Crecí en un contexto evangélico en el que dudar era un pecado gigantesco, el peor de
todos. De hecho, había una canción que reflejaba dicho carácter: “Esa duda que invade mi ser / quisiera arrancarla y llenarla de fe. / Si Cristo vive en mi vida / ¿cómo dudar?” (si la leíste cantando, puedes saber mucho de lo que hablo). Fue la lectura bíblica la que ayudó para quitar esa idea de mi cabeza y corazón. Porque la duda no es nuestro peor enemigo.
Quisiera recurrir a dos historias bíblicas que dan sustento a lo que estoy planteando.
En Éxodo capítulos 3 y 4 se nos muestra el llamado de Dios a Moisés, con la finalidad de
liderar la liberación de su pueblo esclavo en Egipto. Dios se manifestó gloriosa y poderosamente en una zarza que ardía pero que no se consumía. A pesar de todo ese poder visible, y del reconocimiento que Moisés hace de Dios, él tiene dudas. Él hace tres preguntas: 1) “¿Y quién soy yo para presentarme ante Faraón y sacar de Egipto a los israelitas?” (3:11); 2) “¿Qué les respondo si me preguntan: ‘¿Y cómo se llama [el Dios que te envió]?’” (3:13); 3) “¿Y qué hago si no me creen ni me hacen caso? ¿Qué hago si me dicen: El Señor no se te ha aparecido?” (4:1). Si siguen la lectura, verán que Dios respondió todas las dudas presentadas por Moisés. Y no sólo eso, le capacitó para llevar a cabo la misión encomendada. El problema de Moisés no era la duda, sino la cobardía. De hecho, luego de que sus dudas son respondidas, se excusa ante Dios porque no tenía facilidad de palabra (algunos deducen a partir de esto que era tartamudo) (4:10), llegando más lejos, cuando le dice a Dios: “te ruego que envíes a alguna otra persona” (4:13). Dios no modifica su plan por nuestro miedo, sino que fortalece al débil.
Saltemos en la historia y lleguemos al Nuevo Testamento. Uno de los mayores
predicadores de la historia, quien bautizaba en las aguas del Jordán a los pecadores arrepentidos, un valiente que no transaba su mensaje que era voz en el desierto, lo que le valió la cárcel, Juan el Bautista. Estando preso pidió a sus discípulos ir donde Jesús y preguntarle: “¿Eres tú el que ha de venir, o debemos esperar a otro?” (Mateo 11:3). Sí, estamos frente al mismo que dijo de Jesús “este es el cordero de Dios que quita los pecados del mundo” y que se veía a sí mismo como “el amigo del novio”. Pero en las mazmorras herodianas tiene dudas. Jesús responde a la duda de Juan: “Vayan y cuéntenle a Juan lo que están viendo y oyendo: Los ciegos ven, los cojos andan, los que tienen lepra son sanados, los sordos oyen, los muertos resucitan y a los pobres se les anuncian las buenas nuevas” (11:4,5). Y por si esto fuera poco, mientras los discípulos de Juan se iban, Jesús le dice a la multitud: “Les aseguro que entre los mortales no se ha levantado nadie más grande que Juan el Bautista” (11:11). No sólo respondió la duda, sino que no le recriminó. Por el contrario, le honró frente a quienes le habían conocido. Jesús nos muestra radicalmente que la duda cuando se canaliza correctamente, cuando se arroja delante de sus pies, procurando descanso en él no es enemiga. De hecho, hay otro paralelo en estas historias. Moisés se excusaba por cobardía. Juan estaba en la cárcel por lo contrario, por hablar sin temor, inclusive exhortando al principal romano en la zona por su adulterio. La duda no es nuestro peor enemigo… nuestro peor enemigo es la cobardía. ¿Cuál es la invitación? A que reconozcamos que no estamos exentos de la duda, que vivimos cotidianamente con ella, y que por lo mismo debemos procurar un acercamiento distinto. La duda siempre nos invita, ocupando una expresión de Spurgeon, a dar un “salto de fe” y a descansar en Cristo. No son nuestras respuestas ni fuerzas ni caminos los que nos producen descanso, porque la duda tampoco tiene el poder de alejarnos de Dios que vive más allá de nuestros dilemas mentales y emocionales. Descansemos en Cristo. Sólo Él es suficiente.