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Se dicen y escriben muchos disparates sobre las ciencias sociales: que no sirven para
nada, que son deterministas, o sea hechas para desalentar y desmovilizar, que
favorecen el relativismo, es decir desencantan, incluso el irracionalismo o el
nihilismo, que dan armas a los enemigos del pensamiento libre, de la crítica, de la
democracia, a propagandistas, publicitarios, demagogos. Entre otros argumentos, la
mayoría tan viejos como las ciencias sociales mismas, y frecuentemente
contradictorios, incansablemente invocados con el nombre usurpado de filosofía y
bajo la apariencia de defender los derechos sagrados de la libertad y de la unidad de
la persona “creativa” en la cual los intelectuales, consolidados o aprendices, gustan
identificarse.
Contra-poder crítico, capaz de poner a la luz los mecanismos que explotan aquellos
que trabajan por la esclavización individual y colectiva, la ciencia social también
puede brindar medios realistas de contrarrestar las tendencia inmanentes al orden
social y permitir encontrar en su justa evaluación las chances de éxito o fracaso de
estrategias tendientes a servirse del conocimiento de las leyes sociales para
contrariar sus efectos, como el ingeniero que se apoya en la ley de la gravedad para
construir máquinas volantes que la desafíen.
1
Texto publicado en Nouveau manuel de Sciences Economiques et Sociales, La
Découverte, 1999. Reproducido en http://www.troisieme-culture.com/Sciences-sociales-et-
democratie.html?lang=fr. Traducido por Axel Eljatib, docente de la Facultad de Ciencias
Sociales de la UBA.
En cuanto al conocimiento de la relatividad de las tradiciones y de las costumbres,
lejos de conducir, como lo creen los poco hábiles, a un relativismo desencantado,
más bien nos libera del pesimismo conservador que extrae de la creencia en una
naturaleza inmutable la convicción de que no hay nada nuevo bajo el sol, y que es
por ende inútil tratar de modificar aquello que sea el orden vigente. Enseñando que
las pretendidas “naturalezas”, especialmente las masculina y femenina, son el
producto de la historia, y que lo que la historia ha hecho, la historia puede
deshacerlo, abre inmensas posibilidades a una acción tendiente a hacer de los
hombres y las mujeres, sea lo que fueren, “maestros y dueños” de su historia
colectiva e individual.
Queda por último la cuestión del ánimo que la ciencia social daría al relativismo,
especialmente al cinismo o al nihilismo. ¿Cómo aquellos que consideran la
pertenencia del historiador a la historia y del sociólogo a la sociedad como un
obstáculo insuperable para la cientificidad de una y otra ciencia, pueden ignorar que
las ciencias sociales tienen el privilegio de poder tomar por objeto su propia génesis
y su propio funcionamiento social? ¿Y que ellas son así capaces de poner a la luz las
coerciones que gravitan sobre la práctica científica y de servirse de la conciencia y
del conocimiento que poseen de la historia y la estructura de los campos sociales en
que se producen para tratar de remover algunos de los obstáculos sociales a su
avance? Lejos de destruir, como se dice de manera reiterada, sus propios
fundamentos, una ciencia reflexiva semejante puede, por el contrario, proveer los
principios de una Realpolitik tendiente a instaurar las condiciones sociales del
progreso de la razón científica, es decir, una cierta forma de justicia, o de
democracia, en el microcosmos científico. Un principio de esta política, i.e., la
defensa de la autonomía contra toda intrusión de poderes extra-científicos (por ende
tiránicos), capaces de alterar las condiciones en que las construcciones científicas
son producidas, comunicadas, discutidas, criticadas, evaluadas, es una contribución
fundamental a la democracia —incluso si a veces, por su apariencia de elitismo,
contradice la representación más frecuente de la democracia—: ella es en efecto la
condición sine qua non del ejercicio de este cuarto poder, puramente crítico, que
sólo la ciencia social es capaz de ejercer plenamente hoy en día y sin la cual no es
posible una verdadera democracia.