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Tengo una amiga pastora. Claro, ella es protestante. Yo, en cambio, soy católica. Pero nos entendemos muy bien. Siendo
cristianas las dos, coincidimos en muchas cosas fundamentales. En otras, tenemos convicciones bastante opuestas. Nos
gusta discutir justo sobre estas últimas, sobre nuestras convicciones opuestas, aunque sepamos de antemano, que esto
no tiene ningún efecto fulminante.
Un tema espinoso
Las dos somos suficientemente fuertes para no vacilar ante cualquier argumento nuevo, y somos demasiado débiles
para tirar a la otra hacia nuestro lado. Sin embargo, salimos ganando las dos en nuestras conversaciones: porque
hacemos el esfuerzo de demostrar el propio punto de vista con claridad; y aprendemos a escuchar de verdad. Esto nos
lleva a tener cada vez más respeto y cariño por las personas que piensan de un modo diferente a nosotras.
El otro día, charlamos sobre el sacerdocio femenino. Es uno de nuestros temas favoritos. Comprensible, si estás tomando
el té con una pastora protestante. "Por qué –me pregunta mi amiga con una sonrisa de triunfo– no puede haber mujeres
sacerdotes en la Iglesia católica? ¿Son las mujeres incapaces para este cargo?" Mi protesta es rotunda. "Esta no es la
razón," afirmo.
Realmente, mi amiga misma es un ejemplo vivo de que esto no puede ser la razón. Ella demuestra que las mujeres, en
principio, pueden realizar todas las funciones que competen a los buenos sacerdotes: gobierna su parroquia
soberanamente, enseña la doctrina cristiana con acierto y habilidad, sabe consolar, animar, corregir y alentar… Otras
mujeres están al frente de grandes países, ganan premios Nobel y deciden sobre la suerte de innumerables personas.
Son ministras, jueces, médicos y educadoras estupendas. Pero no tienen acceso al sacerdocio en la Iglesia católica. ¿Por
qué?
"No son incapaces las mujeres –resume mi amiga– pero se las considera así." Su mirada me descubre que ya está
disfrutando su victoria. Me apresuro a decir que tampoco ésta es la razón. La Iglesia católica no desprecia a las mujeres.
Al contrario, destaca su valor y sus capacidades. ¿No se ha mostrado el mismo Papa Juan Pablo II como uno de los más
grandes defensores de la libertad y justicia para las mujeres en todo el mundo? Con respecto a la IV Conferencia Mundial
para las mujeres, en Pekín, lo hizo con tanta fuerza y delicadeza, que incluso algunas de las feministas más radicales se
quedaron impresionadas. El Papa Benedicto XVI expresa las mismas convicciones, como lo demuestra su reciente
defensa de la mujer en un país musulmán como es Jordania.
Luces y sombras
"Es verdad que, hoy en día, se descubre de nuevo cómo la fe cristiana aprecia a las mujeres –concede mi amiga–; pero
esto no fue siempre así. En las épocas pasadas, las mujeres tenían que sufrir mucho, también las mujeres cristianas." Me
quedo pensativa. "Esto pertenece a nuestra herencia común," contesto e invito a mi amiga a hacer un breve recorrido
histórico.
Ya en la antigüedad, la situación de la mujer fue lamentable con frecuencia. Pero, con la venida de Jesucristo,
experimentó un cambio radical. Jesús conciliaba a los hombres con Dios y entre sí. Demostró en el trato con las mujeres
una gran libertad frente a las rígidas convenciones de su sociedad. Su comportamiento fue siempre sencillo, espontáneo,
natural.
Cristo aceptó a las mujeres como cooperadoras en su obra redentora: hablaba con ellas sobre cuestiones que, entonces,
no se solían discutir con mujeres, y les reveló misterios divinos profundísimos. La gente se asombraba, se desconcertaba
y se escandalizaba, y hasta los discípulos se admiraban. Pero todo eso no preocupaba a Cristo, que había llegado para
liberar a la humanidad.
En los siglos siguientes, la Iglesia hizo mucho bien a las mujeres. Las capacitó para salir de dependencias humillantes,
propias de algunas culturas paganas; las tomó en serio como personas creadas para Dios, no para el varón; las instruyó
para ser maestras y consejeras competentes.
Pero a pesar de esto, hay que confesar que había también desviaciones notables. Algunos teólogos católicos
consideraron a la mujer como un "ser imperfecto", y es conocido aquel discursillo de Lutero que dice: "Las chiquillas
aprenden a hablar y a andar antes que los muchachos, porque la mala hierba crece siempre de manera más rápida que
la buena." Nos reímos, y mi amiga afirma: "Realmente, esto pertenece a nuestra herencia común. Nuestros grandes
antepasados no siempre acertaron, pero conviene tener en cuenta de que eran hijos de sus tiempos. En las sociedades
civiles de aquellas épocas, las mujeres fueron mucho menos apreciadas que en nuestras Iglesias."
Otra vez, estoy completamente de acuerdo con ella. Creo que, mientras más nos fuimos apartando de las ideas
genuinamente cristianas, más se divulgó una cierta minusvaloración de la mujer. Las sociedades se volvieron misóginas
precisamente en la medida en que se fueron apartando del mensaje original de Cristo. El pensador alemán Lessing, por
ejemplo, reflejó muy bien la actitud de los ilustrados frente al sexo femenino, cuando escribió: "Una mujer que piensa
es algo tan repugnante como un hombre que se maquilla."
¡Menos mal que vivimos hoy! Nos divierten estos versos bobos aunque, ciertamente, eran una fuente de amargura y de
pena para algunas de nuestras bisabuelas. Hoy, podemos pensar cuanto queramos, podemos influir directamente en la
vida política y social, elegir la profesión que nos guste…
Llegando a este punto, mi amiga comienza de nuevo: "Pero, cuéntame, ¿cómo es posible que tú aceptes que las mujeres
no pueden ser sacerdotes en la Iglesia católica? Piensas lo mismo que yo en todo lo referente a la mujer y su
emancipación. Me parece que ¡incluso vuestro Papa piensa lo mismo!"
Lo más importante
Mi amiga me mira abiertamente. "Si tu fe lo permitiera, ¿te gustaría ser sacerdotisa?" Ahora, me toca a mí sonreírme.
"Nunca me lo planteé," le contesto. "Estoy muy a gusto en mi situación. Creo que cada persona tiene su tarea, su función
específica, y todo trabajo tiene valor. ¿No has dicho tú misma, en tu último sermón, que no se puede plantear todo
desde la perspectiva del prestigio y de la ofensa? Los mayores en el Reino del Cielo no son los que ostentan cargos; ni
siquiera los que han recibido una dignidad inmensa, como es el caso del sacerdocio católico. Los mayores son los santos."
"Entonces, ¿me consideras una feminista histérica y orgullosa?" Esta vez, la respuesta es muy fácil. "Seguro que no,
porque te conozco; sabes que te estimo mucho. Tienes otras creencias que yo, según las cuales no me parece tan absurdo
que las mujeres se ordenen… ¿Y tú me consideras una antifeminista perdida?"
Mi amiga me da la mano, un gesto casi teatral: "¡En absoluto! Actúas según tu conciencia religiosa y no deberías hacer
otra cosa. Además, en cierto modo, tienes razón. El sacerdocio no ha de plantearse desde la perspectiva de la
emancipación. No es un premio ni un privilegio para quien lo recibe, sino una llamada a olvidarse de sí y servir a los
demás... A lo mejor, tendríamos que dar un testimonio más convincente de ello." – "Conozco muchos que lo hacen
admirablemente," digo con sinceridad.
Sean lo que fueran las diferencias confesionales entre nosotras, coincidimos en una verdad básica: pertenecer a Dios y
amarle, es la vocación de todo cristiano, sacerdote o laico, varón o mujer. Cada uno es llamado personalmente por su
nombre; cada uno ha de dar una respuesta individual. Lo que decide, en última instancia, sobre su grandeza interior,
no son los cargos ni los títulos o premios; no es la tarea que desempeña en este mundo. Es la unión íntima y personal
con Jesucristo.
Jutta Burggraf fue profesora de teología en la Universidad de Navarra hasta su fallecimiento en 2010