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—¿Y por qué decís eso Gabriel? ¿Se te olvida que entre tus antepasados hay
indígenas? Por tus venas corre sangre de indio—le respondía Leonel a su
interlocutor.
—¡Tu madre hijueputa! ¿De dónde sacás esas pendejadas? Sólo repetís las tonterías
que los demás dicen. Ahora resulta que sos un etnólogo o un antropólogo ¡pero de
los bestias!— recriminaba el primero aún más irascible a su compañero. Leonel
calló. Sabía que el empecinamiento de su amigo era incurable, y si continuaba la
discusión, ésta podía convertirse en una riña peligrosa donde no faltarían ojos
morados ni dientes aflojados.
En muchas leyes actuales de nuestro país, en los acuerdos de paz y en todos los
programas de gobierno se aborda la cosmovisión maya, aunque quizás más como
una retórica hermosa pero vacua (y el término maya mal empleado, pues realmente
debería usarse la expresión “las veintidós cosmovisiones de los pueblos indígenas
de origen maya”. Los mayas ya no existen).
La cosmovisión de Gabriel era que los indígenas eran poco más que animales, entes
sin educación, tercos, brutos, sucios, idólatras, hechiceros, seres primitivos cuyo
origen estaba en una raza maldita. Por ningún motivo crea el lector que estamos de
acuerdo con este hombre estrafalario. Simplemente exponemos cómo él pensaba.
—Estos malditos son unos jashtos. ¡Ojalá termine mis estudios y pronto dejaré de
trabajar para esta empresa! Odio este trabajo, pero más a estos indios cerotes—
pensaba soezmente Gabriel.
Leonel, que al igual que Gabriel soportaba las incomodidades de su trabajo, era una
persona un tanto distinta. Aunque guardaba cierto recelo respecto a los indígenas,
no llegaba al extremo de su camarada.
En una ocasión Gabriel iba en una camioneta que se dirigía de Los Pirires a la
ciudad capital. Al momento de abordarla ésta se encontraba llena, y el único lugar
disponible estaba a la par de un señor muy serio llamado Jerónimo Cotzajay, un
hombre de aspecto no muy amigable. A nuestro personaje no le quedó más
remedio que sentarse allí. Un poco después se subió una señora cakchiquel con un
niño en su espalda. Los asientos eran para tres personas, según el ayudante de la
camioneta; la última persona a sentarse en dichos sillones sólo podía acomodar la
tercera parte de su cuerpo. Así que la señora tenía muchas opciones para elegir
donde acomodarse, y mientras ella se decidía don Jerónimo le dijo a Gabriel con un
tono seco, agrio y desafiante:
—Oiga, córrase usted porque el asiento es de tres.
Gabriel se puso rojo de ira y agarró violentamente a don Jerónimo por el cuello
mientras le decía:
—¡Indio hijo de la gran puta! Usted no es el ayudante de esta camioneta. Me voy a
correr cuando la señora decida sentarse aquí, antes no. Y si usted me vuelve a decir
algo le rompo la jeta.
— ¡Todos ustedes son unos indios babosos! Y si querés te rempujo verga a vos
también—y de súbito Gabriel empezó a empujar y dar puñetazos a Francisco. Los
demás no pudieron evitar la indignación y se abalanzaron sobre el agresor.
Hombres y mujeres golpeaban al orgulloso ladino, por suerte, no lo suficiente
como para matarlo; solamente querían darle una buena tunda con el objeto de
satisfacer los improperios de este mestizo. Luego, lo arrojaron de la camioneta.
Gabriel yacía a la orilla de la carretera, cerca del cruce que conduce a Las
Verapaces, contiguo a la aldea Montúfar. Tenía las narices llenas de sangre, los
párpados edematizados y toda la cara llena de cardenales; sin embargo, tenía el
consuelo de contar con todas sus pertenencias. A partir de entonces el odio de
Gabriel hacia los indígenas fue irreversible.
El lector habrá notado que Gabriel padecía de un defecto muy común a los
guatemaltecos (y quién sabe si éste no es común a toda la humanidad): la facilidad
de la abstracción, la generalización injustificada, tomar una parte por el todo. Es
obvio que muchos ladinos o indígenas piensan así: “Todos los naturales son unos
sucios; todos los indígenas son brutos; todos los indígenas odian a los ladinos; todos
los ladinos discriminan a los naturales; todos los ladinos nos quieren tomar el pelo;
todos los ladinos son odiosos”. Igualmente podría pensarse de este modo: “Todos
los policías son corruptos; todos los empleados públicos son unos haraganes; todos
los políticos son ladrones (eso es indiscutible); todos los guatemaltecos son
mensos”. La mayoría no especifica, no hace un señalamiento concreto, por ende, el
vicio de unos cuantos se traslada a los demás sin fundamento alguno y esta
infausta idiosincrasia se traslada a las nuevas generaciones.
La idea no agradó a Gabriel, pero sin excusa alguna tuvo que dirigir la palabra a la
señora que atendía el negocio en esos momentos.
—Buenos días doñita. ¿Cómo está? Fíjese que nosotros somos vendedores de la
empresa O. y estamos promocionando este bonito diccionario enciclopédico de la
versión más reciente. ¿Nos daría permiso para pegar este afiche para que la gente
conozca este diccionario muy útil?
La joven se le quedó viendo muy sorprendida y sonrojada. Leonel sintió que los
vasos capilares de su cara se llenaban de sangre; un rubor desagradable se
apoderó de él. Al recuperarse se dirigió con mucha aflicción a la señorita y se
disculpó así:
—Perdone a mi compañero. El pobre tiene muchos problemas, y en consecuencia,
dice las estupideces que usted acaba de oír— y mientras decía esto un sudor frío
recorría su frente y su espalda—. Pero mire. Aquí tengo la enciclopedia que usted
quiere conocer. En realidad es un diccionario enciclopédico— decía mientras
buscaba el libro en su maletín.
—Sí, tiene usted razón seño. Muchas veces yo no lo entiendo— decía Leonel
mientras temblaba al darse cuenta que no encontraba lo que quería mostrar a la
señorita—. Disculpe, pero fíjese que… ¡Gabriel, vení! Vos tenés el nuevo diccionario
para mostrárselo a la señorita. Permítame seño. Ahorita se lo traigo— Leonel se
apresuró al lugar donde estaba Gabriel y le dijo con mucho disimulo: —¡Mula! ¿Qué
acabás de hacer? ¡Cuántas situaciones semejantes a estas he tenido que aguantar
por culpa de tu maldito racismo!
—¡No me regañés mierda! Vos no sos mi papá. Acabás de darte cuenta como la
vieja cerota no nos dejó pegar el afiche y ¿todavía tenés el cinismo de ofrecerle
algo? ¡No jodás!
—Sí, pero no lo pide esa vieja sino una guapa señorita. A lo mejor no es nada de
ella. Vení; acompañame; no seas pura lata—decía Leonel mucho más tranquilo al
comprender que su amigo parecía convencerse de su error.
El lector habrá notado que aquí trasladamos ad literam los diálogos de estos
personajes; diálogos soeces, vulgares, sucios, violentos y desagradables. Tal vez la
conciencia de alguien se sienta incómoda leyendo esto, sin embargo, consideramos
que al despojar los coloquios de todo subterfugio estético estamos siendo fieles en
la descripción de la idiosincrasia de estos ciudadanos guatemaltecos. Muchos se
ofenden cuando alguien es soez y se avergüenzan cuando andan en compañía de
un individuo mal hablado. Pero si la mayoría de estos antisoeces tuvieran que pasar
por un profundo examen de conciencia, seguramente se sorprenderían de la
suciedad moral que hay dentro de ellos. No solamente saldrían a luz malas
palabras; también pecados ocultos como orgullo, egoísmo, chismes, adulterios,
robos, asesinatos, mentiras, injurias, y quien sabe cuántas cosas más cuyas
consecuencias tienen mucha mayor trascendencia que una palabra procaz.
Los dos vendedores se acercaron donde estaba la ofendida dama. Luego Leonel le
dijo:
—Seño, este es el diccionario enciclopédico. Mire, tiene todas las palabras avaladas
por el Diccionario de la Real Academia Española; además, tiene un sinnúmero de
neologismos y modismos de nuestra lengua. Y por si esto fuera poco, biografías de
célebres personajes históricos y contemporáneos; también contiene datos
relevantes de los países y de accidentes geográficos importantes. ¿Qué le parece?—
decía el vendedor al manejar hábilmente su don de convencimiento.
— Rosalinda.
— ¿Y sus apellidos?
— Cotzajay Pirir.
—No tenga pena y que le vaya bien—dijo la joven en una frívola forma de cortesía.
Quería que Leonel llegara sin novedad a su destino, mas no así Gabriel.
Al pasar los afanes del día, en la intimidad de sus habitaciones, los tres
reflexionaban sobre los acontecimientos de ese día. Leonel daba gracias al cielo
porque esta desagradable situación tuviera un desenlace afortunado; Gabriel no
dejaba de pensar en la belleza de Rosalinda; ya podemos imaginar el tormento de
su alma. No podía creer que dentro de una raza tan despreciada por él hubiera
mujeres tan hermosas como para prender su alma. El pobre lamentaba el
apresuramiento de su boca.
— ¡Cómo pude ser tan imbécil! ¿Por qué no me contuve? ¡Oh, estas malditas
circunstancias! Si hubiera visto bien a esta muchacha no habría dicho semejante
patraña. La culpa la tiene esa maldita vieja porque no quiso que le pegáramos el
afiche. Quizás Leonel tiene razón; por mis venas corre sangre de indio. ¡Pero qué
mulada estoy diciendo! ¿Juntarme con una india? Debo estar loco— pensaba este
hombre atormentado.
Rosalinda pensaba en Gabriel, mas no por efecto del amor, sino por el desprecio
que le inspiraba. En sus pensamientos lo odiaba, pero a veces consideraba que él
había actuado a causa de un esquema mental heredado de la época colonial.
Un mes después llegó el momento de entregar los pedidos en Los Pirires. En esta
ocasión Gabriel iba sólo y consideraba que era una oportunidad para vindicarse. Ya
tenía planeado el discurso que pretendía dirigir a Rosalinda. Al llegar a la tienda “El
Quetzal” notó que la atendía un señor, y ¡desagradable sorpresa! El señor era don
Jerónimo Cotzajay. Con todo, Gabriel decidió dirigirle la palabra y le preguntó muy
despreocupado:
—Caballero disculpe. ¿Se encontrará la señorita Rosalinda Cotzajay Pirir?
—¿Para qué quiere usted hablar con mi hija?— preguntó don Jerónimo demasiado
receloso y presto a tomar medidas de seguridad al reconocer a su antiguo agresor.
Poco tiempo después al novio de Rosalinda le dio la fiebre del sueño americano.
Hizo todas las diligencias para viajar a los Estados Unidos legalmente. Por las
coincidencias felices del hado consiguió la visa americana. Un hermano suyo
radicado allá le dio el dinero para el viaje, y solamente lo esperaba para que
empezara a trabajar inmediatamente en una empresa dedicada a la plomería. Este
tipo se fue, pero antes le dijo a su novia que después de algún tiempo volvería y
ambos podrían casarse. Con todo, ese tiempo nunca llegó, y el afortunado
individuo, quien gozaba las delicias de su buena suerte, de pronto encontró que el
amor por Rosalinda se había extinguido; una bella norteamericana fue la sustituta
definitiva. No obstante, la gringuita le hizo la vida cuadritos hasta el punto de
dejarlo en la bancarrota, y como no había más dinero que sacar, lo abandonó. El
tipo, al comprender que todos sus esfuerzos solamente habían servido para
enriquecer a esa traidora mujer interesada, se consoló en el alcohol y las drogas.
En uno de los trances provocados por efecto de los estupefacientes, el
desafortunado ex de Rosalinda hizo un gran escándalo que le valió una longeva
estadía en el presidio, de donde nunca pudo salir según se supo.
— Pero ¿qué dices de mis sentimientos por ti? Tú sabes que te amo perdidamente.
—Pues aunque no lo creas, yo lucharé con todas la fuerzas de mi alma contra todos
los obstáculos que el destino me pone para obtenerte— afirmaba plenamente
convencido el vehemente enamorado.
Todos sabemos que el sentido más vulnerable de la mujer es el oído. ¿A quién habló
la serpiente en el Edén? ¿No fue a Eva, la primera fémina? ¿Qué fue lo que el sagaz
reptil le dijo? Palabras convincentes, engañosas, persuasivas y dulces al oído. Le
aseguró que si comía del fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal no moriría y
que sería igual a Dios. Para desgracia de toda la humanidad Eva se convenció de
ello y comió el fruto maldito. Aunque, desde luego, el más culpable de la maldición
del género humano es Adán por haber escuchado a su mujer. ¡Cuánto poder tienen
las palabras para bien o para mal!
Gabriel entendía esto y con palabras agradables al oído trataba de conquistar el
corazón de Rosalinda. Un día, llevado por su desesperación, le escribió estos versos:
A dónde tú vayas iré yo.
A dónde vaya tu pensamiento irá el mío.
Cuando de ti salga un suspiro,
innumerables de los míos seguirán detrás de él.
Observa el viento a tu alrededor.
Oye sus ondas chocando entre las hojas;
oye sus silbos y murmullos;
que te digan mis congojas,
mis anhelos vehementes y mis lágrimas.
Cuando el céfiro roce tus mejillas
y acaricie tus cabellos,
detrás de sus ondas invisibles
irá mi sombra para ceñir tu cuerpo
de apasionados besos y caricias.
Observa la bóveda del tiempo.
Los años han pasado y no comprendo
cómo dejé pasar las oportunidades
para expresarte lo que siento.
Mira alrededor de ti. Hay árboles,
y en sus ramas muchos pájaros
que embelesan con su canto tus oídos;
todos ellos tienen a su compañera
esperando en el nido donde habitan.
Los polluelos tienen su sustento
por el esfuerzo diligente de sus padres.
Están al amparo del Omnipotente,
pues su bendición reposa sobre ellos.
Eso es lo que quiero para ti y para mí,
ya que ésta es mi esperanza.
Luego contempla las ramas secas.
Las hojas brotan, y renuevos tiernos
anuncian la llegada de la primavera
porque la vida surge de la muerte.
Huele la fragancia de las flores,
toca sus frágiles pétalos
y deléitate con la tonalidad
de esos ubérrimos colores.
La sabia mano del Creador
viste a la hierba efímera del campo
con la gloria que nunca tendrá un rey.
Así veo tus vestidos
impregnados de una gama tonal
parecida a la palestra
de un artista consumado.
Así veo tu cuerpo,
como una rosa delicada
impregnada de una fragancia
destinada a un perfume muy costoso.
Entonces ¿qué será cuando te vea nuevamente?
Me mostraré a ti con transparencia
para descubrirte mi corazón.
Ahogaré mi timidez
con la firme convicción de poseerte.
Las dudas acabarán;
las cuitas huirán para siempre
y un nuevo futuro enfrentaremos
unidos y tomados de la mano.
— ¡No! ¡Eso jamás! ¿Me considerás una mujer cualquiera? ¿Cómo podría hacerles
eso a mis papás? Si me volvés a decir eso, hasta aquí llega nuestra relación— dijo
Rosalinda muy indignada.
A Gabriel los latidos del corazón se le aceleraron a causa del susto, y dijo a su
amada con mucha contrición:
— ¡Perdóname mi amor! Haré lo que tú me digas. Te juro que nunca volveré a
decirte eso.
—Me alegro mucho. Quiero que hablés con mi papá. Pero antes voy a prevenirlo
sobre este asunto.
La joven habló respecto a ello con su papá ese mismo día. Éste le dijo:
— ¿Te querés casar con un ladino? Ese sólo te va dejar un par de güiros y luego se
busca a otra, y vos te quedás bien fregada. Los ladinos sólo quieren a las naturales
para llenarlas de hijos. Ahí mirá vos. Ya estás bastante grande y tenés muchos
estudios. Pero eso sí; tu novio se tiene que someter a la costumbre de la pedida si
quiere que lo acepte. De lo contrario, no se casa con vos.
— Perfectamente mamá.
— Eso es una locura, y lo siento por vos y por tu difunto padre, a quien Dios tenga
en su santa gloria. Pero si seguís con esa estúpida relación y te empecinás en
casarte con esa mujer, de una vez te digo que yo no consiento eso. Ese es tu
problema y no me metás en tus asuntos.
— ¡No me digás nada! Estoy muy molesta con vos. ¿Cómo te dejaste seducir por
una india? Estoy segurísima que es una bruja y que vos estás bajo el efecto de un
maldito conjuro.
El lector habrá notado que si esta es la gente que participa del proceso
intercultural, el mismo está muy lejos de llegar a feliz término.
El día de la prueba de fuego llegó. Gabriel estaba nerviosísimo. No sabía cómo iba a
reaccionar don Jerónimo cuando su agresor le pidiera la mano de su querida hija.
Rosalinda hizo pasar a su novio delante de su padre, quien hablaba con otras dos
personas en su lengua materna. Todos estaban reunidos en la sala. Don Jerónimo
parecía obviar al hombre que tenía enfrente y sólo platicaba con sus conocidos sin
mirarlo. El ladino sólo escuchaba en silencio palabras ininteligibles. Así pasaron
cerca de cuarenta y cinco minutos, hasta que Rosalinda le dijo a su novio que
hablara a su papá.
— Jerónimo Cotzajay para servirle señor. ¿Qué quiere?— preguntó con un acento
agrio y cortante el progenitor de la muchacha.
— Mire… fí… fí… fíjese que yo… usted sabe… ¿cómo le diré? Estoy enamorado de
Rosalinda y… y… y… ven…ven… vengo a pedir su mano— decía el joven
hilvanando con grandes esfuerzos unas tartamudeantes palabras.
— ¡A vaya! Por lo que veo, usted quiere mucho a mi hija. ¿Cree usted que estoy de
acuerdo?
— La verdad no sé. Pero estoy dispuesto a hacer cualquier cosa— afirmaba el novio
con timidez y con una lengua trémula.
— Si quiere mi respuesta, haga como todos hacen aquí cuando van a pedir una
patoja— y don Jerónimo le dijo a su futuro yerno con lujo de detalles cómo era la
tradicional pedida en Los Pirires, ¡y qué carita salía! Cinco gallinas, dos grandes
canastos de pan, tres cajas de cerveza, cinco cajas de agua, diez galones de cusha
y un regalito especial para los suegros, o si lo preferían, dinero en efectivo (no
menos de tres mil quetzales). Gabriel hizo cuentas y dedujo que debía hacer un
préstamo en el banco.
— Muy bien don Jerónimo. Usted me dice cuando hacemos la pedida.
Al momento de la fiesta estaban presentes dos primos de Gabriel y dos amigos que
lo acompañaban. De la familia de Rosalinda estaban presentes sus padres, sus
hermanos, sus padrinos y otros compadres de don Jerónimo. El licor había
convidado al espíritu de Baco y los presentes estaban alegres; por algún efímero
momento la fraternidad diluía las diferencias raciales, gracias a la encantadora
influencia del mosto en el torrente sanguíneo. En medio del sublime calor de los
tragos llegó el momento del veredicto. A Gabriel le vino la sobriedad repentina; un
horrible nerviosismo se apoderó de él. ¿Qué diría don Jerónimo?
— Señores, ahí tienen ustedes a ese caballero, don Gabriel. Ustedes ya saben que
quiere casarse con mi hija. Pero yo odio a los ladinos. Ellos nos discriminan; nos
miran como chuchos y nosotros para ellos no valemos ni mierda. Los ladinos nos
dicen “indios cerotes” y creen que somos brutos. Siempre que hacemos un negocio
con ellos nos quieren agarrar de babosos. ¿Qué me dijo usted aquel día don
Gabriel? “Indio hijo de la gran puta”. ¿Cómo no lo voy a odiar? Usted me cae mal.
¿Sabe? Yo a usted no quiero darle permiso para que se case con mi hija, y le doy un
rotundo no como respuesta a su petición— Gabriel sentía un martirio macabro. El
sudor empapaba todos sus miembros. Los demás escuchaban en un silencio
sepulcral—. Pero como quiero a mi hija, voy a dejar la respuesta definitiva en labios
de ella. ¡Mija vení! Decime ¿te querés casar con ese ladino hijo de puta? Mirale la
cara. ¡Qué feo es el cerote ese!— de esa envalentonada y despiadada forma
terminaba su discurso don Jerónimo. Obviamente la cusha le había ayudado a
hilvanar esas palabras tan osadas.
La novia, desde luego, no negó al amor de su vida, y delante de todos dio
testimonio de sus sentimientos para con el insultado vendedor. Al pronunciar
Rosalinda “sí quiero casarme con él” Gabriel creyó que un torbellino lo arrebataba
al tercer cielo, donde los santos escuchan cosas inefables que no son permitidas
decirlas a los demás. La alegría del joven era inmensurable al ver recompensados
todos sus sufrimientos, todas sus deudas y todos los insultos soportados.
La boda se celebró seis meses después. Todo era felicidad para los novios, una
felicidad que no encontraba fin. Del fruto de ese amor nacieron dos hijas cuya
identidad cultural divagaba entre dos manifestaciones opuestas. Una parte tuvo
que ceder y ésta fue la materna. Las niñas se vestían como ladinas y su mamá
nunca les enseñó la lengua autóctona de San Juan Sacatepéquez, ni mostró interés
en inculcarles amor por su identidad indígena.
— ¡Cómo pude fijarme en una india tan ruin como vos! Ya estoy harto de las
tonterías de tu cultura. Me das vergüenza.
— ¡Todos los ladinos son iguales! Sólo me engañaste y al obtener lo que querías
resulta que me odiás. ¡Cómo pude ser tan ingenua al creer que me querías!
La pobre Rosalinda lloraba amargamente cada vez que discutía con su esposo.
¿Dónde estaba ese maravilloso amor que Gabriel decía profesar por ella? ¿Es que
acaso ya no sentía amor por su cónyuge? ¡No! Quizás el gran problema es que
nunca la amó. El amor no es una emoción que mengua con el transcurso de los
años, ni tampoco es un sentimiento. El amor es una decisión. ¿Qué palabras pueden
ser mejores a estas para definirlo? “El amor es paciente, es bondadoso… no es
envidioso ni jactancioso ni orgulloso. No se comporta con rudeza, no es egoísta, no
se enoja fácilmente, no guarda rencor… Todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo
espera, todo lo soporta… jamás se extingue.”1 Lo que vimos manifestarse en Gabriel
antes de esto fue una concupiscencia egoísta de vehementes magnitudes; una
pasión arrogante en búsqueda de su propia satisfacción sin pensar en el bienestar
del prójimo. Eso fue lo que parecía amor.
— ¿Cómo te llamas?
— Cecilia.
— ¿Y tus apellidos?
— Mayén.
— Rosalinda.
— ¡Qué nombre tan hermoso! Me imagino que fue tan bella como tú. ¿Cómo se
apellidaba?
— Ella sí. Yo no— respondió Cecilia profundamente ofendida al tiempo que dejaba al
impertinente con la palabra en la boca.
Cuando llegó el momento de formar grupos de trabajo, una de las expertas, la cual
parecía europea, dijo a los participantes:
— Jóvenes, para ejemplificar lo que hemos venido diciendo, quiero pedirle a uno de
ustedes que comparta su experiencia a este respecto— y mirando la nómina de
estudiantes, le llamaba la atención el nombre de Silvia—. A ver ¿quién de ustedes
es Silvia Mayén Cotzajay?— la joven levantó la mano— Por lo que veo tu papá no es
indígena y tu mamá sí— Silvia asentía—. ¿Podrías decirnos cómo has asimilado la
identidad cultural de tu mamá y cómo te identificas con ella respecto a la identidad
cultural de tu papá?
— No hemos tenido tiempo y mi papá tampoco nos deja venir solas. Hoy vinimos
sólo porque él vino también— respondió Cecilia un poco cortante.
— Por la forma en que respondés parece que te da vergüenza venir a vernos— fue
la osada observación de Cristóbal.
— Mirá, a mí me cae mal que me digan que soy una india— dijo Cecilia bastante
indignada.
— Y vos tan jashto como el tuyo— replicó la muchacha a su primo con tanto odio
como pudo.
1
1ra. Corintios 13. Biblia Nueva Versión Internacional.
2
Johann Christoph Friedrich von Schiller (1759-1805), “Ode an die Freude”.