tienen una curiosa obsesión por la relación entre la palabra (poesía) y la música. De larga tradición, esta obsesión musical se remonta hasta la Grecia clásica, donde musiké (todo lo que hacen las musas) era uno y lo mismo con la poesía, que —así se supone— se recitaba modulando musicalmente la voz. Este balance perfecto entre texto y música se transfiere en espíritu hasta bien entrada la Edad Media, como lo atestiguan la mono-homofonía, en lo litúrgico con los cantos galicano (extinto), ambrosiano y gregoriano (éste último de curiosa popularidad hoy en día), y en lo secular los juglares, los Minnesänger y ese fenómeno que fue Hildergarde von Bingen. Pero un día alguien cantó mal y sonó bien, y nació la polifonía, esto es, varias melodías expuestas simultáneamente. La música se dispara con toda una gama de nuevas posibilidades dejando en el canto cada vez más y más relegada a la poesía. Hubo excepciones de excelente balance entre poesía (o texto) y música, como los madrigales ingleses y los del autoviudo Gesualdo, así como con Palestrina en su misa del efímero Papa Marcelo. Lo cierto, sin embargo, es que en aquello que se cantaba operaba implacable la sentencia de prima la musica, poi le parole, característico de la abundante literatura de ópera, seria y buffa, las ariettas, etcétera, con que arribamos al siglo XVIII. Ni Gluck, en su intento por crear música que enfatizara la poesía del libreto, logró romper esta clara tiranía de la música. Curiosamente nace en el norte de Alemania, y sin mayores pretensiones, un nuevo género, el Lied noralemán, donde ocurre todo lo contrario: la música se vuelve humilde servidora de la poesía, para consumo casero y para beneplácito de los corifeos poéticos, que como Goethe ya emergían en el áspero idioma alemán de tardía maduración. Goethe diría que la música era como un globo (Montgolfier) que simplemente haría más visible su poesía. El mismo Schubert comienza a componer Lieder en este, ahora y justamente, casi olvidado estilo. Sin embargo, el 19 de octubre de 1815 y utilizando un poema del Fausto de Goethe —Margarita en la rueca—, donde la heroína canta su zozobra pero también su infatuación por haber sido seducida por Fausto, el joven Franz Schubert de apenas 18 años de edad consuma un milagro de balance poético y musical. Nace pero también culmina el Lied de arte, y deja atrás todos los modelos anteriores. El evento recuerda lo dicho por Hegel al contemplar el tríptico del Cordero Místico de Jan van Eyk, en la catedral de San Bavo en Gante: “Aquí asistimos al nacimiento, pero también a la culminación de una forma artística”. Ante tal epifanía artística Schubert queda mudo y no compone nada —cosa rara en él— durante seis largas semanas. De un género otrora modesto, hogareño y sistemáticamente desdeñado por los grandes (Mozart, Haydn, Beethoven), Schubert crea con el Lied una de las formas más extraordinarias y profundas de la música occidental, matrimonio ideal entre poesía y música, forma minimalista, verdadero haikú cultural. Forma que en lo sucesivo será espléndidamente cultivada —aunque no superada— por los grandes de la música (Schumann, Brahms, Mendelssohn, Wolf, Wagner, Mahler, R. Strauss, etc.) y no sólo en el idioma alemán (Fauré, Tchaikovski, Sibelius, Grieg, Tosti, etc.). ¿Por qué nace el Lied en Viena y por qué en ese momento? Los ingredientes históricos indiscutibles que hicieron posible el nacimiento epifánico del Lied, son por una parte la eflorescencia de la abundante poesía lírica romántica alemana, el espíritu romántico mismo que lanza su vista hacia el infinito en la naturaleza pero también hacia el insondable espacio interior del individuo, y que usa indistintamente metáforas nacidas de ambos universos para expresar sus emociones; por otra parte la maduración del instrumento ideal para acompañar al Lied, el versátil pianoforte (inventado por el florentino Christofori) y desde luego el establecimiento casi canónico de las formas musicales (sonata, sinfonía, etc.) en la clásica vienesa. Ciertamente muchos músicos tuvieron igual exposición a estos factores. Sin embargo, sólo Schubert los sintetiza para lograr su obra seminal. Opiniones nada despreciables (Schubert, Georgiades, Barenboim), han querido agregar un curioso ingrediente más: el carácter del propio idioma alemán, tan áspero y con el acento (casi) siempre en la primera sílaba, pidiendo a gritos que se le case con la música; a diferencia del naturalmente bello idioma francés, con su consistente acento (casi) siempre en la última sílaba. Resulta que el quehacer de la música también acentúa por regla general la primera nota de cada compás, facilitando —así dicen— que el alemán se vista de música. Quizás. Pero si esto fuera así, el igualmente áspero idioma checo —que acentúa aún más frecuentemente la primera sílaba— sería un oasis de Lieder, y no lo es a pesar de sus espléndidos músicos (Smetana, Dvorák, Jánacek, Martinu, etc.). Quedarían igualmente sin explicación los bellísimos Lieder que hay en el idioma francés. Se ha dicho que en los 631 (la cifra depende de cómo se cuenten) Lieder que compuso a lo largo de tan sólo 18 años de vida como compositor, Schubert fue poco selectivo en cuanto a la calidad de sus poetas. Nada más falso. El poeta que Schubert más usó fue nada menos que Goethe —a quien nunca conoció en persona a pesar de dos fallidos intentos descortésmente desdeñados por el gran bardo —con 71 Lieder. Y los 44 Lieder de Schiller —su poeta favorito— tampoco apoyan tal acusación. Se ha calculado que la cuarta parte de sus Lieder son sobre poemas con indiscutible mérito. Quedan, eso sí, curiosamente, más de 500 Lieder sobre poemas menores. Pero esto sólo prueba que en el Lied, Schubert crea siempre algo inusitado, algo más completo y bello que la simple suma de los dos ingredientes, una forma nueva de misteriosa e insondable belleza. Instintivamente Schubert parece entender la poesía mejor que los mismos poetas. Esto complace a los poetas menores pero intranquiliza a los poetas famosos, que recelan de que se les desplace del centro protagónico en la nueva obra, el Lied (i.e. Goethe, que favorecía al mediocre músico Zelter, que se vuelve casi su músico oficial). Schubert compuso Lieder sobre todo tipo de poesía aunque brillan por su ausencia los temas bélico-heroicos y los de protesta política que el ambiente represivo de la Viena de Metternich podría haber propiciado. Usó también excelentes traducciones de poesía inglesa (Shakespeare, Pope, Scott, etc.), poesía en otros idiomas (italiano y un salmo, el 92, en hebreo) y poemas escritos por mujeres, entre ellos los de Marianne von Willemer (Suleika I, II) plagiadas por Goethe, detalle desde luego desconocido por Schubert. Sobre poemas de poetas menores, Schubert compuso algunos de sus mejores Lieder (i.e. los ciclos de La bella molinera y el Viaje de invierno, Serenata, Auf dem Wasser zu singen, An die Musik, etc.). De su copiosa producción de Lieder se puede además construir un interesante patrón de temporalidad creativa por parte de Schubert, quien puso fecha a todas sus composiciones (aunque no pocas veces las dejara olvidadas en casa de sus amigos y parientes). Su máxima productividad cae claramente en la primavera (como los canarios, ver texto de Julio Sotelo) y en el otoño. A los copiosos años 1814, 1815, 1816 sigue un relativo silencio de Lieder durante cuatro años en los que Schubert probó suerte —infructuosamente— en el campo de la ópera. También se ha hecho un análisis muy rico con los Lieder de Schubert entre el tipo de poesía y el resultado final en su matrimonio con la música. Como en la vida real, algunos matrimonios fueron más felices que otros. No cabe duda que el epitalamio fue más afortunado con poemas del desdeñoso Goethe que con los de su consentido Schiller, y no se diga con los seis poemas de Novalis, el tercer gran pilar de la lírica romántica alemana. Y, cosa aún más rara y aún no explicada: la abstención de componer Lieder con poemas del poeta de la poesía, el inefable Hölderlin. No sabemos si Schubert conoció su magnífica poesía pero podemos suponerlo, dado el círculo de amigos que Schubert frecuentaba y donde abundaban los poetas, si no famosos, sí muy cultos. El hecho es que a pesar de ser su contemporáneo, Hölderlin no figura entre los 110 poetas utilizados por Schubert. Georgiades, el gran musicólogo de Munich, tiene una explicación intrigante. Señala que mientras Goethe deja amplios espacios abiertos (identificables por musicólogos) para dar paso a la música, con Schiller y con Novalis estos espacios se estrechan, y desaparecen definitivamente en la poesía de Hölderlin, quien al poetizar en espíritu helénico hasta los últimos rincones del idioma, ya no da cabida, ya no necesita a la música. Resulta curioso imaginarse que el loco de Tübingen —Hölderlin— pasara sus últimos 36 años de enajenación mental encerrado en una torre a orillas del río Neckar, frente al piano, tocando extraños acordes y balbuciendo frases incomprensibles. Quizás en su sublime locura, Hölderlin estuvo más cerca que nadie de desentrañar el profundo misterio del balance entre la poesía y la música. No debe extrañarnos, por último, que el manantial melódico que Schubert capta originalmente en sus Lieder, encuentre luego el camino hacia su música instrumental. Los frecuentes ejemplos podrían llenar libros. Baste citar aquí los casos más conocidos: La trucha, La muerte y la doncella y El caminante (Wanderer). Cabe señalar aquí también la riquísima veta que podrían ser los Lieder de Schubert para la moderna exploración neurofisiológica de los estados de ánimo (tristeza, alegría, zozobra, euforia, desasosiego, luto, pasión, impaciencia, etc., etc.) por su consistente empleo de ciertas tonalidades y sobre todo modos (mayor y menor) —y no olvidemos que Schubert es el maestro consumado del cambio de tonalidad a tonalidad, hasta seis veces en una misma y breve composición— para darles la más convincente expresión. Esta simbología tonal colectiva, ¿es herencia cromosómica o extra-comosómica (cultural), posiblemente más legítima, más genuina que la expresión en palabras? Las tonalidades mayores suelen ser felices, exuberantes, alegres, eufóricas, entusiastas, en tanto que las menores suelen ser sombrías, tristes, depresivas, fúnebres, desesperadas. Si se le pregunta a un músico “¿por qué es eso?”, éste suele responder “porque sí”. Razón de más para investigar ya, neurofisiológicamente, el fenómeno. Sin quitar méritos a sus joyas instrumentales, el Lied sigue siendo la esencia, el meollo de la obra de Schubert. El Lied, vehículo perfecto de ese misterio que es la melodía, explica mejor que nada lo que dijera Hans Gal, uno de sus mejores biógrafos: “La música de Bach se admira, la de Mozart se disfruta, la de Beethoven se reverencia, pero la de Schubert se ama. Quizá por la magia eterna de su melodía”.