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Xólotl en un Bell 204 (Relato corto)

Xólotl en un Bell 204

A Izasor se le ocurrió que si tomaba un cubo y le quitaba la pirámide que lleva dentro, la

parte restante serviría de modelo para un túmulo dedicado a Tlün, pero su idea era muy

avanzada para la fonética de su pueblo que no concebía la letra “k”, de imposible


pronunciación y culpó al sol del mediodía por sus fantasías. Retiró la vista de la cumbre

de la pirámide y continuó la marcha. Había avanzado un trecho y gozaba de la sombra de

un callejón de sauces cuando escuchó, venido desde el cielo, un estampido extraño del

que no tenía referencia y tuvo que mezclar en su imaginación ciertos objetos conocidos

para recrear algo que pudiera ser causa de semejante estrépito: miles de langostas

chupando sangre de cordero, cascos de cebras aplastando escarabajos, cuchillos

abriendo maduras papayas; sonidos que se añadían a mohaks celebrando la

consagración de la primavera. “De nuevo la letra k” pensó, dudando en confiar a su

acompañante estas extrañas asociaciones que se le venían de repente y culpó al perfume

aceitoso de las semillas del aretuco de estas extrañas visiones; volvió sus sandalias sobre

el prado y hundiendo los tréboles bajo sus pies se adentró a paso firme por la brecha

abierta por sus compañeros.

Regresó a mirar: cabizbajos, transpirantes, con sus ropas ligerísimas, mascadores de la

hoja de coca y ensimismados en levantar bien las rodillas en cada paso para evitar los

pétalos iridiscentes de los bejucos acechantes. Solo él, por lo visto, escuchaba aquel

sonido. Preguntó a la joven, sibila de dientes raídos y moñito rosa que marchaba por

delante, si es que percibía aquel sonido batiente. Ella volteó para decirle en un impecable

traflagar del sur que “no” que “no” y se lo repitió haciendo hincapié en un dialecto más

sureño todavía, “que no, que “inst uyi llior truooer” osea “nada escucho que no sean el

mar rompiendo la costa y el siseo de los pájaros escarlata” y que por favor no le distraiga,

que si por responderle pisa una de esas flores violetas, le dolería intensamente. Pensó en

agradecer las sabias advertencias de la joven y en reciprocidad ofrecerle golosina de

alcanfor para que coloreara su boca, pero la joven ya le daba las espaldas otra vez y se

distanciaba hacia la cumbre. Entonces fue cuando el sonido se hizo evidente y reveló el

objeto del que manaba incesante, se trataba de un artefacto volador, con la apariencia de

los prototipos que los aborígenes del gueto de Oum esbozaran en las paredes de las

cuervas alcalinas usando apenas las yemas de sus dedos imbuidas en rojovegetal y

reconoció su forma y hasta podría revelar su ancestral nombre: “¡El helicóptero!”. Gritó la
palabra que sonó calientita como eso platos humeantes en la cena de acción de gracias

dedicada al personal de ventas de la Toyota, sucursal Brasilia.

Sonidos, que al parecer solo él los percibía y ahora evidenciaban su forma. Estaba por

bajar la vista hacia sus sandalias para diluir su conciencia entre las fibras de yute, cuando

advirtió con sobresalto que el aparato giraba sin control y caía helicoidal sobre sus

cabezas, manoseado ya por llamas azules. Se detuvo en seco, los que venía atrás lo

rebasaron sin oír ni ver nada. Escoltó la nave con la mirada hasta que cayó abatida a un

costado del sendero. Se agachó para no ser alcanzado por las esquirlas y en poco

tiempo, como una herida que sana con velas y oraciones, el valle volvió al silencio inicial.

Se encontró ovillado y solo tan cerca del piso que el hedor de los escarabajos peloteros

se le metía en su nariz. Paulatinamente regresó el habitual sonido del mar cortando la

costa y el siseo de los pájaros. De un brinco entró en un compás de zancadas largas para

alcanzarles. Estuvo por reclamar la impasividad que los otros caminantes que ajenos al

espectáculo atravesaban sobre las ruinas del aparato, cortando los fierros en llamas

como si se tratase de una simple niebla. Ajenos a los pestilentes gases tóxicos de

combustible y cauchos mancillados no se molestaban en levantar las sandalias para evitar

los cuerpos mutilados porque no veían ni oían nada.

Izasor se detuvo frente a las ruinas humeantes mientras que los últimos de la columna le

rebasaban por la diestra según el protocolo, dispensándole miradas despectivas,

extrañados sin entender su conducta. Haría, para reconciliar al cielo con la tierra un alto

contemplativo en ofrenda a Madara, la diosa menor del movimiento parabólico. Izasor

levantó un trozo de metal del aparato siniestrado y mientras aspiraba, sin desearlo, el

vaho a sangre y aceite, tomó el cuello de cisne de la joven muerta dejando, sus cabellos

colgantes más que caer goteaban por obra de un tajo cárdeno florecido en su frente,

grueso como la hoja del hacha ceremonial. Un sudor frío recorrió la espina dorsal de

Isazor y devolvió con suavidad el cuello a su lugar. Recayó sobre la arquitectura de un

simple tornillo de aluminio que le supo a caracol consumido de repente por trillones de

años de evolución, lo levantó para observarlo a contraluz devolviéndolo con respeto a la

gravedad cuando hubo saciado su curiosidad. Embelesado en eso había sido superado
otra vez por la hilera de caminantes y estaba de nuevo solo. Reemprendió la marcha, a

paso redoblado, no sin antes apropiarse de una chispa de fundido acero que halló espacio

en su holgado morral.

Izasor llegaba a la cumbre en último lugar, en el preciso momento en que Jane Avril

bailaba la danza ceremonial sobre los azulejos centrales de la pirámide. La diva Avril

zapateó con entereza hasta provocar hendiduras en la tabla de corcho que sellaba un

cofre, luego, por esos orificios, los asistentes metieron sus lanzas doradas y rompieron el

envase para liberar las tablillas. Izasor, por ser el último en llegar, estaba obligado a

leerlas y luego ser pasado a cuchillo para entregar su sangre a que transite por el canalillo

de latón hacia el noreste donde habita Xochiquétzal.

Izasor, culpó a sus visiones del retraso. En su fuero más íntimo acaso deseaba ser

sacrificado y por eso llegó tarde intencionalmente. Leyó las tablillas taraceadas en jade

que solo podían ser igualadas en belleza por los callados nenúfares de Monet, pero no no

existían aún y de seguro los suyos no podían verlos. Escuchaban pacientes, arrodillados

sobre la quinua ceremonial, cabizbajos y respetuosos atendían al ochiquéxtzal, es decir:

“el que moriría”.

Izasor recordó un viejo chascarrillo que corrió como la pólvora en las fiestas náuticas del

Trescientos diez: “¿Qué suena pío, pío, pío, pío? –un pollito– y ¿qué suena pío, pok, pío,

pok? –un pollito rodando las gradas”.

Izasor rió y la gente consideró locura la risa de un hombre a punto de morir y le

fotografiaron el busto para repujar medallones con la irreverencia de sus dientes en

relieve. Izasor terminaba la lectura de las tablillas rituales elevando la voz antes de que se

le extinguiese para siempre: “...un helicóptero de la policía del Estado caerá junto a la

pirámide de Ukll, con un saldo provisorio de seis muertos. La caída de la aeronave será a

las 18H40 GMT y será un enigma el motivo del percance. Entre las víctimas figurará Olga

Klimth, subsecretaria de Gobierno. El aparato tendrá problemas al aterrizar y de inmediato

se envolverá en llamas. El helicóptero se incendiará por completo. Estaba trasladando a

los funcionarios a la zona arqueológica de Ukll, donde se celebra el equinoccio y la

llegada de la primavera”.
Izasor fue pasado a cuchillo.

Jorge Valentín Miño ©

Organismo:

Atravesar varios estados de la materia

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