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Un personaje sacado de Dostoievsky

[Miércoles] 4 de Julio

Digo un personaje sacado de Dostoievsky, pero si él lo leyera, seguro se enfadaría. Quien camina
en Bogotá por un intervalo de aproximadamente 6 calles horizontales y 11 verticales, a cualquier
hora, siempre lo ve, caminando, ya sea con un libro o con las manos como atadas en su espalda,
en actitud meditativa. Aunque no es del barrio, su actitud siempre es como si lo fuera: pareciera
como si la sangre lo llevara. Su rostro es reflexivo, hondo, tiene una parsimonia que me recuerda a
Rasputín y a Tolstoy, su peinado y su barba de la época de Verdi pero en realidad es él, nadie
más. Su territorio es el mío también: entre la calle 92 y la calle 100 entre carreras 7 y 15. El
territorio de familias rancias y fortunas por excelencia. Pero él no acude en busca de oro, ni
tampoco lo tiene. No le interesa. Acude porque se siente entre gente quizá tan culta como él, y
quizá definitivamente loca. Él no es un loco que se la pasa en la calle, o un vagabundo que pide
dinero. Por mucho tiempo, nos hemos visto, y jamás me ha pedido una sola moneda.

A mi me gusta caminar, y más de una vez lo he visto, y por lo general nos encontramos de frente
en el instante menos esperado. Siempre me saluda. Lo hace ya sea con su voz, o en uno de los
idiomas que habla, o simplemente mueve su mano derecha como un Papa o con la cabeza hace
una elegante venia. Yo me limito a regresarle el saludo decentemente, más para evadirlo que para
detenerme. En una ciudad tan enorme como Bogotá y con tanta gente pidiendo dinero en cada
esquina, uno ya anda prevenido. Pero aún así este hombre me daba cierta confianza, confianza
como para devolverle el saludo. Creía que se trataba del hijo descarriado de alguna familia rica,
que salía a deambular por el barrio de día y regresaba a la mansión familiar de noche. Nunca me
detuve a preguntarle su nombre o hablarle de Stendhal (una vez llevaba un libro enorme en el que
se leía en su portada las letras doradas "Stendhal"), no creo ahora que lo haga. Mi timidez me
absorbe. Recuerdo una tarde que lo encontré caminando con los ojos cerrados, a paso muy lento,
sus manos esposadas a su espalda como siempre, y recitaba poesía: lo supe por las cadencias y
la rima cuando articulaba. Pero no me hice más preguntas, preferí no relacionarlo con nada, y
pronto me olvidé. Hasta que ayer un amigo me envió desde Bogotá un artículo publicado en una
revista colombiana de prestigio. Entonces supe que debía escribir sobre él, quien es de algún
modo una parte esencial de mi barrio, Chicó Reservado.

***
MI DOBLE CALLEJERO
El periodista Alfredo Molano aceptó la propuesta de [Revista] SoHo de reconstruir la historia de
César Vallejo, un hombre que vemos en los semáforos de Bogotá y que físicamente podría ser su
clon.

Lo presentí unos instantes antes de que me tocara el brazo, afable y a la vez huidizo, en el Parque
de la 93 en Bogotá, un lugar que ni frecuento ni me gusta, excepción de un árbol de jacaranda. Su
imagen se me había convertido en una obsesión desde cuando me había dejado la barba como un
homenaje secreto a mi hermano, recién muerto, sobre todo cuando me miraba al espejo y después
de unos segundos me caía, como un rayo, una conciencia no habitual de mi identidad. O de la
pérdida de ella. Una provocación del destino. Un reto. No duraba. También la sensación de ese
otro que vive detrás de mí, huía. He visto a mi doble desde hace muchos años en el cruce de la
carrera 11 con las calles 94, o 92, o 95. Ahora que trato de definirlo no puedo decir que sea un
mendigo. Ni tampoco un indigente, como se dice. No pide dinero; tampoco lo exige. Es discreto,
solemne, ordinariamente cortés. No se baja del andén a la calle. Saluda con su mano derecha
alzándola a la altura de la cara, mientras la izquierda permanece desinteresada en el bolsillo del
pantalón. Hace una ligera venia con la cabeza a manera de agradecimiento anticipado. Pero no da
el brazo a torcer: no habla, ni busca despertar piedad, lástima, o cualquier otro sentimiento que
desdiga de su dignidad. Mira con altivez.

La gente que lo tiene en cuenta —que no son solo los que pasan en carro— cree que es hermano
de Virginia Vallejo, la periodista de televisión que enamoró al país con sus pestañas y sus medias
de seda. Otros creen que es hermano del ex ministro Joaquín Vallejo Arbeláez. Esos míticos
parentescos, falsos por lo demás, son un modo de dirimir la contradicción que despierta su figura
taciturna y enjuta con su estilo refinado de pedir. Más de una vez he oído comentarios como: al
hombre se le nota clase, distinción. ¿Cómo pudo llegar a donde ha llegado?

No sé si ese sitio que él ocupa en la imaginación es bajo o alto, pero no cabe duda de que la gente
nota su presencia. Juan Mayr me contó que ha venido viéndolo durante cuarenta años y que supo
que una crisis de ácido lo 'descuadró'; otro ex ministro, Manuel Rodríguez, asegura que lo que lo
'corrió' fue un accidente de tránsito. De cualquier manera, sea quien sea el hombre y lo que lo haya
sacado de la vida corriente, saber quién es este espejo en que muchos se miran —y se temen—
es, quizá, su mayor atractivo. Pero ¿cómo llegarle? ¿Cómo hacerse amigo de un fantasma que se
evapora a la primera pregunta? ¿Cómo acercarse a su vida sin lastimarlo y sin incomodarlo? "Por
los laditos", me había sugerido Alejandra, periodista de SoHo, que me ayudó y acompañó en este
compromiso con quien, se dice, parece mi doble.

La empleada de una cafetería elegante me contó que don César Vallejo era muy amable, que
pasaba casi todos los días, tomaba café, pagaba y seguía su camino. Pero que un día había
sacado de su bolsillo una Biblia y blandiéndola como un garrote hizo correr a un ladrón. Porque hay
ladrones especializados en mendigos, añadió. Un amigo, Armando Borrero, me contó que "Vallejito
no se llamaba sólo César, como el gran poeta peruano, sino también Arturo". Me dijo más: "Suele ir
a leer en la biblioteca Luis Ángel Arango del norte". A la biblioteca fui. En efecto, "don César —me
confirmó el empleado que entrega los libros— lee casi todas la mañanas, de nueve a once, solo
literatura francesa: Balzac, Baudelaire, Camus, Apollinaire, Flaubert. "¿Y qué está leyendo?" —le
pregunté—. "Está cotejando dos traducciones de la novela de Céline, Muerte a crédito".
Una tarde húmeda, decidí poner término a los rodeos y abordarlo. Me acerqué con cuidado para no
sobresaltarlo. Días antes, Alejandra lo saludaba preparando el camino. Así que cuando
aparecimos, no se le hizo del todo extraño. No quiso darme la mano. Me miró inquisitivo y distante,
como tratando de saber a qué veníamos. Yo busqué el parecido que existe entre los dos. ¿En el
pelo? No, a excepción de las canas. ¿Barba? No, la suya es más poblada. ¿Nariz? Grandes
ambas, pero la mía no es roja. Descubrí un poco de tristeza en sus ojos que también atisbo en los
míos. Le tiré el lazo: "¿Qué está leyendo, don César Arturo?" Bajó la mirada y me respondió
lacónico: "Me divierto con Gargantúa". Quedé en el mismo sitio. Volver a tacar siempre es difícil.
"¿Le gusta comer bien?" "A veces", musitó incómodo. No me rendí: "¿Conoce usted a Francia?"
"Mi padre estudió allá". Me abrió la puerta. Resumo: es hijo del ilustre escritor liberal Alejandro
Vallejo, uno de la llamada generación de los Nuevos, que junto a Jorge Zalamea, León de Greiff,
Luis Tejada, Ricardo Rendón, Hernando Téllez, Osorio Lizarazo y José Camacho Carreño
constituyeron en el café Windsor el curubito ideológico y literario de la República Liberal. Nació en
1902 en Manizales, como recuerda su hijo, y murió en Bogotá en 1976, de cirrosis hepática. Fue
director de Jornada, y escribió cientos de páginas en El Liberal, Sábado, El Espectador, El Tiempo.
Se recuerda por una crónica antológica: El 8 de junio de 1929. Era uno de los cuatro amigos que
con Jorge Padilla, Pedro Eliseo Cruz y Plinio Mendoza Neira salían con Jorge Eliécer Gaitán de su
oficina a celebrar con un almuerzo en el Continental la victoria forense que el jefe liberal había
tenido a la madrugada defendiendo al teniente Cortés Poveda. Fue uno de los últimos colombianos
en sentir vivo al caudillo. César Arturo no dijo una sola palabra más sobre el asunto porque en esos
días estaba en Venezuela. Argumentó tener una cita y se despidió con la mano levantada diciendo:
"See you around". Supe después que había vivido en Estados Unidos y que ahí "podría vivir aún mi
madre", y en Puerto Rico donde, sugirió traicionando su silencio, se enamoró la única vez en la
vida. "Para ser libre hay que andar solo".

Unos días después, decidido a ir más allá de esta triste confidencia, volví a buscarlo. Iba preparado
a cualquier cosa, incluso tenía el propósito algo morboso de colarme en su casa. Debo decir ya
que cada velo que lograba correr, con mucho trabajo, por lo demás, me permitía ver con más
nitidez a un ser tan respetable, que derrotó poco a poco mi curiosidad de ojearlo por una hendija.
Con todo, lo seguía a hurtadillas, con el mayor cuidado. Me sentía un poco vil, un tanto traidor,
haciendo el oficio de los agentes de inteligencia del Estado, o de los voyeristas. Lo seguí desde la
calle 92 con 11 hasta la 94. Pero él hace un meandro: sube por la 93 hasta la carrera 10A, cruza
hacia el norte y baja por la 94. Evita pasar por frente a la embajada francesa. Extraño para una
persona que me parecía prendada de esa nación y que en toda conversación hace referencia a
París. "Francia no me hace falta porque —son sus palabras— la vivo a diario". Habla de la obra de
los impresionistas como un conocedor al detalle: Monet, Manet, Cézanne, Matisse, Gauguin. Y de
sus músicos: Bizet, Berlioz, Debussy. Su padre conoció en "Le Théâtre des Champs Elysées a
Stravinsky, que era más francés que ruso". Confiesa con soltura que nada ha escrito porque su
"arte es conversatorio, y soy —agrega— filósofo y sabio en esa materia. Sócrates no dejó ni una
palabra escrita. La vida es hablada. La Sorbona faculta a sus alumnos para enseñar y por tanto, el
alumno puede otorgar títulos. Yo le aprendí a mi padre, que se graduó en esa universidad. En
París conoció a Gaitán, que llegaba de Roma de graduarse con Enrico Ferri, un gran profesor.
Pero el doctor Gaitán era estrafalario, y se vestía muy raro. A mi papá no lo mataron el día que
asesinaron a Gaitán porque él venía más atrás, rezagado; en esos días tenía flebitis en una pierna
y cojeaba ayudado por un bastón que le había regalado Gabriel Turbay. Él tiró paso entre mi papá
y Gaitán, que cayó sin más".

Don César Arturo tiene un lenguaje preciso y culto; habla en voz baja y muchas palabras, como a
mí, se le enredan en el bigote. Cuando habla tira su cuerpo un poco hacia atrás y mira a los ojos
con franqueza. Son negros y tienen un brillo juguetón que le revolotea. Lo he visto, como cuentan
también los vecinos, que pelea con un fantasma. Le tira puños, se agacha, salta hacia atrás o
hacia adelante, dobla la cintura hacia la izquierda o hacia la derecha, e intenta un gancho, y otro, y
otro. A veces dura media hora el combate. Lo curioso es que los tiene cuando la luna está llena y
desde el filo del andén.

Los vecinos estiman a don César Arturo y lo han hecho parte del sector. La Policía no lo molesta ni
lo esculca, y los porteros de los edificios lo respetan porque, coinciden en que "es un tipo muy
culto". A veces se topa con dos limosneros: una mujer entrada en años que dice que es
desplazada por la guerrilla —explicación que tiene buena presentación en el barrio—, y un anciano
de barba larga y blanca que se presenta como desempleado y que no tiene éxito porque va en
contravía de la propaganda oficial. Don César les da de vez en cuando algunas monedas porque
solo le gustan los billetes. Los vendedores le cambian el metálico por papel moneda y las que no
completan el valor de un billete van a parar en manos de los mendigos. Un vendedor de periódicos,
que hace más de cuarenta años lo hace en la 92, cuenta que el señor Vallejo nunca les ha pedido
nada a los peatones, que considera sus iguales, y solo le pide dinero a la gente que anda en carro
porque los considera sus deudores. Cuando está de mal genio, que es muy pocas veces, las
monedas de baja denominación las devuelve con un gesto de visible desprecio, y si le han cerrado
la ventanilla del auto, tira las monedas contra el vidrio. Sucede poco, porque, repito, la gente le ha
cogido cariño. Yo tengo mis dudas sobre la razón verdadera que lo lleva a pedir. ¿Es un pobre de
solemnidad, como se decía antes de esas personas pobres pero de buena familia en el límite de la
subsistencia? ¿Se trata de un ser solitario —íntimamente solitario—, escéptico, refractario a toda
ilusión? ¿O es un místico perdido, una especie de ermitaño urbano? Me atreví a preguntarle sobre
el resto de su familia. Nada me respondió. Insistí en saber algo de sus amores y volvió a mirarme
con un arrebol en su pupila.

Intrigado por mis interrogantes, don César me esperó una tarde con sus preguntas. "Y usted, ¿qué
hace? ¿Qué es?" Para congraciarme le respondí que también había estudiado en París, pero, con
sinceridad, agregué: "Es una ciudad aburridísima después de ocho días, toda igualita, homogénea
como una torta de cumpleaños, reiterativa". Pasó rápidamente la página como si nada hubiera
escuchado. "¿Y qué estudió?" "Sociología", le respondí con un acento arrepentido. "¿Sobre qué
hizo la conferencia final?", "Sobre la renta de la tierra", le contesté para impresionarlo. "¿Ah,
entonces usted es conocedor de David Ricardo y Adam Smith?", Me quedé súpito. Que él supiera
de literatura francesa no me era del todo extraño. Pero que hiciera una referencia tan profesional
de economía política inglesa, ya se salía del foco. Con todo, le aclaré: "Sí, así es. Son autores
pesadísimos. Por eso me tocó volverme periodista". "¿Y qué escribe?" "Crónicas, reportajes",
respondí ya un poco contra las tablas. "¿Ha escrito libros?" "Sí, algunos, balbuceé de mala gana.
"¿Le pagan bien?" "No, para nada". "¿Pero usted sabe que deben darle veinte por ciento como sus
derechos de autor?" Me rendí y tercié por otro lado: "¿Usted es pariente de Maryluz Vallejo Mejía,
la profesora de la Javeriana?" —le pregunté—. "Pues sí. Sí, mi mamá era Mejía, ella debe ser mi
hermana". "¿Y es pariente de Virginia?" "No, cercano" y se calló como si ya hubiera hablado
demasiado. Tenía razón, yo estaba agotado.

Días después volví a la carga. Mientras no supiera qué razón tenía para hacer lo que hace, nada
había logrado. La liebre saltó —suele suceder— donde no la esperaba. Lo pillé en una cafetería
tomando tinto. Le pregunté si quería comer algo. "No, nada, ya almorcé". Y comentó como si la
conversación anterior no se hubiera interrumpido: "¿Cómo van los negocios de finca raíz?" Tardé
en conectar el tema con la renta de la tierra. Le respondí posando como un experto: bien, pero
parece una burbuja, los precios caerán". Miró los montes del oriente y comentó con desdén: "Son
negocios difíciles. Mi padre tenía una gran hacienda. Iba del Country de Bogotá hasta el Cable en
Manizales. Una gran hacienda, repitió como recordándola. Eran cuatro millones de hectáreas. Y la
perdió en la crisis del 29 cuando un viernes el dinero se evaporó y la tierra se convirtió en billetes
de parva. Yo en la calle les cobro a los ricos lo que se ganaron en el negocio, solo les cobro réditos
que me corresponden, pero son muy duros para pagar. La crisis de la Bolsa nunca pasó, nunca
volvió a coger la fuerza con que venía y todos desconfían ya de los negocios bursátiles. Pero a mí
me toca cobrar lo que me deben. Pero esta gente es dura. No paga ni las deudas que tienen
conmigo ni los impuestos al gobierno". Quedé otra vez estupefacto, pero ya en mi libreta de
apuntes tenía la respuesta. O por lo menos una respuesta, porque don César parecía no tener
fondo. Pedí un tinto y quise pagar el que él se había tomado. Ya pagó, me aclaró la empleada de la
cafetería, siempre paga antes de pedir.

Una cosa es mirar desde afuera y otra, desde adentro. Ya que me sentía tan parecido y tan
diferente del personaje, resolví pararme en la misma esquina, vestido como él, saludar con la
misma distancia y mirar mis adentros. Los vecinos que desde una ventana, desde una portería,
desde una esquina me observaban, pensaron, sin duda, que yo era un impostor infame. Muchos de
los carros que pasaban eran burbujas con vidrios negros que me impedían ver las caras de los
conductores, y otros, seguidos de escoltas armadas, me daban pavor puesto que, paranoicos
como son, podían confundirme con un terrorista. Pasaban señoras en sudadera con sus amigas,
que ni cuenta se daban de un mundo ajeno a su parloteo. Pasó un capitán del Ejército en un carro
lujoso; bajó la mirada con disimulada vergüenza. No le faltaba razón. Pasó gente que sonreía con
indulgencia. Otra no quitaba la mirada del semáforo. A un señor se le enredó la mano en el botón
de bajar el vidrio, pero el semáforo no cambió y tuvo que darme los 300 pesos que acariciaba. Yo,
por mi parte, me sentía ridículo, torpe, jactancioso, interesante, tonto. Un carrusel con todos los
personajes que soy desfilaba también ante mí. Solo faltaba don César Arturo, tan distante ya
después de esculcar su mundo. Cuando me pillé que venía, descansé triunfal. Me sentí
reemplazado y lamenté que en mi vida corriente, frente a la pesadilla, no encontrara otro que
sostuviera mis miedos.
Como una obligación de periodista, aquel día esperé a que anocheciera para seguirlo y, por lo
menos, saber en qué zona de la capital vivía. A las 9:30 de la noche hizo su ejercicio de calistenia,
dándoles golpes a sus fantasmas, que esa noche lo tenían más asediado que nunca. Llovía a
cántaros. Tronaba al noroccidente. A las 10:00 sacó un papel de su bolsillo derecho. Hizo una
cuenta, apuntó no sé qué cosa y cruzó la avenida. Golpeó en un edificio. Pensé, hechas añicos mis
conjeturas, que vivía en el Edificio Santa María, al ver que un portero le abría la puerta y lo
saludaba con una venia que él respondió con protocolo, y le dio unas monedas. El portero se las
devolvió en billetes (después averigüé que eran veinte mil pesos). Salió al rato. Caminó hacia el
paradero del bus. La lluvia seguía inclemente. No hacía el menor esfuerzo por defenderse del
agua. Tomó un bus que decía carrera 13, calle 26. Habían pasado varios con idéntico aviso. Me
pareció un acto simbólico de desprecio con el tiempo. Quizá, como dice el tango, nadie lo
esperaba. Tomé un taxi. Lo seguí como a una presa de cacería a la que tenía ya hincado el
colmillo. Temí perderlo en esa noche oscura e ingrata. Se bajó frente a la estatua de La Rebeca en
la calle 26. Mientras yo pagaba la carrera del taxi, él daba la vuelta por detrás de la estatua. Sentí
que se sentía seguido. Esperé a que saliera de las sombras. Nunca salió. Fui a buscarlo. Había
desaparecido. Ahora, al escribir el vacío de ese instante, siento la misma triste desolación que viví
aquella noche lluviosa.

Publicado por © La Redacción de Adentro y Afuera   

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