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EL HOMBRE QUE ESCUPIÓ EL VOLCÁN.

Capítulo
Uno

Isla de Sumbawa, Indonesia, en la falda del volcán Tambora .

Arbi Pamungkas aulló una orden que rasgó el aturdidor ruido ambiental:
—¡Rápido! ¡Apaguémoslo, se está quemando!
Su hijo mayor, Muchtar, agarró una cobija que traían consigo entre las pertenencias de la
camioneta que les había llevado al lugar desde la lejana capital de la poco poblada isla de
Sumbawa, en la Sonda Indonesia, Bima.
El muchacho de 15 años corrió ladera arriba, dejando atrás a su padre, que también corrió en
pos del hombre que se estaba quemando, en medio de la montaña de fuego. Aquella persona
gritaba con una fuerza descomunal, que nunca habían escuchado de igual intensidad, ni siquiera
en las películas que pasaban por la tele. Si acaso, al menos en la pantalla se trataba de actores,
por más verídico que fuera; mientras que lo que ahora contemplaban era total y absolutamente
real, y aquellos gritos les producían un horror indescriptible. Aquel hombre había caído en una
bola de fuego desde el cielo, fenómeno extraño para cualquiera; pero no era ése motivo para
negarle el auxilio que como ser humano merecía. El hombre de fuego rodaba por la ladera del
volcán Tambora, cuyo cráter se elevaba a casi dos mil 900 metros sobre el nivel del mar, mil
500 por encima de donde se hallaban.
Muchtar logró detener su caída y comenzó a golpearle con la manta, como si fuera la suya,
no la de él, la vida en juego. Cuando Arbi llegó jadeando, el fuego se había extinguido, dejando
entrever un cuerpo calcinado, que había dejado de gritar.
—¿Está muerto? —Preguntó el joven.
—Es imposible que esté vivo.
Miró el objeto de carbón humeante y olor insoportable. De inmediato, se postró de rodillas y
oró en lengua bahasa, las oraciones por los moribundos:
“—En el nombre de Dios, Clemente, Misericordioso.
Alabado sea Dios, Creador del Universo.
Clemente, Misericordioso.
Soberano en el Día del Juicio.
Sólo a Ti adoramos y de Ti imploramos ayuda…
…Guíanos por el sendero recto.
El sendero de quienes agraciaste.”
De repente, aquel hombre regresó de la muerte y abrió los ojos.
Padre e hijo rodaron por los suelos del susto, gritando. El otro gritó también, pero no con la
misma intensidad que antes:
—¡Aléjense! ¡No les he hecho nada, déjenme en paz!
— ¿Pero qué dices, buen hombre? ¡Si venimos a ayudarte! Te vimos caer de arriba en una
bola de fuego. Es imposible que no estés muerto.
—No te entiendo —dijo el hombre, entre estertores de dolor—, ¡pero si ya estoy muerto!
—¿Estás loco? —Intervino el muchacho—. Si estuvieras muerto, no podrías hablarnos.
—¡Hijo! —Reconvino éste—. Respeta al señor. Disculpe usted, buen hombre. Pero dígame,
¿Cómo podemos ayudarlo? No sabemos, para empezar, cómo es que está vivo.
—Ni como se llama —añadió Muchtar, y su padre le miró, ésta vez complaciente.
Como pudo, el hombre contestó susurrando:
—Me llamo Abdel Hamîd Mahomar Al Kafati, soy el Vis…
No concluyó su frase y se desmayó. Por un instante, ellos pensaron que ahora sí había
muerto. Pero vieron que movía el diafragma levemente. Como pudieron, improvisaron una
camilla, que les fue de gran utilidad para llevarlo a donde estaba la camioneta familiar, pocos
metros abajo, pero que divisaban en todo momento.
Arbi Pamungkas había organizado una expedición familiar al famoso volcán Tambora, en la
isla de Sumbawa, Indonesia. Iban con él su esposa Ana, sus hijos Muchtar, Alina, Fátima y el
más pequeño, Sigit. Ellos vivían en Bima, la capital isleña, ubicada a 70 millas al Este del
volcán, que estaba dormido en ese tiempo, pero seguía aún activo.
Al Tambora se le llamaba: “gunung (volcán) agung (eminente)”, que en 1815 había
generado una destrucción general, cuyas cenizas se expandieron 700 kilómetros, y cuya nube
cubrió el Sol por varios días, envolviendo seiscientos mil kilómetros cuadrados, afectando el
clima de ese entonces hasta los Estados Unidos y Francia, y cuyo sonido explosivo se escuchó
en aquel entonces a la impresionante distancia de 4,800 kilómetros. Se calcula que murieron
más de 70,000 personas (la mayoría desaparecieron) en aquel evento, que afectó la agricultura,
pesca y ganadería como ningún otro lo había hecho antes. El clima afectó al punto que se
presentaron increíbles lluvias torrenciales en los Polos y tormentas de nieve en el ecuador. No
hubo verano aquel año, siendo la temperatura promedio (por decir) en el país galo, en pleno
julio, de 3ºC, y en Norteamérica se presentó un daño terrible a las cosechas, que colpasó la
Economía agraria. En el siglo XX, junto al volcán fue encontrada una civilización
desaparecida, conocida como «La Pompeya de Oriente».
El joven Muchtar recordó que, viniendo de camino desde su pueblo, habían visto una unidad
móvil de salud, pero eso había sido un día antes. Sería demasiado pedir encontrarla de nuevo.
Tampoco tenían servicio telefónico en la zona. La isla había sufrido los estragos de aquella
erupción, y el volcán permanentemente emanaba fumarolas. Esta vez, justo antes de ver la bola
aquella de fuego, había ocurrido una deflagración, que aparentemente no pasó a mayores, al
punto que pensaron que se trataba de una roca expulsada por las entrañas del coloso de fuego;
nunca lo supieron con certeza; lo que ellos vieron era un hombre, quien, extrañamente, había
logrado sobrevivir a aquel infierno, de nombre (según él) Abdel Hamîd Mahomar Al Kafati.
Desde lejos, el padre de familia le gritó a Ana, su esposa, que pusiera la camioneta junto a
una roca, pues desde allí podrían subir al hombre al techo, sin necesidad de hacer a un lado a su
prole en el interior del vehículo. Se aseguraron de que los pequeños no lo vieran en aquel
estado. Al tomar el volante, el señor Pamungkas les pidió que oraran por el hombre y porque
hallaran pronto aquélla unidad de salud rodante. Muchtar permaneció en el techo todo el
tiempo, junto a Abdel Hamîd, que aún respiraba.
El conductor pisó el acelerador, devorando piedra pómez primeramente, y camino agreste
después, en pos de una esperanza que parecía estar justo delante de ellos, pero que no veían con
claridad —y no precisamente porque en la parte baja del volcán se presentaban bancos de
niebla—, así que tenía que ser a la vez prudente —evitando los golpeteos innecesarios— y
veloz. En el trayecto, continuamente, Arbi le lanzaba a su hijo una señal con la mano derecha
(hay que recordar que allí el volante está de ese lado), y éste le respondía con señales audibles
(golpes en el techo), indicándole si Abdel Hamîd vivía o no.
Los Pamungkas le habían aplicado separaciones de tela entre los dedos de los pies, por
medio de unas compresas secas; algo sabían de quemados, pues años atrás habían sido testigos
de un voraz incendio en su pueblo.
Aquella región no era del todo inhóspita, y a medida que devoraban el camino que aparecía
ante ellos como si les fuera en ello la vida, iba creciendo la vegetación, pues en aquell región
llovía con regularidad. Aquí y allá aparecían campos de cultivo de arroz, ahora rebasaban
carretones tirados por bueyes, preguntaban aquí y allá, mientras atravesaban los poblados
(Dumai, Barawa, Batoenong), hasta que en la aldea Dongkalaya fue un grupito de niños que les
indicó que, ladera arriba, encontrarían el vehículo que buscaban: ¡la unidad de salud móvil!
Arbi resopló de alivio cuando, minutos más tarde, divisó el consultorio rodante. Pero más su
pecho se llenó de alegría cuando vio que, junto a éste, se hallaba una ambulancia.
Llegó tocando el claxon con vehemencia.
En cuestión de minutos habían habilitado una camilla para Hamîd, que seguía vivo pero
inconsciente. Como aquella era una zona de irregular orografía, dieron aviso para que un
helicóptero los recogiera varios kilómetros hacia el Sur, cerca de la costa, para que se lo
llevaran urgentemente a Surabaya, al Oeste de la isla donde se encontraban (Sumbawa).
Los Pamungkas se sintieron muy agradecidos con Dios por haber podido ayudar, aunque
estaban consternados por esa persona que había caído del cielo en una bola de fuego. Cuando
escucharon esta historia, los paramédicos no podían dar crédito, pero eran sus expresiones tan
convincentes, que terminaron por creerles, aunque no había explicación científica para hipótesis
alguna. De todas formas, tomaron los datos de aquellos héroes que habían hecho hasta lo
imposible por tratar de salvar la vida del «milagro humano» aquél, aunque fuera un «milagro»
carbonizado y sus esperanzas de vida fueran muy pocas, prácticamente nulas.
En Surabaya, concretamente en el municipio de Gresik (ya en la isla de Java), les aguardaba
personal del Hospital Internacional, cuyo edificio tenía forma de hexaedro de lados curveados.
Habilitaron una pista de aterrizaje al efecto y hasta la Prensa acudió a enterarse sobre aquel
«fenómeno» que había sido encontrado en tan extrañas circunstancias.
Es digno de hacerse notar que, durante el trayecto hacia Surabaya, los signos vitales de
Abdel Hamîd fueron estabilizándose. Aquello facilitó el trabajo.
Fue recibido por el mejor equipo contra quemados, encabezados por el Jefe de Cirugía, el
doctor Hutomo Fortuna. Luego de cinco horas de atención, llegaron a la conclusión de que lo
mejor sería trasladarlo a la capital, Yakarta, distante unas 360 millas hacia el Oeste. Allí lo
internarían en el Hospital Medistra, junto a la Embajada Sud-Coreana.
Prepararon, pues, una ambulancia aérea dotada con la última tecnología, nada menos que un
jet ‘Beechcraft Super King’, que partió del Aeropuerto Juanda, al Sur de Surabaya, en dirección
al Yakarta Airport, en la capital del país. Nuestro hombre fue acompañado en todo el trayecto
por el doctor.
Durante el trayecto, Abdel despertó. Pero no fue un despertar suave, sino desgarrador,
porque lo hizo gritando a causa del gran dolor que experimentaba. Algo no normal, pues suele
suceder que las quemaduras graves son indoloras, porque se han cauterizado las terminaciones
nerviosas. No obstante, el hombre miraba en derredor suyo con una expresión asustada, pues no
sabía dónde se encontraba ni quiénes eran aquellas ‘personas enmascaradas’ todo de azul, y
aquel extraño sonido zumbante, y la chocante sensación en los oídos, y...
—¿…D-dónde estoy? —Dijo susurrando, cuando lograron aplicarle un sedante, justo antes
de dormirse.
Pero no le entendieron. Uno dijo que le pareció idioma árabe, pero ellos hablaban bahasa e
inglés.
De repente, otro les llamó la atención sobre algo extraño: El cuerpo carbonizado estaba
desprendiendo escamas de piel quemada. Cuando rasparon la superficie horizontal, sucedía lo
mismo. Tomaron muestras de aquella dermis expelida, para posterior análisis. Uno de ellos
rezaba junto al cuerpo.
Sin importar el costo, estaban salvando la vida de un fenómeno a la vez humano y
mediático.

Al aterrizar en el Aeropuerto de Yakarta, fueron recibidos, además, por la Prensa, quienes


tuvieron que ser desalojados; de inmediato lo trasbordaron a un helicóptero y de allí (aunque
distaba poca distancia, relativamente) al Hospital Medistra. El rostro del doctor Fortuna
indicaba una firme esperanza de que el tipo se salvara y, de hecho, al día siguiente, cuando
regresó a su ciudad (después de otra larga sesión en el quirófano), se sentía verdaderamente
eufórico.
Si hubiera sido posible, se diría que aquel era un cuadro de quemaduras en “cuarto grado”
(solamente se aceptan tres grados), que afectaba el 100% de su cuerpo. Pero, al cumplirse 24
horas de su llegada al Medistra, había descendido al tercer grado, y ahora podía percibirse piel
nueva, suave como la de un bebé, en pequeñas áreas de manos y pies, pero sin vello.

A los cinco días, Abdel Hamîd presentaba un cuadro totalmente distinto, mucho mejor; casi
podía hablar (ya estaba consciente) y como alimento recibía suero intravenoso solamente. Le
dolía enormemente cuando le curaban, pues se desprendían tejidos de piel calcinada, que
poseían ramificaciones nerviosas sensitivas. En más de una ocasión el hombre se desmayó,
pero siempre que despertaba mostraba un rostro lleno de agradecimiento.
Poco a poco se le fue diciendo que se hallaba en uno de los mejores Hospitales del
Hemisferio, aunque él no lograba comprender qué era todo aquello.
Hubo un momento, allá por el día siete, en que dijo claramente estas palabras, ante el
asombro de todos, esta vez en el idioma de ellos:
—No quiero que me duerman cuando el dolor se me presente. Dejen que me duela, por
favor. Lo necesito. Me ayuda a estar vivo. Se los suplico.
Aquello vino a llenar de admiración, aún más, a propios y extraños.

El Consejo directivo del Hospital mandó llamar al señor Arbi Pamungkas, pues querían
escuchar de sus propios labios acerca de lo sucedido en la ladera del Tambora. Vino
acompañado de su hijo Muchtar, que también fue testigo directo de aquel evento que cambió
sus vidas, pues ya se habían hecho famosos y ahora vendían muchísimo más en su pequeña
tiendita de Bima. Los sentaron en una sala especial, frente a un montón de caras extrañas, bien
vestidas, personas que parecían hoscas en principio, pero que poco a poco fueron distendiendo
sus expresiones.
—Señor Pamungkas —le dijeron al recibirlos—, usted bien sabe por qué lo hemos hecho
llamar desde tan lejos; le agradecemos su tiempo, le aseguro que será recompensado por ello.
Acto seguido, cuando él insistió en preguntar, le dijeron que nuestro hombre había
evolucionado muy favorablemente y que esto era para ellos todo un enigma.
—¿Puedo verlo? —Inquirió.
Los directivos se miraron unos a otros, hasta que uno de ellos dijo:
—Por supuesto, el paciente está más consciente de todo y le dará mucho gusto saber de
ustedes. Pero antes, si no le molesta, quisiéramos que tuviera la bondad de repetir lo que
presenciaron entonces, y, si recuerdan algo nuevo, nos lo hagan saber. Verá, todo esto es tan
extraño que merece ser uno de los casos más raros que hayamos conocido. Pero no deja de
asombrarnos que él, nuestro paciente, haya caído de donde dijeron…; pero discúlpenos,
quisiéramos escucharlos.
Entre los presentes se hallaban un par de funcionarios de la Policía y dos representantes del
Presidente del país, uno de ellos el Ministro de Salud de Indonesia, que no había sido
presentado.
—Verán ustedes, señores doctores —comenzó relatando Arbi—; nosotros somos gente
sencilla, trabajamos la tierra y poseemos un humilde toko (tiendita); la familia de mi esposa
trabaja el caucho y, la verdad, no podemos quejarnos, nos va bien.
“Dos días antes de lo sucedido, habíamos partido mi familia y yo en la que poseemos,
tomándonos unas muy merecidas vacaciones. Hicimos escala en muchos poblados y nuestra
meta era llegar lo más arriba posible en el Tambora. Acampamos al pie de las laderas y, aquella
noche en especial, había llovido a cántaros. Sin embargo, a la mañana siguiente todo estaba
seco, debido a la piedra pómez.
“Llegado un punto de no retorno para nuestro transporte, decidimos no arriesgarnos,
dejamos la mobil van sola, y mi hijo y yo quisimos adelantarnos un poco, para poder hacer un
reconocimiento del camino a recorrer. Era bien temprano, como eso de las 6 de la mañana. Mi
hijo me hizo notar que el amanecer era especialmente hermoso, por lo que tratamos de subir lo
más posible para poder contemplarlo plenamente. La verdad, nos quedamos electrizados por la
inconmensurable belleza que contemplaban nuestros ojos”...
Alguien cometió la imprudencia de carraspear. Los demás le hicieron chitón. Arbi prosiguió
su relato, sonriendo agradecido:
—Disculpen; bueno, de repente, escuchamos un sonido como de una bomba al estallar, que
procedía de algún lugar allá arriba. Debo hacer notar que la cima del volcán, el cráter, no era
visible desde allí (una nube le rodeaba). Por cierto, la montaña parecía estar envuelta en fuego,
a causa de los rayos del Sol naciente. ¡Ah!, pero les decía de la explosión… ¡Sí!, algo explotó y
sentimos un muy ligero temblor debajo de nosotros, yo resbalé y mi hijo logró detenerme a
tiempo. ¡Gracias, hijo!”
Arbi miró hacia el que había mostrado impaciencia la primera vez, fijó en él la mirada y
dijo:
—Estaba mirando hacia la nube de color naranja, apreciamos que ésta era atravesada por
una bola de fuego ¡que venía en nuestra dirección!; era difícil precisar qué tan cerca caería de
nosotros, pues en cuestión de segundos tocaría tierra. Mi mayor preocupación era, por supuesto,
mi familia, y recé para que no cayera cerca de ellos.
“Aquella esfera, o lo que fuera, cayó tan rápidamente que no logramos movernos ni un ápice
de donde estábamos. Gracias a Dios, impactó mucho más arriba de nuestra posición. La onda
expansiva nos alcanzó, pese a todo, y rodamos por los suelos. Todavía conservo esta herida,
miren...
“Mi hijo y yo corrimos ladera arriba, pues habíamos sido testigos de un suceso único en
nuestras vidas y la emoción nos impulsaba como ciervos. La piedra que había caído continuaba
ardiendo, nos fijamos que no cayeran otras detrás de ella, y corrimos, como digo, por la
vertiente. Pero, muy de repente, escuchamos unos gritos espantosos, que nos helaron el alma.
No sabíamos si aquella cosa había impactado contra alguien, y si ése alguien estaba aullando de
dolor por tal motivo. Ello nos impulsó a llegar antes.
“Como a un centenar de metros del fuego, vimos que una persona, o eso parecía, rodaba en
medio de ardientes llamas, y gemía con una fuerza que no habíamos escuchado antes. Mi hijo y
yo estábamos aterrorizados. Pero, como quiera, corrimos a ayudarle.
“Debo aclarar que todo esto difiere un poco de lo que habíamos relatado con anterioridad,
pero ustedes, buenas gentes, saben que los testigos de un suceso suelen recordarlo mejor a
medida que transcurre el tiempo; cosa increíble, pero cierta. Bueno, ustedes conocen mejor de
estas cosas que uno. ¿Verdad, caballeros?”
Ellos, claro, no iban a negarse ante tal expresión de admiración. Además, es algo
comprobado.
Luego, ellos fueron preguntándole cosas, sobre lo del nombre que el propio Abdel Hamîd
Mahomar Al Kafati les había revelado y cómo ellos habían indagado sobre él en todas partes.
Cabía suponer que podría haber sido arrojado de un objeto volador (tal vez un avión de
combate), pero, ¿envuelto en llamas?, como que no… De todas formas, no habría resistido el
impacto al aterrizar. ¡Total!, estaban hechos un mar de dudas.
Pero si su origen les admiraba, más aún les asombraba su pronta recuperación.
—Es todo él un misterio —le dijeron como conclusión—. ¿Hay algo que pueda usted
sugerirnos, además de lo ya visto?
—Me honran que me hayan tomado en cuenta —puntualizó Arbi—. Sin embargo, bueno, no
sé…, ninguno de ustedes parece haber pensado en el hecho de que Abdel tal vez tenga una
‘misión superior’, ¿acaso le han pedido a algún clérigo que lo visite alguna vez?
—No, no habíamos pensado en ello —le dijeron—. ¿Por qué habría de ser así?
—Porque el hombre es un «milagro». ¿O no es así? Y si es un milagro, quiere decir que ese
Ser Superior al que llamamos Dios, o Alláh —hizo una reverencia—, tiene algo que ver con
todo este embrollo. Puedo estar equivocado, pero, señores ¿qué tal si realmente es un enviado
de Dios?
Durante unos segundos no se escuchó ni el zumbido de una mosca. Fue entonces que el hijo
mayor de los Pamungkas pidió la palabra, reverentemente. Cuando al fin logró articular una
frase, comentó:
—Cuando partimos en la camioneta, buscando el centro de salud móvil, noté que Abdel
abrió los ojos por un momento y comenzó a susurrar algo que no entendí al principio. Con
mucho cuidado, para no caerme, me acerqué a él, pero como mi padre detuvo el vehículo para
preguntar en una aldea, decidí acercarme. Le pregunté si quería algo, y me contestó en nuestra
lengua:
“«Dios me ha dado otra oportu…»; supongo que quiso decir ‘oportunidad’, pero no sé qué
signifique…”
Miró hacia su progenitor, quien tenía una expresión de extrañeza.
—Hasta ahora me acordé, papá, lo siento.
—Está bien, hijo —dijo Arbi, mirando hacia sus interlocutores.
Otro hombre (que después supieron era un alto funcionario) apoyó la sugerencia de Arbi de
darle un cauce espiritual. Ya habían visto el aspecto físico-médico en toda su expresión, así
como el psicológico; ahora, pues, había que darle lugar al Creador. (Es que los indonesios son
un pueblo sumamente religioso, mayoritariamente creyentes en Mahoma, de carácter pacífico y
abierto. Y, como en todas las religiones, los hay que viven su fe amando a Dios y al prójimo, y
también los hay que subyugan a otros, ofendiendo el santo nombre de Dios, aunque ellos
piensan que le sirven).
Así pues, acabada la reunión dieron autorización para que los Pamungkas fueran a visitar a
nuestro hombre.
Tuvieron que esperar a que despertara, con una paciencia infinita, pues parecían haberlos
olvidado en un rincón de un pasillo. Cuando Abdel abrió los ojos, el médico le explicó que los
Pamungkas habían hecho esto y lo otro para salvar su vida, y que sin ellos seguramente estaría
muerto.
En cuanto el hombre calcinado los vio, exclamó como pudo:
—¡Veo sus malaikat!
(Malaikat significa ángel para los indonesios, aunque cabe decir que el concepto de
protector celestial occidental es un poco diferente al oriental. Para el Islam, un ángel realiza la
función, entre otras, de introducir y sacar el alma de los seres mortales (al ser concebidos y al
morir), llevar un registro detallado de la piedad de las personas, así como de sus actos, además
de ser mensajeros divinos. En no pocas ocasiones les atribuyen a los ángeles lo que harían los
demonios. En el occidente “cristiano” (que ya no lo es tanto, por desgracia), los ángeles son los
intercesores, protectores y guías del alma. Son ellos quienes animan al alma a profundizar más
en el amor, en la humildad y en todas las virtudes. El ángel de la guarda alienta el bien y
desalienta el mal. Inspira para abrirse a las inspiraciones de Dios. Da alerta ante el peligro, del
tipo que sea. Es extendida la creencia de que, cuanto más crea el alma en la ayuda de su ángel,
más ayuda recibe. El ángel nunca se retira del alma, sea cual sea su estado delante de Dios, y,
cuanto peor es su estado, más refuerzan su actuar; aunque algunos han deformado esta
devoción por medio de cultos esotérico-filosóficos, extraños a la realidad sobre estos
maravillosos seres.).
Al escuchar estas palabras, los Pamungkas se extrañaron sobremanera y se preguntaron qué
significaría aquello de que veía su ángel.
—Es un gusto saber que estás mucho mejor, Abdel. Mi familia y yo te hemos traído este
humilde presente.
Acto seguido, extendió delante de él, sobre la cama, una prenda de vestir de una sola pieza.
No presentaba adornos ni distinciones, pero poseía en su esencia el amor de una familia, de la
familia que le había salvado de morir calcinado.
—Es un rabkhut, hecho con cariño para ti, buen hombre.
El paciente miró a sus salvadores con un brillo emotivo en sus ojos. Pero, furtivamente,
miraba en torno de ellos, al tiempo que sonreía.
—Muchas gracias, Arbi. Que el Todomisericordioso te colme de su paz.
Había llegado el momento de partir, pero justo antes de que salieran de la habitación, el
hombre los llamó de nuevo.
—El hecho de haber visto a sus malaikat es algo muy bueno. Quiere decir que son buenas
personas.
De inmediato, se contorsionó en un rictus de dolor, tratando de no gritar.
—Arbi, diles que ahora sí necesito medicamento para el dolor. Muchas gracias. Pero antes,
quisiera pedirte un gran favor. ¡Ay, disculpadme por el dolor!
Los visitantes aguardaron, al tiempo que la enfermera que fueron a llamar le aplicaba un
calmante. El hombre calcinado expresó una inquietud:
—Arbi, buen hombre, quisiera pedirte si me “prestas” a tu hijo, para que me acompañe;
bueno, eso si Muchtar está de acuerdo. Se ve que es un muchacho inteligente y necesito un
ayudante. Veré la forma de recompensar su generosidad.
Arbi lo miró con compasión e incertidumbre, mezclados en su mente como buenamente
pudo. Al mirar a Muchtar, vio en él esa expresión de “sí, por favor, papá” característica, y
accedió sin mayor oposición. Algo dijo sobre que era época de vacaciones, pero Hamîd no
entendió qué cosa era eso; ya se estaba desvaneciendo y soltó aire al caer en un profundo
sueño. Su faz, que instantes antes mostraba un total rictus de dolor, quedó ahora distendido por
el alivio. En medio de su carbonización, el paciente Abdel Hamîd Mahomar mostraba una paz
que, pese a todo, se antojaba imposible.
Al salir, Muchtar acompañó a su papá, solicitaron a los directivos del nosocomio lo que
Abdel le había pedido respecto a su hijo, quienes accedieron y dieron la orden de ayudar a Arbi
a regresar a Bima.
Los campesinos se dieron un largo y profundo abrazo.

Junto a Abdel se erigía una imponente figura angelical, un ser de luz, un malaikat, que
miraba por la vida de su pupilo con una expresión de severidad.
El nombre del ángel era Charrask. Y su señorío implicaba cuidar de los Infiernos, para que
nadie saliera de allí, ni pudiera entrar, si no era con permiso expreso del Creador.
Estaba en aquel lugar para que Abdel Hamîd cumpliera la misión a la que había sido
encomendado.

FIN DEL CAPITULO I

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