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LA ESCISIÓN DEL HÉROE TRÁGICO Y


LA SUBJETIVIDAD DEMOCRÁTICA ATENIENSE

Julián Gallego (UBA- CONICET)

Conferencia presentada en el marco de las actividades de las Xº JORNADAS


INTERESCUELAS / DEPARTAMENTOS DE HISTORIA, Rosario, 20 al 23 de
septiembre de 2005.

En un artículo publicado en 1992 en la revista Pallas (Vol. 38, pp. 69-78) con el
sugerente título: «La refondation athénienne de la condition héroique», Carles Miralles
establecía la siguiente conclusión, con alcance general (p. 75):

«La tragedia griega, ofreciendo al comienzo una visión nueva,


compartida, una ilusión que refunda y pone en cuestión a los héroes de la
tradición, traduce al final una desilusión colectiva, dicho de modo breve:
la imposibilidad del heroísmo. Porque los antiguos héroes vueltos a la
vida no han podido resistir a la mirada frente a frente de toda la ciudad:
una mirada que los encierra en sí mismos enfrentándolos a una realidad
que pone en evidencia su crisis sin remedio ante el juicio de la ciudad, a
los ojos de los espectadores».

Pensemos, por ejemplo, en el orgullo de Agamenón, en la obra homónima de


Esquilo, tras su regreso de Troya, entrando al palacio sobre la alfombra púrpura, y
pensemos también en su inmediata muerte a manos de Clitemnestra. Recordemos,
asimismo, la evocación que hace Orestes de este evento aciago cuando en Coéforas
(345-353) se lamenta de que su padre no muriera luchando en Troya, como un héroe en
el combate, o cuando un poco después (vv. 479-480) califica de indigna para un rey la
muerte que Agamenón ha recibido. En efecto, la hýbris del héroe, su soledad ante el
desenlace trágico sin poder hallar el camino de su salvación, su impotencia para mostrar
su carácter de héroe ante la inminencia de la tragedia, todo esto desarrollado ante los
ojos de los atenienses pone en escena la imposibilidad del heroísmo en el marco de la
ciudad democrática. Esta imposibilidad constituirá el terreno sobre el cual se fundará el
advenimiento de una subjetividad colectiva como trama política de la comunidad. Se
trata, en rigor, de una paradójica imposibilidad, pues estos héroes trágicos, a pesar de
remitir al pasado, un pasado ciertamente mítico, evocan en realidad una situación
simbólica y son, por consiguiente, contemporáneos de quienes los contemplan, es decir,
cobran existencia en la escena teatral. De allí la paradoja de esta figura heroica. El héroe
trágico queda finalmente subordinado a la ciudad: la tiranía sucumbe; el heroísmo
deviene algo imposible. Lo comunal se superpone a lo individual; las fuerzas dispersas
del mundo aristocrático quedan emplazadas en virtud del advenimiento de la fuerza
política colectiva del pueblo.
La individualidad del héroe trágico queda así contrastada con el espacio público
del teatro donde los ciudadanos se han dado cita y con el carácter político de las
prácticas colectivas atenienses, entre las que se deben incluir las prácticas religiosas,
rituales y cultuales de los festivales dionisíacos. Es justamente con respecto a esta
concepción de la acción colectiva como acto político que la condición tiránica del héroe
trágico permite a la ciudad democrática reflexionar sobre su propia condición, pues ante
la mirada de la multitud ateniense el tirano está condenado de antemano a sucumbir.
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Esta figura pone también de manifiesto el estatuto mismo del héroe trágico enfrentado a
la ciudad: exhibición y rechazo constituyen los modos habituales de la existencia trágica
en la representación teatral. De este modo, el héroe trágico, tras haber devenido en
tirano frente a la comunidad reunida en el teatro, sucumbe ante el poder colectivo
encarnado por la ciudad, la misma que ha estado observando sus dilemas y su caída. El
tirano bajo la máscara del héroe oficia así como una especie de espejo en negativo de la
comunidad ciudadana y sus valores políticos.
Las imágenes del héroe trágico que la tragedia construye de cara al público
reunido en el teatro nos sitúan, entonces, ante una figura tiránica que no puede tener
lugar en la ciudad democrática, cuya presencia sólo puede adquirir la forma de la
representación de una ausencia. Y esta representación de lo ausente en la escena teatral
cumple un papel fundamental en el diseño de formas de pensamiento sobre las prácticas
políticas, pues, como había propuesto Diego Lanza, en 1977, en su importante libro Il
tiranno e il suo pubblico (Turín, pp. 45-46):

«En la representación del tirano, un aspecto específico aparece: su


personaje constituye un punto de encuentro entre la pólis verdadera y la
micropolis de la interioridad individual. Pero no se puede considerar
estos dos niveles como si fueran paralelamente análogos, sino que el
juego de las correspondencias se transforma en un juego de resonancias
que se ponen de relieve recíprocamente subrayando el carácter “político”
de la representación trágica».

El héroe trágico oficiaría, pues, ambiguamente, tanto de antítesis como de


metáfora del ciudadano democrático. Si bien es verdad que los espectadores hallan en la
escena trágica las trazas singulares, seguramente angustiantes, de un proceso subjetivo
de toma de decisiones que tiene en la figura del héroe a un sujeto responsable de sus
acciones, no es menos cierto que esta identificación queda al mismo tiempo confrontada
con el hecho de que el advenimiento de la comunidad ateniense como sujeto político
sólo ocurre en el acto mismo de tomar decisiones que son efectos de prácticas
democráticas colectivas, y no individuales y tiránicas como ocurre por lo general en el
caso del héroe trágico.
La acción trágica requiere, por ende, del compromiso del héroe. En general, su
destino, su futuro y, en definitiva, su vida quedan supeditados a la resolución de un
crimen, una afrenta del pasado, una situación inesperada, un enigma. El asunto es
siempre materia de decisión y de lucha. Por otra parte, la acción del héroe trágico
transita inevitablemente entre dos órdenes de causalidades, que podríamos resumir
como ley divina o ley humana. Discernir ambos niveles no es algo que pueda llevarse a
cabo desde una perspectiva estrictamente lógica o racionalista. Lo que se impone, antes
bien, es un punto de vista eminentemente práctico, que Martha Nussbaum en su libro La
fragilidad del bien (Madrid 1995, pp. 53-87) ha identificado como los diversos niveles
de acción del agente inherentes a una conflictividad trágica. El desdoblamiento indicado
funcionaría así como metáfora de la escisión de ese agente que es el sujeto trágico, que
llega finalmente a una decisión no sobre la base de una certeza uniforme sino a través de
dudas, sufrimientos y angustias sin solución definitiva. El héroe debe entonces apoyarse
en las inconsistencias de su ánimo, asumiendo un destino para el que no posee
garantías.
La posibilidad de plantear que la tragedia organiza formas de pensamiento sobre
la ciudad democrática implica, como ya dijimos, tomar en cuenta la representación
trágica en la escena teatral donde el cuestionamiento del héroe adquiere vida propia
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implicando también a la comunidad presente en las gradas del teatro. Los


cuestionamientos, enfrentamientos y oposiciones que la tragedia expone, hacen posible
la constitución de una conciencia trágica cuya característica principal es la ambigüedad.
La tensión derivada de esto instala ante los espectadores el problema de la división, que
en principio es la del héroe con sus disyuntivas, pero que en lo sucesivo será también la
de la ciudad sometida a dichas disyuntivas.
En efecto, el héroe trágico en tanto se hace cargo de sus actos es juzgado por los
espectadores que asisten al desarrollo de su drama. El juego de los conceptos políticos y
jurídicos que los enunciados trágicos habilitan, enmarcan la acción del héroe como
agente comprometido y, consecuentemente, pasible de culpabilidad. El coro, el otro
elemento novedoso del drama trágico, asiste como entidad colectiva al desgarramiento
del héroe en la escena. La ciudad democrática, que presencia el espectáculo, se conecta
así con la ciudad en tanto que objeto constituido por el discurso trágico. Éste no habla
de aquélla; su implicación depende del funcionamiento de las prácticas singulares del
teatro donde la ciudad concurre para verse a sí misma. La ciudad trágica es un producto
de discurso y, por lo tanto, no representa a la ciudad real. Tampoco propone, como una
necesidad, una ciudad ideal que deba imitarse. En rigor, ciudades justas y ciudades
reprobables se suceden en la escena, pero ninguna alude a la ciudad real. La ciudad
trágica sólo ocurre una vez, en el momento singular de las representaciones teatrales. De
allí su singularidad, ligada al acto de ver y oír, de participar y mirarse en cada tragedia
que ocurre ante los espectadores. La ciudad hecha drama no soporta la reiteración. La
fugacidad irrepetible del estreno es su modo de ser.
Así, los ciudadanos se veían convocados, en cierta forma, a reflexionar sobre los
mecanismos de decisión ante disyuntivas que generan un momento indecidible, y
concibiendo la decisión como algo irreversible y cuyos efectos se desconocen.
Aceptemos de entrada este nivel básico implicado en la composición trágica. Es
conveniente, en este contexto, no perder de vista que la tragedia es un texto, sí, pero
destinado a ser representado en el teatro. Podemos, ciertamente, hablar de literatura,
pero pensada no según los criterios de un código de significación sino bajo el modo de
lo que excede dicho código y establece, como ha señalado Gilles Deleuze en su artículo
«La littérature et la vie» (en Critique et Clinique, París, 1993, pp. 11-17) una suerte de
lengua extranjera, que en realidad no es otra lengua que se opone o enfrenta a la lengua
establecida, ni tampoco es una jerga encontrada, sino un devenir-otro de la lengua, una
«minoración» de esta lengua mayor, una «especie de delirio» que la arrastra, una «línea
de hechicería» que se escapa del sistema dominante. Se trata de la creación, en la lengua
de una situación, de unas condiciones para que el lenguaje tienda hacia su límite o su
propio afuera.
En las representaciones trágicas ese devenir-otro, que es, en principio, el de los
personajes en la escena, podría ser también el del público presente en el teatro. Devenir-
otro; es posible reconocer aquí la fuente dionisíaca del teatro. Tal como señala Jean-
Pierre Vernant en «El dios de la ficción trágica» (en J.-P. Vernant & P. Vidal-Naquet,
Mito y tragedia en la Grecia antigua II, Madrid, 1989, pp. 17-25, en p. 20):

«Dioniso no encarna el autodominio, la moderación o la conciencia de


los propios límites, sino la búsqueda de una locura divina, de una
posesión extática, la nostalgia de un más allá absoluto; no la estabilidad y
el orden, sino el prestigio de una especie de magia, la evasión hacia un
horizonte diferente; es un dios cuya figura inalcanzable, aunque cercana,
atrae a sus fieles hacia las rutas de la alteridad y les abre paso a una
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experiencia religiosa casi única en el paganismo, la del destierro radical


de sí mismo».

Es por ello que Louis Gernet, en su artículo de 1953 sobre «Dioniso y la religión
dionisíaca» (en Antropología de la Grecia antigua, Madrid 1980, pp. 59-81, en 75, 79),
planteaba que Dioniso nos hace pensar en lo otro, siendo el símbolo por excelencia de
la actividad teatral en tanto que dios que juega-interpreta y que hace jugar-interpretar.
Así pues, la presencia de Dioniso en la escena teatral pone de manifiesto una
enunciación colectiva (los personajes en la escena, los espectadores en las gradas)
ligada a las formas subjetivas de un agente que, empujado por sus disyuntivas –y aún
sin saberlo–, se ve desterrado radicalmente de una identidad estable y permanente
debido a un destino escindido. Un dilema real, en efecto, nunca nos deja iguales. La
tragedia es, en tal sentido, una forma colectiva de enunciación que se ubica en una
posición de lectura en interioridad de las prácticas democráticas, puesto que, a mi
entender, el problema de decisión política radica en la división de la voluntad popular
en el momento del debate asambleario.
Pero Dioniso no sólo se dedica a presidir la representación teatral sino que, a
veces, también sale a escena. En el año 405, los atenienses asisten azorados al ya
inexorable espectáculo de su extenuación como fuerza política. En poco tiempo más su
gloria y su imperio habrán sucumbido ante el poderío espartano. Su democracia, antaño
victoriosa, muestra entonces sus signos vitales agotados. En ese momento Dioniso baja
al ruedo. ¿Por qué irrumpe ahora si está en su propia casa, si hasta aquí le había
alcanzado con presidir desde lo alto del theologeion? Esta no es, según parece, la
primera vez que así lo hace. Sin embargo, su protagónica presencia coincide ahora con
una coyuntura singular. Esta coincidencia se ve reforzada por el hecho de que su
epifanía teatral es en este caso doble. Aristófanes y Eurípides parecen haberse puesto,
por una vez, de acuerdo. Las Ranas y las Bacantes necesitan a Dioniso frente al público,
necesitan de su cambiante apariencia y su pasmosa ambigüedad para abordar los límites
de la identidad y adentrarse así en la alteridad. En la comedia, la construcción paródica
presidida directamente por el dios del teatro se dirigirá hacia los límites mismos de la
tragedia en tanto práctica discursiva: una metatragedia, según ha dicho Zoe Petre en su
artículo «Le haut, le bas et la cité comique» (Pallas, vol. 38, 1992, pp. 277-85). En la
tragedia de Eurípides, en cambio, la presencia de Dioniso tiene por cometido hacer
visible lo trágico de la existencia humana, haciendo inteligibles al dios y a la vida
humana con sus contradicciones. El abismo de lo desconocido de modo tal que la
experiencia adquirida y el saber previo muestran todas sus inconsistencias,
evidenciando cuán frágiles y relativas resultan las creencias, cuánta precariedad anida
en la conformación de un saber tenido por certero. A mi entender, Dioniso en la escena
del teatro ateniense de fines del siglo V sólo puede estar indicando una cosa: la crisis de
la democracia, la inversión de todos los saberes y valores establecidos, la presencia de
lo otro en el seno de lo mismo.
Dioniso, dios de la alteridad, se presenta entonces en la escena teatral de la
ciudad democrática. Su simultáneo protagonismo en la comedia y en la tragedia podría
indicar que es la propia pólis la que se ha alterado. Si la ciudad va al teatro a mirarse, a
reflexionar sobre sí y a cuestionarse, la epifanía teatral de Dioniso en el año 405 no
puede significar otra cosa que una severa muestra de cómo ha devenido la democracia,
cómo se ha alterado la ciudad. Y es en las Bacantes de Eurípides donde podemos
observar la situación en que el saber mismo se ve cuestionado. En efecto, las palabras
adquieren una ambigüedad inusitada a partir de la confrontación entre lo que se ve y lo
que no se ve. Dioniso, haciéndose presente como hombre ante los mortales borrará
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fronteras y hará patente que el saber no tiene una garantía fija dada por los sentidos. Por
otra parte, las palabras proferidas y los actos que en consecuencia se realizan, más allá
de las fluctuaciones de sentido que puedan adquirir, hacen de los hombres sujetos
responsables tanto de sus dichos como de sus hechos. Tal es lo que pone en evidencia
las Bacantes, pues Dioniso descarga sobre las mujeres de Tebas una locura inaudita que
las lleva fuera de sus hogares y del espacio civilizado hacia el espacio salvaje. El motivo
es que las mujeres sostenían que Sémele, la madre de Dioniso, no había sido fecundada
por Zeus: «¡Patrañas (sophísmata) de Cadmo, por lo que Zeus la mató [a Sémele] por
falsear bodas!», es lo que las mujeres voceaban (vv. 30-31) Dioniso entonces se
manifiesta a los humanos para hacerlos responsables de sus dichos y para mostrar la
verdad de su procedencia.
El segundo episodio que pone de relieve los problemas del saber y de la visión
se encuentra en el pasaje en que Cadmo atribuye a Tiresias, el viejo adivino ciego, una
voz de hombre sabio (v. 179), reafirmando esto por segunda vez al decirle: «Ya que tú
eres sabio» (v. 186). Ambos son los únicos que saben de la venida de Dioniso, y como
tal se preparan para recibirlo. Lo interesante es que la atribución de sabiduría de Cadmo
hacia Tiresias hace de este ciego el hombre cuya visión no se supedita a los sentidos, y,
por lo tanto, es capaz de entender la presencia de Dioniso. Cadmo, por su parte, conoce
de antaño su existencia. Esto se contrapone claramente con la arrogancia de Penteo, el
rey tebano, que teniendo al dios delante de él no es capaz de reconocerlo y pregunta
retóricamente al extranjero (que no es otro que Dioniso vuelto hombre): «¿Pues dónde
está? Al menos a mis ojos no está visible» (v. 501). Esta suerte de «empirismo» de
Penteo queda claramente al descubierto cuando califica los dichos del extranjero /
Dioniso de «perversos sofismas (sophismáton kakôn)» (v. 489).
Penteo, evidentemente, cree estar diciendo verdades, pero ignora la esencia
divina del personaje que tiene delante de sí. En efecto, según había anticipado Tiresias
(vv. 266-271):

«Cuando un hombre sabio encuentra un buen asidero a su discurso, no es


muy difícil que hable bien. Pero tú [le indica a Penteo] tienes una lengua
de rápido rodaje y en tus palabras no tienes ninguna sensatez. Un hombre
audaz, con fuerza y capacidad de palabra, resulta un ciudadano funesto
cuando le falta la razón».

Así también lo había indicado el coro, aunque sin nombrar directamente a


Penteo. Pero es claro que su canto invocaba la incapacidad de este rey de tener una
visión sabia, y que creía que sus sentidos y sus palabras constituían una verdadera
sabiduría de la situación en la que él y su ciudad se encentrarían (vv. 387-392):

«¡De bocas desenfrenadas, de la demencia sin norma, el fin es el


infortunio! Pero la vida serena y la moderación de pensamiento conserva
una estable firmeza y sostiene reunido al hogar».

De este modo queda anticipado cuáles serán los males que caerán sobre Penteo,
pero también sobre la ciudad de Tebas, pues su falta de moderación y de sensatez hará
que el hogar común, la pólis, se pierda.
Este juego de enunciados y enunciantes en torno de lo visible y lo no visible, en
torno de las palabras artificiosas y las verdaderas, constituye un juego posible a partir de
la racionalización del lenguaje que realiza la sofística. La ocurrencia de términos
directamente ligados a la palabra sofística, al menos por tres veces en los pasajes que
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hemos citado, junto con las constantes afirmaciones acerca de quién es sabio y en qué
consiste la sabiduría, ponen de manifiesto las improntas del discurso sofístico sobre los
demás discursos de la época. Eurípides, se lo ha sostenido a menudo, es uno de los
autores que más se habría dejado influir por esta corriente intelectual. Pero esto también
denota la constitución en el plano del régimen discursivo trágico de una reflexión ligada
a su medio cultural, el de la democracia ateniense, medio en el que las prácticas
políticas encuentran una serie de recursos de pensamiento.
Pero ¿recursos de pensamiento para qué? Para pensar el proceso de división del
agente. No obstante esto, en su libro Reciprocity and Ritual. Homer and Tragedy in the
Developing City-State (Oxford 1994, p. 367), Richard Seaford ha formulado la idea de que
la ambigüedad trágica –ligada fundamentalmente a la inestabilidad dionisíaca– tiene su
contraparte en lo que denomina una «ambigüedad controlada» enclavada en las prácticas
cultuales, sociales y políticas implicadas en los festivales teatrales. El texto trágico, por
cierto, no puede abstraerse de dichas prácticas en el seno de las cuales se desarrolla y cobra
vida. Y es justamente por ello que el dionisismo sería para la pólis democrática un agente
no de la división sino de la unidad:

«Dioniso... es el dios cívico que tragedia tras tragedia preside sobre la


autodestrucción de las familias dominantes del pasado mítico, para
beneficio de la pólis, el dios que de este modo ha puesto claramente un fin a
esa introversión y autonomía de la familia que hizo surgir el conflicto
trágico. Pero, por supuesto, el beneficio puede siempre perderse. Dioniso
es, en efecto, para la audiencia ateniense un “agente elemental de lógica
inhumana”, pero sólo si ellos [los atenienses] omiten honrarlo a él en esa
clase de festivales de la pólis».

Henos pues ante un dilema: ¿la tragedia, como modo de pensamiento de la


democracia, pondera la escisión o la unidad? Para Seaford, el hundimiento del héroe, la
expulsión del tirano, implican, en sí mismos, la posibilidad de que la ciudad sea una,
puesto que la conjunción del texto trágico con las prácticas teatrales exhuma todos los
poderes disruptivos de la alteridad dionisíaca, apartando su ambigüedad, transgresión e
inestabilidad, a favor de una ambigüedad controlada. Por el contrario, para Vernant, en
«Tensiones y ambigüedades en la tragedia griega» (en J.-P. Vernant & P. Vidal-Naquet,
Mito y tragedia en la Grecia antigua I, Madrid, 1987, pp. 21-42, en pp. 27-28), la
conciencia trágica es una desgarrada y sin sutura, puesto que las respuestas que
consigue no logran satisfacerla en plenitud y dejan las cuestiones abiertas. La división,
pues, constituye uno de los elementos centrales de la reflexión trágica. La ritualidad de
los festivales dionisíacos no implica una forma de control de la escisión que produce la
presencia de la alteridad sino el modo bajo el cual ésta se presenta en el teatro de la
ciudad. Esta escisión recorre de cabo a rabo la constitución del operador trágico por
excelencia que es el héroe. Esta idea coincide con lo que Nicole Loraux, en La voix
endeuillée. Essai sur la tragédie grecque (París, 1999, 45-46), ha calificado de
«antipolítica»:

«Un comportamiento que se desvía, rechaza o pone en peligro,


conscientemente o no, los requisitos y las prohibiciones constitutivas de
la ideología de la ciudad, que funda y nutre la ideología cívica. Por
“ideología de la ciudad” entiendo esencialmente la idea de que la ciudad
debe ser –y entonces por definición es– una y en paz consigo misma».
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Esta elección requiere algunas explicaciones, y la autora las brinda a continuación


señalando que en el plano de las formaciones imaginarias la política aparece como una
práctica del consenso que, por ende, olvida el conflicto o, más precisamente, el carácter
por definición conflictivo de la política. En definitiva, sea que se considere la política
como consenso o que se considere el conflicto como la esencia misma de la política,
tanto en un caso como en otro la tragedia será antipolítica porque, con respecto al primer
caso, son antipolíticas las actitudes que exceden el orden instituido, mientras que en
relación con el segundo caso, es antipolítico todo proceder que impugna el
funcionamiento tradicional de la ciudad, y tales actuaciones se reivindicarán como
auténticamente políticas, pero bajo el modo del anti-, es decir, una política que se opone
a otra. El conflicto trágico definido como antipolítico permite pensar a la tragedia como
pensamiento de una política que es otra respecto de la ideología oficial, esto es, estatal.
Entiéndase bien: no es un pensamiento político porque siempre esté reflexionando sobre
cuestiones que inmediatamente podrían asociarse con la política, sino porque ponen en
escena la escisión del héroe, el agente trágico, ante las decisiones que debe tomar y
sostener. Esa otra política es la que tiene por base a la división.
En la situación trágica la división se presenta consiste en el momento en que un
individuo queda dividido entre dos leyes: entre la ley divina y la humana, como ya
dijimos, o también entre la ley tradicional y la nueva, etc. De este modo, la tragedia
pone en escena los mecanismos que rigen la decisión subjetiva del héroe trágico ante
una situación disyuntiva en torno a su destino. El destino nunca se conoce de antemano,
y si al final el héroe descubre que las consecuencias de sus decisiones y sus actos
parecen confirmar los oráculos divinos, los presagios y los portentos, esto sólo
constituye una mirada retrospectiva a partir del resultado, desde donde se encuentra un
sentido para el destino sufrido a partir de los enunciados proféticos. Las disyuntivas del
héroe trágico nos muestran una figura eminentemente humana distanciada de la esfera
de los dioses, a pesar de la permanente interacción con ellos. Su dilema es también
compartido por el coro, de modo que la oposición entre posibilidades, la elección de una
de ellas y la responsabilidad por los actos los implica a ambos.
El dilema trágico, expuesto en el teatro ante los ojos de los ciudadanos,
manifiesta las implicancias tanto individuales cuanto colectivas que conlleva la toma de
decisiones. En este sentido, el héroe trágico oficia como metáfora del ciudadano
democrático tomado en la inevitable encrucijada de descubrir su destino por medio de
una decisión. El coro remite, en tal caso, a la comunidad reunida para participar del
destino que el héroe habrá de decidir. De este modo, la escisión del sujeto político
encuentra en el discurso trágico una forma activa de reflexión con capacidad
institucional para dejar improntas en la situación del ciudadano ateniense. En efecto, la
división del sujeto, que otorga su carácter trágico a la representación teatral, transforma
al héroe trágico en índice de cómo ocurre esa tensión en todo agente situado en la
encrucijada de una decisión. El ciudadano democrático en tanto componente de un
sujeto político colectivo con capacidad de actuar en la asamblea, resulta el interlocutor
de este mensaje, pues se trata de un agente cuya voluntad y responsabilidad políticas se
constituyen en torno al problema de la decisión. A su vez, el coro, que también se halla
en el dilema, implica el carácter comunitario de la pólis. En definitiva, la trama es
metáfora de la situación del ciudadano ateniense situado en medio de una tensión
permanente, producto de la puja conflictiva entre leyes opuestas. Entonces, la
identificación puede producirse porque tanto el héroe cuanto el coro en la tragedia, así
como cada ciudadano y la propia comunidad cívica en la práctica política, se encuentran
divididos. Al igual que el héroe, el espectador en tanto que ciudadano que decide
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reunido en asamblea es responsable no sólo a causa de sus elecciones sino


principalmente por poner su cuerpo en cada decisión.
Lo que transcurre y está presente en todo este proceso de balance activo del
destino trágico del ciudadano y la pólis es la imposibilidad de resolver, de anular, la
división del sujeto. En mi criterio, el discurso trágico produce enunciados y formas
simbólicas con capacidad para procesar activamente la división del sujeto político,
dilema continuo e irresoluble. Podría decirse entonces que la situación del ciudadano en
la Atenas democrática es trágica, porque su condición no es la tensión de un desenlace:
su situación ante un dilema es tomar una decisión en la asamblea que produce efectos
que habilitarán la toma de otra decisión ante otro dilema. Es decir, transita de una
decisión a otra decisión conquistando soluciones que no son definitivas sino precarias y
contingentes. La tragedia, en este sentido, es la promesa de poder sostenerse en el
propio dilema.

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