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Todos moriremos, no solo los cobayas

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María Tenorio

Ocurrió esta mañana. O, más probablemente, en la madrugada. RR me llamó por teléfono a las
10 para comunicármelo. Su natural inexpresividad cedió ante la ingrata sorpresa de encontrar al
pequeño roedor, blanco y tierno, decapitado en el jardín de mis padres. "Lo hallé cuando iba a
darles de comer a los cobayas", me dijo. "El otro está muy asustado y se ve triste". Sin duda ha
sido una pérdida para el sobreviviente que, nunca sabremos, pudo haber sido testigo del crimen
cometido entre las sombras de la noche.

Desde el otro lado del teléfono, sin nunca ver el cádaver de la pequeña mascota, especulé sobre
el asesino. Mi imaginario sobre animales domésticos me sugería que se trataría de un gato. "Lo
extraño es que no había una gota de sangre", comentó RR, el guardián de la casa de mis padres.
"Ha tenido que ser un animal grande... quizás alguna culebra", sentenció desautorizando mi
inclinación felina. El chupacabras, dijo Miguel horas más tarde cuando le revelé el cobayicidio.
"Por eso de que no hubo sangre."

Lo cierto es que un ser vivo atacó y mató al pequeño animal, blanco y tierno, en el lugar mismo
donde mis sobrinitos se solazaban jugando con él y su otro compañero cobaya. Los niños no se
han enterado, están fuera del país. Seguramente cuando vuelvan, mi madre --que tampoco lo
sabe porque también está fuera-- habrá adquirido en alguna tienda de mascotas a otro pequeño,
blanco y tierno cobaya o cuy o conejillo de indias, que cualquiera de esos nombres recibe la
especie en cuestión. Mi madre, creo yo, lo haría para evitar que los niños sintieran tristeza por la
pérdida de su mascota. Querría sustituir al extinto con otro animalillo de características similares:
pequeño, blanco, tierno, con una manchita oscura en su ojo izquierdo.

Yo pensaría que es conveniente enfrentar a los niños con el hecho ineluctable de la muerte.
Todos moriremos, no solo los cobayas. ¿Por qué no aprovechar esta oportunidad para hablar
sobre evento tan natural en la vida? Imagino que, si mis sobrinitos reconocieran al cobaya
impostor, se les diría que su verdadera mascota está en el cielo, tocando un arpa para cobayas en
compañía de ángeles-cobayas, disfrutando de la paz y la calma eternas que todos los buenos
cobayas merecen. Muchos adultos usan la metáfora del "cielo" para disfrazarles a los pequeños la
realidad de la muerte, edulcorarles el sentimiento de pérdida y ayudarles a sobrellevar el duelo.
Pero, bien mirado, el cielo es una nada sencilla abstracción que los niños aceptan de manera
condescendiente, para no ver a sus padres en aprietos.

Es preciso, en este momento y con estas imaginaciones, hacer un mea culpa. "¿Qué hará con el
cobaya muerto?", le pregunté a RR esta mañana, a las 10 pasaditas, luego de haber recibido la
triste noticia. Me acuso de no haber evitado que su cuerpecito sin cabeza fuera depositado por
RR en la basura para realizar su viaje fúnebre en un tren de aseo de la comuna capitalina. No
hice nada por dar sepultura al occiso. Su cadavercito se convirtió en desecho sólido y orgánico,
como una cáscara de guineo o la osamenta del chompipe navideño. El tierno, blanco y pequeño
conejillo de indias, cuyo nombre no recuerdo, ha terminado en una vil bolsa de plástico negro, y
no hay lugar en esta tierra para recordarlo con una crucecita y derramar alguna lágrima.

La ciudad es un lugar peligroso. No solo para los humanos.

26 diciembre 2008
Publicado en Talpajocote.blogspot.com

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