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En un artículo publicado en 1992 en la revista Pallas (Vol. 38, pp. 69-78) con el
sugerente título: «La refondation athénienne de la condition héroique», Carles Miralles
establecía la siguiente conclusión, con alcance general (p. 75):
Esta figura pone también de manifiesto el estatuto mismo del héroe trágico enfrentado a
la ciudad: exhibición y rechazo constituyen los modos habituales de la existencia trágica
en la representación teatral. De este modo, el héroe trágico, tras haber devenido en
tirano frente a la comunidad reunida en el teatro, sucumbe ante el poder colectivo
encarnado por la ciudad, la misma que ha estado observando sus dilemas y su caída. El
tirano bajo la máscara del héroe oficia así como una especie de espejo en negativo de la
comunidad ciudadana y sus valores políticos.
Las imágenes del héroe trágico que la tragedia construye de cara al público
reunido en el teatro nos sitúan, entonces, ante una figura tiránica que no puede tener
lugar en la ciudad democrática, cuya presencia sólo puede adquirir la forma de la
representación de una ausencia. Y esta representación de lo ausente en la escena teatral
cumple un papel fundamental en el diseño de formas de pensamiento sobre las prácticas
políticas, pues, como había propuesto Diego Lanza, en 1977, en su importante libro Il
tiranno e il suo pubblico (Turín, pp. 45-46):
Es por ello que Louis Gernet, en su artículo de 1953 sobre «Dioniso y la religión
dionisíaca» (en Antropología de la Grecia antigua, Madrid 1980, pp. 59-81, en 75, 79),
planteaba que Dioniso nos hace pensar en lo otro, siendo el símbolo por excelencia de
la actividad teatral en tanto que dios que juega-interpreta y que hace jugar-interpretar.
Así pues, la presencia de Dioniso en la escena teatral pone de manifiesto una
enunciación colectiva (los personajes en la escena, los espectadores en las gradas)
ligada a las formas subjetivas de un agente que, empujado por sus disyuntivas –y aún
sin saberlo–, se ve desterrado radicalmente de una identidad estable y permanente
debido a un destino escindido. Un dilema real, en efecto, nunca nos deja iguales. La
tragedia es, en tal sentido, una forma colectiva de enunciación que se ubica en una
posición de lectura en interioridad de las prácticas democráticas, puesto que, a mi
entender, el problema de decisión política radica en la división de la voluntad popular
en el momento del debate asambleario.
Pero Dioniso no sólo se dedica a presidir la representación teatral sino que, a
veces, también sale a escena. En el año 405, los atenienses asisten azorados al ya
inexorable espectáculo de su extenuación como fuerza política. En poco tiempo más su
gloria y su imperio habrán sucumbido ante el poderío espartano. Su democracia, antaño
victoriosa, muestra entonces sus signos vitales agotados. En ese momento Dioniso baja
al ruedo. ¿Por qué irrumpe ahora si está en su propia casa, si hasta aquí le había
alcanzado con presidir desde lo alto del theologeion? Esta no es, según parece, la
primera vez que así lo hace. Sin embargo, su protagónica presencia coincide ahora con
una coyuntura singular. Esta coincidencia se ve reforzada por el hecho de que su
epifanía teatral es en este caso doble. Aristófanes y Eurípides parecen haberse puesto,
por una vez, de acuerdo. Las Ranas y las Bacantes necesitan a Dioniso frente al público,
necesitan de su cambiante apariencia y su pasmosa ambigüedad para abordar los límites
de la identidad y adentrarse así en la alteridad. En la comedia, la construcción paródica
presidida directamente por el dios del teatro se dirigirá hacia los límites mismos de la
tragedia en tanto práctica discursiva: una metatragedia, según ha dicho Zoe Petre en su
artículo «Le haut, le bas et la cité comique» (Pallas, vol. 38, 1992, pp. 277-85). En la
tragedia de Eurípides, en cambio, la presencia de Dioniso tiene por cometido hacer
visible lo trágico de la existencia humana, haciendo inteligibles al dios y a la vida
humana con sus contradicciones. El abismo de lo desconocido de modo tal que la
experiencia adquirida y el saber previo muestran todas sus inconsistencias,
evidenciando cuán frágiles y relativas resultan las creencias, cuánta precariedad anida
en la conformación de un saber tenido por certero. A mi entender, Dioniso en la escena
del teatro ateniense de fines del siglo V sólo puede estar indicando una cosa: la crisis de
la democracia, la inversión de todos los saberes y valores establecidos, la presencia de
lo otro en el seno de lo mismo.
Dioniso, dios de la alteridad, se presenta entonces en la escena teatral de la
ciudad democrática. Su simultáneo protagonismo en la comedia y en la tragedia podría
indicar que es la propia pólis la que se ha alterado. Si la ciudad va al teatro a mirarse, a
reflexionar sobre sí y a cuestionarse, la epifanía teatral de Dioniso en el año 405 no
puede significar otra cosa que una severa muestra de cómo ha devenido la democracia,
cómo se ha alterado la ciudad. Y es en las Bacantes de Eurípides donde podemos
observar la situación en que el saber mismo se ve cuestionado. En efecto, las palabras
adquieren una ambigüedad inusitada a partir de la confrontación entre lo que se ve y lo
que no se ve. Dioniso, haciéndose presente como hombre ante los mortales borrará
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fronteras y hará patente que el saber no tiene una garantía fija dada por los sentidos. Por
otra parte, las palabras proferidas y los actos que en consecuencia se realizan, más allá
de las fluctuaciones de sentido que puedan adquirir, hacen de los hombres sujetos
responsables tanto de sus dichos como de sus hechos. Tal es lo que pone en evidencia
las Bacantes, pues Dioniso descarga sobre las mujeres de Tebas una locura inaudita que
las lleva fuera de sus hogares y del espacio civilizado hacia el espacio salvaje. El motivo
es que las mujeres sostenían que Sémele, la madre de Dioniso, no había sido fecundada
por Zeus: «¡Patrañas (sophísmata) de Cadmo, por lo que Zeus la mató [a Sémele] por
falsear bodas!», es lo que las mujeres voceaban (vv. 30-31) Dioniso entonces se
manifiesta a los humanos para hacerlos responsables de sus dichos y para mostrar la
verdad de su procedencia.
El segundo episodio que pone de relieve los problemas del saber y de la visión
se encuentra en el pasaje en que Cadmo atribuye a Tiresias, el viejo adivino ciego, una
voz de hombre sabio (v. 179), reafirmando esto por segunda vez al decirle: «Ya que tú
eres sabio» (v. 186). Ambos son los únicos que saben de la venida de Dioniso, y como
tal se preparan para recibirlo. Lo interesante es que la atribución de sabiduría de Cadmo
hacia Tiresias hace de este ciego el hombre cuya visión no se supedita a los sentidos, y,
por lo tanto, es capaz de entender la presencia de Dioniso. Cadmo, por su parte, conoce
de antaño su existencia. Esto se contrapone claramente con la arrogancia de Penteo, el
rey tebano, que teniendo al dios delante de él no es capaz de reconocerlo y pregunta
retóricamente al extranjero (que no es otro que Dioniso vuelto hombre): «¿Pues dónde
está? Al menos a mis ojos no está visible» (v. 501). Esta suerte de «empirismo» de
Penteo queda claramente al descubierto cuando califica los dichos del extranjero /
Dioniso de «perversos sofismas (sophismáton kakôn)» (v. 489).
Penteo, evidentemente, cree estar diciendo verdades, pero ignora la esencia
divina del personaje que tiene delante de sí. En efecto, según había anticipado Tiresias
(vv. 266-271):
De este modo queda anticipado cuáles serán los males que caerán sobre Penteo,
pero también sobre la ciudad de Tebas, pues su falta de moderación y de sensatez hará
que el hogar común, la pólis, se pierda.
Este juego de enunciados y enunciantes en torno de lo visible y lo no visible, en
torno de las palabras artificiosas y las verdaderas, constituye un juego posible a partir de
la racionalización del lenguaje que realiza la sofística. La ocurrencia de términos
directamente ligados a la palabra sofística, al menos por tres veces en los pasajes que
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hemos citado, junto con las constantes afirmaciones acerca de quién es sabio y en qué
consiste la sabiduría, ponen de manifiesto las improntas del discurso sofístico sobre los
demás discursos de la época. Eurípides, se lo ha sostenido a menudo, es uno de los
autores que más se habría dejado influir por esta corriente intelectual. Pero esto también
denota la constitución en el plano del régimen discursivo trágico de una reflexión ligada
a su medio cultural, el de la democracia ateniense, medio en el que las prácticas
políticas encuentran una serie de recursos de pensamiento.
Pero ¿recursos de pensamiento para qué? Para pensar el proceso de división del
agente. No obstante esto, en su libro Reciprocity and Ritual. Homer and Tragedy in the
Developing City-State (Oxford 1994, p. 367), Richard Seaford ha formulado la idea de que
la ambigüedad trágica –ligada fundamentalmente a la inestabilidad dionisíaca– tiene su
contraparte en lo que denomina una «ambigüedad controlada» enclavada en las prácticas
cultuales, sociales y políticas implicadas en los festivales teatrales. El texto trágico, por
cierto, no puede abstraerse de dichas prácticas en el seno de las cuales se desarrolla y cobra
vida. Y es justamente por ello que el dionisismo sería para la pólis democrática un agente
no de la división sino de la unidad: