que las naves estaban perdidas, Míndaro muerto y los hombres hambrientos
apostillando que no sabían qué hacer (Xen. Hell. 1, 1, 23). Parece bastante normal teniendo en
cuenta que no solo habían fracasado en el mar que era el terreno en el que estaban obligados a
ganar si querían vencer en la guerra, sino que en la última contienda también habían caído en
tierra. El optimismo tras la sustitución de Tisafernes por Farnabazo se había tornado en un
evidente pesimismo y la victoria que antes parecía más segura y cercana por poder presentar
una candidatura seria a dominar el mar, corría el peligro de volver al punto de inicio y el empate
técnico entre ambas potencias. Ni el dinero, ni la flota ni el apoyo persa se habían traducido en
la superioridad esperada. Más bien al contrario, la escuadra peloponesia había perdido el
control del Helesponto y la amenaza que se cernía sobre la principal ruta de suministro de grano
para Atenas, se había disipado. Es decir, Esparta estaba ahora más lejos de su objetivo que
hacía apenas un año a pesar de contar con mayor apoyo logístico.

De nuevo, las relaciones de Esparta con Persia, que habían mejorado desde la elección de
Farnabazo y el alejamiento de Tisafernes, volvieron a jugar un papel fundamental para evitar lo
que hubiera sido la retirada definitiva de Esparta de la contienda marítima. De no haber tenido
el apoyo económico persa, no es difícil imaginar que, tras haber perdido la flota entera, los
peloponesios habrían tenido que regresar a casa no solo sin conseguir una victoria que se
resistía sino además, con pocas expectativas de regresar pronto al combate ya que el monto
para reconstruir una flota de aquellas dimensiones, superaría con creces las posibilidades
financieras de toda la Liga del Peloponeso. Como veremos, ni siquiera las buenas intenciones de
Farnabazo convencerían a los peloponesios para volver pronto a pelear. Sin embargo, el hecho
de que el imperio persa estuviera decidido a invertir gran parte de sus esfuerzos en derrotar a
Atenas, hizo que Farnabazo, recién consumada la derrota, alentara a sus aliados peloponesios y
los proveyera de equipamiento para dos meses además de mantas (Xen. Hell.1, 1, 24). A
diferencia de Tisafernes, la tutela de Farnabazo se estaba caracterizando por el pago puntual y
regular de la soldada, lo que influía en el ánimo de los peloponesios. Además de eso, se reunió
con los trierarcos y ordenó reconstruir cada uno de los barcos que se hubieran perdido en los
astilleros de Antandros (Xen. Hell 1, 1,25).

A pesar de estos esfuerzos de Farnabazo, los peloponesios habían perdido casi ciento
cincuenta y cinco trirremes en apenas unos meses, lo que hacía deseable un período de paz. Así
fue como Esparta acudió a Atenas con una propuesta de paz en la que se preveía la devolución
de territorios y el canje de prisioneros (Diod.12, 52, 3). Puede que movidos por un exultante
optimismo los atenienses la rechazaron. Si analizamos fríamente es una postura lógica. Como
afirma Kagan, las relaciones con Tisafernes estaban prácticamente rotas y la derrota de Cícico
que habría sorprendido al mismo Farnabazo, podía hacer que el rey persa optara por abandonar
el apoyo que ofrecía a Esparta y preocuparse de otras zonas calientes de su imperio. Además
hay que recordar que la iniciativa espartana de pedir la paz a Atenas sin contar con Persia
suponía una violación de sus acuerdos, lo que empujaba aún más a la ruptura total de relaciones
entre ambos.

El resurgir de Esparta: Lisandro y Ciro

A pesar de que debido a los malos resultados obtenidos la colaboración de Persia y Esparta
estaba a punto de disolverse, el Gran Rey de Persia quiso dejar clara su total adscripción al
bando peloponesio y para ello, comenzó a adoptar medidas encaminadas a reforzar esa alianza
y concluir la guerra cuanto antes. Se apresuró a enviar a su hijo Ciro como káranos
(Comandante supremo de las fuerzas militares) poniéndose al frente de todas las tierras de la
costa (Xen. Hell. 1, 4, 3). Con Farnabazo en un segundo plano y Tisafernes apartado del mando,
ahora sería Ciro quien se encargaría de guiar la colaboración de Persia con Esparta. El príncipe
Ciro, por su parte, tenía sus propias aspiraciones. Ello no quiere decir que no estuviera
interesado en apoyar a Esparta, pero era evidente que sus miras (junto con las de su madre
Parisatis) estaban puestas en el trono de Persia, donde tenía no pocos enemigos. Ello le habría
llevado a concebir el apoyo a Esparta como una suerte de inversión a largo plazo en su carrera
hacia el trono. La oposición que su candidatura despertaría en su propio país podría quedar
silenciada con el apoyo de una potencia extranjera.

Si la entrada del imperio persa en favor del bando peloponesio resultó definitiva, el
nombramiento de Lisandro como navarco también lo fue, al menos en la misma proporción. Las
principales fuentes, Plutarco y Jenofonte, atribuyen el mérito de esa providencial ayuda a este
singular espartano. Las calculadas gestiones que realizó para ganarse a Ciro, según estos
escritores resultaron determinantes a la hora de decantar la guerra hacia un bando concreto.

Desconocemos la fecha exacta de su nacimiento por lo que sería difícil tratar de determinar su
edad. Su nacimiento fue fruto de la unión entre Aristócrito y una mujer hilota. Por tanto,
Lisandro sería un mothax, una clase social inferior a los homoioi o espartiatas, resultante de la
unión entre un espartiata y una mujer esclava. Este hecho no le libraría pues, de pasar una
infancia que habría transcurrido en la más absoluta pobreza según nos informa Plutarco. Parece
bastante cierto, además, que Lisandro fue un niño aplicado, obediente a sus superiores y
moderado en sus pasiones. Como bien señala Plutarco, el único deseo que Lisandro no se
preocupó en contener fue aquel que le serviría para ser honrado y recordado de por vida a la
par de aquel que le entregara a Esparta el dominio de toda Grecia. Además de un niño
disciplinado se dice de él que también tuvo la virtud de la humildad y el desprecio por lo
material, otras más de las atribuciones que se esperaban de un buen espartano. Plutarco nos
dice que fue “más obsequiador que los poderosos” y que habiendo colmado a Esparta de
riquezas con oro y plata después de la guerra, no guardó nada para sí mismo. Recordemos que
tradicionalmente Esparta se había caracterizado por un sistema de vida austero y poco apegado
a lo material. Por eso, cuando Plutarco dice que “llenó Esparta de riqueza” también añade “de
codicia”. Muchos creen y, entre ellos Plutarco, que uno de los grandes males de Esparta fue el
haber admitido todas las riquezas que le fueron entregadas tras la guerra. Señalan este hecho
como el principio de su decadencia. Sin embargo, analizando los datos de manera fría y distante,
podemos comprobar como el término de la guerra supuso para Esparta los años de mayor
prosperidad ya que, gracias a ese dinero consiguió construir una flota capaz de enfrentarse a la
ateniense y además, fue capaz de continuar su expansión hacia el este, presentándose en Asia
con nuevas unidades militares que hasta entonces no se le conocían. Esparta, gracias a la
victoria de Lisandro supo adaptarse a su nueva situación y sacar provecho de ella durante
décadas.

Con un Ciro que, a la sazón rondaría los 16 o 17 años, totalmente respaldado por el Gran Rey
para apoyar a los lacedemonios y con un Lisandro dispuesto a encumbrar a Esparta hasta cotas
nunca antes conocidas, la nueva colaboración resultó excepcionalmente fructífera. El joven
heredero llenó de dinero las arcas espartanas y preparó los suficientes barcos como para que
Esparta contara con una flota realmente competitiva y dispuesta a disputar el poderío en el mar
a los atenienses. Reforzar la infantería habría servido de poco, ya que por lo visto
anteriormente, las batallas más importantes se disputarían en el mar. Acerca de la entrevista
que ambos mandatarios mantuvieron, es bueno rememorarla con las palabras del mismo
Jenofonte: “(Lisandro) éste llegó a Rodas, tomó allí unas naves y partió para Cosa y Mileto, y
desde aquí para Éfeso, y permaneció allí con setenta naves hasta que Ciro llegó a Sardes.
Después que llegó, fue a verle con los embajadores a Lacedemonia. Allí entonces criticaban a
Tisafernes por lo que había hecho y pedían a Ciro mismo que tomase más interés por la guerra.
Ciro dijo que su padre le había ordenado eso y que él mismo no tenía otras intenciones que
realizar todo; que había venido con quinientos talentos y que, si éstos no bastaban emplearía sus
propios bienes, además de los que su padre y si también éstos eran insuficientes, destruiría el
trono sobre el que estaba sentado, que era de oro y plata. Ellos le elogiaban por ello y le
instaban a fijar un sueldo de una dracma ática diaria por tripulante, explicando que si el sueldo
fuera éste, los remeros atenienses dejarían las naves y él gastaría menos dinero. Ciro dijo que
ellos tenían razón pero que no podía hacer más de lo que el rey le ordenó; que había además
unos convenios redactados así, dar treinta minas a cada nave al mes, cuantas quieran equipar
los lacedemonios. Lisandro se calló entonces. Pero después de la cena, cuando Ciro brindó por
él qué le agradaría más que hiciese, dijo: “Que añadas un óbolo al sueldo de cada tripulante”.
Desde ese momento el sueldo fue de cuatro óbolos; antes de un trióbolo. Además, pagó lo que
debía y adelantó el sueldo de un mes, de modo que el ejército estaba mucho más dispuesto.

La reunión sirvió principalmente para que Ciro confirmara el respaldo del imperio a la causa
peloponesia de manera rotunda. Por un lado quería poner fin al período de inestabilidad que
habían supuesto los años de colaboración con Tisafernes y, por otro, deseaba que el conflicto
entre los griegos concluyera de una vez por todas. Tanto Ciro como su padre fueron de la
opinión de que les sería más cercano a sus intereses que fueran los peloponesios los que salieran
mejor parados de semejante guerra civil ya que, el imperio marítimo ateniense siempre podría
constituir un obstáculo a su propia existencia y estabilidad, amén de las afrentas causadas en el
pasado. Ni los ruegos de los atenienses que enviaron embajadores a Ciro ni las insistencias de
Tisafernes fueron escuchadas por el Gran Rey o por su hijo. El imperio había tomado una
decisión y esta parecía irrevocable.

La batalla

Para Alcibíades, Notio tenía un gran atractivo y es que, aunque no podía ser considerada
como una base naval al uso, era un lugar desde donde realizar incursiones contra Éfeso, la base
espartana. Además, podía romper la comunicación de esta ciudad con Quíos a fin de evitar la
presencia espartana en el Helesponto.

Por su parte, una de las primeras medidas adoptadas por Lisandro una vez comenzada la
campaña, fue reunir una flota de 90 naves que estaban en Éfeso y prepararlas para entrar en
combate. A pesar de esa ligera ventaja numérica, Lisandro no se precipitó. Por un lado, el
tiempo estaba de su parte y su programa de entrenamiento de las tropas se había revelado lo
suficientemente efectivo como para armar una flota eficaz. Por supuesto, todo ello conjugado
con un notable aumento de salarios de los marinos merced a las donaciones de Ciro. Esto
repercutió no solo en la buena moral de los soldados espartanos, sino también en que vació las
naves enemigas de marineros, que solo atendían a razones económicas para luchar por uno u
otro bando. Este hecho, sin embargo, debió de urgir a actuar al bando ateniense, antes de ver
disminuidos sus efectivos sobremanera y arriesgarse a una derrota. Parece que Alcibiades
intentó una y otra vez sin éxito que Lisandro saliera a presentar batalla, pero el lacedemonio no
estaba dispuesto a arriesgar más de lo necesario y mantuvo su frialdad. Tras un mes de
repetidos intentos, Alcibiades marchó de Notio para apoyar a la flota de Trasibulo en el asedio a
Focea. Esta maniobra entendió que podría motivar la salida de Lisandro al combate, ya que la
toma de Focea podría significar retener un excelente lugar desde el que lanzar ataques sobre
otras ciudades de interés para Esparta. Por eso Alcibiades llevó solo naves de transporte y dejó
en Éfeso al grueso de sus tropas a cargo de Antíoco, que pilotaba su nave. Parece que dicho
nombramiento fue bastante polémico ya que Antíoco no ostentaba uno de los grandes rangos y
semejante flota habría requerido de la experiencia de otro gran general al mando. La única
orden expresa que Antíoco recibió de Alcibíades fue la de no atacar a Lisandro bajo ningún
concepto. Aunque en un principio no tenía orden en tal sentido, Antíoco zarpó de Notio, ciudad
próxima a Éfeso y se dejó ver con dos naves demasiado cerca de las de Lisandro. Este hecho
debió de ser considerado una provocación por el navarca espartano que lanzó varias naves en su
persecución. Sin embargo, este gesto no fue producto de la precipitación. Lisandro llevaba
meses estudiando a la flota ateniense, gracias a las noticias que determinados desertores le
pasaban. Además, también estaba al tanto de lo ocurrido en la batalla de Cícico, por lo que era
buen conocedor de sus maniobras. Precisamente Antíoco quiso emular lo realizado por
Alcibiades en Cícico, tratando de atraer a Lisandro a la batalla con el señuelo de una pequeña
flota de avanzadilla que, más tarde y por sorpresa, sería reforzada por el resto de trirremes. De
esa manera, calculaba Antíoco, las tropas de Lisandro saldrían del puerto a capturar la pequeña
flota mientras el grueso de las naves atenienses bloquearía un hipotético regreso al puerto de
éstas. Bloqueados ya en alta mar, a Lisandro no le quedaría otra opción que plantar batalla. Sin
embargo, estos cálculos se hicieron sin tener en cuenta al genio militar que se hallaba
encabezando las tropas espartanas. El barco de Lisandro se fue directo a por el de Antíoco y lo
hundió. Las otras nueve naves que componían esa flotilla de anzuelo, se dieron a la fuga ante el
espanto que les produjo la caída de su líder. En medio del caos y la confusión, la flota espartana
comenzó a perseguir y dar caza a los huidizos atenienses. Las pocas naves de apoyo que habían
quedado en el puerto de Notio se vieron obligadas a salir apresuradamente a ayudar al
malogrado Antioco, lo que es probable que influyera en su desordenada formación. Aquello
terminó costando a los atenienses una dolorosa derrota además de 22 trirremes y varios
prisioneros. Enterado Alcibiades, regresó inmediatamente de Focea tres días después y trató de
enmendar el error de su lugarteniente intentando sin éxito que la flota de Lisandro, ya recogida
de nuevo en Éfeso, saliera a combatir. Pero Lisandro se mantuvo frío e inteligente. El número
de barcos atenienses sobrepasaba en mucho a sus naves y habría supuesto una imprudencia sin
sentido salir a pelear. En lugar de eso, prefirió atrincherarse y esperar acontecimientos, si bien
le dio tiempo a erigir un trofeo en Notio para conmemorar su victoria.

Consecuencias

A pesar de la inyección de moral que para el bando espartano supuso aquella victoria, sus
positivas consecuencias no tuvieron un eco inmediato. Lo que podría haber supuesto el inicio del
fin de la guerra, todavía tuvo que dilatarse más por una cuestión puramente formal del ejército
espartano. Y es que Lisandro había comandado la flota espartano bajo el título de navarco,
cargo que por definición, solo podía desempañarse por espacio de un año no reelegible. Al poco
de finalizar la batalla, la navarquía de Lisandro expiró y en su lugar fue elegido Calicrátidas. La
valía de este gallardo general lacedemonio nunca debería ponerse en duda, pero su derrota
frente a los atenienses en la siguiente batalla en la que ambas escuadras se enfrentaron (Batalla
de Arginusas 406 a.C.) no solo le costó la vida, sino que emplazó a las autoridades espartanas a
buscar una solución jurídica urgente a fin de reponer en su antiguo puesto al ya querido y
victorioso Lisandro. Lograr ese equilibrio favorable en la guerra, le había llevado a Esparta
demasiados años y bajo ningún concepto deseaban que la contienda volviera a igualarse.
Batalla de Egospótamos, 405 a.C.

La derrota de Calicrátidas en la batalla de Arginusas en 406 a.C. había vuelto a acercar los
acontecimientos al empate técnico, algo que Esparta trataba de evitar por todos medios. Quería
aprovechar y prolongar los efectos positivos de su victoria en Notio sobre el ateniense
Alcibíades, pero un problema de corte legal como era la imposibilidad de reelegir como navarco
a aquel que les había brindado semejante victoria, les obligó a buscar una solución que solo
podría hallarse en complicados malabarismos jurídicos. Pero no cabía otra opción. Tanto los
hombres que habían combatido bajo su mando en Notio, como los persas que financiaban la flota
espartana, presionaban para que Lisandro fuera repuesto en el mando. Así que entonces
hallaron la solución en una curiosa fórmula: nombraron como navarco a Araco, mientras que
Lisandro fue nombrado su secretario (epistoleus). En realidad, todo fue una especie de ficción
legislativa; todos supieron que sería Lisandro quien ejercería el poder a la sombra.

Antecedentes

Después del éxito de Notio en 406 a.C. la navarquía de Lisandro expiró y su cargo pasó a
manos de Calicrátidas. Por los hechos relatados en Jenofonte y Plutarco, no parece haber sido
una transición amistosa. Nos cuenta Jenofonte que cuando cedió el testigo a Calicrátidas le hizo
saber que le cedía el mando “siendo dueño de los mares” y por supuesto, no se abstuvo de
hacerle alguna sugerencia para su mandato menospreciando sus cualidades. Además hizo
referencia a los problemas por los que tuvo que pasar Calicrátidas a fin de conseguir el dinero
de Ciro para pagar a la tropa (Xen. Hell. 1, 6) afirmando que el dinero que había para hacerlo,
ya se había encargado Lisandro de devolvérselo al príncipe persa con el fin de que fuera el
propio Calicrátidas quien se lo pidiera. En base a su amistad, Ciro dilató la entrega todo lo que
pudo hasta que Calicrátidas cansado, marcho a Mileto para pedir un adelanto con el fin de poder
entrar en combate. Una vez superados estos escollos iniciales, todavía tuvo que hacer frente a
un problema aún mayor. En ese momento, el enemigo al que tuvo que enfrentarse, no fueron los
atenienses sino sus mismos tripulantes que, a la sazón, habían combatido junto a Lisandro en
Notio y se resistían a aceptar tranquilamente el nuevo nombramiento. Plutarco afirma que
Lisandro se habría procurado una numerosa clientela afín a su persona a la que premiaría por su
fidelidad, es decir, había hecho venir a aquellos aliados que por sus servicios, su valor y su
distinción se habían ganado un sitio cerca de él y les habría conminado, además, a crear sus
propias cofradías, ser prósperos en los negocios y mutar a los gobiernos democráticos de sus
patrias respectivas. Por este motivo no es difícil explicar que desde el primer día, aquellos
soldados boicotearan la labor de Calicrátidas en el mando de las naves a través de críticas y
comentarios hirientes. A cambio de hacer todo esto, les premió con los mayores honores y
distinciones. Con semejante caldo de cultivo, no es difícil imaginar que para el momento en que
Calicrátidas se enfrentó a Conón en Mitilene, el ambiente entre la tropa no sería el más idóneo
para plantar batalla. A pesar de las adversas circunstancias, logró unir 50 naves más a las 90
heredadas de Lisandro y además, ingenió un exitoso sitio a Conón, al mando de la flota
ateniense, que no pudo pedir auxilio a Atenas. Sin embargo, todo terminó cuando éste logró que
una nave ateniense escapara de su control y diera la voz de alarma. Las naves atenienses de
refuerzo se prepararon y marcharon hacia Samos, derrotando y dando muerte a Calicrátidas en
la batalla de las islas Arginusas en 406 a.C.

La repercusión de aquella derrota en el bando peloponesio debió de ser grande. Los quiotas y
el resto de aliados enviaron noticias de lo ocurrido a Lacedemonia y reclamaron abiertamente el
retorno de Lisandro a la armada. Sin embargo, un laberinto jurídico impedía que tal hecho
pudiera producirse tan fácilmente. El cargo de navarca tenía un año de duración no prorrogable
y Lisandro ya había completado el suyo. Sin embargo, el gobierno de Esparta era plenamente
consciente de la situación y sabía que no atender a las peticiones de los aliados les conllevaría
una más que ostensible división interna e incluso un amotinamiento por parte de las ciudades
aliadas. Por tanto, el dilema para Esparta no era menor. Sin quererlo, se hallaban ante una
situación que les planteaba saltarse la legalidad vigente para atender a circunstancias
sobrevenidas o mantenerse fieles a su ordenamiento. Así, en un alarde de ingenio, la asamblea
optó por una solución sin precedentes; nombró navarco a Araco y Lisandro obtuvo el cargo de
secretario de éste. Los asamblearios sabían que el poder a la sombra sería ejercido por éste,
mientras que el primero se limitaría a cumplir sus órdenes. Su decisión, finalmente, no pudo
resultar más acertada.

La batalla

Resuelto con éxito el problema de la navarquía y oficializado el nombramiento, la alianza con


Persia volvió a funcionar en el momento que más falta hizo. La flota había sido destruida casi
por completo, pero la buena amistad que Lisandro seguía manteniendo con Ciro, permitió que
éste enviara una nueva remesa de dinero (Xen. Hell. 2, 1, 11) mientras el primero ordenaba
construir más naves en Antandro. Llama la atención el hecho de que, al igual que la primera vez
que Lisandro le pidió dinero a Ciro, éste reaccionó haciendo alusión al gran esfuerzo económico
que estaban realizando tanto él como el rey, una vez más el príncipe persa le afirmara haber
gastado ya todo su dinero, tanto el suyo como el de su padre (Xen. Hell. 2, 1, 11-12) aunque
ahora como entonces, terminara dándoselo. Poco después señala Jenofonte que Ciro tuvo que
marchar a ver a su padre enfermo, no sin advertirle antes que tenía mucho más dinero para
entregarle, además de pedirle que se asegurase de luchar contra los atenienses cuando tuviera
la certeza de tener más naves que ellos (Xen. Hell. 2, 1, 13-14). Puede que Ciro estuviera
tratando de contener su deseo de mostrar abiertamente su apoyo a Lisandro en primera
estancia a fin de que éste no sintiera que tenía a Ciro bajo su control. Sin embargo, como
dijimos más arriba, puede que la propia inexperiencia del príncipe le hiciera no poder reprimir lo
que de hecho quería hacer. Al fin y al cabo, a él también le interesaba, no solo una victoria de los
espartanos, sino también una resolución rápida del conflicto. Más ahora cuando su padre estaba
enfermo y el mismo debía retirarse durante un tiempo para ir a verle. En cualquier caso, lo que
sí estamos en condiciones de afirmar es que todos los pagos que Lisandro pudo realizar,
especialmente a la tropa, debieron suponer una fuerte inyección de moral e influir en la buena
predisposición de los soldados a luchar. Sabemos que gracias a esa entrada de ingresos,
Lisandro puso trierarcos al frente de cada trirreme y pagó el sueldo adeudado a la tripulación.
Más adelante refiere Jenofonte que el dinero que tomó en segunda estancia lo repartió entre el
ejército (Xen. Hell. 2, 1, 13-15).

En medio de este ambiente de optimismo y ya en 405 a.C. marchó a Caria, tomó Cedreas y más
adelante, Lámpsaco, tradicional aliada de los atenienses. Un éxito éste que les brindaba la
oportunidad de controlar la Propóntide, acercarse a Bizancio y Calcedonia, vigilar el Bósforo y,
sobre todo, dinamitar el comercio ateniense con el Mar Negro. Además, Lisandro tenía
conocimiento de que aquella ciudad era próspera y sus recursos de vino, trigo y otros eran
abundantes. Así que al mismo tiempo que él se aproximó por mar, los abidenos y otros pueblos
dirgidos por el lacedemonio Tórax, la rodearon por tierra. Cuando dio la orden, la ciudad fue
asaltada por la fuerza y saqueada por los soldados. Al parecer, solo las personas libres, por
orden de Lisandro, fueron liberadas.

Por su parte, los atenienses, con 180 naves, pusieron rumbo a Sesto ante la gravedad de la
situación a fin de avituallarse y prepararse para una batalla que intuían larga. Una vez hechos
sus preparativos, partieron hacia Egospótamos, situada en frente de Lámpsaco, y allí hicieron
noche. Alcibiades que tras la batalla de Notio había vuelto a caer en desgracia en Atenas y
había sido relevado del mando, se entrevistó con los nuevos comandantes atenienses y les
sugirió que dispusieran la flota en Sesto en lugar de permanecer en Egospótamos, ya que allí
tendrían puerto y aprovisionamiento en condiciones y más cerca. Sin embargo, estos generales
desoyeron sus sugerencias y le ordenaron marcharse. La flota ateniense se fue directa a por
Lisandro y la flota espartana, tratando de sonsacar a sus naves al combate. Pero cuando vieron
que éste rehusaba la lucha, volvieron a sus puestos, desmontando de los barcos y dispersándose
por el Quersoneso. Eso era exactamente lo que esperaba Lisandro. Siendo consciente del
poderío ateniense en el mar, prefirió esperar y observar a las tropas atenienses. Durante varios
días, envió galeras exploradoras para que le informasen de todo cuanto los atenienses hacían
una vez retornados al puerto. Los atenienses, al verlos, se alineaban en disposición de
comenzar la lucha pero transcurrido un tiempo prudencial y al ver que Lisandro no salía,
decidían retornar a Egospótamos. Era entonces cuando Lisandro ordenaba a las naves más
rápidas que les siguieran hasta que desembarcaran y tomaran buena nota de todo lo que veían
para más tarde, relatarle lo sucedido. Y así se hizo durante cuatro días consecutivos. Sabiendo
que los atenienses se apeaban de las naves, al quinto día esperó a que éstas anclaran como de
costumbre y cuando la tripulación estaba en gran parte dispersa por tierra, atacó. Ordenó a las
naves peloponesias que servían de avanzadilla, que cuando retornaran de la persecución, más o
menos hacia la mitad del recorrido, levantaran un escudo. Ésta sería la señal para que tanto la
flota que permanecía inmóvil como el ejército de tierra dirigido por Tórax, acudieran a toda
prisa hacia las posiciones atenienses con el fin de sorprenderles mientras se dispersaban por
aquellas tierras en dirección a Sesto. Una vez que las naves atenienses habían desembarcado ya
en tierra firme y sus hombres iban abandonando progresivamente las naves a fin de avituallarse
en las ciudades próximas, el ateniense Conón pudo avistar a todo el ejército peloponesio
cayéndoles por la espalda. Apoyado por la infantería de Tórax desde tierra, Lisandro pulverizó
a la flota ateniense y la sumió en el caos. A pesar de los llamamientos para volver a las naves,
los hombres estaban tan dispersos que no pudieron hacer nada. Habían sido sorprendidos. El
hecho de haber estado tan lejos de una base más segura, terminó siendo determinante. Solo la
nave de Conón pudo hacerse a la mar y huir de allí. El resto de las naves atenienses fueron
apresadas en la misma playa por Lisandro y su tripulación protagonizó una desbandada general
hacia otras ciudades o fortificaciones para ponerse a salvo. A pesar de esta huida, muchos de
ellos fueron hechos prisioneros. Con aires victoriosos, Lisandro se apresuró a enviar noticias de
lo acontecido a Esparta y “despachar” a los soldados atenienses de diversas maneras.

La primera cuestión que habría que tratar en esta derrota sería la de por qué la flota ateniense
tomó la decisión de atracar en una playa desierta. Los atenienses ya habían demostrado en
Notio su deseo de atraer a la lucha a Lisandro buscando una victoria definitiva. Puesto que
fracasaron tanto en el primer intento como en el segundo, protagonizado por Alcibiades, una
vez más se vieron obligados a hacer exactamente lo mismo. Debían atraer a Lisandro a un
combate lo más pronto posible a fin de acabar con su influencia en el Helesponto antes de que se
les acabaran los fondos. Si hubieran atracado en Sesto, no habrían podido ejecutar esta opción
porque Lisandro estaba más al norte, en Lámpsaco y, sobre todo, nada le obligaba a buscar
combate. Eran los atenienses los que tendrían que salir de Sesto y navegar hasta encontrarse
con los peloponesios. Eso supondría gastar mayores energías que el enemigo que esperaba
pacientemente. Ese es el motivo por el que los atenienses se vieron obligados a buscar un
anclaje más al norte, concretamente en frente de Lisandro.

Consecuencias

La primera y más importante consecuencia de la batalla de Egospótamos fue el hundimiento


ateniense y la victoria de Esparta en la guerra del Peloponeso, certificada al año siguiente en
404 a.C. A pesar de la promesa de Lisandro a Ciro de no luchar hasta que él volviera con más
naves para enfrentarse a los atenienses, los acontecimientos precipitaron el combate y en este
caso, el bando peloponesio no requirió más ayuda de su gran valedor. Las relaciones entre
Esparta y Persia en una alianza anti ateniense habían dado los frutos que se esperaban. En mi
opinión, a pesar de que este hecho debía haberse producido antes, la entrada de Persia en el
conflicto fue determinante. Esparta se caracterizó siempre por su escasez de fondos y nunca
habría sido capaz de mantener y reparar una flota semejante como la que le valió la victoria. El
dinero tanto de Tisafernes en primer lugar, como de Farnabazo más tarde, como el de Ciro
finalmente, no solo lograron que el número de naves peloponesias se equiparara al ateniense,
sino que además, permitió que la reparación de éstas en caso de derrota se produjera a gran
velocidad. Dudo que Esparta únicamente, incluso con el apoyo de Corinto hubiera sido capaz de
encontrar un camino alternativo para igualar a Atenas en su poderío naval, utilizando
exclusivamente recursos propios. Tal y como se desarrolló el conflicto tras los hechos de Sicilia
(si no ya desde Esfacteria) ambos bandos tuvieron claro que la guerra que se estaba librando
sería una guerra que tendría que decidirse en el mar. De nada le serviría por tanto a Esparta
poseer la mejor infantería puesto que, como ya habían demostrado los atenienses recién
comenzado el conflicto, no albergaban ninguna intención de presentar batalla terrestre.

Sin embargo, el hecho de que la llegada de fondos procedentes de Persia tuviera un papel
determinante en la victoria de Esparta, no ha de desmerecer el papel que ésta tuvo en la
consecución de la victoria. Como vimos, ni en el momento en que Esparta y Persia celebraron
sus tratados de colaboración, ni tiempo después, se produjo la tan ansiada victoria. Los medios
llegaban pero no eran bien gestionados por parte de los peloponesios, algo que se agravó aún
más por las intrigas de Alcibiades con Tisafernes, quien optó por reducir significativamente su
apoyo logístico a Esparta. Sin embargo, no serviría de excusa el hecho de que Tisafernes se
retrasara en los pagos. Para el momento en que Farnabazo decidió tutelar a los peloponesios
ocupando el lugar de Tisafernes, los medios volvieron a llegar, pero el resultado fue el mismo o
peor: las derrotas en Cinosema, Abidos y Cícico. Ello quiere decir, que no solo los fondos de los
persas eran elemento imprescindible, sino también alguien que supiera cómo utilizarlos. La
gestión que Lisandro hizo tanto de estos medios como de sus relaciones personales con Ciro, fue
simplemente excepcional. Lejos de entrar a juzgar su valía como estratega, ha de reconocérsele
el mérito de haber hecho un uso apropiado de éstos que finalmente condujo a la victoria y la
conclusión de la guerra que, por añadidura, era lo que se esperaba.

En lo que respecta a Lisandro, podríamos decir que su popularidad alcanzó cotas inimaginables
no solo en Esparta sino en toda Grecia, lo que le llevó a convertirse en el auténtico director de
la política exterior espartana desde los años finales del siglo V a.C. hasta su muerte en 395 a.C.
La imagen que trascendió de él, sin embargo, no puede decirse que fuera todo lo ideal que cabe
esperar de un héroe, si bien es cierto que las circunstancias en las que fundó el imperio
espartano tampoco le permitieron obrar de otra manera. Con el imperio ateniense finiquitado y
ya sin el apoyo financiero persa, Lisandro se propuso asumir para Esparta todos los territorios
que componían el vasto imperio comercial fundado por los atenienses un siglo antes en la
creencia de que éstos le proveerían a su ciudad de las riquezas suficientes para sostener el
nuevo imperio espartano. Sin embargo, las formas que desplegó a la hora de gestionar todos
estos territorios, pronto le granjearon una reputación de tirano y déspota causando un profundo
malestar en toda Grecia que terminó por cansar incluso al propio rey Agesilao y a las
autoridades de Esparta. Los regímenes oligárquicos o decarquías que estableció en diferentes
territorios al frente de los cuales colocó a gobernadores militares o harmostas, no estuvieron
exentos de polémica tanto por el nombramiento de esos mismos gobernadores (por lo general,
amigos y gente cercana) como por la brutalidad con la que en ocasiones se aplicó Lisandro para
imponer sus dictados. Las quejas de las poblaciones sometidas no se hicieron esperar y las
autoridades espartanas empezaron a recibir con preocupación tales noticias. Especialmente
cruento fue el trato que “dispensó” pasando por la espada a más de 3000 atenienses e
imponiéndolos un severo bloqueo de suministros que a poco estuvo de acabar con la vida de
muchos más. El régimen de Lisandro se puede decir que estuvo marcado por el terror y el odio
visceral hacia los enemigos. Sin embargo, los que le acusaron no solo señalaron este aspecto tan
sanguinario de su carácter sino también al que se refiere a la violación de uno de los principios
más puros sobre las que se cimentaba la filosofía de vida espartana: el desprecio al dinero y la
riqueza. Como dijimos anteriormente, el botín de guerra que Lisandro logró con esta victoria,
fue abundante y sirvió para aliviar las numerosas necesidades del tesoro espartano, siempre
famélico. Y más ahora sin el apoyo financiero persa. Plutarco fue contundente a la hora de
atribuirle a él la introducción en Esparta del gusto por la opulencia y la riqueza material entre
los ciudadanos y Jenofonte en el mismo sentido se quejaba de que no se podría afirmar que los
espartanos de esa época tuvieran tan asimilados los principios licurgueos que inspiraron la
ciudad en sus comienzos. Uno de los casos más sonados fue el del general Gilipo, héroe de
Sicilia, que fue descubierto apropiándose de parte de un botín que tenía que trasladar en su
totalidad a Esparta. A pesar de estos sucesos, Lisandro aún siguió ocupando un lugar destacado
en la política espartana, especialmente cuando influyó en la elección del rey Agesilao para
suceder al difunto rey Agis. La sincera amistad (o el amor) que monarca y héroe mantuvieron
durante los primeros años de reinado, pronto quedó ensombrecida cuando en las primeras fases
de la campaña de Asia, Agesilao sintió que el auténtico protagonista allá donde iban, era
Lisandro y no él. Veía con recelo cómo Lisandro trataba, negociaba, y parlamentaba con las
élites locales como si se tratara del mismísimo rey de Esparta. Cansado de las adulaciones y
agasajos que éste recibía, Agesilao comenzó a construir una tupida red de gentes próximas a él,
haciendo valer su cargo como monarca para marginarlo del poder. Tan pronto como Lisandro se
dio cuenta del trato despectivo que comenzaba a recibir por parte del monarca y sus acólitos,
decidió marchar lejos para expiar su culpa. El mismo Agesilao, creyendo oportuno su
alejamiento, estuvo de acuerdo en que marchara a luchar contra los tebanos en Haliarto, donde
finalmente halló la muerte.

Con su pérdida, la política espartana quedó en manos de Agesilao, un monarca que


protagonizaría una de las etapas más bélicas de la historia de Esparta y que terminaría con
nuevos enfrentamientos en el interior de Grecia a causa de la actitud imperialista y despótica de
la ciudad lacedemonia. Semejante programa militar no fue solo el causante de un profundo
malestar que derivó en un odio generalizado hacia Esparta, sino que además, también dio la
puntilla económica a una maltrecha y agonizante sociedad que daría su última “bocanada” en
Leuctra en 371 a.C.
Fig.11: Mapa de la Batalla de Egospótamos.
SIGLO IV

Batalla de Coronea, 394 a.C.

La batalla de Coronea se enmarca dentro de la conocida como Guerra de Corinto (395-387


a.C.). Fue un conflicto de carácter interno que enfrentó de nuevo a varias ciudades de Grecia
aliadas entre sí, contra Esparta. Corinto, Tebas, Argos y Atenas, decidieron unir sus fuerzas
ante el creciente y cada vez más tiránico poder de Esparta sobre la hélade y aprovechando la
estancia del rey Agesilao en Asia, decidieron confabularse y luchar contra su imperio. Tan
pronto como las autoridades espartanas tuvieron noticia del suceso, ordenaron a Agesilao
retornar de Asia a la mayor urgencia para poner fin a dicha alianza. El proyecto asiático
lacedemonio quedó frustrado pero al menos, la victoria en Coronea sirvió a Esparta para
prolongar una veintena de años más su hegemonía.

Antecedentes

Como vimos en el anterior capítulo, la victoria de Esparta en la guerra del Peloponeso fue
seguida por una política exterior muy activa, dirigida y gestionada por el héroe del momento,
Lisandro. Al cabo de unos años y tras la muerte del rey Agis, Agesilao II fue elegido como
nuevo monarca de la ciudad lacedemonia (398 a.C.) gracias a la inestimable colaboración del
navarco. Este hecho redundó en una profunda amistad entre ambos que permitió continuar
acrecentando el imperio espartano que habría de construirse sobre las cenizas del extinto
imperio ateniense. Con Lisandro gestionando los nuevos territorios griegos, Agesilao tuvo
noticias de que el rey persa preparaba una gran escuadra que expulsaría a los lacedemonios del
mar. Para hacer frente a tal desafío, Agesilao solicitó de los espartanos la concesión de 30
generales y consejeros espartanos, 2000 neodamodes y 6000 aliados. Aquel hecho suponía un
hito sin precedentes en la historia de Esparta. Por primera vez un monarca espartano se decidía
a poner un pie en Asia no sabemos si con el único fin de abortar la expedición de Tisafernes o
albergando también la posibilidad de anexionar más territorios al nuevo imperio espartano. De
la manera que fuere, en vista de la superioridad numérica que mostraban las tropas persas,
Agesilao tuvo que valerse del engaño para contrarrestar su inferioridad, e hizo creer a
Tisafernes que se dirigía a Caria con sus tropas cuando verdaderamente se estaba dirigiendo a
Frigia. Cuando los soldados persas llegaron a su destino, Caria, se enteraron de que Frigia había
sido invadida por Agesilao. Sin duda, aquello supuso un duro golpe para Tisafernes que vio como
el monarca espartano comenzaba de una manera inmejorable su singladura en tierras asiáticas.
A pesar de los prometedores comienzos que la expedición estaba dando a los espartanos,
Agesilao no quiso confiarse y trató de elevar el número de soldados de su ejército. Para ello,
regresó a su centro de operaciones en Éfeso y reclamó a los más acomodados que entregaran un
caballo y un jinete armado con el beneplácito de quedar exentos de participar en la expedición.
Y así fue como los más ricos reunieron cerca de 2000 caballeros que pasaron a engrosar las filas
de Agesilao. Su siguiente destino sería Lidia. Mientras Tisafernes, inmerso aún en el engaño del
que había sido víctima, dedujo que de nuevo el monarca espartano estaba jugando al despiste, y
decía dirigirse a Lidia cuando en verdad se dirigiría a Caria, por ser éste un terreno más apto
para los ejércitos de infantería y no para los abundantes en caballería. Sin embargo, Tisafernes
no pudo estar más equivocado. Agesilao terminó dirigiéndose a Lidia lo que obligó a las tropas
del sátrapa persa a corregir su marcha y poner rumbo a este último lugar. No obstante, la
precipitación con la que hubo que reformular los planes, hizo que las tropas persas llegaran a
Sardes totalmente exhaustas y poco aptas para entrar en combate. Agesilao que
presumiblemente habría previsto una situación así, se apresuró a presentar combate antes de
que éstas pudieran rehacerse y el resultado, como era de esperar, fue la apabullante derrota
que infligió al ejército de Tisafernes. Dos derrotas tan humillantes y correlativas en el tiempo,
tenían que desembocar forzosamente, en drásticas consecuencias para infortunio del sátrapa. El
Gran Rey de Persia no podía tolerar semejante humillación en sus propias tierras, por lo que se
apresuró a enviar a un tal Tritaustes con orden de decapitar a Tisafernes. El enviado cumplió al
punto con sus exigencias.

En el bando espartano, sin embargo, todo era optimismo e ilusión. El monarca había
completado con éxito la misión de destruir la gran armada que contra Grecia quería enviar
Tisafernes y forzar el llamamiento a la paz que el Gran Rey, por boca de Tritaustes, se vio
obligado a hacer. Aquello fue síntoma de debilidad y parecía que el mismísimo imperio persa se
estuviera antojando como un poderoso acicate para continuar adelante con la marcha. No había
motivos para retornar a Grecia. El éxito estaba siendo rotundo y parecía que la posibilidad de
que Agesilao consiguiera algo más grande que lo que pretendía inicialmente, se hizo cada vez
más real. En Esparta, por el momento, se decidió distinguir a Agesilao con la navarquía, el más
alto rango de la flota y así, por primera vez en la historia, un monarca espartano aunaba en su
persona los cargos militares más elevados de la ciudad lacedemonia, a saber, infantería y flota.

Mientras todos estos felices acontecimientos se sucedían, la amistad entre Agesilao y Lisandro
comenzó a resentirse. El monarca, cansado de las lisonjas y distinciones que todo el mundo
dedicaba a éste, cambió su actitud hacia su persona y se volvió más distante y estricto. Este
repentino cambio de humor llamó la atención de Lisandro que no dudó en reunirse con él a fin de
tratar esta cuestión. Lo único que trascendió de aquella reunión de importancia fue la caída en
desgracia del otrora exitoso navarco, y su partida a Grecia a luchar contra los tebanos. Puede
que a raíz de esta amarga reunión, Lisandro tramara una oscura conspiración para derribar la
monarquía espartana y convertirla en una institución accesible para todo el mundo. Pero aunque
así fuera, tal complot nunca llegó a ver la luz. En 395 a.C. Lisandro, encabezando una
expedición lacedemonia contra los tebanos en Haliarto, fue muerto.

Una vez apartada la incómoda figura de Lisandro, Agesilao se preparó para seguir
acometiendo nuevas etapas de su flamante campaña en Asia. Lo siguiente que hizo fue acudir a
los territorios de Farnabazo, quien en otro tiempo había ayudado a los espartanos a vencer a los
atenienses y establecerse allí con sus tropas. Aquellas tierras le valieron al monarca no pocas
riquezas, además de esclavos y caballos que, sin duda, engrandecieron el poderío espartano en
un lugar que solo unos años antes se consideraba inaccesible e inhóspito. Su establecimiento en
aquellos parajes, obligaron a Farnabazo a estar mudándose con frecuencia hasta que
finalmente, optó por escribirle en virtud de la ayuda que en el pasado les había prestado. No
podía comprender por qué lo trataban de aquella manera tan insidiosa, obligándole a huir
constantemente de su propio país, además de talarlo y devastarlo. De aquella misiva, Farnabazo
logró una entrevista con el monarca lacedemonio quien le explicó que le infligía tal tratamiento
en virtud de sumisión al Gran Rey de Persia.

La precipitada expiración del proyecto asiático.

Preparando Agesilao lo que supondría el golpe definitivo al imperio persa, una nueva revuelta
de considerables proporciones estalló en el interior de Grecia. Cuatro ciudades, Atenas, Tebas,
Corinto y Argos habían decidido unir sus fuerzas para sacudir los cimientos del imperio
espartano. El descontento causado por la crudeza con la que los espartanos habían tratado a los
nuevos territorios griegos sometidos, había canalizado en un odio visceral hacia todo lo
lacedemonio. De hecho, la amenaza se tornó tan seria que fueron los propios éforos los que
decidieron enviar un emisario a Asia con un decreto que obligaba a Agesilao a abandonar el
proyecto asiático y retornar a Grecia tan pronto como fuera posible.

La batalla

Cuando Agesilao retornó a Grecia, llegó al campo de batalla donde se le unió otra compañía
lacedemonia procedente de Corinto, que vino a engrosar un ejército en el que también se
hallaba ya un cuerpo de Neodamodes, más algunas tropas aliadas de las ciudades griegas de
Asia y Europa. Frente a él, las tropas aliadas de beocios, atenienses, corintios, argivos, eubeos,
enianos y locrios. Según Jenofonte, el número de Peltastas era mayor en el bando de Agesilao,
lo cual resulta llamativo por haber sido ésta tradicionalmente una unidad muy superficial dentro
del ejército espartano. Ello nos daría una idea de la significativa mejora y modernización que el
monarca espartano habría llevado a cabo en el seno del ejército lacedemonio. Tal desequilibrio
no parecía existir en la caballería, donde los contendientes parece que estuvieron muy
igualados. El bando espartano sumaría un total de unos 15000 hoplitas mientras que el bando
aliado unos 20000. Los dos ejércitos se encontraron en la llanura de Coronea, quedando la
parte más cercana al Cefiso para los soldados de Agesilao y la parte del monte Helicón para los
aliados. Agesilao ocupó junto a sus hombres el ala derecha de la formación, llevando así el peso
del combate. En el bando aliado, los tebanos ocuparon también la derecha, dejando la izquierda
para los argivos. Ambas formaciones comenzaron a marchar una contra otra de manera
silenciosa. Solo cuando estaban a una corta distancia, los tebanos rompieron el silencio
echándose a la carrera contra los que tenían en frente. En el ala opuesta, parte del bando que se
hallaba junto a Agesilao y bajo el mando de Herípidas, puso en fuga a sus contrarios, pero los
argivos, a los que correspondía luchar contra el núcleo duro comandado por el mismo monarca,
decidieron huir al Helicón y evitar la más que segura derrota. Aquel gesto fue interpretado
como el preludio de una fácil victoria. Sin embargo, alguien avisó de que los tebanos, en el ala
contraria, habían partido en dos a los orcomenios, por lo que la formación estaba en grave
peligro. Agesilao no dudó en marchar contra ellos eligiendo el medio más peligroso ya que los
tebanos, viendo huir a sus aliados argivos, se forzaron a avanzar a fin de cerrar los huecos entre
los suyos. Según Jenofonte, el monarca espartano prefirió “chocar” de frente contra los escudos
tebanos que dejarlos avanzar y perseguirlos, lo que convirtió aquella lucha en una auténtica
carnicería. Se luchó, se avanzó, se retrocedió y se murió. El propio Agesilao fue herido de
gravedad en el campo de batalla y tuvo que ser retirado a fin de tratar sus heridas. Unos 80
enemigos se refugiaron en el templo de Atenea pero el monarca dio orden de no atacarlos y
erigir un trofeo al día siguiente.

Consecuencias

Como dijimos al comienzo, la batalla de Coronea de 394 a.C. fue una batalla que se produjo en
el contexto de una contienda mayor como fue la Guerra de Corinto que se prolongó hasta 387
a.C. A pesar del favorable inicio que obtuvo Esparta en esta guerra, las tropas aliadas entre las
que destacaron los atenienses al mando de Ifícrates y los tebanos, lograron sin embargo,
equilibrar la situación de fuerza en Grecia y concretamente, éstos últimos se erigieron como
auténtico rival de Esparta no solo durante esta guerra, sino incluso más adelante hasta la batalla
de Leuctra. En la misma Coronea ya dieron muestras de tener gran arrojo estando a punto de
matar al rey de los espartanos. Aunque Esparta, merced de nuevo a la ayuda persa logró
estabilizar la situación hegemónica en Grecia, contempló con inquietud cómo los tebanos, en
especial a partir de la aparición de Epaminondas, llegaron a liderar con descaro la facción
opositora a Esparta. Aunque Ageslao trató de aislarlos tras la Paz de Antálcidas en 387 a.C
para infligirles un severo castigo más tarde, fracasó estrepitosamente al tratar de someterlos
continuamente. Se le llegó a reprochar el haberles enseñado a defenderse bien por haber
llevado contra ellos tantas campañas de castigo. El correctivo recibido en Leuctra en 371 a.C.
no vino sino a confirmar los augurios que vaticinaban un cambio de liderazgo en Grecia en favor
de la ciudad beocia. Tras aquella derrota, Agesilao no solo tuvo que hacer frente a nuevas
amenazas externas, sino también a algunas revueltas intestinas en la propia Esparta que, por
cierto, a punto estuvo de ser ocupada por los tebanos. Aquello constituyó un hito sin
precedentes. Esparta carecía de muros porque nunca había tenido a los enemigos tan cerca y el
revuelo que la presencia enemiga causó en la ciudad parece haber sido grande. Sin embargo, el
invierno jugó a favor de los espartanos e impidió a los tebanos cruzar el Eurotas, obligando a
Epaminondas a ordenar la retirada. Pero tan solo unos años después en 362 a.C. el mismo
general tebano quiso establecer definitivamente una hegemonía en Grecia bajo liderazgo de su
ciudad, por lo que acudió al Peloponeso a minar la influencia espartana. Los atenienses,
recelosos del creciente poder tebano decidieron cambiar de bando y unirse a Esparta para
luchar contra lo que se presumía la inevitable égida beocia. Y así fue como en ese mismo año,
espartanos y tebanos volvieron a enfrentarse en la batalla de Mantinea. Aunque Epaminondas
puso en fuga a los espartanos, su propia muerte hizo que esta victoria no fuera completa y más
que una hegemonía tebana, lo que resultó de dicha disputa fue una Grecia débil y propicia para
ser conquistada por una potencia extranjera. Ésta tendría lugar unos años más tarde con la
llegada del glorioso Alejandro Magno. Tras la derrota en Mantinea, Esparta se enfrentó no
solo a la consolidación de su fracaso como imperio, sino también a unas finanzas maltrechas a
causa de su expansiva política militar. Como consecuencia de este hecho, Agesilao, ya anciano,
se vio obligado a marchar a Egipto a cambio de dinero, apoyando una sublevación que a la larga
sería la última aventura de este inveterado monarca espartano. Cuatro años más tarde, en 358
a.C. y durante la travesía que habría de llevarle de regreso a casa tras su periplo africano,
Agesilao perdió la vida y con su muerte se cerró definitivamente una de las etapas más gloriosas
de la historia de Esparta.
EPÍLOGO

La batalla de Coronea de 394 a.C. fue la última de las grandes batallas que Esparta libró en su
historia. Por supuesto que más adelante, incluso en el mismo siglo IV a.C. Esparta obtuvo algunas
victorias menores, pero éstas no resultaron lo suficientemente trascendentes como para ser recogidas
en esta obra. De hecho, en mi opinión, la victoria en Coronea no supuso más que la llegada a la cima
de una montaña de la que ahora Esparta, tenía que comenzar a descender. A pesar de que el imperio
espartano prolongó su hegemonía hasta la batalla de Leuctra de 371 a.C. la sociedad lacedemonia ya
había desarrollado una metástasis letal muchos años antes. El anquilosamiento de todas sus
estructuras políticas y sociales, la sempiterna escasez de dinero, la progresiva pérdida de hombres
del cuerpo ciudadano y la conflictividad entre los diferentes estamentos oligárquicos, no hicieron
sino debilitar desde dentro la ciudad que había logrado armar un imperio más o menos estable a la
conclusión de la guerra del Peloponeso (404 a.C.). Las ansias imperialistas de Agesilao y la falta de
reformas internas que hubieran flexibilizado la economía, terminaron por dar la puntilla a unos
espartanos que en Leuctra no hicieron sino confirmar lo que era ya un hecho innegable: la debilidad
de una ciudad que no fue capaz de consolidar el imperio heredado de la otrora grandiosa Atenas. Por
este motivo, la ascendente aunque fugaz fuerza de otra ciudad griega, Tebas, con las suficientes
ansias por destronar a los espartanos de su lugar de privilegio en Grecia, fue bastante para desplazar
de la primera línea de la política griega a los aguerridos lacedemonios que fueron testigos de cómo,
su legendario pasado quedaría borrado años más tarde y de un plumazo por la insolencia de una
nueva y fulgurante fuerza de la naturaleza: la Macedonia de Alejandro Magno.
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WYLIE, G. (1992): “Brasidas: Great Commander or Whiz-Kid?” ,QUCC, 41, pp. 75-95.

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