En esos días previos a la inauguración de los Juegos
Olímpicos de 1992, todo el mundo en Barcelona parecía invadido por un espíritu de positividad inusitado. Sin embargo Manuel, nuestro protagonista, ajeno a tanta felicidad seguía con su rutina diaria y a eso de las siete y media de cada día laborable subía a un autobús, de la línea 57, en Collblanc, rumbo a la Via Laietana. Siempre le había agradado más ir por la superficie y contemplar las calles que en esos días de julio ya estaban bien iluminadas. Una mañana, a la altura de la plaza de Sants, subió al autobús un tipo extraño que repartió a todo el pasaje un panfleto con el siguiente texto: “-En estos días de boato y Olimpiadas, pensemos, el dinero debería ser ilimitado al alcance de cada cual. Tendrán que ser otros los factores que determinen la riqueza de cada individuo. La cuestión radica en ¿cómo hacer prevalecer la equidad, cómo evitar dejar de trabajar si ello no es necesario para disponer de bienes de consumo? Estableciendo mecanismos correctores de la conducta para procurar que todos los miembros de una comunidad trabajen por el bien común y no por su riqueza personal, que por otro lado ya tendrán garantizada. El código penal castigará las conductas asociales y contra el medio ambiente ya que en un estado de igualdad material nadie tendrá por qué atacar la propiedad privada-“. Manuel, que fue uno de los pocos que leyó el texto, quizás porque le quedaban más de quince minutos para llegar a la altura de Correos era consciente que semejante revolución era prácticamente imposible de llevar a cabo. ¿Permitirían los poderosos semejante utopía, librando de injusticias y sufrimiento a tantos millones de personas? La idea de ese texto sí requería de una auténtica globalización. Pasaron los días y cuando se encontraba contemplando la ceremonia de clausura de los Juegos y escuchaba els “Amics per Sempre” algo le hizo pensar en aquel escrito y musitó, “-amics no, pobres per sempre, gràcies al capitalisme”.