Está en la página 1de 70
Fh ys) el WS. AUCd (A Primera edicién: 1997 DR © 1997. Universidad Nacional Auténoma de México Ciudad Universitaria, 04510, México, D. COORDINACION DE HUMANIDADES Diegocién Genera. pe Pusticaciones (COORDINACION DE DIFUSION CULTURAL Dmuncorbe pe Letanatuna Impreso y hecho ex México ISBN 968-36-5851-2 Prélogo Q ero decir al posible lector de estos cuentos que cl término: “tropigético” lo acufié a partir de la feliz ocurrencia de “gético tropical” dicha por la querida ami- ga y escritora Rosa Beltran, tras la lectura de Rollo de vuelo en una tertulia en la que solemos coincidir los martes al anochecer, cuando algunos vampiros de la letra nos reunimos a conversar y a leer nuestras inven- ciones diurnas, fraguadas en la canicula del mediodia, a la sombra de la tapa del atatd. Se trata de un grupo de cuentos que se anudé a lo largo de una década de vivir en la ciudad de México, con excepeién de dos: La torre on proxime vex que te vea, que en sus rasgos generales fucron escritos en Costa Rica. Mas que una idea, Jos une una temporalidad y algunos hasta comparten un cierto estremecimiento del Velo, ya por la visién, ya por la risa. Algunos de dichos cuentos son lo que el escritor venezolano José Balza Iamaria “ejer- cicios narrativos”, aunque con otro sentido: rituales de escritura hechos a partir de otras narraciones. Son los casos de La cabellera donde, en los términos neoliberales y pos- modernos de hoy, se “reciclan” historias ya contadas por Maupassant, Rebolledo y Rodenbach; de Los quemados, donde se escribié con Marcel Schwob como referen- cia; de La dentadura, trabajado a partir de Akutagawa, y de La torre en el silencio, cuyo escenario surgié de las historias de Madame Blavatsky (quien ademas de célebre ocultis- ta fue una briosa narradora). La entelequia tropigética, al tiempo que asume la analogia como forma de movimien- to por espejos, no olvida a su compafera intelectual, la ironia, que introduce en espi- ral las dimensiones del humor, del distancia- miento, del escepticismo. Ya los romanticos, 6 advirticron que critica sin ironfa se convierte en dogma bajo el signo de Medusa. En los cuentos tropigéticos las mansiones victorianas —cuando las hay— pueden levantarse tanto en la selva tropical centro- americana como en la colonia Roma de la ciudad de México o en un lugar incierto entre aqui, alla y acull4. El elemento fantds- tico y la realidad a veces aparecen, también lo numinoso, Ia sociologia de la guerra, el retuerce psicolégico, las visceras de la carni- ceria, el fetichismo de la cabellera y la mul- tiplicacién del yo. Son cuentos sin_nifios y sin animales, con excepcién de las reses destazadas y del gato, que como tétem mis- térico, deja ofr sus maullidos de vez en cuando, entre cuento y cuento. J. R. Ch. Diciembre de 1995, México, D. F. mm ann Rollo de vuelo A Alfonso Chase Desde que tengo memoria, siempre me senti atraido por los temas ocultos y fantas- males. De nifio me encantaba sentarme con mis hermanos a escuchar los relatos de mi madre, una hija de espajioles a quien le tocé nacer y crecer en las selvas tropicales de Limén, hasta que a los quince afios su fami- lia se trasladé a San José, en el centro del pais y con un clima més benigno, donde empez6 a Ievar una vida un poco mAs refi- nada. Como descendiente de Galicia, tenia en su haber una buena cuota de historias de brujas y hechiceros, algunos de éstos incluso quemados por la Inquisicién. A este caudal de cuentos macabros provenientes de la vie- ja Europa vinieron a sumarse historias de vuda, obeah y pocomia originarias de los negros de Limén y de Jamaica, entre cuyos Titos y costumbres le toc6 crecer, a pesar de los esfuerzos de sus padres para que no se mezelara con los habitantes del pueblo, un caserio situado a la orilla de! mar Caribe, no muy lejos de Londonia, donde mi abuclo habia ido a parar ya ni me acuerdo c6mo ni por qué. Mi madre, que siempre fue extro- vertida y curiosa, gustaba de meterse en casa de sus amiguitas y vecinas, donde segu- ramente en mas de una ocasién le tocé ofr y ver cosas fantdsticas como las que luego nos contara. Justo durante mi adolescencia, mi madre murié.de un infarto, Esto me afecté6 mucho y entonces se desperté en mi un gran inte- rés por los asuntos de ultratumba, que algunos (mi padre y mi hermano mayor) conside- raron _excesivo, En realidad no era para tanto, pero en un hogar en donde los libros no abundaban, donde los pocos que ahi exis-. tian se vinculaban directamente con las tareas escolares, tal. vez una Biblia de més, en un lugar asi, digo, debié Hamar la atencién que 10 4 t uno de los hermanos (yo) se lanzara a la lectura de textos espiritistas y teos6ficos, de Jos que pueden conseguirse en la biblioteca pablica. Cuando sali del colegio estudié con- tabilidad, y al poco tiempo ya estaba traba- jando en un banco. Esto tranquilizé a mi familia, que comprendié que mis especiales Jntereses no eran incompatibles con una vida productiva y normal. Inclusive tres afios des- ipués me casé y, al afio de matrimonio, vino mi primer hijo, que fue la delicia de sus abue- los (los que sobrevivian). En todo ese tiempo de estudiante de con- tabilidad, de empleado bancario y de esposo y padre de familia, munca abandoné mis libros de ocultismo, y fue asi como estaba al ‘tanto de los escritos de Annie Besant, de “Madame Blavatsky, de Leadbeater y de otros autores que han abordado el asunto de la ‘vida ms alla de esta vida. Por medio de los tedsofos me enteré de la existencia de otros planos de Ia naturaleza y la idea de tener acceso a cellos estando vive fue algo que me hizo ahondar en muevas lecturas y exéticas Practicas. Puna logia teos6fiea que’ presi- dia el Brenes Mesén —siem- pre exhalando sabiduria y buenos tratos, aunque también, hay que decirlo, una cierta pedanterfa—, conoci a una inglesa que ya ios afios viviendo en el pais y que hablaba muy bien el espafiol. Era una mujer madura, de unos 45 aftos, y a Ia salida de Ja reunién Ja of quejarse de tanta palabre- ria teoséfica y de tan poca practica oculta, Hablaba con otro miembro de la logia, la encopetada dojia Mimita Fernandez —espo- sa del entonces ministro de Guerra—, y yo me sentf tan atrafdo por sus palabras que me acerqué y me puse a platicar con clla sobre el asunto. Dofia Mimita aproveché la ocasién para alejarse ¢ intercambiar unas palabras con don ‘Tomas Povedano, el insig- ne pintor espaiiol radicado en el pais y fun- dador de la primera logia nacional, quien andaba por ahi, y del que se comentaba mucho y muy bien por los retratos al éleo que habia hecho de los cuatro dirigentes de Ja tcosofia: Blavatsky, Olcott, Besant y Leadbeater, y que ahora adornaban el gran salén de la casa teoséfica. La inglesa se Mamaba Violet Firth y me dijo que asistia a esa logia desde hacia unos 12 (etc einanaina camer sc: meneame seamen meses, pero que cn realidad no Ja entusias- maba mucho el tipo de trabajo ahi realizado, demasiado teérico para su gusto. Me confesé que en su juventud habia pertenecido a otro tipo de sociedades ocultas, mAs bien de cardc- ter mAgico que filos6fico, all en Londres y Paris, donde los miembros se sometian a rigurosos estudios de cabala y ocultismo occi- dental, si, pero también a trabajos practicos como rituales, visualizaciones de colores y figuras geométricas, lecturas de tarot y geomancia, asi como invocaciones de poten- cias transmundanas. Fue esa noche cuando of por primera vez el nombre de la Golden Dawn, Ja sociedad a la que Violet habia pertenecido. Lo que la inglesa me contara me interesé mucho y, como ella me cayé bien y yo a ella, quedamos en vernos en otra ocasién para hablar con més detalle. Me invit6 a su casa, que quedaba en barrio Otoya, y mientras tomabamos té, ella me hablaba de sus tiempos en la Golden Dawn ~la Orden Hermética de la Aurora Dora- da— y de las personas que all conocié, incluido el pocta irlandés Yeats, Violet era una persona cult, y sabia apreciar la valfa artistica de las personas. ;Ah!, con qu nostalgia Violet recordaba sus tiempos « la orden secreta. Como se sintié6 en con, fianza conmigo, no dudé en responder pre. guntas que a otros no habria contestado pe, considerarlas demasiado privadas. Si bie, ella era una alta iniciada, yo era algo mi que un neéfito, por lo que bien podiama conversar de temas esotéricos de alto vuelo, Mi atencién se voleé en cémo ingresar a esos otros planos de conciencia que hasta en. tonces no eran mas que entelequias para mi, y fue asi como Violet me introdujo —2 lo largo de varias reuniones en su casa— a practicas de visién astral y desdobla. miento, Para ese entonces las cosas estaban muy revueltas en el pais, politicamente hablando. Empezaba 1917 cuando vino el golpe de Estado de los Tinoco que boté a Gonziilez Flores, y lo que al principio parecia una ben- dicién, después se convirtié en un lio mayor, con lo que el remedio resulté peor que la enfermedad. Dados los tiempos de inestabi- lidad politica (Tinoco no lograba su recono- ‘cimiento como gobierno por parte de los 14 Estados Unidos), Violet decidid ae fis marché a Portugal a visit qe 1 Fernando Pessoa, traductor see ad a de célebres textos del inglés al portugués de_ Se i desde el afio pasado hal ea fendmenos de tomencado a experimentar fendmenos tmediumnidad —segiin le habfa contado a jolet por cartas. o te y yo nos habfamos hecho muy amigos, en realidad algo mds que amigos, en verdad maestra y discipulo, y antes de partir me regalé un cuaderno en el que habia traducido las ensefianzas de su antigua escue- la. Tenia una serie de documentos que los jefes secretos del Alba Dorada cntregaban a los miembros de la orden, Se Hamaban “flying rolls’, que ella tradujo como “rollos de vue- Io”, y traian ejercicios précticos de ocultismo para desarrollar clarividencia, clariaudiencia y acceso al plano astral, entre otras cosas. Yo Jos conocfa porque en alguna de nuestras reuniones me los ensefid; pero como mi inglés cra insuficiente, tuve que atenerme a sus traducciones orales. Ahora contaba con. la letra, la palabra cscrita. Violet se fue. perc interés ocultista per+ dur mas motivado que nunca. Me dejé algunos de sus libros. En uno de ellos habfan Lalo dos cartas escritas en inglés por el de Lisboa, que guardé en mi cofre entos especiales, como el acta de que de di ssacatto, Ja de matrimonio y otros por el estilo, Con las traducciones de Violet poseia ahora la clave aurodorada del desdobla- miento. La primera vez que logré separarme de mi cuerpo fisico senti, al tiempo que una gran alegria, un cierto temor que me lanz6 de nuevo a mi cuerpo. Sin embargo, bastaron esos minutos afuera para saber de manera dirceta, ya no s6lo intelectual, que muchas de esas cosas que discutian los libros teos6- ficos eran ciertas, 0 al menos funcionaban. Continué con mis prdcticas y asi perfeccioné mi salida, aunque no lograba controlar mi regreso. A la menor provocacién mi cuerpo astral temblaba y, jalado por el cordén de plata, retornaba a Ja materia. Mis aterri- zajes resultaban algo bruscos, por lo que mi cuerpo saltaba en la cama como sacudido por una corriente eléctrica, al grado que mi esposa se desperté en varias ocasiones. Una 16 | aa asustada, pregunt6 qué me ocurria, si encontraba bien. Yo le contesté que we volviera a dormirse, y asf Io hizo, aun- ae 1 Ja maiiana siguiente ella insistib en que debia ir al médico. Yo le contesté que sf para . irle la corriente, pero evidentemente seis fui, Yo sabia que lo mio no era ningin i de epilepsia ni ninguna enfermedad fara sino un aterrizaje astral brusco. Me vy faliaba pulir la técnica. / Una noche sali del cuerpo y me alejé muchos metros para experimentar la nueva dimension, Entonces vi pasar, entre los colo- res y Jas neblinas astrales, una sombra, un, pulto, en direccién de mi cuerpo, Sospechan- do algo malo, consciente de los peligros de ja posesién de mi cuerpo por alguna entidad, quise regtesar, pero cul no fue mi sorpresa mi temor) al darme cuenta que no Jograba fundir mi cuerpo de luz con mi cuerpo de came. Era como si la botella en la que preten- dia introducirme ya estuviera ocupada. Lo intenté una y otra vez, pero nada, mi cuerpo: botella estaba tapado. ¢Moriria? ¢Me sepa- .. 7 varia definitivamente de mi cuerpo? Pues no, porque el cordén de plata, ese cable Aishinoso que une al astral con el. fisico, no Prsonees, gqué pasaba? A cien- a civita, no Jo sabia. Ahi estaba mi cuerpo, tirado en la cama, junto a mi esposa. Cual- quicra diria al verme que simplemente dor- iia, y asi cra. Yo lo aseguro, como que lo estaba viendo al frente mio: yo de pie, ves- tido de luz, vertical, flotando a unos centi- imetros del suelo; mi cuerpo fisico ahi, horizontal, respirando y hasta roncando, sfiando unos suefios que ya no eran mios. Preocupado’ como estaba, insisti en aterri- yar, en incorporarme a la carne, pero fue inatil. En vez de aterrizar, me aterrorizaba cada vez mas. El miedo crecié cuando vi que mi cuerpo abrié-los ojos. Eran mis ojos, si, pero al mismo tiempo no lo cran, brillaban de manera extrafia, como posefdos por una fuz Iébrega y rabiosa. Entonces el cuerpo se leyanté de la cama y caminé hacia la ven- tana. Corrié Ia cortina y la luz de luna invadié la habitacién. Ante su contacto, Eso que usaba mi cuerpo aullé como una bestia 18 de Ja selva, como uno de aquellos espectros con los que mi madre me asustaba. Mi esposa se despert6 sobresaltada, prem: dié la luz, y al ver la mirada sanguinolenta en mis ojos, grité como loca, con lo que Jogré que yo —que mi cucrpo— saltara sobre ella y la atacara a golpes y mordiscos, como queriendo desmembrarla para asi ofrecer sus pedazos a algdn dios oscuro y sélo por mi conocido. Se enfrascaron en una jucha y ella pudo escapar cuando golpe6 con una lampara mi cabeza. Logré asi aton? tar por unos instantes al agresor, apenas los necesarios para salir de la casa con los dos nifios, correr y pedir ayuda ‘al vecino més cercano. Mi cuerpo, recuperado del golpe, la persiguié por el jardin y la calle, y cuando ya la iba a alcanzar, aparecié de no sé donde un guardia nocturno armado. Ante tama‘ia ferocidad, al pobre hombre no le qued6 de otra que abrir fuego, y dos balas vinierort a incrustarse en ese cuerpo, en mi cuerpo,. que cayé abatido. Muerto no, muerto no, tan sélo herido; muy grave, si, pero no fueron balazos morta: les, El cuerpo estaba exhausto. Yo también. 19 Perdi la conciencia por un rato y volvi a tenerla s6lo horas después, Cuando desperté seguia fuera de mi cuerpo, a su lado, obser- vando cémo se recuperaba en esa cama de hospital, amarrado a la cama, y vi también Cuando se lo Hevaban al manicomio y lo en- cerraban en una celda del Chapui, donde mi cuerpo balbucea y profiere palabras en un lenguaje ignoto, desconocide para los humanos, ms apropiado para demonios ¥ Angeles que para seres de ese mundo iaterial, de ese mundo que ya no es mio, esta ahf al alcance de mi mano y al que to tocar, pero todo es en vano, mis ma- nos atravicsan las mesas y los muros, los cucrpos y las flores. Me he convertido en un hombre de aire, es decir, en uno de luz. A los momentos de gran excitaci6n de mi cuerpo fisico le siguen otros de total pasi- vidad: naturaleza muerta, inerme, y enton- ces yo aprovecho para acercarme mas a él, tratar de sentir frfo y calor, lo Aspero y lo {iso, lo rugoso y lo espinudo. Pero no, no dura mucho y de nuevo retomo a mi inmateria- lidad, a este flotar en un mundo que en 20 parte es el mismo mundo de siempre, sblo ‘ne sin poder sentitlo, sin poder intervenir en 1 mas que por la voz, esta vor que ya no sé si es mia o si yo soy de ella y que ahora debe callar. 21 “5 ean SRE PEE ENE La cabellera Adbsalin observaba en el espejo su piel blanca y lampifia mientras se peinaba len- tamente. Sentia el cepillo deslizandose entre sus cabellos, aunque también percibia cémo jban escascando cada dia més. Si, la calvi- cie estaba en el horizonte, no de Io posible sino de Jo seguro. El, que tantos cuidados daba a su pelo notaba que, de una forma u otra, todas sus cstrategias para evitar la caida del cabello fallaban, sucumbian ante la atraccién casi magnética que cjercian el suelo, la camisa, el cepillo, pero no su craneo. En un siibito acceso de ira por lo que con- sideraba un destino injusto dictado por la genética, lanz6 el cepillo contra el espejo, 23 . que se quebré. Asi, en vez de destruir su propia imagen, la multiplicé en forma atroz, No en balde algunos mis4nuropos notables han dicho que cl coito, los espejos y la tele- visién son abominables porque multiplican el] nimero de los hombres. Ante el espejo quebrado, Absalén se arre- pintié de lo hecho. Muy tarde, Ahora tendrfa que comprar uno nuevo, lo que significaba tiempo y dinero, y si bien tenia bastante del primero, en esos momentos no tenia mucho del segundo. Sin embargo, ¢l dafio estaba hecho y tendria que pagarlo, y al contado habia extraviado sus tarjetas de crédito y la chequera habia perdido sus hojas en un otofio feroz y matcrialista). “Ni modo”, pens6. Tuvo una idea. ¢Por qué no comprar en alguna de las tiendas de antigiiedades de Orizaba o Allende, o bien en La Lagunilla, algin mucble con espejo para su recmara? ;Una cémoda, por ejem- plo? La idea de adquirir otra antigiiedad alegré su alma de coleccionista y lo entusias- mé lo suficiente como para vencer su reti- cencia a ir al banco y hacer fila por cuarenta y cinco minutos o una hora, todo para retirar Ey wr ga qu dinero. “gPor qué no habré sacado mi cajero automatico?”, pens6 con lamenta- cin. Hecho el tramite, se dirigié al Centro Histbrico de la ciudad, con sus edificios cen- tenarios y_tizmados. Gasté mucho tiempo puscando en dénde dejar el coche, pues calles y estacionamientos estaban a reventar. Autos, jombres y bullicio conformaban un abigarra- do y hormigueante tianguis que, si no fuera por el calor de la temporada, le resultaria un poco ms tolerable. Después de todo, en esa ciudad habia nacido y en esa ciudad que- ria morir. Y morir era respirar ese aire sucio, soportar el sudor propio y el ajeno, la aglo- meracion, y morir también era perderse en la contemplacién de esos edificios centena- rios —él arrinconado en una esquina—, sentir sus vibraciones antiguas en el tiempo presente, en medio de las ondas de la televi- sién y la radio, la gasolina quemada, las fritangas multicolores, el ruido del transito, los voceadores, los silbatazos, los cantantes, los mendigos, la boca abierta y desdentada, y morir cra gozar ocasionales atardeceres violeta, anaranjados, en dias de viento, con 25 una luninosidad tan particular como habia encontrado en tantos sitios visitet® por él, infatigable viajero. “acy In residencia verdaderos tesores, dinero te ado por cl azoro del esteta, quien pre- cane eover #8 alma ants que un jarrén No tuvo isi : aque visitar muchas tiendas pa, [cheaco 0 wn fragmento et aks encontrar lo que buscaba, Es que enconud rebasab: mis, jo 1000. qque encentsd rebavaba con mucho lo Penang "*yg4e de una vee Absalin 36 habla Soelele villoso, un i ba de un mucble mary vmarnigos porque muchos 1o consideraban eee de caoba con dos pary Ny “jombre Fico, debido a lo cual jo some: espej laterales y coronado por un gra, wg a tratos especiales, diseriminatorios, por espejo central con marco ondulado: un mu Sy + ejemplo, la mayoria de ellos espe- es pleno de sinuosidades vege. ages aca siempre las copas, las em pe, eat Sather, tampa tonto cong ‘das o los taxis. Lo que fuera, No. ‘Bl no personalidad de Absalén quien, a ratos, cy nia dinero, tan sélo antigiiedades, y no son Tas soledades de su casa en la colonia Roma, fo mismo, se afanaba en aclarar. Muchos se sentia hermanado con poetas malditos y ‘ee esos objetos habian sido adquirides silo fumadores de haschisch, mientras lefa con espns de una larga espera en la que tuvo fervor a Guy de Maupassant o a Efrén que ahiorrar, renunciar a un viaje exdtico, Rebolledo. en Ja que a veces tuvo que convencer al En Ja casa abundaban las antigiicdades duefio de la tienda de que le apartara la y no porque anidara en Absalén el espiri- porcelana de Checoslovaquia o el candelero lel nucvo rico, quien por la adquisicién de bronce mientras reunia el dinero necesa- de objetos de prestigio busca vanamente el rio. En fin, no era facil tanto trabajo. Solo linaje que no tiene. Para Absal6n las anti en una ocasion habia recurrido al procedi- giiedades eran tradicién familiar, pues su miento de vender una ant dad ve oa ae aa ial: : madre también habia sido una coleccionista aliviar una situacion materia fue brs rigurosa, por lo que podian encontrarse tuvo que costear la intervency mn quirargica 26 Q — dle su madre, De nada sirvid: la sefiora muri a los pocos dias de operada. Esto convencié a Absalén de que contra la fatalidad no hay remedio posible, por lo que cl dinero habido por la venta de antigiiedades cn nada varia- ria el rumbo de las cosas y de las estrellas, Instalé el tocador en su habitacién. Pasé varias horas contemplando sus Iineas, admi- rando los cortes y el pulido de la madera, brufiendo el espejo, en parecido éxtasis a como, en otras ocasiones, habia pasado mucho tiempo oyendo el tic-tac de un reloj de péndulo del siglo pasado, admirando el esmalte y el oro cincclado, escuchando el per- sistente sonido que atravesaba las edades. Entonces solia perderse en divagaciones melancélicas sobre todos los que habian ofdo alguna vez ese tic-tac y que ahora ya no esta- ban, y cémo él, que en ese momento lo ofa, también dejaria de hacerlo, se uniria al cementerio de sordos, y el tic-tac continuaria, tic-tac, una y otra vez, tic-tac. Para Absalén acumular antigiiedades era una forma de tener a su disposicién una pléyade de fan- tasmas, delirios unidos a cosas (baiiles, muebles, pinturas...) que, en momentos 28 Lact acin estética o simplemente de empl: «. tes eran convocados por su mente coleccionista. : - . esas ocasiones especiales, Absalén escri- pia parrafos como éste: jnmenso mar de helechos, no higueras, que se extiende fasta la entraiia del horizonte. Un cimulo s yace inerme con sus quillas atra- arene arena y hojas verdes. Encalladas das por et viento y devo- te por una legién de ratas. it ise narapiendas de luto se han vestido, de luto y no de mortaja. Los helechos crecen fuertes entre el negro del velamen y las ratas desatadas. Los helechos todo invaden: voraz verde que el espacio arrebata. Givilizacion: Ge sargazos, no de de las entre ar’ fis maderas, corto! Con Absalén vivia una tia de sesenta afios, una mujer callada, de rostro triste y afioran- te, hermana gemela de la madre, jHabfa sido tan extrafio crecer con una madre doble! Cuando besaba a una se sentia obligado a besar a la otra, de una mancra instintiva, necesaria, fatal, Viuda una y soltera la otra, ambas habian velado por Absalén, Al morir Ja madre, y debido a que la tia continuaba 29 viva, el hombre no sintié demasiado el dolor de aquella muerte. La gemela continuaba | el mismo impulso que alimentara a Ja madre, por lo que en la imaginacién del hijo aquélla constituia una especic de prolongacién de ésta. La tia dedicaba muchas horas a la lim- pieza de ciertos muebles y adornos, los especiales —casi todos—, pues manos tor- pes pondrian en peligro tales tesoros, opinaba Ja tia Dalila —tal era su nombre—. Por lo tanto, la sefiora dedicaba una buena parte de su jornada a la limpieza y admiracién de los objetos, al desempolvamiento de aquel | paisaje de cosas que, no por artisticas, deja- © ban de testimoniar una cierta tendencia a acumular, en una suerte de avaricia espi- ritual. Un fin de semana en que la tia Dalila se ausent6 (visitaba a una amiga que vivia en Cuemavaca), Absalén decidié hacer una de sus habituales fiestas de una sola persona: é1 mismo, a}yuna noche en que, como la de ese fin de sersana, abria una o dos botellas del mejor vino hubiera en la reserva de la casa, iluminaba con velas Jas habitaciones, | Ja sala, las escaleras, y entonces ofa la miisi- | 9” ca de Telemann, de Vivaldi, de Bach, y ‘Absal6n bebia su vino y hablaba a los jarro- nes y mAscaras, a las porcelanas y retratos, a cualquier objeto que quisiera albergar sus jantasias, sus delirios, sus propias vidas ima- ginarias. A la luz amarilla y anaranjada de jas velas, Absalén se perdia inventando his- torias, tejia suefios con palabras que olian a rosas, a sudor, a vino. Fue asi como en su trance casi oracular, Absal6n deambulante de pronto se descubrié en plena admiracién del tocador recién adquirido. Habia sido atraido como una limadura de hierro por un iman. Adin no sabia el lugar definitivo que ocuparia en la recdmara, por lo que hasta el momento se hab{a limitado a poner- lo en un rinc6én en donde no_ estorbara. ‘Todavia no seleccionaba el espacio que ocu- paria ni preveia los cambios en la decoracién que su insercién provocaba. En el aire sonaba el adagio de Albinoni y en el espejo se reflejaba la cara de Absa- lon. Cuatro gavetas en el tocador y cada una de ellas fue abierta y revisada, aunque nada contuvieran. Al observar la cuarta gaveta, on Absalon noté algo que lo sorprendié mucho, Tenia un doble fondo. Al quitar la base falsa, hallé algo que lo sorprendié atm mis, Dispersa yacia una cabellera pelirroja, una larga mata de pelo. Por unos momentos Absa- lén fue incapaz de moverse, absorto en cl hallazgo. Pero luego, venciendo una especie de temor sereno, reverencial, con sus manos temblorosas tomé esos cabellos que segura- mente habian permanecido ocultos por muchos afios, de hecho sepultos, y que cn ese momento eran acariciados por él. Rojos, anaranjados, casi fuego sélido, debieron ser cortados de rafz y atados con una cinta negra. Una nueva emocién fo fue poseyendo, una rara clectricidad que se manifestaba en un latir acelerado del corazén, en una respira- cién entrecortada, en una felicidad casi orgasmica, Fue un contacto que mareé vidas, al menos la de Absalén, A partir de ese mo- mento tod: su atencién fue para la cabellera, | Jo que Jo inducia a especulaciones sobre la mujer que alguna \ez la portara —porque estaba seguro que era pelo de mujer—, sobre las razones que la Hevaron a aquel desmem- 32 pramicnto, pues por las proporciones era como cortarse una pierna o un brazo. Tal yer alguien que no era la mujer habia cer- cenado la cabellera, un marido celoso, un amante colérico, jquién sabel... Tal yez un hombre con un odio como el que, segin contara Barbey d’Aurevilly, Hevé a un pastor hechicero a cortar la cabellera del cadaver de su hechizada. Y este no saber nada y el consiguiente inventar, lavantar un teatro de fantasmas e¢ insuflar una trama, una accién, eran parte del encanto de la cabellera. Los cabellos se deslizaban entre los dedos con una sensualidad hasta ahora desconoci- da, rozaban su piel con caricias ambiguas. Absalon restregé la cabellera contra su cara, en un vano intento por cambiar la direccién del hechizo escarlata, pero sus mejillas tam- bién sucumbieron al goce, sus labios, sus Parpados... La cabellera recorria su cuer- po con Ja Ientitud todopoderosa de una boa, una caricia larga que doblegaba todo poro de esa piel que un clarividente, uno de esos lectores de auras, habria adjetivado de incan- descente, 33 En un arrebato de voluntad, Absalén fanz6 la cabellera venenosa. Fue a enroscarse en la espada de un San Miguel Arcéngel ci madera, un pesado icono virreinal enti; varios otros que moraban en la casa romani. El hombre vio el pelo colgante por unos | momentos mas y luego, con una sibita obje tividad, se acereé, tomé de nuevo la cabellera y la guard6 en la gaveta del tocador. Para entonces muchas velas ya se habjan agotado, se habian deshecho en hilillos y pozos de cera. En vez de imtisica, silencio. Absalén salié a la calle. Quiso respirar otro aire mientras deambulaba por las calles casi soli | tarias de la madrugada citadina. ' Al salir a la noche exterior, Absalén sintié emo al delirio de tmos minutos antes suce- dia una suave sobricdad, una lucidez extraiia que le impedia cualquier sentimiento nega- tivo (temor, por ejemplo) al pensar en kt cabellera. Todo lo contrario. La recordaba y no podia impedir que surgiera una corrien- | tw de simpatia, de deseos de tenerla nueva- | mente junto a su cuerpo, ella en brasas y en | sus brazos, queméndolo, _acariciéndolo. | Incluso sonrié cuando se imagind a si misino | | I 34 como un nuevo Laocoonte, estrangulado por las serpientes pelirrojas de un Apolo amu- jerado. Pero a diferencia del héroe troyano ue se opuso a la entrada del engafioso caballo de madera, Absalén habia sobrevi- yido al temible abrazo, Hasta ahora... Regresé a su casa. Durmié plécidamente. \ la maiiana siguiente se levanté con un poco de jaqueca, que de inmediato atribuyé al vino de la noche anterior. Pasé el resto del dia en reposo, comié algunas frutas y en la noche compartié un rato con la tia Dalila, quien para entonces ya habia regresado de Cuernavaca. Trajo unos panes y dulces que comieron mientras conversaban, El café con leche fue la primera bebida caliente del dia (y de la noche). A las nueve en punto, como todos los dias, la tia Dalila se fue a acostar. A lo ms a la diez debia hacerlo Ia sirvienta, sein orden impuesta desde los tiempos en que vivia la madre de Absalén, Entonces en Ja casa se producia aquel silencio que tanto él amaba, y cra cuando, sin la tutela de otro, los suefios empezaban. Un baile de masca- ras, espejos y antifaces daba inicio en habi- taciones plenas de imagineria _barroca, 35 : guimnaldas Art Nouveau y medallones churri. | guerescos: el territorio de Absalén. Y ahora en su imperio habia irrumpido un nuevo elemento, esa cabellera dominante con la que el hombre jugaba todas las noches, mientras la tia Dalila rezaba o dormia. Y fue un ritual cotidiano que estuvieran Absa- lén y la cabellera frente al espejo, en la penumbra, a la escucha de ese zumbido ltimo que habita en cl silencio. Un dia tomé la decisién de hacer de esos cabellos una peluca. Fue asi que los Ilevé a un estableci- miento especializado que él conocia gracias | a una amiga actriz que siempre estaba al tanto, entre otras cosas, de asuntos de pelu- queria, vestuario y maquillaje. No quiso abrir cl paquete sino hasta la noche, en su rity privado. En el fondo de la caja desean- saba la cabellera brillante transformada en peluca. \ las doce de la noche, como si se tratara de una ceremonia de brujeria, Absalén sacé Ja cabcllera con una reverencia digna de la devocién de un caballero templario ante el Grial. La acaricié. La bes6. De pronto levan- 16 su mirada y se descubrié en el espejo. Ella 36 povecs E también tenia su doble en el azogue. Durante yarios minutos Absalén se observé, la obser- v6, sin pensar, sin razonar, inmévil. Lo tinico que lo mantuvo unido a este mundo durante su anonadamiento fueron su sensibilidad, sus manos, que inmersas en la peluca le recor- daban los gustos y placeres de su cuerpo mis- terioso. Fue asi que, desnudo frente al espejo, ‘Absalén levanté su peluca como Napoleén su corona y, como éste, se proclamé empe- rador. La cabellera caia hasta mas abajo de la cintura, libre, esponténea, como una cas- cada de fuego que ganara nuevos tonos bajo la luz turbia de las velas, Entre sombras, ella era la verdadera fuente de luz. Y acudié a la memoria de Absal6n un éleo de Munch: la vampira pelirroja absorbe la sangre del hombre, pero la victima y su verdugo casi no interesan, tan fundidos estén en los tonos sombrios, dudosos, y es la mancha roja, la cabellera viva la que importa, la que cubre al hombre y resalta en la oscuridad ambien- te, igual que ahi, en la recdmara de Absalén, ahi donde la confusién reina, ahi donde la mancha roja cae, cuelga, seduce, gobierna. 37 Los meses pasaron, tiempo en el que todos los dias Absalén sucumbié al encanto de la cabellera, Asi fue descubriendo facetas des. conocidas de si mismo que hasta entonces habian estado ocultas y que ahora afloraban, tal vez por el estimulo tibio de la cabellera sobre su piel. También se percaté de que un espejo es también una ventana: sirve para verse a si mismo, pero también para ver mds alld, Con su peluca roja, desnudo casi siempre, Absalén se paseaba en su habi- tacién inmune al frio ambiente. Muy pocas veces se atrevia a salir y a caminar por el pasillo, ir a la sala, al comedor, apenas con la luz de un candelero. Temia la aparicién sabita de Dalila casi tanto como al fantasma de su madre. Después de todo, pensaba, ambas no cran sino una sola en dos: una viva, la otra niuerta; una tibia, la otra en huesos. Una mafiana, durante el desayuno, la ta Dalila anuncié que se marcharia a Guerna- Vaca por tina temporada: unas clos semanas, qnizis, Fstarfa en casa de su amiga del alma. Quevia descansar, “Cambiar de lugar por un rato”, fue la expresién que ella utiliz6. 38 La idea fue acogida gratamente por Absa- jon, De esta manera él podria estar mds a sus anchas por un tiempo, sin tutelajes. Esto no lo dijo, por supuesto. Hablé mas bien de la necesidad de cuidar las amistades. La mujer sc marché con la conciencia tranqui- ja ante la respuesta del sobrino, aunque algo molesta al darse cuenta de que no era tan indispensable como ella crefa, pero no mani- fest6 su descontento. Una de esas noches en que Dalila estuvo ausente, cl paseo de Absalén incluyé una vis ta a la habitacién personal de su tia. £1 no tenia la costumbre de entrar en ese cuarto, asi como muy rara vez la tia entraba en el suyo, por lo que ingresar en esa habitacién significaba un poco el quebrantar una cos- tumbre, el rompimiento de una ley tacita hasta ahora. No le importé. Observé los retratos de familia que se acumulaban en una mesa de madera como lapidas en un cementerio. Un viejo bail guardaba toda clase de elementos, desde zapatos infantiles y cartas amarillen- tas, hasta crucifijos y collares, pasando por Pomos con polvos aromiaticos, una caja con 39 mariposas disecadas y la pequefia estatuilla de un buda en meditacién. Desvié su mirada hacia otro punto de la habitacién: el toca- dor de Dalila. Vio cremas y perfumes, espejos pequefios frente al espejo grande, articulos de maquillaje (escasos sin embargo, pues la tia no se preocupaba demasiado por el color de sus mejillas, de sus labios, de sus parpa- dos; se consideraba demasiado vieja, gastada, incapaz de cultivar los detalles de la coque- teria). Dirigié su mirada al ropero de dos puertas. Pasé su mano por las distintas telas de los vestidos, palpando sus texturas, distin- guiendo sus grosores. Olié algunas prendas: jabén, naftalina, raiz de violeta, cancla, sudor. Y de pronto, colgando de una percha, Absalén distinguié una larga bata de seda negra, la tomé y la mir6 detenidamente. La consideré clegante. Se la puso con cuidado y se iniré al espejo, con Ia bata china y la cabilera roja, Gusté de si mismo. Saboreé Ja \anidad. Cerré el ropero y difuminé toda po:ibie huella de su presencia en la reca- mara. Siguié su viaje de todas las noches con la bata puesta. Regres6 a su habitacién y, somnoliento, se acost6 sobre la colcha, 40 entre los cojines y, de inmediato, se quedé dormido. A diferencia del resto de las recdmaras, la de Absalén quedaba en la planta baja. Bueno, estaba también el cuarto de la sir- vienta, pero ya éste era marginal al resto de la planta, quedaba fuera de la circula- cién de los duefios; practicamente era un afiadido. Por lo que toca al cuarto de Absa- én, a decir verdad, nunca fue pensado para desempefiar Ja funcién de dormitorio, sino mas bien de estudio, de biblioteca; no obstan- te, desde nifio Absalén se empeiié en dormir ahi, los adultos consintieron, por lo que pro- gresivamente comenz6 a adquirir, no los rasgos de un lugar de libros y pensamiento, sino los de uno ornado de sinraz6n, un espacio tomado por la fantasia, odorizado con incien- sos y flores, un vaso comunicante entre el deseo y Ja realidad, un lugar en el que, como en un centro espiritista, los fantasmas se manifiestan, ganan cuerpo, aunque sea sdlo Por unos segundos. Las ventanas del cuarto de Absalén daban un pequefio jardin. A través de ellas a Ja maiiana siguiente fue visto dormido con la 41 Sa Ses Reereeeeme peluca y la bata puestas por un carpintero contratado para hacer ciertas reparacioncs Al pasar junto a la ventana vio la silucta d una mujer que, aunque de espaldas a él enfundada de negro, dejaba ver el cabelk mas adorable, el mAs incitante que hubiera visto. No necesitaba mirar el rostro de esa mujer para saber, por su caballera, que cac- ria rendido a sus pies, pies que desearia besar, lamer, pantorrillas suaves, muslos amplios, caderas onduladas, nalgas como dunas, pubis infernal, fruta, gruta oracular, espasmo. Nuevamente la cabellera ejercia su fascina- cién, su hechizo. No sin pesar el hombre tuvo que seguir su camino y cumplir con su trabajo, aunque todo el tiempo estuvo pensando en la mujer de pelo rojo. No sabia cémo, pero queria ver de cerca, aunque fuera una sola vez, a la mujer de rostro desconocido. £1 era un hombre joven y fornido, capaz de seducir a la pizpireta sirvienta con tal de saber mas sobre la otra. Y asi lo hizo, Conocia a la mu- chacha desde tiempo atras, por lo que sabia del terreno que pisaba. Cuando él pregunté por la duefia de la casa, ella le dijo que no 42 estaba. Que slo cl patrén, La respuesta extraié al carpintero. _2¥ la mujer pelirroja? —pregunté. —;Cual? Aqui no hay ninguna —dijo clla—. ¢A cual te refieres? fl no contest6. Sonrié, como queriendo que su pregunta cayera en cl olvido. “; qué negard a la patrona? ; Qué estar& ocul- tando?”, pens6. —Nos vemos a las ocho, ¢de acuerdo? —pregunté él. —Si, claro. Y asi fue. Se reunieron a Ja hora conveni- da, cuando ella ya podia disponer de su tiempo. Después de la cena ella podia salir, previo aviso al patrén. En Ja accra oscura, junto a un viejo jazmin que casi nunca flo- recia, ella y el carpintero conversaron, se tocaron, se acariciaron con gustosa cachon- dez y, al cabo de dos horas, terminaron en la cama de la muchacha, quien muy pronto quedé sexualmente satisfecha, dormida y roncando. En ese momento fue cuando él decidié explorar la casa y visitar la habita- cién de la mujer pelirroja. 43 Gracias a las reparaciones de la mafiana, se haba hecho una idea de la distribuciin dle Ta easa, por to que no le seria muy dificil hallar la habitacién, Usperd mos instantes Mientras sus ojos se acostumbraban a la oseuridad; luego, se destizé entre las sont bras, Llegé a la puerta del cuarto y vio que habia luz tras clla: hilillos luminosos se colaban por abajo. Lentamente abrié la puerta. La figura pelirroja estaba sentada frente al espejo, ponfa un poco de rojo en sus labios. La luz cenicienta de una lampara iluminaba Ja habitacién. Absalén, vestido con la bata de seda, vio al intruso por el espejo. Prime- ramente se turbé, pero luego como Hevado por una fuerza superior, se olvidé del otro, siguié en lo suyo. EL otro hombre, al notar que la mujer de su visi6n matutina no sélo sf existfa sino que ademas parecia no temer a st presencia, siguié avanzando cn ese insdélito universo. Pero una cosa cra el cuerpo de \bsalén y otra su voluntad: su cuerpo se movia con serenidad, hasta con gracia; sin embargo, internamente queria gritar, aullar. 4 gus gritos y suis autlidos eran dominados por Ia cabellera, Absalon hubiera querido salir de ta habita cidn, corer, pero su cuerpo no le obedecta, habla roto. toda correspondencia entre los impulsos querer y hace Su cuerpo seguia de otra voluntad 0, tal ve, una propia que hasta entonces desconocfa. Gada paso del el tortura intruso significaba una mayor, irrespeto de st intimidad. Y, sin embargo . . su cuerpo reaccionaba. Absalén se levanté del asiento y miré de frente al forastero. Mird el asombro en su cara, también el deseo. Toda palabra que Absalén quiso promunciar fue EI carpintero se acered mas, lo tomé entre sus fuertes brazos y lo besé apasionada- mente. Mientras el cuerpo de Absalén se entregaba, su conciencia ardia, Absalon sen- tia asco y también placer, sentia calor y también frio, sentia miedo y gozaba el reto. Logré acumular fuerzas y, por fin, de un golpe se quité al intruso, quien cay6é sobre una silla. Se levanté y se abalanzé sobre Absa- lén para de nuevo besar sus labios, quien Jogré esquivarlo. Sin embargo, en su accién nonata 45 arrancé Ia cabellera, que quedé entrelazada en sus dedos. Estupefacto, miré a Absalén despelucado, y era como si de pronto todos los mucbles estuvieran colocados al revés, en el techo, y éLy el otro abajo, él y el monstruo en un mun- do aparte, en un infierno personal, slo para ellos, mirandose frente a frente. Sin la cabelle- ra, que ahora yacia arrojada en el suclo como una gran estrella, la propia voluntad retornaba a Absalén. Pero el intruso pas6 del asombro a la célera, habia credo que la arena era agua y s6lo cuando estaba en su boca percibié el engafio. La mujer perfecta, esa que habia construido en sus suefios, la divina pelirroja, no era sino ese monstruo disfrazado de mujer. Comenzé a golpear a Absalén con todo su coraje, queriendo asi disolver cl desco sentido tan s6lo unos segun- dos antes. Como era més fuerte, Ia golpiza fue terrible para el despelucado. Absalén quedé sangrando y adolorido en el suelo. El hombre tomé la cabellera y sc sent6 sobre cl pecho de Absalén inerte, Ie cnvolvié su cuello con la pelambre. Y Absalén sintié la célera del hombre y Ia fuerza de la cabellera que, como una anaconda, apretaba su garganta. Fue entonces cuando la sirvienta reventé el florero dieciochesco en Ja cabeza del cuasi- estrangulador. Hizo que el atacante perdie- ra el sentido por unos segundos, los necesa- rios para que dejara de apretar el cucllo del patron y asi el pobre pudiera respirar. —jAI fin sirvieron para algo estas dichosas antigiiedades! —exclamé la mujer mientras levaba a Absalén a la cama. El intruso se reanimé. Se irguié todavia tambaleante. Los miré con desprecio por unos instantes y luego salié de la casa Mevandose la cabellera. Pasaron varios dias después del incidente. Por érdenes de la tia Dalila no se avis6 a la policia, Absalén se recuperaria en la casa, nada de hospitales, para qué, él estaria mejor bajo los cuidados de la buena sefiora. No obstante, el hombre no se levantaba de la cama, no hablaba, encerrado en un autismo misterioso. Casi siempre le tenfan que dar la comida en la boca. Esa tarde Iluviosa en que acaba esta his- toria, mientras en la sala solitaria se unian 47 el tic-tac del reloj y el murmullo de Ja Iluvia, en una de las recAmaras se mezclaba el soni. do del agua con el de las tijeras: Dalila cortaba los mechones rojos que crecian abundantes en el craneo de Absalén. 48 Los quemados Narciso sabfa que no podia fallar. Del éxito de su accién —pensaba— dependia la vida de muchos hombres como para que él se diera el lujo de fracasar y, de esa manera, permitir la victoria del enemigo, una victo- ria simbélica si se quiere, que a los pocos dias seria trastocada en derrota por el ¢jér- cito al que pertenecia, pero que no por ello, por esas pocas horas de triunfo adversario —a costa del exterminio de algunos compa- fieros—, dejaba de afectarle animicamente. La casona de la vieja hacienda en que se concentraban los invasores cra el foco de sus afanes, de ese furor heroico de quien debe vencer. La derrota del comando de Narciso 49 se traduciria en un avance de los contrarios, Jos mercenarios. La liberacién de esa hacien- da y la destruccién del arsenal que estaba ahi, en esa blanca casa de madera y adobe, eran acciones prioritarias. Las rafagas de metralletas habfan hecho callar a pAjaros de plumajes irisados que, horas atras, en el amanecer, habian piado y cantado, en esos Arboles tropicales que rodeaban la casa y que, hacia el norte, se extendian selva adentro, kilémetros de calor, mosquitos y humedad pegajosa, sudor de interminables jornadas en busca del enemigo, con el cansancio acumu- Tandose dia a dia, mtisculo a misculo, con el miedo de ser ellos los emboscados y enton- ces ser ellos los cafdos. Sin embargo cl temor no era tan fuerte como para detener a Narciso. La conviccién de que la “Historia” era su tutora le brin- daba el antidoto suficiente para controlar el micdo a Ja inuerte. El sentimiento de tener la ravén constitufa un tibio balsamo para esa sicnpre abierta Iaga que era para Narciso Ia conciencia de que, en cualquier momento, él podria dejar de pensar, de sentir, de correr, de disparar. Entonces seria s6lo parte del 50 } | | paisaje, un cuerpo derribado en esa selva hiimeda que tan rdpidamente pudria los cadaveres, los hinchaba con pus y aromas fétidos. Narciso ya casi habia logrado llegar a la casa. Faltaba que se introdujera agazapada- mente por el cobertizo desprotegido y volar el arsenal. Unos segundos més y lograria, al menos, llegar a Ia casona. Lo hizo. No podia creerlo, El trabajo no estaba terminado. Sin duda tendria que matar a unos cuantos més, hacer que ese lugar volara y, como si fuera poco, salir con vida. Estaba seguro de que tendria suerte. En un rato de optimismo, en medio de esa situacién extrema, de réfagas que cortaban la madera como sierras, pensd en ella, en su mujer, en Jacinta, y la vio leja- na, triste, y no quiso verla mas y volvié al miedo, a la expectacién, y de pronto sintié su temblor en sus piemas, una stbita ndusea que amenazaba con hacerlo vomitar, lo que no le impidié disparar en todas direcciones, hacia arriba, hacia abajo, a la derecha, a la izquierda, en una suerte de estertor que hacia que lanzara al mundo ese terror que lo laceraba meticulosamente. St Habja visto a su enemigo 0, ms bien, un cuerpo sombreado, un bulto que él intuyé como tal. Contra eso disparé. No oyé ningtin quejido y si, en cambio, gritos de alevta y pisadas en la madera. Sélo tenia unos cuan- tos segundos antes de cruzar fuego y tal vez morir. De repente se oyé un estruendo que parecia pulverizarlo todo, Narciso incluido, y fueron cel calor, el estallido, el fuego. Lo que no se cayé, muy pronto fue consumido por el incendio después de la explosién. Atontado varios segundos, entre los escom- bros, con el fuego en su ropa y en su piel, un dolor primario, animal, hizo que Narciso sc incorporara y, mientras se consumfa con cele- tidad, corriera hacia el exterior, aunque las balas Jo alcanzaran: mejor la muerte rapida, no la hoguera. En su carrera crey6 percibir que otro, alguien a quien seguramente hubiera tenido que matar para no ser aniquilado, también se levantaba y corria, como él, con el rostro velado por el fuego. Las teas humanas corrie- ron por el campo, buscando un disparo Piadoso o el agua de los charcos en que se reproducian Jos zancudos, jagua!, si, ;agua!, 52 agua para apaciguar su dolor, Guiados por un instinto de sobrevivencia, los cuerpos Jograron Megar al muelle cercano y caer al rfo, del que fueron rescatados posteriormente por los partidarios de Narciso, La misién concluy6 con éxito: la base enemiga habia sido destruida, Incluso el saldo de muertos habia resultado favorable: de los contrarios, catorce; del ¢jército, tres. Varios heridos, entre éstos, los dos quemados. Lo que sacaron del agua fueron dos trozos de carne, dos masas convulsas en las que cual- quier rasgo personal habja desaparecido, La nariz, los labios, las mejillas, todo esto y mas, se habia mezclado indistinta y fatalmente, borrando asi cualquier marca peculiar. Los uniformes consumidos tampoco permitian diferenciar quién era quién y lo tinico que se sabia eta que uno de los quemados debia ser Narciso, pero ;cual? Interesaba averiguar cual era el héroe y cual el traidor. Los dos cuerpos tenian la misma estatura, igual complexién, Nada permitia distinguir- los. No pasé mucho tiempo sin que un helicéptero los Hevara a un hospital, en donde los quemados fueron atendidos sin la menor 33 tardanza. Nadie creia que pudieran sobre. vivir, tal era su lamentable condicién pero, sin embargo, sobrevivieron. Poco a poco, muy poco a poco, ante la incredulidacd de los médicos y enfermeras, sus cuerpos comenza- ron a recuperarse, las heridas a sanar como dos carnosas plantas de pantano que se nega- Yan a morir, aunque no sin consecuencias funestas. Los cuerpos eran incapaces de hablar, de ver, tal vez de oir, y dependian completamente de los dems para movers: y desplazarse. Tirados en camastros, para alimentarse necesitaban de la mano ajena De sus bocas surgian gemidos, grufidos, pero no palabras. Los intentos por diferenciar entre el héroe y el traidor fueron indtiles. Aquellos muiie- cos anim: Lentamente recuperaron ciertos movimien- ider los brazos, sentarse, pero no voluntad externa. Una enfermera judia que siguié todo el proceso de lenta recuperacién | ‘no pudo evitar ver en los dos cuerpos una | especie de simulacros fallidos, de gélems 54 parecian no permitir tal cosa. | \ de ser marionetas guiadas por una frustrados en los que ya nunca brillaria ef soplo divino. Una mafiana lleg6 al hospital una mujer. Dio por nombre Jacinta y dijo venir por Narciso. Después de semanas de incertidum- bre, se habia enterado de que él estaba abi. Tuvo que deambular por oficinas y venta- nillas para poder saberlo, asi como para, después, obtener el permiso de visita. Dijo ser la mujer de Narciso, no su esposa. En compajfiia de un médico y dos oficiales, Jacinta fue Uevada ante los quemades que, en esos momentos, si no fuera por una respi- racién algo agitada, se diria que estaban muertos, tal su inmovilidad fakirica, tal su desatencién de este mundo. Luego de unos minutos de tensién, la mujer se puso a llorar, incapaz de sefialar cudl de ellos era Narciso, pensando —sin decirlo— que sentia que Narciso estaba en los dos cuer- pos, separado, dividido, pero no quiso decir esto para que no la creyeran loca. Propuso la idea de levarse los dos cuerpos a su casa, por un tiempo, mientras averiguaba quién ra quién. 5 eee La idea no disgusté a los médicos, carga. dos de enfermos y heridos de guerra, aunque si un poco a los oficiales, pues suponia dejar sin custodia a un prisionero de guerra. Sin embargo, terminaron aceptando: el estado de los dos hombres era tan inservible que nunca se podria dar una fuga. Por lo pronto, celebrarian el herofsmo del soldado con un desfile por las calles de la pequefia ciudad tropical, plenas de mantas con insignias y leyendas politicas, con rostros de semidioses revolucionarios. Como la identidad se desco- nocfa, en un carruaje tirado por caballos y al son de una banda de misica, los dos cuer- pos fueron paseados, ciegos, sordos, sostenidos por soldados, entre el bullicio de la multitud, las loas heroicas en el aire y las flores volando y cayendo al suelo. Jacinta se sintié orgullosa de Narciso. Por primera vez bes6 los dos rostros sin rostro, aquellos pufiados de carne retorcida y ojos que no ven, ¢corazones que no sicnten? “Nareiso”, dijo, y besé a uno. “Narciso”, volvié a decir, y bes6 al otro. Los dos hombres fueron trasladados a la casa de Jacinta. Ella los cuidaba como si fueran nifios, solfcita en todos los detalles de 56 jimpicza, de ropa, de alimentos que ella pre- araba de manera especial y que daba directamente en la boca, Extrafios gestos se gibujaban en las caras, Jos que eran inter- retados por Jacinta como sonrisas. Esto Ia llenaba de satisfaccién, La ternura que la invadia a veces era estremecida por Ja idea de descubrir finalmente cual de cllos era Narciso. Esto la perturbaba sobremanera, pues si bien cra cierto que lo amaba, tam- bién era cierto que se habia encarifiado con ambos cuerpos. En verdad, para ella no eran sino dos veces el mismo Narciso, el mismo amado. Deshacerse de uno de ellos seria eli- minar la mitad de su amor. Las considera- ciones de tipo ideolégico, los aspectos patrié- ticos, no tenfan ningiin peso en el dnimo de Jacinta. Bastante habia sufrido ya en los dias en que Narciso estaba en el frente de guerra y, después de la explosién, cuando no sabia de su paradero. No. Ya no volveria a sepa- rarse de él, de ellos. Era mejor que sobrara un Narciso a que faltara un pedazo de él. Jacinta recordé el gusto de Narciso por fumar cigarros de tabaco negro. Asi que compré una caja y, una tarde, encendié uno 37 y lo puso en el simulacro de boca, en aquel orificio vivo, y el humo azulado comenz6 a inundar la habitacién. Lo mismo hizo con el otro hombre, quien también fumé. Desde ese dia Jacinta gustaba de prender habanos en cl ocaso y los ponfa en la boca de sus fanto- ches, y refa con ellos, cada uno en su gran mecedora. A veces les acariciaba los mecho- nes que, como islas de archipiélago, crecian en los craneos, y Jacinta veia ocultarse el sol desde aquella azulidad que los reflejos cre- pusculares tefijan con matices umbrosos. Sin darse cuenta Jacinta se fue encarifian- do mas con uno de los quemados (el que més muecas hacia, el que —segun ella— sonreia | més), Cuando lo lavaba, sus manos no esca- timaban caricias y fue asi como una majiana descubrié, no sin asombro, que aquella carne deforme atin reaccionaba, y al mirar aquel hongo erecto que ella creyé seco para siem- alié temeresa de la habitacién, Ese y otras mas) aquella imagen retor- naria a su mente y le ocasionaria intimos fuyores, Fue asi como su pasién, que al prin- cipi Si'ié istribuida equitativamente, s¢ fue desiiando, poco a poco, hacia uno solo 58 > de los hombres (de cualquier forma, pensaba, ambos eran un mismo Narciso). Sin embargo, el excluide no dejé de sentir dl camnbio, No es que sufricra algan maltrato. No. Claro que no. Jacinta seguia siendo prédiga cn atenciones para ambos, pero sblo con uno de cellos sentia esa extraiia elec- tricidad que tanto la perturbaba, aunque de una forma que no dejaba de ser agrada- ble. El otro, con una suerte de sensibilidad vegetal, cada vex gesticulé menos y pasb. muchas horas acurrucado en su cama, como un pajaro enfermo. Sélo tras varios dias, Jacinta comenzé a preocuparse de la melan- colia del fantoche, pero el proceso parecia irreversible; la tristeza, creciente. No quiso fumar mas en el crepisculo. La tristeza del quemado pronto fue también la de Jacinta. Sélo la reanimaba la gesticulacién del otro, sus cortos movimientos de bebé grande. “Narciso sana”, dijo, y no pudo evitar abalanzarse sobre él y pren- derle un habano. La misma mafiana en que el fantoche triste amanecié muerto, el otro comenzé a balbucear algo que semejaba Palabras. De nuevo, una gran pena era com- 59 pensada con una gran alegria. Jacinta, al tiempo que Iloraba, también refa. Dejé al muerto en la cama. Se acercé al balbuciente y, al abrazarlo, le decia: “jNarciso!, ;Nar- ciso!” Su alegria la hacia prorrumpir en nerviosas carcajadas, y mientras sostenfa entre sus brazos al gesticulador en una suerte de danza grotesca, sintié de nuevo aquella carne erecta contra la suya propia y, por pri- mera vez, el fantoche profirié unas palabras | claras: “No soy Narciso”. En ese momento Jacinta oy6 otra voz, no la que ella esperaba, no la que tantas veces habia sofiado oir. Dejé de sostener el cuerpo, que cayé pesadamente al suelo como un costal de papas. Ms alla, sobre la cama, el otro cuerpo seguia ovillado. Pasaron varias horas antes de que Jacinta pudiera decidir algo, tan turbada estaba. No obstante, la luz del atardecer parecié calmarla, Entonces colocé —no sin esfucrzos— a los hombres en sus mecedoras, Luego rocié gasolina en | las habitacioncs traseras de la casa, sobre los muebles, en los rincones, Con un fésforo prendié el fucgo en el extremo opuesto al de Jos fantoches. El incendio tardaria un poco en 60 | alcanzarlos. Corrié junto a cllos y se senté en la tercera mecedora, justo entre el mudo y el balbuciente, entre el desgonzado y el ges- ticulador, entre el vivo y el muerto. Antes que el fuego Hegé el humo, y alla estaba el atardecer, tras el ventanal, y Jacinta espera- ba el fin, el fuego azul y el humo caliente acercandose, mientras ofa una voz torpe, raquitica, que decia, una y otra vez, como si se tratara de una cancién dicha por un infan- te estipido: “No soy Narciso... No soy Narciso...” 61 La torre en el silencio La luz de un sinnémero de velas se extien- de por el aposento, El cuerpo de una mujer gace sobre una cama con lienzos amarillos + pesados. Unos sollozos impiden que un silen- tio total reine en la pieza, Una levisima corriente de aire irrumpe, mucve las flamas tspigadas, las hace temblar, por lo que se forman multiformes sombras en las paredes + rincones, Nadie habla, nadie quiere siquie- ra pronuneiar una palabra que, ahi, estaria de mas, La puerta esté abierta cuando, de repente, ingresa uno de los hombres del culto, testido con su tinica azul y una cinta blanca 63 F sobre la frente. Anuncia que todos debe | abandonar el recinto: pronto Hegard el sacer. dote encargado de dar las claves para ¢| adecuado desarrollo del alma en el otro mun. do. Una vez que la gente se retira, ¢| ayudante quema incienso en un plato de bronce. En pocos minutos el sitio se inunda de| humo blanquecino y, junto con las sombras y luces de las velas, se crea un ambient denso y recéndito. Las paredes de piedra ya no se ven y todo no es mas que oscuridad coagulada, con breves zonas de luz que la robustecen. En la habitacién de al lado unos pocos rezan; otros —menos— loran. Alguno hubiera querido estar junto a la ausente, aunque sélo fuera por unos minutos, unos Ultimos instantes de contacto fisico, de manos que palpan una carne atin airosa, todav' caliente, quizds irrigada por humores y desco, pero nada de esto es posible: la tradicién lo prohibe. El vivo no puede ponerse en con- tacto con el muerto: la sola presencia de éste es contaminante, Unicamente el sacerdo- 64 te, sus ayudantes y, por supuesto, el Portador, son los posibilitados para hacerlo, y esto en circunstancias especiales, con la proteccién que ¢l Tito brinda. El sacerdote Ilega a la morada, Los hom- bres y mujeres lo miran y siguen sin decir una palabra que no sca de las oraciones sacras. Sin embargo, cl hombre recién Hegado dice saber del dolor de ellos y, con parsimo- nia, hace un gesto de consuelo. En la otra habitacién lo espera cl ayudante. En silencio, el auxiliar inicia una nueva etapa del ritual. Se marca unos signos en su rostro con un ungiiento blanco y sin olor, previa- mente consagrado. Después dibuja otros signos en las manos del sacerdote, en la parte superior. También unge la cara de la mujer —entrecejo, labios...—, quien ha sido ves- tida con una tinica blanca de lino, como corresponde a una persona de su sexo y rango social. Entonces el sacerdote comienza a reci- tar al oido del cadaver sublimes jerigonzas, letanias mortuorias que recuerdan el canto de pajaros marinos, mientras que con el dedo indice oprime la regién del corazén. 65 El ayudante sale del recinto, s6lo para vol- ver con un perro negro. Con sus brazos lo inmoviliza, agarra la cabeza canina y la pone al frente de la cara de la mujer, cuyos ojos son abiertos por el sacerdote. Los dos pares de ojos deben estar frente a frente: se trata de! Ritual de la Mirada del Perro. Se afirma que éste es el nico ser viviente al que los demonios temen y si alguno de ellos preten- diera tomar cl alma de la difunta, huiria aterrorizado ante la mirada del animal, refle- jada en los ojos de ella. Hay que cuidar, eso si, que no se interpongan sombras en el espa- cio entre las cabezas del perro y del mucrto, pues entonces lo efectos del can se anulan, con lo que el demonio habrfa ganado un alma Coneluida la ceremonia, el auxiliar se reti- ra con el animal, El sacerdote permanece un rato mds cn acezante oracién y luego también sale, Dus aprendices del culto ingresan y colo- can el caddver en una lamina de madera grabada con simbolos alusivos al transito al més allé. Se encaminan a la torre, Cuando pasan con el cadaver por el salén en donde gime la gente, ésta desvia su mirada, teme- rosa de la contaminacién. 66 mnpenececemniscieeiailinmne. ns EI Portador esta sentado en el suelo, con Ia espalda apoyada sobre Ja pared de Ja torre. Viste una tinica decolorada. Desgrefiado, flaco —aunque fuerte—. Su mirada pertlida cn cl espacio. Sin darse cuenta su mano juega con un guijarro. La alta torre se construy6 sobre la base de una formacién de basalto. Se yergue en el centro de una Hanura, una explanada areno- sa, casi desértica, en la que abundan guijarros cristalinos que, a la luz del sol, reflejan los colores del iris, con lo que Ja Hanura adquiere una coloracién onirica, con matices variables, todo lo cual hace recordar la movilidad de los tonos de un lago en verano, La torre cs cilindrica, con la parte supe- rior totalmente descubierta. En su interior, en Ja base, hay una grieta profunda en la que convergen varios canaletes que se originan en la parte alta y por los que corren las aguas cuando Ilueve. Una rampa espiralada comienza a la altura de la grieta y forma periédicas plataformas que disminuyen de anchura conforme se pierden hacia lo alto. Sobre ellas se colocan los cadéveres, que se pudren al aire libre, o bien son devorados por las aves de rapifia. Los pAjaros carniceros pueden entrar sin obstaculos al lugar, dado que la parte superior est4 descubierta. El sol fuerte también penetra: calcina en poco tiempo las carnes tumefactas, los esqueletos que Iegan a un estado de fragilidad tal que muchas veces se desmoronan. Cuando caen Jas Iluvias, a veces el agua se Ieva por los canales los restos humanos, las plumas sueltas y los excrementos de las aves, que van a dar a la grieta. Los cadaveres son colocados segiin el rango social por el Portador en las plata- formas levemente inclinadas. Lo hace con mucho cuidado: les acomoda los atavios mor- tuorios, los unge y, finalmente, extiende el tejido hecho por las hilanderas nocturnas del pueblo a la luz de la luna Mena. No se sabe la edad de la torre ni quién la hizo. Es como si hubiese existido desde siem- pre. Se hunde en el tiempo con Ia misma tacilidad con que sus exteriores arcos ciegos se pierden en el espacio. Nadie inquiere sobre ella, nadie habla de ella. Existe. Nada més. Su sola mencién est proscrita, como pros 68 | | crito esta todo lo que de alguna manera esté yinculado con la muerte. La torre es un ente que no se designa, una cosa sin nombre, una palabra ausente. El Portador es el tinico que puede entrar cn la torre, Los cadaveres se dejan en un paraje rocoso, donde son abandonados por los auxiliares, Entonces el Portador los reco- ge y los coloca en el sitio de los muertos. Como vinculo que es con aquel mundo temi- do y repudiado, él vive totalmente aislado. No puede salir de la zona alrededor de la torre, ese espacio de cristal y picdra, radiante y multicolor, y no porque haya alguien o algo para impedirselo. No. £1 simplemente no lo hace. Conoce su funcién en ese mundo, su trabajo. De acuerdo con la tradicién, el Supremo Jerarca debe engendrar un nifio que la orden custodiaré hasta los veintitin aiios, edad en la que el designado debe asumir su papel de intermediario con el mundo oscuro. En caso de que el recién nacido sea mujer, es sacri- ficado, El Portador es alguien que no puede optar; es el elegido desde antes del principio. Y 41, ahora, se dispone a recoger cl cuerpo de una mujer que les ayudantes acaban de dejar en Ia frontera de su peculiar reino, Mas antes, toma un poco de agua y del ali- mento que los auxiliares dejan diariamente en cl limite. IIL Llevas un poco de esa pasta de cereales a tu boca. La saboreas. Tomas agua fresca. A tu lado yace el cadaver. El viento mucve algunas hebras del tejido. La lanura multi- color se extiende a lo lejos. Un sentimiento melancélico se apodera de ti. Tu, solo, en ese campo pleno de luz iridiscente, comes al lado de un cucrpo exdnime. El viento sigue corriendo. ‘erminado el alimento, tomas ese cuerpo femenino con tus largos brazos, con precau- cién, y te diriges a la entrada de la torre. Caminas despacio pues el viento arrecia y Jevanta nubes de polvo que lastiman tu vist. Licgas hasta la pucrta de metal, observas fugazmente las oxidadas hojas de acanto de Ja patera que la ora y entras en la torre. 70 Adentro no hay viento. Todo est& en cal- ma, en su justo lugar. El silencio parece eqspejear y sus destellos s6lo son interrumpidos por el gramido esporddico de algin ave yoraz, por sus aleteos. Pones el cuerpo en la quinta plataforma, lo acomodas, lo unges. Mientras, miras con detenimiento los rasgos de la mujer que ante ti reposa, su amorta- jado suefio del que parece que va a despertar en cualquier momento. Lo haces por un largo intervalo y luego la cubres con el tejido blan- co. Desciendes, te acurrucas en un rincén de la base. Dormitas. IV \bro los ojos y no veo nada. Algo sobre mi rostro me asfixia. Con esfuerzo, lenta- mente, tiro de esto que me oprime: un tejido. Entonces puedo ver: una nube se dibuja en cl firmamento celeste. De pronto mi visién se modifica con algo que en un primer momento me asusta: un buitre. Abro mas mis ojos por el temor y me incorporo. Mis movimientos no son Agiles. Me doy cuenta de los otros cuerpos que, en fila, yacen a n uni. izquierda.. Mas cuerpos: abajo, en |a otra plataforma; arriba, en la superior; al frente, pues la rampa ticne forma de espiral, Un hedor dulzén de carnes hinchadas y supurantes invade este lugar, pero es respi. rable al estar descubierto y por la rapide con que los cadAveres se secan. Lo més irri. tante del olor proviene de los excrementos de las aves, No tengo micdo. Mi cerebro comienza progresivamente a asociar y a recor- dar. Aparte de una alucinacién 0 un suciio, sélo resta como explicacién mi enfermedad, que mi catalepsia haya sido més prolongada de lo acostumbrado y, asf, me dicran por mucrta. Si. Seguramente como tal se me tomé y luego se ejecutaron los ritos funera- rios. Pero no, estoy viva y, ahora, despierta. Miro a mi alrededor, arriba, abajo: la piedra que impone su fuctza de encierro, los cuer- pos que se deshacen, los tejidos enteros 0 des- rrades, las aves que vuelan, que camin: : hunden sus picos en « embelisme de entiatias, Paso la mano por mi maya dedos y noto este ungiicnto. Lo lame |» insipido. Comienzo a caminar por la plataforma, con algo de torpeza al pemente, que Rn rincipio, pero me cuido de no tocar otros guerpos, algunos de los cuales, con sus muecas descarnadas, parecen susurrar lenguajes mis- teriosos. Desciendo a la siguiente terraza, a la otra y, cuando quiero descender una mis, advierto que abajo, en la base, alguien de pie, me mira con rigidez esfingea, Vv De acuerdo con la tradicién, la muerte es impureza, es lo intocable. Cualquier ser vivo que tenga acceso a ella, a sus manifestacio- nes, queda de inmediato contagiado, deja de pertenccer a las formas orfyanizadas y pasa a ser parte del caos. De nada sirve que un corazén palpite, que la sangre circule por venas y arterias. Estos son detalles superfluos frente al hecho definitivo de estar contami- nado, de estar muerto: una maldicién colec- tiva en que se pierde todo significado. Asi, esa mujer que ha despertado en la torre esta muerta, aunque respire, aunque sienta: el rito ya lo decreté. La tradicién es tajante al respecto: ¢s obligacién del Portador devol- verla a su estado real, es decir, a la exacta 3 correspondencia entre la palabra ritual y la realidad, a la muerte. Es su deber impulsarla a su naturaleza: debe ser sacrificada. No ser la primera vez que cumpla seme. jante trabajo. Sin dolor, sin placer, con Ja misma resignacién de la victima. Pero ahora, al verla en lo alto, ahi, cerca, cada vez mis cerca, inerme, siente un nuevo goce. Ya la ha disfrutado en su mente. Desde el princi- pio la deseé, desde que tuvo que cargar su cuerpo, hasta que la abandoné en la plata- forma. Luego, sélo cargé la imagen, cl recuerdo. La presencia viva es diferente. La carne activa, con voluntad, con movimiento, la carne ajena, todo esto es nuevo en su uni- verso acostumbrado a cuerpos inermes. En un estuche de cucro, colgado de la cintura, esta el arma que tiene que usar. Con la mano derecha Ja toca: fria, pétrea. Su mirada no se aparta del rostro de la mujer, cada vez mas cercano. La ancha mano se posa, como una mati- pow palida, cn esa cara que al fin palpa fuera las piescripciones del rito. La recorre, 'sjrcciona cada uno de Ios pliegucs: de las miniuas o marcadas curvaturas. Filla de 74 4 esta inmévil, hierdtica, sintiendo esa mano que recorre su rostro y que, ahora, parece gcariciar su cuello, luego sus senos, el vientre, |; cintura, el sexo, Después, sin decir una palabra, él da media vuelta y se aleja. Ella mira la grieta, el coraz6n de la torre. VI El Portador se aleja, lento, con algo de majestuosidad en su umbria. Mira hacia lo alto: cinco aves contra la claridad del cielo. Llega al nivel basico, Sale. Ella busca un rincén en el cual descansar. Se duerme. Goza un suefio sin ensuefios, lar- s, profundo, La Muvia la despierta. Se guarece en uno de los nichos cercanos: gran- ‘les, amplios, como pequefias capillas. En clos arden fuegos perpetuos, oscuros, ali- mentados por el aceite que dia a dia el Portador provee. Duerme de nuevo. Pasa el tiempo. La mujer despierta y des- Cubre el amanecer. Hace frio. Aun la claridad diuma no invade el recinto. Un. silencio 'etélico todo lo impregna. Se acerca al fue- ®. Después toma agua de los charcos que 75 — la luvia ha formado, Le agrada, El letargo y la impasibilidad la absorben. Se estira en el suelo como un felino, se acurruca y se que. da asi por horas. Al atardecer ve entrar al Portador, que leva el aceite para los fuegos sagrados. £1 hace su trabajo en silencio y se marcha. Ella no dice nada. Toma un poco de agua. La oscuridad vuelve a reinar. El silencio s6lo es interrumpido por un aleteo furtive o por los chasquidos del aceite al quemarse. Se reflejan sombras en la pared: de gases, de lama, el cuerpo perfilado. Comienza a sentir hambre y nada de lo que la rodea es comestible. Piedras, aire, tinieblas. El tiem- po sigue transcurriendo y su necesidad de probar alimento aumenta. Cuando amancce, sale del nicho. Un buitre la mira casi despectivamente. Ella se siente débil, hambrienta. De pronto se Je ocurre la posibilidad de matar alguna de esas aves que pululan. Busca piedras que Je sirvan para su propdsito, pero son grandes y pesadas, 0 muy pequefias. Intenta tomar con Sus propias mies cierto pAjaro més permi- sivo, pero cy més veloz que ella. Agotada, s¢ 76 tira al suelo, Ya sc ha acostumbrado a la presencia de los cadaveres, ya no le infunden temor 0 asco. En cierto modo, ahora son sus compaiieros. Otra vez aparece el Portador. Coloca el cuerpo de un nifio en la octava plataforma y luego ejecuta los pases y abluciones de rigor. Blla observa todo el ceremonial en silen- cio. El se yergue, la mira a los ojos fijamen- te, luego observa al nifio que yace en el suclo, la mira de nuevo y se aleja. Ella queda en presencia de ese cuerpo imberbe. Se siente cada vez més débil, cada vez mas hambrienta. El cuerpo joven la inter- pela, Ia hace vacilar desde su fijeza de masa en rcposo. Ella se acerca mas y le acaricia la pierna derecha, siente el finfsimo vello y apoya su cabeza en el pecho del muerto. Asi permanece por més de una hora. Luego, su mano se detiene en el muslo, s6lo para comen- var a frotarlo de nuevo, primero en forma delicada, después fuerte, muy fuerte. Frené- tica, continia la accién y sus ufias van rasgando la piel de ese muslo y, sin pensarlo, vencida toda duda, sus dedos desgarran esa came, tiran de ella, hasta arrancar un trozo, 7 Vi dranscurre el ticmpo y la torre sigue erguida. Transcurre el tiempo y el Portador continéa, circularmente, con su labor. Los hotnbres siguen muriendo y la rueda sigue girando. La gente contintia reproduciéndose. Rumores corren entre el pucblo, rumores lanzados por las hilanderas de la luna lena: €n sus noches de tejido creen escuchar mond- dicos cantos femeninos que emergen de la torre. Nadie sabe de lo que se trata, se aven- turan hipétesis, se mencionan diosas y demo- nios, potencias tenebrosas, pero todos termi- nan callando. Lo inico cierto es que la voz triste, sepulta, de una mujer, sigue fluyendo desde Ja torre. La dentadura I Dos horas mas y seria de noche. La Huvia no era muy fuerte, pero si constante. Todo estaba empapado, con cl agua hasta los huesos, con esa humedad que cala hondo. Nicolés, mejor conocido como Nico, Hevaba dos horas caminando por ese sendero lodoso que, como una sierpe parda, se abria entre cafetales en ruinas. El “jeep” militar se habia quedado sin combustible. No habia tenido mas remedio que robarlo para eva- dirse del ejército. Meses atrés también lo habia hecho de la guerrilla. Se negé a disparar contra dos campesinos delatores quienes, 79 Horosos, suplicaron que no los mataran, que habfan tenido que hablar para salvar a sus familias del fuego del gobierno, que tuvieran clemencia, y sus camaradas dispararon, hicic. ron justicia revolucionaria —decian—, y horas mas tarde, Nico, todavia confuso, deserté6 de la guerrilla y, tras confesiones y golpes, pasé a formar parte del ejército, de ese mismo del que escapara apenas unas pocas horas antes. Con pasién, Nico contaba l tiempo, queria Hevar el cémputo de su pre- caria libertad. Pasar de la guerrilla al ejército es mas facil que del cjército a la guerrilla. ;Tanta nece- sidad de hombres tiene el gobierno! Fue Ia vispera cuando decidié escapar del ejército, De nuevo la negativa a disparar habia sido la causa de la desercién. ¢ Pero qué te erees, pendejo, que aqui estamos para jugar a las mujiecas? A disparar, cabrén, a disparar, de eso se trata, de tirar a matar. No es que Nicolis no tuviera unos cuantos muertos en su haber, pero antes, cuando lo hizo, cuando les partié el alma a los hijucpu- tas del ot bando, Io hizo con Ia total certi- 80 ae ei aseentccenaceses dumbre de que esas muertes valian la pena, que eran el triste tributo que requeria el cambio social. Pero el tiempo pasé y las ideas y sentimientos se transformaron. Desde hacia meses se venia gestando ese cambio de acti- tud, ese querer no contribuir al engranaje de la guerra. Pero, ¢cémo? No lo sabia exac- ta ni confusamente. Por ahora era necesario salir del pais, justo lo que pretendia hacer. A lo lejos Nicolas divisé el edificio semi- derruido de la estacién Progreso, una cons- truccién de fines de siglo xix, levantada en la época del esplendor cafetalero. Habia sobre- vivido por mas de ocho décadas, no sin una alta cuota de deterioro. Lo que perduraba en mejor estado eran los muros y las herrerias, metales alambicados de estilo Art Nouveau que conformaban flores, follajes y racimos. Afios atras, en la inauguracién del edificio habia venido un delegado del Ministerio de Transportes, quien no dejé de alabar los avan- ces del siglo. Villa Progreso ya no estaria aislada, ahora el tren la comunicarfa, el café Podria sacarse de la zona y ser exportado. Con los afios el tren se volvié mas y més obsoleto. Entonces fueron las buenas carrete- 81 ras cl punto medular. Villa Progreso no Progres6, aislada del asfalto pero, sobre todo, por haber quedado en zona de efervescencia bélica. El éxodo despoblé el lugar. S6lo que. daron unos cuantos que se resistieron al traslado, permaneciendo a merced de solda- dos y guerrilleros. La estacién del tren estaba a unos dos kilé- metros del nucleo de la villa. Es que siempre importé més el café que la gente. Kilémetros y kilémetros de cafetales que para mayo, con Jas Huvias, ganaban hojas con verdes tiemos primero y oscuros después; luego ven- drian las flores blancas que perfumarian las veredas por las que Nicolés corrié de nifio. Ya para ese entonces la actividad cafetalera estaba en decadencia en esta zona, pero al menos atin se cuidaban los cafetales y se reco- gian las cosechas. Ahora ya no, La maleza rece entre Jos arbustos, muchos de cllos, pla- gados con manchas amarillas que resaltan sobre el verde cérdeno. Hoy esas plantas sit ven, sobre todo, para cubrir la retirada de algiin combatiente que corre por sendas con- fusas al interior de ese cafetal que parece Laberinto. | | Nicolas apresura su paso. Quiere guarccer- se en la vieja estacién, pasar la noche en un rincén seco, dormir. Ya mafiana seguiré su fuga 0 se quedara ahi o quién sabe. Mafiana sera otro dia, ;Puta Iuvia que no acaba! La estacién no es un edificio grande, pero si algo desproporcionado al medio, como una ballena oxidada que de pronto se encontrase en media selva. Sélo la prosperidad y las ilu- siones progresistas explican que se hayan construido ésa_y muchas otras _estacio- nes, perlas unidas por un hilo doble de hierro. Perlas sobre un fondo verde y miscrable. Al fin lleg6 al edificio. Buscé un rincén seco y se senté en el suelo. Puso a un lado su fusil AK-47 de fabricacién comunista y se quit6 sus enlodadas botas israelies. Se tragé en seco sus vitaminas norteamericanas. Sacé un trozo de manta de su mochila y se secé la cabeza lo mejor que pudo. El resto del cuerpo seguia héimedo. Se levanté. Dio unos pasos para inspeccionar el lugar. Més alla, en el salén destechado, todavia deberian estar cllos —pensé—. Si, Esos cuerpos que dias atras sus compafieros del cjército habian baleado. Guerrillerosy_colaboradores, le 83 dijeron, ocho en total, levados especialmente a esa estacién derruida y utilizada para |, ejecucién. Pero no, mejor no verlos por aho. ra, mejor no ver los cadAveres; después sj cuando haya descansado, ahora estoy muy fatigado, si mucho. Nicolés se qued6 dor. mido, Afuera, la Huvia extendia su velo de agua sobre los cafetales montaraces. IL Un ruido como de ratas lo desperté. La Iuvia habia cesado. A pesar de sus misculos adoloridos, adn entumecidos, se despabilé ante ruidos que provenian del otro salén, cl destechado, el de la ejecucién. El de los ocho muertos. Pens6 el asunto y gseran fantasmas?, ¢¥atas que vienen por su da?, ¢gatos, perros, zarigiicyas? Lentanicnte Nicolas, después de tomar su AK-i7 y de ponerse sus botas, se desplard hacia la otra a vcr, comi- habitaci6n. Miré su reloj. Tres y media de Ja mafiana. )ona madrugade. Roto contici- nio por ese s:stitrante ruide de ratas, Se detuyo e ¢) iasico cv da puerta. En el interior del saléu iotar una Iuz, un yesplandor que iluminaba sucesivamente los cuerpos caidos, ensangrentados, algunos mas hinchadcs que otros y a punto del hedor. Con mentalidad ingenua, Nico pens6 que quizis Ia luz seria de un 4nima, un espirita, algan aparecido. No iba a salir corriendo. Preferia enfrentarse a un muerto que a un soldado vivo. Aguzé su vista. Quien sostenfa una vela encendida era una mujer pequefia, debilucha, andrajosa. Revisaba los caddveres en busca de algo de valor. Algiin anillo, tal vez un diente de oro. La mujer levantaba las manos de los cadaveres, las inspeccionaba y las dejaba caer pesadamente. Luego metia los dedos en Jas bocas, revisaba las dentadu- ras en busca de metal, pero nada, ésos no tenian nada, de seguro ya los del ejército los limpiaron, ni un cabrén diente para... ¢qué es esto”, y la harapienta, al revisar la boca de un hombre con un balazo en Ja muca, un maestro de primaria de unos cincuenta afios, se encontré no un diente, sino toda una den- tadura que se desprendié bajo la presién de la mano de la mujer. Justo en ese momento Nicolas salié de la penumbra con su AK-47 como estandarte 85 tN y, aunque ella se asustara y tirara la vela, ly luz de la luna cra més que suficiente para distinguir los volimenes y los cuerpos. ~j Alto ahi! No se mueva 0 disparo —dijy Nicolas en un tono bastante convincente, Ella dejé caer la dentadura que, a la luz de la luna, brillé y parecié reir, Nico se asom. bré ante esos dientes al aire libre. Dio unos pasos sin dejar de apuntarle. El tufo de la putrefaccién le impidié acercarse mis. Vio entonces que se trataba de una an- ciana acostumbrada al hedor que la envolvia, Asi que robando a los muertos —dijo i modo, hay que comer. Ellos ya estin muertos, yo todavia no, Bueno... eso erco Algo tengo que hacer lucgo del susto inicial, hablé La imuj con voz firme -;No esta de acuerdo con lo que hago?

También podría gustarte