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SEUDÓNIMO: Bla, bla, bla.

LA VITRINA

Ya estoy harta. Bueno, mejor dicho, ya estamos hartos de tanta comedia.

Me presento. Soy Cleopatra. Sí, sí. La mismísima Cleopatra. La que vivió en el antiguo
Egipto, la que reinó. A lo mejor me recuerdas por mis famosos baños en leche de burra o por mi
famoso pelo negro y flequillo recto. Y, ¡cómo no!, seguro que me asocias a Marco Antonio.

Tuve una vida interesante, intensa y emocionante, pero con final trágico: me suicidé. Me
encontraron muerta en mi cama de oro cuando solo tenía 39 años. Eso pasó hacia el año 30 a C.
Imagínate, hace casi 2100 años. Parece imposible lo rápido que pasa el tiempo...

Al morir, me momificaron, me metieron dentro de un sarcófago precioso, hecho, pintado y


esculpido a mano por montones de esclavos, pues en aquel tiempo no existían las máquinas. Dentro
del sarcófago, colocaron monedas, algunas de mis joyas y un ejemplar de El Libro de los Muertos.
Luego, claro, mi sarcófago fue depositado en la cámara mortuoria que había al final de un gran
laberinto en el interior de una gigantesca pirámide.

Lo primero que vi al morir fue a una persona. En un principio pensé que no estaba muerta y
que todo había sido un sueño. Pero aquélla no era exactamente una persona, más bien podría decir
que era un dios. Habría jurado que era Anubis, el dios del infierno. Se decía que, al pasar al otro
mundo, era la persona que te recibía y te llevaba hasta Osiris, dios de la resurrección. Exacto. No
me había equivocado. Ése era él y me llevó, cogiéndome sin delicadeza alguna por el codo derecho,
hasta Osiris. Al verlo, quedé admirada. Estaba sentado en el trono, así como siempre me lo había
imaginado, con su corona blanca. Pero su corona blanca no fue lo que más me llamó la atención. En
su mano derecha tenía un corazón.

-Tu corazón.- dijo Osiris.- Cuando Thot lo ponga en la balanza, si pesa más que la Pluma de
Maat, serás enviada al infierno con el dios Anubis. En caso contrario, quedarás conmigo y con las
personas que han hecho el bien.

El corazón me dio un vuelco. Es un decir, ya que en aquel momento no tenía corazón. Éste
ya estaba sobre la balanza y, para mi sorpresa, descendió hasta casi llegar al suelo. ¡Imposible!
Había hecho cosas malas en esta vida, pero, ¿tantas? Observé como la Pluma de Maat quedaba por
encima de mi corazón, por lo visto, un corazón sucio y contaminado. Quería preguntarle a Osiris
qué había hecho mal, pero antes de abrir la boca me miró y me dijo:

-No quiero preguntas. No quiero excusas. Te vas a ir al infierno con Anubis sólo por haberte
quitado la vida y haber desperdiciado la oportunidad de vivir que te ofreció Isis, fertilizando a tu
madre.

-Pe-pe-pe-pero...- Intenté defenderme.

-He dicho que nada de excusas.- Apuntó con un dedo a Anubis y siguió- ¡Llévatela!

Anubis, en aquel mismo instante, me había cogido del codo, ahora del izquierdo, todavía
con menos tacto que la otra vez. Bajamos por una escalera muy, muy, muy larga. ¿A cuántos
metros del nivel del Nilo estaríamos?
Estaba muy preocupada y triste, pues yo siempre había querido una vida eterna agradable y
sin problemas, y no sabía qué tal lo pasaría en las profundidades de la Tierra. Pero no me fue tan
mal. Me llegué a acostumbrar y aunque no me lo esperaba, allí encontré a casi todos los faraones de
la dinastía macedónica, los de mi dinastía.

Pasé el resto de siglos en paz. Algunas veces me escapaba a escondidas para espiar a los del
cielo, pero creo que en el infierno estábamos mejor. Hacíamos fiestas, nos divertíamos más. Lo
malo es que nunca pude ver a Marco Antonio, pues él era romano y residía eternamente en el
Averno.

Las cosas empezaron a no ir bien cuando a alguien le picó el gusanillo de encontrar restos de
las personas que habían pisado el planeta. Todo comenzó a ir mal el día en que una expedición de
arqueólogos, mayoritariamente británicos, decidió explorar nuestras tierras del Nilo y entrar en
nuestras pirámides.

Primero creíamos que no encontrarían las cámaras funerarias. ¿Que no? Vaya si las
encontraron. Y las exploraron. Luego incluso nos pusimos contentos. Debido al descubrimiento de
las interioridades de nuestras pirámides, Egipto se podría convertir en un lugar turístico. La gente
pagaría por visitarlas y los egipcios se harían ricos gracias a nuestro pasado.

Pero no fue así. Un buen día, los ingleses llegaron a Egipto con unos camiones. Desde el
infierno nos temimos lo peor. Venían a expoliar nuestras tierras. Cargaron cuadros con jeroglíficos,
monedas, sarcófagos, momias y todo lo que encontraron y se lo llevaron en barco hasta la isla de
Gran Bretaña.

Por el momento yo estaba tranquila. Mi pirámide era una de las que no habían saqueado.
Pero un día que no quiero recordar, un señor que vestía un mono blanco, un gorro y una mascarilla
del mismo color, entró en mi templo funerario.

Tardaron años en conseguir llegar a la cámara oculta. Habían construido muchas galerías y
era difícil acceder a ella. La cámara estaba repleta de cofres que guardaban mis suntuosos ropajes y
objetos personales, mis efigies, mis jeroglíficos, mis estatuillas de mármol y alabastro, mis vasijas
repletas de joyas y un sinfín de objetos que me habían colocado para facilitarme la vida de
ultratumba. En el centro estaba mi sarcófago, rodeado de lámparas y candelabros.

Al cabo de unos días, mi cámara parecía otra: sin cofres, sin efigies ni jeroglíficos, sin
estatuillas, sin vasijas ni objeto alguno. Me sacaron del sarcófago y llevaron mi momia a una
especie de laboratorio para analizarla. La radiografiaron, estudiaron los huesos y los restos de
pelusilla que habían quedado de mi hermosa melena negra.

Era un horror ver como le estaban haciendo eso a lo que había sido, cientos de años atrás, mi
cuerpo, el cuerpo con el que había seducido a Julio César y a Marco Antonio, el cuerpo donde
habían vivido mis hijos antes de ver la luz del sol.

Lo peor fue cuando me encerraron en una vitrina. No sabes lo que es verte en una vitrina y
que cada día miles de personas se apelotonen junto a ella, se amontonen a su alrededor y te miren,
te saquen fotos... ¡Es agobiante verme en un museo!

Pero no sólo yo me harté de todo esto. No fui la única que pensaba que nos deberían dejar en
paz y devolvernos a nuestros lugares de origen. Todos mis amigos compañeros de museo pensaban
lo mismo. Es una falta de respeto hacia nosotros.
Los dioses egipcios quisieron acabar con todo esto. Se reunieron para juntar todos sus
poderes y echaron una maldición a todas las pirámides: cualquier ser vivo, por pequeño que fuera,
moriría horas o días después de acceder a cualquiera de ellas.

Todo esto explica el porqué de la desgracia: después de entrar en la pirámide el 26 de


noviembre de 1922 y molestar a la momia de Tutankamon, poco a poco fueron cayendo lord
Carnarvon, Howard Carter, Audrey Herbert, Arthur Mace, Sir Douglas Reid...

¿Sabes? Todos aquellos que miran expectantes los restos de mi momia a través del cristal de
la vitrina no saben el final que les espera.

La maldición continúa...

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