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© 198 ew Mower Dees etn ALEAGUARA 1998, Aguilar, Ata, aus, Alfaguara S.A |v. LeanoN. Ale 720 (C1001 AAP) Cha de Buenos Aes Argentina echo el depnito que marca la Ley 11.723, Ltr de ei renin. Impreso eo a Uruginy. Pied x Uraguay. Sépimareimpresin post de 2004 Sepunds etn: mayo de 2005, Primer eimpresio: marzo de 2007 Dis de te clecin: Manel Barada Uns editorial del propo Santana gore: geia + Argentina» Bolivia Bras» Coorbia (Cont Rica * Chile» Ecuador "El Saar = EE UU ‘Guatemala Hoare México» Panam» Paegny Pers Portals Pact Ro» Replies Domina guy = Venere SS ssrevous7 “oso dah es Esa an ne pnd erp oe {nna fl por gu sd cei, ci gh, SLRS Pr REN nes acne panne pr coe a Cabo Fantasma Una historia de piratas Mario Méndez llustraciones de Shula Goldman. A Rosana, que me ayudé «a capitanear este barco. a) Yo tengo un abuelo raro. As{ como suena qui- 1A suene mal, pero es la pura verdad: hay chicos que tienen un padre astronauta (por qué no?, en Esta- ddos Unidos o en Rusia puede ser tranquilamente), 0 una madre actriz de cine, 0 un hermano campeén de algin deporte 0 cualquier cosa exiraia, por extrava- gante que parezca, En fin, la cosa es que yo tengo un abuelo raro, tan raro que algunos miembros de mi familia (los que yo menos quiero, para ser sincero) suponen que esta chiflado. Pero all ellos. Yo nunca cref semejante cosa, y mi mama —la hija del abuelo Froilan, que es de quien estoy hablando—, campoco lo cree, mis bien todo lo contrario, Mi paps mucho ro se mete, el abuelo y dl se llevan bien y con eso pa- rece aleanzarles alos dos, y mi hermana, qu es muy chiquita, no entiende nada. Pero por qué es rar, se preguntarn ustedes, (eso al menos es Io que yo me preguntaria, asi que voy a hacer de cuenta), bueno, es Taro por muchas cosas que voy air enumerando segin me acuerde, Mi abuelo, el capitén Froikin Rivera, 10 retirado de la Marina Mercante, es un empedernido buscador de tesoros, sea cual sea, en el fondo del mar, entre las algas y, de ser posible, en la vieja bodega de algtin pintoresco galedn espafiol (u holandés, 0 in- glés, o francés, para el caso da lo mismo) dentro de un cofre herrumbrado y més pesado que los restos del galeén mismo. El abuelo vive, desde hace més de veinte afios, cuando se quedé viudo, en un lugar ale- jadisimo de todo, un pueblito de veinte casas en la costa del Atléntico, hacia el sur de Bahfa Blanca, que se llama Cabo Fantasma y desde que se instalé alli no volvié a pisar la ciudad en todo este tiempo, (ni creo que vuelva a hacerlo) y nunca explicé por qué Y hay més cosas: el abuelo fue capitin de un barco que llevaba y traia mercaderfas por todo el mundo, y esté siempre con su gorro de marino puesto, y con los instrumentos de navegacién a mano, incluido un largavistas antiquésmo que casi siempre lleva colgan- do de una cinta que le cruza el pecho. Y en su casi- ta, que estd casi colgando de un acantilado, vive con un perro que se llama, como es casi obvio, Grume- te, y no recibe mas visitas que las que le hace otro viejo marino como é1, el contramaestre Salvatore, un ex compafiero apenas un poquitin més joven, que fue contramaestre de su barco y con el que se tratan siempre de “capitan” y “contramaestre”, a pesar de que han pasado como cuarenta afios juntos y son in- timos amigos. En fin, hay mas cosas todavia, pero ya las voy a ir contando de a poquito, cuando vengan a ul cuento. Por ahora les pido que me tengan confianza: si les digo que el abuelo es raro, es porque definiti vamente es taro. Y ademis es cascarrabias, simpati- co, grandote, fumador de pipa, gritdn, y el viejo mas bueno que yo conozca. “.Y entonces, desde la altura del acan-tilado, acompafiado de su nueva fami- lia patagénica, el capitin Fernando Pérez de | Loayza miré con nostalgia los restos de la | hasta hacia poco clegante nave, la nave que | A habia conducido a través del Atkintico | entero y que ahora se hundfa lentamente en | |) cl mar, y se despidié con un gesto breve de su mano derecha, la tinica que le quedaba. | Su nueva mujer, Quimey, avanz6 su redon- | do cuerpo de embarazada y como enten- | diendo todo lo que el curtido marino espa- | fiol saludaba con ese gesto, le apoyé una mano en el hombro, en silencio. El hombre sontié y de a poco le fue dando la espalda | al mar, al cabo desierto, ala nave que termi- 9 naba de hundirse apenas unos cientos de ‘metros mas alld de la playa, a su querida Es- © atta, ala civilizacién que To habia traedo a Cie noe Rambo s u Jas montafias, al otto lado de la Patagonia, lo esperaba una vida nueva, una vida que |) jamds habria esperado, como un mapuche | mis. Vista de lejos, la pareja en nada se ferenciaba de los otros grupitos de nativos que ya se habian adelantado en el camino hacia el oeste. Sélo de muy cerca algiin cu- | rioso habria notado que el alto y empon- | chado hombre que ahora abrazaba a la ma- “Hombre, caramba, que esto no ha quedado nada mal”, pensé Felipe Pérez-Vallejos, historiador desocupado y tataratataranieto del capitén Loayza, y apagé la computadora. “Qué va’, volvi6 a deciese a sf mismo, “que esto esté muy pero muy bien”. Sonrien- te, Felipe Pérez-Vallejos se levanté de su escritorio y sirviéndose una copita de jerez brindé consigo mi mo, frente al espejo, a la salud de su recién cermina- do libro, la Vera historia del nauftagio de la Santa En- carnacién de la Cruz. ¥ no eta para menos. El libro le habfa costado dos aftos y medio de trabajo, la mi- tad de ese tiempo investigando y la otra escribiendo. Habia recibido, enviado por unos remotos parientes chilenos que no conocla, los restos mal conservados del libro de bitécora de la Santa Encarnacién y Ia mi- tad de un diario personal de su antepasado marinero, 16 y juntando eso con su pasién por la historia y las aventuras acababa de terminar un libro que tenia mas de novela que de historia, casi trescientas pégi- ras que el joven Felipe estaba seguro de que iban a dar que hablar. Y acertaba, sélo que ni atin su nota- ble imaginacién podia llegar a pensar en todo lo que bro terminaria provocando. La historia de este verano empezé, en reali- dad, hace unos cuantos afios. Cuando yo tenia siete ocho afios (quizas antes, pero no me acuerdo) mi mamd me llevaba, de vez en cuando, a recorrer libre rias de viejo en el centro de Buenos Aires, a buscar libros para el abuelo, Y no se trataba de cualquier li- bro, no, los libros siempre eran del mismo tema: de barcos hundidos en la época de los descubrimientos, y la Colonia, Esa era la obsesién de mi abuelo Froi- lin, y como nosotros lo visitébamos en su casa de Cabo Fantasma casi todos los veranos, le levabamos siempre de regalo alguno de esos libros. En los pa- quetes que le armabamos habia de todo: novelas his- téricas, documentos antiguos, libros de geografia e historia, crdnicas de los grandes buscadores de reso ros, hasta historietas de aventuras. Mi abuelo se po- nia casi tan contento con estos libros como con nuestra visita. Una vez que nos instaldbamos en la casita del acantilado, el abuelo cocinaba pescado y Juego, a la luz de su Kimpara marinera, y fumando 1s alguna de las pipas de su enorme coleccién, se dedi- caba a inspeccionar lo que le habfamos llevado, y a hacer anotaciones en un enorme cuaderno que pare- cla no terminarse nunca. El abuelo sofiaba con des- cubrir en las costas del Cabo un tesoro hundido jun- to con su barco, para entrar triunfalmence en la his- toria de los grandes buscadores. La verdad es que el valor material del posible hallazgo era lo que menos lo entusiasmaba, él lo que queria era encontrar su te- soro y entregarlo a algtin musco 0 algo asi. Con eso tenia suficiente. Y en este suefio no estaba solo, su ‘compaiiero y amigo el contramaestre Salvatore Bon- tempo, un viejo nacido en Italia y criado en La Bo- ca, compartia con él la misma éste era ala ver el juego y la esperanza de los dos viejos marinos, lo que los mantenia ocupados durante todo el afio; en invierno y parte del otofio lefan, sacaban conjetu- ras, dibujaban mapas y hacfan planes; en primavera y verano se dedicaban a buscar. Tenfan entre los dos un pequefio bore de vela, un equipo muy viejo de buceo y unos cuantos instrumentos més, que cuan- do podian, iban ampliando. Esta era una de las cau- sas de que algunos de los miembros de mi propia fa- ja opinaran que el abuelo Froilin estaba un poco “tocado”, pero al abuelo eso le importaba un comi- no, como él mismo decfa, Salvatore, en cambio, no tenia ninguna familia que lo tuviera por raro, su ver- dadera familia era el abuelo Froilén y yo creo que, un poco, a nosotros, (mi mamé, mi papé, mi herma- 19 na y yo) también nos consideraba como su familia. Con el tiempo los libreros de la calle Corrien- tes, de Avenida de Mayo y del Once, llegaron a co- nocernos tanto que cuando les llegaba algo que po- dia interesarnos, lo apartaban del piiblico y lama- ban a casa para que fuéramos a buscarlo. Mi papé se rela un poco de estas actividades que, poco a poco, se convirtieron para nosotros en un tema de todo el afio. Ast pasé casi toda la primaria, con algunos pro- blemas en lengua y unos cuantos en matemitica, pe- ro destacandome en geografia y sobre todo en histo- ria, materia en la que era una especie de sabihondo ‘que daba risa: bastaba que alguna maestra hablara de viajes y descubrimientos para que yo me largara con mi tema predilecto, del que sabia infinidad de cosas, desde cémo se hacfan los galeones, hasta cudles fue- ron los principales naufragios registrados en los casi cuatrocientos afios que pasaron desde Colén hasta las primeras reptiblicas americanas. Yo supongo que todo esto hubiera seguido igual, © casi igual, de no haber sido por la explosiva legada de mi hermanita més chica. Ocupada con ella, mi ma- mé me fue dejando cada vez un poco més solo en es- ta historia y entonces los paseos por las librerias que- daron pata mi. Y al poco tiempo, desde los primeros meses de primer afio, para mi y pata mi amigo Patri- cio, un alma gemela. Pato se enganché tanto con los galeones y los tesoros que parecia que el abuelo Froi- lan era tan abuelo de él como mio. ¥ eso que antes 20 de conocernos, en el curso de ingreso para el Nacio- nal de Buenos Aires, Paco jamds se habfa interesado en nada parecido a esto: hasta que yo le contagié el virus de las historias de piratas, a Pato los tinicos te- mas que lo mantenfan ocupado, fuera de la escuela, eran el rugby (cs un excelente jugador) y un poco la computacidn. Pero se contagié, y de su contagio lle- g6 el libro que nos metié en tantos lios, y que fue, también, el pasaporte para que se sumara al grupo y nuestros papas finalmente aceptaran que se viniera al Cabo con nosottos y... Pero, perdén, esta parte es mejor que la cuente por separado. Bee Felipe Pérez-Vallejos salié de la cénttica edito- rial madrilefia con una cara que le llegaba al piso. Habia dejado ya hacta eres meses un original de su Vera historia... y recién ahora lo llamaban sdlo para decitle, con una sontisa forzada, que lo lamentaban mucho pero que su libro no iba a ser publicado. Fe- lipe cruzé la calle distrafdo, casi sin darse cuenta que los bocinazos de los coches iban dirigidos a él y se metié en un bar. Pidié un café y con el mentén en tuna mano y el codo en la mesa, se puso a bufar su bronca. No era la primera derrota, por cierto, y eso era lo que lo habia puesto asi de mal: en una edito- rial catalana le habian dicho que el libro estaba muy bien, pero que era anticuado y no se iba a vender y en la antetltima a la que habia llevado su obra, tam- bién de Barcelona, ni siquiera se lo habian recibidot —Joven, ese tema ya no aparece ni en los tebeos —le habfa dicho pomposa y desagradablemente un hombre gordo con cara de aburrido mientras le de- positaba la Vena historia... en las manos. 23 En todos estos rebotes pensaba Felipe cuando alguien golpeé la ventana del bar y le hizo levantar la cabeza, Era su amiga Natalia, que, sonriendo, en- a6 enseguida al bar y se senté a su mesa. —Pero mira que cara que traes, Felipe. Qué te ‘ocurre? —le dijo al tiempo que se sentaba, le daba un ruidoso beso y llamaba con un gesto al mozo, to- do a la vez. (Es que Natalia era asf, “arrolladora” se- giin su propia definicién, “atolondrada’, segiin sus amigos.) Felipe le conté la tiltima novedad. Como ami- gos que eran, Natalia estaba al tanto de todas las des- venturas de la Vera historia... y hacia rato que le ve- nia repitiendo a su amigo que la solucién estaba en la tia Dora, Pero Felipe era duro, y no aflojaba. —Pero mira que eres duro, hombre. Si tu tia te lo ha ofrecido de corazén, aceptas y ya. Y si no se vende, bueno, nada, no se vende. Pero te das el gus- to de ver tu libro en las librerfas. :O te crees que Cervantes pensaba que con el Quijote iban a hacer peliculas? —Nati, en el 1600 no habia cine. —Hombre, ya sé, me tomas por ignorante? Te lo digo como ejemplo. Déjate de cosas, acepta el dinero que te ofrece tu tia y publicalo por tu cuen- ta, Que ya van a venir las editoriales a arrepentirse, y te reirds de ellos. Felipe sonrié, Natalia era capaz de levantarle el nimo al tltimo de los deprimidos. ¥ era més cabe- 4 za dura que él mismo: no iba a parar hasta conven- cerlo de que diera el brazo a torcer y aceptara el di- nero que le oftecia la generosa tfa Dora. Un par de horas después salieron del bar, muer- tos de risa. Felipe ya habia recuperado su natural buen humor, y aunque todavia seguia negindose a publicar el libro por su cuenta, antes de despedirse Natalia logeé arrancarle la promesa de que por lo menos lo iba a pensar Pato tiene, como muchos otros compatieros del Nacional, wna familia dividida en dos: por un la- do esté su mamé, con su nuevo esposo y su también nueva hijita, y por otro su pap, que también se ca- s6 de nuevo y, como si fuera poco, tuvo otros dos hi- jos més. Esto no es muy raro, todos lo sabemos, pe- ro la diferencia es que en el caso de Pato si que est bien dicho “por un lado y por otro”, porque él vive con su mamé en Buenos Aires, y su pap, que es uru- guayo, esti en Montevideo. Asi que, dos o tres veces por afio nos separamos (jtengo que aclarar que anda mos todo el dia juntos?) ya que él se va a visitar a su papa y a sus otros hermanos al Uruguay. Cuento es- to porque tiene mucho que ver; parece que en la ave- niida 18 de Julio, en el centro de Montevideo, hay también un montén de librerias, y en estas vacaci nes de invierno Pato se dedicé a recorrerlas una por tuna, buscando ya saben qué. Asi que apenas se bajé del barco, el domingo antes de que recomenzaran las clases, me llamé por teléfono y con esa vor. que le sa- 26 le cuando esté entusiasmado (toda apresurada y co- mo atraganténdose) me conté que tenia un montén de cosas para que mirdramos juntos. Demés esté de- cirles que apenas colgé ya tenia ganas de que fuera el oro dia, sin importarme pricticamente nada que eso significara volver al colegio. ‘Apenas terminé el dia de clases nos fuimos a la casa de Pato y en su pieza me fue mostrando, de a poco, todo lo que habia traido: empezé con una hi corieta bastante tonta sobre un corsario inglés que habia hundido un convoy en las costas de Montevi- deo, totalmente inventado; siguié con una crénica de viaje de un tal Sebastién de Dios Peliez, que pa- recia bastante realista; luego con un libro de historia que ya le habjamos llevado a mi abuelo hacia como tes afios y, por tiltimo, sacé la verdadera joya. De en- trada, apenas vi el lomo del libraco, supe que era dis- tinto. Me lancé sobre él y arrodillados frente a la ca- ma lo hojeamos muy despacio. El libro era la Vera historia del nauftagio de la Santa Encarnacién de la Cruz contada por un tal Felipe Pérez-Vallejos, que se presentaba a s{ mismo como historiador y como des- cendiente directo (algo asi como un recontratatara- ‘© por via paterna) del que fuera capitin de la Santa Encarnacién, el capitin Fernando Pérez de Loayza. Se trataba, por lo que yo entiendo, de una mezcla: era casi tanto una novela como una resefia histérica y se basaba, segtin deca Pérez-Vallejos, en los testimonios del libro de birécora de la nave y en el diario personal del capitan, que su descendiente y bidgrafo guardaba en su casa, como un tesoro. Con- taba muchos episodios del viaje, con un motin ii cluido, hasta la batalla final con un barco corso ho- landés, que los habia abordado a los "40 grados de latitud sur, cerca de la costa, desde donde se ve un puntiagudo cabo desierto”. Ni mas ni menos que frente al Cabo Fantasma. “las olas del mar, de enorme altura, | zarandeaban el bote en el que los escasos so- _ brevivientes de la Santa Encarnacién hufan de la furia del corsario holandés Van Gaal, el tuerto, azote del Atlintico y terror de la marina espafiola, responsable de que buena parte del oro peruano y la plata de Potosi y Cochabamba no Hegaran nunca a Sevilla y terminaran en poder de los monarcas ho- landeses y del mismo Van Gaal, o, en el me- jor de los casos, en el fondo del mar. Re- mando como mal podia, con su brazo en- sangrentado, el capitén Loayza no podia | evitar volver una y otra vez la cabeza hacia “| su incendiada nave, que ya habia sido presa de los corsarios. Las poderosas olas eran ala vex amigas y enemigas: por un lado pare- | cian ensafiarse con la fragilidad del botecito “'% que daba tumbos entre la espuma, pero por orto eran el tinico escondice que podia rés- 30 guardarlos de Van Gaal, alejandolos de su vista y del poder de fuego de la ligera Prin- cesa, la nave corsaria. De pronto una ola |) atin mayor que las demés levanté el bore | desde abajo y lo lanz6 por el aire, Antes de |. | perder de vista a sus hombres, en medio del [//1 agua y la espuma que cafa sobre él, el capi- tn Fernando Pérez de Loayza alcanzé a aferrarse a un pedazo de remo que se habia partido en dos y con el madero contra el pecho se hundié en las aguas oscuras” —jEstd bueno, ch? —me dijo Pato y cerré el libro de un golpe. —Dile, che, segui leyendo —le contesté, pero fue en vano: Pato tenia razén, si no nos poniamos a estudiar, al otro dia, en la prueba de matemética nos iba a ir mucho peor que de costumbre. —Est bien —me resigné— pero antes vamos a buscar a Van Gaal en el diccionario. Esta vez me tocé leer a mi, La enciclopedia le dedicaba a Johannes Van Gaal exactamente siete li- neas: el terrible tuerto habia nacido en 1570 y en los primeros afios del siglo diecisiete, con la Princesa primero y luego con una nave més grande lamada Orquidea se habfa destacado en sus luchas de corsario contra los barcos espafiolesy franceses. Habfa muerto 33 ahorcado, acusado de piraterfa, en una isla del Caribe, y todavia hoy se decfa que una parte de los tesoros, robados, que no habia entregado a sus monarcas, €s- taba escondido en alguna isla entre Cuba y el Con- tinente, Me acuerdo claramente porque esa tarde fue la primera vez que Pato sugirié la idea de venirse con nosotros al sur. —Tenemos que encontrar el tesoro de la Santa Encarnacién en el Cabo Fantasma —me dijo antes de que nos pusiéramos a practicar ejercicios combi- nados— y si no, mas adelante nos vamos a buscar al Caribe. Yo me rei. Realmente el virus le habia picado fuerte: se estaba volviendo més fanatico que el abue- lo Froilén y su amigo el contramaestre. ia) “Calle Colombia 2”, leyé para st, en un pa- pelito, Felipe Pérez-Vallejos, y luego de comprobar Ja exactitud de la direccién, se decidié a tocar el tim- bre. Se encontraba frente a las rejas de una imponen- te mansién, en las afueras de Madrid, con un ejem- plar de su libro bajo el brazo y una enorme y mal di- simulada ansiedad en el rostro. Todavia no podia creer que tuviera un lector capaz de invitarlo a tomar el té y discutir su libro, del que apenas si se habian vendido cincuenta ejemplares. Tres meses después de la aparicién de la Vera historia... en edicién limitada y numerada, pagada finalmente con el dinero de la tia Dora, Felipe Pérez- Vallejos, el por el momento desconocido autor, ha- bia recibido una rarisima llamada. Se encontraba en su casa, escuchando miisica y pensando en cudl seria su préximo proyecto (duudaba entre seguir con el te- ima de los navegantes espaioles o abordar algiin te- ‘ma més moderno) cuando la campanilla del teléfono lo sacé de su amodorrada tranquilidad 36 Una vor con fuerte acento extranjero, posible- mente alemén, o quia escandinavo, lo sorprendié cen el telefono, —:El sefiorrr Felipe Pérrez-Vrallejos, el histo rriador? Felipe sonrié, Nadie lo llamaba “historiador”, salvo sus amigos, cuando estaban de brom: —No, el pirrata —respondié Felipe, la voz del que, suponfa, bromeaba con él —Perrdén —fue la breve respuesta del otro lado, y enseguida oy6 el clic del auricular y el tono, Le habian cortado. Felipe se quedé pensativo. ;Seria de verdad? al- canz6 a preguntarse mientras colgaba el tubo y vol- via a su sillén, “No creo...", se estaba diciendo, cuan- do otra vez soné la campanilla —Bl sefiorr Perrez-Vrallejos? —volvié a pre- guncar la voz extranjera, y Felipe, esta vez, prefirié contestar en serio. —Soy yo. Del otro lado le llegé un murmullo de satisfac- cin y luego, para su enorme sorpresa, la extrafia in- vitacién, a la que ahora, una semana después de la llamada, se estaba presentando. Un coro de ladridos acompaié el toque del timbre y de inmediato tres enormes mastines, un do- berman y dos alanos, llegaron ladrando hasta las re- jas. Unos pasos atrds, caminando a grandes zanca- indo das, venia una especie de gigante de cara blanca y pe- 37 lo plateado, que, por las ropas, era evidentemente un mayordomo pasado de moda, vestido con uno de ‘e508 antiguos uniformes que, hasta el momento, Fe- ipe sélo habfa visto en las peliculas —El seftorr Pérrez-Vrallejos? —pregunté el mayordomo, calmando a los perros con una sola pa- labra tajante. Felipe dijo que sf y un instante después las re- jas se abrieron con un chirrido y se encontré en los jardines de la mansién. —Mi sefiorr Sturlusson lo esté esperando —fue todo lo que dijo el gigante, y lo condujo hasta un sa- én leno de cuadros antiguos, donde fue invitado a sentarse y a esperar. A los pocos minutos volvié a en trar el mayordomo, trayendo las cosas del té. Apoyé la bandeja en silencio sobre una mesa ratona y_salié silenciosamente. —Esperro que le guste el té, sefiorr Pérrez —oyé Felipe que decfa una voz, y un instante después hizo su entrada el duefio de casa, el sefior Derem Seurlu- —Clato —contest6 Felipe, se levanté y estiré su diestra, que el gordo anfitrién apreté sin fuerza. —Tengo que decirrle que es usted un grrande escritorr —fue lo primero que dijo el hombre gor- do— y que estoy muy interresado en su trabajo, Felipe no lo podia creer. Era la primera ver. que un absoluro desconocido le hablaba asf de su obra. Sonrié y se dispuso a escuchar. Estaba visto que ha- 38 bria sorpresas para largo rato, El hombre, a pesar de Ja presunta amabilidad de sus palabras, hablaba muy seriamente con una especie de disimulada rudeza, No sonreia. —Sefiorr Pérrez, soy un hombre ocupado, voy recto y répido, usted perdonaré mi rudeza. Quiero hacerle una propuesta muy seria; pero antes debo explicarle algo. Esta casa y otras propiedades que poseo son el fruto de un durro trabajo: soy, qui- zis usted oy6 hablarr de mi, un reconocido busca- dorr de tesorros. El tesorro de Van Gaal es mi meta mas imporrtante y hasta ahorra mi tinico fracaso... —El tesoro de la Santa Encarnacién, querré decir —interrumpié amistosamente Felipe y esperd tuna respuesta. Pero Sturlusson no le hizo ningtin caso, —Yo crteo, sefiorr Pérrez, que usted tiene la clave del tesorro. No esté, por supuesto, en su sim- patica novela, perro s{ en sus documentos. Mis pre- cisamente en el diarrio del capitén Loayza, que usted declarra poseer. Yo necesito ese diarrio. Digame cuanto vale. Felipe se quedé boquiabierto, Sturlusson habia corrido la taza de té a un costado y apoyaba en la mesita una gruesa chequera. Realmente estaba espe- rando que Felipe dijera una cifra para escribirla. Fe- lipe no sabia qué decir: se sentéa tentado a hacer el negocio con el sorprendente buscador de tesoros, pero algo habfa en la expresién de Sturlusson, en la presencia del mayordomo y hasta en los enormes 39 perros guardianes que no terminaba de gustarle. Ce- 116 la boca, carraspeé y luego aleanzé a balbucear. —Mire, sefior Sturlusson, el diario es una reli: quia de familia, yo no podria venderlo aunque qui- siera, es més, estuve pensando en donarlo a algin ‘musco, quizés usted pueda consultarlo alli, dentro de un tiempo. Sturlusson lo corté con un gesto tajante de su mano. Era un hombre acostumbrado a mandar, no a escuchar discursos. —Perrdone, sefiorr Pérrez, perto debo insistir en que no ¢s tiempo lo que me sobra. Yo sé muy bien que en esas memorias estén las claves parra llegarr al tesorro, digame cual es su precio. Felipe se lo qued6 mirando un instante y de pronto comprendié qué era lo que le desagradaba de Sturlusson y su entorno: en sus palabras duras, en su mirada, en el cheque y hasta en el aire de la mansién. reinaba una hortible presencia, como un perfume que lo impreganaba todo: era el agrio aroma de la prepo- tencia, Sibitamente Felipe decidié que no le venderia a ese hombre ni siquiera un ejemplar de su libro. —No, perdone usted, sefior Sturlusson, los pa- peles que usted necesita no estén ala venta. El hombre gordo sonrié por primera vez, guar- dé la gorda chequera en su saco y se levanté muy despacio. —Tenga mi tarjeta, sefiorr Pérrez. Si antes de veinticuatto horras cambia de opinién, ll4meme a Estoy segurro de que serra mejor para todos. Felipe también se levanté, pensando oscura- mente en que las palabras de Sturlusson le habian so- nado como una amenaza. —Por aqui, caballerro —lo interrumpié la vor del gigantesco mayordomo. El sefior Derem Sturlusson le extendié su ma- no una vez més y se quedé mirando cémo su em- pleado acompafiaba al joven historiador. “Léstima’, se dijo a s{ mismo mientras encendia un cigarro. En la vereda, nuevamente del otro lado de los altos portones de hierro, Felipe pens6 en la extrafia entrevista. Los enormes perros ladraban ferozmente acompaftando su partida: Felipe los miré con desa- grado y les sacé la lengua. Que nuestros respectivos padres acepraran la inclusién de Pato en las vacaciones de Cabo Fantas- ima no fue un trabajo fécil, ni tampoco breve. Tuvi- ‘mos que empezar a tramitar el permiso a mediados de agosto y recién sobre la finalizacién de las clases conseguimos el si definitive. La cosa fue asf: por el lado de Pato la madre no queria que el pap pensara aque ella alentaba el viaje, porque Pato veia a su pa- dre tres 6 cuatro veces por afto, y que acortara la es- tadfa veraniega en Uruguay podia llegar a molestarlo. Por el lado de mi familia, a cosa también venia com- plicada, ya que a la natural resistencia de mi abuelo a las visitas desconocidas se sumaba el nada desprecia- ble problema de que no habfa suficiente lugar, ni en ef auto ni en la casita del acantilado. Una a una cu- vimos que ir superando las objeciones; personalmen- te me encargué de hablar con Ia mamé de Pato y conseguimos que ella nos permitiera llamar al Uru- sguay, para explicatle al papa que no iba a ser un via- je muy largo, que pensara que tenfamos realmente “4 mucho interés en el viaje al Cabo y qué sé yo cudn- tas cosas més. Para solucionar el tema del lugar nos conseguimos, prestada, una carpa, y les prometimos a mis padres que lloviera o no lloviera ibamos a dor- mir en ella, una ver que la instaldramos en el patio del abuelo. ¥ con respecto al auto, con el dolor del alma propusimos, y prometimos, que harfamos el viaje apretados atrés, aguanténdonos a mi hermani- ta sin chistar, por muy pesada que se pusiera (y ¢s0 que yo sabia, por experiencia, cudnto mas pesada que de costumbre se pone en los viajes). En cuanto al abuelo, entre los dos le escribimos una larga carta, contindole de nuestras investigaciones en las libre- rias, y haciéndole un detallado resumen de la Vera historia de la Santa Encarnacién, Como si todo lo anterior no hubiera sido sufi- ciente, tanto los padres de Pato como los mios aprove- charon_para sacar sus ventajas: para poder ir tenfamos que terminar el afio sin llevarnos ninguna materia, lo que en el caso de matemética se volvia poco menos que una misién imposible. Pero aceptamos sus condi- clones, aunque tuvieran un cierto gusto a extorsién, y estudiamos casi como si nos gustara. El 29 de noviem- bre, dia de mi cumpleafios, jams voy a olvidarme, nos pasamos estudiando geomecria durante toda la tarde, ya que al otro dia dabamos el ilimo examen de mate- matica, Con un ocho cada uno nos salvamos raspando y pudimos terminar el afio invictos: era innegablemen- te un buen augurio para la expedicién al Cabo, 45 El papa de Pato llamé para flicitarnos a los dos, mi papi sonrié y dijo que nos lo merecfamos y el abuiclo, cosa rara, mandé una carta corta en la que decia tener muchas ganas de conocer al “colega bus- cador”. Ni qué decir que Pato se hinché de orgullo con semejante titulo, y cuando se fue a Montevideo, a pasar el Afio Nuevo, subié al barco prometiendo gue el cinco a la mafiana estaria de vuelta. El seis de enero, después de que mi hermanita cumpliera con él tito de abrir los regalos de Reyes, saldrfamos con rumbo al Cabo, hacia los cuarenta grados de laticud sur, donde, estébamos seguros, nos esperaban gran- des aventutas. Y no nos equivocsbamos ni un poqui- to, mas bien nos quedabamos cortos. “Las velas de la Princesa se vefan cada vez més cerca, Desde el puente, con una ma- no en el largavistas y la otra instintivamente |) apoyada en el pomo de su sable, ef capitén | Loayza gritaba érdenes y cambiaba opinio- rnes con su fil segundo, el oficial Alonso Un- durraga. El viento no los favorecia; la Prince- sa, mucho més ligera que la Santa Encarna- cidn, estaria sobre ellos en cuestién de horas. | Era una situacién desesperada: la nave de ‘Van Gaal no sélo era més ligera, también, y eso era lo temible, estaba mucho mejor ar- mada, —Debemos mantenernos fuera del alcance de sus cafiones, todavia no es impo- sible escapar —dijo Undurraga. Loayza sonrié. Admiraba el valor de su segundo, y apreciaba sus buenas inten- ciones. —No, mi buen Alonso, —contesté 48 cuestién de tiempo. Ya somos sus presas. “ Quiero que prepares la defensa, que los hombres sepan que no nos rendiremos fi- cilmente...” Derem Sturlusson dejé el libro sobre su volu- minosa barriga y sonrid. A unos pasos de su sillén fa- vorito el higubre mayordomo lo miraba impasible, como esperando. El sefior Sturlusson, buscador de tesoros, hizo tan slo un gesto con su cabeza y su mayordomo y mano derecha no necesité més: como impulsado por un resorte, el hombre giré en su sitio y en cuatro zancadas estuvo en su pieza. Se desvistié répidamen- te y con prolijidad dejé su ropa de servicio doblada sobre la cama. Se vistié con una polera negra y un pantalén también negro y salié por una puerta tra- sera hacia el garaje. Sentado al volante del poderaso automévil, tan largo y ligubre como el mayordomo, cesperaba un hombre de cabello muy corto, grandes bigotes y lentes oscuros. El mayordomo entr6, ladré una orden y el coche arrancé casi sin ruido. La insistence campanilla del teléfono desperté a Felipe, que se habia quedado dormido en su escrito- rio, con la cabeza apoyada sobre una pila de papees. —;Felipe? —pregunté la voz de Natalia en el 49 tubo y siguié hablando, sin esperar contestacién—. Recib{ tu mensaje, hombre, qué es lo que dices? Felipe hizo memoria. La noche anterior, des- pués de la entrevista con Sturlusson, la habia pasado en vela dandole vueltas al asunto y habia decidido contarle a su amiga todos los detalles: hasta habia pensado en dejarle en custodia los papeles del capi- tan Loayza, por cualquier cosa que pudiera pasar, pero ahora, a la luz del dia, pensaba que quizas ha- bia exagerado con sus precauciones. —Nada, mujer, no cs importante —contesté, tratando de parecer lo més tranquil posible—. Tu- ve una entrevista con un millonario medio loco que me oftecié dinero por los papeles de mi abuelito el marinero y, mira si seré fantasioso, hasta cref que me eno}, no es nada. Oye, quieres venir a almorzar conmigo? jz. tu casa?! —respondié Natalia exageran- do la sorpresa—. No, gracias: la tiltima vez casi me cenvenenas. Ven ty bajamos hasta el bar de aqui en- frente, que saben cocinar decentemente. Felipe se rid, Natalia tenfa razén: la tiltima vez que habia pretendido cocinar siguiendo una receta de la tele slo habia logrado que el gato de la vecina escapara despavorido apenas él le alcanzé el plato al hocico, —Esté bien, mujer. Ti te lo pierdes. Espérame en el bar, en‘media hora estoy contigo. Felipe colgé, se lavé la cara y se arreglé el pelo. 50 Luego tomé un saco del ropero y un portafolios del escritorio y salié del departamento. Bajé las escaleras en tres 0 cuatro saltos. El metro que lo Hlevaba hasta la casa de Nati estaba a seis cuadras de la suya y Fe- lipe tena tiempo de sobra para ir caminando al sol. Caminaba despreocupado: no tenia por qué sospe- char que apenas él salfa del edificio, dos hombres ba- jaban de un coche largo y oscuro y cruzaban la calle rumbo a su casa. A\ las diez de la mafiana del seis de enero, con mucho ruido y algo de atraso, nos pusimos en cami- no. Al volante mi papa, mi mamé cebando mate ast lado y atris, conversando, Pato, yo y, por supuesto, Marcita, mi quetida, pequefia y muy, muy molesta hermanita, Cerca del mediodia Pato, que me habia tratado de exagerado cuando yo le contaba lo que cera mi hetmana, tuvo que darme la razén: en el cor- to rato que llevabamos de viaje ya nos habia pisotea- do un mapa, nos habia untado con chocolate y; lo que es peor, en cada una de sus repetidas caidas nos habfa clavado sus inocentes y afilados codos, o sus rodillas. Estdbamos molidos pero habia que aguan- tase: como decia mi mamé, mirindonos divertida, un trato era un trato, y habia que cumplislo —Si el pirata Van Gaal hubiese renido que soportar algo asi, seguro que abandonaba los mares —comenté Pato, alzando a Martita, cuyo nuevo en- tretenimiento era subirse a sus rodillas y saltar alas mias, con un promedio de un acierto cada cinco saltos y dos golpes por cada vez que lo intentaba. —Te imagings un abordaje de cien bucaneros cémo ella? —le contesté yo—; otra que Morgan, Drake © Bouchard, —Bueno, no exageren —dijo mi mamé, con cara de ofendida—, Dénmela un ratito. Yo se la pasé mas que volando y lo miré a Pato, que suspiré aliviado: evidentemente, pensamos, mi mamé se habia compadecido de nosotros y se iba a hacer cargo de la dulce nena, Pero nos equivocabamos, por supuesto. Era una parada para almorzar y estirar las piernas, después de eso, durante una eternidad, todo seguirla igual, con la pequefa pirata instalada entre nosotros y mis papas muy tranquilos adelante, tanto que al anoche- cer, cuando por fin empezamos a ver la saliente r0- cosa del Cabo, estbamos tan cansados que en vez de organizar una fiesta nos limitamos a resoplar y a estirar una sonrisa de alivio. Martita, santa inocen- te, todavia seguia saltando sobre nosotros, feliz. y contenta, Pero la verdad es que cuando por fin estuvimos a unos metros de la pequefia casa de mi abuelo se nos olvid6 todo el cansancio de inmediato. El paisaje era tan impresionante que hasta Martita dejé de saltar y en brazos de Pato, con la nariz pegada a la ventanilla, se puso a mirar, como todos nosotros, las altas olas que chocaban con la base del acantilado, las enormes piedras Henas de espuma y el mar, que, como decia 53 mi abuelo, a esa hora, un ratito antes de la noche, era mas hermoso y mas mistetioso que nunca. Mi papé tocé la bocina sélo una vez, como pa- . ra no romper el encanto, y desde el patio de la casa, donde seguramente estaba mirando el mar como to- das las tardes, aparecié mi abuelo, Con su infaltable gorra y la pipa humeante, se fue acercando, los pasos largos y firmes, hasta el auto. Mi mamé ya se habia emocionado, como siempre que lo volvia a ver, y Martita, a toda carrera, fue la primera en colgarse de Jos pantalones del abuclo, que la levanté bien alto y, riendo, nos dio la bienvenida. Sentado en el bar, frente a la ventana, Felipe pens6 cémo haria Nati para estar alli, a unos metros nada més, y sin embargo arreglarselas igualmence para llegar tarde, Mientras terminaba su cerveza, se puso a dibujaren una servlleta unos dibujitos que al principio no tenfan ninguna forma y que luego, co- mo pot propia decisién, se fueron transformando en algo parecido a barcos, a galeones. “Hombre, —se dijo sonriendo Felipe— estoy para el psicdlogo, esto ya es mania.” Miencras Felipe dibujaba barcos y esperaba a su amiga, en su propia casa, no demasiado lejos de alli los dos empleados de Sturlusson forzaban con fa- idad la puerta del joven historiador y emperaban a revolver sus papeles, sabiendo muy bien lo que buscaban, Felipe hizo tres 0 cuatro dibujos mis y ya esta- ba por levantarse pata it a tocarle el timbre a Nati cuando ésta al fin hizo su ruidosa entrada en el bar. Venta agitada, como si se hubiese apurado y traia el 56 cabello mojado y sin peinar. Antes de que Felipe di- jera nada Natalia lo tomé por los hombros. —Hombre, me olvidé de que atin no me habia bafiado y cuando terminé de ducharme quise llamar- te, por si atin no habjas salido. El teléfono soné va- s veces y ya estaba esperando que empezara la mu- uilla de tu contestador cuando senti un ruido ex- trafio en la linea y se corté la llamada. Después lo in- tenté una vez mas y daba ocupado constantemente, como si se hubiera roto... Felipe no comprendia tanta agitacién. Hizo un gesto como para que Nati se calmara y se sentase y artiesgé una explicacién razonable. —Oye, se habré descompuesto la linea, no veo por qué tanta... Nati no lo dejé terminar. —jEs que no te das cuenta! ;Tuve un presenti- miento! Felipe suspir6. Ahora si que estaban listos: los presentimientos de Nati eran més famosos que sus retrasos, y cuando tenia uno habia que seguirle la co- rriente, salvo que uno quisiera volverse loco. —Esta bien —dijo Felipe resignado—. ;Y qué hemos de hacer? :Cémo que qué hemos de hacer?! ;Pues hom- bre, aprisa, ya, a tu casa! Paga que busco un taxi. Felipe se levanté sin ganas, mientras su amiga salfa a la vereda haciéndole sefias para que se apura- ra, Felipe volvié a suspirar, pero esta vez su amiga no 58. se equivocaba. En unos cuantos minutos estuvieron en el edificio y subieron corriendo las escaleras has- ta el departamento. Nati llegé primero y Felipe, ja deando, llegé detrés, sacando las llaves que no alcanzé a usar: en su impaciencia Nati habfa movido el pica- porte, y la puerta, rota como estaba, se abrié con un chirrido, Cuando Felipe entré, pensando en que él habia dejado cerrado con Ilave, se enconte6 a su ami- ga muda de asombro y al departamento hecho un’ desastre, con la mitad de las cosas dadas vuelta o cai- das, Felipe corrié al escritorio. No tuvo que buscar mucho para darse cuenta de que el libro de bitécora y las memorias del capicin Loayza habfan desapare- ido. “.. 15 de agosto de 1608. Las olas ahora mansas siguen trayendo hasta la costa los restos de la Santa Encaracién. La bue- aventura ha querido que el cofrecillo en || que ordené guardasen el libro de bitécora, estos papeles, dos o tres mapas y el tintero, haya Ilegado a mis manos, sano y salvo. Mis ‘manos... qué terrible burla, La herida ya no me duele, aunque atin no me acostumbro a llevar mi desgracia. Pero debo pensar en aquellos de mis hombres que no perdieron ||, un brazo, sino la vida, y dar gracias por mi 59 suerte, Ruego que alguno de ellos también ff haya Ilegado a la orilla y que la suerte quie- ra que nos encontremos en estos parajes de- solados. No tengo comida y he de subir el acantilado, cuando recobre mis fuerzas, para procurdrmela, No sé ain si habra en estas tierras nativos salvajes, pero después de ha- ber enfrentado la furia de Van Gaal, dudo ‘mucho de que los salvajes puedan ser peores. He de cuidar mis fuerzas, y la escasa tinta ‘que me queda. Debo dormir...” Derem Sturlusson sonrié satisfecho, cerrando el valioso cuaderno de memorias del capitn Loayza, Gustay, su mayordomo y Olsen, su chofer, habian hecho un excelente trabajo. herida por los cafionazos, la Santa Enearnacién daba tumbos a merced de las | clas. En la popa se habia desencadenado un incendio, que los hombres de Loayza inten taban apagar desesperadamente, y las velas de la Princesa se velan cada vez més cerca. —jEn cualquier momento van a abor- darnos! —grité Alonso Undurraga, diri- gigndose al capitén. Loayza ya lo sabfa. A sus érdenes, los pocos hombres que no estaban manejando las velas, apagando los focos de fuego que | empezaban a propagarse cada vez con ma- yor rapidex o a cargo de los escasos cafio- nes de la Santa Encarnacién, se habjan pa- rapetado a estribor y con los sables y mos- | quetes esperaban la Hlegada de los piratas. |) La nave corsatia les caeria encima en cues- | {4 tién de minutos. Un nuevo cafionazo dio de Ileno en el palo mayor que se partié con | 62 | esuépito y cao lentamente. Era el fin. Las ffl sogas de los hombres de Van Gaal empeza- ban a caer en la Santa Encarnacién y apoya- dos por los cafiones de la Princesa, los corsa- rios holandeses se lanzaban al abordaje. —Nos hundimos, ya no hay forma de resistit, capitan —volvié a decir Undurraga. Loayza sabfa lo que su fiel segundo le estaba proponiendo. Habia que bajar los es- quifes ¢ intentar huir. —Hlay que salvar el oro, sino de nada habré servido perder la nave, Alonso. En- cirgate. Mientras el segundo de a bordo pre- paraba los esquifes, Loayza, sable en mano y dando drdenes, se puso al frente de la de- fensa. Ya los piratas habfan tomado la popa y los marinos espafioles retrocedian dispa- rando sus mosquetes, golpeando con sus sa- bles, cayendo uno tras otro ante la superio- ridad numérica del enemigo. Un tltimo ca- fionazo hizo impacto en el puente, que se | “A; derrumbé sobre la borda. Un pedazo de | "| madera golped la nuca del capitan, hacién- dolo caer a los pies de un pirata: el sablazo asesino del pirata buseé la cabeza de Loay- za, que alcanzé a levantar instintivamente su brazo izquierdo, Con el grito de dolor | del herido capitan Megé el pistoletazo de A 6 Undurraga, que abatié al pirata. i —Arriba, capitin —rogé més que pi- | dié Undurraga, levantando a su jefe—. Ha- gaun tltimo esfuerzo, nos esperan los botes. i Loayza ya no sentia su brazo. Apoyin- dose en su segundo se dejé guiar entre el humo que se apoderaba de la Santa Encar- nacién. Un pufiado de hombres, persegu dos por los piratas, saltaban a los botes y | hhuian, Desde la borda los piratas dispara- ban sus armas y la ligera Princesa manio- | braba para apuntar hacia los fugitivos sus terribles cafiones. i ‘Undurraga aleanz6 a acomodar al mal herido capitan en el diltimo esquife e inten- 6 subir tras él, pero la suerte no lo acom- ppafié: una bala certera le dio en la espalda y el valiente oficial cayé al océano. La caida |; del amigo fue lo iltimo que vio el capitén Pérez de Loayza antes de que una mano | anénima lo cumbara en el piso del esquife que intentaba hui”. —Estd muy bien, realmente, muy bien —dijo sonriendo el abuelo, dejando en su lugar el pedazo de papel con el que habjamos marcado el parrafo. Pato y yo sonreimos satisfechos. 6 Después de cenar nos habfamos acomodado en la sala del abuelo, que en voz alta se puso a leer algu- nas de las péginas marcadas. Mi mamé ya habia. acos- tado a Martita y sentada con mi papé segufa el relato {Sed verdadero, papa? —le pregunté al abuelo. Mi abuclo encendié una nueva pipa y pensé unos instantes la respuesta. Pato y yo nos quedamos cen suspenso, esperando la palabra del experto. —Es de los mas interesantes que me han trai- do, no se puede negar. Es un poco novelesco, y por Jo que let haya podido salvar el vesoro, Tal vez los lingotes de la Santa Encarnacién sean parte del famoso botin que Van Gaal escondié en el Caribe. —Tiene que seguir leyendo, capitan —dijo Pato—. En la pagina 233 esta la respuesta. El abuelo sonrid. Mi amigo Pato le habia cafdo muy bien, —Esté bien. -Alguien prefiere leer en mi lugar? Yo sigo, capitin —dijo una voz desde la puerta. Pato dio un respingo en su silla, pero yo me levanté sonriendo: con el contramaestre Salvatore el grupo estaba completo. os hasta ahora no esté claro que Loayza aaa Una avioneta no es precisamente el mejor lu- gar para leer, pero a Sturlusson no parecfan impor- tarle los temblequeos del pequefio aparato. Sentado adelante junto a Olsen, el polifacético chofer que ahora piloteaba la pequetia nave, leia una y otra vez el libro de Felipe, con una renovada atencién: tanto que parecta que nunca lo hubiera lefdo antes. Gustav, el mayordomo, estiré Ia cabeza con di- simulo y comprobé que la pagina que su patron re- lefa era la 233. Sin duda, Derem Sturlusson Ia en- contraba muy interesante. .. tres botes habjan logrado abando- | nar la Santa Encarnacién. En el de adelante temaban seis hombres. En el segundo, junto cinco marineros, vijaba el cofre del teso Undurraga se habia encargado personalmen- | te de hacerlo subi, a pesar de las quejas de 68 los marinos. En el tercero y iiltimo, todavia tendido en el suelo pero ya empezando a re- cuperarse, iba el capitin Loayza, con otros cinco espafioles. Quejéndose, Loayza se incorporé en el bote y pidié que le pasaran un remo. Alguien se habia encargado de vendarle la herida que ya no perdia més sangre, y con su tinico bra- 20 ttl el capitan intentaba ayudar a sus hom- bres. Los caftones de la Princesa seguian so- nando. Una bala cayé cerca del primer bote levantando espuma, y un instante después otro caftonazo alcanzé al segundo bote, que se partié por la mitad como si hubiera sido de juguete. Loayza y los hombres de su bore, impotentes, fueron testigos de la tragedia: los marineros del bote que habia sido alcan- zado por el cafionazo cayeron al agua y una enorme ola los tapé durante un instante; cuando la espuma retrocedié ya no pudieron verlos. El mar se habia tragado a los cinco marineros, y, junto con ellos, el cofre carga- do de oro que Loayza y Undurraga habfan intentado salvar. En el puente de mando de la Princesa, como dandose cuenta de que ya no tenia sentido seguir disparando, Van Gaal ordend suspender el cafioneo: los pocos hombres que habian logrado escapar de la Princesa 69 dificilmente lograran hacerlo de la furia de las olas.” 70 Apenas Olsen aterrizé la avioneta un jeep se acercé a la pista improvisada y su tinico ocupante, ‘otro hombre rubio y grande que parecfa un mellizo de Gustay, levanté una mano, més como una clave que como un saludo. Olsen se dirigié a su jefe, con- firmandole que no habia problemas y podian bajar: se encontraban en una vieja estancia patagénica, en supuesto viaje de turismo, a no muchos kilémetros del Cabo Fantasma, donde esperaban llevarse inte- gramente el perdido tesoro que Felipe consideraba propiedad de la Santa Encarnacién y el buscador de tesoros Derem Sturlusson, moderno pirata, preferia considerar propiedad de su antiguo colega, el tuerto Van Gaal. Ya.en el jeep, Sturlusson dio tres 0 cuatto drde- nes secas y cortantes y esper6 el informe que su hombre en la Patagonia le habia preparado. En un galpén viejo, que en otros tiempos habia servido ps ra guardar cueros de oveja, los esperaba un moder simo gomén con un poderoso motor japonés, tres equipos completos de buceo, herramientas de todo tipo, varias cargas de dinamita y, por si llegaran a ha- cer falta, cuatto fusiles autométicos y otras tantas pistolas. El iiltimo elemento, el As en la manga, Sturlusson lo traia en su maletin personal: los pape- les del capitan Loayza eran, sin duda, la clave de la busqueda. La primera noche en casa del abuelo, a pesar de nuestras promesas, la pasamos adentro. Mi mam dijo que era muy tarde pata ponerse a armar la car- pay aunque protestamos (no querfamos que después nos dijeran que no habjamos cumplido con nuestra palabra) Pato y yo finalmente tiramos las bolsas de dormir en la sala de la pequefia casa del acantilado, Hablamos estado leyendo hasta tarde, y después, tuna vez que se fue el contramaestre y nos metimos, cn las bolsas, tardamos bastante en poder dormir- ‘nos, tan ansiosos estabamos con el comienzo de la bisqueda, que mi abuelo el capicin y su amigo Sal- vatore nos habjan prometido, sin falta, para la ma- fiana siguiente. Aso de las ocho nos despertaron entre mi abue- Jo, que iba y venta por la casa, mi hermanita, que co- mo de costumbre se desperts temprano, y los ladri- dos de Grumete que cada tanto, después de ladrarle quién sabe a qué, se acercaba a la puerta y la rascaba con las ufias. Refregindonos las lagatias salimos de las bolsas, més dormidos que despiertos y nos pusi- mos, lentamente, en movimiento. Mi abuelo, a pesar de su edad, se mostraba més activo que nosotros dos ys para que nos pusiéramos a trabajar a su ritmo, ter- miné por servirnos dos tazones de café bien cargado que bebimos sin muchas ganas, tan fuerte estaba. A las entré como siempre sin golpear y con él aproveché Grumete para meterse adentro. La casa era un lio in- fernal —Ya se iban, no? —pregunté intencionada~ mente mi papd, con Martita a upa. Nosotros lo miramos en silencio, pero el abue- lo se encargé de devolverle la broma, sabiendo que mi papé era un portefio de pura cepa. —Apenas la expedicién esté lista. La gente de la ciudad no parece muy fuerte, realmente. Mi mamé nos metié unos séndwiches en las mochilas, més de los que necesitdbamos segiin gruié mi abuelo y nos despidié en la puerta. Los que final- mente fbamos rumbo a la costa éramos cinco: el abuelo, el contramaestre Salvatore, Pato, yo y, ade- lante de todos, Grumete, moviendo la cola como ca- da vex que olfateaba una aventura, En la pequefia playa del acantilado nos espera- ba el viejisimo bote a motor del abuelo, el Tiburdn. Después de pelear un rato largo con el pequefio mo- aeve llegé el contramaestre Salvatore, torcito el abuelo logré hacerlo arrancar y nos encon- tramos navegando. El mar estaba més calmo que una See ™ pileta: daba gusto pasear de esa manera. Metido en su salvavidas (el abuelo jamés nos habria dejado ir sin los salvavidas puestos) y casi colgando del bote, Pato, con el libro en la mano, disfrutaba enorme- mente del viaje. El contramaestre tenfa en las manos un extrafio instrumento y, como a la media hora, nos dijo que no podiamos estar muy lejos del lugar donde habfa naufragado la Santa Encarnacién. —Lo que es raro —comenté el abuelo, mien- tas prendia su primera pipa, después de apagar el motor del Tiburén— es que nunca hayamos visto ni tun misero resto. Esta zona la inspeccionamos mu- chisimas veces. El contramaestre asintié en silencio. El tenia las mismas dudas, —Bueno, ya que estamos, habré que bajar un rato —dijo el abuelo, sonriendo. Eso era lo que Pato y yo més esperabamos. Nos habfamos pasado todo el afio en una escuela de bu- ceo y queriamos con locura bucear en el mar. El abuelo nos ayudé con los equipos y después de dar- nos un montén de indicaciones y de atarnos con unas gruesas sogas al bote nos dejé bajar. Fue una sensacién maravillosa, el agua estaba tan clara que a través de los visores podfamos ver los peces nadando al alcance de nuestras manos. Volvimos a bajar esa mafiana unas cuatro veces ys aunque nos habiamos divertido mucho, de nuestro objetivo no habfa ni rastro, Al mediodfa, comiéndo- nos los sindwichs en el bote hablamos nuevamente de lo mismo. —Puede ser que todo sea una novela, una fan- tasfa y nada mas —dijo Salvatore. —Puede ser —respondié Pato—. Pero es difi- cil que le permitan citar unos documentos histéricos y que todo sea mentira El abuelo mene6 la cabeza y sonrié, Estaba pa- ladeando el momento de decir una de sus frases fa- voritas. —No es dificil, mhijo: ya lo decfa mi padre, el papel aguanta cualquier cosa. Pato y yo sonzeimos sin ganas: estabamos de veras convencidos de que la Vera historia... era, como aseguraban su titulo y su autor, verdadera. Pero el abuelo enseguida nos devolvié la con- fianza, aunque no la tranquilidad: —Sin embargo, chicos —dijo parindose en el bote y sefialindonos un punto que se iba acercan- do— yo también creo que la historia es verdadera. Y ime parece que no somos los tinicos que lo creemos. Cuando el abuclo terminé su frase, el punto, que no era otra cosa que un gomén poderoso, pasé velozmente a unos pocos metros de nosotros. A bor- do del gomén viajaban cuatro hombres, con sofisti- cados equipos de buceo, que ni siquiera nos miraron cuando pasaron salpicandonos con agua y espuma. Después de un rato en el mar, Gustav apagé el motor del bore, que quedé bamboledndose en el agua tranquila, y Olsen se preparé para bajar. Era un ceximio buzo, y si habia algo en esa zona no le pasa- ria inadvertido. Sturlusson lefa una vez més la Vera historia... y al rato, cuando Olsen volvié a subi, pricticamente no le presté atencién a sus palabras. Era como si el millonario ya supiera que el buzo no iba a traer ninguna noticia. A pesar de exo Olsen vol- vid a bajar otras tres veces, en distintos puntos, siem- pre sin resultado, Gustav se mantenia callado, como siempre, y Sturlusson no se desprendia del libro. El cuarto hombre, el que habia mangjado el jeep, espia~ baatencamente hacia la costa, como si hiciera guardia. —;Vamos a seguir buscando en otra parte? —pregunté timidamente Gustav, y su patrén De- rem Sturlusson sonrié misteriosamente y le palmed Ja espalda. —Por supuesto, mi querrido Gustav. Vamos a buscarr en mi cuarrto, 78 Gustav se qued6 con la boca abierta, —zEn su cuarto? —pregunté nuevamente, sin entender, —Asi es, mi buen Gustay, la clave no esté en el simpitico libro, La verdad del tesorro tiene que estar en el diarrio del capitan Loayza. ‘Micntras esto sucedia en la frfa costa patagéni- ca, a miles de kil6metros de alli, Felipe y su amiga Nati tropezaban con el escepticismo de un oficial de policta. —As{ que usted dice que le han entrado en el piso para quitarle unos papeles viejos, zeh? Y digame, cunto valen esos papeles, si es que puede saberse. —Bueno, como valer, no lo sé, no mucho, ciertamente. Pero pueden ser la clave para encontrar un tesoro perdido... —Felipe no alcanzé a terminar la frase: la divertida cara del oficial, aguantando la risa, lo hizo detenerse—. No me cree —le dijo a Nati, frunciendo las cejas— piensa que estoy loco. Nati se encogié de hombros, resignada. —Te lo dije, aqui no nos iban a escuchar, hay que ir a lo del Strusson ese... —Sturlusson. —Ese. —2Y qué, vamos y le decimos que me devuelva lo que no puedo saber si me ha robado?, zquieres que nos suelte los perrazos esos que tiene? {Estamos listos! Empezando a fastidiarse, el oficial los inte rrumpié. 80 —Oigan, si no van a hacer ninguna denuncia seria, que tal si se van a conversar a un café, eh? Nati y Felipe lo miraron, sorprendidos. Ha- bian olvidado dénde se encontraban y detrds de ellos otras tres personas esperaban para hacer sus trémites. ‘Vamos... —dijo Nati, comando a su amigo del brazo— a lo de Strusson. —Sturlusson —corrigié desganadamente Feli- pe, y la siguié, convencido de que iba a terminar co- mo almuerzo de los enormes perros del millonario. Rae Después de una semana de pasear con el Ti- burén unas cuantas millas al sur y otras al norte del Cabo Fantasma, a Pato y a mi nos empezé a ganar esa especie de desdnimo que es el fruto de la desilusién. Por mucho que supiéramos que los tesoros no se en- cuentran de un dia para el otro (mi abuelo y el con- tramaestre hacia afios que buscaban y aunque nunca hhabian encontrado nada segufan intentindolo), nos hhabtamos creido tanto la historia de la Santa Encar- nacidn y su tesoro que estébamos pricticamente se- guros de que bastarian unas cuantas inmersiones cer- ca de la costa para ver brillar los lingotes de oro de st ajestad espafiola dentro de un cofre apenas entrea~ bierto y cubierto de algas. En fin, la cuestién era que no habia nada ala vista, ni siquiera, después de dos 0 ttes dias, el poderoso gomén que cada vez que past- ba nos llenaba de espuma: si esos tipos también bus- caban oo, como suponia mi abuelo, ya se habian artepentido y a esta altura, calculdbamos con Pato, deberian estar en el Caribe, por lo menos. 82 La primera mafiana en que decidimos dejar pa- ra otro dia la salida al mar nos propusimos ir solos, a recotter la costa, saltando entre las piedras. Mi mama nos hizo un montén de recomendaciones para que tuvigramos cuidado y después de advertirnos que si volviamos con demasiadas magulladuras nos iba a prohibir ir solos, nos despidié con un beso y la vian- da especial que nos habfa preparado en secreto. —{Todas las madres seran iguales? —me pre- gunté Pato, sabiendo la respuesta, apenas dejamos atris la casa del acantilado—. La mia es igual: cuida- do con esto, cuidado con aquello, no vengas tarde, toma, Ilevite comida, comé més, dame un beso... {UR Qué pesader! Yo me ref, por supuesto, y como no hacfa falta que le contestara, después de caminar como media hora en silencio, saltando entre las piedras, volvi al tema que nos habja trafdo tan lejos, —1Te parece que encontraremos alguna cosa, che? Pato se encogié de hombros: tenia tantas dudas como yo, aunque en el fondo, por muy desilusiona- dos que estuviésemos, manteniamos la esperanza. —Mafiana veremos...:eh?, mira qué cueva mis rara —me dijo sefialando la redonda entrada de una cueva que parecia estar escondida detrds de una pic- dra enorme y negea. Yo me la quedé mirando. Parecia un escondite excavado en Ia roca y estaba por decirle a mi amigo 83 lo raro que me parecia no haberla visto nunca en mis anteriores viajes, cuando él me grité que lo siguiera y empezé el descenso. El agua nos mojaba las zapa- s historias de las areas que de pronto suben y aislan ala gente, y le tillas y de pronto recordé las tr dije a Pato que tuvigramos cuidado. —Si, che, ya sé. Pero falta un montén para que suba el agua, no hay problema. Llegamos un rato después y entramos por la re- donda entrada que parecfa una ventana. El piso y las paredes eran completamente oscuros y tardamos un rato en acostumbrar la vista a la oscuridad. Cuando por fin logramos ver el interior, comprobamos que era mucho més grande de lo que parecia, y que cer- «a del fondo, como si hubiera un reflector encen do, un haz de luz dibujaba_un redondel en el piso. —2¥ eso? —pregunté Pato sefalindolo, Alacercarnos nos dimos cuenta de que, por al- iin extrafio capricho de la erosidn, la cueva tenfa un agujero redondo que permitia el paso del sol, sélo en un lugar, como sefialando algo. —;Habrin vivido los indios acé? —Dificil —contesté—. Busquemos en las pa- redes, por ahi en vez de descubrir un tesoro, hace- mos un descubrimiento arqueolégico. {Te imaginds? iVengan a ver las cuevas que pintaron los antepasa- dos de Patoruzi! —Shh, Patoruati, miré, acd hay algo —me cor- «6 Pato y encendié un fésforo. 84 Habfa_un dibujito, pero no tenia nada que ver con los indios. —Pucha —dije—. No somos los primeros. En cualquier momento encontramos una pintada: “Ca- cho y Chola se aman”. Cuando volvimos a la casa de mi abuelo lo en- contramos parado en la puerta, fumando su pipa pensativamente. A lo lejos se vefa la polvareda que levantaba un auto, AY eso? —le pregunté, sefialando el camino. —No sé, unos extranjeros: alemanes, holande- ses, de por ahi. —:Qué querian? —Andan buscando algo, pero son de lo mas misteriosos. La verdad, m’hijo, no me gustaron nada. Cargando con las dos enormes maletas de Nati y con su propio bolso, Felipe, rumbo a la fila de embarque de Acrolineas Argentinas, en el hall del ae- ropuerto de Barajas, pensaba que si bien st amiga es- taba loca de remate él estaba total y absolutamente peor, por seguitle la corriente. Natalia se habia em- pefiado en que era imperioso viajar a la Argentina, ims precisamente a la Patagonia, ver de cerca los Iu- gares por donde habia andado el capitin Loayza, y, sobre todo, encontrar el resoro que, seguramente, os estaba esperando. El razonamiento de Natalia era, dentro de todo, bastante ldgico: si Derem Sturlusson se habfa llevado los documentos de Loayza era por- que estaba seguro de que el tesoro estaba ahi, al al- cance de la mano, como quien dice. Y no quedaban dudas de que habfa sido Stuslusson: cuando fueron a su mansidn no encontraron ni a los perros a los que Felipe temia tanto. El millonario buscador de tesoros habia salido de viaje imprevistamente, segiin comentaron los vecinos y, pot lo tanto, era casi se- 86 sguro que les llevara unas cuantas horas de ventaja en el camino hacia las costas patagénicas. Claro que, como decia Felipe, también podia ser que no tuvie- ra nada que ver, que en estos momentos estuviera de viaje en su Dinamarca natal, o comprando perfumes en Paris, o en el Congo, y ellos estuvieran gastindo- se todos sus ahorros en vano. Pero Natalia no queria ni escuchar estos razonamientos: tenia otro famoso presentimiento y, por si fuera poco, agregaba diver- tida, “sino encontramos el oro, habremos pasado unas lindas vacaciones’. Se acomodaron en un asiento de tres junto a un hombre gordo que empezé a roncar apenas des- pegaron, y Felipe sacé de su bolso de mano unos pa- peles manuscritos. —;Qué es eso? —pregunté Nati. —Nada, algunos capitulos de la novela que fi- nalmente no usé, borradores. —A ver, anda, lee. Felipe se acomodé en la butaca, corrié un po- 0 la cabeza del gordo que se habia volcado sobre su hombro y empezé a leer, con un poco de orgullo y otro poco de timidez. il | “Con infinito cuidado el capicin Loay- | |) 2 fue juntando en la playa los restos titles ae | del naufragio que llegaban a la costa y los a ST transports hacia la escondida cueva que ha- {j} bia bautizado con el extraitio nombre de |i ‘Cueva Real. Una vez que tuvo todo junto y /! al resguardo de las aguas, se decidié a bus- | car el cadaver del querido amigo que habia | legado flotando hasta la orilla, y en el tinico | lugar donde la Tus iluininaba la cueva exca- v6 la sepultura, En ese momento oyé unos pasos y se asom6, blandiendo un palo afila do como tinica arma, dispuesto a enfrentar- se nuevamente con los piratas para defender asi el santuario de su camarada, cuando se encontré cara a cara con un grupo de hom- bres altos y morenos, vestidos con cueros, que lo miraban con curiosidad: habia encon- trado a ottos seres humanos y con ellos, aun- | que atin no Lo sabia, habia hallado una nue- va vida.” —Hombre, esto esté muy bien, zpor qué no lo has usado? Felipe sonrié y se acomods mejor en la butaca: le gustaba mucho explicar sus “secretos profesionales’. —No me gusté del todo, a pesar de que lo co- pi€ casi texcualmente de las memorias del capitén. No queria hacer un nuevo Robinson Crusoe: hay demasiadas historias sobre ndufragos solitarios inge- 88 nidndoselas para sobrevivir. Preferi darle una nota aventurera e inventé que mi antepasado se encontra- ba con los indios mientras estaba cazando. Yo creo que eso quedé mejor. Nati lo miré seria y aunque no dijo ni una pa- labra Felipe comprendié que no estaba del todo con- vencida. Ast que se sintié obligado a redondear su argumentacién: —Ademés, eso de ponerle Real a una cueva, por muy verdadero que sea, parece el invento de un novelista demasiado fantasioso, y otra cosa més: zde dénde sali el cadaver ese? Que me perdone mi abuelito el capitan pero es muy incresble que llegara ala costa después de varios dias. Mas atin, el cadver ni siquiera tiene nombre: dice “mi estimado amigo”, © algo asi, pero no dice de quién ¢s, ni nada. Me acuerdo de memoria lo que ponia en el diario, algo asi como que la Providencia habia querido tracrlo hasta la playa y él decidié hacer el esfuerzo de ente- rrarlo en la Cueva Real, para que estuviera definiti- vamente a salvo de los piratas —Felipe sonrié—. El capitén debfa estar enloqueciendo: ;Para qué iban a querer los piratas un cadaver? Nati otra vez se lo quedé mirando, esta vez bo- quiabierta y con un extrafio brillo en los ojos. Felipe repasé las iltimas palabras que habia dicho y de pronto dio un respingo en la butaca y tomé las ma- nos de su amiga. —;Piensas lo mismo que yo? 89. Hombre, parece més claro que el agua. —Fe- lipe se dejé caer sobre el asiento, soltando a Nati y

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