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Uno Ni mi nombre, ni quién soy, ni lo que hago, ni dénde vivo, son importantes en esta historia. Pude haber sido yo u otro médico, y pudo ha- ber sucedido aqui o en otra parte. En ocasio- nes, los detalles son tan insignificantes que no hacen sino confundir lo més esencial, el tono, la forma y el fondo de lo que se esta intentando contar. Sin embargo, imagino que es necesario que diga, al menos, c6mo me llamo y a qué me dedico. De esta manera todo sera mis com- prensible. Y al llegar al final... que cada cual examine su propia conciencia. Los casos médi- cos suelen ocupar poco espacio en los medios de comunicaci6n, salvo que sean extremadamente sensacionalistas. Son meras noticias, a veces en las secciones de sucesos. Nada mas. 12 Este se inicié como un caso médico. Me Ilamo David Rojas y soy psiquiatra. Trabajo en un hospital como ese que tienes cer- ca de casa 0 ese otro que conoces de vista o por haber ido alguna que otra vez a ver a alguien o para que te curaran una herida. Es todo lo que necesitas saber, salvo, quizé, que me gusta lo que hago, me gusta profundizar en aquello que menos conocen: su mente. Si a alguien le duele el est6mago, es que ahi dentro algo no va bien, y si a alguien le duele un pie, exactamente lo mismo. Pero hay muchas personas que tienen males en la cabeza que no les duelen y que no se pueden curar con aspirinas. Hay males tan in- teriores, tan especiales, que en la mayorfa de las ocasiones ese ser humano es ajeno a su enfer- medad. La sociedad les llama, entonces, locos. Y ya se sabe que los locos han de ser encerrados en esas carceles situadas en el mds alla de la raz6n que son los manicomios, aunque nosotros los Ilamemos sanatorios mentales. Aquel dia de primavera yo estaba en mi despacho del hospital, poco antes de mi ronda de visitas y de las sesiones de terapia individual que mantenia con determinados enfermos. Los médicos que operan a alguien del est6mago sa- ben donde buscar cuando abren el cuerpo de su paciente. Los psiquiatras no podemos abrir la 13 cabeza del enfermo, y aunque pudiéramos, eso no servirfa para nada, porque el mal no esté a la vista. Asi que nuestras operaciones consisten en largas charlas, preguntas, respuestas, tiem- po. Y no siempre logramos curar. A veces, eso es lo mas triste. Digo a veces porque, para los antiguos, las viejas civilizaciones y, todavia, alguna que otra en la actualidad, los locos son tratados como seres privilegiados, personas ilu- minadas, personas con un don maravilloso. Asi que se les respeta y venera. Nuestra sociedad, por suerte o por des- gracia, ,cOmo saberlo?, es distinta. La puerta de mi despacho se abrié a eso de las doce y cuarto y por ella aparecié mi en- fermera, Nandra —en realidad se llamaba Ale- jandra, pero desde nifia la habian llamado asi—. Se acercé a mi mesa y esper6 a que yo levantara la cabeza y le preguntara qué querfa. Nada mas verle los ojos me di cuenta de que su expresi6n no era la habitual, la que yo solfa conocer y ala que estaba acostumbrado. Nandra era una chica hermosa, iba a casarse en unos meses, y si la tenfa conmigo era por su eficiencia tanto como por su animo, siempre dispuesto 0, mejor dicho, predispuesto a la alegria. Mis pacientes necesi- taban tanto de esto como de lo que yo pudiera hacer por ellos. 14 — Qué sucede? —quise saber al ver que ella no hablaba. —Han trafdo un nifio —fue lo primero que me dijo. Lo encontré anoche la policfa mu- nicipal vagando por la calle, solo y perdido. —Y qué ha dicho? —Nada. No habla. — Es mudo, tiene un shock...? —Sera mejor que lo veas ti mismo. Nandra no solfa impresionarse ni afectar- se por casi nada. No es que tuviera el corazén duro o Ilevara tantos afios tratando con personas enfermas de la cabeza que ya se hubiera insen- sibilizado. Para ella lo importante era ser fuerte ya que, solo asf, lo sabfa, estarfa en disposicién de dar lo mejor de sf misma a los demas. Yo la habia visto llorar por alguien, afectada o im- presionada, pero al siguiente paciente lo trataba con la misma dindmica e intensidad, el mismo carifio y determinacion. Si ella inundaba su ros- tro con aquella mascara de gravedad, signifi- caba que nuestro nifio perdido era singular. {Hasta qué punto? Lo supe en cuanto é] atravesé la puerta de mi despacho. Dos Tendrfa unos siete afios de edad, aunque reco- nozco que me equivoqué porque en aquellos dias yo esperaba mi primer hijo y no era lo que se dice un experto en criaturas. Pensé que ten- dria siete afios porque era muy pequefio, menu- do, extremadamente delgado, casi como los ni- fios que podemos ver en cualquier informativo de la televisi6n, cuando se habla de campos de refugiados o de los horrores de cualquier gue- tra. Vesta unos pantalones cortos, una camise- ta que en otro tiempo debid de ser de colores y unas zapatillas sin calcetines. Iba sucio, muy sucio, Ilevaba el cabello largo, muy largo, y su piel era blanca, muy blanca. Tan blanca que... Llevaba gafas oscuras, unas enormes ga- fas oscuras. —Quitale las gafas —le pedi a Nandra. 16 Mi enfermera, en lugar de hacer lo que yo le pedfa, caminé hacia la ventana de mi des- pacho, baj6 la persiana exterior y corrié las cor- tinas, dejando la estancia en una semipenumbra tan notable que estuve a punto de encender la luz de mi mesa. Ella misma lo impidid. —Esta mafiana —me dijo— casi se ha vuelto loco con la luz del sol. Parecia afectarle mucho. —jLo han Ievado al oftalmélogo? —No. Miré al nifio. Empezaba a moverse, como si en la semioscuridad pudiera ver mejor dénde se encontraba. Su cuerpo no se movia, pero su cabeza si. Pese a ello, lo mas sorprendente sucedié cuando Nandra le quit6 las gafas. Entonces El nifio parpade6é un par de veces, como si to- davia el «exceso» de iluminacién le afectara mucho. Pero su siguiente accién fue mas reve- ladora. Y como reveladora quiero decir que me dej6 asombrado. En cuanto pudo centrar los ojos en mi, se eché hacia un lado y se protegiéd detras de una butaca. No se escondi6: al con- trario, sac6 una mano y fingié dispararme con algo, como si jugara, como si sostuviera una imaginaria pistola. Al ver que no sucedfa nada, 17 se miré la mano y, luego, asombrado, empez6 a observar el lugar donde se encontraba. Tocd la mesita contigua ala butaca, igual que si estu- diara su textura. Tocdé el suelo. Tocd la pared. Nandra no se movia. Yo, tampoco. Jamas ha- bia visto nada igual. Cuando me levanté, el nifio hizo algo mas: dio la sensacién de medir atentamen- te la habitacién y, finalmente, se precipité en direccién a la puerta por la que hab{a entra- do. Nandra le impidié salir y tuvo que hacerlo con fuerza, aunque no con violencia, porque el nifio, al sentirse atrapado, se debatié entre sus manos. De sus labios no salid un solo sonido. —jComprendes ahora? —me pregunté mi enfermera Ilevandolo hasta mf. Comprender, comprendia, pero no mucho mis de lo que era evidente. Aquel nifio estaba solo, desorientado, desnutrido, con serios des- ajustes mentales y ffsicos. Y no podfa ser debi- do aun shock tinico y reciente. Su piel blanca, su delgadez, todo hacfa suponer que venfa de muy lejos. Posiblemente de unos aiios atras. Lo miré y me mir6. Lo que yo vi fue una carita redonda, de labios delgados, nariz afila- da, ojos firmes. 19 Y lo que él vio a través de esa firmeza me hizo darme cuenta de que no me tenia miedo, sino respeto, precauci6n. El miedo es una de las manifestaciones mas evidentes en la mirada de cualquier enfermo mental. Miedo a lo desconocido por sentirse in- ferior, esclavo de su debilidad. Aquel nifio me desafiaba, pero no vi odio ni rechazo. Me estu- diaba a mi tanto como yo le estudiaba a él. Abri un cajén de mi mesa. Lo observé. Se puso tenso y su mano derecha volvi6 a afe- rrarse a una pistola imaginaria. Cuando saqué un caramelo del cajén y se lo di, no lo co- gid. Lo miré frunciendo el cefio. Se me antojd que era la primera vez en su vida que vefa un caramelo. Fue una rara sensacién por mi parte. Asf que yo mismo se lo desenvolvi y se lo puse en los labios. Su primera reaccién fue de recha- zo. Luego, ante mi insistencia, dejé de agitar la cabeza y moverse entre los brazos de Nandra. Asomé una punta de sonrosada lengua entre sus labios, lo lamié y acabé abriendo la boca. Se lo introduje dentro. Entonces pronunci6 su primera palabra. —Mas. Nandra y yo nos miramos. 20 Los dos comprendimos que pasara lo que pasara en el cerebro de aquel infeliz, nuestra tarea iba a ser ardua si querfamos obtener una respuesta sobre lo que le habfa sucedido. Tan ardua como, a lo peor, prolongada. Tres Era la primera vez que le pedia a Nandra que se quedara conmigo. La necesitaba. Evidentemen- te podia yo s6lo con él, pero me pareci6 mejor dejarle el trabajo «sucio» a ella, si es que lo iba a haber, para que a mi me viera como un amigo o aliado o lo que fuera. De esta forma tinicamente yo hablaria y tratarfa de atravesar aquella mura- Ila que le aislaba del mundo exterior. El carame- lo fue el primer paso. El segundo fue sentarle en una butaca, nada de divanes, y hablarle despacio y con ternura, pues en seguida me di cuenta de que estaba muy necesitado de carifio. Cogf un segundo caramelo de mi mesa y se lo mostré. El nifio abrid la boca; no hizo nada por cogerlo. Sélo abrié la boca. — Puedes entenderme? Siguié con la boca abierta. w wo — Cémo te llamas? Permanecié igual. —Yo soy David y ella es Nandra. No queremos hacerte dafio. Nada. No tuve mas remedio que darle el segundo caramelo. Repeti la operacién, se lo puse en la boca y lo mastic6 con avidez, mas por hambre que por tratarse de una golosina. Mientras lo hacia, volvié a mirar mi despacho, unas veces con el cefio fruncido, otras como si estudiara la forma de escapar, porque, inevita- blemente, sus ojos acababan en la puerta. —;Sabes algo de ti mismo? Me miré6 fijamente. — iY tus padres? ;Ddénde vives? Era como hablarle a una piedra, asi que Nandra se sent6 a su lado y le cogi6 una mano. El nifio se estremecid y hundié en mi enfermera Sus Ojos extrafios, unos Ojos que daban la sensa- ci6n de ver sin ver y de percibir sin diferenciar. Primero se fij6 en su rostro, luego en su pecho. Lo que hizo después fue tan extrafio como todo su comportamiento previo: con su mano libre le toc6é los labios, luego... el pecho. Nandra no se movi6, le dej6 hacer. La impresi6n era tan fuerte como evidente. Parecia ser la primera mujer que vefa en su vida o, al menos... La mano del nifio se hundié en el pecho de Nandra. 23 Debi6 de gustarle esa sensaci6n blanda. Repitid su accién. Después, la miré. Nandra le habl6 por primera vez como lo hubiera hecho yo mismo. —Somos amigos, no queremos hacerte dafio. gSabes hablar? EI nifio asintié con la cabeza. —Yo me llamo Nandra, ya lo has ofdo. Nos gustarfa saber cémo te Hamas tt. —Tti —asintié de nuevo el pequefio. Era lo primero que decia, es decir, lo primero respondiendo a una pregunta direc- ta, porque el «mas» de antes habja sido otra cosa, un impulso; asf que nos causé una bue- na impresi6n. En nuestro trabajo, un pequefio paso es, a veces, un salto de gigantes. Mi en- fermera suspir6 y sonri6 satisfecha. Continuéd acariciando la mano de nuestro paciente y, luego, hizo lo mismo con la cabeza. El nifio la olid al sentirla tan cerca. Nandra siempre olfa muy bien. —j Bien! Sabes hablar —dijo ella—. Di- nos algo, lo que quieras. —Posicidn dos cuadrante siete. Segunda vida. Busco camino de regreso. Fue toda una frase, pero lo que es noso- tros nos quedamos igual que antes. Nandra y 24 yo intercambiamos una mirada répida. El €xi- to de haber conseguido que el nifio hablara se empafaba de momento por el incomprensible significado de sus palabras. —jCémo te llamas? —insistf yo. —Tt —repiti6 el nifio tras mirarme lar- gamente por espacio de unos segundos. La primera vez habfamos crefdo que re- petfa la ultima palabra pronunciada por Nan- dra. Ahora nos dabamos cuenta de que no era asi. — Tt, ven, come, quito, mierda, Juan, calla, calla, a dormir, cochino... Me dejé caer hacia atras. Era demasia- do para mi, porque no tenfa nada que ver con cuanto habfa visto en mis afios ejerciendo la profesién. Las respuestas del nifio eran inco- nexas, pero resultaba claro que ahora él estaba tratando de comunicarse con nosotros, pues lo que decia tenfa un sentido en sf mismo, y si no lo entendfamos tal vez fuese nuestro paciente el que pensase que nosotros estabamos locos. Como cuando alguien te habla en una lengua que no entiendes se sorprende de que no le en- tiendas, asf que te lo repite igual, pero mas des- pacio. Y entonces atin se sorprende mas de que sigas sin entenderle. 25 — Qué es «Posicién dos cuadrante sie- te, segunda vida, busco camino de regreso»? —pregunt6 Nandra. —Clave —dijo el nifio—. Variacién ga- ldctica. {Esto es una interfase? — Interfase? —Punto de inflexién. ,Enemigos? —Nosotros somos amigos —traté de aclararle yo. Entonces él me miré fijamente, y en sus ojos cref intuir ahora algo mds de lo que hasta ese momento habia visto en ellos. Fue algo se- mejante a una stiplica lo que pude interpretar. —Quiero volver —pidié el nifio. — ,Ad6nde? —quise saber yo. —Casa. —;Cual es tu casa, dénde vives? Pensdbamos que esto podfa ser el inicio de su camino, pero todo se vino abajo con su gesto, con su inesperada reaccidn: el nifio le- vanté su mano derecha y, con el dedo fndice muy rigido, sefial6 el techo de mi despacho, luego la puerta y la ventana y, de nuevo, el techo. ives en un lugar alto? —intenté ave- riguar. Permaneci6 inmdvil, apuntando hacia arriba. — Una montaiia quiza? 27 Su dedo indice parecié subir mas y mas. — EI... cielo? —vacil6 Nandra. Y Ilegd la respuesta final. —Andrémeda...

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