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ES CUATROOTRES ~MANZANAS VERDES (ene Viomes i. set. eo babe Sami i A Carmen Maqui, Cuno o tres mancanas verdes 9 LA casa, ahora, es famosa en todo el mun- do; pero cuando pasé lo que pasé, era so- lamente una més en el barrio antiguo de la gran ciudad, leno de portales de piedra, balcones floridos y farolas de hierro forjado, que los turistas fotografiaban entre exclama- ciones de entusiasmo. A Silvia también le gustaban mucho su barrio y su casa; el olor a madera recién cottada por Eusebio, el carpintero del bajo; el patio donde Nicolés, el portero, arreglaba refunfuntando su moto desvencijada; la es- calera de peldafios carcomidos como si por ellos hubieran subido veinte generaciones de i bisontes salvajes, y, sobre todo, la terraza La tenia muy cerca porque ocupaba con sus padres el dltimo piso, un cuarto, Y aun- a. fs DORiaa itis tata in Coren Manneenton que los vecinos tendian all la ropa, y Nicolas quardaba en un cobertizo pintado de verde algunas herramientas y los trastos inseri- bles, «por si algin dia pueden servirs, le parecia que era més suya que de nadie. Silvia pasaba horas sentada sobre las bal- dosas resquebrajadas mirando los tejados erizados de antenas de television, la veleta ‘que apuntaba a las nubes desde la torre de la iglesia y, a lo lejos, ya en el centro de la ciudad, la silueta pretenciosa de un rasca- cielos, coronado por una figura que la dis- tancia no le permitia distinguir bien. Le bastaba con observar un rato todo aquello para que por su cabeza empezaran a desfilar las mas extraordinarias historias; tantas y tan mezcladas unas con otras, que no podia saber si eran producto de:su fan- tasia, si tenian que ver con la realidad o si alguien se las susurraba en el ofdo. Tampoco le preocupaba averiguarlo. Daba igual. Servian para pasar el rato y entretener a sus amigos, que vivian en la misma casa: Begofia y los mellizos Gabriel y Miguel. eat. es ones ee - Aquel dia estaban los cuatro en la azotea porque Silvia les habia comunicado una emocionante noticia, El tejado de la casa vecina, que era un poco mas baja, tenia varias tejas rotas. Y en uno de esos agujeros, apenas al abrigo de la lluvia y el viento, habian nacido cuatro gatitos. Los chicos estaban deseando verlos; pero pasaba el tiempo y, de los gatos, nada. —Alo mejor es otto de tus cuentos —dijo Gabriel, asomandose por cuarta 0 quinta vez sobre el murete que limitaba la terraza. Igual que su hermano, tenfa las cejas, las pestafias y el pelo y la piel tan transparente que se le podian contar las venas. Por lo demas, no se parecian en nada. Gabriel era atropellado, mandén y no podia estarse quieto. A Miguel le gustaba la tran- guilidad, los dulces y no hacer nada que no fuese absolutamente necesario. Como, por ejemplo, lavarse las orejas. —0s digo que estén ahi —aseguré Sil- via—. Los oigo maullar cuando su madre se acerca. —Pero la gata tampoco parece —dijo Miguel, desanimado. —Estara buscando comida. Y ellos, como son tan pequefios, no se atreven a salir solos. Begotia, menudita y nervosa, estaba siempre dispuesta a pensar que las historias de Silvia eran ciertas. No tanto porque se las creyera, sino porque le gustaban. —Claro —dijo—. Hay que esperar. Y se sento en el suelo, con la espalda apoyada en el cobertizo. SUS amigos la imitaron, y Miguel, para ma- tar el tiempo, sacé del bolsillo un pufiado de pipas que reparti6 generosamente. Se las fueron echando a la boca una a una, partiéndolas con habilidad y escupien- do luego las céscaras. La que mejor lo hacia era Silvia, porque tenia los dos dientes de- lanteros un poco para afuera, como un co- nejito punto de morder su zanahoria. —A ver quién las manda mas lejos —dijo, despidiendo una que aterrizo cerca de la barandilla. ¢ Ninguno alcanzé la misma marca, aunque lo intentaron hasta que se les acabaron las pipas; la terraza quedo cubierta de céscaras estriadas de gris. Gabriel, incapaz de permanecer mas tiem- i ui i lcci Po quieto y callado, se levanto y fue a mirar de nuevo. Como no vio nada, se puso a andar de un lado a otto, silbando. Lo hacia bien y pre- sumia, Silvia miraba la figura que se alzaba en lo alto del rascacielos, —2Qué creéis que es? —pregunt, sefia- landola con el dedo. Sus amigos contesta- ron casi al tiempo: —Un carro. —La cabeza de un dragén, —Una mujer con traje largo. Ella meneé la cabeza. —ZNo? ¢Entonces qué crees ti que es? —dijo Gabriel, encantado con la idea de Iniciar una enérgiéa discusion. —No lo sé; pero seguro que no es nada de eso. Me gustaria pader ir alli para saberlo. —Pues como no te compres una avio- neta... Hubo otra pausa, durante la cual Silvia medité sobre las escasas posibilidades que tenia de comprarse una avioneta, y sus ami- 40s se aburrieron. Gabriel se volvi6 a sentar y anuncié con tono de profesor: —Los gatos son felinos. qué son felinos? —pregunté su her- mano. —ZNo lo sabes? —No. —Pues nos lo han ensefiado hace poco en el cole. —Serd en tu clase. En la mia no nos han dicho nada de gatos. ‘los mellizos los habian puesto en clases diferentes desde el dia en que la profesora tegafio a Gabriel por armar barullo, y: él, ofendido, recogi6 sus cosas y dijo, «vamos, Miguel». Su hermano lo vacilar y los alcanzafon cuando ya estaban en la calle. —Los felinos —continué explicando Ga- briel— son animales de la misma familia de los tigres y los leones. Begotia se estremeci6. —ZY son igual de malos? —Bueno... —dud6é Gabriel. No creo que un gato te pueda tragar de un bocado; pero darte un buen aranazo, sf. Silvia, que escuchaba con la mirada puesta en unas nubes tan rizadas como su propio pelo, —Tampoco los leones son malos. —¢Cémo lo sabes? ‘a —se extraé gs Begona. —Porque el otro teh dia entré * uno en micuarto. — &, Los mellizos », ae, seechaonare. fg?” SHY —éLlamé a la puerta? —<éTocé el timbre? —No —tespondié ella franquilamente—, Entré dando un salto por la ventana. Mas risas y expresiones de incredulidad. Sin embargo, Gabriel se propuso seguir la broma. —w qué te dijo? —Hola. —jAh! Era bien educado.... éy después? —Me pidié algo de comer. —Y ti fuiste @ la cocina a buscarle un filete —supuso el chico, burlén. Silvia explicé con toda naturalidad: —No, se hubieran despertado mis padres.. Le di un chicle, Lo nico que tenia a mano. —Nunca se ha sabido que los leones co- man chicle —afirmé Gabriel, rotundo. Miguel, que estaba informadisimo de to- das las novedades en el campo de las go- losinas, pregunt6 a Silvi —¢Has probado los de platano con jugo de'chirimoya y orégano? —No. —iEstén superbuenos! —El que yo le di al leén era de menta, y le gusto mucho. Como estaba algo resfriado, dijo que le ayudaba a destaparse la nariz. Los mellizos no dijeron que no creian una sola palabra de lo que estaban oyendo. Al fin y al cabo, era divertido; pero Begofia, como de costumbre, pensaba que podia ser verdad. Pregunté muy seria: —2Y se qued6 contigo mucho rato? —No, Tenia que volver a su jaula del zoo. —ZNo le hubiera gustado més irse a la selva? —retlexioné Gabriel, poniéndose en el lugar del leon. —Eso le pregunté yo —dijo Silvia—. Pero parece que la selva queda lejisimos. No en- cuentras una ni tomando el autobis hasta el final del trayecto. Ademés, tampoco tenia dinero para el billete. —2 se fue? —quiso saber Miguel, casi metido en la historia. —Si. Pero antes tuve que quitarle el chicle que se le habia quedado pegado en un colmillo Gabriel no estaba dispuesto a escuchar mas tonterias. Fue a mirar al tejado vecino y, al of un débil maullido, grito: —iAhi viene la madre! UNA gata flaca, rayada, con el bigote caido y aire triston, avanzaba sorteando las tejas rotas. Advirtiendo su presencia, cuatro cabecitas de distintos colores asomaron por el,aguje- ro, En un racimo temeroso y hambriento abrian la boca dejando ver cuatro lenguas Tasposas y muchos mas dientes diminutos y afilados como espinas de higos chumbos. —Hay que traerles comida —dijo Bego- fa. En casa sobraron albéndigas, —Yo tengo mortadela —record6 Gabriel, ~Y yo una magdalena —anadié su her. mano, . —empez6 a decir Silvia, Gabriel le interrumpi —No querrés darles chicles, como al leén. 2a i hata Ella, pasando por alto su tono de guasa, contest muy digna: —No. Les daré un buen plato de natillas, Mama las estaba haciendo hace un rato. Se separaron para ir en busca de los ali mentos, y Silvia, como estaba més cerca, regres la primera. Intent6 dejar el plato junto al agujero, in- clinéndose cuanto pudo hasta que el brazo le doli6 y le hizo crac; pero como nit atin ast llegaba, decidié dejarlo sobre el murete, que tenia, mas 0 menos, el ancho de un ladtillo, Los gatitos movieron los bigotes, tentados Por el delicioso olor, sin atreverse a salir del todo. Tenian casi tanto miedo como ham- bre. La madre, més confiada, dio un salto y empez6 a lamer a crema dorada esperando, con raz6n, que los pequefios seguirian su ejemplo. Cuando Begonia y los mellizos volvieron, eran cinco los gatos que metian el morro en el mismo plato, Después de acabar las natillas atacaron Ca aitct lenin. 22 las albéndigas, la mortadela y la magdalena ‘que Miguel les ofreci6, cuidadosamente des- migada. Mientras tanto, los chicos tuvieron ocasion de observarlos y hacer sus comentarios. —EI més quapo es el negro, —iQué va! El blanco tiene los ojos mas grandes. —Si, pero el de la manchita en la frente es el mas simpatico. —Yo me voy a quedar con el gris —de- claré Silvia, Sus amigos la miraron con admiracién y desconfianza al misnio tiempo. —#Se lo has dicho a tus padres? yg” 7 S —Todavia no —contest6 ella, AY crees que van a querer? Silvia no supo qué decir. No lo tenia nada claro. Por suerte la atencién de los chicos volvié a los gatos, que se relamian, teminado su banquete, y hhuyeron despavorides cuando intentaron co- gerlos. La Gnica que se dej6 fue la madre, mas acostumbrada a los problemas de la vida y a comprobar que es bueno tener amigos. Pero, la verdad, y para su desgracia, no era ella la preferida. Los chicos segufan dis- cutiendo sobre cusl de sus hijos era el mas bonito, simpatico, listo o fuerte, y la dejaron en el suelo antes de bajar la escalera camino de sus casas, lan totalmente decididos @ convencer a sus padres de que la existencia no tiene sentido sino hay un gato en el hogar. Silvia se quedé todavia un poco en la ferraza. Un vientecito templado jugueteaba con las céscaras de ripas levanténdolas del suelo en pequerios torbellinos y desparra- méndolas después. No hacfa falta ser un prodigio de imaginacion para suponer la cara que pondria Nicolés, el portero, cuando subiera a buscar algo en el cobertizo, aia Cruz6 el cielo un péjaro grande, solitario y apresurado, Luego, una bandada de go- londrinas que cotilleaban entre ellas, atur- diendo la tarde con sus voces chillonas, —iSilvia! Su madre la llamaba desde la ventana de la cocina. La nia recogié el plato que los gatitos habjan dejado como recién fregado y se fue 2 su casa, Cato o res manna vers 27 26 Carmen Vzwee Yao POR la mafiana, nada mas levantarse, subid a la azotea con la esperanza de ver a los gatos. No andaban entre las tejas rotas ni asomaban la cabeza por el boquete que les servia de guarida, Intent6 llamar su atencién con el sonido ‘que siempre se ha usado para eso, sin que nadie pueda explicar por qué funciona *—Bsss... Bsss... BSss, Pero en esa ocasién no funciond. Los ga- tos no salieron de su escondite, Sin duda el dia anterior se habian hartado tanto que atin no tenfan hambre. Ya saldrian cuando el estémago les pidiera més comida. Por si acaso, antes de irse al colegio, Sil- via dej6 en el mismo lugar otro plato de ratillas. Luego sorbié de prisa su café con 28 (Comen Viner Vigo leche, metié en la cartera un bocadillo de queso para el recreo y bajé de dos en dos los desiguales escalones de madera En el portal, Nicolésrellenaba una qui la pidiéndole opinion a Eusebio, el carpin- tero. Todas las semanas hacia varias con la ilusion de que le tocara alguna para com- prarse una moto nueva, Silvia, por si no lo sabian, anunci —Arriba hay cuatro gatitos. El portero contesié sin quitarse el cigarro de la boca: —Habia. Tenia la cara y los dedos amarillos sequ- ramente por eso, porque fumaba sin parar. La nifia insistio: —Estén ahiven la casa de al lado. Ayer les dimos de comer. Eusebio, un hombre bajito y calvo, af nado a leer el periédico cada manana y a contarselo a todo el mundo a lo largo de! dia, explicé con cierto disgusto: —Se los han llevado hace un rato. Seatin dice la prensa, los animales suelen propagar ai a 29 enfermedades dafinas para el ser humano. Y hay que tomar medidas para que eso no suceda Hablaba despacio y claro, pronunciando hasta los puntos de las ies. Silvia estaba tan contrariada que no presi6 atencién a sus altimas palabras. —iAdonde se los han llevado? —pre- unt. Nicolés tir6 la colilla al suelo y dijo, con su habitual tono dspero: —Nadie quiere que la casa se Ilene de bichos. Meten ruido, huelen mal y lo ensu- ian todo. Mejor que los hayan quitado de en medio. Se vefa que los animales, al menos los. gatos, no le gustaban ni pizca. Silvia se fue al colegio tragindose las lé- grimas. No queria que la vieran llorar, pero ellas brotaban por su cuenta, calientes y amargas. Ya no podria contar a sus companeros que habia cuatro gatitos en su casa. No hacia falta seguir cavilando para decidir cual 30 Comer Viguee go de ellos era el mas quapo, el més listo 0 el mas simpatico. Ya no era posible quedarse ‘con ninguno porque no estaban alll. Y quizé, pens6 con un escalotrio de horror, no estu- Vieran tampoco en otra parte. Cuando regress a su casa salié a la azotea en busca del plato. Unas cascaras de pipas que asin revoloteaban por ahi se habian me- tido en las natilles, ella las quit6, sin saber por qué, con gesto melancélico. Begota y los mellizos no tardaron en apa- recer, con envoitorios de diversas formas, famaros y olores. —Anoche scbr6 higado encebollado —dijo Gabriel, enseriando el mas grasiento de todos—. El higado les chifla a los gatos. Lo que no sé‘es si la cebolla... Dejé en el aire la frase, atormentado por le dude. —La sardina cruda sf que les gusta —dijo Begoita. Sujetaba con sus finos deditos una que olia a demonios. Yo traigo bizcocho —dijo Miguel Casi me lo como todo porque esté buenisi- Cato 0 nes manson verdes 31 mo; pero me aguanté las ganas y guardé un poco para los’ gatos. Silvia bajé la cabeza y, con la punta del pie, hizo un montoncito de céscaras de pi- pas justo en la esquina de una baldosa Begofia sospecho algo malo. —éQué pasa? —Se los han llevado —murmuré Sihia sin levantar la vista del suelo. —Quién? —bramé Gabriel Silvia se encogié de hombros. Ni lo sabia ni podia hablar. Tenia un nudo en la gar- ganta. —iQué vergiienza! —exclamé Gabriel, paseéndose de un lado a otro con las manos en los bolsillos y bizqueando por el enf do—. jLa gente no quiere a los animales! —Nosotros somos gente y los queremos —protesté su hermano. —Si—admitié é!—; pero mucha gente no los puede ni ver. Y a ésos habria que poner- les una multa, Todos estuvieron de acuerdo en que se lo merecian, lo cual alivié un poco su rabia y su pena, 32 Camen Vizquer V0 —2Y qué hacemos ahora con todo esto? —dijo Begonia seftalando el higado, la sar- dina, el bizcocho y las natillas. —En el barrio hay muchos gatos ham- brientos —dijo Miguel—. Que lo aprove- chen ellos. Y con esa intencién lo dejaron, aunque hubieran preferido que lo aprovecharan «sus» gatos. Cat 0 tet aan verde 33 SILVIA se quedo en la terraza para estudiar una poesia que la seftorita les habia dictado. Hablaba de una paloma que equivocaba su camino, ‘Apenas ley6 el primer verso dejé el cua- demo sobre el regazo, cert6 los parpados y, sobre ese escondido telén, empez6 a de- sarrollarse una historia. Su protagonista también era una paloma que llegaba a un pais de gente rica, bonda- dosa e ignorante, que nunca habia visto ni moscas ni mariposas ni nada que volara. La paloma les pareci6 algo tan maravillo- so que el propio rey le cedié su trono y su autoridad, poniéndole una corona de perlas gordas como cerezas. Ella dio las gracias, pero dijo que, si no lo 34 Comer Vieques igs Cato nes pansanas yrds 35 tomaban a mal, preferia una de cerezas de verdad, a ser posible bien maduras, para ‘comeérselas a la hora de la merienda. Y las erlas de la corona anterior las usé para ensefiarles @ contar, porque no tenian ni idea. Silvia pens6 que debia de ser muy emo- cionante descubrir un pajaro que nadie hu- biese visto jamais, como les pasaba a los habitantes del pais de su cuento. Aunque, Seguramente, ya no quedaban péjaros des. conocidos. Los sabios se ocupaban de loca- lizarlos en los lugares mas remotos del mun- do, de fotografiarlos y estudiar sus costum- bres, para publicarlo todo luego en los libros que tenian en el colegio, Levani6 la vista hacia el cielo y volvie a Preguntarse qué representaba la figura que coronaba el alto edificio, ahora bartada por los altimos rayos del sol. Y tan llena tenia la cabeza de pajaros que le pareci6 ver uno muy grande detrds de una nube. En seguida sonri6 para sus adentros, di- 36 Conmen Vs igo ciéndose: «No empieces otra vez. Es la nube la que tiene forma de pajaro» Su madre avis6 desde abajo: —iBegofia al teléfono! Estuvieron hablando més de media hora. De los gatos desaparecidos; de la excursion que se preparaba en el colegio y de si era mejor llevar torilla, filetes empanados o churros, aunque esto iltimo lo descartaron en seguida porque los churros frios pierden mucho; de una muela que se le estaba mo- viendo a Begofia; de un grano que parecia apuntar en la nariz de Silvia, y de muchas cosas més, igualmente interesantes. Cuando colcé, Silvia fue a recoger el plato y el cuaderno; pero, mientras subfa los es- calones que conducian a la terraza, oyé un ruido fuerte, como de algo bastante grande que choca 0 se cae. Una vez fuera miré a su alrededor, No habia nadie. Sélo una sombra aleteaba so- bre su cabeza. Tal vez una golondrina reza- gada que buscaba su nido, hoo ns mone ede 37 Era dificil distinguir algo bien a esas horas. Las farolas de la calle atin no estaban-en- cendidas y en la azotea no habia luz. La nica bombilla que tuvo en tiempos se habia fundido y nadie we crey6 necesario v. poner una s nueva. Total, pret cle alli no se hacia nada de noche. Se acerco 4. al antepecho Z donde habia dejado el plato y se sorprendié al ver que faltaba la miad de las natillas; pero dedujo que se las habrian comido los gatos callejeros que pululaban por el barrio mientras hablaba con Begofia. Los mismos que hicieron el ruido que oy6 un momento antes, al huir asustado porque ella se acer- caba. Era una explicacién l6gica, aunque los pa- s08 de los gatos son delicados y silenciosos, como los de alguien calzado con zapatilas 38 coca de terciopelo, y el ruido que ella oyo era duro y potente, como si los furtivos visitantes llevaran botas con tacones metélicos. En cualquier caso, fuera quien fuera, seria facil descubrirlo porque volveria a terminar el festin, Intrigada y sigilosa, Silvia salié de la terra- za cerrando la puera tras de si, para disi- mular mejor, aunque no del todo. Bajé un par de escalones y se quedo alli, agazapada, espiando por la ren Pasaron varios minutos sin que apareciera ” gato ni animal alguno; en cambio, por el Cielo, vio acercarse un pajaro muy grande. Quizé el mismo que antes habia confundido con una nube, éSeria él quien se comia las naiillas? Hay Pdjaros que comen de todo 0 casi. Eusebio ctiaba canarios y les daba manzana, pera y huevo duro, ademas de lechuga y alpiste. Y al loro de dofia Juana, la simpatica viejecita del primero, le gustaba el chocolate. ‘A medida que el péjaro se acercaba a la azotea, su tamafio aumentaba de un modo Coo 0 et marcas vers 39 asombroso. Silvia sabia que algunos, por ejemplo las aguilas, son enormes; pero no crefa que a un aqguila se le hubiera perdido nada por su barrio, a menos que equivocara el camino, como la paloma de la poesia. Cuando la figura alada estuvo ya muy cer. a, Silvia empez6 a temblar. Y eso que no tenia nada de asustadiza ni cobarde. Lo que volaba sobre su cabeza no era un pajaro. jEra...! AO aii i esiniitiss Coen \astine gs nee indi a AD AHORA podia verlo perfectamente porque acababa de posarse en la terraza: jera un caballo! Tenia el tamaito de un temnero crecidito, tines y cola blanquisimas, como el resto de su cuerpo, y tan largas que rozaban el suelo. Cuatro cascos redondeados y pulidos rema- taban sus patas. Todo eso, normal; lo que hacia de él algo extraordinario eran las dos alas que le servian para volar con la ligereza de un péjaro y que en esos momentos ple- gaba para dirigitse al pretil donde estaba la comida. Después de terminar las natillas olfates lo gue habian dejado los mellizos y Begona. También se lo comié, aunque con mucho menos entusiasmo. AD sae «Comme Vere oo La cabeza de Silvia, pasada la primera y apabullante impresién, se puso a trabajar a marchas forzadas. Tenia que hacer algo y en seguida para impedir que el fabuloso perso- naje se marchara una vez terminada su co- mida. No podta perder la oportunidad de Preguntarle quién era, de dénde venia y tan- tas otras cosas que se le agolpaban en la lengua produciéndole cosquillas de excita- cién. Y hasta era posible que, con un poco de suerte, se quedara para que sus amigos también lo conacieran. Armada de valor, pero procurando no ha- cer tuidos 0° movimientos bruscos que lo espantaran, empujé la puerta y salid a la azotea a gatas, A pesar de que lo hizo con mucho ctida- do, el caballo giré la cabeza hacia ella y solt6 un resoplido. —No tengas miedo, Y al decitlo, Silvia se lo decia también a si misma porque lo tenia, y gordo, EI caballo desconfiaba. Lentamente em- pez6 a extender las alas, Gu 0 mes ian ges 43 Silvia se alarm6. Tenia que retenerlo de alguna forma para que no echara a volar. — pensaba, no podia ae freer nada bueno. a , Su tinica obsesion, 3. a 2 partir de ese ye momento, fue alejarse de é! lo mas (GO iE asst Caren aed, deptisa posible. Atemorizado, aturdido, sin atreverse a mirar para abajo por miedo al mateo, vol6 ciego y sordo a las advertencias de Silvi —jNo! |Més a la derecha! {No corras tan- to! ;Cuidado, que vas a chocar! Fue inatil que se lo dijera. Se oyé un golpe y en seguida un gemido. Pegasin habia chocado contra una antena de television. Poco después aterrizaba con cierta dificul- tad en la azotea de la casa de Sila, refunfuriando: : Ya me decia mi padre que los hombres ponen lanzas en sus casas para ensartamos! Silvia no se par en explicaciones sobre las antenas de television y sus verdaderos tusos; observaba un hilito de sangre que comria por el-ala derecha de su amigo. —Adi6s —dijo él. Me estarén echando de menos. iY quién sabe lo que tardaré en encontrar el camino de mi casa! Intent6 elevarse, pero su ala herida no se extendia del todo. —No puedes marcharte asi. ‘Gone ih iit rs aa. 6], Silvia abri6 la puerta del cobertizo, que nunca estaba cerrada con lave, aparto unas herramientas y unos rollos de cuerda, y echo en el suelo unos sacos de color pardo. —Aqui dormirés bien. Mafiana temprano vendré a verte y te traeré comida, gQué te apetece? —Manzanas —pidi6 el caballo, sonolien- toy dolorido—. Las prefiero un poco verdes. —Esta bien. Te traeré muchas. —No hace falta. Con cuatro 0 tres tengo bastante. Silvia, con una tisita que ojalé Pegasin no hubiera oido, cer la puerta del cobertizo a sus espaldas. 62. ERA importante que al dia siguiente se le- vantara antes que nadie. Para eso, Silvia Cogié el despertador del cuarto de sus pa- dres y lo puso a las siete. Como era domin- 90, todos estarian durmiendo ai ‘esa hora, con los ojos a media asta, fue a la cocina a ver qué encontraba para Pega- sin: s6lo una lechuga mustia Marcé el numero de Begofia. Por suerte, ella misma contest, —cQuién es? Yo. —éTe has caido de la cama? —Escucha. Tienes que traer comida, —éHan welto los gatos? —pregunté ilu- sionada Begona. Silvia paso por alto la pregunta. Coa ores mance andes 63 Cb iain MERE RO, —Verdura, fruta... iManzanas! Y si estén verdes, mejor. —Dan dolor de tripa... Silvia continuaba a toda mecha. —Diselo también a los mellizos. Manza- nas. {Nada de higado ni albéndigas ni mor- tadelal Colg6, dejando a su amiga hecha un fo, y fue al armarito del cuarto de bario en busca de medicinas para curar a Pegasin. Un poco a voleo, porque sus conocimientos en la ma- teria eran bastante deficientes, metié en-una bolsa de pléstico algodén, tirtas, una venda. Alcohol, no, porque pica, y ella era partidaria de no aumentar innecesariamente los sufti- mientos del enfermo. Como opinaba,-por el contrario, que habia que aliviérselos, metio también una pastilla de café con leche y un tarro de bicarbonato, por si al caballo le habia sentado mal el higado encebollado. Empujé la puerta del cobertizo con la ro- .dilla porque tenia las manos ocupadas por la bolsa y la lechuga mustia. Cucina Verdes, 8. ts 65 Pegasin se desperezaba y, al intentar ex- tender por completo las alas, se quejé. La derecha continuaba algo encogida. —ZVes? Todavia no puedes marcharte —dijo Silvia mientras examinaba la herida No debia de ser profunda. La sangre ya estaba seca. Aun asf se arrodillé junto al caballito, sacé su arsenal de urgencia y po- niendo un poco de todo, incluso bicarbona- to, hizo una concienzuda cura. Luego enarbol6 la lechuga diciendo ale- gremente: —Te he traido esto. Pegasin no parecia tan contento, por lo que ella se disculpo: —Quizé las hojas de dentro estén fres- ‘cas... y ahora vendran mis amigos con més comida. Entonces se cumplié eso de shablando del rey de Roma...», porque se oyeron inme- diatamente las voces de los chicos —¢Donde estan los gatos? —2Y Silvia? —Me llam6, pero no me dijo nada de C6 ia iS Ramen Yee an, gatos —explicaba Begofia a los intrigados mellizos, Silvia abrié la puerta del cobertizo de par en par. Los chicos se volvieron hacia ella y en seguida soltaron exclamaciones de dis- tinto tono e intensidad, pero de igual signi- ficado: sorpresa. Y no una sorpresa corrien- te, como le que se experimenta al recibir el paquete de un regalo o la visita de un primo de América. Esta era de tal calibre que les haba puesto los ojos grandes y redondos ‘como una tortilla de ocho huevos. Silvia estaba satisfechisima. Por una vez sus cuentos no eran sélo cuentos. Ahora podia contarles una historia maravillosa y, ademés, verdadera. 4 Cerraron la puerta del cobertizo, por si subia alguien, y escucharon el fabuloso re- lato mientras Pegasin comia lo que le habian fraido y asentia gravemente con la cabeza de vez en cuando. De su existencia no podian dudar. Estaba alli mismo, en came, hueso y alas; pero los mellizos no acababan de creer que Silvia a ro ads 67 hubiera llegado hasta el rascacielos monta- da en su lomo, —Si queréis comprobarlo —dijo ella con tone triunfante— basta con que subsis hasta donde esta la estatua del centauro—. Pega- sin se estremecio—. Dejé mi nombre escrito con esta ufa, Y ensefié el dedo pulgar para que vieran su lastimoso estado, Inmediatamente los chicos bombardearon al caballito con preguntas y peticiones, io- das relacionadas con Ia posibilidad de volando a su misterioso ; pais, a la Luna 0, por lo menos, al rascacielos. Miguel, esperando ser * favorecido, le ofrecio ‘ un punado de pipas que Pegasin miré con recelo. GB itt aise Moa —{No te gustan? —pregunto el chico. —Nunca las he comido... Dame cuatro 0 tres, para prober. Miguel se volvio a su hermano, éste a Begoria, y Begotia a Silvia, todos con expre- sién divertida e interrogante. Silvia aclar6, severa y definitiva: —Ei lo dice asi. Oyeron pasos en la escalera. Répidamen- te salieron del cobertizo, cerraron la puerta y se pusieron los cuatro en fila frente a ella. Era casi cinco pisos es mucho para un hombre mayor que, ademés, fumaba desde ni. Al verlos pregunt6 qué hacian all, Los chicos contestaron a la vez: —Charlar. —Tomar el sol —Estudiar. —Jugar a las prendas. El portero torcié el gesto. Desconfiaba. Con su eterno pitillo en la boca avanz6 hacia el cobertiz. icolés, que venta resoplando porque * Clore 9 eg panas wed 69 —Dejadme enirar. Necesito alambre y un rollo de cuerda. Hubo un momento de panico entre los chicos. Tenian que impedir a toda costa que Nicolés descubriera a Pegasin. El primero en reaccionar fue Gabriel. To- mando al hombre por un brazo lo lleve hasta el pretil y le pregunt6 senalando el ras- cacielos: —¢A que no sabes qué representa esa estatua? —No. No sé. —Es un centauro. Y como Silvia les habia contado todo lo que acerca de ¢llos le dijo Pegasin, puso a Nicolés al corriente de la vida y milagros de tan extraordinarios personajes. Mientras tanto, Silvia y Miguel entraban en el cobertizo para buscar el alambre y el rollo de cuerda que inmediatamente pusieron ante los ojos del hombre con una seductora sonrisa. —(No es esto lo que querias? 70 sats ome Wego El portero lo examin y gruné: —La cuerda tiene que ser mas gruesa. —Enseguida te la doy, no te molestes —dijo Silvia, representando la imagen mis- ma de la solicitud, y apareciendo un segun- do después con una cuerda capaz de amarrar un barco. Nuevamente estaban los cuatro chicos en su puesto de guardia frente a la puerta, son riendo como éngeles enviados al mundo para hacer favores. —iNo quieres nada més? —pregunto Sil- ia. Nicolés no contest6; pero le oyeron decir, mientras bajaba la escalera: —Aqui hay tomate. LOS chicos respiraron aliviados al marchar- se el portero, aunque comprendieron que el peligro no habia pasado del todo. Era nece- sario seguir vigilando hasta la noche. —Yo, por mi... —dijo Begoria—; pero ten- go que ir a comer-a casa de mi abuela. —Y nosotros vamos esta tarde al circo —anuncié Gabriel como si la idea, en las presentes circunstancias, no le pareciera tan divertida como otras veces. —Bueno: organizaremos tumos para que Pegasin no se quede nunca solo —dijo Silvia. EI Ultimo le tocé a ella y, antes de sepa- rarse de su amigo, le pregunt6: —{Qué tal te encuentras? —Bien. (tea tadnaccanas ride iaitinnnnn ZR Para demostrarlo, el caballito estiré las alas. La derecha atin no se desplegaba del todo, pero le faltaba muy poco. —Mafiana podrés marcharte —dijo Silvia, apenada—. Vendré al amanecer para darte el desayuno y decirte adiés. Como no estaba segura de poder cumplir su promesa si no ponia el despertador, fue a buscarlo y se cruz6 con su padre en el pasillo. —éPara qué lo quieres? —pregunté él, Silvia vacil6, —Para..., para no llegar tarde al colegio. —¢Desde cusndo te has vuelto tan pun- tual? Te llamaré yo, como siempre. Acués- fate y no te preocupes, Su padre le dio un beso, y Silvia, contra- riada, pens6 que sin despertador lo mas pro- bable seria que se quedara dormida. Y era importantisimo levantarse antes que los de- més. Decidio pasar la noche en vela. Primero se puso a leer un libro muy interesante: pero al cabo de un rato los pérpados empezaron Lh ti cin na CoON Virgo a pesarle como si tuviera un saco de arena en cada uno. Entonces se pellizes los brazos, porque habfa oido decir que era un buen sistema para espabilarse. Si que lo era. Pero también era muy apropiado para que los brazos se le pusieran hinchados y rojos como sale! chones y le dolieran tertiblemente. Ademés, seguro que al dia siguiente el rojo se con- vertiria en morado. Se levant6 y anduvo descalza por las frias baldosas de! dormitorio, La sensacion, bas- tante desagradable, la ayudaba a mantener- se despierta. Lo peor fue cuando empez6 a estomudar. Tres veces, cuatro, cinco, seis. Eso faltaba. Que se pusiera mala y no pudiera levantarse ni al amanecer ni nunca. Con ese sombrio pfesentimiento volvio a la cama, pero no se tumb6. Se quedé sen- ada, mirando fijamente la lampara encen- dida. Su madre pregunté desde el pasillo: —{Te pasa algo? —No. de la puerta y... —Estoy estudiando. —Pues apaga, que yo es muy tarde, Silvia obedecio, resuelta a no cerrar los ojos por ningdin motivo, No contaba con que los sacos de arena pesaban cada vez mas en sus parpados. Pesaban... pesaban..., pesaban... La despertaron unos ruidos que venian de la terraza. Se incorporé sobresaltada, y pres- 16 atencién, Relinchos, cascos que golpeaban el suelo y la voz de Nicolés: —iQuieto, caballo o lo que seas! ;Quieto © te arreo! Silvia salié descalza, en pijama y corren- ei i i BS, Coren, Vues Va do. Se encontr6 en la escalera con sus pa- dres, sus amigos y casi todos los vecinos que subjan atrafdos por el barullo. Estaba furiosa consigo misma por no ha- ber sido capaz de levantarse antes e impedir que sucediera lo que ahora estaba viendo. Nicolas habia atado una cuerda al cuello de Pegasin y exclamaba: —iLo he descubierto yo! {Un caballo con alas! jEs mio! Lo que més le dolia a Silvia es que su ‘amigo, mientras forcejeaba inutilmente: in- tentando escapar, la rriraba con reproche, como si sospechara que ella lo habia de- latado. —iSuéltalo! —grito a Nicolas. - El portero lanz6 una risotada. —¢Soltarlo? De ésta me hago rico. {Mas que si me hubieran tocado las quinielas! Por fin podré comprarme una moto decente. Los mellizos y Begofia, con Iuigubre ex- resin, permanecian quietos y callados; los demas inquilinos, en cambio, se acercaban al extrafio ser con grititos de ridicula apren- (Colitis. 77; sin, queriendo tocarlo pero sin atreverse. Hubo comentarios para todos los gustos. —A mi que no me digan que esto existe. —éLas alas no serin postizas? —Cada vez hay més bichos en el barrio, —Si. Hay que poner insecticida. Eusebio, como era el que leia el periddico de cabo a rabo todos los dias, se gand la atenci6n general. —En una ocasion salié en la prensa la fotografia de un gato con alas —dijo, arti. culando perfectamente cada letra y parén- dose a respirar en las comas—; pero luego se comprobé que no eran alas en el propio. sentido de la palabra, sino dos protuberan- clas a ambos lados del tronco que no le servian para volar sino, solamente, para ha- cer de él un gato fuera de lo comin. Este equino aqui presente tiene auténticas alas... ‘@ menos que la autorizada opinion de la Ciencia demuestre lo contratio... Nicolés interrumpi6 el discurso, que pro- metia ser inacabable, para decir: —Y como tiene alas, volaré. Y como yo ZS ice A art orn trove Nh no quiero que wuele, vamos ahora mismo a hacerle una jaula abajo, en. el patio. Empez6 a descender las escaleras tirando de Pegasin y sequido por un vociferante cor tejo de vecinos excitados por tan insolita novedad. ‘Cuando pas6 cerca, Silvia susurr6 en la oreja del caballo: —No te preocupes. Te salvaremos. Tenia muy buena voluntad, pero hubiera mentido si dijera cémo pensaba hacerlo. LA noticia, como es de suponer, corrié por la cludad a la velocidad de la luz. Frente a la casa se formaban largas colas de curiosos, y los periédicos publicaron una foto de Nicolas con su mejor traje y fumando un puro que compro considerando que la ocasién lo merecia. Al fabuloso caballo no permitio que lo fotografiaran. Daria su conformidad sélo después de estudiar las ofertas en metélico que ya le estaban Ilegando y de decidirse por la mas suculenta. También tuvo otras que los chicos cono- ron por Eusebio. Segiin les conté, el due- fo de un circo pretendia llevarse a Pegasin para afiadirlo a su coleccion de fenomenos. El director del 200 sostenia que debia exhi- amt cecal ne connenneenl birse alli, junto al oso panda y el gorila blan- co. Y varios profesores barbudos querian es- tudiarlo para proporcionar un nuevo aporte a la ciencia, Evidentemente, un ser como Pegasin no se encuentra todos los dias, Mientras tanto, el pobre languidecia en la jaula que el carpintero le habia construido en medio del patio. Las paredes y el techo eran de gruesos tablones y tenia una puerta enrejada cuya lave quardaba Nicolés en el bolsillo de su chaqueta. Hasta de noche lo vigilaban, él o Eusebio, 2 quien habia prometido parte de las ga- nancias. Los chicos estaban affigidisimos. No sa- bian“como ayudar a Pegasin; sélo sabian que, de hacer algo, tenia que ser pronto, antes de que Nicolas aceptara una de las ofertas y se lo llevaran. Por la noche, después de cenar, bajaron al patio llevando verdura y fruta. Nicolés, sentado en una silla, cerca de la jaula, fumaba sofoliento. (2 iil Ca at od —No quiero visitas —dijo al verlos. —Traemos comida para el caballo. —Por hoy ya ha comido bastante, Begofia, que estaba nerviosisima, balbu- ceo: —¢Le has dado manzana? —No. Manzana, no.

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