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Bede A G72 fe 2 Francisco Ayala Letras Hispanicas Conseyo pron: Francisco Rico . Domingo Yadurdin . Gostavo Domningez x { } aS La cabeza del cordero & Edicién de Rosario Hiriart SEGUNDA EDICION Aplge CATEDRA LETRAS HISPANICAS Proemio A los veinte afios, uno esctibe porque le divierte, y zpara qué més justificacién? A los cuarenta, ya es otra €osa: hay que pensarlo; pues seria absurdo agregar to- davia, porque sf, un libro més a la multitud de los que, esante y desconcertadamente, apelan al ptiblico, sin motivos que aspiren a valer como razonables fuera del particular gusto y gana del autor. Yo, ademés, no podria invocar siquiera Ia mediocre razén de la carrera literaria; yo no hago carrera literatia, ni apenas —me parece— el ejecicio de Ia literatura puede valer como una catreta entre nosotros. Y aunque nadie negaria titulos profe- sionales a quien irrumpié, adolescente, en el campo de las letras para nunca desde entonces abstenerse de pu- blicar esctitos bajo su firma, lo cierto es que en el escalafén correspondiente no he mostrado —lo confie- s0— ni continuidad satisfactoria ni excesivo celo funcio- natio. Al contrario: he procurado sustraerme al enca- sillamiento; be desdibujado adrede, una vez y ota, mi perfil péblico; y, volviendo en mi siempre de, nuevo; he renunciado alas ventajas, comodidades y tranquilo ptogreso que son premio de quienes, ficles a un pro- totipo de actuacién social, ni inquietan a los demds, una vez adoptado, ni se inquietan mayormente ellos mismos.. Serfa equivocacién —me adelanto— entender como alarde estas palabras. Expresan —simplemente, y quizd con pena, con nostalgia— la condicién a que me ha forzado un mundo en disloque: otras circunstancias me hubieran 3? hecho hacer otra figura; pero cada cual es hijo, tanto como de sus obras, de su tiempo —las obras engendran la figura del autor en la matriz del tiempo. Avlos dieciocho afios escribi una novela —su fecha de edicién, 1925— que fue saludada en Madrid con buenos auspicios; se titulaba Tragicomedia de un hombre sin espiritu y eta fruto de lecturas voraces y diversas. Al afio siguiente, una segunda novela, Historia de un amanecer, recibida con el demasiado normal comentario de la critica, me dej6, tras de publicarla, insatisfecho, desorientado y persuadido a buscar nuevos caminos. Si antes habia lefdo en confusién los clésicos, los romén cos, Galdés, el 98 y sus epigonos, Pérez de Ayala, Gabriel Mir6, ahora, y sdlo ahora, entré en contacto con los grupos lamados de vanguardia, y me puse a tantear algo por mi propia cuenta. Varias fantasfas elimentaron en- tonces relatos que —antes de aparecer, algunos, recogidos en volumen— publicé la Revista de Occidente; relatos «deshumanizados», caya base de experiencia se reducia a cualquier insignificancia, 0 vista 0 sofiada, desde Ja que se alzaba la pura ficcién en formas de una ret6rica nueva y rebuscada, cargada de imagenes sensoriales. eQuign no recuerda la ténica de aquellos afios, aquel impévido afirmar y negar, hacer tabla rasa de todo, con el propésito de colistruir —en dos patadas, digamos— un mundo nuevo, dindmico y brillante? Se habla roto con el pasado, en literatura como en todo lo demés; los jévenes tenfamos Ja palabra: se nos sugeria que la juventud, en sf y por sf, era ya un métito, una gloria: se nos invitaba a la insolencia, al disparate gratuito; se tomaban en serio nuestras bromas, se nos queria imitar... El balbuceo, la imagen fresca, o bien el jugueteo irres. ponsable, los ejercicios de agilidad, la eutrapelia, la ocu- rrencia libre, eran as{ los valores literarios de més alta cotizacién *. 1 Estas palabras del autor han dado lugar a muchos comen tarios. A veces han sido interpretadas como un repudio, por su parte, de sus escritos de la época vanguardista, o cual no ¢s cierto. Ayala ha afirmado: «Se han tomado con exagetacién clertas frases de mi proemio a La cabezs del cordero, interpreténdolas 58 Pero, a'la vez que mi juventud primera, pasé pronto la oportunidad y el ambiente de aquella sensual alegria que jugeba con imagenes, con metéforas, con palabras, y. se complacia en su propio asombro del mundo, divir- tiéndose en estilizarlo. Todo aquel poetizar florido, en que yo hube de participar también a mi manera, se agost6 de tepente; se ensombrecié aquella que penssbamos aurora con la gravedad hosca de acontecimientos que comenzaban a barruntarse, 'y yo por mi, me reduje a silencio, Requerido —crefa— por otras urgencias ¢ in- terés, pero sin duda bajo la presién de una causa més ptofunda, puse tregua a mi gusto de escribir ficciones, y acud{ con mi pluma al empefto de dilucidar los temas penos{simos, oscuros y desgraciados que tocaban a nues- tro destino, al destino de un mundo repentinamente des- tituido de sus ilusiones. Recuerdo bien que un hispanista alemén, excelente amigo cuya suerte ulterior ignoro, Walter Pabst, que habia colaborado desde su pais con un libro admirable a nuestro combative y vindicador centenario de Géngora, interpreté en un articulo la que en el sentido de que yo condenara lo hecho en aquel entonces, © renegara de ello, No hay tal. La fase vanguardista habia sido para mi cosa muy positiva, y est sin duda incorporada a cuanto después he escrito. Creo decir verdad si afirmo que gracias a ella me he seatido en libertad frente a Ia creacién literaria, libre incluso de la propia estética vanguardista, y en franqufa para buscar po: mi mismo en cada caso y ante cada proyecto los medios de expresién que mejor le convenfan. Si me he sentido libre de pteceptos y modelos, ha sido en gran medida gracias a la vanguardia. como digo, Ia vanguardia me liberé, incluso. de ella misma...» (Conversaciones con Francisco Ayala por Rosatio Hiriart, libro de préxima aparicién en Espasa-Calpe.) = En una entrevista reciente que hiciera a Francisco Ayala Enna Brandenberger, nuestro autor recuerda al hispanista alemén: (1930), relato que pertenece libro Cazador en el alba, sesge Ayaly ent mobos Hecet (Angel del Rio: «La guerra civil y sus consecuencias», Historia de {a Iterarura espatola, Nueva York, 1963, tomo II, pgs. 353-354) © André ;, L’Espoir, Patis, 1937. 7 Emest Hemingway, For Whom the Bell Tolls, Nueva York, 1940. A propésito del fibro de E. Hemingway, Por quién doblan las camspanas, esctibi6 Ayala un ensayo, «La excentricidad hispana © la Espafia de- Hemingways, donde’ se refiere al enfoque de la Guerra, Civil espafiola que hace este autor norteamericano: «... se libro cumple la triste proeza de reunir y hasta fundir en una sola pieza las dos direcciones, opuestas y, al parecer, inconciliables, en que —segiin queda dicho— suele nuestra extra vagancia extraviar al extranjero: la de lo pintoresco, baj signo de una embobada placidez, y 1a de lo tenebroso, bajo el signo del horror... de ese tema nos sirve Hemingway un testi- monio de espantosa frivolidad, tanto més evidente por ser un ‘estimonio rendido en espititu’ de simpatfa... da el cutioso re- sultado de que, segin la fabula, en. de Espaiia_no Cupiera a Jos copaficles mismos otto papal que al'de elemento 64 (unas circunstancias que, bajo el titulo de «Para quién escribimos nosotros» *, procuraba estudiar yo en mi alu- dido articulo) han impedido que la Guerra Civil, experien- cia central de mi generacién, ingrese de leno en la literatura, con toda Ja pujanza'y dignidad que a primera vista le corresponde. Las novelas que ahora doy al piblico® abordan el pa- voroso asunto, y quieren tratarlo —no en vano he dejado transcurrit un decenio antes de intentarlas— en forma tal que excluya todo elemento anecdético... Pero —me perturbador, dificultosamente manejado por abnegados e inteli- Bentes extranjeros; pues resulta disculpable que un literato en Visita cuyo campo de movimiento esté limitado por las cizcuns- tancias especiales y que ha de actuar dentro de los circulos de corresponsdles de prensa y observadores militares, adquiriendo aht sus datos, incurra en ia ilusién éptice de lar las pro- Borlones de ie primer plano yalvide levar a exbo la corescién ‘que imporen je Ia perspectiva, no es 0; es0 serd lamentable, a lo sumo, en cuanto muestra de inma- durez literatia en un autor que, ingenuamente, cae en tan absurdo defecto de composicién. (Distinto seria el caso si, consciente de Jo forzido que es su punto de mira, lo utilizara’ con delibe- racién, exagerindolo incluso, para obtener por contraste la refe- rencia’ a Js realidad cuya esencia persigue y trata de objetivar en su obre.) Lo lamentable es que éta arfoja una vision esen- Gialmente —y no s6lo acci ite— falsa, o mejor dicho, falsificada, mistificada, retorcida y fraguada, ‘de Espafia, une visién en Ja que se combinan los colorines de la “Espaiia de pandereta” con los tintes sombtios de la “Espafia negra”> (publi- ado en La Nacién, Buenos Aires, 8 de noviembre, 1942; fepro. ducido més tarde en el tomo de Los Ensayos, op. cit., bajo titulo: «La excentricidad hispana», 3. 1181-1186). * Publicado por primera vez en Cuadernos Americanos, volu- men XLII, enerofebrero, 1949; incorporado al tomo Los ensayos (op.cit.), bajo el titulo: «Para quién escribimos nosotros», pagi- 8 ED cdece del blicado 7 cabeza cordero fue public por primera vez en Buenos Aires pot la Editorial Losada (1949). Esta edicién incluia sélo cuatro relatos: «El mensaje», publicado antes en Sur, Buenos ‘Aes, fm, 170, diciembre, 1948; «El Tajo», en Realidad, Bue- ‘nos s, vol. VI, 1. 16, lo-agosto, 1948; «El regreso» “a cabezs del corderon fechados er 1948, apatecen por’ primers vez, en Ja primera edicién del libro. («La vida por la opiniSn» fechado en 1955, se incotpora a la edicién de La cabeza del cordero, de 1962, Buenos Aires, Compaiifa Pabril Editora, Los libtos del Mirascl.) 65 pregunto— gseré Icito que explique a mis lectores lo Gue me he propuesto al escribirlas? No ignoro, por Supuesto, que el autor de una invencién literaria sélo puede declarar sus intenciones, sin juzgar el_ resultado; y tampoco se me escapa que su interpretacién es tan falible como cualguier otra, y no més legftima, pues en la creacién artistica Ios propésitos deliberados, aun en el caso de lograrse, lejos de cubrir la plenitud de la obta y agotar su sentido son, cuando mds, un buen punto de enfoque para acercarse a ella, y, con frecuencia, mera fuente de confusién. Muchas consideraciones des- aeonsejan, bien lo sé, tal especie de proemios explica- tivos, Mas el estado de Ia literatura es hoy, para quienes esctibimos espafiol, tan precario que, a falta de todas las instancias organizadas en un ambiente normal de cul- tura, no sdlo por la necesidad del propio autor, sino hasta por consideracién al lector desamparado, debe aquél procurarle les aclaraciones que estén en su mano, y brientatlo algo". ¢Qué técitos presupuestos lo harfan superfluo? Hay que aceptat, pues, la humillacién de aparecer quiz4 como vanidoso © pedante o descarado pon- derador de la propia mercaderia, por amor a ese servicio. Viene este libro después de Los usurpadores™, cuyas piezas proyectan sobre diferentes planos del pasado an- gustias muy de nuestro tiempo. Las novelas que integran el presente volumen acercan las mismas angustias a la experiencia viva de donde dimanan. Todas ellas contem- plan la Guerra Civil espafiola; todas, si, incluso la. pri mera, «El mensaje», que no alude para nada al conflicto ® En efecto, sobre sus puntos de vista € intencién como autor, Ayala ha dado explicaciones en. varios documentos. Citemos por ejemplo su «Carta literaria a Hugo Rodriguez ‘Alcalé» (publicada primero en Papeles de Son Armadans, XXXII, mim, 97, abril, 1964. Varios fragmentos de la carta formaron parte del «Prélogo» a Mis paginas mejores, Madrid, Gredos, 1965, y fue reproducida después en Confrontaciones, op. cit.). También explica sus puntos de vista en diversos articulos y entrevistas de prensa (algunos recogidos en Confrontaciones). Los usurpadores, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1949. (Los usurpadores fue escrito y publicado inmediatamente antes de La cabeza del cordero.) 66 y que hasta se supone discurriendo en época anterior a 1936, Pues el tema de la Guerra Civil es presentado en estas historias bajo el aspecto permanente de las pasiones que la nutren; pudiera decirse: Ia Guerra Civil en el corazén de los hombres". De modo que los personajes de esta primera narracién, criaturas vulgarfsimas, y que ni siquieta pudieron ventear la futura tragedia, la lleva- ban sin saberlo escondida dentro de sus vidas rutinarias y gtises, en la tensién de la envidia sofocada, de la presuncién estépida, del aburrimiento, y también en el ansia de algo extraordinario, grande, de algiin asunto susceptble de apasionar, y arrebatar, y encender a todo el pueblo —con lo que podrfa sugerirse que, en un sen- tido remoto, el nunca descifrado «mensaje» anunciaba so, la Guetta Civil, y no otra cosa. ‘Asi, «El mensaje» va en primer lugar: es el pértico para les otras novelas, donde la guerra ha hecho ya En el «Prélogo» que preparé Keith Ellis para Ja. edicién de oo ™——_=F=e del libro .., comportan, por fo que tratan tanto como, por lo gue dejan de tratar, una teorfa precisa de la guerra civil... la idea de que las rafes de la guerra civil estén, més allé de las diferencias politicas, en ta capacidad del hombre para albergar fasiones hostiles que se desplicgan con el menor pretexto. Para ‘Ayala I guerra de Espaie fue el punto culminants ca la’ mani festacién de emociones por largo tiempo medio ocultas entre los individuos de una sociedad que no se siente unida —una sociedad aque vive, segtin el juego de palabras de Unamuno, con “paz en Ja guerra” y “guerra en la paz”. Si & parece tratar la guerra oblicuamente en La cabeza del cordero es porque un tratamiento més directo se presta menos a un anélisis de las causas petma- rentes y universales y de 1os efectos de una realidad tan horrible como la guerra civlys : In reciente libro de Estelle gtizarry, Francisco Ayala, Boston, Twayne, 1977, vuelve sobre Gh aapeto Gee ean al paps escritor. Irizarry titula el quinto capftulo de su libro: «Civil War in Men’s Hearts: La cabeza del cordero» Sefiala esta critica the same anguish which inspired The Usurpers provides the impulse for this volume in which he examines the theme of ‘the civil war in men’s hearts” and portrays the permanent aspects of the passions that feed such wars». (La misma angustia que inspiré a Los usurpadores presta impulso a este volumen donde examina la Guerta Civil en el corazén de los hombres y retrata lee especros permanentes de lat pesones que alimentan tales guerras. 67 acto de presencia con la fuerza irrevocable de lo acon- tecido, Los mismos sentimientos que alli daban un juego més bien cémico, han tejido ahora la estofa de Ia guetta, trocindose de repente en sustancia trégica. Ahora, todos Jos personajes, inocentes-culpables © culpables-inocentes, llevan sobre su conciencia el peso del ‘pecado, caminan en su vida optimidos por ese destino que deben soportar, que sienten merecido y que, sin embargo, les ha caido encima desde el cielo, sin responsabilidad especifica de su parte. Tampoco en las dos novelas de corte paralelo, «El regreso» y «La cabeza del cordero», se presenta la guerra en su actualidad, sino ya como un pretérito con- sumado, Han pasado después de ella diez afios; pero sigue estando ahf, gravita inexorablemente sobre uno, y otto protagonista, y distintos entre s{ como lo son, tanto en cardcter como en citcunstancias, ambos remiten a ella su destino respective. Estén sus vidas engarzadas en la guerra;. més ain: Ia guerra esté hecha con sus vidas, con su conducta; sin embargo, el enorme acontecimiento Jos abruma y provoca en ellos ese horror que, en las pesadillas, nos producen a veces nuestros propios pasos; en los espejos convexos, los rasgos de nuestra propia ‘ fisonomia. Y sdlo en el otto relato, en «El Tajon, se adelanta por fin la guerra hasta el plano de Ja actualidad, hace acto de presencia; pero es una guerra reducida a’ lucha singular, a un episodio tinico, alrededor del cual vuelve a surgir el equivoco de inocencia y culpa, ahora como drama de una conciencia que examina Ia propia conducta. Precisamente tal subjetivizacién del problema comtin ha determinado las diferencias pads acusadas entre esta no- vela y las demés. Por de pronto, la técnica de la narra- cién. difiere aqui de la seguida en las otras, todas tres telatadas en primera persona. En «El Tajo», el relato se hace impersonal, en busca de una objetividad de la forma que compensara de la mayor interiorizacién del tema. Su protagonista esté sometido a la observacién desde dentro y desde fuera, mientras que los. protago- nistas de las restantes novelas son ellos quienes observan y moldean el mundo segiin su respectiva personalidad, 68 que es, en todos los casos, una personalidad fuerte y directa; el yo de «EI mensaje», mezquino, vanidoso y eno de envidia; el yo de «El regreso», sano de alma, astuto y un tanto brutal; el yo de «La cabeza del corde- 10», inteligente, c{nico, burlén, canalla... El protagonista de «El Tajo» es, en cambio, un cardcter blando, solitario, sofiador; es el burgués cultivado, capaz de andlisis finos y de sentimientos generosos, pero no de superar el abismo abierto a sus pies por Ia discordia entre los hombres. Las tensiones que antes pudieron verse en accién, disimu- ladas primero con las argucias de la civilidad, desatadas luego en el furor de la revolucién, se tifien ahora de motivos ideolégicos; pero muy tenuemente y casi tan solo en forma alusiva, ya que las discusiones que amargan las comicas familiares en casa del protagonista se refie- ren, no a la Guerra Civil, donde esté centrada la narra- cién, no a ningdn conflicto politico interno, sino a la primera y ya remota guerra mundial, cuyos partidos di- sefiaron, en aquella Espafia neutralizada, el tajo que més tarde escindiria a los espafioles en dos bandos irreconci- liables. Respordén, como se ve, estas nuevas invenciones lite- rarias mfas a la experiencia de la Guerra Civil; ofrecen tuna versi6n, entre tantas posibles, del modo como yo percibo, en esencia, el tremendo acontecimiento por el cual nosotros, los espagoles, hubimos de abrir la grande y violenta mutacién histérica a que estd sometido el mundo. Que nuestra participacién, como pueblo, haya sido -y deba serlo todavia oblicua, enrevesada, inttincada y am- bigua en su sentido, pertenece a un destino que no corresponde discutir aqui. Ese destino dificulta, por su parte, la expresién plena y normal de tal experiencia, pero en modo alguno Ja anula. No menos que los pueblos que soportaron después bombardeos, invasiones, ocupa- cién militar, exterminios y demas horrores durante Ia segunda, reciente guerra mundial, nos ha tocado a nos- ‘otzos sondar el fondo de lo humano y contemplar los abismos de lo inhumano, desprendemos asf de engafios, 69 de falacias ideolégicas, purgar el corazén, limpiarnos los ojos, y mirar al mundo con una mirada que, sino expulsa y suptime todos los habituales prestigios del ‘mal, los pone al descubierto y, de ese modo sutil, con s6lo su simple verdad, os. aniquila. Esta verdad acendrada en un fnimo sereno” después de haber bajado a los infiernos ®, constituye, de por si, literariamente, una orientacién, yun saber gué, que fal- taba lamentablemente cuando la gente sabia demasiado bien c6mo; una otientacidn, digo; que el logro dependeré de las facultades y fortaleza espititual de cada uno. Yo, por mi, he sentido el apremio de dar expresién artistica a aquellas graves experiencias, y me he puesto a hacerlo con una gran seguridad interior, con Ia misma firme decisién que antes, en tiempos tuibios, me hizo cludir la tarea literatia en su aspecto creador *. Mas tal seguridad no excluye, jay!, el azoramiento, no elimina Ja duda, no libera de esas penosas perplejidades que todo escritor consciente siente ante su obra... FA. Buenos Aires, abril 1949 8 Véase en el relato «La vida por la opinidn» la nota relativa al «infierno de la Guerra Civil. 4 Hay en efecto un silencio de varios afios en Ia creacién imaginativa del autor, cuya extensidn ha sido exagerada. por ‘algunos criticos, porque si bien es cierto que Los usurpadores el primer libro de ficcién que publica Ayala después de la Guerra Civil—, no aparece hasta 1949, algunas de Jas piezas que Jo integtan se’ publican con bastante ‘anterioridad: <«Diélogo de Jos muertos», en Sur, Buenos Aires, nim. 63, diciembre de 1939; ‘«La campana de Huesca», en Sur, Buc 10s Aires, nim. 106, agosto de 1943: El hechizado, Buenos Aire., Emecé, Cuadernos ‘de la Quimera, 1944, 70 EI mensaje La verdad sea dicha: cada vez entiendo menos a Ja gente®. Ahi estd mi primo Severiano: ocho afios Jargos hacfa que no nos velamos —nada menos que ocho afios—; llego a su casa, y aquella tinica noche que, al cabo de tantisimo tiempo, fbamos a pasar juntos, la em- plea el may majadero —zen qué?— jpues en contarme la historia del manuscrito!, una historia sin pies ni cabeza que hubiera debido hacerme dormir y roncar, pero que terminé por desvelarme. Y es que estos pueblerinos ati- borran de éstopa el vacio de su existencia rutinaria, con- virtiendo en acontecimiento cualquier nimiedad, sin el menor sentido de las proporciones.. La visita de su pri- mo™, con quien él se habia criado, y en cuya vida y milagros tanta cosa de interés hubiera podido hallar, no era neda a sus ojos, parece, en comparacién de la bobaba increfble que habia tenido preocupado al pueblo entero, y a Severiano en primer término, durante meses y afios: Me convenef entonces de que ya no restaba nada de comin entze nosotros: mi primo se habia quedado +8 Bl tono de esta narracién es coloquial, tratando de reflejar Jas circunstancias psico-sociales del narrador. % Aqui habla el narrador-protagonista refiriéndose a sf mismo fen tercera persona, con una objetivacién destinada a dar énfasis 4 la situacién presentada. Todavia se subtaya esto cuando afiade Ja tase: este papel?», le pregunté de nuevo. «Conque no lo en- tiendes:» Entonces, con los mil rodeos que acostumbra, me cont6 que varios dias antes, ausente él de la casa, habia legado a Ja fonda un forastero; habfa comido un par de huevos fritos, guiso de carnero, dulce de mem- brillo, y luego se habia encerrado en'la pieza que le dieron sin abrir el pico. La mujer habfa sido quien le alojé y sirvi6. Regresado a su casa, Antonio quiso, segin solia hacerlo, echar un pérrafo con el nuevo huésped. Golped ala’ puerta y le preguné si necesitaba de algo. «jNada, gracias», le contesté una voz extrafia, «gEx- trafia?», le interrumpi yo. «¢Por qué, extrafia?» No supo qué decirme, y yo me ref para mis adentros. Ta sabes, Roque, lo cutiosa que es la gente: posaderos, fon- distas y demés comparsa, Les Wega un cliente y, no contentes con sacatle cuanto dinero pueden, le revuelven el equipaje, le averiguan Ia procedencia y destino, in- vestigan la finalidad del viaje, dan vueltas y més vueltas, antes de entregérselas, a las cartas que reciben. Imagina, pues, el mal humor de nuestro hombre al encontrarse © Aqu{, como un poco antes, el personaje esté expresando Jas ideas vulgares de los espafioles ‘acerca de su propio idioma y de los idiomas extranjeros. Ja puerta cerrada. El dice que golpes para preguntar; pero dice también que la puerta estaba atrancada pot dentro con certojo: me dirés ti cémo lo supo. Pues empufiando la falleba para hacer lo que suele: abrir la puerta, meter Ia cabezota con un «gMe da licencia?», y, después de haber paseado la vista por todo el cuatto, preguntar entonces si al seffor se le antoja algo. Muy seca tendré que ser Ja respuesta pata que no encuentre modo de enhebrar conversacién: comienza a charlat des- de el quicio de Ia puerta, y termina sentado en Ia cama del _huésped... {Una voz extrafia! El caso es que a la mafiana vol6 el p4jaro sin que él hubiera conseguido echarle Ia vista encima. Cuando salia, como todas las madrugadas, para esperar en Ia estacién el tren de las seis y treinta y cinco, dirigié una mirada a la habitacin, donde no se ofa ruido alguno; y cuando regresé de nuevo a la fonda acompanado de dos huéspedes ue habfa podido reclutar, ya el otto no estaba: a poco de salir él, llamé, pidié ‘la cuenta, pagd y se fue; esto le dijo al’ Antonio su mujer: de ‘seguro, habla tomado el Smnibus que sale, frente al bar de Bellido Gémez, a las siete menos cinco. Antonio entré en el cuarto, desarre- glado todavia, y ahi topé con el famoso papelito que tanta guetta nos habia de dar... Pero me ests escu- chando te has dormido ya? —se interrampid Seve- riano, extrafiado de mi silencio. ¥ es lo cierto que yo estaba a punto ya de dormirme: en mi cansancio, vela la plaza, el bar de Bellido Gémez, y Ia iglesia al otro lado, muy confuso todo, casi desvanecido.... —No, hombre; te escucho —le respond. —Pues, como te iba diciendo, ahi aparecié el célebre manuscrito. Habfa varios papeles blancos desparramados sobte la mesa y, entre ellos, medio oculto, ése, en el que se vefan varias Iineas, nueve, para set exacto, de una escritura pareja, trazadas con la tinta azul-violeta que Ia patrona de la fonda habia proporcionado al hués- ped. Habrés observado, primo —precisé Severiano—, que dije se velan y no, como suele decirse, se lefan; porque es el caso que iya podia uno darle vueltas!: era imposible sacar nada en limpio de lo esctito. La letra 78 era clara, igualita; pero jqué habfa de entender Antonio, si yo mismo no ‘entendfa nada! Después de tener dos dias el papel en su cartera se haba decidido (como Iuego averigiié) a consultarlo con otto pasajero, un ins- pector de contribuciones que por entonces estaba en el pueblo, «;Vea usted, don Diego, qué escritura endiabla- da! A ver qué le parece a usted.» El tal don Diego (que, dicho sea de paso, no es mal bicho) parece que tomé el papelito con mucha prosopopeya, lo deposits sobre el hule de la mesa, lo sometié a detenido examen allf junto ala taza del café, y... jque si quieres! Al cabo de un rato va y se lo devuelve: que eso estaba escrito en extranjero, y que él no tenia ahora tiempo de ponerlo en claro. «Ya, ya. Ya me lo figuraba yo», le respondié el Antotio retiréndose con su papel, bajo una mirada ira- cunda del inspector. Bueno, eso no fue sino el comienzo de su peregrinacién. Después recurrié a mi ayuda, Aun- que se me Iegé con mucho alarde de confianza, com- prenderés que no tardé en percatarme de que acudia a mf, su amigo de la infancia, después de haberle desahu- ciado un extrafio. Son pequefieces humanas en las que yo ni siquiera me fijo; pero tampoco la manera de abordarme resulté muy delicada: «Hombre, ti que siem- pre andas con esos papelotes que te Iegan de fuera, a ver si me sabes leer esto.» En fin: eché unas miradas al escrito, y le dije: «Déjamelo para que lo estudie des- pacio, pues la cosa parece que tiene sus bemoles.» ;Vaya si los tenfa! Con paciencia infinita, lo repasé, una vez a solis, palabra por palabra, letra’ por letra, de arriba abajo y de abajo arriba. jNada, nada! Ni una rendija de luz; oscutidad absoluta. ¢Concibes cosa semejante? Hasta tal punto Ilegé a intrigarme, que resolv{ tomar por mi cuenta el asunto, e investigarlo a toda costa, siquiera fuese por medios indirectos. Cuando cerré el almacén, me acerqué a la fonda en busca de Antonio —Pero, dime —interrumpf entonces a mi primo—, za ti qué te importaba todo eso? —Pues ahi estf —-me contesté—; no me importaba un bledo. Peto ya me habfa picado, no sé si la curiosidad © el amor propio y me propuse averiguar. Ante todo 79 Te pedi a Antonio que volviera a contarme coh todos sus detalles lo relativo al huésped. «Mira», me dijo después de repetirme que el huésped habia cenado huevos fritos y carnero (jqué interesante citcunstancia! gno?; pues nunca la omitia) y que a la mafiana habfa desaparecido de improviso: «mira, yo creo que ese papel debe con- tener alguna explicacién de su huida». «¢Cémo? Pero ges que se fue sin pagar?» Me extrafiaba; conozco a mi gente; y segin suponia yo: «No —me dijo—; sin pagar no se fue; bueno hubieta estado eso. A mi, hasta ahora nadie me ha Iamado tonto, Pero se esfumé sin que tan siquiera pudiese yo verle Ia jeta, dejéndome —(jde- jéndome! jsi se cteeria Antonio que el tonto soy yo!)—, dejéndome ese papel escrito...» «Pero, dime —insisti—, équé especie de pdjaro era?: gun corredor de comercio, un misioneto, qué?» «¢¥ cémo he de saberlo yo, si no pude ni verlo? Llegé aqui el sébado a la noche, cuando yo habia ido a completar los encargos para la semana, y se marché el domingo temptanito, en el émnibus se. guramente, mientras yo estaba en la estacién. Lo atendié mi mujer. Pero —comenté el Antonio— las mujeres son ast: se fijan en lo que no debieran, y se les escapan Jas mejores. Ti, Severiano, tienes la gran suerte de estar soltero; no sabes lo que...» Todo este comentatio me lo hacia en voz bien alta, con la intencién aviesa de mortificar a su mujer que lo estaba oyendo desde. la cocina (hablébamos en el patiecillo de atrds; ti te acter- das de la fonda, ¢no?), hasta que por fin salté ella: se asomé a la ventana, toda roja de ira, y le largé a gritos cuanto se le vino a la boca: entre improperios, le decia que si pensaba acaso que ella no tenia més que hacer sino espiar a los pasajeros; que, tanto hablar de la cu- tiosidad femenina, y los hombres... Etcétera. —No le faltaba tazén a la pobre mujer —opiné yo entonces desde mi cama—; pero, de todas maneras, lo extrafio es... —Todo es extrafio en este asunto, Roque —vibré, en Ja oscuridad, excitada, la voz de mi primo—. Figurate que hube de terciar en Ja disputa entre marido y mujer, pues aquello se enredaba sin ton ni son, y paséndome 80 a Ja cocina, le pregunté cémo era el misterioso huésped que nadie ‘sino ella habia visto. Pero la buena sefiora estaba hecha una furia, toda encendida, arrebatada, como tun basilisco’ y, echando chispas por los ojos, se negaba a dar ningin detalle. «Muy taro todo, en efecto», reflexionaba yo sin decir esta boca es mia, Mientras mi’ primo Severiano me con- taba eso, se me habia ocurtido por wn instante maliciar que tal vez entre el viajero y la patrona hubiera sucedido uno de aquellos episodios que, en fondas y pensiones, son el pen nuestro de cada dia (pues a mi jqué me van a contar, después de tanto haber rodado por capitales de provincia, pueblos y poblachos, al cabo de afios y afios de viajante a comisién! Es una rutina més, del oficio: pellizco, revoleén, y a otra cosa®). Peto gacaso ello hubiera explicado nada? Al contratio, en tal su- “puesto la mujer se hubiera apresurado a dar, verdaderos © imaginarios —y gpor qué, tampoco, imaginarios?—, los detalles que se le pedfan, quedéndose tan oronda «Ademés —tectifiqué para mf mismo— esa dofia Tal (que ya no me acuerdo cémo se llama) debe de-estar demasiade vieja para semejantes trotes, ha de ser algo mayor que yo, lo que para una mujer ya es bastante, y ademés.,. No —deseché—; eso era una tonteria.» —... y hubo que dejarla en paz —continuaba entre tanto mi primo—: no le daba la gana de decir nada Me levé, pues, el papelito, y segui preocupado por averiguar lo que contenfa: Aqui, ya lo sabes, es poca Ja gente con quien puedes consultar una cosa asf. Se me ocurtié hablarles al cura y al boticario, Los botica- rios, por su profesién, estén acostumbrados a leer ma- nuscritos enrevesados... Claro que el de marras ‘no era lo que se -dice de escritura dificil; al contrario: letra por letra podfa ser deletreado, con sus maydsculas y mintsculas, sus puntos y sus comas. Sélo que td no en- tendias, Io que se llama entender, ni una jota. Y eso fue lo que Je pasé al farmacéutico pese a la fama que Esta comtin interpretacién maliciosa corresponde a Ia leyenda de los viajantes de comercio. 81 ellos tienen. Eso fue también lo que Je pasé al cura, cuando, poco rato después, se reunié con nosotros en la rebotica. «gDe qué le valen a usted todos sus latines —le dije yo (claro que por chanza; pero, al fin y. al cabo, gno eta muy cierto?)—, de qué le valen todos los latines al padre cura, si no es capaz-de entender cuatro frases esctitas en idioma extranjero?> Se molesté un poco; replicé que nada tenfa que ver el latin con aquellas pamplinas, y que dejase en paz las cosas santas. Pero ya no hubo otro tema en Ja tertulia, ni esa tarde, ni, luego a la noche, en el bar de Bellido, que es donde nos reunimos a tomar café, ni al dia siguiente, ni en los que vinieron después. Comenzaron las conjeturas y, como puedes suponer, se multiplicaron los més inverosfmiles disparates. Habla buen margen para todo, pues nadie (epodrés creetlo?), nadie en el pueblo habia visto al viajero dichoso... Eso, al principio; que luego, como siempre ocutre, lo habian visto ya todos, todos empeza- zon a acordarse: el uno, le vio subir al Smnibus; el otro a punto de entrar en el hotel; quién, bajéndose del tren en Ia estacién; quién, cuando ponfa un telegrama en la oficina de Correos. Hasta el Antonio mismo declaré por iltimo haberle visto! ®, Te vas a refr: confesé que, antes de tetirarse de la puerta atrancada de la pieza, eché tuna miradita por el ojo de la cerradura y logré ast divisar al tipo; que, desde luego —podfa asegurarlo—, no era espafiol: los zapatones que Ilevaba y los calcetines de lana de colores vivos son cosas que nadie usa; ningéin espaiiol incurre en tales extravagancias, y sélo los ingleses... *. (La propia abundancia de su locuacidad nos aclaré en seguida Jo que era por demés cierto: estaba describiéndonos el calzado de un inglés que meses antes habfa pasado un par de dfas en el pueblo, ocupado en preguntar acerca de los, molinos de viento, averiguar apellidos y tomar notas en un cuadetno.) EI boticatio le alabé-entonces a Antonio su atte para conocer a los extranjeros por las Descripcién de un mecanismo conocido en Ia psicologia co- lectiva. '% Se aplica al estereotipo tradicional que considera a los ingle- ses como personajes extravagantes. 82 patas, y 4, jbueno es el hombre para aguantar soflamas!, solté una tociada de groserfas sacando a relucir en seguida la dignided de su oficio, tan decente comd el que més (afirmabal, pues mejor eta dar de comer ‘al hambriemo, aunque fuera por su dinero, que extraérselo al harto con purgantes y lavativas®, Etcétera: jya conoces el género! Poco falté para que se liaran a golpes. El tal Antonio es un perfecto bortico... Pero no quiero cansarte con tanta minncia: cuando te quieras dormir, me lo dices, y me callo, _ —Por lo menos, sépase de una vez si conseguiste ave- riguar lo que el papel decfa —le respondi. {Qué pesada es esta gente cuando se pone a contar algo! Se pierden en digresiones," rodeos, detalles que no vienen al caso, y jamés acaban. —¢Avetiguar? (Calla, hombre!... No; no averiguamos nada’ —me respondié—. Pero déame que te cuente. Abreviaré. Como te iba diciendo, todos pretendian al final haber visto al misterioso personaje, pero nadie daba sefias que coincidieran. Hasta se hizo una investigacién del telegrama expedido por él, y no aparecié tal telegra- ma los cuatro que ese dia se despacharon eran todos de persones bien conocidas en el pueblo. «Pues entonces serfa una carta», dice el sujeto que lo viera poner..., y se queda tan fresco. La gente larga las mentiras con una tranquilidad... La gente tiene mucha fantasia. Pues ey las hipétesis? ;Qué de disparates! Y en este terreno fue nuestro buen boticario (preciso es confesarlo) quien batié el record. gSabes lo que se le ocurrié?: que el dichoso papelito debfa de ser alguna propaganda comu- niSfa, y que seguramente estaba escrito en ruso, por lo gue eta muy natural que nadie lo entendiera. ‘Te das cuenta de Ja chifladura? ;Propaganda! Pero jqué pro- paganda, sefior mfo (como yo le dije), una cosa que nadie ede-entender!... Yo por mf estoy convencido. de que la tinica explicacién verosimil es la siguiente: se trata deiin loco '(eme estés escuchando?); y ese papel no significa nada, jabsolutamente nada! La tazén es ésta: % Disputa cémica entre uno y otro profesional. . 83 gquién, sino un loco, Hega a un pueblo desconocido, se encierra en el cuarto de un hotel, escribe, y a la mafiana sale medio furtivamente, siix hablar con nadie, y dején- dose una hojilla que nadie puede entender? Severiand se quedé callado por un momento, como si esperase el efecto que su brillante interpretacién producta en mi, Pues, hombre, jahora vas a ver! —Pero, vamos a cuentas, Severiano— le dije con me- dida calma—; escucha: gno dices que primero estuvo cenando en el comedor de la fonda, y que le sicvié patrona? Estaba:ya_crispado, lo que es bastante comprensible, gno?—. ;Palabras sin sentido! —tepeti—. 2No te das cuenta de que no hay loco capaz de inventarse de pe a pa sus palabras, sin parecido ninguno con las verda- deras? Por lo que més quieras, Severiano: un loco de- forma, mezcla, combina; pero esas palabras completas, tuna junto a la otra, y desprovistas en apariencia de toda significacién... No. me vas a decir... —Entonces... Mi primo estaba desconcertado; lo habia desconcer- tado mi vehemencia. Hubiera podido tocarse con la mano su estupefaccidn, quieto, inmévil, paralizado, acurrucado ahi, en Io oscuro, como un bicho timido. “—repitié, confuso. —Es muy fécil, hombre —condescendi—: es el huevo de Colén. —(Sélo que, claro estd...}— ¢No lo adivinias? Se trata de escritura cifrada. Ya estaba dicho; eso era tal cual: escritura cifrada, Pero, por lo visto, “no resultaba tan fécil para sus enten- dederas. Y después de todo, se explica: gqué podia en- tender Severiano de toda esa cuestién de ciftas, cédigos y tal?; tendria s6lo una vaga nocién, y le costaba mucho trabajo darse cuenta, Yo me puse a instruirle, A mf, eso me era’ asunto familiar, por razén de los negocios, que 89 a veces exigen... Mas, sea que él ya tiene los sesos endurecidos, sea que yo, con. el cansancio y la nexviosi- dad, no atinaba a ponet en claro la cuestiéa, tuve que terminat por proponerle: «jAnda, a ver! Da luz, que yo no sé dénde esté el conmutador, y en un momento voy a mostrarte con ejemplos...» Encendié, y yo me tiré de Ja cama, En seguida fui a buscar mi Iépiz en el bolsillo de Ja chaqueta, y saqué también una libreta de notas. Severiano me observaba sin decir nada. Me acerqué a su cama, aquel catre en tenguerengue, y tomé asiefito en el borde, a su lado. —Mira, fijate le dije—: es asf; aqu{ estén las letras del alfabeto... A, B, C, D, E, F, etcétera. Bueno: sia cada una de elas se Je asigna un valor numérico (por ejemplo, la A vale cinco; la B, ocho; la C, cuatro, etcé- tera), es claro Que podrds escribir Jo que te dé la gana con cifras, y no entenderd tu escritura sino quien ya conozea los valores convencionales que ti lé has asigna- do a cada letra, Basta tener Ia clave. Veamos, por ejem- plo, mi nombre: Roque Séncu1Ez, eh? Y con toda pacieiicia pongo mi nombre en ntimeros, para que el muy bruto venga y me diga, me dice: «Pero équé tiene eso que ver con las palabras escritas en idioma extranjero?> Le miré despacio, procurando no mostrarme exasperado: el pobre es bastante duro de mollera, pero gqué culpa tiene él? De todas maneras su torpeza me intité a tal punto que ya me hice un Ko, no di més pie con bola y me fue imposible llevar a término mi expli- cacién. {Quién sabe tampoco si él hubiera sido capaz de comprenderla! Renuncié a nuevos ejemplos, que por fuerza hubieran sido més complicados, y le dij —Bueno, esto es demasiado técnico para explicatlo en unos minutos. Yo lo que te digo es que ese manusctito esté en cifra, Eso es lo que es: un texto cifrado. —Serd asi como dices —me respondié—; pero en- tonces lo que yo no comprendo es para qué diablos iba a dejarnos ahi una cosa que nadie puede descifrar- —jAh, ésa es otra canciéa! Comencé a pasearme por la alcoba, de un lado a otto, sorteando la mesita del centro y la silla con la ropa, 90 mientras él, sentado en su cama, segufa con interés mis movimientos y mis palabras. Yo trataba de persuadirlo ahora-de la explicacién més sencilla, que de seguro seria también la verdadera: que el sujeto en cuestién, jcual- quiera sabe para qué fines!, tuviera-que enviar un men- saje ciftedo, y ése haya sido el. borrador, traspapelado alli sobre la mesa. Tal vez. Pero a mi eso no me convence. —{jNo me convence! —objeté—. ;Qué aplomo! Dirfase’ que 41 hu- biera estado meditando Ja idea con toda calma, para sen- tenciar a la postre: «jNo me convence!»}—. ¢Cémo iba a dejarse olvidada —insistié— una cosa tan importante, tan importante que exige ponerla en escritura secreta? —Olvidada, no; perdida entre los demds. papeles,. Pue- de bien ccurrir. Puede ocurrirle, o bien a un novato que se atolondra, o bien a un veterano ya muy avezado al ligro: > _ peligro, dices? ;Segtin eso, piensas nt que la cosa es de cuidado! Por fin se habia dado cuenta el muy lerdo. —Pod:ia serlo, {De mucho cuidado! Me detuve. Caf en un preocupado silencio. A mi ca- beza acudfan multitud de ideas, todavia un tanto con- fuses y mezcladas,.pero... jmultitud! Eso sf, todavia en nebulosa, No era como al comienzo, que andaban solas, sin darme trabajo, y solas se colocaban en su orden. Ahora asomabar. como por un agujero y se retiraban en seguida antes de que hubiera podido apresarlas. Sentia que aso- maba una; iba a echarle mano, y ya se habia sumido otra vez... Severiano respetaba mi silencio, me observa- ba. Al cabo de un buen rato, aventuré: —¥, jpor supuesto!, no sabiendo la equivalencia de cada letra... —eQué? gLa clave? —Sf; no sabiendo la clave. —Bien; te diré: hay especialistas que aciertan a des- cifrar claves secretas, lo que, como podrds imaginar, no ® Con este pérrafo se hace culminar el creciente nerviosismo det narrador, al mismo tiempo que se describe el ambiente de la habitacién’ donde ambos primos se encuentran. 91 es nada’ sencillo. {Menudos tios! También los tipos se ‘ganan tos sueldos formidables. Pero lo que quiero decirte es que ello no es imposible ni mucho menos, y yo, por mf, estoy deseando ponerle Ja vista encima’ al. manus- ctito... No vayas a pensarte que yo entiendo de.es0;_no. “En las operaciones mercantiles, en el mundo de los gocios, que tantos puntos de contacto tiene con la di- plomacia y la guerra, también se emplea la cifta para comunicarse acerca de ciertas operaciones de impottan- cia; pero de eso a descifrar textos de clave desconocida hay mucha distancia. Sin embargo, primo, tengo verda- deto deseo de ver el manuscrito. Ya me has metido en cutiosidad, hombre. Y; digo yo, puesto que ambos esta- mos despiertos y sin suefio, dime, gpor qué no vas ahora mismo a-buscarlo? —eAhora? —Si, hombre de Dios, jahora! —jQué ser reacio, qué indolencia; si hasta parecfa asustado, como si le hu- bieran propuesto lo nunca visto, la cosa més insdlita y descomunal! Levantarse de Ja cama, jnada menos!, ¢ ir a la gaveta en busca del papelito y traerlo. —¢Ahora? —repitis—. No; no puede ser ahora. —Peto epor qué? Se lo pregunté medio sorprendido, medio divertido, paréndome junto a su cama, Y alli mismo, cruzados los brazos, aguardé Ia respuesta. —Porque no puede ser —cerré los ojos—. El papel, esabes?, lo tiene guardado mi hermana Juanita. Yo insistf. Aquélla no era razén. No es que en realidad me importase nada el maldito papel ni que tuviera im- paciencia alguna; pero me sentfa ya irritado y, al mismo tiempo, me divertia apretarle, ponerle en un brete, sacu- dirle, sacarlo de su inmovilidad, —No ntcesitas despertarla ni hacer ruido —aduje para persuadirle—. Eso aparte de que a estas horas probable- . mente ya estard ella rezando: sus devociones matinales. iDigo yo; no sé! Peto, sobre todo, que no tienes por ® Enfasis vanidoso con el que el protagonists procura compensat su sentimiento de infetioridad, cys qué hacer ruido. Vas, rebuscas donde ella acostumbre guardar sus papeles... Claro que, a lo mejor, lo tiene escondido-entre las paginas de algiin devocionario. —Eso_—me contesté en un tono grave que contras- taba con mi aire de zumba maligna y, lo confieso, un poco excesiva (un contraste que, como adverti en seguida, era reflejo del que hacia su figura envuelta, recostada, inmévil, con mi agitacién, ridicula sin duda y como bur- lesca, recorriendo la pieza en ropas menotes}—, eso, Roque; no puede ser. Yo no podria sustraerle asf ‘como tii sugietes el mistetioso mensaje. Para Juanita no se trata de una cuestién baladf: le daria un disgusto muy serio el saber que andaba yo revolviendo en sus cosas y que Te habfa sacado... ;Dichoso manuscrito, y cudntos que- braderos de cabeza ha tenido que ocasionar! Estas palabras, ptonuncidas, como digo, en tono grave ¥ hasta pesatoso, doliente casi, cambiaron el sesgo de la conversacién. Yo volvi a meterme en la cama (estaba que- déndome helado) y me cubrf hasta medio cuerpo, dispues- to a escuchar con atencién las confidencias de que aquellas frases parecfan ser prdlogo. En efecto, me conté en se- guida las discusiones, querellas casi, a que el mensaje cifrado dieta lugar en su casa. Primero habfan sido las protestas ciradas de Agueda, molesta con las idas y ve- nidas, cabildeos, trifuleas y quimeras suscitadas por el manusctite; pues a la gente le habfa dado por invadir su casa —jclaro, 4 eta el depositario, y él ténfa que aguantar las pesadeces de todo el que quisiera verlo y discutirlo!—; de manera que Agueda, con su intempe- rancia, su ieritabilidad... Alguna vez, curiosa también ella aunque no quisiera confesarlo, habia echado una mirada furtiva, por encima del hombro, al pasar por su lado, ~wuatido él estaba examinando a solas aquella caligrafia. Y¥ dl, buscando propiciérsela, habfa aprovechado éstas raras ocasiones para invitarla: «Mira, Agueda, mujer; a ver qué te parece a ti:..» Pero ella no se dejaba implicar; se salfa con un «Déjame a mi de tonterfas; no tengo tiem- po que perder en pamplinas semejantes»; y sélo una vez Tlegs a tomar el papel en sus manos, aun cuando ~ 93 para soltarlo en seguida sobre la mesa, despectivamen- te: «jBah!> —Mientras tanto —prosiguié Severiano su relato—, la otra, Juanita, habia callado siempre, sin niezclarse en las discusiones, ajena por completo a ellas, segtin parecia, peto no petdiendo una sflaba de cuanto se hablaba a propésito..., hasta que una vez me sorptende con esta increfble pregunta: «Severiano, geudndo piensas entregar- me el mensaje?» Al principio, jla verdad!, no entendi bien lo que querfa significarme; la ‘miré con soxpresa, y me dispuse a no hacerle demasiado caso; desde que se ha convertido definitivamente en solterona y beata ali- menta su imaginacién de fantasias estipidas y gusta de emplear palabras tales como esa de mensaje, mision, bo- Tocausto...", Pero, jdiantre!, jse referfa al manuscrito! «eQué mensajadag ese! Cuando me Jo entregas?» Eché mano a la cartefa, donde lo. ten‘a..guatdado, y se lo alatgo. Entonces lo coge con premura, le pasa la vista con esa“expresién ansiosa que ahora suele tomar (son los gestos teatrales de la iglesia, gsabes?; todo se con- tagia; y luego, tii sabes, ese vértigo de la edad, en fin...), me lanza una mirada inguieta y... desaparece; sf, des- aparece Ilevéndose el papel a su cuarto y dejéndome a mi‘con dos palmos de narices. Yo me quedé como quien ve visiones, sin saber ni qué decirle. ¢Qué va uno a decit ante cosa tal? Tt no puedes defenderte del ab- surdo. Para las cosas normales y corsientes, ya sabes bien Jo que has de hacer: estés en tu mundo; pisas el suelo firme de la realidad; cada cosa es lo que es, y nada més: tiene su cuerpo, su volumen, su peso y su'forma, su temperatura, su color, y se esté ahi quicta hasta que a ti te da la gana de cambiarla de sitio. Pero de pronto comienzas a notar que ya no apoyas los pies sobre el suelo; quieres tocar algo, y donde crefas hallar resis- tencia no la hallas, estd frfo lo que esperabas caliente, Jo blando se te resiste, alargas la mano para agarrar una cosa, y résulta que se te ha escapado. Entonces, ya no % El Ienguaje es empleado para caractetizar al personaje que Jo. emplea, 94 sabes qué hacer... ;Y no haces nada! Te quedas parali- zado. Pues eso fue lo que me pasé.a mi, y lo que me sigue pasando. Hay veces, te aseguro, en que no hay quién entienda a mi hermana; y yo me pregunto: ; Mira, me alegro de que todavfa’ no hayas salido (y ;qué maneras de madrugar, hija!). Escucha, gsabes lo que quisiéramos? —Se dan los buenos dias. —gSabes lo que quisiéramos? —Si, lo sé —respondié ella inesperadamente—. iLo sé! 7 Se habia parado, de espaldas a la puerta, un‘ poco rigi- da, con los bamecdeaidos, y me parecié que su voz, demasiado presurosa, temblaba, de puro tensa, en los descoloridos labios. ; ‘Miré a Severiano. También é1 estaba pilido: —zQue lo sabes? —pregunté en un parpadeo. Y con una sontisa (;qué fea, su forzada sonrisa jovial! )—: Ima- ginards que vamos a pedirte el desayuno. ; —Me vas a pedir el mensaje —le replicé ella sin va- cilar. Y se quedé callada. : - Severiano segufa parpadeando como si le hubiera en- trado una mota en un ojo. Convencido de que él no rechistarfa, y empefiado ademés en cerrarle la retirada: —-Céms lo has podido adivinar, prima? —Ie pregun- té yo. Juanita descompuso su boca en una mueca bufa; en seguida se qued6 seria, vieja; luego exhalé un suspiro; luego tragé saliva... Creo que Severiano estaba aterrado al ver que su hermana fio decia palabra. Otra vez me senti en el caso de interveniz: —Entonces, prima, ¢nos lo entregas? Lo dijé, quizé, algo cohibido. La actitud de Sevetiano, tan timorata, se me habia contagiado, y yo mismo me expresaba ahora con cierta cottedad. Lo que, por otra 98 parte, no es de extrafar si se piensa que Ia conducta de Juana era més que sorpréndente. Insist{ atin: —dNos lo entregas? Juana revolvié Ios ojos al techo con gesto implorante y ditigiéndose, no a mi, sino a su hermano, le reproch$ con severa amargura: —iQue hayas hecho semejante cosa, hombre! ;Seme- jante vileza! jAh, si!, jya lo sabia! Estaba segura de que habrias de aprovechar Ja primera ocasién... De ti para mf, cara a cara y sin testigos, no te atrevias a ello, Pero siempre que me titabas indirectas, o que te que- dabas miréndome con ganas de decir algo, y sobre todo cuando te sorprendia (porque te he sorprendido, aunque no lo creas, mas de una vez) rondando en torno a mis papeles, yo ya sabia y estaba muy’ segura de que, no bien se te presentara, aprovecharias la oportunidad de _hacerme tal extorsién. Y la oportunidad se te ha pre- sentado; !a oportunidad ha ‘sido esta venida de Roque... Sino es que, tal vez, como pienso, no le llamaste en tu auxilio; pues jcosa més extrafia, la llegada de éste ahora, de improviso, tras de tantos afios sin acordarse del santo de nuestro nombre!... Pero de nada te ha de servir. ib, no! ;Yo ya no soy la que era! jNo, a otro perro con ese hieso! No, no. Se habia erguido mientras soltaba esta retahila incom- prensible, y las flacas mejillas se le habjan tefido de tun rubor falso; el peto bordado con cuentas de azabache subla y bajaba, agitado por Ja célera, por la angustia... Y Sevetiano parecla anonadado frente a aquella expio- sin. Anonadado, pero —a lo que me parecié— no muy sorprendido. El que estaba estupefacto eta yo; tanto, que no supe qué decir (si, 1o confieso, no supe qué decir: y para que a mf Ieguen a faltarme las palabras...), Aquella furia continuaba y continuaba, Se iba excitando ‘ella so- lita, sin que nadie le diera pébulo —Severiano, el infeliz, no habia tesollado siquiera; en cuanto a mf, ya digo, me habia quedado como*tonto, sin saber qué decir—, y poco 41 poco se iba subiendo a las nubes y se enredaba en una ristra de insensateces ensartadas la una en Ja otra sin decanso: Por tltimo, y cuando ya se hubo despachado 99 a su gusto, se quedé muda y hasta pareci6. que-iba-a romper en ilantor Ia barbilla le temblaba,,se le empataban Joe ojos y, en una actitud de dolorida dignidad, terminé batbotando algunas palabras: se le yd decir, entre so- Ilozos, que podfamos —si nos daba la gana— registrarle todos sus papeles. Y rehaciéndose-con nuevo furor, con- cluyé: er Tomad, ahi tenéis 1a lave de Ix gaveta para que ng necesitéis forzar el mueble: revolvedlo todo, destro- zadlo todo, arruinadlo todo; no respetéis cosa alguna, epara qué? : ; Tird Ia lavecilla’ sobre la mesa del comedor, y_salié para misa como alma que lleva el diablo. —¢Has visto? —exclamé asombrado, avergonzado, mi primo cuando nos vimos solos. Y yo: —Pero equé significa eso? No. signifi ia. Me convenct de que no habia habido ningéin motivo que yo ignorase; adquiri Ia se- gutided de que Severiano no me habfa mentido ni ocul- fado cosa alguna’ daba Mdstima verle, con aquella cara trasnochada y aayella mirada perruna, humillado y tris tén, Seria diffe saber si € habia Ilegado al conveci- miento de que @ su hermana se le habia ido la chaveta, pero de lo que no me cabe duda es de que era el pobre una victima de sus caprichos, de que Io teffa” acagui- nado. “Pues mira, gsabes lo que te digo? —le interpelé cuando hubimos agotado los comentarios del caso, tales como: «<¢Qué barbaridad!» «Eso es de lo que se vey no se cree», y otros tales—; gsabes lo que te digo, Se- veriano? Que ahora mismo vamos a registratle la gaveta. “Me parecié que era deber mio hacerlo. En primer término, aquella mujer no estaba en sus cabales, y quién sabe qué otra cosa —jarmas, incluso!— podrid ocultar alli bajo ave: eta —gno es cierto?— un verdadero pe- ligro. Ademés, zno nos lo habia dicho ella misma?, eno nos habia autorizado, sungue fuera en un rapto de ira? Sin mf, Severiano jamés se atreverfa a hacerlo. Y alli se quedaria el célebre papelito, per saecula saeculorum, se- éuestrado bajo la custodia de aquella especie de dragén 100 Mi primo recibié la propuesta con una mirada de asom- bro, pero no opuso resistencia alguna cuando le insistt: «jAnda, vamos!...» Con é, no hay sino mostrarse re- suelto, $élo me pidié, con una sombra de angustia: «Cui- dado, sin hacer ruido, no sea que se despierte Agueda.> Cogi la lave, y 41, andando de puntillas, me. condujo al cuarto de Juanita. El consabido cuarto de solterona, cettado y todavia con olor de la noche. Abri los pos- tigos —ya amanecia— y, después de girar una mirada alrededor, me dirigi al pequefio pupitre, bajo una virgen del Perpetuo Socorro en bajorrelieve, de escayola pintada y dotada, Meto I lave en Ia cerradura (;violacién de secteto, sefiores!), abro, y jnada! Parecerd un chiste de mal gusto, una broma pesada: no habia cosa alguna den- tro del pupitre, nada en los cajoncillos laterales, nada en los compartimientos..., jlo que se dice nada! ®.,Debo confesar que me sorprendi a m{ mismo todo agitado, con el corazén.en un hilo y apretada la garganta. Estaba parado ante el mueblecillo, y no sabfa qué hacerme. Volvi la vista hacia Severiano, y si expresién no deca nada: era_la misma expresién triste e indiferente de antes. «¢Qué te parece esto?» —le pregunto—. «Y-equé quie- res que te diga?» Habfa en su entonacién una especie de renuncia, de abandono irénico; parecia burlarse de mf{ sutilmente; pero esta vez su flojedad no me produjo exasperacién, tan desconcertado estaba yo. Me hallaba —lo confieso— anhelante, sobrecogido, desconcertado, en iin, césa que se comprende bien con la nerviosidad de tha noche en vela y la emocién de encontrarse uno de nuevo en su pueblo y entre los parientes con quienes uno se ha ctiado: todo eso altera la‘ rutina de los hoteles, de las conversaciones siempre iguales que llenan los viajes de un comisionista... Le pregunté todavia a Severiano: «¢Qué hacemos, ti?» «¢Qué hemos de ha- cer?» Y no insist ya en que registréramos todos los tincones de la pieza, no porque la idea no se me ocurtiera % Ese anada» simboliza el vacfo total en Jas vidas que aqui se Bresentan gtrndo en vano y epunte hacia el final anictimision 101 {de buena gana la hubiera emprendido a coces con cuanto alli habia: ‘sillas, rv cuadros), sino por considera- cidn hacia mi primo, y hasta-por. abuftimiento. Mi irti- tatién habia degenerado ya en aburrimiento, en ganas de escapar. Miré el reloj. «Todavia alcanzo bien el tren de las seis y treinta y cinco», dije. «S{; claro que alcanzas.» {gConque tenemos ganas de que me vaya, ch?») «Alcan. zas, y también tienes tiempo de tomar tranquilamente el desayuno», confirmé Severino, affadiendo sin embar- go: «Pero serd mejor que vayamos a tomarlo en el bar de Bellido Gémez.» —No; el desayuno os lo puedo preparar en seguida. Nos volvimos: era Agueda, parada junto al quitio de Ja puerta, con el. pringoso pelo gris enrollado en trenzas. —Gracias, prima, gracias; pero prefiero que nos des. pidamos ahora. Desayunaremos en el ba>-y-en..seguida jal.tren!. Me hubiera causado un gran trastorno el pet derlo, como ya le dije a éste, creo. = “Asi se hizo todo. Severiano me acompafié, pasamos a desayunar en ehbar, y Juego me dejé en el tren. «jA ver si vuelves pronto, Roquete; que no se vayan a. pasar tts ocho o diez afios antes de que te acuerdes de nos- otros!» «jDescuida!» ¥ allé se quedé, como un pasmarote, haciendo adiés con la mano. 2Qué se me daba a mi de toda aquella absurda historia“del manuscrito? .Ni siquiera estoy se- garo de que todo ello no fuera una pura quimera. (1948) 102 El Tajo I —Adénde ird éste ahora, con la solanera? —oyé que, a sus espaldas, bostezaba, perezosd, la voz del capitan. EI teniente Santolalla no contesté, no volvié la cara. Parado en él hueco de la puertecilla, paseaba la vista por el campo, lo recorrfa hasta las lomas de enfrente, donde estaba apostado el enemigo, allé, en las alturas calladas; luego, bajéndola de nuevo, descansé la mirada por un momento sobte la mancha fresca de la viéia y, en seguida, poco a poco, negligente el paso, comenz6 a alejarse del puesto de mando —aquella casita de adobes, una chabola casi, donde los oficiales de 1a compafifa se pasaban ju- gando al tute las horas muertas. Apenas se habia separado de la puerta, le alcanzé to- davia, recia, Yana, la voz del capitén que, desde dentio, le gritaba: —jTrdete para acd algin racimo! . Santolalla’ no respondié; era. siempre lo mismo. Tiem- po y tiempo Ievaban sesteando alli: el frente de Aragén) no se movia, no, recibia refuerzos, ni érdenes;~parecia olvidado, {La guerra avanzaba por otras regionés; por alli, nada; en aquel sector, nunca hubo nada. Cada ma- fiana se disparaban unos cuantos tiros de parte y. parte —especie de saludo al enemigo—, y, sin ello, hubiera podido creerse que no habia nadie del otro lado} en la soledad del campo tranquilo, Medio en broma, $¢ habla- 103 ba en ocasiones de organizar un partido de fitbol con los rojos: azules contra rojos*. Ganas de charlar, por supuesto; no habia demasiados temas y, al final, también la baraja hastiaba... En la calma del mediodfa, y por la noche, subrepticiamente, no faltaban quienes se alejasen de las lineas; algunos, a veces, se pasaban al enemigo, o se perdian, caian prisioneros; y ahora, en agosto, junto a otras precarias diversiones, los vifiedos eran una ten- tacién. Ahi mismo, en la hondonada, entre Ifneas, habia una vifia, descuidada, si, pero hermosa, cayo costado se podfa ver, como una mancha verde en la tierra teseca, desde el puesto de mando. El teniente Santolalla descendié, caminando al sesgo, por largos vericuetos; se alejé —ya conocia el camino; lo hubiera hecho a ojos cerrados—; anduvo: Iegé en fin a la vifia, y se interné despacio, por entre las crecidas cepas. Distrafdo, canturreando, silboteando, avanzaba, la cabeza baja, pisando los pémpanos secos, los sarmientos, sobre Ia tierra dura, y arrancando, aqui una uva, més alld otra, entre las més granadas, cuando de. pronto —«jHostia!» ®—} muy cerca, ahf mismo, vio alzarse un bulto ante susgjos. Era —zedmo no lo habia divisado antes? un iano que se incorporaba; por suerte, medio de espaldas y fusil en banderola*. Santolalla, en el sobresalto, tuvo el tiempo justo de sacar su pistola y apuntarla, Se volvié el miliciano, y ya lo tenfa enca- fionado. Acerté a decir: «jNo, no!», con una mueca tara sobre la sorprendida placidez del semblante, y ya se doblaba, ambas manos en el vientre; ya se desplomaba de bruces.... En las alturas, varios tiros de fusil, dispa- rados de una y otra banda, tespondian ahora con alarma, ciegos en el bochorno del campo, a los dos chasquidos % Es sabido que Jos partidarios de Ia Repiblica fueron cali- ficados en general de rojos por sus enemigos, mientras que los falangistas tomaron como insignia de su partido Ia camisa azul. Los equipos de fiitbol se distinguen también por sus colores, 5 und exclamacién de tono blasemo que suele emplearse ea Espafia para expresar sorpresa. Algunos comentaristas han visto en ella une intencién simbélica. % Es decir, el fusil terciado sobre el hombro. 104 de su pisiola en el hondén, Santolalla se arrimé al cafdo, Jo sac6 del bolsillo la cartera, levanté el fusil que se Je habfa descolgado del hombro y, sin prisa —ya los dis- paros raleaban—, regres6 hacia las posiciones. El capitén, el otro teniente, todos, lo estaban aguardando ante el puesto de mando, y Jo saludaron con gran algazara al verlo regresar sano y salvo, un poco pélido, en una mano el fusil capturado, y la cartera en Ja otra. Luego, sentado’én uno de los camastros, les conté Jo sucedido; hablaba despacio, con tensa lentitud. Habia soltado le cartera sobre la mesa; habfa puesto el fusil contra un rincén. Los muchachos se aplicaron en se- guida a examinar el arma, y el capitén, displicente, cogi Ta cartera; por encima de su hombro, el otto teniente curioseabe también los papeles del miliciano. —Pues —dijo, a poco, el capitan dirigiéndose a San- tolalla—; pues, jhombre!, parece que has cazado un ga- zapo de im’ propia tierra. No eras ti de Toledo? —y le alargé el carnet, con filiacién completa y retrato. Santolalla lo miré, aprensivo: ¢¥ este presumido son- riente, gorta sobre la oreja y unds tufos asomando por el otto lado, éste era la misma cara alelada —«;no, no!»— que hacfa un rato viera venirsele encima la muerte? ” Era la cara de| Anastasio Lépez Rubielos, nacido en Toledo el 23 de diviembre de 1919 y afiliado al Sindicato de Oficios varios de la U. G. T.™. ¢Oficios varios? ¢Cudl serfa el oficickde aquel cometivas? Algunos dias, bastantes, estuvo el camet sobre la mesa del puesto de mando. No habfa quien entrase, as{ fuera para dejar Ia diaria racién de pan a los oficiales, que no lo tomara en sus manos; le daban ochenta vueltas en la distraccién de Ia charla, y lo volvian a dejar ahf, hasta que otto ocioso -viniera a hacer lo mismo. Por iltimo, ® Unién General de Trabajadores: 1a central sindical ligada al Partido Socialista Obrero Espafiol, que desaparecido el régimen de Franco se ha restablecido de nuevo en Espafia y estd fun- cionando. Fl Sindicato de Oficios Varios agrupaba a profesiones diversas que no tenfan afiliados suficientes para constituir un sindicato propio, tales ‘como los maestros de escucla, 105 ya nadie se ocupé més del carnet. Y un dia, el capitén lo deposits en poder del teniente Santolalla. —Toma el retrato de tu paisano —le dijo—. Lo guardas como recuerdo, lo tiras, 0 haz lo que te dé la gana con él. Santolalla lo tomé por el borde entre sus dedos, vacil6 un momento, y se resolvié por tiltimo a sepultarlo en su: propia carteta. Y como también por. aquellos dias se habia hecho desaparecer ya de la vifia el cadaver, quedé en fin olvidado ef asunto, con gran alivio de Santolalla. Habfa tenido que sufrir —él, tan reservado— muchas alusiones de mal gusto a cuenta de su hazafia, desde que el viento comenzé a tract, por réfagas, olor a ,podrido desde abajo, pues la general simpatia, un tanto admirativa, del primer momento.dejé paso en seguida a necias chi- rigotas, a través de las cuales é se veia refléjado como un tipo torpén, extravagante e infelizote, cuya aventura no podia dejar de tornar en cémico; y asi, le formulaban toda clase de burlescos reproches por aquel hedor de que era causa; pero como de veras Iegara a hacerse insoportable, y a todos les tocara su parte, segdn los vientos, se concerté con el enemigo tregua para que un destacemento oh milicanos pudiets retirar e inhumat sin riesgo el cuerpo de su compaiiero, Ces6, pues, el hedor, Santolalla se guardé los docu- mentos en su cartera, y ya no volvié a hablarse del caso pe Esa fue su nica aventura memorable en toda la gue- tra. Se le presenté en el otofio de 1938 “, cuando levaba Santolalla un affo largo como primer teniente en aquel mismo sector del frente de Aragén —un sector tran- quilo, cubierto por unidades flojas, mal pertrechadas, sin combatividad ni mayor entusiasno. Y por entonces, ya la campaiia se acercaba a su término; \poco después “ Scgtin esta fecha el miliciano muerto tendrfa, habiendo ia: cido en diciembre de 1919, alrededor de diecinueve afios. 106 Iegazia para su compaiiia, con gran nerviosismo de todos, desde el capitén abajo, la orden de avanzar, sin que hu- bieran de encontrar a’ nadie por delante; ya no habria enemigo. La guerra pas6, pues, para Santolalla sin pena ni gloria, salvo aquel incidente que a todos parecié nimio, ¢ incluso. —absurdamente— digno de chacota, y que pronto olvidaron, El no lo olvidé; pensé olvidarlo, pero no pudo. A partir de abf, la vida del frente —aquella vida hueca, esperando, aburrida, de Ia que a ratos se sentfa harto— comenz6 a hacérsele insuftible. Estaba harto ya, y hasta —en verdad— con un poco de bochorno. Al principio, recién incorporado, recibié este destino como una ben: dicién: habfa tenido que presenciar durante los primeros. meses, en Madrid, en Toledo, demasiados horrotes;_y cuando se vio de pronto en el sosiego campestre, y halls que, contra lo que hubiera esperado, Ia disciplina de campafia era més laxa que la ratina cuartelera del servicio militar cumplido afios antes, y no mucho mayor el riesgo, cuando se familiatiz6 con sus compafieros de armas ¥ con sus obligiciones de oficial, sintiése como anegado en una especie de suave pereza. El capitan Molina —ofi- cial de complemento, como él— no era mala persona; tampoco, el otro teniente; eran todos gente del montén, cada cual con sus: trucos, cierto, con sus pesadeces y tnanis, pero (puenas personss! Probeblemente alguna influencia, alguila recomendaciGn, haba militado ® a favor de cada uno para promover la buena suerte de tan cémodo destino' pero de eso —claro esté— nadie hablaba, Cum- plian sus deberes, jugaban a la baraja, comentaban las noticias y rumores de guerra, y se quejaban, en verano del calor, y del frfo en invierno. Bromas vulgates, siempre Jas mismas, eran el. habitual desahogo de su alegria, de su malevolencia... * Los estudiantes universitarios, es decir, los muchachos. de 4a lage media, podian hacer su servicio militar diectamente como ciales. # Advitrtase Ja ironia de la palabra militado aplicada tiones de intencién poco militar. ° “ee 107 Prdcurando no disonar demasiado, Santolalla encontré la'manera de aislarse en medio de ellos; |no consiguié evitdr que lo considerasen como un tipo rato, pero, con sus rafezas, consiguié abrirse un poco de soledad} Je gustaba andar por el campo, aunque hiciera sol, aunque hubiera’ nieve, mientras los demés tesobaban el naipe; tomaba a su cargo servicios ajenos, recortia las lineas, vigilaba, respiraba aire fresco, fuera de aquel chamizo maloliente, apestando a tabaco. Y asf, en la apacible entitud de esta existencia, se le antojaban lejanos, muy Iejanos, los ajetreos y angustias de meses antes en Ma- dtid,. aquel desbordamiento, aquel vértigo que él debid observat mientras se desvivia por animar a su madre, cons- ternada, alli, en medio del hervidero de herofsmo y_de infamia\ con el temor de que no fuetan a descubrir al yerno, falangista notorio, y a Isabel, la hija, escomdida con él, y de que, por otro lado, pudiera mientras tanto; en Toledo, pasarle algo al obstinado e imprudente an- ciand... Pues el abuelo se habia quedado; no habfa con- sentido en dejar la casa. Y — Y el abuelo, que lo habia estado contemplando con pachorra, volvia a la carga: «¢Has lefdo hoy el. periédico?» No cejaba, hasta hacerle que saltara, agresivo; y ahi venian las grandes parrafadas nerviosas, ittitadas, sobre la brutalidad ger- ménica, la civifizacién en peligro, Ja humanidad, la. cul- tura, etcétera,* con acompafiamiento, en ocasiones, de puiietazos sobre la mesa. «Siempre lo. mismo», murmu- taba, eitervada, la madre, sin mirar ni a su matido ni a su suegro, por miedo a que el fastidio le saliera a los” ojos. Y los nifios, Isabelita y él, presenciaban una vez més, intimidados, el torneo de costumbre entre su padre y su abuelo: el padre, excitable, serio, contenido; el abuelo, mordaz y seguro de sf, diciendo cosas que lo en- tusiasmaban a 41, a él, si, 2 Pedrito, que se sentia también germanéfilo y que, a escondidas, por la calle y aun en % Generalmente la informacién de las derrotas suftidas por el propio éército suele asumir la forma eufemistica de «rctirada cestratégica». ut el colegio mismo, ostentaba, prendido al pecho, ese pre- ciado botén con los colores de la bandera alemana* que tenia buen cuidado de guardarse en un bolsillo cada vez que de nuevo, el montén de libros bajo el brazo, entraba por las puertas de casa. Sf; él erajgermancfilo furibundo, como la mayoria de los otros chicos, y en la mesa seguia con pasién los debates entre padre y abuelo, aplaudiendo en su fueto interno la dialéctica burlona de éste y lamen- tando la obcecacién de aquél, a quien hubiera deseado vet convencido. Cada discusién remachaba mds. sus en- tusiasmos, en los“que-sdlo, a veces, le hacia vacilar su madre, cuando, al refiirle ‘suavemente a solas por sus banderfas y «estupideces de mocoso» —su emblema habia sido descubierto, 0 por delacién o por casualidad—, le hacfa consideraciones templadas y Ienas de sentimiento sobre la gctitud que corresponde a los nifiom en estas cuestiones} sin dejar de deslizar al paso alguna alusién a Jas is del abuelo, «a quien, como comprenderés, tu padre no puede faltarle al respeto, por més que su edad Je haga a veces ponerse carganten, y de decir también alguna palabrita sobre las atrocidades cometidas por Ale- mania, rehenes ejecutados, destrozos, de que los-periédi- cos rebosaban®. «jPor nada del mundo, hijo, se justifica eso!» La madre lo decfa sin violencia, dulcemente; y a €Lno dejaba de causarle alguna impresin. «2¥ t6? —pre- guntaba més tarde a su hermana, entre despectivo y cap- cioso—. eT eres francéfila, o germanéfila?... Ta tienes que ser franc6fila; -para las’ mujeres, esté bien ser fran- c6filo» ®, Isabelita no respondfa; a ella la abrumaban las discusiones domésticas. Tanto, que la madre —de casualidad pudo escucharlo en una ocasién Pedrito— le _® Muchisima gente ostenté durante la Guerra Mundial simpatias mediante un distintivo con los colores. nacionales “de uno u oto pals y leyendas distintas. Entre éstas no faltaba tam ogp la que advertia: . 2 pedia al padre «por Jo que més quieras», que evitara las frecuentes escenas, «precisamente a la. hora de las co- midas, delante de los nifios, de la criada; un espectéculo tan desagradable». «Pero gqué quieres que yo le haga —habfa teplicado él entonces con tono de irritacién—. Si no soy yo, jcaramba!, si es él, que no puede dejar de... No le bastard para despotricar, con su tertulia de carcamales? gPor qué no me deja en paz a mi? Ellos, como militares, admizan a Aleniania y a su cretino kéi- ser“; més les valdrfa conocer mejor su propio oficio. Las hazafias del ejército alemén, sf, pero ¢y ellos?, equé! jdesastre tras desastre: Cuba, Filipinas, Marruecos!> *. Se desahegé a su gusto, y él, Santolalla nifio, que lo ofa por un azar, indebidamente, estaba confundido... El pa- dre —tal eta su cardcter—, 0 se quedaba corto, 0 se pasaba de la raya, se disparaba y excedfa. En cambio ella, ‘la madre, tenfa un tacto, un sentido justo de la medida, de las.convéniencias y del mundo, que, sin quererlo ni buscarlo, solfa proporcionarle a él, inocente, una adecuada via de acceso hacia 1a zealidad, tan abrupta a veces, tan inabordable. ¢Cuidntos afios tendria (siete, cinco), cuando, cierto dia, acudié, todo sublevado, hasta ella con la noticia de que a la lavandera de casa la habfa apaleado, Borracho, en medio de un gran alboroto, su marido?; y la madte averigué primero —contra la’ serenidad de sus preguntas rebotaba la excitacién de las informaciones infantiles—cémo se habla enterado, quién se lo habia dicho, prometiéndole intervenir no bien acabara de pei- narse. ‘Y'mientras se clavaba con cuidadoso estudio las horquillas en el pelo, parada ante el espejo’de la cémoda, desde donde espiaba de reojo las zeacciones del pequefio, le hizo comprender por el tono y tenor de sus condena- ciones que el caso, aungue lamentable, no era tan asom- broso como ¢] se imaginaba, ni extraordinario siquiera, sino més bien, por desgracia, demasiado habitual entre EL Kaiser, o emperador en alemén, fue en efecto el centro principal de Ia odiosidad de sus enemigos. S Se refere a log desastres de Santiago de Cube y Cavite en Ja guerra’ con los Estados Unidos (1898) y a: los desastres del Barranco del Lobo (1909) y Annual (1921) en Marruecos. 113 esa gente pobre ¢ inculta. Si el hombre, después de cobrar sus jornales, ha bebido unas copas el sébado, y Ja pobre mujer se exaspera y quizd se propasa a insultatlo, no era raro que el vino y Ja ninguna educacién le pro- pinasen una respuesta de palos. «Pero, mamé, la pobre Rite...» El pensaba en la mujer maltratada; le tenfa lés- tima y, sobre todo, le indignaba la conducta brutal del hombte, a quien sélo conocia de vista. ;Pegarle! No era increfble?... Habia pasado a mirarla, y la habia visto, como siempre, de espaldas, inclinada sobre la pileta; no 4 se habfa atrevido a dirigirle la palabra. «Ahota voy a ver yo—dijo, por iltimo, la madre—. ¢Esté ahi?» «Aba- jo esté, lavando. Tendremos que separarlos, . eno, mamé?»... Cuando, poco después, tras. de su madre, es- cuché Santolalla a la pobre mujer quejarse de las ‘ma- gulladuras, y al mismo tiempo le oyé frases de disculpa, de resignacin, convirtié de golpe en desprecio su ira vindicativa, y hasta considerd ya excesivo celo el de su madre lamando a capitulo al borrachin para hacerle re- convenciones ¢ insinuarle amenazas. a En otra oportunidad... Pero jbasta! Ahora, todo eso se lo representaba, didfano y preciso, muy vivido, aunque allen un mundo itreal, segregado por completo del joven que después habfa hecho su carrera, entablado amis- tades, preparado-concursos y oposiciones, leido, discutido y anhelado, en medio: de aquel remolino que, a través de Ia Reptblica, condujo a Espafia hasta el vértigo de la guerra civil. Ahora, descansando aqui, al margen, en este sector quieto del frente aragonés, el teniente Pedro Santolalla preferfa evocar asf a su gente en un feliz pasado, antes que pensar en el azaroso y desconocido presenté que, cuando acudfa a su pensamiento, era para henchisle el pecho en un suspito 0 recorrerle ‘el cuerpo con un repeluzno. Mas ¢cémo evitar, tampoco, la idea de que mientras él estaba allf tan tranquilo, entregado a sus vanas fantasfas, ellos, acaso?... La ausencia acumula el temot de todos los males imaginables, proponiéndolos juntos al sufrimiento en conjeturas de multitud incom. patible; y Santolalla, incapaz de hacerles frente, recha- zaba este mal sabor siempre que le revenfa, y procuraba 114 volverse a recluir en ‘sus recuerdos., De vez én cuando, venfan a sacudirlo, a despertarlo, cartas del abuelo; las primeras, si por un lado lo habjan tranquilizado” algo, por otro Je trajeron nuevas preocupaciones. Una legs anunciéndole con més alborozo que detalles cémo Isa- belita habja‘escapado con el matido de la zona roja, «de- bido a los buenos aunque onerosos servicios de una embajada»®, y que ya los tenfa-a su lado en Toledo; la hermana, én una apostilla, le prometia noticias, le anticipaba carifios. El se alegrd, sobre todo por el viejo, que en adelante estaria siquiera atendido y acompafiado. Ya, de seguro —pensé—, se habria puesto en campaiia para conseguirle al zanguango del cufiado un puesto conveniente... A ‘esta idea, una oleada de confuso te- sentimiento contra el recio anciano, tan, poseido de sf mismo, le font6 a la cara con rubores donde no bubie- ran sido discernibles la indignacién y la vergiienza; velalo de nuevo empecinado en medio de la refriega toledana, pugnando a cada instante por salirse a la calle, asomarse al balcGn siquiera, de modo que él, aun con la ayuda - dela fiel Rita, ahora ya vieja y medio baldada, apenas era capaz de retenerlo, cuando gqué hubiera podido hacer allf, con sus sesenta y seis afios, sino estorbar?, mientras que, en cambio, a él, al nietecito, con sus véintiocho, eso sf, Io haria destinar en seguida, con una unidad de relleno, a este apacible frente de Aragén... La terquedad del. anciano habia sido causa de que la familia quedara sepatada y, ton ello, los padres —solos ellos dos— si- guieran todavia a la fecha expuestos al peligro de Ma- drid, donde, a no ser por aquel estipido capricho, es- tazian todos corriendo juntos Ia misma suerte, apoydndose tunos a otres, como Dios manda: él les hubiera podido aliviar de algunas fatigas y, cuando menos, las calamida- des inevitables, compartidas, no crecerfan asf, en esta ansia de Ia separacién... «Seré cuestién de pocos dias —habia sertenciado todavia el abuelo en Ia ltima con- % En efecto algunas de las Embsjadas acreditadas en Madrid ee ts acl Algae legs a coder a prsodon diploma sus locales, a extender so ip Suna serie de edlfcios ‘destinados a este lucrativo ‘hospedaje, 115 fusién de la lucha, con Ia legada a Toledo de Ja feroz columna africana y la liberacién del Alcézar—. Ya es cuestién de muy pocos dias; esperemos aqui.» Pero pa- saron los dias y las semanas y el ejétcito no. entrd en Madrid™, y siguié la guerra meses y meses, y allé se quedaron’ solos, Ia madre, en su_afliccién inocente; el padre, no menos ingenuo que ella, desamparado, sin mafia, el pobre, ni expedicién para nada... . En esto iba pensando, baja la cabeza, por entre los vifiedos, aquel mediodia ‘de agosto en que le acontecié toparse con un miliciano, y —su tinica aventura durante Ja guerra toda—, antes de que él fuera a matarle, lo dejé en el sitio con dos balazos. sae8 'A partir de abi, Ja guerra —lo que pata el teniente Santolalla estaba siendo la guerra: aquella espera vacia, inttil, que al principio le trajera a la boca el sabor deli- cioso ‘de remotas vacaciones y que, después, aun en sus horas més negras, habia sabido conllevar hasta efttonces como una mds de tantas incomodidades que la vida tiene, como cualquier especie de enfermedad pasajera, una gripe, oe ———_— pase comenz6 a hacérsele insufrible de todo punto. Se sentia sacudido de impaciencias, irritable; y si al regresar de su aventura le sostenia la emocionada satisfaccion de haberle dado tan fécil remate,’ luego, los documentos del miliciano dejados sobre lamesa, el aburrido trans. curso de los dfas siguientes, el curioseo constante, le producfan un insidioso malestar, y, en fin, lo encoco- aban las bromas que més tarde empezaron a permitirse doa caballo por la Puerta del Sol. La resistencia del pueblo madrilefo, fue sometido hasta el final, result6 una sorpresa para todos, 116 algunos a propésito del olor. La primera vez que el olor se not, sutilmente, todo fueron conjeturas sobre su posible origen: venia, se insinuaba, desaparecfa; hasta que alguien recordé al miliciano muerto abf abajo por mano del. teniente: Santolalla y, como si ello tuviese muchisime gracia, exploté una risotada general También fue en ese preciso momento y no antes cuan- do Pedro Santolalla vino a caer en la cuenta de por qué desde hacfa rato, extrafiamente, queria insinudrsele en la memoria el penoso y requeteolvidado final de su perra Chispa; si, eso era: el olor, el dichoso olorj... Y al aceptar de leno el recuerdo que lo habfa estado ron- dando, volvié a inundarle ahora, sin atenuaciones, todo el desamparo que en aquel entonces anegara str corazén de nifio, ;Qué absurdo! ¢Cémo podfa repercutir asf en i, al cabo del tiempo y en medio de tantas desgracias, ‘incidente tan mintisculo como Ja muerte de ese pobre animalito? Sin embargo, recordaba con precko dolor y en todas sus circunstancias la desaparicién de Chispa. A Ja muy picara le habfa gustado siempre escabullirse y thacer corzerfas misteriosas, para volver -horas después a casa; pero en esta ocasién parecfa haberse perdido: no regresaba. En familia, se discutieron las escapatorias del chucho, dando por seguro, al principio, su vuelta y pro- metiéndole castigos, cerrojos, cadena; desesperando luego con inquietud, El, sin decjr nada, Ia habia buscado por todas pares, habja hecho rodeos al ir para el: colegio y a la salida, por si la suerte querfa ponerla al alcance de sus ojos; y st primera pregunta al entrar, cada tarde, era, anhelante, sila Chispa no habia vuelto... <¢Sabes que he visto a tu perro?», le notifies cierta mafiana en la escuela un compafiero. (Con indiferencia afectada v secreta esperanza, se habia cuidado él de propalar alli el motivo de su cuita.) «He visto a tu perro» —le dijo; y, al decirselo, lo observaba con ojo malicioso. «De veras? —profirié él, tratando de apaciguar la ansiedad de su pecho—. g¥ dénde?» «Lo vi ayer tarde, esabes?, en el callején de San Andrés.» El callej6n de San Andrés eta una corta calleja entre tapias, cortada al fondo por 17 Ja cerca de un huerto. «Pero... —vacilé Santolalla, des- animado—. Yo iria a buscatlo; pero... ya no estard alli.» «2Quién sabe? Puede que todavia esté alli —aventurd el otro con sonrisa reticente—. Si —afiadi6—; lo més fécil es que todavia no lo hayan recogido.» «¢Cémo?», salté él, pélida la voz y la cara, mientras su’ compaiiero, después de-una pausa, aclaraba; tranquilo, calmoso, con ojos chispeantes: tfa, Iuego—: Pero ja'lo mejor no era tu perro! A mi, gsabes?, me pareci6; pero a lo mejor no eta.» Lo era, sf Pedro Santolalla habia cozrido hasta el callején’de San Andrés, y alli encontré a su Chispa, horrible entre una nube de moscas; el hedor no le dejé acercarse. «¢Era por fin tu perro? —le pregunté al dia siguiente el otro | muchacho. Y agtegs—: Pues, mira: yo sé quién lo ha miatado.» Y, con muchas vueltas mentirosas, le conté una historia: a pedradas, lo habfan acottalado alli unos grandullones, y como, en el acoso, el pobre bicho tirase a uno de ellos una dentellada, fue el bétbaro a proveerse de garrotes y, entre todos, a palo limpio... «Pero chillaria mucho; Jos perros chillan, muchisimo.» «Me figuro yo cémo chillaria, en medio de aquella soledad.» «Y ti, gti cémo lo has sabido?» «jAh! Eso no te lo puedo decir.» «Es que lo viste, acaso?» Empezé con evasivas, con ton- tetias, y por ultimo dijo que todo habfan sido suposiciones suyas, al ver la perra deslomada; Santolalla no consiguié sacarle una palabra més. Llegé, pues, deshecho a su casa; no refirié nada; tehfa-un’ nudo en la garganta; el mundo entero le parecia desibrido, desolado —y en ese mismo estado de dnimo se encontraba ahora, de nuevo, recor- dando a su Chispa muerta bajo las ramas de un cerezo, en el fondo del callején—. {Era el hedor! El hedor, sf; el maldito hedor. Solamente que ahora provenia de un cadaver mucho més grande, el cadaver de un hombre, y no hacfa falta averiguar quién habfa sido el desalmado que lo maté. —gPara qué lo maté, mi teniente? —preguntaba, com: pungido, aquel bufén de Iribarne por hacerse el chis- toso—. Usted, que tanto, se enoja cada vez que’a algtin 118 «S{, hombre; estaba muerto —y admi- | caballero oficial se le escapa una pluma,..* —y se pinzaba la nariz con dos dedos—, miten lo que vino a hacer... @Verdad, mi capitén,' que el teniente Santolalla hubiera hecho mejor trayéndomelo a m{? Yo lo pongo de esclave a engrasar las botas de los oficiales, y entonces iban a ver cémo no tenfan ustedes queja de mi ~;Céllate, imbécil! —le ordenaba Santolalla—. Pero como él capitén se las tela, aquel necio volvia pronto a sus patochadas. Unteneron, pues, y olvidaron al miliciano; pero, con esto a Santolalla se Je habfa estropeado el humor defi- itivamente! La guetra comenz6 a parecerle una. broma ya demasiado larga, y sus compafieros se le hacfan in- Soportables, inaguantables de veras, con sus bostezos, sus xplumas» como decia ese majadero de Iribame— y sus ctermas chanzas, Habla empezado llover, @ hacer frfo, y aunque tuviera ganas, que no las tenia, ya no era posible salitsdel puesto de mando. . que ahora lo aiediaban, el més asiduo en estos tiltimos meses de la guerra era uno —él lo_tenfa etiquetado bajo el nombre de episodio Rodrfguezi?— que, en secreto, habfa amargado varios meses de su nifiez. {Por algo ese ape- llido, Rodriguez, le resulté siempre, en lo sucesivo, anti- pético, hasta el ridiculo extremo de prevenitle contra ‘cualquiera que lo Ievase! Nunca podria ser amigo, amigo de veras, de ningiin Rodriguez; y ello, por culpa de aquel odioso biuto, casi vecino suyo, que, parado en el portal de su casucha miserable... —ahf lo veia atin, rechoncho, ms bajo que él, sucias las piernotas y con una gorra de visera encima del rapado meldn, espiando su paso hacia el colegio por aquella calle de 1a amargura, para, inde- fectiblemente, infligitle alguna imprevisible injuria—. Mientras no pasé de canciones alusivas, remedos-y otras burlas —como el dia en que se puso a andar por de- lante de él con un par de ladrillos bajo el brazo imitando sus libros —fue posible, con derroche de prudencia, ef disimulo; pero llegé el lance de las bostas... Rodriguez habia recogido dos o tres bolondrones al verle asomar por la esquina; con ellos en Ia mano, aguardé a tenerlo 121 a tito y..., Jo sabfa, lo estaba viendo, lo veia en su cata taimada, lo esperaba, y pedia en su interior: «;que no se atreva! jque no se atrevaln; pero se atrevié: tiré al sombrero una de aquellas doradas inmundicias, que se deshizo en rociada infamante contra su cara, Y todavia dice: «Toma, sefioritingo!»...”. A la fecha, atin sentfa el teniente Santolalla subirsele a las mejillas la vergiienza, el grotesco de Ia asquerosa Iluvia de oro sobre su sombrerito de nifio... Volvidse y, rojo de ira, encaré a su adversario; fue hacia él, dispuesto a romperle la cara; peto Rodriguez lo vela acercarse, impertuzbable, con una sonrisa en sus dientes blancos, y' cuando lo tuvo cerca, de improviso, jzas!, lo recibid con un puntapié entre las ingles, uno solo, atinado y seco, que le quité la respiracién, mientras de su sobaco se desprendian los libros, dchojéndose por el suelo. Ya el canalla, se habia refugiado en su casa, cuando, al cabo de no poco rato, pudo reponerse... Pero, con todo, lo més aflictivo fue el resto: su vuelta, su congoja, la alarma de su madre, el interrogatotio del padre, obstinado en apurar todos los detalles y, luego, en las horas siguientes, el solitario ctecimiento de sus ansias vengativas, «Deseo», «anhelon, no son las palabras; més bien habrfa que decir: una necesidad fisica tan imperiosa como el hambre o la sed, de traerlo a casa, atarlo a una columna del patio y, ahi, dispararle un tiro con el pesado revélver del abuelo. Esto es lo que queria con vehemencia imperiosa, lo que do- Jorosamente necesitaba; y cuando el abuelo, de quien se prometia esta justicia, rompié a refr acaricidndole 1a ca- beza, se sintié abandonado del mundo. Hiabfan pasado afios, habia crecido, habia cursado su bachillerato; después, en Madrid, filosofia y letras; \ con intervalos mayores 0 menores, nunca habia dejado de cruzarse con su enemigo, también hecho un hombre Se miraban al paso, con simulada indiferencia, se miraban ® Todo ‘este episodio subrayasutilmente el de clases sociales que fue uno de los factores en el fondo de Ia Guerra Civil espafiola. Por supuesto la clase media, a la que pertenece el protagonista, estuvo dividida en sus lealtades. 122 como desconocidos, y seguian adelante; pero zacaso no sabian ambos? ... ; pa- recia buscar con la vista una silla que offecerle. Sin darse cuenta, Santolalla siguié su mirada alrededor de la habitacién: habfa una silla, pero bajita, enana; y otra, con el asiento hundido. Mas 2por qué habia de sentarse? iQué tontetia! Habia dicho: «jBuenos dias!» al entrar; ahora agregs: —Quisiera hablar con alguno de Ia familia —interto- g6—: la familia de Anastasio Lépez Rybielos gvive aqui? Se habia’ repuesto; si voz sonaba ya firme. —Rubielos, sf: Rubielos —tepetta el viejo. Y 41 insistié en preguntarle: —Usted, por casualidad, ges de la familia? —Si, sf,’ de la familia —asentia. Santolalla deseaba hablar, hubicra querido hablar con cualquiera menos con este viejo. —¢Su tbuelo? —inguirié todavia —Mi Anastasio —dijo entonces coti rara seguridad el abuelo—, mi Anastasio ya no vive aqui. . —Pues yo vengo a traetles a ustedes noticias del po- bre Anastesio —declaré ahora, pesadamente, Santolalla, Y, sin que pudiera explicar cémo, se dio cuenta en ese instante mismo de que, més adentro, desde el fondo oscuro de la casa, alguien lo estaba acechando. Dirigié una mirada furtiva hacia el interior, y pudo discernit en Ja penumbra una puerta entornada; nada més. Alguien, de seguro, lo estaba acechando, y él no podia ver quién, —Anastasio —tepiti6 el abuelo con énfasis (y sus ma. nos enormes se juntaton sobre el bastén, sus ojos tomaron ung sequedad eléctrica)—. Anastasio ya no: vive aqu{: 129 no, sefior —y agregé en voz més baja—: nunca volvid. 2_Ni volveré —notificé Santolalla—. Todo lo tenia pensado, todo preparado. Se obligé a affadir: —Tuvo mala suerte Anastasio: murié en la guetra; Jo mataron. Por eso vengo yo a visitarles... Estas palabras las dijo Ientamente, secdndose las sienes con el pafiuelo. —Si, sf, mutié —asentfa el anciano; y la fuerte cabe- za Ilena de arrugas se movia, afirmativa, convencida murié, sf, el Anastasio. Y yo, aquf, tan fuerte, con mis afios: yo no me muero. Empezé a reirse. Santolalla, tonto, turbado, aclaré: Es que a él lo mataron. No se hubiera sentido tan incémodo, pese a todo, sin la sensacién de que lo estaban espiando desde adentro. Pensaba, al tiempo de echar otra mitada de reojo al interior: «Es esttipido que yo siga aqui. Y si quisiera, en cualquier momento podrfa irme: un pasos y ya estoy en la calle, en la esquina.» Pero no, no se itfa: ;quieto! Estaba agarrotado, violento, alli, parado delante de aquel viejo chocho; pero ya habia comenzado, y seguitia. Si- guid, pues, tal como se lo habia propuesto: conts que él habfa sido compafiero de Anasasio; que se habfan, encon- trado y trabado amistad en el frente de Aragén, y que a su lado estaba, precisamente, cuando vino a heritle de muerte una bala enemiga; que, entonces, él habia recogido de su bolsillo este documento... Y extrajo del suyo el camnet, lo exbibi6 ante la cara del viejo. En ese-preciso instante irrumpié en la saleta, desde el ’ fondo, una mujer corpulenta, motena, vestida de negro: se acercd al viejo y, ditigiéndose a Santolalla: —eDe qué se trata? ;Buenos dias! —pregunté, Santolalla le explicé en seguida, como mejor pudo, que durante la guetra habia conocido a Lépez Rubielos, gue habfan sido compafieros en el frente de Aragén; que alli habfan pasado toda la campafia: un lugar, a decir verdad, bastante tranquilo; y que, sin embargo, el pobre chico haba tenido la mala pata de que una bala perdida, quién sabe cémo... 130 —¥ a usted gno le ha pasado nada? —le pregunté a mujer con cierta aspereza, mirdndolo de arriba abajo, —2A mi? A mi, por suerte, nada, {Ni pin rasguio en toda la campafia! ° —Digo,,después —aclaré, lenta, la muj 4 7 ae y ay ijerona. Santolala se zubotiz6; respondié, aprenurado: —Tampoco después... erte ¢ i: do Piano des ‘ave suerte gsabe? Si, he teni —Atigos habré tenido —reflexioné ella, consul Ia apaiencia de Santolalls, su trje, sus pn entregé el catnet que tenfs ea que tenfa en una de ellas, pre- Ere hijo suyo? : 1a mujer ahora, se puso a mirar el retzato muy des pacio; repasaba el'texto imy scritos baci; repasaba el texto impreso y manuscrito; To estaba Pero al cabo de un rato se lo devolvié, y fue a traetl una silla: entre tanto, Santolalla y el viejo se observaban en silencio. Volvié ella, y mientras colocaba Ia silla en frente, reflexioné con voz. apagada: —iUna bala perdida! jUna bala perdida! Bsa no es tuna muerte mala. No, no es mala; ya hubieran querido morir asi su padre y su otro hermano: con el fusil em. pufiado, Iuchando. No es éa mala muerte, no, ¢Acaso no hubiera sido peor para él que lo torturasen, que lo hu. biesen matado como a un conejo? ¢No hubiera sido peor el fusilamiento, la horca?... Si atin temfa yo que no hubiese muerto y todavia me Jo tuvieran,.. je mala, desimadejado, con la cabeza baja y el caret le Anastasio en Ja mano, colgando entre sus rodillas ofa sin decir nada aquellas frases oscuras. ” —Asi, al menos —prosiguié ella, sombria—, se ahorrd lo de después; y, ademés, cayé el pobrecito en medio de sus compafiefos, como un hombre, con el fusil en la mano... 2Dénde fue? En Aragén, dice usted. ¢Qué viento le levétia hasta alld? Nosotros’ pensébamos que habria © Queda aqut aludida Ja represién contra i después de Ia Guerra, Ta madre de Ansstaso sospede tne su visitante no haya salido mal pesado. 131 cortido la ventolera de Madrid. ¢Hasta Aragén fue a dejarse el pellejo? ‘La mujer hablaba como para s{ misma, con los ojos puestos en los secos ladrillos del suelo, Quedése callada, y, entonces, el viejo, que desde hacta rato intentaba decir pudo preguntar: —zAllf habia bastante? —

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