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Del espíritu de

conquista y de
usurpació n
BENJAMIN CONSTANT
PARTE I
DEL ESPÍRITU DE CONQUISTA.

CAPÍTULO I
Virtudes compatibles con la guerra en ciertos estados
del desarrollo social

Varios autores, dirigidos por el amor a la humanidad en reflexiones meritorias, han


considerado la guerra sólo en su parte mortal. Yo no tengo inconveniente en
reconocer sus beneficios.

No es cierto que la guerra sea siempre mala. En ciertos momentos de la historia de la


humanidad, la guerra ha sido simplemente una muestra de la naturaleza del hombre.
Ha favorecido el desarrollo de sus mejores y más grandiosas facultades. Abre para él
un tesoro de goces preciosos. Le forma grandeza en el alma, habilidad, sangre fría,
desprecio por la muerte, sin los cuales nunca podía estar seguro de que hubiera
alguna forma de cobardía que no pudiera cometer. La guerra le enseña devoción
heroica y le hace formar amistades honrosas. Lo vincula más estrechamente a su
país por un lado y con sus compañeros por el otro. Premia nobles acciones con
nobles satisfacciones. Pero todas estas ventajas que otorga la guerra dependen de
una condición indispensable: que la guerra debe ser el resultado natural de la
situación y el espíritu nacional de un pueblo.

1
Porque yo no estoy hablando aquí de una nación atacada y en defensa de su
independencia. No cabe duda de que una nación bien podría combinar valentía
bélica con las más altas virtudes, o mejor dicho, su ardor guerrero puede convertirse
en lo más alto de todas sus virtudes. En este caso, sin embargo, no estamos hablando
de la guerra propiamente dicha, sino de legítima defensa, es decir, de patriotismo, de
amor a la justicia, de todas las pasiones nobles y sagradas.

Un pueblo que, no ha sido llamado a defender sus propios hogares, sino que está
regido por sus circunstancias o el carácter nacional de sus expediciones militares y
conquistas, aún podrá combinar el espíritu guerrero con la sencillez de costumbres,
el desprecio por el lujo, la generosidad, la lealtad, la fidelidad a los acuerdos, el
respeto de un enemigo valiente, incluso piedad y respeto por su enemigo derrotado.
De hecho nos encontramos con tales cualidades brillantes, en la historia antigua y en
los anales de la Edad Media, en una serie de naciones, para quienes la guerra era una
ocupación habitual.

Pero, ¿el estado actual de los pueblos europeos permite esperar por una amalgama
de tales virtudes? ¿Es el amor por la guerra realmente parte de su carácter nacional?
¿Realmente se derivan de su actual situación? Si estas preguntas son contestadas en
forma negativa, se deduce que en nuestro tiempo, a fin de dirigir las naciones a la
guerra y la conquista, es necesario revertir la situación en que se encuentran dichas
naciones, algo que difícilmente puede lograrse sin originarles muchos males,
corrompiendo su carácter y dotándolos de una multitud de vicios.

1
CAPÍTULO II
El carácter de las naciones modernas en relación a la
guerra

Los pueblos guerreros de la antigüedad debían su espíritu belicoso principalmente a


la situación en la que se encontraban. Divididos en tribus pequeñas, sostenían por la
fuerza de las armas la posesión de sus territorios. Impulsados por la necesidad,
luchaban entre sí o se amenazaban continuamente. Incluso aquellos que no tenían
ninguna ambición de ser conquistadores, no podían descuidar la espada si deseaban
evitar ser conquistados. Para todos ellos, el precio de su seguridad, su
independencia, y de toda su existencia era la guerra.

Nuestro mundo es, en este sentido, precisamente lo contrario del mundo antiguo.
Mientras que en el pasado, cada nación formaba una familia aislada, enemigo nato
de otras familias; ahora, existen grandes masas de seres humanos, que a pesar de sus
diferentes nombres y sus diferentes formas de organización social, son
esencialmente homogéneos en su naturaleza. Esta masa es lo suficientemente fuerte
como para no tener nada que temer de las hordas bárbaras de la actualidad. Es lo
suficientemente civilizada para identificar la guerra como una carga. Su tendencia
uniforme se dirige hacia la paz. La tradición guerrera, una herencia de épocas
distantes, y sobre todo, los errores de los gobiernos, ralentizan los efectos de esta
tendencia, pero cada día se hacen nuevos progresos. Los líderes de las naciones
pagan tributo a esta tendencia cuando evitan confesar abiertamente su ambición de
conquista y sus esperanzas de una gloria ganada sólo por la fuerza de las armas. El
hijo de Filipo1 no se atrevería ahora a proponer a sus súbditos la invasión del

1
Alejandro de Macedonia.

1
universo; y el discurso de Pirro a Cineas 2 parecería hoy a una muestra de insolencia
o de locura.

Un gobierno que hable de gloria militar como un objetivo mostraría un


desconocimiento o desprecio por el espíritu de las naciones y de los tiempos
actuales. Sería un error de un millar de años. Aunque en un principio pudiera tener
éxito, sería interesante ver al final quien podría sacar provecho de esta apuesta
extrema, nuestro siglo o el gobierno ofensor.

Por fin hemos llegado a la edad de comercio, una época que necesariamente debe
sustituir a la de la guerra, así como la edad de la guerra estaba destinada a
precederla. Guerra y comercio son sólo dos medios diferentes para alcanzar el
mismo fin, el de poseer lo que se desea. El comercio es simplemente un tributo
rendido a la fuerza del poseedor por el aspirante a la posesión. Es un intento de
obtener de mutuo acuerdo lo que ya no se puede esperar obtener mediante la
violencia. Un hombre que fue siempre el más fuerte jamás concebiría la idea del
comercio. La experiencia es quien le mostrará que la guerra, es decir, el uso de su
fuerza contra la fuerza de los demás, puede afrontar una variedad de obstáculos y
derrotas, que lo llevaran a recurrir al comercio, es decir, a una forma más segura y
limitada de conseguir beneficiarse de los demás de acuerdo a sus intereses.

La guerra cede paso al comercio. La primera es ante todo un impulso salvaje; la otra
es un cálculo civilizado. Es evidente que cuanto más prevalece la tendencia
comercial, más débil se hace la tendencia a la guerra.

2
La fuente original de esta cita es “Vivencias” de Plutarco en su sexto volumen; pero Constant
probablemente lo asocia con la versión de Boileau. Ver, Nicolás Boileau-Despréaux, OBRAS COMPLETAS,
editada por A. Adam y F. Escal (París, 1966), páginas 103 y 107.

1
El único objetivo de las naciones modernas es la tranquilidad, y una tranquilidad
acomodada, con la industria como fuente de todo esto. La guerra se va convirtiendo
en un medio cada vez más ineficaz de conseguir este objetivo. Sus riesgos ya no
ofrecen, ya sea a individuos o naciones, beneficios que se comparen con los
resultados del trabajo pacífico y un comercio tradicional Entre los antiguos, una
guerra exitosa incrementaba la riqueza tanto pública como privada, a través de
esclavos, tributos y terrenos de uso común. Para los modernos, incluso una guerra
exitosa siempre cuesta más de lo que se logra ganar.

La república romana, sin comercio, ni literatura, ni artes, sin otra ocupación


doméstica que la agricultura, limitada a un territorio demasiado pequeño para sus
habitantes, rodeada por tribus bárbaras, siempre amenazados o en peligro, siguió su
desarrollo natural con la búsqueda ininterrumpida de acciones militares. Un
gobierno que en nuestros días deseara imitar a la república romana, se diferenciaría
en que, al querer actuar en oposición a su propia gente, los convertiría en
instrumentos de su política tan infelices como lo serían sus víctimas. Un pueblo así
gobernado se convertiría en una república romana, sin su libertad, sin ese impulso
nacional que facilitaba cualquier sacrificio, sin la esperanza de que cada persona
pudiera disfrutar de una parte de la tierra conquistada, sin que, en definitiva, todas
estas circunstancias que hicieron ese riesgoso y problemático estilo de vida,
atractivo para los romanos.

El comercio ha modificado la propia naturaleza de la guerra. Las naciones


comerciales de antaño siempre fueron derrotadas por sus enemigos belicosos. Hoy
en día pueden oponérseles exitosamente. Podrían encontrar apoyo incluso entre sus
enemigos. Las ramificaciones infinitas y complejas del comercio han puesto los

1
intereses de las sociedades más allá de las fronteras de su propio territorio, el
espíritu de estos tiempos triunfa sobre el espíritu estrecho y hostil que los hombres
buscan dignificar con el nombre de patriotismo.

Cartago, luchando contra los romanos en la antigüedad, estaba destinada a sucumbir:


el estado de las cosas obraba en su contra. Pero si la guerra entre Roma y Cartago se
librara ahora, Cartago tendría las esperanzas del mundo entero de su parte, las
costumbres de hoy y el espíritu de estos tiempos serían sus aliados.

La condición de los pueblos modernos es lo que les impide ser belicosos por
naturaleza; y más específicamente, que también están conectados con el progreso de
toda la humanidad y, por consiguiente, las diferencias entre las distintas eras, se
aúnan a dichas causas generales.

Las nuevas formas de lucha, los cambios en las armas, en la artillería, han privado a
la vida militar de lo que lo hizo más atractivo. Ya no existe polémica sobre el
peligro: sólo genera fatalidad. El valor en sí mismo debe estar matizado por la
resignación o la indiferencia. Ya no es disfrutable el placer de la voluntad, de la
acción, del desarrollo de nuestras facultades físicas y morales, que hacía el combate
tan atractivo para los héroes de la antigüedad o los caballeros de la Edad Media.

La guerra ha perdido su encanto, así como su utilidad. El hombre ya no es alentado a


ella, ya sea por interés o por pasión.

1
CAPÍTULO III
El espíritu de conquista en el estado actual de Europa

Cualquier gobierno que deseara hoy incitar a un pueblo europeo a la guerra y a la


conquista cometería un anacronismo torpe y desastroso. Sería tremendamente
costoso tratar de imponer a una nación un impulso contrario a la naturaleza. Dado
que ninguno de los motivos que indujeron a los hombres de épocas pasadas a
desafiar tantos peligros y soportar tantos esfuerzos siguen siendo válidos para los
hombres de nuestros días, tendría que ofrecerles razones compatibles con el estado
actual de la civilización. Tendría que estimularlos para combatir por medio de ese
mismo deseo de placer que, por naturaleza, sólo los dispone a la paz. Nuestro siglo,
valora todo según su utilidad, y, tan pronto como alguien intenta salir de dicho
ámbito, opone su status a cada intento real o fingido, solo satisfecho a través de una
gloria estéril, la cual ya no estamos habituados a preferir sobre otras cosas. Sería
necesario poner la comodidad en el lugar de la gloria, el pillaje en el lugar de las
victorias. Lo hace a uno estremecerse el imaginar lo que podría llegar a ser el
espíritu de conquista si se guiara por esas motivaciones.

En esa visión que quiero compartir, nada podría estar más lejos de mis intenciones
que hacer injusticia a esos héroes que, orgullosos de pie entre su patria y el peligro,
tienen, en todos los países, protegiendo la independencia de sus naciones; esos
héroes que han defendido tan gloriosamente nuestra bella Francia 3. No tengo miedo
de no ser comprendido por ellos. Hay más de uno entre ellos cuya alma, en
concordancia con la mía, comparte todos mis sentimientos y quienes, reconociendo,
en estas líneas su íntima opinión personal, distinguirán a su autor como su portavoz.

3
En la primera edición el autor señala: “defendido Francia”.

1
1
CAPÍTULO IV
De una carrera militar que opere por interés propio

Los pueblos guerreros que conocemos en la actualidad, fueron todos impulsados por
motivos más nobles que los beneficios reales y positivos de la guerra. En algunos, la
religión se mezclaba con sus impulsos belicosos. La tumultuosa libertad de la que
gozaban los demás actuaba como un impulso desbordante, que tenían que desplegar
fuera de su propio territorio. Estos pueblos asociaron el ideal de la victoria con una
fama que se extendía más allá de sus existencias mortales, por lo que lucharon no
para satisfacer una ambición básica por un bienestar material actual, sino por una
esperanza idealista y que encumbraba su imaginación como todo lo que se pierde en
la vaguedad del futuro.

Así es que, incluso para aquellas naciones que nos parecen exclusivamente
preocupadas por el pillaje y el robo, la adquisición de la riqueza no era el objetivo
principal. Vemos, pues, a los héroes escandinavos quedarse con todos los tesoros
que habían ganado durante toda su vida para finalmente quemarlos con ellos en sus
piras funerarias, para obligar a las generaciones que les seguían para ganar nuevos
tesoros y hazañas. De hecho, para ellos la riqueza se valoraba más como un testigo
de las victorias que habían logrado, y no como un signo de estatus o un medio para
el disfrute.

Pero, si una carrera puramente militar se desatara ahora, su empuje no se basaría en


ninguna convicción, sentimiento o pensamiento, y puesto que todas las razones para
la exaltación que antes podían ennoblecer los combates en sí serían extrañas a este
ímpetu, sólo encontrarían impulso y motivación en la personalidad más mezquina y
sombría. Se adoptaría la ferocidad del espíritu guerrero, pero manteniendo sus

1
propios intereses comerciales. Estos “nuevos” vándalos no mantendrían su
ignorancia del lujo, de la sencillez en las costumbres y del desprecio por todas las
acciones salvajes que caracterizó a sus rudos predecesores. Con la brutalidad de la
barbarie combinarían los refinamientos del lujo; con el exceso de violencia, el
engaño de la avaricia.

Los hombres a los que se les dijo formalmente que estaban luchando sólo para el
pillaje, hombres cuyas ideas belicosas han sido reducidas solo a este resultado claro
y preciso, serían de hecho diferentes de los guerreros de la antigüedad.

Cuatrocientos mil egoístas bien entrenados y bien armados sabrían que su destino es
causar la muerte o sufrirla. Deducirían que sería mejor resignarse a su destino que
evadirlo, ya que la tiranía que los condenó a esto es más fuerte que ellos. A su vez,
buscarían consuelo en las recompensas prometidas, en los despojos de aquellos
contra los cuales estaban siendo conducidos. En consecuencia, marcharían con la
determinación de sacar el máximo provecho de su propia fuerza. No mostrarían ni
piedad con los vencidos, ni respeto por los débiles: los vencidos que, para su
desgracia, siendo propietarios de algo, aparecerían a ojos de los conquistadores
simplemente como un obstáculo entre ellos y su botín. El interés particular habría
exterminado en sus almas todas las emociones naturales, excepto aquellas que se
deriven de la opulencia. Aún podrían conmoverse a la vista de una mujer, pero no de
un anciano o un niño. Todos sus conocimientos prácticos estarían al servicio de la
elaboración de sus planes de masacre y despojo.

Su familiaridad con los procedimientos legales otorgaría a sus actos de injusticia, la


impasibilidad de las leyes. Su familiaridad con las normas sociales daría a sus
crueldades un matiz de despreocupación y ligereza, que considerarían refinado. De
esta manera, viajarían por el mundo, tornando el avance de la civilización contra la

1
civilización misma, dedicándose enteramente a su propio interés, tomando el
asesinato como un medio, el libertinaje como un pasatiempo, el escarnio como una
satisfacción, y el pillaje como su fin; separados por un abismo moral del resto de la
humanidad, y unidos entre sí únicamente como animales salvajes que caen en
manadas sobre los rebaños de los que se alimentan.

Así serían en sus triunfos. ¿Cómo serían entonces en sus derrotas?

Puesto que sólo tienen un objetivo a alcanzar, y no una causa que defender, una vez
que hubieran errado el objetivo, ninguna conciencia los sostendría. No estarían
obligados por ninguna convicción, salvo la de mantenerse unidos por mera
necesidad física, de la que incluso cada uno trataría de librarse a la mínima
oportunidad.

Para que los hombres se unan enfrentado su destino, necesitan algo más que un
simple interés propio: necesitan creencias reales, necesitan dignidad. El interés
particular tiende a aislarlos, ya que ofrece a cada individuo la oportunidad de tener
mayor éxito o provecho por su cuenta.

El mismo egoísmo que en tiempos de prosperidad haría que estos conquistadores de


la tierra no tuvieran piedad a sus enemigos, en la adversidad los volvería indiferentes
y recelosos para con sus compañeros de armas. Este espíritu invadiría todos los
rangos, desde los más elevados a los más inferiores. En su compañero de agonía,
cada uno vería una compensación por el pillaje que no pudo obtener del enemigo.
Los enfermos despojarían a los moribundos, los fugitivos a los enfermos. Los
débiles y los heridos parecerían para el oficial encargado de su cuidado una
incómoda carga de la que querría deshacerse a cualquier precio. El general, que

1
habría guiado a este ejército a esta situación sin escape, no sentiría responsabilidad
por los infortunados a quienes ha conducido al abismo, no se quedaría con ellos para
salvarlos. La deserción4 le parecería un medio para escapar de las derrotas o
subsanar errores. ¿Por qué debería importarle haberles llevado allí, si han confiado
en su palabra, si le han comprometido sus vidas, si lo defendieron hasta el último
momento con sus manos agonizantes? ¿Acaso los instrumentos inútiles, no deberían
ser dejados de lado?

Sin duda estas consecuencias de un espíritu militar basado exclusivamente en el


interés propio no podrían manifestarse en toda su terrible magnitud entre los pueblos
modernos a menos que los sistemas de conquista perduraran varias generaciones.
¡Gracias a Dios, a pesar de todos los esfuerzos de su líder, los franceses se han
mantenido y seguirán estando siempre muy lejos del límite al que los ha estado
llevando. Esas virtudes pacifistas que nuestra civilización nutre y desarrolla aún
batallan victoriosas contra la corrupción y los vicios que la furia de la conquista
invoca5 y de los cuales precisa. Nuestros ejércitos6 demuestran humanidad tanto
como valor, y a menudo se ganan el afecto de aquellas poblaciones que hoy en día,
por culpa de un solo hombre, pueden limitarse a tener que rechazarnos, mientras que
antaño solo tenían como alternativa ser vencidos. Es este espíritu nacional, el
espíritu de la época el que se resiste al gobierno. Si este gobierno persiste, las
virtudes que sobrevivan a los arranques de la autoridad se convertirían en
indisciplina. El interés propio es el santo y seña, cualquier sentimiento desinteresado
sería tildado de insubordinación: y cuanto más tiempo dure este terrible régimen 7,
más débiles y raras se convertirán estas virtudes.

4
La primera edición menciona: “Abandonarlos”
5
La primera edición cita en lugar de “la furia de la conquista”, “este sistema”.
6
Esta oración, desde “Nuestros ejércitos” hasta “vencidos” no se encontraba en la primera edición.
7
La primera edición en lugar de “terrible régimen” mencionaba “sistema de conquista”.

1
1
CAPÍTULO V
Otra razón para el deterioro de la clase militar
dentro del sistema de conquista

Con frecuencia se ha observado que los jugadores son los más inmorales de los
hombres. La razón es que cada día arriesgan todo lo que tienen. Para ellos no hay
futuro seguro: viven y se esfuerzan bajo el imperio de peligro8.

En el sistema de conquista, el soldado se convierte en un jugador, con la diferencia


de que su apuesta es la vida misma. Pero es una apuesta de la cual no puede
retirarse. Constantemente se expone a la probabilidad, que tarde o temprano se
volverá contra él. Él tampoco tiene futuro. El peligro es también su amo ciego y
despiadado.

Sin embargo, la moral necesita su oportunidad. Solo así podrá establecer sus
compensaciones y recompensas. Para un hombre que vive minuto en minuto o de
batalla en batalla, no existe tal oportunidad. Las recompensas del futuro se
convierten en quimeras. El placer del momento es lo único que tiene cierto grado de
certeza. Para utilizar una expresión que es doblemente apropiado en este caso, el
placer es mayor si se le gana al enemigo. ¿Quién puede dejar de ver que el hábito de
esta lotería del placer y la muerte necesariamente debe llevar a la corrupción?

Observe la diferencia que siempre distingue a la legítima defensa del sistema de


conquista: esta diferencia reaparece en menudo. El soldado que lucha por su país

8
Es importante, para apreciar la analogía completa, el recordar que Constant era un apostador compulsivo.

1
sólo se expone a un peligro durante un tiempo. Su visión de futuro contempla una
visión de descanso, libertad y de gloria. Tiene por tanto un futuro, y su moral, lejos
de ser perversa, se ennoblece y exalta. Pero el instrumento de un conquistador
insaciable puede ver sólo una guerra tras otra, después de un país devastado otro
país más por devastar, o en otras palabras, tras de peligro, aún más peligro.

1
CAPÍTULO VI
La influencia de este espíritu militar en el estado
interior de las naciones

No es suficiente para considerar la influencia del sistema de conquista sobre el


ejército y sobre las relaciones que establece entre el ejército y los extranjeros.
También es necesario considerarla en las relaciones que se derivan de ella entre el
ejército y sus propios ciudadanos.

Un espíritu empresarial, exclusivo y hostil se asocia con la búsqueda de dominar


asociaciones cuyo objetivo sea diferente al de otros hombres. A pesar de la
afabilidad y la pureza del cristianismo, las alianzas de sus sacerdotes con frecuencia
han formado estados separados dentro de un mismo estado. En todas partes los
hombres que componen un ejército tratan de diferenciarse del resto de la nación.
Desarrollan un tipo de respeto por el uso de la fuerza de la que son titulares. Sus
costumbres e ideas subvierten aquellos principios de orden, pacifismo y libertad que
son el interés y deber sagrado de todos los gobiernos.

En consecuencia, la creación de un país, a través de una serie de prolongada e


incesantes guerras, de una gran masa impregnada exclusivamente por el espíritu
militar, no es una cuestión que deba resultarnos indiferente. Pues este inconveniente,
de hecho, no puede mantenerse dentro de límites que hagan menos perceptible su
importancia. El ejército, separado del resto de la gente por su espíritu, se fusiona con
ella en la administración ordinaria de los asuntos.

1
Un gobierno comprometido en la conquista está más interesado que nadie en
recompensar a sus instrumentos inmediatos con poder y honores. No puede
mantenerlos encerrados en un campamento. Por el contrario tiene que enaltecerlos
con pompa y dignidad civil.

¿Podrían acaso esos guerreros doblegarse, junto con el hierro por el que están
cubiertos, su espíritu nutrido desde su infancia habituada al peligro? ¿Aceptarían,
como los civiles, la veneración a las leyes y el respeto de las formas de protección,
deidades tutelares de las asociaciones humanas? Para ellos la clase no militarizada
parecería vulgar e innoble, las leyes serían sutilezas superfluas, las formalidades de
la vida social serían otros tantos retrasos intolerables. Lo que valoran sobre todo, en
las operaciones sociales como en las hazañas militares, es la velocidad de la
maniobra. La concordancia les parecería solo tan necesaria como a los soldados se
les obliga a llevar el mismo uniforme. Oposición, para ellos, es sinónimo de
trastorno, el razonamiento sería insubordinación, los tribunales serian consejos de
guerra, los jueces serían soldados bajo órdenes de alguien más, los enemigos
declarados y los juicios serían lo que son sus batallas.

No es una exageración fantasiosa. ¿No hemos visto, durante los últimos veinte años,
la introducción en casi toda Europa de la justicia militar, con la excusa de ser un
proceso restringido a una esfera; como si toda restricción de proceso no fuera en sí
misma un argumento ya repugnante? Puesto que, si dicho procedimiento es
superfluo, todos los tribunales deberían abolirlo, pero si es necesario, todos los
tribunales tendrían que respetarlo, y, sin duda, mientras más grave la acusación, más
importante tendría que ser el examinarla con cuidado. ¿No hemos visto más de una
vez sentados entre los jueces, hombres cuyas vestiduras delatan un compromiso
castrense, lo que les impide convertirse en jueces independientes?

1
Nuestros descendientes no van a creer, si ostentaran algún sentido de dignidad
humana, que hubo un tiempo en que los hombres, eran alentados por sus hazañas
inmortales, pero se criaban en la desdicha e ignorantes de la vida civil, interrogando
a quienes acusaban porque eran incapaces de entender, y condenaban sin apelación a
ciudadanos que no tenían derecho a juzgar. De hecho nuestros nietos no van a creer,
a menos que se conviertan en personas despreciables, que los legisladores, escritores
y personas acusadas de delitos políticos fueron llamados ante los tribunales
militares, convertidos con su feroz ultraje, coraje ciego y sumisión irreflexiva en
jueces de opinión y de pensamiento.

No van a creer que los guerreros retornando de sus victorias, cubiertos de laureles
aún frescos, fueran obligados a la horrible tarea de convertirse a sí mismos en
verdugos, persecutores, usurpadores de lo ajeno y ejecutores de sus conciudadanos,
cuyos nombres al igual que sus crímenes, desconocían. ¡No, clamarán que este
nunca fue el precio de nuestras victorias, de nuestros pomposos triunfos! ¡No, no es
así que los campeones de Francia solían regresar a su propio país y exaltar a su tierra
natal!

Ciertamente, la culpa no era de ellos. Mil veces les he oído quejarse de su


obediencia infeliz. Me alegra repetir que, sus virtudes han resistido, más de lo que la
naturaleza humana, nos permitía confiar, la influencia del sistema de la guerra y las
acciones de un gobierno que trata de corromperlos. Este gobierno es el único
culpable, mientras que nuestros ejércitos solo merecen el mérito de todo el mal que
se abstengan de originar9.

9
Esta párrafo, desde “Ciertamente” hasta “originar” no se encontraba en la primera edición.

1
1
CAPÍTULO VII
Otro inconveniente del establecimiento del espíritu
militar

Por último, como una resistencia trágica, esa parte de la población que ha sido
obligada por el gobierno a adoptar el espíritu militar, por su lado limitaría al
gobierno a perseverar en el sistema que les ha costado tanto constituir.

Un gran ejército, orgulloso de sus éxitos y acostumbrada al pillaje, no es un


instrumento fácil de manejar. No hablamos sólo de los peligros que representa para
los pueblos que tienen una constitución popularmente establecida. La historia es
demasiado abundante en ejemplos que sería redundante mencionar.

Imagine, los soldados de una república, célebre tras seis siglos de victorias, rodeada
de monumentos a la libertad erigidos por veinte generaciones de héroes, pisoteando
las cenizas de los Cincinnati y Camilli, marchando a la orden de César para profanar
las tumbas de sus antepasados y esclavizar a la Ciudad Eterna. Ahora, imagine a las
legiones Inglesas impulsadas por Cromwell, contra un parlamento que lucha contra
las cadenas destinadas a dominarlo y contra los crímenes de los cuales quisieron
convertirlo en instrumento, y entregado a una usurpación hipócrita por parte de su
rey y de su república.

Pero los gobiernos absolutos no tienen menos que temer de esta fuerza siempre
amenazante. Si es terrible contra los extranjeros y contra su propio pueblo en
nombre de su líder, podrá, en cualquier momento, convertirse en una amenaza para

1
su propio amo. De la misma manera, esas bestias temibles y colosales que las
naciones bárbaras colocan al mando de sus ejércitos para dirigirlos contra sus
enemigos, podrían súbitamente retroceder, atacados por el miedo o presas de furia, y
desobedeciendo la voz de sus amos, exterminarían o desarticularían los mismos
batallones en los que sus pueblos confiaban su salvación y sus triunfos.

Por ello, es necesario mantener ese ejército ocupado, evitar que caiga en un ocio
temible, es necesario mantenerlo a distancia, encontrarle enemigos con los que
luchar. El régimen de la guerra, independientemente de las guerras de la actualidad,
lleva las semillas de futuras guerras. El soberano que ha entrado en ese camino,
impulsado por una fatalidad que él mismo ha invocado, no puede simplemente
revertirlo en cualquier momento a un estado de paz.

1
CAPÍTULO VIII
El efecto de un gobierno conquistador sobre la
nación

He demostrado, creo, que un gobierno entregado al espíritu de la invasión y la


conquista debe corromper a una parte de su población para asegurar su servicio
activo en estas misiones. Ahora voy a argumentar que, si bien puede corromper esta
porción escogida de la población, también debe actuar sobre el resto de la nación,
exigiendo obediencia pasiva y sacrificios, de tal manera que perturbe su razón,
pervierta su juicio y neutralice todas sus ideas.

Cuando un pueblo es, naturalmente, beligerante, la autoridad que lo gobierna no


tiene ninguna necesidad de engañarlos para llevarlo a la guerra. Atila señaló a sus
hunos aquella parte del mundo sobre la que debían lanzarse, y se lanzaron sobre ella,
ya que Atila era simplemente un vocero y representante de sus propios impulsos.
Pero en nuestros días, puesto que la guerra no tiene ventajas que ofrecer a las
naciones y para ellas representa sólo una fuente de privaciones y sufrimientos,
defender el sistema de conquista sólo puede basarse sólo en argucias y
tergiversaciones.

Aún ensimismado en sus grandiosos proyectos, un gobierno difícilmente se atrevería


a decirle a su nación: "¡Marchemos para conquistar el mundo!". Este le
respondería a una sola voz: "No tenemos ningún deseo de conquistar el mundo".

Respondería dicho gobierno, hablando de independencia nacional, del honor


nacional, de consolidar sus fronteras, de sus intereses comerciales, de precauciones

1
sugestionadas por sospechas, y ¿luego de qué? Las artimañas verbales de un
gobierno hipócrita e injusto son inagotables10.

Hablaría de independencia nacional, como si la independencia de una nación


estuviera en riesgo porque otras naciones son independientes.

Hablaría del honor nacional, como si el honor de una nación resultara herido porque
otras naciones conservaran el suyo.

Se insistirá en la necesidad de asegurar las fronteras, como si esta doctrina, una vez
admitida, no desterrara toda tranquilidad y equidad de la faz de la tierra. Pues
aquellos gobiernos siempre desean “asegurar” sus fronteras pero expandiéndolas.
Ningún gobierno es conocido por haber sacrificado una parte de su territorio para
dar al resto una mayor simetría territorial. El asegurar las fronteras es un sistema
cuyo fundamento es contraproducente, cuyos elementos son contradictorios y cuya
única certeza es que sólo sirve para brindar posesión ilegítima a los más fuertes
basándose en la explotación de los más débiles.

Ese mismo gobierno invocaría los intereses comerciales, como si el comercio


sirviera para privar a un país de su juventud más floreciente, para apartar de la
agricultura, de la fabricación y de la industria 11 a los miembros más necesarios en su
fuerza de trabajo; para aumentar las barreras salpicadas de sangre entre otros países
y el propio. El comercio se basa en el buen entendimiento de unas naciones con
otras, lo que sólo puede sostenerse por la justicia; debe cimentarse en la igualdad,
10
Compárese el planteamiento de la retórica pública de la agresión militar que hizo Constant con el análisis
realizó Marcel Proust del lenguaje usado por la prensa y la diplomacia francesa durante la Primera Guerra
Mundial. Véase “A la recherche du temps perdu”, editado por P. Clarac y A. Ferré, París 1954, Tomo III,
página 77.
11
La guerra cuesta siempre más de lo planeado, dice un escritor sabio, cuestan hasta lo imposible. (Ver Econ,
Betunes. V.8.)

1
debe poder prosperar en tiempos de paz. ¡Sin embargo, se sigue diciendo en aras del
comercio que un gobierno debe reincidir incesantemente en feroces guerras, que
debería hacer caer sobre la cabeza de sus gentes el odio universal, que debe ir de
injusticia en injusticia, que cada día debe debilitar su prestigio gracias a la violencia,
y que deberían negarse a tolerar a nadie como sus pares!

Bajo el pretexto de las precauciones dictadas por la sospecha, este gobierno podría
atacar a sus vecinos más pacíficos y a sus aliados más humildes atribuyéndoles
intenciones hostiles, como si estuviera anticipado agresiones premeditadas. Si los
infortunados objetos de sus calumnias fueran sometidos fácilmente, se
enorgullecerían de haberlos subyugado anticipadamente. Si estos tuvieran la
oportunidad y la fuerza para resistirse, ese gobierno exclamaría: "Ya veis, si querían
la guerra, sino ¿por qué se defienden?"12.

Uno no debería pensar que tal conducta es el resultado accidental de una perversidad
particular. Es, por el contrario, el resultado necesario de esta vocación. Cualquier
autoridad que deseara hoy llevar a cabo extensas conquistas se vería manchada por
esta serie de pretextos vanos y mentiras escandalosas. Seguramente sería culpable, y
no vamos a tratar de atenuar su crimen. Pero este crimen no reside en los medios
empleados, sino en la elección voluntaria y autoimpuesta del entorno que trasmiten
dichos medios.

12
Los franceses inventaron un pretexto para la guerra desconocido hasta entonces: el cuestionamiento del
pueblo al yugo de sus gobiernos, implícitamente ilegítimo y tiránico. Con este pretexto se asesinó a mucha
gente, algunos de los cuales vivían adaptados a instituciones moderadas por el tiempo y la costumbre, y
otros disfrutaban, ya durante varios siglos, de las bendiciones de la libertad. Por tanto, para ellos era
vergonzoso un gobierno pérfido que grababa palabras sagradas sobre sus estandartes transgresoras,
alterando del orden público, violando la independencia y destruyendo la prosperidad de sus vecinos
inocentes, añadiendo el censura de Europa a través de las protestas por el respeto a los derechos de los
hombres, y la custodia por la humanidad.

1
Las autoridades tendrían que trabajar sobre las facultades intelectuales de la masa de
sus súbditos, así como sobre las cualidades morales de su componente militar.
Tendrían que intentar desterrar toda la lógica propia de los espíritus tradicionales,
así como tratar de extinguir toda la humanidad de los corazones de los más jóvenes.
Todas las palabras perderían su significado. "Moderación" presagiaría violencia;
"justicia" anunciaría iniquidad. Las leyes de los pueblos se convertirían en un código
de devastación y barbarie. Todas esas nociones que varios siglos de ilustración han
incorporado en las relaciones entre las sociedades como en las relaciones entre
personas, perderían todo su valor. La humanidad sufriría una regresión a una etapa
de aniquilación que nos remitiría a tiempos desafortunados de nuestra historia. La
hipocresía sólo distinguirá entre una opción u otra: esta hipocresía resultará además
aún más corruptora por la incredulidad que generaría. No es sólo cuando se
confunde o engaña a la gente que las mentiras de las autoridades son nocivas: no lo
son menos si es que producen escepticismo.

Los sujetos que sospechan que sus gobernantes son falsos y pérfidos, desarrollan
también falsedad y perfidia. Aquel que ve al líder que lo gobierna ser llamado “gran
político”, porque cada línea que publica es una falacia, desea a su vez ser un “gran
político” en una esfera más inferior. La verdad le parecería una estupidez, el engaño
un rasgo de habilidad. Antes, había mentido sólo por interés propio, y ahora mentiría
por interés propio y por auto estima. Tendrá toda la arrogancia de las artimañas. Si
esta corrupción conquista un pueblo naturalmente propenso a la reiteración, un
pueblo en el que todo el mundo tema, sobre todo, a parecer un incauto, ¿cuánto
tiempo pasará antes de que la moral privada se vea envuelta en el derrumbe de la
moral pública?

1
1
CAPÍTULO IX
Los medios de coerción necesarios para
complementar la eficacia de la mentira

Suponiendo, sin embargo, que permanecieran vigentes algunos restos de razón, esto
aún podría ser manipulado en algo perverso.

La coerción tendrá que llenar el vacío dejado por las argucias. Porque todo el mundo
tratará de eludir la obligación de derramar su sangre en expediciones cuya utilidad
nadie podría acreditar, las autoridades tendrían que corromper a una masa exaltada
para quebrantar la oposición general. Veríamos espías y delatores, los eternos
recursos de la fuerza cuando ha engendrado, promovido y enaltecido compromisos
ficticios y arbitrariedades.

Veremos adeptos desatados, cual mastines feroces, en las ciudades y en los campos,
para perseguir y apresar fugitivos que son inocentes a los ojos de la moralidad y de
la entorno. Veremos un grupo del pueblo predisponerse para cualquier delito al
acostumbrarse a sí mismos vulnerando las leyes, y a otro grupo familiarizándose con
la infamia de usufructuar las desgracias de sus semejantes. Veremos padres
castigados por las faltas de sus hijos; los intereses de los hijos así separados de los
de sus padres, familias enfrentado la única alternativa entre unirse para resistir o ser
desintegrados por la deslealtad, el amor paternal transformado en conspiración;
afecto filial señalado como sedición. ¡Todas estas dificultades no se promueven en
aras de la legítima defensa, sino para conquistar países lejanos, cuya posesión no
añadirá nada a la prosperidad nacional, a menos que decidamos llamar prosperidad
nacional a la notoria y nefasta vanidad de un puñado de hombres!

1
Sin embargo, seamos justos. Algunos consuelos están al alcance de estas víctimas,
condenadas a luchar y morir en los límites de la tierra. Obsérvelos, vacilantes detrás
de sus líderes. Han sido sumergidos en un estado de intoxicación que inspira en ellos
una alegría irracional y forzosa. El aire resuena con su clamor; las aldeas retumban
con sus cantos sin moral. ¡Esta intoxicación, los clamores, su falta de moralidad -
¿quién lo creería? - son el mayor logro de sus propios gobernantes!

¡Qué extraña tergiversación produce así el sistema de conquista en el actuar de las


autoridades! Durante veinte años han exhortado la sobriedad a estos mismos
hombres, el apego a sus familias, a la regularidad en sus labores. ¡Pero ahora es el
momento de conquistar el mundo! Esos mismos hombres son confinados,
adiestrados e incitados a despreciar las virtudes que durante tanto tiempo se les
había inculcado. Insensibles ante los compromisos, se estimulan ante el libertinaje:
esto es lo que ellos llaman revivir el espíritu público.

1
CAPÍTULO X
Más inconvenientes del sistema de la guerra para la
ilustración y la clase instruida

Aún no hemos completado nuestra cuenta. Los males que hemos descrito, terribles
como se nos aparecen, no estarían solos pesando sobre la miserable nación. Otros
males se sumarían a ellos, quizá no tan sorprendente en su origen, sino más
irreparables, ya que se marchitarían de raíz todas las esperanzas para el futuro.

En ciertos períodos de la vida, cualquier interrupción en el ejercicio de nuestras


facultades intelectuales, no pueden ser reparadas. Los peligrosos, negligentes y
brutos hábitos del estado guerrero, la ruptura repentina de todas las relaciones
domésticas, una dependencia mecánica cuando el enemigo no está presente, la
independencia total en la moral, en la edad cuando las pasiones están más activas en
su efervescencia: ellas difícilmente pueden ser irrelevantes, ya sea para la moral o el
conocimiento.

La condena innecesaria a la vida en los campamentos o cuarteles de los jóvenes


hijos de la clase ilustrada, en los cuales residen, como en un vaso precioso, el
aprendizaje, la delicadeza, la rectitud de la mente, y que la tradición de la dulzura, la
nobleza y elegancia que solo nos distingue de los bárbaros, es hacer a la nación en
su conjunto un mal que nunca puede compensarse ya sea por sus vanos éxitos, o por
el terror que inspira, un terror que no aporta ventaja alguna.

1
Para dedicarse a la profesión de soldado mercante, de artista, de magistrado, el joven
que se consagra a las cartas, a la ciencia, para el ejercicio de una cierta difícil y
complicada habilidad, es para robarle todos los frutos de su educación anterior. Esa
propia educación no está obligada a sufrir de la perspectiva de su inevitable
interrupción.

Si los sueños brillantes de la gloria militar intoxican la imaginación de los jóvenes,


ellos mirarán con desdén todos los estudios pacíficos, cada ocupación sedentaria y
cualquier forma de trabajo que requiere atención, y es contraria a su inclinación y la
vitalidad de sus facultades nacientes. Si es con el dolor que se ven arrancados de sus
hogares, si el cálculo de cuánto el sacrificio de varios años retrasará su progreso,
desesperarán de sí mismos. Ellos no desean consumir los frutos de los esfuerzos que
serán tomados de ellos por una mano de hierro. Ellos mismos dicen que, puesto que
la autoridad les está negando el tiempo necesario para su desarrollo intelectual, no
tiene sentido luchar contra la fuerza. Así, la nación va a sucumbir a la degradación
moral y la ignorancia siempre creciente. Se brutalizará en medio de sus victorias y,
por debajo de sus propios laureles, será perseguido por el sentido de que está
siguiendo el camino equivocado y que está perdiendo su verdadero objetivo13.

Sin duda, todas nuestras inferencias se aplican únicamente en el caso de las guerras
gratuitas e inútiles. No hay consideraciones tales que podrían superar la necesidad
de repeler a un agresor. En ese caso, todas las clases deben apresurarse a responder
ya que todos son igualmente amenazados. Pero ya que su motivo no es un saqueo
innoble, no son en modo alguno dañados. Debido a que su celo se basa en la
convicción, la coacción se vuelve superflua. La interrupción de las ocupaciones

13
Había en la Francia monárquica, sesenta mil milicianos, cuyo compromiso era por seis años. Así, se escogía
cada año diez mil hombres al azar. La milicia convocada por Necker fue conocida como “la lotería
desafortunada”.

1
sociales, motivada por la más sagrada de las obligaciones y el más querido de los
intereses, no tiene el mismo efecto que las interrupciones arbitrarias. La gente puede
ver su límite, se somete a ella con alegría como los medios de recuperar un estado de
reposo, y cuando se recupera este estado, es con una juventud renovada, con
facultades ennoblecidas, con la sensación de una fuerza útil y dignamente empleada.

Pero una cosa es defender la patria, otra es atacar a las personas que tienen una
patria que defender. El espíritu de conquista trata de confundir estas dos ideas.
Algunos gobiernos, cuando envían a sus ejércitos de un polo al otro, todavía hablan
de la defensa de sus hogares, uno podría pensar que llaman a todos los lugares en los
que han prendido fuego, sus hogares.

1
CAPÍTULO XI
El punto de vista desde el que una nación
conquistadora podría hoy considerar su propio éxito

Consideremos ahora los resultados externos del sistema de conquista. La propia


disposición que hace que los modernos prefieran la paz a la guerra es en principio
que puedan conceder grandes ventajas a cualquier persona obligada por su gobierno
para fácilmente ceder una parte o a un agresor. Naciones absortas en sus placeres
podrían ser muy lentas para resistir. Ellos fácilmente entregarían una parte de sus
derechos a salvar al resto. Esperarían preservar su descanso a costa de sacrificar su
libertad. Por una curiosa paradoja, mientras más pacífico el espíritu popular, más
sencillo sería el éxito inicial de un Estado que se pone a luchar contra él.

Pero, ¿cuáles serían las consecuencias de tal éxito, incluso para la propia nación
conquistadora? Dado que este no podría esperar ningún incremento de su verdadera
felicidad, ¿Podría por lo menos encontrar en ella alguna gratificación de su
autoestima? ¿Podría reclamar su parte de gloria?

Lejos de ello. Tal es el presente disgusto en la conquista, que todo el mundo siente la
imperiosa necesidad de declinar responsabilidad por ello. Habría protesta universal,
no menos vigorosa porque se mantendrá en silencio. El gobierno vería la masa de
sus súbditos de pie a un lado, espectadores sombríos. En todo el imperio, sólo habría
un largo monólogo de poder a ser oído. A lo mucho este monólogo se interrumpiría,
de vez en cuando, cuando los serviles interlocutores repitan a su amo los discursos
que les había dictado. Pero los sujetos pronto dejarían de escuchar las pesadas
arengas que nunca serían permitidos de interrumpir. Apartarían la vista de una vana

1
exhibición de la que soportarían sólo el gasto y el peligro, mientras que su intención
era todo lo contrario de sus deseos.

Nos maravillamos que las más maravillosas empresas fallarían en causar alguna
sensación en nuestros días. Es porque el sentido común de la gente les dice que estas
cosas no se hacen en su favor. Desde que los gobernantes sólo encuentran placer en
ellos, sólo ellos se cargan con la recompensa. El interés en las victorias es
concentrado en la autoridad de sus criaturas. Una barrera moral se plantea entre el
inquieto poder y la multitud inerte. El éxito es sólo un meteoro que no deja nada a su
paso. Apenas nos molestamos en levantar la cabeza por un momento para mirarlo. A
veces, de hecho estamos afligidos al respecto, como un estímulo a la locura. Hemos
derramado lágrimas por las víctimas, pero en secreto deseamos la derrota.

En las eras belicosas, la gente admiraba el genio militar por encima de todo. En
nuestros tiempos de paz, ruegan por una cierta moderación y algo de justicia.

Cuando un gobierno nos colma de grandes muestras de heroísmo, de innumerables


creaciones y destrucción, nos sentimos tentados a responder: "el más pequeño
grano de mijo se adecuaría mejor a nuestro negocio" 14. Las hazañas más brillantes
y sus celebraciones grandiosas son sólo ceremonias fúnebres en las que bailamos
sobre las tumbas.

14
Frase de La Fontaine.

1
CAPÍTULO XII
Efecto de estos éxitos sobre los pueblos conquistados

"La ley de las naciones para los romanos -dice Montesquieu- consistió en el
exterminio de los ciudadanos de la nación vencida. El derecho de gentes que
seguimos hoy significa que un estado, después de conquistar otro, sigue
gobernando de acuerdo a sus propias leyes, reservando para sí solo, el ejercicio de
gobierno político y civil”15.

No me propongo investigar hasta qué punto es correcta en realidad esta afirmación.


Ciertamente hay muchas excepciones que se recogen en el mundo antiguo.

A menudo vemos naciones sometidas que han continuado para disfrutar de todas las
formas de su precedente administración y sus antiguas leyes. La religión de los
vencidos fue escrupulosamente respetada. El politeísmo, que recomienda la
adoración de dioses extranjeros, inspiró respeto para todos los cultos. El sacerdocio
egipcio conservó su poder bajo los persas. El ejemplo de Cambises, a causa de su
locura, no vale la pena mencionar: pero podemos citar el caso de Darío que,
habiendo tratado de poner su propia estatua en frente de la de Sesostris en un
templo, y conociendo la oposición del sacerdote mayor, no se atrevió a ejercer
violencia sobre él. Los romanos dejaron a los habitantes de la mayoría de las

15
Para que no se me acuse de una cita errónea, transcribo el párrafo completo. "Un Estado que ha
conquistado a otro actuará en una de cuatro formas. Gobernará de acuerdo a las leyes nativas, impondrá su
ejercicio de gobierno político y civil, impondrá un nuevo gobierno político al que se opondrá la sociedad civil,
o, finalmente, exterminará a todos los ciudadanos. La primera forma es coherente con el derecho
internacional que seguimos hoy, la cuarta es lo más cercano a la ley de los romanos " (Espíritu de las Leyes,
lib. X, cap. 3).

1
regiones sometidas, sus propias autoridades municipales, e interfirieron con la
religión de los galos sólo para abolir los sacrificios humanos.

Nosotros, sin embargo, coincidimos en que los efectos de la conquista habían


llegado a ser relativamente leves en los últimos siglos, y que se mantuvieron así
hasta el final del siglo XVIII. La razón es que el espíritu de la conquista había
llegado a su fin. Las conquistas del mismo Luis XIV fueron más la consecuencia de
las pretensiones y arrogancia de un monarca orgulloso que de un verdadero espíritu
de conquista. Pero el espíritu de conquista volvió a emerger de las tormentas de la
revolución francesa más imperiosa que nunca. Así, los efectos de la conquista ya no
son lo que eran en la época de Montesquieu.

Es cierto que los vencidos ya no son reducidos a la esclavitud, que no son privados
de sus tierras u obligados a cultivar en nombre de otra persona, ni son declarados a
ser sujeto que pertenece a sus conquistadores.

Desde afuera, su posición parece más tolerable que en el pasado. Una vez que la
tormenta ha pasado, todo parece volver al orden. Las ciudades aún están de pie, los
mercados se llenan de nuevo con la gente, las tiendas reabren.

Aparte del pillaje casual, que es una desgraciada circunstancia, además de la


insolencia habitual, que es el privilegio de la victoria, además de las contribuciones
que, sistemáticamente impuestas, adquieren una apariencia suave de regularidad,
que cesarán o deberían cesar, una vez se logra la conquista, se podría decir en un

1
primer momento que todo lo que ha cambiado son los nombres y el número de
formalidades. Pero examinemos más de cerca esta cuestión.

La conquista entre los antiguos a menudo destruía naciones enteras. Pero cuando no
las destruía, dejaba intactos todos los objetos a los que los hombres se aferraban
fuertemente: sus formas de vida, sus leyes, sus costumbres, sus dioses. Las cosas no
son lo mismo en los tiempos modernos. La vanidad de la civilización es más
tormentosa que el orgullo de la barbarie. Este último no ve más que la masa, el
primero examina ansiosamente y en detalle.

Los conquistadores de la antigüedad se satisfacían con la obediencia general, no


investigaban la vida doméstica o las relaciones locales de sus esclavos. Los pueblos
sometidos redescubrieron casi intacto, en la profundidad de sus provincias lejanas,
todo lo que constituye el encanto de la vida: los hábitos de su infancia, las prácticas
consagradas, ese grupo de recuerdos que, a pesar de la sujeción política, conserva la
sensación de una patria en un país.

Los conquistadores de nuestros días, ya sean pueblos o príncipes, quieren que su


imperio presente una apariencia de uniformidad, en la que el orgulloso ojo de poder
pueda viajar sin encontrar cualquier irregularidad que pudiera ofender o limitar su
vista. El mismo código de ley, las mismas medidas, las mismas normas, y si
pudieran inventarlo poco a poco, el mismo idioma, esto es lo que se proclama como
la forma ideal de organización social. La religión es una excepción, tal vez porque es
despreciada, siendo vista como un error gastado que se debe dejar morir en paz. Pero
esta es la única excepción. Y es compensado separando la religión en la medida de
lo posible de los intereses del país.

1
En todo lo demás, la palabra clave hoy es la uniformidad. Es una lástima que no se
pueda destruir a todos los pueblos para reconstruirlos de acuerdo con el mismo plan,
y nivelar todas las montañas para hacer el terreno parejo en todas partes. Me
sorprende que todos los habitantes no hayan sido obligados a llevar el mismo traje,
para que el amo ya no encuentre los colores irregulares y sorprendente variedad.

Es así como los vencidos, después de las calamidades que han sufrido, tienen que
someterse a un nuevo tipo de mal. Al principio eran víctimas de una gloria
quimérica. Ellos están al lado de las víctimas de una uniformidad igualmente
quimérica.

1
CAPÍTULO XIII
De la uniformidad

Es algo notable que la uniformidad no debiera haber encontrado un mayor favor que
en una revolución hecha en el nombre de los derechos y la libertad de los hombres.
El espíritu del sistema fue por primera vez ingresada por simetría. El amor al poder
pronto descubrió cuántas inmensas ventajas podría la simetría obtener para él.
Mientras que el patriotismo no existe más que por un vivo apego a los intereses, las
formas de vida, las costumbres de alguna localidad, nuestros llamados patriotas han
declarado la guerra a todos ellos. Ellos han secado esta fuente natural de patriotismo
y han tratado de sustituirla por una pasión ficticia de un ser abstracto, una idea
general despojada de todo lo que puede comprometer la imaginación y hablar a la
memoria. Para construir su edificio, comenzaron por abrasar y reducir a polvo los
materiales que iban a emplear. Tal era su aparente temor de que una idea moral
podía anexarse a sus instituciones, que estuvieron a punto de utilizar números para
designar a sus ciudades y provincias, ya que utilizaron estos para designar a las
legiones y los cuerpos de su ejército.

Despotismo, que ha sustituido a la demagogia y se ha hecho a sí mismo heredero de


los frutos de todos sus trabajos, ha seguido hábilmente en el camino trazado. Los dos
extremos se encontraron de acuerdo sobre este punto, porque en el fondo de ambos
estaba la voluntad de la tiranía. Los intereses y los recuerdos que surgen de las
costumbres locales, contienen un germen de resistencia que la autoridad se muestra
reacia a tolerar y que está ansiosa de erradicar. Se puede tratar con más éxito con los
particulares; rueda su pesado cuerpo sin esfuerzo sobre ellos como si fueran de
arena.

1
Hoy en día, la admiración por la uniformidad, una verdadera admiración en algunas
mentes estrechas, si está afectado por muchos seres serviles, se recibe como un
dogma religioso, por una multitud de asiduo repetidores de cualquier opinión a
favor.

Aplicado a todas las partes de un imperio, este principio se debe aplicar


necesariamente también a todos aquellos países que este imperio pueda conquistar.
Por lo tanto, la inmediata e inseparable consecuencia del espíritu de conquista.

"Pero cada generación" -afirma uno de los extranjeros que desde el principio mejor
predijeron nuestros errores- “cada generación hereda de sus antepasados un tesoro
de riquezas morales, una herencia preciosa invisible y que deja en herencia a sus
descendientes". La pérdida de este tesoro es un mal incalculable para un pueblo.
Al privar a una nación de la misma, se le priva de todo sentido de su propio valor
y dignidad. Incluso si lo que tú pones en su lugar es más importante, el hecho de
que la gente respeta lo que estás alejando de ella, mientras impones tus propias
mejoras sobre ella por la fuerza, el resultado de tu operación es simplemente
hacer que se cometa un acto de cobardía que degrada y desmoraliza a la
misma”16.

El mérito inherente de las leyes es, atrevámonos afirmar, mucho menos importante
que el espíritu con que una nación se somete a sus leyes y las obedece. Si se los ama
y se atiene a ellos, porque parece ser que deriva de una fuente sagrada, el legado de
las generaciones cuyos fantasmas se venera, luego se funden íntimamente con su
16
Ver a Rehberg, en su excelente libro sobre el Código Napoleónico, página 8.

1
moralidad, ennoblecen su carácter, e incluso cuando son defectuosos, producen
mayor virtud, y consecuentemente mayor felicidad, que las leyes que descansaban
solamente sobre de las órdenes de la autoridad.

Tengo, debo confesar, una gran veneración por el pasado. Cada día, mientras más
instruido soy por la experiencia o más ilustrado por la reflexión, esto aumenta la
veneración. Diré, para gran escándalo de nuestros reformadores modernos, ya sea
que se llamen Licurgo o Carlomagno, que si he encontrado un pueblo que, tras
habérseles ofrecido la más perfecta de las instituciones, metafísicamente hablando,
se negaron a fin de permanecer fieles a aquellas de sus padres, yo admiraría a ese
pueblo, y los creería más felices en sus sentimientos y en su alma bajo sus
instituciones defectuosas, de lo que podrían ser hechos por todas las mejoras
propuestas.

Esta doctrina, soy consciente, no es probable que gane muchas simpatías. Nos gusta
hacer leyes, que nosotros creemos son excelentes, nos sentimos orgullosos de sus
méritos. El pasado se ha hecho sin nuestra ayuda, nadie puede reclamar su gloria
para sí17.

Dejando de lado estas consideraciones, y teniendo la felicidad y la moral por


separado, observe que el hombre se adapta a aquellas instituciones que encuentra ya
establecidas, como lo hace con las leyes de la física. Se ajusta, de acuerdo con los
mismos defectos de esas instituciones, sus intereses, sus especulaciones y su

17
El tiempo no sanciona la injusticia. La esclavitud, por ejemplo, no permite una coyuntura legítima. Porque
en lo que es intrínsecamente injusto, siempre hay un sufrimiento que no puede ser arraigado, y en
consecuencia, la beneficiosa influencia del pasado no existe. Los que defienden la práctica de la injusticia
son como el cocinero francés acusado de causar sufrimiento a las anguilas que desuella: "Están
acostumbradas", dice, hace treinta años que lo hago"

1
completo plan de vida. Estos defectos se suavizaban, porque cada vez que una
institución tiene una duración de mucho tiempo, existe un cierto intercambio entre la
propia institución y los intereses propios del hombre. Las relaciones del hombre y
las esperanzas se agrupan en torno a lo ya existente, para cambiar todo esto, incluso
para mejor, es para hacerle daño.

Nada es más absurdo que violentar las costumbres con el pretexto de servir a los
intereses del pueblo. El primero de todos los intereses es ser feliz, y nuestras
costumbres constituyen una parte esencial de nuestra felicidad.

Es evidente que los pueblos colocados en diferentes situaciones, criados con


costumbres diferentes, que viven en lugares diferentes, no pueden ser sometido a
perfectas formas idénticas, usos, prácticas y leyes sin una restricción que les cuesta
mucho más de lo que vale la pena para ellos. La serie de ideas por la que su moral se
ha ido formando gradualmente desde su nacimiento, difícilmente puede ser
modificada por un acuerdo que es puramente nominal, exterior e independiente de
su voluntad.

Incluso en aquellos estados que han existido por mucho tiempo, y cuya unificación
ha perdido el oprobio de la violencia y la conquista, se observa el patriotismo que
surge de las diferencias locales, el único patriotismo verdadero, renace de sus
propias cenizas tan pronto como la mano del poder afloja su control por un
momento. Los magistrados de los más pequeños municipios se enorgullecen a sí
mismos en embellecerlos. Mantienen sus monumentos antiguos con cuidado. Hay,
en casi todos los pueblos, un hombre erudito al que le gusta contar sus rústicos
anales y que es escuchado con respeto. Los habitantes disfrutan de todo lo que les da

1
incluso en apariencia engañosa, de formar una nación, y de estar unidos por lazos
particulares. Uno siente que, donde ellos no impiden el desarrollo de tal inclinación
inocente y beneficiosa, pronto desarrollarán entre ellos un especie de honor
comunal, el honor, por así decirlo, de un pueblo o de una provincia, que estaría en
un mismo momento un placer y una virtud. Pero los celos de la autoridad los vigilan,
se alarma y destruye el germen que está listo para brotar.

El apego a las costumbres locales toca a todos los desinteresados, nobles y piadosos
sentimientos. ¡Cuán deplorable es la política que lo trata como rebelión! ¿Qué
sucede entonces? En todos los estados donde es, pues, la vida local destruida, un
pequeño estado se forma en su centro. Todos los intereses se concentran en la
capital. Ahí todas las ambiciones se abren camino para esforzarse, y el resto
permanece inerte. Los individuos, perdidos en un aislamiento antinatural, extraños
en el lugar de su nacimiento, sin contacto con el pasado, viviendo sólo en un
presente apresurado, emitidos como los átomos en una inmensa, plana llanura, se
separan de una patria que en ninguna parte pueden ver. Su integridad se convierte en
una cuestión de indiferencia hacia ellos ya que el afecto no puede venir a descansar
en alguna de sus partes.

La variedad es lo que constituye la organización, la uniformidad es simple


mecanismo. La variedad es la vida; la uniformidad, la muerte18.

18
No podemos entrar en la refutación de todos lo que se argumenta por simple coherencia. Simplemente
remitiremos al lector a dos autores, el Sr. de Montesquieu en su “Espíritu de las Leyes, XXIX-18, y el Marqués
de Mirabeau en “El Amigo de los Hombres”. Esto demuestra muy bien que, incluso en los puntos sobre los
que creemos más útil establecer uniformidad, existen pocos estímulos acompañados de muchas desventajas
más.

1
Así, la conquista de nuestros días tiene un demérito adicional que le faltaba en la
antigüedad. Se persigue a los vencidos en los aspectos más íntimos de su existencia.
Les mutila con el fin de reducirlos a proporciones uniformes. En el pasado, los
conquistadores esperaban a los diputados de las naciones conquistadas aparezcan
arrodillados delante de ellos. Hoy en día es la moral del hombre que desean
postrada.

Estamos siempre oyendo hablar del gran imperio, de la nación completa, nociones
abstractas que no tienen ninguna realidad. El gran imperio no es nada
independientemente de sus provincias. Toda la nación no es nada separado de las
partes que lo componen. Es en la defensa de los derechos de esas piezas que uno
defiende los derechos de toda la nación; ya que la propia nación se divide en cada
una de las partes. Si son, sucesivamente, despojados de lo más querido para ellos, si
cada una de ellas, aisladas con el fin de ser una víctima, vuelve, por una extraña
metamorfosis, a ser una parte del gran todo, que sirva de pretexto para el sacrificio
de otra parte, los verdaderos seres son sacrificados al abstracto. El hombre, como
individuo se sacrifica por el bien del pueblo en masa.

Vamos a admitirlo, los grandes estados tienen grandes desventajas. Las leyes
proceden de un lugar tan alejado de esos lugares en los que debe aplicarse, que los
frecuentes y graves errores son el resultado inevitable. El gobierno confunde las
opiniones de sus vecinos, o en la mayoría de su lugar de residencia, por opinión de
todo el imperio. Una circunstancia local o momentánea se convierte en la ocasión de
una ley general. Los habitantes de las provincias más remotas son de pronto
sorprendidos por inesperadas innovaciones, inmerecidos rigores, y reglamentos
vejatorios que subvierten todas las bases de sus cálculos y todas las garantías de sus
intereses, debido a doscientas leguas de distancia hombres que son completos

1
extraños a ellos creen que se han anticipado a algún peligro, han adivinado algunas
agitaciones o percibieron alguna ventaja.

Uno no puede dejar de lamentar aquellos tiempos en que la tierra estaba cubierta de
numerosos y vigorosos pueblos y la humanidad se podía mover y ejercer por sí
mismo en todos los sentidos en un ámbito adecuado para su capacidad. La autoridad
no tenía necesidad de ser dura para ser obedecida. La Libertad podía ser tormentosa
sin ser anárquica. La elocuencia dominaba los espíritus y movía las almas. La gloria
estaba al alcance de talento que, en su lucha contra la mediocridad, no era sumergido
por las olas de una pesada y innumerable multitud. La moral encontró apoyo en un
público inmediato, el espectador y el juez de cada acción en su más mínimo detalle y
el matiz más delicado.

Esos tiempos ya no existen, y no tiene sentido arrepentirse. Al menos, ya que


debemos renunciar a todas estas ventajas, no podemos insistir muy seguido a los
amos del mundo: en sus vastos imperios dejar que les permiten persistir de todas las
diversidades de las que estos son capaces, las diversidades que son demandadas por
la naturaleza y consagradas por la experiencia. Las reglas se falsifican cuando se
aplican a los casos que difieren mucho unos de otros. El yugo se convierte en una
carga cuando se mantiene uniforme en circunstancias que son demasiado diferentes
en carácter.

Podemos añadir que, en el sistema de conquista, esta obsesión con la uniformidad


retrocede de los vencidos a los conquistadores. Todos pierden sus caracteres
nacionales y los colores originales. El conjunto se convierte simplemente en una
masa inerte que, a intervalos, se despierta para sufrir, pero que de otro modo se

1
hunde y se entumece bajo el peso del despotismo. Por sólo el exceso de despotismo,
de hecho, puede prolongar una combinación que tiende a disolverse y mantiene bajo
la misma dominación a estados que todo conspira para separar. El pronto
establecimiento de un poder ilimitado, dice Montesquieu, es el único remedio que
puede prevenir la disolución en estos casos: sin embargo, otro mal, añade, por
encima de eso del engrandecimiento del estado.

Incluso este remedio, aunque peor que el mal mismo, carece de eficacia duradera. El
orden natural de las cosas se venga de los ultrajes que los hombres han atentado
contra ella, y mientras más violenta la represión, más terrible será la reacción a ella.

1
CAPÍTULO XIV
El inevitable final de los éxitos de una nación
conquistadora

La fuerza que la gente necesita para mantener a todos los otros en la sujeción es hoy,
más que nunca, un privilegio que no puede durar. La nación que apuntaba a que un
imperio se situara en una posición más peligrosa que la más débil de las tribus. Se
convertiría en el objeto de horror universal. Cada opinión, cada deseo, cada odio, la
amenazaría, y tarde o temprano esos odios, esas opiniones y esos deseos explotarían
y la afectarían.

Habría ahí algo injusto en revertir tal furia contra todo un pueblo. Un país entero no
es culpable de los excesos que su líder hace cometer. Es el líder que conduce a su
país por mal camino, o incluso más a menudo que lo domina sin siquiera hacerlo.

Pero las naciones que son víctimas de su deplorable obediencia, no estarán


dispuestas a reconocer sus secretos sentimientos, sentimientos que su conducta
desmiente. Reprochan a los instrumentos por los delitos de la mano que los dirige.
Toda Francia sufrió la ambición de Luis XIV y lo detestaba, pero Europa acusó a
Francia de albergar esa ambición, mientras que Suecia tuvo que pagar el precio de la
locura de Carlos XII.

Cuando algún día el mundo haya recuperado su razón y su valor, ¿Dónde en la


tierra, el amenazado agresor virará su mirada a encontrar defensores? ¿A qué
sentimientos en ellos buscará apelar? ¿Qué defensa no será desacreditada por

1
adelantado, si sale de la misma boca que, durante su culpable prosperidad, había
prodigado tantos insultos, pronunciado tantas mentiras, dictado tantos pedidos de
destrucción? ¿Va a apelar a la justicia? Él la ha violado. ¿A la humanidad? La ha
pisoteado. ¿Al mantenimiento de las promesas? Todas sus empresas han comenzado
con perjurio. ¿A la santidad de las alianzas? Él ha tratado a sus aliados como
esclavos. ¿Qué gente pudo en buena fe haberse aliado con él y voluntariamente
asociado con este gigantesco sueño? Sin duda, todos bajaron la cabeza por un
tiempo debajo de su dominante yugo; pero lo tomaron como una calamidad
momentánea. Esperaron a que cambie la marea, la certeza de que sus olas un día
desaparecer en las áridas arenas, y que serían capaces de caminar sin mojarse los
pies otra vez sobre la tierra arada por sus estragos.

¿Podrá contar con el apoyo de sus nuevos súbditos? Él les ha privado de todo lo que
aprecian y respetan. Él ha perturbado las cenizas de sus padres y derramó la sangre
de sus hijos.

Todos se unirán contra él. La paz, la independencia, la justicia, serán el grito de


guerra general, y sólo porque han sido prohibidas durante tanto tiempo, estas
palabras han adquirido un poder casi mágico. Los hombres, ya no son el juguete de
la locura, se convertirán en entusiastas de buen sentido. Un grito de liberación, un
grito de unidad, sonará desde un extremo de la tierra al otro. El sentido de la
decencia pública se extenderá a los más indecisos y arrasará con la vacilación. Nadie
se atreverá a permanecer neutral, para que no se traicionen a sí mismos.

El conquistador verá entonces que ha supuesto mucho en la degradación del mundo.


Él aprenderá que los cálculos basados en la inmoralidad y vileza, esos cálculos en

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los que se enorgullecía hace tan poco como un descubrimiento sublime, son tan
inciertos como son cortos de vista, tan engañosos como innobles. Él reía de la
estupidez de la virtud, en esa confianza en un desinterés que le parecía una quimera,
al que apelan a una exaltación aquellos cuyos motivos y duración el no pudo
entender, y que él había intentado tomar como el acceso a una enfermedad
repentina. Ahora descubre que el egoísmo tiene su propia marca de estupidez: que él
no es menos ignorante acerca de lo que es bueno, como lo es la honestidad de lo que
es malo, y que, con el fin de conocer a los hombres, no es suficiente despreciarlos.
La humanidad se convierte en un enigma para él. A su alrededor la gente habla de
generosidad, de sacrificio, de devoción. Este idioma desconocido se presenta como
una sorpresa para sus oídos. No tiene ni idea de cómo negociar en ese idioma. Él
permanece paralizado, consternado por su incapacidad para comprender, un ejemplo
memorable de maquiavelismo caído víctima de su propia corrupción.

Pero mientras tanto, ¿Cómo el pueblo, a quien su amo ha llevado a extremos tales,
responderá? ¿Quién podía dejar de apenarse, si era naturalmente dulce, inteligente,
sociable, susceptibles a todo sentimiento delicado y toda forma de valor heroico, y si
una fatalidad desatada sobre esta, había en esta moda alejado de los caminos de la
civilización y la moral? ¡Cuán profundamente sentiría su propia miseria! Sus íntimas
confidencias, sus conversaciones, su literatura, todas aquellas expresiones que se
creía capaz de ocultar a la vigilancia, se convierten en un solo grito de dolor.

Sería presionar sus preguntas ahora sobre su líder, ahora en su propia conciencia.

Su conciencia va a contestar que para proclamarse bajo presión, no es suficiente para


justificarse uno, que no es suficiente separar las opiniones de uno de las propias

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acciones, a renegar de la propia conducta, y a murmurar acerca de la culpa, mientras
se coopera con las atrocidades.

Su líder probablemente tratará de culpar a las incertidumbres de la guerra, la


inconstancia de la fortuna, los caprichos del destino. ¡Verdaderamente un resultado
atractivo para tantas angustias, tantos sufrimientos, y durante veinte generaciones
barridos por un viento letal y arrojadas en sus tumbas!

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CAPÍTULO XV
Los resultados del sistema de la guerra en la época
actual

Las naciones comerciales de la Europa moderna, trabajadora y civilizada, situadas


en un territorio lo suficientemente grande para sus necesidades, vinculadas a otros
pueblos por relaciones -la interrupción de aquello sería un desastre-, no tienen nada
que esperar de la conquista. Una guerra inútil es la mayor ofensa que un gobierno
puede cometer hoy. Destruye todas las garantías sociales, sin compensación, pone en
peligro todas las formas de libertad, daña a todos los intereses; produce malestar en
la seguridad, pesa sobre cada fortuna. Combina y legitima todo tipo de tiranía
interna y externa. Introduce en las formas judiciales una precipitación destructiva
tanto de su santidad como de su propósito. Se tiende a representar a todos los
hombres a quienes los agentes de la autoridad ven con hostilidad como cómplices
del enemigo extranjero. Corrompe las nuevas generaciones, divide al pueblo en dos
partes, una de las cuales desprecia a la otra y pasa fácilmente de desprecio a la
injusticia. Prepara futuras destrucciones a través de las pasadas y compra con los
males del presente los males que están por venir.

Estas son verdades que no se pueden repetir con demasiada frecuencia, ya que la
autoridad política, en su desdén altanero, los trata como paradojas y los desprecia
como meros lugares comunes.

Hay, además, entre nosotros, demasiados escritores que siempre están al servicio del
sistema en el poder; mercenarios reales, con excepción de la audacia, a quien
retractarse no cuesta nada; ellos no rehúyen cualquier absurdo, siempre están al

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acecho de un poder cuya voluntad puedan reducir a principios, están listos para
repetir la más contradictoria de las doctrinas, y su celo es el más infatigable porque
no guarda relación con sus convicciones. Estos escritores han repetido
interminablemente, cada vez que recibieron la señal de hacerlo, que la paz era lo que
el mundo necesitaba. Pero dicen al mismo tiempo que la gloria militar es la primera
de todas las glorias, y que es por el brillo de las armas que Francia debe hacerse
ilustre. Encuentro difícil, yo mismo, explicar cómo la gloria militar se puede ganar,
excepto por la guerra, o incluso cómo el brillo de las armas se puede ser reconciliada
con esa paz que tanto necesita el mundo. Pero ¿por qué les importa? Su objetivo es
acuñar frases, de acuerdo con el orden del día. Desde lo más profundo de sus turbios
estudios, alaban ahora a la demagogia, al despotismo, a la carnicería, lanzando en la
mejor de sus habilidades, cada plaga sobre la humanidad, y predicando el mal por
falta de capacidad de cometerlo.

A veces me he preguntado lo que uno de esos hombres que quieren repetir las
hazañas de Cambises, Alejandro o Atila, respondería si su pueblo le hablase y le
dijese: la naturaleza te ha dado una mirada rápida, energía sin límites, una
consumidora necesidad por emociones fuertes, una sed inagotable para enfrentar y
superar el peligro, para satisfacer y superar los obstáculos. Pero ¿por qué tenemos
que pagar por esto? ¿Existimos sólo para que ellos puedan ejercitarse a costa
nuestra? ¿Estamos aquí sólo para construir, con nuestra carne mortal, su camino a la
fama? Tienes un genio para la lucha: ¿de qué nos sirve? Estás aburrido por la
inactividad de la paz. ¿Por qué tu aburrimiento nos preocupa? El leopardo también,
si fuera transportado a nuestras populosas ciudades, podría quejarse de no encontrar
los espesos bosques, las llanuras inmensas donde se deleitaba en la buscando,
incautando y devorando a su presa, donde su vigor se mostraba en la velocidad de la
persecución. Al igual que el leopardo, tú perteneces a otro clima, a otra tierra, a otra
especie que la nuestra. Aprende civilización, si deseas reinar en una época

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civilizada. Aprende la paz, si deseas gobernar sobre los pueblos pacíficos, o mira a
otra parte por instrumentos como tú mismo, que no se preocupan por lo demás, para
quienes la sociedad no ha creado ningún suave afecto, sin hábitos estables, ni artes
ingeniosas, sin calma ni pensamiento profundo, ninguno de esos elegantes o nobles
placeres que la memoria hace más preciosa, y que la seguridad duplica. El hombre
de otro mundo, deje de despojar a éste.

¿Quién podía dejar de aplaudir este idioma? Un tratado en breve se celebrará entre
las naciones que desean simplemente ser libres, y esa nación contra la cual el
universo lucha sólo para obligarla a ser justa. La veríamos con alegría finalmente,
renegando de su paciencia, compensando sus errores prolongados, y ejerciendo para
su rehabilitación un coraje previamente, solo empleado muy deplorablemente. Una
vez más, brillando con gloria, ocupará su lugar entre los pueblos civilizados, y el
sistema de conquista, que permanece en un estado de cosas que ya no existen, ese
elemento desorganizador de todo lo que existe ahora, volverá a ser desterrado de la
tierra y marcado por esta última experiencia con la reprobación eterna.

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