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ABELARDO CASTILLO Nacié en San Pedro (provincia de Buenos Aires) en 1935. Pu- blicé: EI otro Judas (teatro, 1961, Premio Festival Mundial de Cracovia); Las otras puertas (cuentos, 1961, Premio Casa de las Américas); Israfel (teatro, 1964, Premio Internacional de la Unesco); Cuentos crueles (cuentos, 1966); La casa de ceniza (now- velle, 1967); Las panteras y el templo (cuentos, 1976); El cruce del Agueronte (cuentos, 1982, Premio Municipal); El que tiene sed (novela, 1985, Premio Municipal); Las palabras y los dias (ensayos, 1989, Premio Municipal); y Crénica de un iniciado (n0- vela, 1991). Cuentos suyos han sido traducidos al inglés, francés, alemén, italiano, ruso y polaco. Dirigié las revistas literarias EL grillo de papel (1959-1961); El escarabajo de oro (1962-1975) y El ornitorrinco (1977-1987). Sobre CARPE DIEM Para un autor, la explicacién de un texto propio y ese mismo texto son, necesariamente, una misma cosa. Las muchas lecturas de una ficcién pertenecen al lector, no al autor, para quien lo que ha hecho tendré siempre Ja oscuridad de lo enigmético o la pobreza de lo evidente. Un hombre cuenta a otro una historia de amor; la historia es fantdstica, milagrosa o imposible. Hasta donde yo sé, eso es lo que escribi. Me dicen que Carpe Diem ad- mite otra interpretacién més realista. Seguramente. No podemos articular una sola palabra que no sea espejo o simbolo del mundo reall AG Nyan. fon, ed. Buenos Mires. Barcelona; Anagrame, 1444, 16-23 4 =A cella le gustaba el mar, andar descalza por la calle, tener hijos, hablaba con los gatos atorrantes, queria conocer el nombre de las constelaciones; pero no sé si es del todo asi, no sé si de ve~ tas se la estoy describiendo —dijo cl hombre que tenia cara de cansancio, Estabamos sentados desde el atardecer junto a una de las ventanas que dan al rfo, en el club de pescadores, ya era casi medianoche y desde hacia una hora él hablaba sin parar. La his- totia, si se trataba de una historia, parecfa dificil de comprender: la habfa comenzado en distintos puntos tres o cuatro veces, Y siempre se interrumpia y volvia atrés y no pasaba del momento en que ella, la muchacha, baj6 una tarde de aquel tren. ~Se pare- ‘cia ala noche de las plazas ~dijo de pronto, lo dijo com naturali- dad: daba la impresi6n de no sentir pudor por sus palabras, Yo le pregunté si ella, la muchacha, era la que se patecia a las plazas. “Por supuesto —dijo el hombre, y se pas6 el nacimiento de la palma de la mano por la sien, un gesto raro, como de fatiga o de Gesorientacién=. Pero no a las plazas, a la noche de ciertas pla- vas. O a ciertas noches hiimedas, cuando hay esa neblina que no tes neblina y los bancos de piedra y el pasto brillan. Hay un verso que habla de esto, del esplendor en Is hierba, en realidad no ha- bla de esto ni de nada que tenga que ver con esto, pero quién sabe, De todas maneras no es asi, si empiezo asi no se lo voy @ contar nunca, La verdad es que me tenfa harto. Compraba plan- 15 titas y las dejaba sobre mi escritorio, doblaba las paginas de los li- bros, silbaba. No distinguia a Mozart de Bart6k, pero ella silbaba, sobre todo a la mafana, carecia por completo de ofdo musical pero se levantaba silbando, andaba entre los libros, las macetas y los platos de,mi departamento de soltero como una carmelita descalza y, sin darse cuenta, silbaba una melodia extraftisima, im- posible, una cosa inexistente que era como una czarda inventada por ella, Tenfa, zc6mo puedo explicérselo bien?, tenia una alegrfa monstruosa, algo que me hacfa mal. Y, como yo también le hacia mal, cualquiera hubiese adivinado que sbamos a terminar juntos, pegados como lapas, y que aquello iba a ser una catistrofe, Sabe cémo la conoci? Ni usted ni nadie puede imaginarse cémo la co- noci. Haciendo pis contra un arbol. Yo era el que hacfa pis, natu- ralmente. Medio borracho y contra un plétano de la calle Virrey Melo, Era de madrugada y ella volvia de alguna parte, qué cu- rioso, nunca le pregunté de dénde. Una vez estuve a punto de hacerlo, la tltima vez, pero me dio miedo. La madrugada del ér- bol ella legé sin que yo la oyera caminar, después me di cuenta de que venia descalza, con las sandalias en la mano, pas a mi lado y, sin mirarme, dijo que el pis ¢s malfsimo para las plantitas. En el apuro me mojé todo y, cuando ella entrd en su casa, yo, meado y tembloroso, supe que esa mujer cra mi maldicién y el amor de mi vida, Todo lo que nos va a pasar con una mujer se sabe siempre en el primer minuto. Y, sin embargo, es increfble de qué modo se encadenan las cosas, de qué modo un hombre puede empezar por explicarle a una muchacha que un platano di- ficilmente puede ser considerado una plantita, ella simular que no recuerda nada del asunto, decirnos sefior con alegre feroci- dad, como para marcar a fuego la distancia, decir que esté apu- rada, que debe rendir materias, aceptar finalmente un café que dura horas mientras uno se toma cinco ginebras y le cuenta su vida y lo que espera de la vida, pasar de alli, por un laberinto de veredas nogturnas, negativas, hojas doradas, consentimientos y largas escaleras, a meterla por fin en una cama, o a ser arrastrado a esa cama por ella, que habré Iegado hasta ahi por otro labe- 16 into personal hecho de otras calles y otros recuerdos, ofr que uno es hermoso, y hasta creerlo, decir que ella es todas las muje- tes, odiarla, matarla en suefios y verla renacer intacta y descalza entrando en nuestro cuarto con una’ abominable maceta de aza- leas 0 comiendo una pastafrola del tamafio de una rueda de ca- ‘ro, paca terminar un dia diciéndole con odio casi verdadero, con indifetencia casi verdadera, que uno esti harto de tanta estupidez y de tanta felicidad de opereta, tratindola de tan puta como cual- quier otra. Y no una sola vez, cinco o seis, Hasta que un dia ce- rré con toda mi alma la puerta de su departamento de la calle Melo, y of, pero como si lo oyera por primera vez, un ruido fami- liar Ia reproduccién de Carlos el Hechizado que se habla venido abajo, Se da cuenta, una mujer a la que le gustaba Carlos el He- chizado, Y me quedé un momento del otro lado de la puerta, es- perando. No pas6 nada. Ella esa vez no volvia a poner el cuadro tn su sitior ni siquiera pude imaginérmela, més tarde, ordenando Jas cosas, silbando su czarda inexistente, la que le borraba del co- razon cualquier tristeza. Y supe que yo ya no iba a volver nunca a esa casa. Después, en mi propio departamento, cuando met tuna muda de ropa y las cosas de afeitar en un bolso de mano, también sabia, desde hacla horas, que ella tampoco iba a la- marme ni a volver. Pero usted se equivocaba, ella volvié me of decir y los dos nos sorprendimos; yo, de estar afirmando algo que en realidad no habia quedado muy claro; 1 de oir mi voz, como si le costara darse cuenta de que no estaba solo. El hombre con cara de can- sado parecia de veras muy cansado, como si acabara de legar a teste pueblo desde un lugar Iejanfsimo, Sin embargo, era de acts se habfa ido a Buenos Aires en la adolescencia y cada tanto vol- ‘yla. Yo lo habia visto muchas veces, siempre solo, Pero ahora me parece que una vez lo vi también con una mujer. ~Porque uste- des volvieron a estar juntos, por lo menos un dia. “Toda la tarde de un dia. Y parte de la noche. Hasta el ol- timo tren de la noche. FI hombre con cara de cansancio hizo el gesto de apartarse 7 un mechén de pelo de la frente. Un gesto juvenil y anacrénico, ya que debia de hacer afios que ese mechén no existfa. Tendria ‘més 0 menos mi edad, quiero deci que ya era un hombre mayor, pero cra dificil saberlo con precisién. Como si fuera muy joven y muy viejo al mismo tiempo. Como si un adolescente pudiera te- ner cincuenta afios. —Lo que no entiendo ~dije yo~ es dénde esté la dificultad. No entiendo qué es lo que hay que entender. ~Justamente, No hay nada que entender, ella misma me lo dijo la ditima tarde, Hay que creer. Yo tenia que creer simple- mente lo que estaba ocurriendo, tomarlo con naturalidad: vi- virlo. Como si se me hubiera concedido, o se nos hubiera conce- dido a los dos, un favor especial. Ese dia fue una dédiva, y fue real. Y lo real no necesita explicacién alguna. Ese sauce a la ofi- lla del agua, por ejemplo, Est ahi, de pronto; esté ahi porque de pronto lo iluminé la luna, Yo no sé si estuvo siempre, ahora esti. Y fulgura, y es muy hermoso. Voy y lo toco y siento la corteza hiimeda en la mano; ésa es una prueba de su realidad. Pero no hace ninguna falta tocarlo, porque hay otra prueba. Y le aclaro que esto ni siquiera lo estoy diciendo yo, es como si lo estuviese diciendo ella. Es extrafio que ella dijera cosas asi, que las dijera todo el tiempo durante afios y yo no me haya dado cuenta nunca. Billa habria dicho que la prueba de que existe es que es hermoso, y todo lo demas son palabras, y cuando la luna camine un poco y lo ilumine mal y lo afee, 0 no lo ilumine y desaparezca, bueno: habrd que recordar el minuto de belleza que tuvo para siempre el sauce. Y la vida real puede ser asf, tiene que ser asi, y el que no se da cuenta a tiempo de esto es un triste hijo de puta —dijo casi con desinterés, y yo le contesté que no lo seguia del todo, pero que pensaba solucionarlo pidiendo otro whisky. Le oftect y vol- : era la tercera vez que se negaba. Le hice una sefia al mozo. ~Entonces la llamé por teléfono. Una noche fui hasta la Unidn Telefonica, pedi Buenos Aires y la lamé a su departa- mento, Eran como las tres de la mafiana y hablan pasado cuatro meses. Ella podia haberse mudado, podia no estar o incluso estar 18 con otto. No se me ocurri6, Era como si entre aquel portazo y esta llamada no hubiera lugar para ninguna otra cosa. Y aten- di6, tenia In voz un poco extrafia pero era su voz, un poco le- jana al principio, como si le costara despertarse del todo, como si la insistencia del teléfono la hubiese traido desde muy lejos, desde cl fondo del suefio. Le dije todo de corrido, a Ia hora que salfa el tren de Retiro, a la hora que iba a estar esperin- dola en la estacién, lo que pensaba hacer con ella, qué sé yo qué, lo que nunca habiamos hecho y estuvimos a punto de no hacer nunca, lo que hace Ja gente, caminar juntos por la orilla del agua, ir a un baile con patio de tierra, oft las campanas de la iglesia, pasar por el colegio donde yo habia estudiado. A ver si se da cuenta: sabe cudntos aflos hacia que nos conociamos, cudntos afios habian pasado desde que me sorprendié contra el plitano. Le basta con la palabra afios, se lo veo en la cara. Y en todo este tiempo nunca se me habia ocurrido mostrarle el Barrio de las Canaletas ni el camino del puerto, el paso a ni- vel de juguete por donde cruzaba el fertocarril chiquito de Di- pietri, Ia Cruz, el lugar donde lo mataron a Marcial Palma. Como no se me habia ocurrido antes? Qué sé yo, no com- prende que ése era justamente el problema. Y ella no sélo me atendié y se fue despertando y hablé por teléfono conmigo, sino que vino: ella bajé de ese tren... -¥ no sélo habia bajado de ese tren sino que traia puesto un vestido casi olvidado, un cédigo entre ellos, una sefial secreta, y era como si el tiempo no hubiese tocado a Ia mujer, no el tiempo de esos tres o cua- tro ltimos meses, sino el Tiempo, como si la muchacha des- calza que habia pasado hacia afios junto al plétano bajara ahora de ese tren, Vi venir por fin al mozo. -Si, exactamente ésa fue la impresién —dijo el hombre, que tenia cara de cansan- cio-. Pero usted, cémo lo sabe. Le contesté que él mismo me lo habia dicho, varias veces, y le pedi al mozo que me trajera cl whisky. Lo que todavia no me habia dicho es qué tenia de extrafio, que tenfa de extrafio que ella viniera a este pueblo, con ése 0 con cualquier otro 19) vestido. Tres 0 cuatro meses no es tanto tiempo. :No la habia Ila- mado él mismo? No era su mujer? —Claro que era mi mujer dijo, y sacé de un bolsillo del pan- talén un pequefio objeto metilico, lo puso sobre la mesa y se qued6é miréndolo. Era una moneda, aunque me costé recono- cerla; estaba totalmente deformada y torcida, —Claro que yo mismo la habfa Hamado. -Volvié a guardar la moneda mientras ‘el mozo me Ilenaba el vaso, y sin preocuparse del mozo ni de ninguna otra cosa, agregé: Pero ella estaba muerta —Bueno, eso cambia un poco las cosas —dije yo. Déjeme la botella, por favor. Ella no era un fantasma, El hombre con cara de cansancio no creia en fantasmas. Ella era real, y la tarde de ese dia y las horas de Ia noche que pasaron juntos en este pueblo, fueron reales. Como si se les hubiera concedido vivir, en el presente, un dia que debieron vivir en el pasado. Cuando el hombre terminé de hablar, me di cuenta de que no me habia dicho, ni yo le habia preguntado, algunas cosas importantes. Quiza las ignoraba él mismo. Yo no sabfa cémo habfa muerto la muchacha ni cuando. Lo que haya sucedido, pudo suceder de cualquier manera y en cualquier momento de aquellos tres © cuatro meses, acaso acci- dentalmente y, por qué no, en cualquier lugar del mundo. Tres 0 cuatro meses no ¢s tanto tiempo, como habia dicho yo, pero bas- tan para tramar demasiados desenlaces. El caso es que ella estuvo con él mas de la mitad de un dia, y muchas personas los vieron juntos, sentados a una mesa de chapa en un baile con patio de tierra, caminando por los astilleros, en la plaza de la iglesia, ha- blando ella con unos chicos pescadores, corrido él por el perro de un vivero en el que se metié para robar una rosa, rosa que ella se llevé esa noche y él se preguntaba adénde, muchos la vie~ ron y algiin chico hablé con ella, pero cémo recordarla después, si nadie en este pueblo Ia habfa visto antes. Cémo saber que era ella y no simplemente una mujer cualquiera, y hasta mucho me- nos, un vestido, que al fin de cuentas s6lo para ellos dos era re- cordable, una manera de sonreir o de agitar el pelo. Entonces yo 20 pensé en el hotel, en el registro del hotel: alli debia de estar el nombre de los dos. El me miré sin entender. —Fuimos a un hotel, naturalmente. Y si eso es lo que quiere saber, me acosté con ella, Era real. Desde el pelo a Ia punta del pie. Bastante mds real que usted y que yo. ~De pronto se rid, una carcajada sibita y tan franca que me parecié innoble. ~Y en el cuarto de al lado, también habfa una pareja de este mundo. =No le estoy hablando de eso —dije. Hace mal, porque tiene mucha importancia. Entre ella y yo, siempre la tuvo, Y por eso sé que ella era real. Ni una ilusién ni tun suefio ni un fantasma: era ella, y sélo con ella yo podria ha- berme pasado una hora de mi vida, con la oreja pegada a una taza, tratando de investigar qué pasaba en el cuarto de al lado. “Ustedes dos tuvieron que anotarse en ese hotel, es lo que trato de decirle. Ella debié dar su nombre, su niimero de docu- mento. =Nombres, nimeros: lo comprendo. Yo también coleccio- aba fetiches y les llamaba lo real. Bueno, no. Ni nombre ni ni- mero de documento, Salvo los mios, y la decente acotacién: «y sefioran, Cualquier mujer pudo estar conmigo en ese hotel y con cualquiera habrian anotado lo mismo. Trate de ver las cosas como las vefa ella: ese dia era posible a condicién de no dejar rastros en la realidad, y, sobre todo, a condicién de que yo ni si- quiera los buscara. Esciicheme, por favor. Antes le dije que ese dia fue una dédiva, pero no sé si es cierto. Es muy importante que esto lo entienda bien.

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