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A Izasor se le ocurrió que si tomaba un cubo y le quitaba la pirámide que lleva dentro, la
parte restante serviría de modelo para un túmulo dedicado a Tlün, pero su idea era muy
un callejón de sauces cuando escuchó, venido desde el cielo, un estampido extraño del
que no tenía referencia y tuvo que mezclar en su imaginación ciertos objetos conocidos
para recrear algo que pudiera ser causa de semejante estrépito: miles de langostas
aceitoso de las semillas del aretuco de estas extrañas visiones; volvió sus sandalias sobre
el prado y hundiendo los tréboles bajo sus pies se adentró a paso firme por la brecha
hoja de coca y ensimismados en levantar bien las rodillas en cada paso para evitar los
pétalos iridiscentes de los bejucos acechantes. Solo él, por lo visto, escuchaba aquel
sonido. Preguntó a la joven, sibila de dientes raídos y moñito rosa que marchaba por
delante, si es que percibía aquel sonido batiente. Ella volteó para decirle en un impecable
traflagar del sur que “no” que “no” y se lo repitió haciendo hincapié en un dialecto más
sureño todavía, “que no, que “inst uyi llior truooer” osea “nada escucho que no sean el
mar rompiendo la costa y el siseo de los pájaros escarlata” y que por favor no le distraiga,
que si por responderle pisa una de esas flores violetas, le dolería intensamente. Pensó en
alcanfor para que coloreara su boca, pero la joven ya le daba las espaldas otra vez y se
distanciaba hacia la cumbre. Entonces fue cuando el sonido se hizo evidente y reveló el
objeto del que manaba incesante, se trataba de un artefacto volador, con la apariencia de
los prototipos que los aborígenes del gueto de Oum esbozaran en las paredes de las
cuervas alcalinas usando apenas las yemas de sus dedos imbuidas en rojovegetal y
reconoció su forma y hasta podría revelar su ancestral nombre: “¡El helicóptero!”. Gritó la
palabra que sonó calientita como eso platos humeantes en la cena de acción de gracias
Sonidos, que al parecer solo él los percibía y ahora evidenciaban su forma. Estaba por
bajar la vista hacia sus sandalias para diluir su conciencia entre las fibras de yute, cuando
advirtió con sobresalto que el aparato giraba sin control y caía helicoidal sobre sus
cabezas, manoseado ya por llamas azules. Se detuvo en seco, los que venía atrás lo
rebasaron sin oír ni ver nada. Escoltó la nave con la mirada hasta que cayó abatida a un
costado del sendero. Se agachó para no ser alcanzado por las esquirlas y en poco
tiempo, como una herida que sana con velas y oraciones, el valle volvió al silencio inicial.
Se encontró ovillado y solo tan cerca del piso que el hedor de los escarabajos peloteros
costa y el siseo de los pájaros. De un brinco entró en un compás de zancadas largas para
alcanzarles. Estuvo por reclamar la impasividad que los otros caminantes que ajenos al
espectáculo atravesaban sobre las ruinas del aparato, cortando los fierros en llamas
como si se tratase de una simple niebla. Ajenos a los pestilentes gases tóxicos de
Izasor se detuvo frente a las ruinas humeantes mientras que los últimos de la columna le
extrañados sin entender su conducta. Haría, para reconciliar al cielo con la tierra un alto
levantó un trozo de metal del aparato siniestrado y mientras aspiraba, sin desearlo, el
vaho a sangre y aceite, tomó el cuello de cisne de la joven muerta dejando, sus cabellos
colgantes más que caer goteaban por obra de un tajo cárdeno florecido en su frente,
grueso como la hoja del hacha ceremonial. Un sudor frío recorrió la espina dorsal de
simple tornillo de aluminio que le supo a caracol consumido de repente por trillones de
gravedad cuando hubo saciado su curiosidad. Embelesado en eso había sido superado
otra vez por la hilera de caminantes y estaba de nuevo solo. Reemprendió la marcha, a
paso redoblado, no sin antes apropiarse de una chispa de fundido acero que halló espacio
en su holgado morral.
Izasor llegaba a la cumbre en último lugar, en el preciso momento en que Jane Avril
bailaba la danza ceremonial sobre los azulejos centrales de la pirámide. La diva Avril
zapateó con entereza hasta provocar hendiduras en la tabla de corcho que sellaba un
cofre, luego, por esos orificios, los asistentes metieron sus lanzas doradas y rompieron el
envase para liberar las tablillas. Izasor, por ser el último en llegar, estaba obligado a
leerlas y luego ser pasado a cuchillo para entregar su sangre a que transite por el canalillo
Izasor, culpó a sus visiones del retraso. En su fuero más íntimo acaso deseaba ser
sacrificado y por eso llegó tarde intencionalmente. Leyó las tablillas taraceadas en jade
que solo podían ser igualadas en belleza por los callados nenúfares de Monet, pero no no
existían aún y de seguro los suyos no podían verlos. Escuchaban pacientes, arrodillados
Izasor recordó un viejo chascarrillo que corrió como la pólvora en las fiestas náuticas del
Trescientos diez: “¿Qué suena pío, pío, pío, pío? –un pollito– y ¿qué suena pío, pok, pío,
relieve. Izasor terminaba la lectura de las tablillas rituales elevando la voz antes de que se
le extinguiese para siempre: “...un helicóptero de la policía del Estado caerá junto a la
pirámide de Ukll, con un saldo provisorio de seis muertos. La caída de la aeronave será a
las 18H40 GMT y será un enigma el motivo del percance. Entre las víctimas figurará Olga
llegada de la primavera”.
Izasor fue pasado a cuchillo.
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