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PODER, ALEGORIA Y NACION EN EL NEOCLASICISMO HISPANOAMERICANO Miguel Gomes The University of Connecticut-Storrs Los origenes del campo literario hispanoamericano moderno Una de las vertientes mas fecundas de la nueva critica hispanoamericana ha sido Ja revision del siglo XIX partiendo del interés en los efectos de la socidlogo francés, toda formacién social se estructura mediante un conjunto de campos jerarquicamente organizados, cada uno con sus propias leyes y tensiones, pero unidos entre si por homologias; una de ellas, si no la princi- pal, consiste en una légica “econémica” que, unas veces, puede ser literal y, otras, figurada o “eufemistica”, poniéndose en juego poder o capital “simb6- lico” (Rules 142-48). Por la acurnulacién de este ultimo que les permite a los letrados, la alegoria codifica y legitima modos de adquirir prestigio y capaci- dad de intervencién en campos no precisamente artisticos o espirituales, por Jo que cabria ver en ella, como lo hace Gordon Teskey, “el género logocén- trico por excelencia”, fundado en violencias veladas (3), o, segiin Sayre Green- field, una actividad no tan “ sea, destinada menos a violar lo preestablecido que a crear lazos entre categorias que la anteceden (16). La equiparacién que hizo Michael Ryan de cualquier forma de conservadurismo y retéricas que dan preferencia a lo metaférico-alegérico Hispanie Review (winter 2005) 2 ‘Copyright © 2005 Trustees ofthe University of Pennsylvania 42 O~ HISPANIC REVIEW : winter 2005 concuerda con esa opinién (116-20).' Cuando el literato se atribuye el de- echo de producir alegorfas esté disetando puentes entre sus dominios verbales y una sabiduria edificante, trascendente o, en todo caso, més impor- tante que la de lo meramente artistico, a la cual daa entender que tiene facceso (Teskey 2-3). En otras palabras, el cultivo de discursos alegéricos se lerige como crédito que facilita al sujeto que opera en el campo cultural ob- tener ganancias en el campo del poder y, a su vez, indirectamente ascender tradicion occidental, como lo ha sostenido Umberto Eco, 6e ha integrado desde hace mucho en complejos mecanismos de consecucién y preservacién de autoridad (147-53). Un articulo publicado en 1986 por Fredric Jameson ha estimulado debates acerca de la propensién de las literaturas subalternas a alegorizar lo politico, alentando una fructifera revision de textos no usualmente estudiados desde tales angulos. Es el caso de los idilios novelescos iberoamericanos en Founda- tional Fictions de Doris Sommer. Con todo, los reparos a Jameson en ese trabajo se imponen como necesarios (Sommer 41-47) y complementan la critica de Aijaz Ahmad a la reduccién y homogeneizacién del Otro en la ‘enunciacién jamesoniana.* El error de Jameson, creo, no se encuentra en que asevere que hay abundancia de alegorias nacionales en el ““Tercer Mundo” (69)—los ejemplos sobran—, sino en que, pese a su inspiracién marxista, el critico no coloque el fendmeno en contextos especificos, dando pie a que imaginemos “substancias” mas 0 menos eternas. El objetivo de estas lineas [es contribuir a evitar tal esencialismo; para ello, se intentara describir en condiciones sociales precisas el momento en que se incorporan en un sistema| Jas tendencias alegéricas nacionalistas que se registran en las letras hispano- americanas. Que en la regidn se hayan prodigado construcciones alegéricas—o “pos- taleg6ricas”: en deuda siquiera parcial con un género extinto (Van Dyke 1. Teskey, desde luego, distingue su posture de ls confusas ampliaciones de significado que cierta critica “postmoderna” ha querido dar a planteamientos de Walter Benjamin no sensatamente separables de su contexto histGrico inicial (2~s). Greenfield, con argumeates no tan matizados, ‘vestiona incluso Ia fuente de esas ampliaciones (149). En Ryan, como marxista que intenta dei- near un terreno comin con la desconstruccién, hemos de suponer una critica velada de Paul de Man, entronizador consecuente de lo “alegsrico"—en la linea a la que alude Teskey-y represen tante de ala politicamente contraria de los simpatizantes de Derrida. 2. “We Americans, we masters of the world”, escribe Jameson con buenas intenciones (85), sin que por ello la frase aeabe conduciéndolo a una lucidez autocuestionadora total Gomes : PODER, ALEGORIA Y NACION —© 43 290)—se explica por las circunstancias concretas en que se deline6 el campo [iterario moderno. Por te entiendo aquel que comienza con la Guerra de| Independencia y se asocia a un referente nacional relativamente auténomo| Jaue hasta nuestros dias sobrevive—se trata del “primer nacimiento” de la mente, durante casi doscientos anos se ha modificado, por lo que Rama habla también de un “segundo nacimiento” a fines del siglo XIX, absorbidas las ex colonias espafiolas y portuguesas por el mercado capitalista mundial (82). Lo cierto es que, entre 1810 y 1830, cuando Ia literatura empezaba a definir su ffuncién y a buscar un lugar en los Estados nacientes, la estética dominante| lera neoclasica y ésta propiciaba la frecuentacidn de la alegoria 0 de sus com- ponentes tipicos. En las paginas siguientes examinaré algunos escritos que con el paso del ticmpo—varios de ellos casi de inmediato—se recategorizaron como “mo- Inumentos”, en el sentido que Michel Foucault dio al término: trazos del [pasado que la colectividad ha llenado de memoria, construyendo un discurso| sobre su identidad, o sea, una historia, una tradicién y un ori i Vincularé, a propdsito, piezas concebidas por quienes las escribieron como “documentos”, sin funciones estéticas, con otras desde el principio literarias: por la telacién homoldgica entre el campo “cultural” y el del “poder” me parece necesario destacar Ia e garla equivale a desdenar el carécter social del arte y, no menos, a perder de vista que lo alegérico o postalegérico ha persistido con tanta tenacidad en las pricticas de numerosos escritores porque les permite insertarse segin sus intereses—conscientes o no—en una sociedad concreta cuyas partes dialogan entre si y con el todo. Textos fundacionales y discursos alegéricos Tas manifestaciones alegoricas del neoclasicismo hispanoamericano distan di ser simples. Sus raices en la poesfa y la prosa barrocas, por ejemplo, no debe! rian desestimarse si se piensa en la presencia obvia de Quevedo o Francisco Santos en Joaquin Fernandez de Lizardi y la inesperada de Gongora en An drés Bello (Gomes 44-45). La alegoria, sin embargo, se somete en el siglo XVIII a un intenso escrutinio para cefiirla a los nuevos gustos. El didactismo imperante podria apuntarse como causa de su enfética adaptabilidad a di- ferentes medios. Ignacio de Luzin la ve, desde Homero, sin importar el tipo 44 O~ HISPANIC REVIEW : winter 2005 literario, como la cualidad que distingue la “mentira” de la “ficcién”, engafio instructive (147-48): en términos tedricos actuales, eso ya la convertia en aquel entonces més en una “‘modalidad” que en un “género” reconocible (Fowler 106-11, 191-95; Angus Fletcher). Russell P. Sebold ha advertido que incluso la cosmovisi6n neoclasica exigia abierta u oblicuamente una remisién general del arte a lo entendido como naturaleza s6lo expresable por un dis- curso figurado en continua amplificacién: si, aristotélicamente, el “arte era naturaleza poetizade” y la naturaleza “arte sin poetizar” (172), entonces debian privilegiarse las formas literarias que restablecieran “alegéricamente” la unidad entre ambos (176). La ubicuidad de lo aleg6rico se confirma en América, asimismo, con su surgimiento tanto en registros argumentales como formales del texto; pero no se detiene aqui: en muchas oportunidades puede involucrar al autor de carne y hueso en el horizonte imaginal y filos6- fico que traza la escritura. Antes de las primeras rebeliones criollas que se traducirian a la larga en emancipacion politica continental—es decir, la de abril de 1810 en Caracas y la de mayo del mismo afio en Buenos Aires—, los discursos en que la socie- dad inmediata, local, se configuraba alegoricamente no eran escasos. Y un vistazo a los costumbristas de fines del siglo XVIII, obsesionados por aleccio- nar a sus coterréneos y corregir sus vicios, basta para probarlo. Caso cier- tamente memorable es el del habanero Buenaventura Pascual Ferrer. En 1800, censurando los modales carnavalescos de los nifios callejeros que asis- tian a los bautizos y acosaban a los padrinos con cantos en los que lo afrocu- bano intervenia, lo oiremos proclamar: No se puede dar una cosa més soez y bérbara que semejante costumbre; y que ésta dimana de la educacién, siendo los padres de far que la pueden desterrar sin intervenir otra autoridad pablica, Porque si aquellos sembrasen en el coraz6n de sus hijos y de sus criados las verdade- ras maximas de la sociedad y los corrigiesen y aun castigasen si fuese nece- sario cuando se separasen de ellas, no sucederian éstos ni otros abusos [...] Parece cosa cansada el repetir las maximas principales de educacién por suponerse ya sabidas, pero en el poco uso que de ellas se hace nos vemos obligados a creer 0 que no se han sabido nunca o que ya estén del todo olvidadas. El padre de familia debe tener a sus hijos y esclavos siempre a su vista en aquella edad en que forman su razén. (9) los tinicos Los paralelos entre familia y sociedad pretenden conservar estructuras de dominio, s6lo que en ellas se propone favorecer al letrado: no cuesta dema- Gomes : PODER, ALEGORIA Y NACION —© 45 siado observar que asi como el padre ha de educar a su familia literal y a la figurada, servidumbre y mano de obra esclava, el escritor desempenia una funcién idéntica en la familia aun més abarcadora que la cultura impresa contribuye a organizar. No en balde el periddico que dirige Ferrer se titula EL Regafiin y “regafiar”, segiin lo advertia la Real Academia Espafiola, ya significaba en la época “reir familiarmente en las casas” (3: 543). Como podra percibirse en el texto que acabamos de releer, la comparacién de colectividad y familia, que tendr4 posteriormente una larga vida en lo que Sommer ha llamado national romances, antecede al afianzamiento de la no- vela en Hispanoamérica. De hecho, la reflexién en torno a la etimologia de Ja palabra patria fue adoptada como auténtico tépico por los neoclisicos de ambos lados del Atlantico. Ocho afios después de que Ferrer habfa esbozado su cuadro paternalista de la esclavitud, Manuel Quintana, poeta espanol que tanto ascendiente tuvo entre americanos como Andrés Bello y Juan Cruz Varela, sustentaba en su periédico El Semanario Patriético que {IJa voz de la patria tenia entre los Antiguos una acepcién mucho mas estrecha que la que le han dado cominmente los modernos. Con ella desig- namos nosotros el estado o sociedad a que pertenecian, y cuyas leyes les aseguraban la libertad y el bienestar. Su derivacién misma, que parece venir de padre y de familia, nos manifiesta que esta palabra envolvia siempre relaciones de amor, de bien general y de orden. Por consiguiente, donde no habia leyes dirigidas al interés de todos; donde no habia un gobierno paternal que mirase por el provecho comtin; donde todas las voluntades, todas las intenciones y todos los esfuerzos, en vez de caminar a un centro, 0 estaban esclavizadas al arbitrio de uno solo, o cada uno tiraba por direccién diversa, allf haba ciertamente un pafs, una gente, un ayuntamiento de hombres; pero no habia patria. (320) Que de inmediato Quintana agregara que la “energia” del patriotismo se manifiesta “cuando las adversidades piblicas le despiertan” (321) habrfa de persuadirnos de que la_asociacién definitiva de lo familiar y las iniciativas poscolonialistas americanas acaso deba buscarse en la foundational nonfiction que acompana a la Guerra de Independencia.’ Lo que la novela después haria 3. No empleo accidentelmente el adjetivo definitva: a gestaciSn de la esociacién a la que me refiero debio de haber sido lenta durante la Colonia, auspiciada principal aunque no exciusiva- ‘mente por las actitudescriticas del criollo hacis el peninsular. El tema, desde luego, es demasiado vasto para este artical y ha sido muy explorado: en sus “Notas sobre la intelgencia americana”

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