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No hay más que ver a todas horas que cuando se menciona el deporte, por
encima de toda consideración, se hace referencia al fútbol. Pero en la mayoría de
los casos ni siquiera se trata del fútbol, sino de toda la farándula que rodea a este
deporte, siendo que, además, las referencias al juego son absolutamente
marginales: estrellas, resultados económicos, clasificatorios, incidentes, accidentes,
manipulación de símbolos, y millones, muchos millones, son el pan de cada día en
la liturgia deportiva que ofician todos los medios.
La empresa de apuestas mutuas que comparten los amos del fútbol con los
medios de comunicación -la televisión a la cabeza- ha transformado este deporte
en el mayor espectáculo de masas de nuestro tiempo, descubriendo un filón de
recursos económicos que no conoce límites. A cambio de convertirse en un
fenómeno social de alcance planetario, en detrimento de otras categorías y
deportes, el fútbol profesional se ha sometido a la tiranía del mercado.
En esta carrera desbocada, las sociedades anónimas que llevan las riendas del
negocio manejan presupuestos escandalosos cuyo exponente más significativo son
los fichajes de las estrellas. Los equipos hipotecan su identidad y patrimonio en
manos de un puñado de jugadores, confiando en su capacidad resolutiva y en su
imagen carismática para alimentar el delirio de una afición que comienza a dar
muestras de desapego hacia sus clubes de toda la vida.
La miopía estratégica que guía de un día para otro la gestión del fútbol
conduce a la zozobra económica de la mayoría de las entidades deportivas. Incluso
las más poderosas se han visto envueltas en una peligrosa huida hacia delante,
acumulando nuevos fichajes multimillonarios, a pesar de la amenaza evidente de
quiebra técnica que pesa sobre estas empresas.
El coste que puede tener una secuencia cada vez más breve de partidos con
resultado adverso -dramatizado hasta la histeria por el sensacionalismo instalado
en la mayoría de los medios de comunicación- provoca crisis periódicas que, a
menudo, se conjuran mediante el despido fulminante del entrenador. La movilidad
de los actores, y la inseguridad que provoca un régimen productivo tan inestable,
crea una preocupación obsesiva por el resultado de cada partido, empobreciendo
la actuación de los equipos, volcados en destruir el juego antes que en su
creación.
Esta impaciencia estructural actúa como una especie de camisa de fuerza sobre
los profesionales que buscan amarrar el encuentro, utilizando para ello las artes
más comunes, y renunciando a cualquier alegría en el juego, considerada un
riesgo innecesario. Para sacudirse el miedo de encima, se aplica una terapia de
choque extremadamente conservadora y netamente defensiva, de manera que
equipos muy distintos en su potencial de juego recurren a los mismos patrones
que dicta la moda del momento.
Hay motivos suficientes para pensar que esta metamorfosis del fútbol
profesional puede debilitar la fidelidad no sólo de técnicos y jugadores, sino
también de los aficionados, provocando un distanciamiento de sus clubes
respectivos. La identificación con los colores del propio equipo pasa a ser más
volátil, en sintonía con el pragmatismo dominante y el dominio indiscutible de la
lógica mercantil, representados por la sacralización del éxito, el miedo al fracaso, y
el endiosamiento de las estrellas fugaces.
En estas edades, el mimetismo del fútbol adulto pasa por alto una regla de oro
en la educación: siempre son más importantes los niños y su formación, que la
actividad que realizan. Tampoco se debe olvidar que la maduración de estos
jugadores es inseparable de su propio crecimiento emocional y su formación
integral como personas. Se trata, por tanto, de hacer el fútbol a su medida, en
lugar de forzar una adaptación de los pequeños a una actividad que no ha sido
pensada para ellos y que, en lugar de animarles, puede frustrar su aproximación al
deporte.
Los más sacrificados, la mayoría de los que consiguen superar todas las
pruebas, se han hecho jugadores con sistemas muy dirigidos que domestican su
inteligencia futbolística, poniéndola al servicio de la concepción del equipo y los
patrones de juego preestablecidos que maneja el entrenador. De esta
manera, una enseñanza formal tan prolongada desde la más tierna
infancia -muy distinta del aprendizaje informal en la calle que sucedía
hace apenas unos años- puede retraer el talento individual de tantos
jugadores, que adolecen con frecuencia de un estilo muy estandarizado.
La aplicación de pedagogías tradicionales centradas en la transmisión, a
todos por igual, de aquello que han de aprender, produce una clonación
de jugadores que integran colectivos con un rendimiento enorme a corto
plazo, pero excesivamente previsibles, para satisfacer las exigencias de
flexibilidad y excepcionalidad individual que reclama la elite del fútbol.