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XXIº PREMIOS

LITERARIOS 2010
Primer premio – Modalidad A: Clara Velasco Balanza (2º C ESO)
Segundo Premio – Modalidad A: Coral Sanz Carro (2º B ESO)
Tercer premio – Modalidad A: Marta del Rosario (3º C ESO)
Primer premio – Modalidad B: Erika Ramos (1º A Bach)
Jaque... Mate

En la calle de la mentira, que hace esquina con la avenida de la ignorancia, se encuentra


una pequeña chica, que precavida, observaba a su alrededor cómo el alcohol, paseaba
encima del hombro de su buena amiga, y haciendo el estúpido, se dirigían a coger el
metro con destino, vidas arruinadas. Pero qué importa, ella sólo busca el pequeño piso
franco, donde todas las noches, se realizan jugadas nocturnas, de libre entrada e ilegales
y gratuitas sátiras, pues quiere jugar a los miles de juegos, a los que la pequeña
propietaria de aquel piso, sostenido a costa de continuos desprecios, osa desafiar a sus
inusuales inquilinos...
Llega al portal y llama al timbre, sin tener que decir a lo que va, le dan paso hacia las
escaleras del edificio y sin un segundo perdido, se aventura a tocar tímidamente la
puerta. Sabe, que si cruza esa puerta, se estará arriesgando a acabar como muchas de las
personas que la rodean, derrotada, perdida en un mar anegado de tristeza y derramando
miles de lágrimas por sus (preciosos) ojos, pero también, se arriesga a salir victoriosa de
aquel piso, con la cabeza alta y la enorme alegría, de haber recuperado, todo aquello que
ellos han perdido, de lo que injustamente, han sido arrebatados... su felicidad.
Cruza el umbral y los sentidos se la nublan, con los olores a tabaco y alcohol, pero,
entre humos y borrachos, se abre paso, para llegar a la mesa principal, donde se juegan
todas las partidas, unas noches, juegan a tentar a la suerte con los dados y las cartas,
otras, se juega a vencer a la dueña con sus propios juegos, en lo que ellos llaman, largas
y animadas veladas nocturnas. Esta noche, toca jugar, al único juego al que sabe hacer
frente a esa pequeña reina de las mentiras, al ajedrez.
Decidida, toma asiento encarando a la pequeña reina y a sus pobres mandados, los
alfiles; pobres, dan tanta pena yendo detrás de aquella chica egoísta y falsa y sin saber
que tan siquiera, son un juego de distracción para ella, hasta que se canse de ellos y los
deseche. Y entonces, comienza el juego, entre la reina y el peón...
La reina de las mentiras, de la falsedad, del egoísmo, va moviendo cautelosamente sus
piezas, para no caer en ninguna trampa y perder a sus juguetes, pero enfrente, el peón,
no la da tregua alguna y se muestra muy superior a ella, en cuanto a táctica, y así,
pronto, comienza a despojarla de sus peones y de sus adorados alfiles... lástima, han
caído los apoyos más fuertes de su majestad, pues, su juego y su fuerza, se sustenta en
ellos dos, al ser utilizados como fuente de ataque y defensa. Sin ellos, y debido también,
al hecho, de no contar con un rey que pueda soportarla y quererla, su victoria se
tambalea. Y muy lentamente, la reina se va viendo sobrepasada, y comienza a
agobiarse, al ver su mandato en peligro, no sólo ha perdido a sus alfiles, ha perdido
también, a muchos de sus peones, sin contar, a todos aquellos a los que apartó de su
lado, rompiéndoles en miles de pedazos, difíciles de volver a reconstruir... Y es
entonces, cuando se da cuenta de todo lo que les ha hecho, les ha robado su vida y su
alma, les ha hecho creer ciegamente en ella, y ella, sólo ha sido capaz, de utilizarles
para su propio beneficio y divertimento y ahora, ahora se encuentra sola, sin nadie que
la apoye, ni la anime, ni tan siquiera, que quiera estar a su lado, por el miedo de que
ellos, también se rompan por dentro y no se puedan reconstruir nunca más... Es ahora,
cuando comienza a llorar consciente de las pérdidas, y quiere volver a recuperarlos, sin
saber a ciencia cierta, que muchos, ya no quieren saber nada más de ella...
Y fue así, como el peón, aquella chica normal, que aparentemente, no destacaba en
nada, se arriesgó a jugar contra la reina, sin miedo a perder nada y con la ilusión de
ganarlo todo por ellos. Y venció, y dejó ahora a aquella pobre chica indefensa, sentada
sobre sus rodillas en el suelo, llorando por sus actos, mientras ella salía de aquel piso, de
aquel edificio, con una mirada brillante y una sonrisa en la cara y se dirigía de nuevo a
su hogar, por la calle de la amistad...
El mayor error, que cometió la reina, fue jugar a su propio juego de mentiras y ser peón
de ello, y más aún, el de subestimar a un pobre peón, que demostró ser más inteligente
que ella y le ganó en su propio juego.
Segundo premio – Modalidad B: Marina del Barrio Pérez (4º ESO A)
LA REINA DE CRETA
Cuenta una vieja leyenda olvidada por la razón y las viejas lenguas de la historia que,
siglos atrás, dos reinos libraron una contienda feroz durante años. A un lado se
encontraban los helenos, que en su afán de expandirse por el mundo, se enfrentaron
contra la floreciente civilización cretense. El rey de Creta, Radamantis el justo, debía
resistir los constantes intentos de invasión por parte del ejército aqueo. Estos, al igual
que los buitres ante una posible presa, asediaban la pequeña isla con su fiereza
característica.
Pero no sólo existían los problemas en el mar Egeo, también se veían conflictos diarios
en el propio palacio del rey. Radamantis había sido bendecido con una próspera
descendencia de veinte hijos varones, todos bravos guerreros, y con dos hijas. Una de
ellas, Licánide de Cnoso, era la sacerdotisa virgen de la diosa Gea. Se la conocía como
la de firme lanza, ya que la manejaba con tal soltura y dominio que se había ganado el
respeto de su padre y su pueblo. La otra hija era todo lo contrario a la sacerdotisa.
Aglauro, la hermana, era una princesa delicada, con hermosos ojos y siempre tenía
algún capricho incumplido. La princesa detestaba en el fondo de su ser a Licánide, ya
que, siendo la de bellos ojos doncella casadera, su atractivo quedaba eclipsado por la
lancera y esta recibía atenciones de todos. Aglauro sentía la envidia en su pecho como
hierro candente y juraba cada noche, entre lágrimas, que sería vengada por sus ultrajes.
En los días de la guerra, Aglauro ahogaba sus penas hilando delicados tapices que
esperaba regalar a su padre y hermanos. Una noche, mientras bordaba silenciosamente
en su dormitorio, contempló el tranquilo paisaje nocturno que despertaba cuando las
gentes dormían. Al rato, se cansó de su tarea y se asomó su balcón. De repente, divisó
en la lejanía a un hombre llegar hasta la playa a nado. Sin que se pudiera discernir bien
su figura, la princesa le vio internarse en un bosque cercano. Durante unos segundos, se
quedó paralizada, sin saber cómo actuar. De pronto, se fue corriendo hasta la habitación
de su hermana. Allí, Licánide dormía plácidamente después de haber estado
sacrificando bueyes a las divinidades durante todo el día. Aglauro la arrancó de sus
sueños sacudiéndola con nerviosismo. La de firme lanza se despertó enfadada, dispuesta
a estrangular a su inoportuna hermana. Con su voz llena de temor, la princesa convenció
a Licánide para que le acompañara a buscar al misterioso individuo. Aglauro disfrutaba
en su fuero interno del agotamiento de su hermana mientras ambas salían con
precaución del palacio. Una vez fuera, se introdujeron entre los frondosos árboles del
bosque. Licánide caminaba cautelosa al mismo tiempo que la otra muchacha la seguía
temerosa y sin prestar atención a su alrededor. De pronto, Licánide distinguió una
hoguera entre unos arbustos y se detuvo. Le indicó con un gesto a su hermana que
guardara silencio. Aglauro temblaba como una hoja entre el viento invernal. La valerosa
de Cnoso acechó detrás del hombre. Este estaba afilando su espada y entonces,
desobedeciendo a su hermana, la miedosa soltó un gemido que alertó al acechado de la
presencia de las jóvenes. Licánide fue a atacar al hombre y este paró su lanzada con la
espada. Ella le lanzó varios ataques hasta que el hombre le rogó con dulzura que no le
atacara, que simplemente era un fenicio perdido tras el naufragio de su barco de
comercio. Aplacada por sus palabras, Licánide detuvo su embestida y Aglauro se acercó
confiada al fuego. El hombre era extrañamente pálido y mostraba un rostro demacrado
por la penuria. Cubría difícilmente sus vergüenzas con harapos que una vez fueron
ropas, sus ojos se iluminaban al ver a la altiva sacerdotisa. Licánide, percatándose de la
desnudez del extranjero, le ofreció su velo para cubrirse. Él lo aceptó, sonriendo con
encanto a la de firme lanza. Aglauro, prendada a primera vista del pálido, interrumpió el
agradable silencio interrogándole. El naufrago era un comerciante con padres griegos
llamado Sísifo. Durante la conversación, Sísifo acosaba a la sacerdotisa con
comentarios atrevidos y escandalosos, ante los cuales ella reaccionaba con hostilidad.
Sin percatarse de aquello, Aglauro invitó al fenicio a pasar la noche en palacio. Pese a la
oposición de Licánide, el extranjero fue acogido en la casa como un invitado especial.
En los días siguientes, Sísifo logró, gracias a su elocuencia, poder permanecer en el
hogar del rey. Sin que el padre o cualquier otro familiar lo vieran, el fenicio perseguía a
Licánide con proposiciones de matrimonio. Ella las rechazaba con violencia alegando
que su deber era ocuparse del templo de Gea hasta que este se convirtiera en ruinas.
Sísifo, aprovechó momentos de soledad para reflexionar con aquellas palabras y a partir
de ellas, maquinó un cruel plan para conseguir lo que deseaba.
La guerra continuaba y los aqueos estaban derrotando a las fuerzas cretenses. Aunque
esto era grave, el único interés de Aglauro era el piel de luna. Tal era su pasión por él
que, una noche, decidió espiarle, oculta en su dormitorio. Le contempló como
ensimismada hasta que un joven mensajero entró por la ventana. El mensajero entregó
un mensaje al fenicio de parte de un rey ateniense, agradeciendo la información cretense
que le enviaba. Cuando el mensajero se fue, Aglauro salió de su escondite y Sísifo se
quedó con la cara lívida, realmente aterrado. El rostro de Aglauro se cubrió de lágrimas,
no podía creer que su amado era un traidor. Pero Sísifo se preocupaba más de que ella
destapara su plan que de su decepción. Cuando la princesa hizo ademán de salir del
dormitorio, el espía se arrodilló ante ella, le confesó que en realidad era procedente de
Corinto e improvisó una declaración de amor en el momento. Aglauro, tras oír aquella
mentira, cedió por completo su voluntad al manipulador Sísifo. Entonces, le hizo jurar a
la princesa que haría cualquier cosa que le ordenase, aunque fuera traicionar a su
familia. Así se hizo y, aquella noche, el corintio y la cretense yacieron en el lecho,
consumando su pacto de traición. Al alzarse la aurora en el cielo Sísifo ya se había
marchado en un barco en dirección al Peloponeso. Aglauro tendría su venganza contra
su familia.
Meses más tarde, Aglauro hizo creer al rey Radamantis que si atacaba la isla de Rodas,
la guerra acabaría con su victoria frente a los griegos. Licánide no confió en esa falsa
información e intentó en vano evitar que su padre enviara las tropas allí. Toda la flota
cretense, incluidos el rey y sus hijos, partieron a Rodas. Antes, Radamantis había dejado
a su hija Licánide al mando, lo cual era un obstáculo para Aglauro. Licánide llegó a
saber por mensajeros que la flota había caído en Rodas, donde los aqueos les tendieron
una trampa. La sacerdotisa no tuvo tiempo para llorar a sus muertos, movilizó a los
pocos guerreros restantes para defender el reino. El pueblo recibió con vítores de alegría
la determinación de Licánide. Aglauro no tuvo más opción: iba a asesinar a su hermana
para hacer feliz a su amado Sísifo. Un día, nada más atardecer, la princesa entró en los
aposentos de la de Cnoso con un puñal e intentó atravesarle el pecho. La de firme lanza,
con un rápido movimiento, desarmó a su atacante. Aglauro temblaba y Licánide,
confundida, le preguntó la razón de su ataque. Aglauro, enloquecida, respondió que
debía matarla para dar el triunfo a los helenos y para asegurar que el hijo de ella y Sísifo
llegaría a ser rey de la isla. Aquella declaración de intenciones fue un duro golpe en el
corazón de Licánide. Sin cambiar su gesto sombrío, agarró del pelo a su hermana y la
arrastró hasta la plaza central de la ciudad. Ordenó ergir una pira de fuego y sujetó una
daga ceremonial. Aglauro percibió las intenciones de su hermana y le suplicó clemencia
repetidas veces. Haciendo caso omiso a sus lloros, degolló a la princesa sin vacilación.
Luego, arrojó su cadáver a las llamas. A partir de ese momento, Licánide era ella sola
contra la temible Hélade.
Su sacrificio provocó la ira en los dioses olímpicos y sus calumnias les habían
humillado. El colérico Zeus, haciendo su propia justicia, le dio a Poseidón la orden de
castigar a los cretenses con un terremoto que arrasó la isla entera. Los efectos fueron
devastadores, la ciudad terminó en ruinas y todas las defensas que tenían acabaron
destruidas. Licánide no tuvo más remedio que preparar barcos para enviar a su pueblo al
Lacio. Una flota helena llegaría en poco tiempo, tenía el viento a favor y en uno de sus
camarotes se encontraba el nocivo Sísifo, que estaba pletórico ante la suerte de los
griegos y anhelaba encontrar a Licánide para hacerla suya.
Al tiempo de una semana, los cretenses estaban listos para partir al mismo tiempo que
Licánide y un grupo de guerreros continuaba en tierra para contener al ejército aqueo.
Su idea era distraer durante el mayor tiempo posible a los invasores para que los
cretenses tuvieran la ocasión de partir hacia la península itálica. No tenían demasiadas
esperanzas de vivir, creían que las ilusiones eran el veneno que el miedo usaba para
cegar su visión de lo inevitable. Realizaron un último sacrificio a sus divinidades para
que les protegieran y esperaron a la llegada de la flota adversaria. Cuando cayó la
noche, los vigías divisaron nada más que diez barcos helenos repletos de soldados
ávidos de sangre que se contaban por cientos. Estos enemigos se toparían con cincuenta
valerosos cretenses que estaban dispuestos a morir y que no albergaban miedo alguno.
Los aqueos desembarcaron en la costa y buscaron a los defensores por el bosque.
Licánide y sus soldados salieron a la caza de los griegos. Acecharon soldado por
soldado, hasta que los helenos se retiraron a las ruinas de Cnoso y combatieron frente a
frente. La destreza de los helenos no podía contrarrestar la furia de aquellos guerreros.
Los cretenses lograron acorralar a los enemigos. Entonces, apareció Sísifo, portando
una altiva armadura y una afilada espada que daba muerte a muchos soldados. Además,
misteriosamente, era invulnerable a las estocadas de las lanzas o los golpes de espada.
Al verle, la cólera invadió a Licánide, que salió al encuentro de su enemigo después de
alejarle de los supervivientes cretenses. Los soldados, a su pesar, mataron a los últimos
aqueos y marcharon al puerto, de donde gran parte de las naves habían marchado ya.
Quedaron la iracunda Licánide y el ágil Sísifo peleando sobre los restos de la ciudad. La
guerrera estoica resistía los golpes y contraataques de su adversario, que pretendía
inmovilizarla más que matarla. El corintio se burlaba de su rival y su familia, sobre todo
de Aglauro. En ese instante, Licánide sacó fuerzas de flaqueza y golpeó con mayor
potencia, en venganza por su familia. Continuaron combatiendo hasta que amaneció y la
luz del sol empezó a quemar la piel de Sísifo. Helios atacaba con rabia al pálido, y le
maldecía por haber dado la victoria a los griegos, condición por la cual Zeus le perdonó
su condena en el Tártaro.
Mientras el espectro se cubría frenéticamente con tierra, la de firme lanza aprovechó el
momento para ir hacia el puerto al puerto. Cuando llegó allí se alegró al ver que sus
leales soldados la habían esperado con un barco disponible para ella. Se subió a la nave
y zarpó rumbo a la península itálica. Licánide contempló por última vez la tierra que la
vio nacer y en la que había sepultado sus sentimientos para siempre.
Tercer Premio – Modalidad B: Flor González Baena (2º A Bach)
LA NOCHE DE SAN JUAN.
El denso viento que agitaba las hojas en el bosque, estremecía a cada paso a aquella
mujer. No le quedaba tiempo, debía darse prisa. Las negras nubes no dejaban ni al más
minúsculo rayo de sol asomarse a la tierra. La noche era oscura, todo estaba sumido en
una profunda penumbra que también le consumía el corazón a la mujer. Corría
desesperadamente, sin rumbo fijo, y sin dejar ni por un instante de sujetar firmemente lo
que custodiaban sus brazos.
Impulsada por la angustia del tiempo, de detuvo. Se agachó lentamente dejando al
descubierto toda su triste figura. Había perdido ya toda su belleza, su envejecida cara
solo revelaba el sentimiento del dolor y un insondable desconsuelo, aunque delatado por
un atisbo de locura. Su boca era fina y convexa; su nariz, grande y perfilada; su ojos
estaban hundidos e inundados por el mar de la tristeza; sus pómulos estaban cruelmente
marcados por dos ríos que nacían de dos esferas celestes; y su tez, desperdiciada, estaba
llena todavía de tierra y algo de sangre. Sus manos estaban esqueléticas y temblorosas y
su cuerpo escuálido se mantenía curvo y desequilibrado. Su cabello fino y frágil,
componía una frondosa maraña de color café. Sus pies iban descalzos, llenos de malas
experiencias sensoriales. La indumentaria, oscura y raída, era también un firme reflejo
de sus sentimientos y de los más profundos secretos que guardaba.
Con los ojos desorbitados, socavaba apresuradamente la tierra mojada. La fuerte lluvia
empezaba a parecer granizo por su intensidad y envergadura. Pero a la mujer no le
importaba, podría haber aguantado miles de entorpecimientos antes de no estar
completamente sumida en la tristeza. Solo le atormentaba un pensamiento, una misma
idea que se repetía como el vaivén de un péndulo.
Depositó en el fondo de la zanja su más preciado tesoro, y en ese momento los abismos
del universo se cerraron sobre ella. Se consumió en su más caudaloso llanto, en sus
gritos de terror, en sus expresivos gestos de dolor. No existía rastro de vida humana en
ella, se había convertido en pura ira y desesperación. Cientos de agujeros negros
consumían lentamente todo su ser, toda su energía, toda su cordura. Miles de huracanes
revolvían su corazón una y otra vez en busca de alguna huella de esperanza que quedara
en su interior. Furiosas olas sacudían la cada vez más corta respiración de aquella
mujer. No quedaba aliento de vida ni ánimo de respirar. Solo quedaba morir.
Pasaron horas hasta que el alma de la mujer se diese cuenta de que seguía en el mundo
terreno. No había muerto. No podría haberlo hecho aunque quisiese, morir hubiera sido
como un regalo extrañamente envuelto. Vivir suponía nadar en la agonía constante,
soportar el sufrimiento segundo tras segundo y retorcerse en la amargura, pero ella sabía
que era su merecido castigo. En los instantes siguientes, la cabeza de la mujer se
dispuso a analizar lo más profundo de su persona.

En aquella somnolencia, analizó su personalidad, su carácter, su moral, sus


conocimientos, su forma de pensar, su vida. Y llegó a la conclusión de que todavía
quedaba mucha historia por escribir, muchos acontecimientos que experimentar y
muchas oportunidades para poder dejar de lado todos aquellos oscuros sentimientos.
Sentimientos provocados por acabar de enterrar a un bebé muerto en mitad del bosque.
Acto seguido, los circuitos neuronales empezaron a activarse escandalosamente.
Millones de ideas frías y calculadoras atravesaron su cerebro. Poco a poco se iban
despertando del desmayo todos los miembros de su cuerpo, terminando por los ojos que
lentamente abrían los párpados en busca de algo de luz.
Nueve y seis de la mañana. La lluvia empezaba a amainar y las cálidas gotas de lluvia
caían suavemente sobre la cara de aquella mujer. Se incorporó torpemente. Le dolía la
cabeza ligeramente y parecía tener algún hueso roto, pero estaba viva. Exhaló un breve
pero profundo suspiro, y comprendió la situación. Volvía a ser una persona racional,
volvía a estar en el mundo. Limpiándose la cara, se levantó. Terminó de cerciorarse de
que nadie descubriría el cadáver y puso rumbo a la ciudad.
La mujer no lloraba más, simplemente seguía caminado. Pero en sus ojos azules todavía
podía observarse dolor. El dolor de haber matado a su hijo por accidente la noche de
San Juan.

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