Poetas Mexicanos Del Siglo XX PDF

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Poesia mexicana del siglo Xx David Huerta sucede en la historia politica con el afio de 1910— hacia mediados de la segunda década, con la aparicién de los libros poéticos del zacatecano Ram6én Lépez Velarde. E] siglo XIX tarda en concluir tanto como el régimen dictatorial de Porfirio Diaz. Con la desaparicién de la pequefia belle époque mexicana se extinguen también los iltimos deste- los del modernismo. Segtin la imagen del gran pensador marxista Walter Benjamin, al sonar a la época siguiente el siglo XIX contribuy6é a desper- tar el siglo XX: en el régimen a la vez ilustrado y autoritario de Diaz estan los gérmenes de la Revolucién En poesia, los viejos maestros intuyen el nacimiento de sus hijos parri- cidas en las entrelineas de sus propios versos. Nacen, se transforman y mueren las viejas retéricas, y en un lapso de menos de cuarenta afios la poesia en lengua espafiola cambiar para siempre. El tardio romanticis- mo del sevillano Gustavo Adolfo Bécquer se diluye en los aceites de los nuevos manierismos finiseculares, que a su vez propiciardn las nuevas escrituras. La poesia francesa y la poesia en lengua inglesa empiezan a tener un influjo hasta entonces desconocido en la poesia escrita en lengua espafiola. El jerezano Ramon Lépez Velarde, con toda su ceremoniosa gentileza de payo y de catélico asfixiado de angustiosa melancolia, es el principal protagonista en el proceso por medio del cual la poesia mexi- cana despierta a los nuevos horizontes; de él se desprendié la energia necesaria para que los poetas mexicanos jévenes de las primeras décadas del siglo advirtieran la necesidad urgente de un renacimiento, de una revisién de los valores, de una critica practica de los medios con los que se escribia hasta ese momento. Fue la suya, la de Lopez Velarde, una pasién poética compleja, contradictoria, regeneradora. En la pasién lopezvelardeana estan los signos de la nueva poesia; en su expresién, el sentido de una aventura espiritual y sensorial nica. Los principales poetas anteriores a é] —activos atin varios de ellos en vida de Lépez Velarde— forman parte de lo que podriamos lamar el P ara la historia literaria de México, el siglo Xx se inicia —como 29 canon del siglo XIX; nuestros modestos parnasianismos y simbolismos, dispersos en obras muchas veces convencionales, con la notable excepcion del apasionado Salvador Diaz Mirén, autor de un pufiado de poemas estrictos y radicales en sus bisquedas formales. Alfonso Méndez Plancarte lo describié por ello, puntualmente, como “poeta y artifice”, en un libro imprescindible sobre las proezas formales del poeta de Lascas, su libro central, en especial aquello que ese estudioso admirable llama la heterotonia de sus versos, de la cual es ejemplo el frio y perfecto poema titulado “Los peregrinos”, escrito en versos alejandrinos con asombrosas y ricas variaciones de acentuaci6n. La figura del veracruzano Diaz Mir6n, solitaria, sigue siendo entre nosotros ejemplo culminante de aquello que Jorge Cuesta, critico y poeta de la generacién de los Contempordneos, llamé con elocuencia “heroismo en el arte”. ‘Acaso sin proponérselo, el propio Ramén Lopez Velarde le dio en 1916 la despedida al siglo XIX mexicano en la dedicatoria de La sangre devota. “Consagro este libro a los espiritus de Gutiérrez Najera y Othén”. Por otro lado, para continuar esa involuntaria despedida historico-poética, le dedicé el primer poema de Zozobra (“Hoy como nunca...”) (1919) a Enrique Gonzalez Martinez, quien dentro de los manuales sinépticos de la ensefianza escolar aparece como el victimario del cisne modernista, ante el cual levanté el emblema sapiencial del baho minervino, simbolo de imperturbabilidad estoica y de puleritud horaciana. Todos lo recor- damos; “Tuércele el cuello al cisne...” El poeta mds popular de aquellos afos fue sin duda el catédlico senti- mental Amado Nervo. Uno de sus méritos indiscutibles consistié en abrir el expediente —cerrado por el rencor casticista y la reaccién neoclasica contra todo lo que oliera a gongorismo— de Sor Juana Inés de la Cruz, centro del canon poético mexicano: el libro nerviano de 1910 titulado Juana de Asbaje (dedicado “a las mujeres todas de mi pais y de mi raza”) es el precursor indispensable del sorjuanismo del siglo XX que tuvo su provisional y necesaria culminacién con la edicién de las obras completas de la monja jerénima a cargo de Alfonso Méndez Plancarte y Alberto G. Salceda. Juana de Asbaje puede leerse ahora con tanto provecho como cuando se escribié: es una obra deliciosa, animada por una auténtica e indeclinable admiracién; una muestra del fervor de Neryo es el hecho admirable de que laboriosamente paleografié la indispensable biografia sorjuanina del padre Calleja en la Biblioteca Nacional de Madrid; una labor modesta pero esencial. El sorjuanismo del siglo XX ha tenido ademas notables exponentes: desde Dorothy Schon hasta Antonio Alatorre —quien edité hace poco, para los lectores modernos, Juana de Asbaje—, pasando por Salvador Cruz, Octavio Paz, Ezequiel A. Chavez, 30 Andrés Sanchez Robayna, José Pascual Buxé y Margo Glantz, entre muchos otros, no solamente estudiosos y criticos mexicanos. La muerte de Amado Nervo en 1919, en el Parque Hotel de Montevideo, y la ulterior nevegacién de su cadaver hasta un puerto de su pais natal, cierran el capitulo mexicano del modernismo; aquel viaje pés- tumo fue una apoteosis cuyo significado debe ser entendido de la sigu- iente manera: Nervo, a semejanza del nicaragiiense Rubén Dario, su maestro y amigo, disfruté en vida de una celebridad inmensa en las dos orillas del Océano Atlantico, y el cenit de su estrella postica fue un largo momento de prosperidad para la poesia en lengua espafiola, apogeo que no se ha repetido; aunque siempre es justo y necesario reconocer que el otro momento de esplendor o de difusién de jas letras de América Latina —el llamado boom de Ja narrativa de los aiios sesenta— mucho le debe a las lecturas poéticas de los novelistas y cuentistas de las generaciones precursoras, es decir, a las sombras tutelares de Rubén Dario, César Vallejo, Pablo Neruda, José Lezama Lima. Qué significo y significa atin el movimiento modernista en México es una pregunta multiple que se han consagrado a responder, con diversa fortuna, algunos investigadores y criticos. E] modernismo supuso varias cosas a la vez y es dificil, si no mas bien imposible, negar o impugnar su importancia en la historia de nuestras letras. Los poetas modernistas le dieron una amplitud y un vigor, desconocidos hasta entonces, a la proso- dia poética espafiola; llenaron de imagenes, sensaciones, ritmos inéditos, la imaginacién de sus lectores y contribuyeron a cerrar la brecha que impedia el didlogo entre Espafia y América. La imagen mas completa y orientadora de ese movimiento o escuela en México es la que ofrecié en 1970 José Emilio Pacheco en su Antologia del modernismo, publicada por la Universidad Nacional. Escribe Pacheco en su prélogo a esa antologia fundamental: E] modernismo termina en la apropiacién de un lenguaje. Acaso por primera vez los poetas mexicanos han hecho suyo el espafol, lo han sometido a la prueba de los estilos universales para hablar de su experiencia vivida y la naturaleza y la sociedad del pais Despojado de sus instrumentos estilisticos —el primero y mis reconocido, la rima— el modernismo’ se transforma en todas las corrientes poéticas que Ilegan hasta nuestros dias. Esta Ultima aseveracién de José Emilio Pacheco abre perpectivas inex- ploradas; pues en verdad vale la pena preguntar —preguntarse, pregun- tarnos— cémo y en qué medida el modernismo esta presente, no de una manera, digamos, museificada (en las historias literarias, por ejemplo, 0 en la academia); sino vivo, actuante, de un modo singularmente leno de 31 vigencia, o siquiera parcialmente activo en las mentes y en las expre- siones literarias de nuestro pais. Es evidente que escribimos después de Dario, Lugones, Nervo y Lépez Velarde; pero no lo es tanto que de la gravitacién de sus obras —por reaccién, por negacién o por asimilacién dialéctica— estan formados muchos de los sentidos de las obras moder- nas, actuales. El modernismo sigue siendo un hecho fundacional; no un pasado yerto, pasivo y desactivado. La figura y la obra de Ramén Lépez Velarde (1888-1921) contienen, como en una cifra, diversos capitulos decisivos del devenir de la poesia mexicana en la primera mitad del siglo xx. Fue el puente entre los poetas del siglo XIX y los de nuestro siglo: por un lado, Othén y Gutiérrez Najera; por otro, los Contempordneos. Los primeros fueron sus dedicatarios y a ellos paga una deuda con sus libros innovadores, no muy bien entendidos en su tiempo (en aquellos afios de la segunda década del siglo XX, el poeta maximo era el riguroso Enrique Gonzalez Martinez, ahora casi olvidado); los segundos, sus alumnos en las clases de literatura que impartia en la Escuela Nacional Preparatoria. Su vida en provincia (Zacatecas y Aguascalientes) contrasta agudamente con su vida en la metr6poli; de ese significativo contraste surgieron estas lineas de La suave patria, nueva interpretacién o inflexién del viejo tema dureo del “menosprecio de corte y alabanza de aldea” y del Beatus ille horaciano: Sobre tu capital cada hora vuela ojerosa y pintada en carretela y en tu provincia del reloj en vela que rondan los palomos colipavos las campanadas caen como centavos... Para entender la extrafia imagen lopezvelardeana de las horas en la ciu- dad —que Agustin Yaiez utilizé para el titulo de unos de sus libros—, hay que saber que las prostitutas elegantes de la época se paseaban, ojerosas y pintadas, precisamente, en los carros abiertos que circulaban por la Avenida Plateros de la Ciudad de México, hoy llamada Francisco I. Madero. Es la misma calle que Manuel Gutiérrez Najera, flaneur baude- laireano, describe en su famoso poema sobre la Duquesa Job y él mismo, el periodista y bohemio “Duque Job”, su pseudénimo de cronista. Lépez Velarde era un “payo”: asi lo vio José Gorostiza en uno de los retratos que de él hizo, con una pluma afilada y amistosa al mismo tiem- po. En esos retratos gorosticianos de Lépez Velarde estd el testimonio mais afectuoso del mayor poeta de los Contempordneos a su maestro en la Escuela Preparatoria y ejemplo de vocacién y originalidad. El payo es un 32 Biblioteca Cantral Univ. Veracruzana hermano distante, una especie de primo de este lado del Atlantico, y en lengua espafola, del solitario contemplativo, solitario entre la muchedumbre urbana (la foule), es decir, el flaneur de Charles Baudelaire. El payo es, dicho de otra manera, sencillamente, el provinciano, desde luego timido y un poco envarado, que llega a la gran ciudad. Quiere entrar en el ritmo de las cosas nuevas —modernas, de moda, cotingentes, fugaces: baudelairianas— y no desea ser delatado ante los ojos metropoli- tanos por sus maneras pueblerinas. El payo, entonces, pone un cuidado supremo en su apariencia para parecerse a los habitantes de la urbe: hace todo lo que juzga conveniente para no revelar su origen, que asi, por desgracia para él, resulta més evidente. Es atildado, sobrio y elegante a la vez; pulcro hasta ese extremo que en inglés llaman fastidious. Encarna un despliegue de buenas maneras; es un “hombre educado”, una “persona decente”, por sus habitos —al menos por sus h4bitos aparentes: Lopez Velarde, el payo quintaesenciado, frecuentaba burdeles— y por su porte; es un individuo gentil y caballeroso. En él se trasluce, también, una cier- ta melancolia. En el fondo del payo hay un catolicismo profundo e irrestanable. Cuando ese catolicismo se toca con el apetito sensual, se enciende la chis- pa del conflicto, es decir: la luz laberintica de la conciencia atormentada. Ese conflicto esta hecho de lo que Lépez Velarde lamé6 genialmente “las dualidades funestas”. Marcé su destino y zonas cardinales de su queha- cer poético. En ese conflicto esta la huella de Baudelaire en el poeta zacatecano. Y en gran medida ese influjo, esa coincidencia en los destinos y en las expresiones, constituye la clave con la que hay que leer y enten- der la modernidad de Lépez Velarde. Esa modernidad esta hecha de ras- gos tragicos: la enajenacié6n, las turbulencias del inconsciente, las sucesi- vas crisis de los valores; es decir, de todos esos fendmenos que fueron el objeto del trabajo econémico y politico de Marx, del psicoanalitico de Freud, del histérico y moral de Nietzsche, en tantos sentidos las figuras claves de nuestro tiempo. En la ronda de las generaciones literarias mexicanas, pocos temas hay tan interesantes —es decir, que hayan interesado tanto a los histori- adores y a los eriticos— como el que plantea la modernidad de nuestra poesia, La pregunta se formula y se responde continuamente: jquién fue el primer poeta mexicano moderno? El tabasquefio Carlos Pellicer y el zacatecano Lépez Velarde, maestro de aquél en la Escuela Nacional Preparatoria, se disputan ese extrafio honor; otro poeta, innovador y de una amplia curiosidad intelectual, José Juan Tablada, es otro nombre que debe considerarse en el contexto de esa discusién. La obsesién por la 33 modernidad proviene en linea directa de Charles Baudelaire (1821-1867), el poeta francés de Las flores del mal (1857), primer teérico de la moda —y el tinico interesante que ha habido—, figura de una fascinante com- plejidad y sin duda una de las mentes literarias mas impresionantes del mundo occidental. De Charles Baudelaire procede también, como podemos leer en ese texto precursor con el que prologa sus Poemas en prosa, el problema de la expresién poética de las ciudades modernas, de las cuales es un paradigma, durante el siglo XIX, el Paris de la belle époque. Todo esto lo explicé Walter Benjamin en sus ensayos sobre la poesia del autor de Las flores del mal y sobre Paris y el arte en la era de su reproduccién mecdnica. Xavier Villaurrutia, prologuista de la primera antologia importante de la poesia lopezvelardeana, El Leén y la Virgen (1942), se ocupo antes que nadie de las relaciones entre Ramon Lépez Velarde y Baudelaire. Una primera pregunta es la siguiente: {leia Lopez Velarde a Baudelaire en francés 0 lo conocié a través de traducciones? No importa demasiado, quizd; puesto que, segiin escribe Villaurrutia, el problema esta en otra parte: “No es la forma lo que Ramén Lépez Velarde toma de Baudelaire es el espiritu del poeta de Las flores del mal lo que le sirve para descubrir la complejidad del suyo propio.” Los temas son semejantes, si no los mis- mos: agonia, vacio, espanto, esterilidad, enlista Xavier Villaurrutia. Pero hay que distinguir, criticamente, aquello que los singulariza, sin abolir la relacién: Seria injusto y artificial explica el prologuista con cierta premura— establecer un paralelo entre ambos poetas, e imposible anotar siquiera una imitacién o sehalar una influencia exterior y precisa. Entre la forma de uno y otro no media mas que... un abis- mo. Pero si un abismo separa la forma del arte de cada uno, otro abismo, el que se abre en sus espiritus, hace de Baudelaire y de Ramén Lépez Velarde dos miembros de una misma familia, dos protagonistas de un drama que se repite a través del tiempo con des- garradora y magnifica angustia. Esta relacién entre dos espiritus a través del tiempo, los mares, los idiomas, las culturas, es un capitulo de lo que Villaurrutia llama, con audacia o con ligereza, una repeticién. La sola palabra parece negar la distincién que Xavier Villaurrutia desea establecer. Entra en juego, en ello, la institucién flotante, intensa, imprecisable —pero decisiva— del prestigio cultural; es como si ante la figura de Baudelaire el critico se inhibiera. Aunque quiera decir lo contrario, lo que uno lee (si lee con atencién) es que Lépez Velarde repite a Baudelaire, a pesar del abismo que los separa. La identidad del otro abismo —el que cada uno de ellos explora en su espiritu y en su expresion poética— juega en todo ello un 34 papel fundamental, si uno se atiene a las palabras de Villaurrutia, en las que se dibuja una contradiccién: son diferentes pero el drama que prota- gonizan es el mismo, al punto de la repeticién. Pero no es asi. Si Lopez Velarde sintié en algan momento la “angustia de las influencias” ante los poemas de Baudelaire, hizo lo que debia hacer: leerlo a su manera, apropiarselo para no repetirlo, desplegar —en traduccién de Marquina 0 en francés, poco importa— el mecanismo del misreading, el nico fecundo para los poetas fuertes que quieren de verdad desembarazarse (efebos) de la figura jupiterina de otro poeta fuerte y anterior (padre). Es lo que sucede con Walt Whitman y Wallace Stevens, por ejemplo. Algo seme- jante, aunque infinitamente mas complicado, ocurre con Homero y James Joyce. La vision que Harold Bloom —cuyos términos utilizamos aqui libremente— tiene de la literatura contribuye a evitar el tipo de errores 0 deslices que Xavier Villaurrutia comete en el prélogo de El Leén y la Virgen. El mayor poema mexicano del siglo XX se titula Muerte sin fin (1939), y fue escrito, probablemente robdndole horas al trabajo oficinesco en la Secretaria de Relaciones Exteriores, por Jos¢ Gorostiza, nacido en 1901 en Villahermosa, la capital tabasqueia, al igual que Carlos Pellicer (las familias de ambos poetas eran amigas y vecinas). Miembro del grupo de Contemporaneos, y autor de un puiiado de poemas cancioneriles en su juventud, que no parecian de ninguna manera anunciar la majestad y la profundidad de su obra maestra, Gorostiza no ha recibido la atencién que merece, pero no le han faltado lectores atentos y minuciosos: El escritor Arturo Canta esta a punto de publicar un extenso y pormenorizado ensayo acerca de las peculiaridades filoséficas de Muerte sin fin, poema que, por otro lado, ha sido entendido también como una efusién enérgica de la forma poética pura; asi lo han descrito, entre otros, Antonio Alatorre y Salvador Elizondo. Unos cuantos criticos mexicanos preparan, segin se sabe, trabajos de reflexidn y de anélisis en torno a este poema, quiz concebidos para celebrar dentro de dos aiios, el centenario del nacimiento de José Gorostiza; el poeta y ensayista Aurelio Asiain ha pu- blicado recientemente, por ejemplo, en la revista Letras Libres, algunos apuntes interesantes sobre los rasgos formales de la poesia gorosticiana. Muerte sin fin es un poema en diez partes con una bien equilibrada estructura en la que la primera parte se corresponde con la sexta, la segunda con la séptima, y asi sucesivamente, a la manera de un biombo cuyas dos alas pueden abrirse 0 cerrarse de acuerdo con el tipo de aproxi- 35 macién. Su tema, ha explicado Salvador Elizondo, es la apocatdstasis, es decir: el regreso de todas las cosas a su origen ultimo y primero, la nada, la muerte incesante que el titulo anuncia. La doble metéfora del vaso y el agua que lo Ilena se despliega en decenas de variaciones de una singular brillantez prosédica y metaforica, Alatorre ha sefialado que bien puede hablarse de la silva renancentista —la forma que le dio don Luis de Géngora a las Soledades en 1613— ante el poema de Gorostiza. La silva es, como se sabe, un tejido postico que combina libremente versos de siete y once sflabas rimados sin un orden fijo; es lo mas parecido al versolibris- mo que podemos encontrar en los llamados “siglos de oro” de la literatura espafiola, que Gorostiza conocia bien —en particular la poesia de Géngora. José Gorostiza evité cuidadosamente las rimas en la mayor parte de su poema —la excepcién son algunos pasajes cancioneriles— pero el talante clasico de Muerte sin fin es inocultable por su eufonia, su ritmo, su estructura, Junto a ese clasicismo, en el poema encuentra el lector —o siente que encuentra— prdcticamente todo, como en los mas. poderosos textos del canon literario: desde las hondas vibraciones de la conciencia, tersas o explosivas, hasta una elocuencia de colorido biblico —los epigrafes del poema provienen de los Proverbios del Antiguo Testamento— y la imprecacién con la que cierra espléndidamente la singladura de esta escritura deslumbrante: Desde mis ojos insomnes mi muerte me esté acechando, me acecha, si, me enamora con su ojo languido. jAnda, putilla del rubor helado, anda, vamonos al diablo! Si uno escogiera el criterio genético para situar Muerte sin fin en el hori- zonte hist6rico-literario, descubriria que el poema de Gorostiza tiene relaciones con varios textos que lo preceden y de distintas man prefiguran, no nada mas de la tradicién espafiola: desde el inglés William Blake hasta el alemén Jean Paul Richter y el francés Gérard de Nerval. En el émbito hispAnico, seria necesario volver, para trazar criticamente esa genealogia, a la poesia gongorina, por un lado, y a Juan Ramén Jiménez y Jorge Guillén, por otro; a menudo se le ha comparado con el Cementerio marino de Paul Valéry y con la Tierra baldia de T. S. Eliot. Es indudable que, dentro de la poesia mexicana, sélo puede parangonarse con el Primero sueiio de Sor Juana Inés de la Cruz, escrito a fines del siglo XVII. José Gorostiza, empero, es un poeta de una suprema, tnica, 36 irreductible originalidad. Después de Lépez Velarde, é1 solo y su solitaria composicién poética de 775 versos llenan, por lo menos, la primera mitad del siglo XX poético mexicano. Es un poema dificil; por ello, impopular. En general, a los lectores no les gusta ni les interesa que los poemas, esas cosas “disfrutables” y “para pasar el rato” —segiin ciertos estereotipos— resulten problemas de orden intelectual. De ahi la impopularidad de Muerte sin fin, su soledad altiva, su clasicismo secreto. Lo que ningun lector atento puede negar es que se trata de una pieza de enorme belleza, de exacta inteligencia, de forma perfecta. La idea de Jorge Cuesta, otro miembro de la generacién de Contempordneos, de que la poesia mexicana serd tanto mds valiosa cuan- to mas plenamente se acepte como una rama del Arbol generoso de la mejor poesia espafiola —cuya caracteristica cardinal seria, en esta visién, la universalidad— nada tiene que ver con la hispanofilia casticista. Cuesta estaba lejos de ser un hispandfilo y mucho menos un casticista en la tradicién de Marcelino Menéndez Pelayo o Juan Valera. Es, en cambio, esa idea de Cuesta, el intento radical de un clasicista por despojar de romanticismo a la tradicién reciente; ese intento de desromantizacion, por asi decirlo, ha quedado ilustrado en el ensayo cuestiano sobre Salvador Diaz Mir6n. El heroismo diazmironiano es una suprema volun- tad de forma: asi se sustrae a las efusiones romAnticas, a la vaguedad leopardiana, a la melancolia del fin de siglo. No poco tiene que ver con las transvaloraciones nietzscheanas, aplicadas libremente al campo literario, esa mirada de Jorge Cuesta. En alguna medida las ideas de Cuesta fueron puestas a prueba en las obras mismas de sus compaiieros de generacién. Los Contempordneos quisieron combinar una personalidad clésica con una vocacion van- guardista. De ese deseo surgieron obras disimiles pero ya definitiva- mente alejadas del marchito halito modernista: los colores violentos, el naturalismo exaltado y la religiosidad de Carlos Pellicer; la dureza mi- neral y metafisica del propio Cuesta; la ironia quevediana y la anglofilia conservadora de Salvador Novo; los brillantes vagabundeos herméticos de Gilberto Owen; las inquietantes visiones nocturnas —tensas y de bri- llos frios— de Xavier Villaurrutia. Las ideas de Cuesta en torno del posible clasicismo mexicano espe- ran todavia una discusién seria, dentro de una perspectiva original y productiva. 37 En sus primeros articulos de comentario histérico-critico acerca de la poesia mexicana, Octavio Paz esbozé las ideas principales de lo que, con el paso del tiempo, llegaria a convertirse en un modelo de pensamiento literario, modelo seguido, obedecido, imitado —a menudo, servilmente imitado— por la mayoria de sus admiradores. Ese modelo o canon tenia y tiene una clara correspondencia en los propios poemas de Paz; de manera que no es justo distinguir o separar su poesia de sus textos de critica li- teraria: en los dos géneros escribia la misma pluma. Por esta raz6n —no tan evidente: muchos comentaristas han querido distinguirlas, sin lograrlo— las ideas de sus ensayos y poemas fueron recogidas por los escritores posteriores en poemas y textos criticos —y apenas tranfor- madas o retocadas. Lo mismo en los ensayos de critica literaria de Gabriel Zaid y Carlos Monsivais que en los poemas de Homero Aridjis y José Emilio Pacheco es evidente la influencia de Octavio Paz. Otro tanto sucede con la prosa narrativa y ensayistica de Carlos Fuentes: ilustra, reproduce, difunde, parafrasea y de mil modos contina las ideas con- tenidas en la obra de Octavio Paz. Debido a la influencia y el ascendiente de Paz sobre la mayoria de los escritores mexicanos, ningiin intento critico serio de andlisis de su obra tuvo la fortuna que merecia la defensa misma de la critica, en todas sus facetas, ejercida por el propio poeta a lo largo de varias décadas. Un libro de 1978 se destaca, solitario, como el mejor y mas intransigente espejo critico del esfuerzo intelectual sostenido por Paz durante toda su vida: ese libro se titula La divina pareja y se subtitula, para indicar el arco de su tema, “Historia y mito en la obra ensayistica de Octavio Paz”. Su autor, Jorge Aguilar Mora, actualmente profesor en los Estados Unidos, fue representante de El Colegio de México ante el Consejo Nacional de Huelga en 1968 durante el Movimiento Estudiantil; estudio con Antonio Alatorre, el mayor filélogo mexicano, en aulas universitarias de la capital de nuestro pais, y con Roland Barthes en Paris, en la década de los aitos setenta. Su ensayo es un anilisis implacable y en ocasiones despiadado del pensamiento de Paz, de sus procedimientos analégicos y antitéticos, de su retérica y de sus presupuestos ideolégicos. Podré no estarse de acuerdo con Aguilar Mora pero es imposible disentir de su “pasién criti- ca”, como diria el propio Octavio Paz; una pasién critica que no se arredra ante la violencia de las ideas y de los juicios, algunos incluso de orden moral. En los fundamentos del pensamiento de Paz examinados por Aguilar Mora estén —aunque de ellas no se ocupa con abundancia en ese ensayo— sus ideas acerca de la historia de la poesia. 38 En miltiples ocasiones Octavio Paz explicé su idea de la historia lite- raria, determinada por un fenémeno de nombre paradéjico: la tradicin de la ruptura. Ante esta frase o formula, uno se pregunta: {emo puede haber una tradicién de lo que rompe con el pasado si el hecho mismo de esa ruptura es una negacién de la tradicién? La tradicién contiene por definicién el pasado y romper con éste es lo que precisamente no consti- tuye una tradicién. Matizada y aliviada, por medio del trabajo reflexivo y estilistico, de su aparente contradiccién, la idea de Paz sobre la historia literaria no est muy lejos de lo que Harold Bloom denomina “la angustia de las influencias”; la vision de Paz es menos polémica, més idilica que la de Bloom. Octavio Paz utilizé la tradicién de la ruptura para presidir y guiar su prélogo a la antologia Poesia en movimiento, que en 1966 apare- cié firmada por el propio Paz, Homero Aridjis, AK Chumacero y José Emilio Pacheco. A pesar de ser una referencia obligada para entender el devenir de la poesia mexicana del siglo XX, Poesia en movimiento, en su historia de casi siete lustros, ha dejado en los lectores, historiadores y criticos, una sensacién de abandono y hasta de infidelidad a su propio titulo: no se ha movido un 4pice en estos 33 afios. Es, sin embargo, la ilustracién mas clara de la tradicién de la ruptura segan Paz cuando éste se enfrenté a la poesia mexicana: ilustracién jaspeada, por cierto, de jue- gos ingeniosos con un libro chino sapiencial, el I Ching, tan leido y con- sultado en la década de los afios sesenta. La eleccién formal del endecasilabo para darle cauce al mayor poema de su llamada “primera época” quiza fue, para Octavio Paz, paradéjica- mente, una especie de fatalidad. Elegir y someterse a esa fatalidad fueron, en su caso, los dos actos 0 los dos lados de la moneda poética: una moneda mexicana como aquellas que circulaban hace algunos aiios, con el Aguila del escudo nacional de un lado y el Sol sobre la piramide prehis- panica del otro. La eleccién de ese tipo de verso tendria que ver con motivos histéricos y de formacién: explicarian esa decisién el fervor admi- rativo de Paz por los sonetos estoicos de Francisco de Quevedo y por las octavas reales del “Polifemo” gongorino. Por otra parte, a la mitad de su vida, y cuando estaba a punto de terminar su juventud para que comen- zara “la estacién violenta” —es decir, el verano razonable y ardiente de la madurez—, un metro clasico parecia imponerse con todo el vigor de una especie de recapitulacién danteana. El verso que distingue los grandes poemas de la Edad de Oro espaiiola fue, para él, en ese momento de sus 39 trabajos poéticos, el vaso ideal en el cual verter las imagenes de una honda reflexién sobre la experiencia vivida. Ahora sabemos —tristemente, pues ese saber se desprende de los datos acerca de su muerte—, que el poema Piedra de Sol fue escrito y publicado a la mitad de su vida: nada menos que nel mezzo del camin danteano o dantesco. El mayor poeta medieval de la Cristiandad tenia presente la cifra canénica de la edad de un hombre (los 70 aiios que debe durar una vida, segtn las Escrituras) al contarnos alegéricamente, en La Divina Comedia, lo que le sucedié a sus 35 aiios; Octavio Paz, muerto a los 84 de su edad, en abril de 1998, escribié y dio a conocer Piedra de Sol hacia 1957, es decir, mAs o menos a sus 42 afios. Ahi empiezan y ahi ter- minan también las similitudes entre el poema de Dante y el poema mexi- cano de 1957. El poema de Octavio Paz es un poema plenamente moder- no, escrito, curiosamente, en una forma clasica. Es un poema extenso, a semejanza de otros poemas en castellano del siglo Xx: Muerte sin fin de José Gorostiza, Aliazor de Vicente Huidobro, Catedral salvaje de César Davila Andrade, el Canto general de Pablo Neruda, entre muchos otros. Decidir la escritura de un poema moderno en un metro de corte clasico como el endecasilabo revela una voluntad de forma cumplida y exigente. Los versos de Piedra de Sol son versos sueltos, sin rima; pero no son ver- sos libres sino mas bien “blancos”, Namados asi por la falta de consonan- cias; cada uno de ellos esta medido cuidadosamente; la variedad de la acentuacién también esta vigilada. Es necesario decir que el mismo cuidado que pone un poeta en buscar y ajustar las rimas de un poema enteramente clasico tiene que ponerlo el poeta que escribe versos blancos precisamente para evitar las rimas. El poema tiene 584 versos, todos ellos escritos con mintsculas; algunos partidos ms o menos en la censura, de modo que el segundo hemistiquio aparece “colgado” tipograficamente, en la zona derecha de la pagina; el poema esta puntuado escrupulosamente. Los seis primeros versos se repiten, idénticos, en el final del texto: con ellos se hace alusién a la posi- bilidad de reiniciar la lectura y de ver o entender Piedra de Sol como una especie de anillo. Podrian indicar, segtin Paz, “el fin de un ciclo y el prin- cipio de otro”, a semejanza de la cuenta temporal de los antiguos mexi- canos, para quienes la conjuncién del planeta Venus y el Sol sefialaba ese momento de regeneracién —nada menos que la regeneracién o resurrec- cién del tiempo mismo. El namero de los versos es igual al de los dias de la érbita (0 “revolucién sinédica”) de Venus, estrella del amanecer y del creptisculo, hecho del que se desprende toda su densidad significativa en varios érdenes imaginarios. En la primera edicién de Piedra de Sol, de 1957 (coleccién Tezontle, Fondo de Cultura Econémica), habia una nota 40 —que desaparecié en ediciones posteriores 0 aparecié incompleta— en la que Paz ofrecia al lector datos curiosos acerca del poema. El poema se inicia con una larga presentacién impersonal de reali- dades naturales tratadas poéticamente: un sauce de cristal, un chopo de agua, un alto surtidor que el viento arquea, un Arbol bien plantado mas danzante, un caminar de rio que se curva, avanza, retrocede, da un rodeo y llega siempre [...] La impersonalidad naturalista de este principio concluye en el verso 32 (el mundo ya es visible por tu cuerpo”), donde aparece la segunda per- sona, acaso la primera, y se refuerza con la aparicién de un yo en el verso 34: “voy entre galerias de sonidos”. El dramatismo del poema —entendi- do como accién poética— comienza entonces a desplegarse durante més de quinientos versos. Piedra de Sol va convirtiéndose, al paso de los versos y del ritmo hip- nético que crean, un ritmo literalmente seductor —es decir, que nos leva a otra parte—, en una auténtica vision. Todo lo que el poeta ve y pone en palabras se transfigura, como el propio Paz lo dijo con brillantez en el verso 334: “todo se transfigura y es sagrado”, enunciado de singular gravedad, con sélo dos acentos ritmicos, en la sexta y en la décima silaba, hecho eufénico que vale la pena destacar por su riqueza sensible. La experiencia amorosa muestra sus facetas lunares y solares; la sangre, el dolor, el olvido, la memoria, la luz, las noches: el mundo, en fin, sus obje- tos y sus fenémenos, se convierte en un diorama extraordinario y palpi- tante. ‘Ante la naturaleza vista poéticamente, se alzan los dramas personales, individuales, y las tragedias histéricas: la muerte de Sécrates, el asesina- to de Francisco I. Madero, las visiones de Bruto antes de la batalla de Filipo, evocaciones de la Orestiada, el ensangrentado Churruca de Trafalgar, los horrores ideolégicos del siglo XX. Todo, toda la experiencia vivida y pensada, se pone bajo la intensa luz que proyecta sobre la mente poética la “estacin violenta”, el verano de la madurez vital y artistica Piedra de Sol es el poema con el que concluye el libro titulado asi, pre- cisamente, a partir de un verso de Guillaume Apollinaire: La estaci6n. violenta, de 1958, Tradicionalmente, la critica consideré este largo poema como una especie de gozne que separaba y unia, al mismo tiempo, la “primera” y la “segunda” etapa en la poesia de Octavio Paz. Ahora sabe- 41 mos que Piedra de Sol esta en el centro de su vida y de su trabajo lite- rario, como en el centro de un laberinto que sigue iluminandonos en medio de la “pesadilla de la Historia”. En un poema del libro de 1944, Sombra del Paraiso, del sevillano Vicente Aleixandre, estd la frase que le da titulo al poema paciano: Piedra de sol inmensa: entero mundo, y el ruisefior tan débil que en su borde lo hechiza... * El poema se titula “Adiés a los campos” y poco o nada tiene que ver con las connotaciones prehispanicas, calenddricas, césmicas, que esa misma frase tiene en el poema de Octavio Paz; pero ahi esté —se trata de una coincidencia, pero una coincidencia significativa. A los treinta afios de su edad, en ese mismo 1944, un estricto contempordneo de Paz, nacido, como él, en 1914, el poeta guanajuatense Efrain Huerta —su compaiiero, asimismo, en las lides estudiantiles de la Escuela Nacional Preparatoria y en los primeros pasos de la militancia politica en la izquierda—, publi- caria uno de los libros capitales de la poesia mexicana moderna: Los hom- bres de alba, En ese mismo afio Démaso Alonso, el exégeta gongorino més importate de la primera mitad de nuestro siglo, daria a conocer en Madrid su desgarrado libro de poesia titulado Hijos de la ira, tan seme- jante al de Efrain Huerta por el acento y los tonos a veces de imprecacién desesperada, desolados y de una extrafia nobleza que parece provenir del Antiguo Testamento. La época parecia exigir testimonios poéticos ‘extremosos. Vicente Aleixandre y Damaso Alonso pertenecian a la llama- da generacién de 1927, constituida alrededor de las celebraciones del ter- cer centenario de la muerte de don Luis de Géngora. Esa generacién espafiola corresponde, afios més o menos, ala generacién mexicana de los Contemporaneos, en tantos sentidos maestros de los poetas nacidos en la segunda década del siglo, como Paz y Huerta. Son las generaciones que viven con plenitud el despuntar de la modernidad: en Espaiia, més allé de la generacién de 1898; en América Latina, después del modernismo que se desplegé, a partir del dltimo tercio del siglo XIX, desde Ja obra del poeta nicaragitense Rubén Dario. La muerte, hace unos dias del legendario poeta andaluz Rafael Alberti, nacido en 1902 en el Puerto de Santa Maria de CAdiz, nos permite precisar y entender el amplio horizonte que la generacién de 1927 abrié a los poetas de nuestro idioma; él fue el ultimo de los grandes y con su muerte —como con la muerte de Octavio Paz, en el Ambito de la literatura de nuestro 42 pais— se cierra el siglo de las letras hispanicas. Protagonista y testigo sen- sibilisimo de su época, Alberti recorrié multitud de caminos en su larga trayectoria como poeta: el andalucismo sensual y Ileno de imagenes y rit- mos cadenciosos; el surrealismo, el ultraismo y el creacionismo, dentro del abanico vanguardista de los afos veinte; la poesia civil, testimonial y de vigoroso contenido politico. En México tuvo compafieros y seguidores. La poesia albertiana conté entre nosotros con formidables continuadores, que no epigonos; la originalidad de algunas de esas obras es indiscutible. Un ejemplo magnifico de ello es la del poeta guanajuatense Efrain Huerta. La Poesia completa de Efrain Huerta (1914-1982) fue recogida en 1988 en un tomo de mas de seiscientas paginas publicado por el Fondo de Cultura Econémica, reimpreso en 1995. En el prélogo a ese libro intenté dibujar el cardcter de la obra poética de Huerta; de aquellas paginas extraigo estos apuntes: Se dice con facilidad extrema que Efrain Huerta era 0 es el Pota de la Ciudad de México. O el inventor y practicante luminoso de los ingeniosisimos poeminimos, han vuelto al habla popular, de donde salieron en un momento de genio de nu poeta. O el poeta del relajo, esa experiencia-expresién nacional sobre la que hizo una reflexién fenomenol6gica Jorge Portilla. O la voz de ‘los de abajo. Un amigo suyo de casi toda la vida lo describié, en febrero de 1982, a unos pocos dias de su muerte, como ‘un poeta de élites’. Las opiniones difieren, como las lecturas; los criterios para juzgar son extremadamente vagos: siempre es més preciso el hedonismo de una lectura entusi- asta. La multiplicidad erratica, no pocas veces arbitraria, de las lecturas, sin embargo, ha dado un resultado de suma claridad: la poesia de Efrain Huerta no forma sélo parte de la literatura mexicana y tiene en ella un valor destacado, plenamente justificado [uJ Es también, sobre todo, parte de nuostras vidas. El arte regresa a la vida, de donde salié y a la que enriquece como el mas delicado y poderoso de sus frutos. El arbol dorado de Goethe —caro a José Revueltas, hermano de Efrain Huerta— sigue dandonos una sombra luminosa en estas extraordinarias paginas de poesia Efrain Huerta fue sobre todo un poeta del amor. Los hombres del alba es un libro que merece figurar entre las grandes obras poéticas de nuestra lengua en este siglo como un clisico moderno. El ‘iltimo verso del primer poema de ese libro habla con una elocuencia tragica de la experiencia fundamental en esa obra Ilena de una nobleza llameante; Huerta escribe para siempre en ese final de poema, con caracteres imborrables: “El amor es la piedad que nos tenemos”. El afto de 1914 vio el nacimiento de tres escritores mexicanos centrales: los poetas Octavio Paz y Efrain Huerta, el novelista José Revueltas. Al 43 morir Paz en 1998 —Revueltas habia muerto en 1976; Huerta, en 1982—, en cierto sentido el siglo XX literario de México se cerré con la desapari- cién fisica del tiltimo representante de esa generacién, nacida el mismo afio en que se libré la Batalla de Celaya. A lado de Octavio Paz, el poeta mas lefdo y admirado de México en la segunda mitad del siglo xx ha sido, sin duda, el chiapaneco Jaime Sabines. Sus lecturas publicas eran una verdadera romeria. Llamaba la atenci6n el soterrado divorcio ideolégico entre Sabines y sus seguidores: el primero, antiintelectual y abiertamente priista; los segundos, universi- tarios y simpatizantes del movimiento zapatista en Chiapas. En el terre- no estrictamente poético, Sabines fue el habil hacedor de una poesia facil, accesible, sentimental y declamable (su poema “Los amorosos” goza de una popularidad comparable a la de una cancién de rock). Sus versos y sus poemas en prosa abundan en dsperas declaraciones de vitalismo o de fatalismo, pero no hay mucha diferencia entre uno y otro; sus poco elabo- radas emociones se dirigen a la superficie de la sensibilidad. De la combi- nacién de todo eso —y del hecho de que Sabines representaba ademas un tipo facilmente reconocible de poeta “bohemio”— se desprendieron su éxito y su inmensa popularidad. Fue y sigue siendo el poeta emblemAtico de quienes favorecen la poesia “que si se entiende”; los lectores de Sabines no son los de Gorostiza y aun es dudoso que conozcan siquiera el nombre de éste, Un poeta coetdneo de Sabines, completamente ignorado, Miguel Guardia, exploré con mucho mayor acierto, conviccién y pasion, los temas que Jaime Sabines apenas tocé por encima. Para Miguel Guardia no son propiamente temas sino nudos vitales, jaspeados de sentido tragico. He aqui el pasaje inicial de “El retorno”, de este poeta que mereceria ser mucho mejor conocido: Hoy para hablarte me he quedado solo; cerré para estar solo todas las ventanas, el ojo alegre de las cerraduras y los libros y las puertas. Y todo lo he cerrado. Nomas los labios no, ni estas atormentadas palabras que iran naciendo de mis labios a oscuras. Es muy verdad que yo hubiera querido hablarte, como antafio, del amor y las cosas que nos unen; hubiera querido decirte largamente 44 que te quiero, que me gusta que me sigan tus ojos, que no hay suavidad como la de tus manos, pero hace afuera un aire erizado de gritos, gcomprendes?, pero algo tragico esta sucediendo alla afuera, y yo no lo sabia El veracruzano Rubén Bonifaz Nuiio ha dirigido durante varias décadas la coleccién de clasicos griegos y latinos que publica la Universidad Nacional y ha vertido al espafiol numerosas obras del griego y del latin: los Carmenes de Catulo y la Iliada homérica, entre muchas otras. Esta Altima obra ha sido la culminacién de sus trabajos como clasicista y filé- logo y en el decurso de su elaboracién perdié la vista. Sus versiones espaiiolas de los clasicos suelen ser de dificil lectura pues Bonifaz Nuiio —as{ como sus discipulos en esas disciplinas— ha adoptado la técnica de la traduccién yuxtalineal, que procura imitar, en versos de nuestro idioma, las cadencias y los ritmos de las lenguas antiguas. La poesia per- sonal de Bonifaz Nufio es un heredera directa del “dolorido sentir” gar- cilasiano y ha sido reunida en dos gruesos vohimenes por el Fondo de Cultura Econémica, titulados De otro modo lo mismo y Versos. Al lado de sus ideales clasicos, Bonifaz Nujio ha estudiado las manifestaciones artisticas, cosmogénicas y rituales de los antiguos mexicanos. En ese entrecruzamiento del pasado grecolatino y el mundo prehispanico de México se encuentran muchos de los motivos de su propia poesia. Entre los poetas nacidos en la década de los aitos veinte, é1 representa la disci- plina férrea al mismo tiempo que una extrafia audacia formal. Junto a las visiones de la vida urbana tejidas en sus poemas por Efrain Huerta, hay que poner algunas composiciones de Bonifaz Nuito, como la que se inicia con estos versos: Yo miro esto que pesa inmensamente, que sube a fuerza contra el peso de la noche geografica. Esta mole sondémbula y regida; materia convocada y décil de banquetas y lamparas y muros. Densa expresién conmovedora de miedos primordiales; artificio que por decreto de los hombres 45 establece las cosas, y las deja servibles ya, sumidas, protectoras Sitio de piedras y madera, jerarquia de materiales condenados que asila, como un barco entre la Iluvia, su cargamento de dormidos. La poesia de Gerardo Deniz (Madrid, 1934), como la prosa de su admira- do narrador Pedro F. Miret, es la de “un raro”, entendida esta formulilla en el sentido de no tener antecedentes claros, acaso ninguno, en el hori- zonte de la literatura mexicana. Admirador confeso, ademas, del poeta nayarita Ali Chumacero, comparte con éste algunos rasgos, pero sélo algunos: la perfeccién formal —que en Deniz se complica muy pronto en direcciones inéditas—; el erotismo —el deniciano es a veces sulftrico, acezante—; el escepticismo, noble y altivo en Chumacero, corrosivo en Deniz. El nombre de Gerardo Deniz es en realidad el nom de plume de Juan Almela, miembro excéntrico del exilio republicano espafiol en México: traductor descomunal al espafiol del mitélogo Georges Dumézil, del antropélogo Claude Lévi-Strauss y de incontables textos de toda indole y de diversas disciplinas, principalmente la lingitistica y algunas ciencias naturales; consumado quimico a quien la burocracia académica cerré las puertas porque, como en las peliculas gangsteriles, “sabia demasiado”; aficionado consumado a la musica y a los diccionarios; cono- cedor de varios idiomas, algunos tan remotos como los de la familia uralo-altaica, el tibetano y el mongol antiguo; palindromista sélo compa- rable al torrencial Dario Lancini; cuentista de una originalidad porten- tosa, como puede verse en su libro Alebrijes, Deniz confiesa que la poesia es apenas la quinta o sexta de sus vocaciones. Para él, la misica es el arte supremo y de él puede decirse lo que en sus fragmentos afirmé Antifanes acerca de Filogeno (en pardfrasis quevediana): “hombre doctisi- mo que sabe con eminencia la misica”. Deniz —palabra que en turco sig- nifica “las grandes aguas”, el mar— ha escrito un pufiado de libros de poesia, uno de cuentos (el mencionado Alebrijes) y un volumen con algu- nas prosas memoriosas, reflexivas y eruditas titulado Anticuerpos. Pronto aparecera una seleccién de poemas suyos traducidos al inglés por Ménica de la Torre. Octavio Paz recomendé a la editorial Joaquin Mortiz, en 1970, la publicacién del primer libro deniciano titulado Adrede. A lo largo de estos treinta afios, Gerardo Deniz ha publicado, sin prisa pero sin pausa, varios otros libros de poesia. 46 Coral Bracho (México, 1951) nacié el mismo aio que el chileno Rail Zurita. Ambos se parecen —cada uno en ambos extremos geograficos del continente— en el radicalismo de lo que suele llamarse “sus propuestas posticas”. Pero mas allé de este parecido, difieren en muchos puntos; practicamente en todos. El primer libro de Bracho fue un delgado cuadernillo, publicado con el sello editorial de La Maquina de Escribir —proyecto animado por el novelista y periodista Federico Campbell— y titulado Peces de piel fugaz. En esas cuatro palabras parece cifrarse, para algunos lectores, el universo imaginativo, sensorial ¢ intelectual de Coral Bracho. Sus poemas son, en efecto, organismo tenues, htimedos, honda- mente arraigados en una observacién minuciosa, obsesiva y completa- mente original, de los fenémenos de la naturaleza, incluida, desde luego, la naturaleza de los hombres y las mujeres en ese punto de tensién, la experiencia erética, en el cual suelen ocurrir revelaciones dificiles de comunicar, como no sea por alusién o delicadas metaforizaciones, doble operacién textual que constituye, precisamente, el modus operandi de Bracho. Estoy convencido de que, al lado de la poesia de Gerardo Deniz, la de Coral Bracho es la més original que se ha escrito entre nosotros en la segunda mitad del siglo XX. Alrededor de la mitad del siglo XX, nacieron algunos poetas que merecen mencionarse por su valor y por su originalidad: Jaime Reyes —fallecido a principios de 1999—, Max Rojas, Joaquin Vasquez Aguilar —muerto en 1994—, José Luis Rivas, Francisco Hernandez, Elsa Cross, Antonio Deltoro, Eduardo Hurtado, Marcelo Uribe, Francisco Martinez Negrete, Myrian Moscona, Gloria Gervitz, Verénica Volkow. Cada uno de ellos mereceria una reflexién critica pormenorizada que le hiciera honor a los innegables valores y brillos de sus escrituras, tarea que excede, con mucho, los limites de estos renglones. Quede para otra ocasién, en cada caso. Mucho més cerca en el tiempo, otros poetas, como Julio Trujillo, Tedi Lépez Mills, Jorge Fernandez Granados, Alejandro Ortiz Gonzalez y Luigi Amara constituyen la generacién joven que seguramente dara sus mejores poemas en el curso de los préximos aifios. 47 La poesia mexicana moderna es una de las estribaciones principales de la poesia espafiola, entendida en el sentido mas amplio posible. La poesia de los mexicanos, afirmaba Octavio Paz en 1966, en el prélogo a la antologia Poesia en movimiento, “es parte de una tradicién mas vasta: la de la poesia de lengua castellana escrita en Hispanoamérica en la época mo- derna”. No es razonable circunscribirla al coto nacional y aun menos encerrarla en el asfixiante cerco nacionalista, intento que se ha hecho en varias ocasiones, en la primera mitad del siglo, cuando el fervor mexica- nista sellaba tantas empresas politicas, sociales y también culturales. No hace muchos afios, durante la campaiia presidencial de Miguel de la Madrid —presidente de la Repitblica de 1982 a 1988—, se hicieron en serio propuestas para que los nifios mexicanos leyeran exclusivamente literatura mexicana en las escuelas. No es posible olvidar, ante seme- jante irracionalismo, que los mejores textos de la literatura de nuestro pais son el resultado de la circulacién universal o internacional de las ideas y de las obras; asi, no es posible entender a un narrador tan para- digmaticamente mexicano como Juan Rulfo sin saber que fue un dvido lector de novelas escandinavas, rusas, suizas, francesas y norteameri- canas. La relacién de Ramén Lépez Velarde, el m4s mexicano de los poe- tas del siglo xx, con Jules Laforgue, Charles Baudelaire y Leopoldo Lugones, resulta evidente aun para quienes estudien la superficie de sus poemas y traten de establecer su génesis, como lo hizo ejemplarmente Luis Noyola Vazquez en su breve y documentado ensayo critico y compa- rativo titulado Fuentes de Fuensania y subtitulado “La ascensién de Lopez Velarde”, Esta por estudiarse, entre muchos otros problemas, la relacién de la poesia de William Blake con la obra poética de José Gorostiza. Es posible encontrar huellas de la poesia gongorina en un poeta mexicano tan aparentemente alejado del “cisne andaluz” como Efrain Huerta; para no mencionar, en el caso de este mismo poeta, el influjo de las lecturas biblicas —especialmente del Viejo Testamento— en sus poemas de tema civil y politico. Todo esto quiere decir que la poesia mexicana es un terreno lleno de zonas por explorar, entender, investigar. La poesia mexicana del siglo XX constituye un paisaje al que le han faltado cartégrafos minuciosos; han tenido, ciertamente, buenos hacedores de mapas, pero lo que nos han pro- porcionado han sido vistas de conjunto, semejantes a los levantamientos aerofotogramétricos, a los cuales suele faltarles el detalle revelador y el examen profundo. Hay en la poesia mexicana moderna problemas de filiacién, de inte- ligibilidad (como en los casos de Muerte sin fin de Gorostiza 0 el Canto a un dios mineral, el dificil poema de Jorge Cuesta), de andlisis estilisti- 48 co. Suele decirse que explicar un poema es como explicar un chiste en la conversacién: violenta la fluidez de ésta y le quita la “gracia” a las comunicaciones desinteresadas. Desgraciadamente, es ésta una ma- nera, como cualquier otra, de eludir los verdaderos problemas, los mas interesantes y los mas dificiles (hay que recordar siempre la maxima del poeta cubano José Lezama Lima: “Sélo lo dificil es estimulante”, puesta al frente de su ensayo La expresién americana), En nuestra misma época, Démaso Alonso acabé para siempre, al lado de otros gongoristas ilustres —como Alfonso Reyes, Antonio Carreira y el gran Robert Jammes—, con el mito de la ininteligibilidad de los versos, res- plandecientes armazones de sonido, sentido y belleza, de don Luis de Géngora. {Por qué no intentar algo parecido con nuestros clasicos mexi- canos? Uno se lo pregunta y tiene que responder de la siguiente ma- nera: porque, y apena decirlo, la aproximacién sicolégica a la literatura es mds facil; la otra plaga insufrible de nuestra critica literaria es el neoacademicismo, con todos sus estructuralismos y tecniquerias (pa- labra unamuniana) a cuestas, sobre todo el que nos ha llegado de Francia desde la década de los aiios setenta. Pero nos faltan, hay que decirlo todo, todavia trabajos de gran andalisis milimétrico y de ambi- ciosa envergadura, como el que uno de los mas brillantes estructuralis- tas franceses, Roland Barthes, hizo con la prosa de Balzac. Nuestros criticos han preferido, en general, adoptar una visién de contextos histéricos y sociales para estudiar las obras, enfoques titiles, desde luego, pero necesariamente limitados y no estrictamente litera- rios. Lo dicho lineas arriba no puede ni debe hecernos olvidar esa utili- dad; pero hay que sefialar también las limitaciones de ese tipo de estu- dios. La critica estilistica —es decir, la mas importante porque nos permite comprender los poemas en si mismos— apenas se practica en nuestro pais. Es una ldstima, porque seria un instrumento de indagacién intelectual estimulante y productivo para conocer y apreciar nuestra literatura en lo intimo de sus realidades textuales, en uno de sus cam- pos mas fértiles: la poesia. Concedo que en la academia universitaria se ensejia y se difunde este tipo de critica; pero haria falta sacarla de ese Ambito para acercarla al gran publico; publico grande, digo, sin olvidar por ello la formula descriptiva con la que Juan Ramén Jiménez se refe- ria a la comunidad de los lectores de poesia: esa “inmensa minoria” que en cada pais o en cada espacio idiomatico se ocupa de los poemas con interés, con pasién y con curiosidad. Lo cierto es que ante la manifiesta calidad de tantas obras poéticas mexicanas, no ha habido —mas que de manera aislada— la voluntad de estudiar y comprender muchas de las piezas esenciales de ese acervo lite- 49 rario. Al mismo tiempo, tampoco se han hecho intentos —una vez més, s6lo de vez en cuando— de establecer los textos en ediciones criticas con- fiables; hay que destacar, sin embargo, los admirables trabajos del profe- sor Manuel Sol, quien, desde Jalapa, ha estudiado con todo pormenor la poes{a de Salvador Diaz Mirén, siguiendo con ello la huella admirable y magistral de Alfonso Méndez Plancarte, por otro lado el mayor sor- juanista de nuestro tiempo. Inevitablemente, quien contempla un paisaje escoge —por instinto, por fatalidad, por eleccién voluntaria— los rincones que mas claramente le hablan a su espiritu o excitan su sensibilidad. Al examinar a vuelo de pajaro, como lo he hecho, el paisaje de la poesia mexicana del siglo XX, he elegido destacar unos rasgos por encima de otros, y aun ignorar muchos —una vez més: por instinto, fatalidad, voluntad— que me resultan indiferentes 0 sencillamente poco me dicen. Espero que, por lo menos, de estos apuntes pueda desprenderse una silueta discernible de ese paisaje. 50

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