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Kant: una no vida

Tomás Abraham
El encuentro de un lector con un filósofo es un misterio. No se explica por una causa ni por un
único motivo, a pesar de que algo lo debe determinar ya que no existen los milagros, al menos
no con abundancia. Los encuentros no están predeterminados y menos predestinados. Tenemos
la posibilidad de reconstruir una serie de circunstancias que nos permitan hallar una razón
suficiente para explicar un encuentro. Pero el hueco no se llenará, un encuentro con otro ser
además de seguir un circuito de necesidades, incluye al azar.

Durante cuarenta años no leí a Kant. No lo hice sin dejar de hablar de él, de comentarlo,
criticarlo y citarlo. Gracias a una escena que me actualiza el gombrowiczida Juan Carlos
Gómez, una vez que le preguntaron a Gombrowicz si había leido a Borges, respondiò:
“naturalmente que no, con la pobre opinión que tengo de su obra”.

A estas extrañas cuestiones la semiología las llama paratexto.

Con muchos filósofos tenemos una relación indirecta. La historia de la filosofía muestra que
los filósofos se nombran entre sí, son parte de una tradición, forman alianzas, enfocan en la mira
a sus adversarios, intentan despojarse de influencias asfixiantes, producen rupturas tanto como
algunas continuidades, son parte de un mismo entramado de problemas, en suma, hay un país
llamado filosofía con sus habitantes en comunicación continua y cruces permanentes.

Además hay una tribuna, es la formada por el mundo de comentaristas bibliográficos y de


lectores eruditos que se multiplican no sólo cada año sino cada mes. Esto hace que para el
aficionado a la filosofía la presencia de un clásico como Kant no sólo es accesible sino
inevitable. Nos formamos una idea de un filósofo sin haberlo leído. Mejor dicho, esto no
siempre es del todo cierto, lo leemos fragmentariamente, en pequeños trozos, tanto en textos
propios como en las citas que hacen los intérpretes.

Además, hay que incluir en la selección que hacemos de nuestras lecturas un asunto
relacionado al temperamento del lector. O se es nietzcheano o se es kantiano, esto es lo que yo
creía desde que circulo por la aldea filosófica. Estaba totalmente convencido de que o se
martillaba con la voluntad de poder y la creatividad, con esa voz solitaria de un nómade de los
Alpes, o se era un burgués académico en buenos tratos con el poder de turno. Kant se presentaba
como otro exponente del lema Paz y Administración, y Nietzsche, su antípoda, un clandestino
más de las memorias del subsuelo que insufla en nuestras neuronas rebeldía y energía
disolvente.

Leer la biografía de Nietzsche escrita por el humanista Stefan Zweig, es una muestra de esto
último: una vida congelada en el único gesto de un filósofo subido a un peñasco frente al
infinito mientras mira altivo la lejanía. Otra biografía, esta vez brillante, quizás la mejor sobre
Nietzsche, la de Werner Ross, se llama El águila angustiada, no hace falta decir mucho más
para intuir que no se trata de la vida de un panzón con cadenita de oro.

Nadie está a salvo de los estereotipos. Es una sabia medida de nuestra inteligencia saber y
aceptar que no somos inmunes a cualquiera de las variedades de la estupidez humana, o para ser
más comprensivos, del candor que pervive en nuestras astucias.

Panza con chaleco y cadenita no da angustia...melena al viento, bigotazo y ojos encendidos, sí


da poeta. Si no fuera por el empleado de aduana Pessoa y el empleado de seguros Kafka, el niño
demonio Rimbaud aún tendría el monopolio de la imagen del artista.

Vayamos a las vidas escritas sobre Kant. No dicen nada. La única que intenta penetrar en su
casa, hablarnos de sus costumbres y de sus hábitos cotidianos es la de Thomas de Quincey, Los
últimos días de Emanuel Kant, basado en los recuerdos de Wasianski, el amigo y discípulo de
Kant. ¿Qué podemos rescatar del escrito? No mucho más que los avances de su senilidad
retratada en los indescifrables nudos que se hacía con el lazo que debía ceñir su bata de dormir,
la importancia que le daba a sus almuerzos con amigos, el placer del que disfrutaba al mirar por
una ventana por la que contemplaba el campanario de la Iglesia de Könisberg, el oficio de
escribir que comenzaba temprano a la mañana, los entuertos con su mucamo, la gastritis, su
ceguera progresiva...

En fin, la vida de cualquier viejo que vive solo. No hay niños, no hay mujeres, amigos
anónimos, no hay negocios, engaños ni deudas, a veces alguna hermana. Si nos remitimos a
otros libros, los títulos nos tienden una trampa: La maison de Kant (La casa de Kant) de Bernard
Edelman que trata de su propia casa mental y un recorrido por la historia de la filosofía, la
soledad y la locura, otra vez esos grandes temas de hoy y de siempre ajenos a Kant; o el libro
Emmanuel (esta vez con dos “m”) Kant, une vie ( una vida), que sólo habla de su obra.

O sea que Kant no tiene vida sino dos o tres anécdotas, no es ficcionable, no da el perfil para
una aventura. Ni siquiera se han puesto de acuerdo los fisionomistas que eligieron durante más
de dos siglos una única escena para dar cuenta de la existencia metódica de Kant. Los vecinos
ajustaban sus relojes cuando Kant salía de su casa. Nunca falló la rigurosidad y la puntualidad
de su caminata. Para unos fueron las cinco, para otros las tres. En todo caso, como ya lo dijimos
en otro episodio de esta historia de la filosofía, el día que demoró su paseo, fue porque se quedó
leyendo el Emilio de Rousseau.

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