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Instintos e instituciones*

Guilles Deleuze

Las denominaciones «instinto» e «institución» designan esencialmente procesos de


satisfacción. En el primer caso, al reaccionar naturalmente a los estímulos externos, el
organismo extrae del mundo exterior los elementos para satisfacer sus tendencias y
necesidades; estos elementos constituyen los mundos específicos de los diferentes animales.
En el segundo, mediante la institución de un mundo original entre sus tendencias y el medio
ambiente exterior, el sujeto elabora instrumentos artificiales de satisfacción, que liberan al
organismo de la naturaleza pero lo someten a otra cosa, y que transforman la propia
tendencia introduciéndola en un nuevo entorno: ciertamente, el dinero nos libra del hambre,
si lo tenemos, y el matrimonio nos evita tener que buscar pareja, pero ambos nos someten a
otras tareas. Por tanto, toda experiencia individual supone, como su a priori. la preexistencia
de un entorno en el cual se despliega la experiencia, ya se trate de un medio ambiente
específico o de un entorno institucional. El instinto y la institución son las dos formas
organizadas de una posibilidad de satisfacción. No cabe duda de que las instituciones
satisfacen tendencias: la sexualidad, en el caso del matrimonio, el ansia de posesión, en el
caso de la propiedad. Se podrá objetar que hay instituciones, como el Estado, a las que no
parece corresponder tendencia alguna. Pero esas instituciones son obviamente secundarias,
pues presuponen comportamientos institucionalizados y remiten a una utilidad derivada
propiamente social, cuyo principio depende, en última instancia, de la relación entre lo social
y las tendencias. La institución se presenta siempre como un sistema organizado de medios.
En ello reside, por otra parte, la diferencia entre la institución y la ley: esta última limita las
acciones, aquélla es un modelo positivo de acción. A diferencia de las teorías de la ley, que
sitúan la positividad fuera de la sociedad (los derechos naturales), y conciben la sociedad
como negación (la limitación contractual), la teoría de la institución sitúa fuera de la
sociedad lo negativo (las necesidades) y presenta la sociedad como algo fundamentalmente
positivo, inventivo (de unos medios originales de satisfacción). Este tipo de teoría nos
suministra criterios políticos: una tiranía es un régimen en el que hay muchas leyes y pocas
instituciones, mientras que la democracia es un régimen en el que hay muchas instituciones y
muy pocas leyes. La opresión se produce cuando las leyes se aplican directamente a los
hombres, y no a las instituciones antepuestas que sirven a los hombres de garantía.

Pero, aunque las tendencias se satisfacen mediante la institución, la institución no puede


explicarse por las tendencias. Unas mismas necesidades sexuales son insuficientes para
explicar las múltiples formas posibles que adopta el matrimonio. Ni lo negativo explica lo
positivo, ni lo general lo particular. El «deseo de saciar el apetito» no explica el aperitivo,
pues hay otros mil modos de saciar el apetito. La brutalidad no explica en absoluto la guerra,
aunque encuentre en ella su medio más adecuado. Tal es la paradoja de la sociedad:
hablamos de instituciones, pero nos encontramos ante procesos de satisfacción no provocados
ni determinados por la tendencia que se ha de satisfacer, y que tampoco pueden explicarse
por las características de la especie. La tendencia se satisface por medios que no dependen
de ella. No hay tendencia si no es constreñida, oprimida, transformada o sublimada. Aunque
ello no elimine la posibilidad de la neurosis. A mayor abundamiento, cuando la necesidad
encuentra en la institución una satisfacción sólo indirecta, «oblicua», ello no basta para
decir: «la institución es útil»; hay que preguntarse, además, a quién le es útil. ¿A todos los
que sienten esa necesidad? ¿Solamente a algunos (una clase privilegiada) o solamente a
aquellos que garantizan el funcionamiento de la institución (una burocracia)? El más profundo
problema sociológico consiste, por tanto, en investigar cuál es aquella otra instancia de la
cual dependen directamente las formas sociales de satisfacción de las tendencias: ¿Ritos de
una civilización? ¿Medios de producción? Sea como fuere, la utilidad humana es siempre algo
más que utilidad. La institución remite a una actividad social constitutiva de modelos, de los
que apenas somos conscientes, y que no se explica ni por la tendencia ni por la utilidad, ya
que, al contrario, esta última la presupone en cuanto utilidad humana. En este sentido, el

* Introducción en G. Deleuze, Instincts et institutions, Hachette, París, 1955, pp. viii-xi. Este texto se publicó como
introducción a una antología en el seno de la colección Textos y documentos filosóficos, dirigida por Georges
Canguilhem. Deleuze era en ese momento profesor de instituto en Orleáns. Georges Canguilhem, filósofo y médico
(1904-1995), había dirigido, junto con Jean Hyppolite, el Diploma de Estudios Superiores de Deleuze. Este texto,
próximo a las tesis sostenidas en Empirismo y subjetividad, figura bajo la rúbrica “De Hume a Bergson” en la
bibliografía esbozada por el propio Deleuze).

1
sacerdote o el maestro de un ritual es siempre el inconsciente del usuario.

¿Cual es la diferencia entre institución e instinto? En el instinto, nada supera la utilidad, a no


ser la belleza. La tendencia se satisface indirectamente mediante la institución, pero a través
del instinto lo hace directamente. No hay prohibiciones o coerciones instintivas, pues lo único
instintivo es la repugnancia. En este caso, es la propia tendencia, bajo la forma de un factor
psicológico interno, la que provoca un comportamiento cualificado. El factor interno no
explica en absoluto el hecho de que, permaneciendo totalmente idéntica, la tendencia
provoque comportamientos diferentes en diferentes especies. Pero ello implica que el
instinto se encuentra en el cruce de dos causalidades: la de los factores fisiológicos
individuales y la de la propia especie -hormonas y especificidad-. Por tanto, sólo hay que pre-
guntarse en qué medida el instinto puede someterse al mero interés del individuo: en ese
caso, llevado al límite, no habría que hablar de instinto sino de reflejo, de tropismo, de
hábito y de inteligencia. ¿O acaso el instinto sólo puede comprenderse en el marco de una
utilidad para la especie, de un bien de la especie, de una finalidad biológica primordial? “¿A
quién es útil?", tal es la pregunta que volvemos a encontrar en este contexto, pero con un
sentido distinto. En este doble aspecto, el instinto se presenta como una tendencia inserta en
un organismo con reacciones específicas.

El problema común al instinto y la institución es siempre el mismo: ¿cómo realizar la síntesis


de la tendencia y el objeto que la satisface? El agua que bebo, en efecto, no se parece a los
hidratos que mi organismo requiere. Cuanto más perfecto es el instinto en su propio dominio,
más pertenece a la especie, más parece constituir un poder de síntesis original e irreductible.
Pero cuanto más perfectible y, por tanto, más imperfecto, más sometido está el instinto a la
variación, a la indecisión, y se deja reducir en mayor medida al mero juego de factores
individuales internos y circunstancias externas, es decir, deja mayor lugar a la inteligencia.
En último término, ¿cómo podría ser inteligente ese tipo de síntesis que entrega a la
tendencia el objeto que la satisface, puesto que su realización implica un tiempo no vivido
por el individuo, unos ensayos previos a los cuales no sobrevive?

Es necesario recuperar la idea de que la inteligencia es de naturaleza social más que


individual, y que por tanto encuentra en la sociedad el medio ambiente intermediario, el
tercero de los entornos que la hacen posible. ¿Cuál es el sentido de lo social con respecto a
las tendencias? Integrar las circunstancias en un sistema de anticipación, y los factores
internos en un sistema que regule su aparición y que pueda sustituir a la especie. Y eso es
exactamente una institución. Se hace de noche porque nos acostamos; comemos porque es
hora de comer. No hay tendencias sociales, sino únicamente medios sociales para satisfacer
las tendencias, medios que son originales precisamente por ser sociales. Toda institución
impone a nuestro cuerpo, incluso en sus estructuras involuntarias, una serie de modelos, y
confiere a nuestra inteligencia un saber, una posibilidad de previsión en forma de proyecto.
Llegamos así a esta conclusión: el hombre no tiene instintos, construye instituciones. El
hombre es un animal a punto de abandonar la especie. Por ello, el instinto traduce las
urgencias del animal, mientras que la institución traduce las exigencias del hombre: la
urgencia del hambre se convierte, en el hombre, en la reivindicación del pan. Finalmente, el
problema del instinto y de la institución se plantea, en su punto más extremo, no en las
«sociedades» animales, sino en las relaciones entre el hombre y el animal, cuando las
exigencias del hombre recaen sobre el animal y lo integran en sus instituciones (el totemismo
o la domesticación), o cuando las urgencias del animal se topan con el hombre, ya sea para
huir de él o para atacarle, ya para obtener de él alimento o protección.

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