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TU FAMILIA NECESITA SENTIDO Elizabeth Lukas

CASO n.° 1:
El hombre del que se trataba había tenido que dejar su trabajo y había sufrido
después fuertes depresiones. En un primer momento se sometió a una cura
psicoanalítica. Casi a primera vista, el terapeuta estableció la hipótesis de que, si la
pérdida del trabajo constituía para él una experiencia de fracaso tan aguda y tan
difícil de soportar, ello se debía sin duda a que en la infancia había pasado por otra
experiencia difícil de pérdida o fracaso. Esta experiencia había quedado reprimida
en el inconsciente y ahora, por la crisis profesional, se había reactivado, había
emergido y perturbaba su bienestar. También le indicó que tenía una gran
necesidad de prestigio que tras la pérdida del trabajo no podía ser satisfecha, y que
se debía a una frustración y compensación de los primeros días de la infancia,
particularmente a la falta de cariño materno.

En consecuencia, había que emprender una tarea complicada para examinar su


infancia en el sentido de esa hipótesis, para sacar a la luz de la conciencia los
desengaños sufridos y para superarlos luego de la forma que fuera. El paciente, que
no podía superar la pérdida de su trabajo, se sintió burlado. No pudo decir ni una
sola palabra sobre su verdadero problema, sino que tuvo que contar lo que sintió
cuando su madre lo puso por primera vez en el orinal y otras cosas parecidas. Por
eso, huyó despavorido de la praxis del psicoanalista.

Después aterrizó en un «conductista» muy ortodoxo, quien inmediatamente abordó


el asunto de un modo muy distinto. Con ojo de experto afirmó que el paciente no
había aprendido a reaccionar adecuadamente ante las frustraciones, es decir, que
no estaba acostumbrado a aceptar y asimilar desengaños, y que era ahí donde
tenía que comenzar un nuevo proceso de aprendizaje. El enfermo tuvo que
contemplar, en estado de relajación, imágenes de su anterior puesto de trabajo;
cuando lograba reírse de ellas era alabado o «reforzado» por el terapeuta. Así debía
aprender artificialmente a sentirse contento cuando volviera a pensar en el puesto
de trabajo que había perdido y a sustituir las depresiones con una conducta nueva,
positiva.

El paciente se sintió no menos burlado; dijo al terapeuta que renunciaba a todos los
refuerzos: a él no le importaba sonreír en lugar de poner cara triste, sino que quería
seguir trabajando y no quedarse arrinconado como un trasto viejo, y eso tampoco
podía ofrecérselo el terapeuta con todos sus refuerzos. Amargado, abandonó
también esta praxis y no quiso volver a oír nada de los psicólogos; sólo por
casualidad vino a yerme más tarde.

Las cinco primeras sesiones sólo me habló indignado sobre los anteriores intentos
terapéuticos. Estaba tan indignado que casi olvidó las depresiones. Después le pedí
me contara toda su preocupación por la pérdida de su trabajo, y lo hizo con
detenimiento. Mientras yo reflexionaba sobre la forma de ayudarle, sonrió de
repente, me hizo un gesto y afirmó que ahora se sentía mucho mejor, porque por
fin había podido hablar a fondo de sus preocupaciones, sin que se hubiera entrado a
interpretar ninguna otra perturbación que el simple hecho de que lo habían
despedido y estaba triste.

Cuando volvió a verme, tenía ya planes para emplear razonablemente el tiempo


libre, y cuanto más se ocupó con estas reflexiones, más desaparecieron las
depresiones, y ello sin ninguna ayuda psicoterapéutica maravillosa.

Este caso es muy instructivo porque demuestra una vez más que ni siempre es
necesario desenredar todo el pasado de una persona, ni siempre es indispensable
imponerle nuevos modelos de conducta: a veces el simple interés humano y, sobre
todo, el hecho de tomar en serio al paciente y sus preocupaciones bastan para
despertar en la persona unas fuerzas autocurativas que de hecho existen.

Sobre la base de este caso, se pueden señalar otros elementos que son comunes a
esas dos grandes concepciones psicológicas, por más que se ataquen y mantengan
opiniones contrarias: en primer lugar, la apriorística «eliminación de la autonomía»
humana y, en segundo lugar, la afirmación de que el hombre «se guía
exclusivamente por el interés y el placer». Vamos a considerar estos dos aspectos
un poco más a fondo, pues ellos son los que producen en el espejo psicológico la
figura grotesca que tanto espanta al ciudadano medio.

Hablemos primero de la eliminación apriorística de la autonomía. Al esbozar los


perfiles del psicoanálisis, he indicado ya que el inconsciente, con todas las fuerzas
pulsionales e impulsos perturbadores reprimidos que hay adormecidos en él, es
considerado como el motivo por excelencia para disculpar todos los actos humanos
viciosos y, por tanto, viene a ser un símbolo de la falta de responsabilidad del
hombre. El asesino mata porque lo mueve desde el subconsciente una agresión
reprimida que se debe a una falta de cariño en la infancia. ¡Así de fácil resulta
explicar tal hecho mediante el modelo teórico analítico!

Aquí, la terapia de conducta se adecua más a la realidad, pero tampoco da el salto


a la dimensión humana de la libertad. De acuerdo con su concepción, el asesino no
ha aprendido en su vida otras reacciones alternativas que dar golpes o reaccionar
sin control, cuando se le ha provocado mucho. Al parecer, la conducta agresiva se
ha visto en él reforzada de alguna forma en numerosas ocasiones; por eso lleva
ciegamente hasta el asesinato y el homicidio este modelo de comportamiento
aprendido. Aquí aparece el automatismo, la conducta preprogramada que, al
parecer, no puede ser refrenada por la razón o la inteligencia: se explica de distinta
forma la falta de autonomía del hombre; pero se defiende a priori y sin discusión
desde las cátedras la misma falta de responsabilidad. ¿No tiene el hombre, incluso
cuando está muy airado y muy excitado, la libertad de decidir en última instancia si
mata o no?

Esta pregunta la rehúyen la mayoría de las escuelas psicológicas, pues es una


pregunta escabrosa, la pregunta por la conciencia, la responsabilidad y la culpa.
Quien responde afirmativamente a esta pregunta tiene que afirmar el libre albedrío
del hombre, al menos dentro de ciertos limites, y esto no lo hace a gusto ninguna
escuela psicológica del círculo psicoanalítico ni de la terapia de conducta, porque el
libre albedrío no es conciliable con la tesis de la represión ni con la tesis del
refuerzo, no es conciliable con el hombre víctima de sus impulsos ni con el hombre
computadora; el libre albedrío abre una dimensión completamente nueva en la que
pierden validez las antiguas hipótesis de causas y efectos. A la «eliminación a priori
de la autonomía» se añade en estas dos concepciones psicológicas la hipótesis de
que «el hombre se guía exclusivamente por el interés y el placer». También éste es
un aspecto delicado que se prefiere no someter a discusión. ¿Es cierto que todo lo
que hacemos está al servicio exclusivo de nuestro interés y afán de placer y que, en
todo caso, sólo pensamos y actuamos con este fin? ¿Debemos responder
afirmativamente a esto? El hecho es que casi se ha llegado a afirmar
científicamente —podríamos demostrarlo con cientos de pruebas— que los hombres
sólo viven, piensan, desean y actúan por su propio interés y afán de placer. La
espeluznante máscara del espejo psicológico parecía definitivamente perfecta: el
hombre es así y no de otro modo. ¡ Fuera los ideales y las ilusiones! Todas las
escuelas psicológicas lo afirman unánimemente. Bien en el sentido psicoanalítico de
que el hombre busca siempre satisfacer sus impulsos y necesidades, y cae en una
neurosis aguda cuando tal satisfacción tropieza con algún obstáculo, o bien en el
sentido de la terapia de conducta, según la cual todo lo que hacemos lo hacemos
exclusivamente para conseguir los refuerzos correspondientes y, por tanto, los
refuerzos apropiados son los que dictan absolutamente la acción humana, siempre
se presentaba —fuera cual fuese el esquema global— la continua carrera del
hombre en persecución de la felicidad, el éxito, el prestigio, la satisfacción del
placer, la recompensa y el refuerzo como base obvia de su naturaleza y de su
existencia. No obstante, hace varias décadas, cuando el psicoanálisis estaba
todavía en la cima de su expansión y la terapia de conducta comenzaba sus
primeras fases de desarrollo, se levantó una voz en contra, una voz que hablaba de
que el hombre no se preocupa primariamente por la satisfacción del placer y el
interés propio, sino por la realización de una tarea, de un ideal, de un sentido
personal en la vida. Era la voz del psiquiatra vienés Viktor Frankl. Pero los tiempos
no estaban aún maduros para comprender estas ideas.

En la dimensión espiritual del hombre no rige el principio del placer, sino el principio
del sentido. Lo cual significa, como dice Frankl, que lo que importa no es tener
muchas cosas de las que se pueda vivir, sino más bien tener algo para lo que se
pueda vivir: una misión que cumplir, una idea que realizar, un plan de vida
consagrado a un fin determinado.

En el fondo, todo esto no es nada nuevo; al contrario, es tan banal que el


especialista siente vergüenza al decírselo al profano, porque éste lo conoce mucho
mejor que el científico; sin embargo, la existencia de esta dimensión espiritual del
hombre ha sido ignorada por la psicología durante medio siglo. Preguntemos a una
madre que tiene en casa dos hijos pequeños y vive con estrecheces si podemos
invitarla a ella sola a un palacete de ensueño de la Costa Azul, donde todos los días
comerá langosta y caviar y podrá bañarse en un mar caliente. Probablemente
responderá en el acto: «No puedo marcharme. ¿Quién se quedaría con mis hijos?».

¡Al instante aparece la dimensión espiritual del hombre, la voluntad de realizar un


sentido, la decisión de la conciencia! ¿Dónde queda el cacareado principio del
placer? La señora querría sin duda comer langosta y bañarse en el mar, en vez de
lavar los pañales en casa; pero tiene que realizar una tarea, es necesaria en su
casa, no podría sentirse a gusto echada en una playa con palmeras, sabiendo que
sus hijos están desatendidos en casa.

El psicoanálisis afirmaría que la madre sólo satisface su propio instinto materno. La


terapia de conducta afirmaría que la señora nunca ha aprendido otra conducta que
vivir para la familia. ¿Cómo se puede intentar rebajar el valor del sacrificio de una
madre con explicaciones tan burdas? No es verdad que se quede en casa por
satisfacer su deseo o por simple costumbre. No; se queda en casa por la única
razón de que quiere cumplir su deber y encuentra más sentido en cuidar a sus hijos
que en pasar unas vacaciones junto al mar, ¡y porque para ella es importante
realizar ese sentido! Tal es la orientación fundamental del hombre en la vida:
encontrar un sentido en su situación personal y realizarlo.

Y ahora comprendemos también lo que ha pasado en nuestra época de bienestar:


en el mercado se podía comprar todo..., excepto sentido de la vida. La industria
producía cientos de miles de artículos para satisfacer el principio del placer, y la
vida del hombre tenía cada vez menos sentido. Los hijos se sientan en sus cuartos,
atiborrados de juguetes caros, y se aburren. Los padres trabajan con el único
objetivo de reunir dinero para comprar un lavavajillas o un coche nuevo, artículos
de lujo que ya no les proporcionan ninguna satisfacción. Los jóvenes intentan
abrirse paso y, en su búsqueda desesperada de restos de valores e ideales, caen en
excesos políticos, acciones terroristas y sectas, o se refugian en el aturdimiento de
los narcóticos y despilfarran sus fuerzas en una protesta destructiva. Los fines de
semana, la familia se lanza a las pistas de esquí y a los locales para excursionistas;
en vacaciones vuelan a centros turísticos muy alejados; nunca tienen tiempo para
descansar, re- reflexionar y conversar; la televisión simula una armonía que no
existe; los hombres viven apartados unos de otros, cada cual vive para sí mismo, no
vive para nada. Las consultas de médicos y psicólogos están abarrotadas, el pueblo
está enfermo, enfermo por falta de sentido de una existencia que, de puro
bienestar, apenas vale la pena vivir.
Vendrán otra vez tiempos más duros, y es posible que la experiencia de las últimas
décadas haya sido muy fecunda, pues yo creo que hoy ha desaparecido el rostro
grotesco, horriblemente desfigurado, del espejo psicológico. Gracias al profesor
Frankl, pero también a las experiencias con la droga del bienestar, que todos hemos
ingerido en cierta dosis, hoy sabemos que el hombre es un ser orientado hacia un
sentido, un ser que no se preocupa primariamente de satisfacer sus necesidades y
de conseguir refuerzos, sino de detectar y comprender objetivos y tareas
personales en la vida y de realizarlos. Su sentimiento se equivoca con frecuencia,
pero su voluntad puede trasladar montañas; sus reflejos condicionados le harán
errar con frecuencia, pero su razón puede repararlo. Es un descendiente de los
animales y, sin embargo, tiene una dimensión espiritual que ningún animal
comparte con él; piensa según los circuitos de una computadora; pero dispone de
una conciencia que está por encima de toda preprogramación. Es el ser de la
contradicción, pero su contradictoriedad Constituye también lo que tiene de
específicamente humano, porque es el único ser vivo que puede contradecirse a sí
mismo y reírse de sus propias debilidades y achaques. Y éste es el punto en que
podemos volver a confiar en el hombre. Ningún concepto psicológico de hombre ha
estado tan impregnado de confianza en el hombre como el concepto
logoterapéutico de Viktor Frankl. Todas las teorías psicológicas han puesto en
primer plano el desenmascarar los motivos básicamente egoístas del hombre; pero
el «sufrimiento de una vida sin sentido», que hoy se ha apoderado de tantas
personas, nos abre una perspectiva nueva. Porque el mero hecho de que el hombre
pueda sufrir por la falta de sentido de su existencia, permite esperar y creer y
confiar de nuevo, pues dice mucho en favor del hombre.

El espejo psicológico de la logoterapia es algo que podemos contemplar sin miedo,


pues lo que vemos en él, si bien no es un rostro con aureola de santidad, sí
constituye la imagen de un ser que lucha en todo momento por una existencia llena
de sentido y, aunque a veces casi desespera en esa lucha, posee unos rasgos
humanos de los que no tenemos que avergonzarnos.

En las últimas décadas, los «logoterapeutas», los discípulos de Frank), se han


esforzado intensamente por aplicar sus ideas innovadoras al trabajo práctico con
personas que buscan ayuda. Yo conozco a algunos que han conseguido éxitos
fantásticos; pero, mucho más que los balances de tales éxitos, me ha impresionado
el hecho de que los pacientes y clientes, padres, hijos y jóvenes, acuden a gusto,
casi sin excepción a la praxis logoterapéutica, el hecho de que desaparece toda su
desconfianza y su escepticismo y, así, la conversación de asesoramiento se
desarrolla en una atmósfera relajada y satisfactoria. Esto es algo de lo que, en mi
opinión, los logoterapeutas podemos estar muy orgullosos, ya que la fama de
nuestra profesión sólo mejorará cuando el miedo al «strip-tease psíquico» y el
horror a manipulaciones ocultas se transformen en una confianza profunda, y sólo
puede ser digna de confianza una metodología psicológica que haya dado el salto a
una imagen humana del hombre.

Comencemos una vez más por la imagen del hombre que, en el fondo, aspira a una
plenitud de sentido. El simple hecho de poner de manifiesto esa aspiración requiere
un procedimiento muy específico, pues la plenitud de sentido no es un estado que
se compruebe con satisfacción, sino una especie de esfera positiva que rodea y
penetra la vida de una persona y, lo mismo que «la salud», en realidad sólo se nota
cuando falta. Pero, incluso cuando falta y> por tanto, resulta más perceptible, son
muy pocas las personas que tienen conciencia de lo que les pasa: más bien
lamentan las secuelas de su carencia, de nuevo en analogía con la salud, cuya falta
se siente menos que los dolores que aparecen inmediatamente. El ejemplo
siguiente muestra cómo procede el logoterapeuta en tal caso:

CASO n.° 2:

Se trataba de una señora de mediana edad, que (a diferencia del caso n.° 1) sufría
depresiones desde hacía años y, a veces, pensaba incluso en el suicidio. El
neurólogo le daba constantemente «estimulantes», píldoras para levantar el ánimo;
pero la enferma no se mostraba muy dispuesta a tomarlas regularmente y, a fin de
cuentas, no sentía la alegría de vivir.

Cuando se tiene delante un paciente así, hay que cuidarse de emitir diagnósticos
precipitados, porque las depresiones pueden tener un origen muy diverso. La
psicología clásica distingue depresiones endógenas y exógenas; «endógeno»
significa aquí que la depresión está relacionada con una enfermedad orgánica del
sistema nervioso central; «exógeno», que no hay una enfermedad orgánica, sino
que la depresión constituye una reacción patológica a cambios externos muy serios,
como la pérdida del puesto de trabajo en el caso expuesto en el capítulo anterior.
Pero hay también depresiones noógenas. Esta modalidad, que no se conoció
durante mucho tiempo porque todavía no se había descubierto la dimensión
espiritual del hombre, se debe prácticamente a un desarrollo insuficiente de dicha
dimensión espiritual. Frankl fue una vez más no sólo el que descubrió la depresión
noógena, sino también el que ha señalado categóricamente en repetidas ocasiones
que semejantes cuadros psíquicos patológicos pueden tener causas clínicas muy
diferentes y, por tanto, requieren un remedio terapéutico distinto.

Por eso, en el caso de la paciente con depresiones de muchos años, mi deber era
aclarar ante todo si había un factor endógeno o exógeno, o se trataba de una
depresión noógena. Afortunadamente, pudimos excluir una enfermedad endógena:
el diagnóstico clínico al respecto fue negativo y, además, no se daban los síntomas
típicos de tal enfermedad, como trastornos fuertes por la mañana con extrema
sequedad en la boca y otras cosas. En el plano exógeno tampoco apareció ningún
indicio que pudiera haber desencadenado las depresiones, pues la vida de la
paciente había sido muy tranquila, equilibrada y sin tensiones; era feliz en su
matrimonio, no tenía hijos que cuidar, no necesitaba trabajar, tenía una casa bonita
y relativamente pocas preocupaciones
.
Aunque parezca paradójico, cuando a alguien le va muy bien durante mucho
tiempo, hay que sospechar una desazón noógena, es decir, una falta de exigencia
espiritual. Por eso, hice que la paciente me describiera cómo pasaba el día, qué
hacía; y llegó a la conclusión de que en realidad no tenía ningún motivo para estar
triste, porque prácticamente podía hacer en gran parte lo que quería, cosa que
envidiarían miles de personas. Como es natural, esa conclusión no cambió el hecho
de que se sentía terriblemente desgraciada en su estado depresivo. Yo di con
cautela un paso más y le pregunté si siempre le había ido tan bien, o si había
conocido alguna vez tiempos difíciles. Inmediatamente recordó un período de unos
tres años en el que, por una grave enfermedad de su hermana, había tenido que
ocuparse de su casa y cuidar a su marido y a sus dos hijos mayores.

Casi con horror, recordó que el marido y los dos hijos eran tan raros en lo
concerniente a las comidas que a veces tenía que poner en la mesa tres comidas
distintas. También se había encargado de lavar la ropa y de limpiar la vivienda
unifamiliar de su hermana. Durante esos tres años tenía tanto trabajo que apenas le
quedaba tiempo para llevar su casa.

En resumen, en la conversación se estableció un claro contraste entre el «poder


darse buena vida» en el momento actual y las dificultades y preocupaciones de los
tres años en que había sustituido a su hermana. Ahora sólo faltaba plantearle la
pregunta central: ¿Qué había sido de las depresiones durante los tres años difíciles
en que había trabajado tanto?

La paciente se quedó desconcertada, porque no podía recordar depresiones en esa


época. No, por más que reflexionó, no pudo recordar nada: las depresiones
aparecieron poco a poco cuando, al restablecerse la hermana, ella tuvo otra vez
poco que hacer. Durante esta conversación, la paciente se quedó muy pensativa,
pues vislumbró por primera vez algo que antes nunca había sospechado: que podía
haber una relación entre su plena ocupación y su disposición de ánimo. Hasta
entonces siempre había concluido que, si no podía encontrar ninguna alegría en la
vida yéndole tan bien, debía de tener alguna anormalidad patológica o, incluso,
estar decididamente loca; lógicamente esto no había hecho sino reforzar sus
depresiones. Pero ahora yo podía demostrarle una cosa distinta: que el hecho de
que a uno le vaya bien no es un indicador suficiente de satisfacción interna y que, a
veces, el trabajo, las preocupaciones y el esfuerzo producen estados de ánimo más
estables.

Muchísimas veces, el primer paso fecundo de una terapia es aclarar al paciente que
su desazón depresiva noógena no es una anormalidad, sino una reacción —
completamente normal y nada difícil de detectar— a una falta de exigencia
espiritual y sólo indica que hay unas fuerzas espirituales que piden ser activadas,
que hay un potencial humano improductivo y sin explotar, y, por eso, toda la vida
aparece absurda, porque falta el objetivo de cada día, pero también el del conjunto
de la actividad.

«Siempre tengo la sensación de que no sirvo para nada», me dijo la paciente


cuando reconoció lo que yo quería hacerle ver, «Nadie me necesita realmente y no
hago nada importante».

Sí; esto es lo que busca el hombre: ser útil, servir para algo, no sólo disfrutar y vivir
regaladamente. Eso es algo que no le llena, que no soporta psíquicamente.
Reconocer el afán y la búsqueda personal de algo que dé sentido a la existencia es
el primer paso para una vida sana y satisfactoria!

Cuando la paciente comprendió esto, nos quedaba todavía la tarea común de


buscar algo que pudiera dar a su vida un contenido nuevo y complementario. Dar
sentido es algo que nadie puede hacer, ni siquiera el terapeuta, pues cada cual
tiene que descubrir por sí mismo lo que a él personalmente le da sentido y lo que
constituye su puesto específico en la vida; pero el logoterapeuta puede ayudar en
esa búsqueda. Por eso pedí a la paciente que me contara detalladamente cómo
había conseguido llevar la casa y preparar la comida para tantas personas durante
la enfermedad de su hermana. Me contestó orgullosa que era buena cocinera; de lo
contrario no habría podido preparar tantos platos diversos para cada gusto en un
tiempo relativamente corto. Y añadió que casi añoraron sus guisos cuando la
hermana volvió de nuevo a su familia y se hizo cargo de la cocina. Entonces
pregunté a la paciente si estaba dispuesta a volver a cocinar para otras personas.
Me indicó en seguida que no lo consideraba necesario, porque su marido ganaba
bastante. Aún tenía que ir haciéndose a la idea de que no se trataba de ganarse la
vida, sino de reducir su depresión noógena. Pero un día dimos con la solución
adecuada: la señora encontró la posibilidad de colaborar desinteresadamente en la
acción social «comida sobre ruedas». Repartió comidas a personas ancianas e
impedidas y, cuando oyó que algunos de sus protegidos debían observar un
régimen, acudió con más frecuencia a la cocina y ayudó a hacer planes de comidas,
a condimentar sopas y a preparar ensaladas.

Desde entonces han pasado ya casi tres años; las depresiones de la expaciente no
han vuelto a aparecer, y creo que no reaparecerán. Porque esta mujer ha
convertido en tarea suya algo que figura entre los más valiosos y nobles objetivos
de la vida: vivir para otras personas. El que vive para otros se conserva
psíquicamente sano; esta relación la vemos constantemente en la praxis
psicológica y la interpretamos en el sentido del concepto logoterapéutico de
hombre, que ha superado definitivamente en psicología el egoísmo como motivo
fundamental del hombre. Este sencillo ejemplo del tratamiento de una depresión
noógena puede servirnos de fundamento para examinar una de las consecuencias
más importantes en la psicoterapia: el método psicoterapéutico de la desrreflexión,
elaborado por Frankl.

La disreflexi6n es, por así decir, lo contrario de centrar la atención en uno mismo;
significa, pues, apartarse de cualquier autoobservación, dejar de «darse
importancia», evitar que los pensamientos giren en torno al propio yo. Pero casi
podríamos decir que aquí entramos en un grave conflicto «con la corriente de
nuestro tiempo», pues la tendencia actual discurre más bien en el sentido de
ponerse uno mismo decididamente en el centro, de considerar muy importantes las
necesidades propias y luchar por satisfacerlas en lo posible y, por desgracia, de
amar al yo de un modo casi idolátrico.

La psicosomática, ciencia fronteriza que ha hecho grandes progresos en los últimos


años, nos dice que esto no esta de acuerdo con la naturaleza del hombre.

Los trastornos psicosomáticos que hoy sufre una altísima parte de la población no
son trastornos imaginarios; con frecuencia son trastornos físicos, incluso muy
dolorosos e intensos, que, sin embargo, no tienen como base una dolencia orgánica.
Y estos enfermos psicosomáticos distan de ser hipocondríacos, aun cuando a veces
sean calificados así por los médicos que no pueden encontrar nada: son personas
que sufren realmente por su dolencia y están con frecuencia muy desesperadas.
Pues bien, en las personas con perturbaciones psicosomáticas aparece
constantemente una cosa: que están muy pendientes de su propio cuerpo y de su
estado de bienestar y registran con angustia el más mínimo cambio. Y esto provoca
y agudiza los trastornos psicosomáticos; para demostrarlo voy a presentarles un
caso de neurosis cardiaca.

CASO n.° 3:

Vino a yerme una señora joven que había estado en diversos médicos a causa de
repetidos ataques de «taquicardia». En todas partes le habían confirmado que tenía
el electrocardiograma normal y el corazón sano. Únicamente la presión sanguínea
era un poco baja e inestable; aparte de eso, no tenía nada orgánico. Por ello la
enviaron a la praxis psicoterapéutica, y vino a yerme.

Le sugerí ante todo que anotara con exactitud cuándo aparecía la taquicardia y qué
había hecho y pensado inmediatamente antes. A las pocas semanas estaba claro
que los ataques de palpitaciones aparecían casi siempre en momentos de absoluta
tranquilidad, por ejemplo, delante del televisor o cuando estaba en la cama por la
noche; es decir, nunca después de un esfuerzo físico ni en momentos de excitación
psíquica. Una investigación más detallada del fenómeno dio corno resultado la
siguiente circunstancia: la presión sanguínea, algo inestable, podía bajar algo en
esos momentos de tranquilidad; pero automáticamente aumenta un poco la
frecuencia cardiaca para mantener normal la circulación de la sangre. Esto sucede
en cualquier persona, pues se trata de una compensación circulatoria
completamente normal. Pero nuestra paciente se ponía a escuchar con especial
sensibilidad lo que ocurría dentro de sí misma y observaba con excesiva exactitud
los latidos de su corazón; sólo así advertía el ligero aumento del ritmo cardíaco.

Pero, en cuanto advertía esto, la asaltaba el presentimiento de que iba a sufrir otra
vez un ataque de corazón, lo cual elevaba su angustia hasta el paroxismo. Ahora
bien, en el plano fisiológico, la angustia significa una excitación del sistema
nervioso simpático, que, entre otras cosas, vuelve a aumentar un poco el ritmo
cardíaco. Cuando la paciente notaba que el corazón le latía aún más deprisa, se
sentía confirmada en su angustia de que sin duda iba a sufrir un ataque, se dejaba
llevar por el pánico y, de esta manera, se acercaba cada vez más al ataque
cardíaco.

Corno puede verse, no siempre hay que suponer una causa psíquica extraordinaria
—un trauma reprimido, una mala infancia, un shock grave u otras cosas parecidas—
para explicar los trastornos psíquicos; también causas pequeñas, casuales, pueden
producir efectos grandes. El ejemplo de la neurosis cardiaca es muy instructivo en
un doble aspecto: por un lado muestra que la auto-observación y el constante
examen de sí mismo no son sanos y, a veces, pueden resultar peligrosos; por otro
pone de manifiesto que, desde el punto de vista biológico, el descanso y los
cuidados excesivos no son siempre lo mejor. De hecho, es un drama especial que
ciertos neuróticos cardíacos, como esta paciente, tiendan a cuidarse demasiado
simplemente para no provocar un ataque, es decir, que no practiquen ningún
deporte ni hagan esfuerzos físicos, cosa que está contraindicada. En cambio, si
hicieran mucho ejercicio, se estabilizarían y normalizarían inmediatamente su
presión sanguínea y su ritmo cardíaco. Unas simples flexiones de las rodillas
podrían bastar, incluso, para normalizar todo el proceso circulatorio en casos de
pequeñas bajadas de tensión, con el consiguiente aumento del ritmo cardíaco. Pero
el problema fundamental reside en algo completamente distinto: en que esta
paciente no puede mirar fuera de sí misma, en que no se ocupa de otra cosa con
tanta intensidad que no advierta las pequeñas palpitaciones, no las note, no las
registre o, en todo caso, sea capaz de considerarlas poco importantes. Este simple
hecho prevendría su angustia, regularía los latidos del corazón, y no pasaría nada.

En psicoterapia hay diversos planteamientos para reducir la angustia; pero en el


terreno psicosomático ha dado muy buenos resultados la disreflexión de Frankl. El
leitmotiv de este método psicoterapéutico es decir al paciente: «No pienses en ti,
olvídate de ti; tu cuerpo hace todo bien automáticamente, si le dejas actuar por sí
mismo y no lo perturbas». Este leitmotiv sólo puede comunicarse de un modo
indirecto, ya que no sirve de nada decir a alguien en qué no debe pensar; hay que
ofrecer un contenido mental distinto y muy importante para centrar en él la
atención del paciente y, así, apartarla de su yo.

Por tanto, lo que había que hacer en el caso de la paciente era encontrar algo que
pudiera ocupar su pensamiento, cuando volviera a sentir un ligero aumento del
ritmo cardíaco. Pero para eso no bastaba una distracción cualquiera, por ejemplo,
aconsejarle que se pusiera a hacer un crucigrama al aparecer los trastornos:
¡cuando uno teme que le dé un ataque de corazón, no se interesa por los
crucigramas En la desreflexión hay que recurrir directamente a un valor cargado de
sentido, a algo por lo que el paciente esté dispuesto a pasar a un segundo plano y a
olvidarse de su estado de salud. Por eso, busqué en la vida de esta señora joven un
contenido que significara mucho para ella, y lo encontré en su marido, Era recién
casada, y me contó que en los momentos en que estaba con él era tan feliz, que
podía olvidarse del mundo entero e incluso de sí misma. Acordé con el marido, muy
interesado en el restablecimiento de su mujer, que la paciente lo llamaría o, si él
estaba en casa, se pondría a hablar con él siempre que tuviera la sensación de que
podía aproximarse un ataque. Le indiqué que, en esos casos, la conversación podía
versar sobre cualquier asunto, excepto sobre la enfermedad. A la mujer le encargué
que se dedicara enteramente a su marido, pensara en sus preocupaciones, le
preguntara cómo le iba y se alegrara de oír su voz. Por amor a él debía olvidarse de
los ataques de corazón y pensar sólo en la felicidad de su matrimonio y en los
planes comunes.
La señora lo intentó, y el marido la ayudó. Los trastornos cardíacos cesaron con
sorprendente rapidez, y la joven pareja experimentó una inmensa alegría. «Mi
marido es mi mejor medicina», me dijo la joven señora cuando volvió una vez a la
praxis. Todavía tiene un poco alterada la presión sanguínea, aunque he podido
convencerla de que haga más ejercicio, cosa que mejorará su circulación; pero ha
recobrado la confianza en su cuerpo y no tiene miedo a una taquicardia repentina,
que tampoco aparece ya. Lleva un par de meses esperando su primer hijo, y la
alegría y los preparativos de tal acontecimiento la tienen tan absorbida que, como
ella dice, «no le queda tiempo» para ataques de corazón. El leitmotiv de la
desreflexión se ha impuesto, la mujer ya no se observa obsesivamente, y el
trastorno psicosomático ha desaparecido. De manera muy similar se pueden tratar
otros trastornos psicosomáticos, por ejemplo, las alteraciones de la potencia sexual
no condicionadas orgánicamente o los problemas de insomnio, muy comunes en
nuestros días.

En la mayoría de los casos de alteración psicógena de la potencia sexual o de


frigidez psicógena desempeña una función causal la atención insana a uno mismo
que hemos observado en el caso recién expuesto. Un hombre quiere forzar la
erección, o una mujer el orgasmo; los dos se observan a sí mismos durante todo el
juego erótico; sólo piensan en su propio cuerpo, para ver si sienten algo; quedan
decepcionados porque no pasa nada; empiezan a temer que no son perfectos en su
papel sexual —es decir, un «hombre de verdad» o una «mujer de verdad»—, tal vez
vuelven a intentarlo convulsivamente y, naturalmente, no sale bien. Las consultas
médicas están hoy llenas de este tipo de pacientes, y con frecuencia hay grandes
dramas en el matrimonio, la pareja y la familia.

El hecho de que estos trastornos se produzcan hoy a gran escala se debe sobre
todo a la ola comercializada de ilustración que desde hace años nos inunda con una
glorificación del acto sexual, hasta el punto de que parece que la vida no es digna
de vivirse si no se experimenta el orgasmo casi a diario. Las personas se sienten
inseguras, comienzan a observarse a sí mismas, se llega a una «hiperreflexión» e
«hiperintención» en la sexualidad, como dice Frankl, y, tras habérsele inculcado que
eso es absolutamente necesario, cada cual quiere tener más vivencias sexuales
cada vez; pero el organismo humano no está hecho para producir placer
permanentemente y, sobre todo, la sexualidad humana es inseparable de una
relación de amor personal. Las funciones corporales, que en una relación amorosa
discurren automáticamente y por sí mismas, quedan perturbadas inmediatamente y
ya no pueden forzarse, cuando la atención se centra exclusivamente en conseguir
el placer y cuando son objeto de un estímulo excesivo y aislado. Frankl, que
descubrió estas conexiones ya al comienzo de esta desgraciada evolución
sociológica, solía curar las alteraciones de la potencia sexual prohibiendo a sus
pacientes el coito durante cierto tiempo; pero les recomendaba que, durante los
juegos eróticos, pensaran en la pareja y no en su propio placer, se entregaran
cariñosamente a la pareja y no observaran su propio cuerpo. La mayoría de las
veces, estos pacientes no podían cumplir mucho tiempo la prohibición del coito,
porque las funciones corporales automáticas se regeneran por sí mismas cuando se
practica la disreflexión también los trastornos de insomnio presentan a menudo la
misma génesis: uno se pone por la noche a pensar en la cama cuándo podrá por fin
conciliar el sueño, está pendiente de sí mismo para ver si se le cierran pronto los
ojos y quiere, en definitiva, forzar una y otra vez el sueño; esto no puede dar
resultado en la práctica, porque el mero hecho de pensar y cavilar cómo conciliar el
sueño mantiene despierto al sujeto en cuestión. También aquí puede ser eficaz el
procedimiento de la disreflexión: aconsejar al paciente que no se preocupe de su
sueño, sino que piense en algo completamente distinto. El contenido mental que se
elija en la terapia estará relacionado con el problema del sentido, pues lo que no
sea importante y significativo para el paciente, tampoco podrá librarlo de su
excesiva atención a si mismo. Sin embargo, si se encuentra el contenido mental
adecuado, un contenido que tenga suficiente importancia para el paciente, éste casi
siempre conciliará el sueño con más rapidez de lo que en realidad querría, pues se
olvida totalmente de su cansancio.

Sobre este tema se podrían decir muchas cosas más; pero lo que a mí me interesa
en todos estos ejemplos es señalar que un concepto de hombre que presente a éste
como un ser orientado hacia un sentido y con una dimensión espiritual no puede
centrarlo únicamente en su yo. La consecuencia fundamental del concepto
logoterapéutico de hombre es el reconocimiento de la llamada auto trascendencia
del hombre, lo cual significa que el hombre, en sus pensamientos, sentimientos y
acciones, siempre sale de sí mismo, llega a su entorno y a su prójimo y se adentra
en el complejo reino de las posibilidades, algunas de las cuales le gustaría realizar.
Y si no lo hace, si se encierra en su situación, en la satisfacción de su placer, en la
observación de su estado físico y psíquico, si sólo se mira a sí mismo y se considera
lo único importante, entonces está enfermo, entonces se produce una reducción tan
radical de su horizonte personal, que no lo soporta ni psíquica ni físicamente,
entonces todo se rebela en él: la razón, la emoción e incluso la regulación
automática de sus funciones corporales.

Aquí reside también la terrible amenaza de una sociedad de despilfarro y


superabundancia, como la que hoy tenemos en los países occidentales. Cuanto
menos trabajo en sentido amplio se exige al individuo, cuantas menos
preocupaciones necesita plantearse, cuanto más se le ofrece para el puro consumo
y cuanto más pasivos son sus intereses en el tiempo libre, menos recursos hay para
movilizar su autotrascendencia; en el caso extremo, se sienta en su vivienda de lujo
con el estómago lleno y una abultada cuenta corriente y no sabe qué puede desear,
porque todos sus deseos pueden financiarse. Ese estado extremo, en el que ya no
hay objetivos, equivale casi a una pérdida de la condición humana, porque todas las
líneas cognitivas de relación con el mundo y con la vida han quedado cortadas tras
la palabrita «yo», y la propia existencia resulta totalmente absurda. Nadie puede
existir sólo para mantener su propia existencia lo más agradable posible; esto está
en contradicción con el nivel espiritual del hombre.

También los niños, y particularmente los jóvenes, necesitan ver un sentido tanto en
su trabajo como en el juego, tanto en la familia como en la comunidad, y toda la
protesta mundial de la juventud actual, que con tanta frecuencia nos estremece y
nos sale al paso en las formas más horribles, podría tener sus raíces en este
problema.

Recordemos qué distinto es el crecimiento de los niños en el campo y en la gran


ciudad. Los niños que están integrados en la agricultura ayudan desde pequeños en
el trabajo; pero siempre saben desde el principio por qué y para qué lo hacen.
Cuando echan de comer a las gallinas, hasta los más pequeños comprenden qué
sentido tiene eso; cuando ayudan en la recolección de las patatas, ven
inmediatamente el sentido de su acción y de la acción de sus padres. El trabajo y el
tiempo libre constituyen una unidad, que resulta del intercambio de fuerzas entre el
esfuerzo y el descanso, pero que está penetrada por el mismo sentido global: el
campesino que ha trabajado todo el día en el campo, al final de la jornada, se sienta
quizá en un banco delante de su casa y contempla satisfecho los campos que
germinan bajo sus manos.

No pretendo idealizar la vida del campo, sino sólo destacar que en la vida de las
grandes ciudades todo está muy desarticulado y se ha perdido, sobre todo para los
niños, el sentido global. En ellas, el trabajo está estrictamente separado del tiempo
libre; el trabajo de los padres significa que se van de casa; el trabajo para los niños
significa hacer los deberes escolares, cuya necesidad no siempre pueden
comprender. El único sentido que se da de que los padres se marchen todos los días
es, la mayoría de las veces, el ganar dinero; el único sentido con que se justifica a
los niños su deber de ir al colegio es, a menudo, que deben aprender algo para que
más tarde tengan una profesión que les permita ganar dinero.

El juego no suele tener más sentido que la distracción, y la moderna industria de la


juguetería produce lamentablemente objetos casi carentes de sentido: perros que
ladran cuando se aprieta un botón, barcos de guerra con los que se puede hundir al
enemigo, autopistas por las que dan vueltas a toda velocidad los más
sorprendentes coches de carreras, marcianos con rostros utópicos que se pueden
deshacer y volver a armar. ¿Qué sentido puede ver un niño en todo eso? Muchas
veces resulta muy interesante manejar esos juguetes, pero pronto entra el
aburrimiento. ¡Qué felices eran los niños que construían con una rama un barquito
primitivo, para hacerlo flotar en un estanque; todavía sabían para qué servía su
esfuerzo de tallar; todavía tenían un objetivo ante los ojos, entonces había aún una
especie de autotrascendencia infantil.

Nuestros niños, saturados de bienestar, a veces ni siquiera pueden jugar


olvidándose de sí mismos; tampoco saben por qué deben hacer con piezas de lego
una torre que por la noche tendrán que desmontar y recoger delante del televisor;
muchísimos juguetes carecen de sentido y están en el cuarto de los niños como
objetos de adorno inútiles.

Si el trabajo de los padres carece de sentido y el juego de los niños tampoco lo


tiene, ¿cómo podrán dar un sentido a su vida los jóvenes que viven en semejante
entorno? La consigna de «ganar dinero» apenas los atrae; en el fondo protestan
contra esto cuando se alzan contra el orden establecido.

Pero negar algo no equivale a encontrar una solución; por eso, muchos jóvenes
desesperan hoy en su propia búsqueda de sentido, para la que no tienen ningún
modelo en las nuevas condiciones de vida de su entorno.

En Alemania apareció hace poco un artículo de periódico que se ocupaba del tema:
«Qué hacer cuando los hijos pegan a sus padres?». La pregunta no es ociosa, pues
la brutalidad aumenta en todas partes, y los jóvenes, alimentados diariamente por
los medios de comunicación con novelas policíacas y atrocidades, levantan de
hecho la mano contra sus padres. Pues bien, a un profesor de sociología y
psicología, cuyo nombre me es conocido, le preguntaron sobre este tema y, en
particular, qué aconsejaría hacer a los padres amenazados. Cito su respuesta
literalmente: «Los padres amenazados deben poner rápidamente en manos del hijo,
por ejemplo, un vaso que puedan tirar contra la pared. Así descargan sus
agresiones», exclamaba el profesor.

No es de extrañar que los psicólogos no gocen de buena fama entre el pueblo,


porque el que tenga un poco de sentido común dirá: «jPor todos los cielos! ¿Han
llegado las cosas tan lejos entre nosotros?». Pero éstos son los efectos
devastadores de un concepto de hombre que ha presentado al hombre a priori
como un receptáculo de movimientos pulsionales contenidos, que es preciso
descargar en cuanto sea posible, y ha ignorado por completo la dimensión
espiritual. Los «pobres niños» han contenido inconscientemente sus agresiones y,
cuando atacan al padre con un cuchillo o a la madre con el puño, los padres deben
ofrecerles otra posibilidad de descargar su agresión; pero los niños tienen que
desahogarse en cualquier caso...

;Qué terrible falta de lógica! Ni siquiera se pregunta qué ha provocado el conflicto


familiar, o si podría haber otra posibilidad de solucionar el conflicto; no, es preciso
dar salida a las agresiones, en caso extremo a costa del mejor florero de la madre;
sólo que entonces la madre reprimirá a su vez las agresiones en el inconsciente, y
éstas tendrán que desahogarse algún día en el hijo... Este modelo teórico
desemboca por sí mismo en el absurdo.

CASO n.° 4 (grupo):

En nuestro consultorio psicológico hicimos un experimento terapéutico con seis


niños extremadamente agresivos, que desde hacía tiempo causaban grandes
preocupaciones a sus padres, porque sólo sabían tratar sus juguetes
destructivamente. Eran niños que tenían un nuevo oso «Teddy» dos días, luego lo
destripaban o le arrancaban una pierna; nulos que utilizaban un coche nuevo para
desmontarle las ruedas y romperle las antenas, que arrugaban las páginas de los
libros de imágenes y desinflaban los balones; niños que no jugaban, sino que sólo
destruían y tiraban lo destruido.

Hicimos que los padres de estos niños reunieran todos los juguetes rotos y sus
elementos, y les pedimos que trajeran la colección a la primera sesión de terapia. A
nuestra pedagoga terapéutica le indicamos que iniciara con los seis niños una
acción terapéutica de un carácter muy especial: había que construir pieza a pieza,
con los juguetes rotos reunidos, algo nuevo, un conjunto armónico y bello, y había
que hacerlo mediante un laborioso trabajo en equipo.

Todos los niños tenían que aportar ideas, puesto que no debían simplemente
reparar las cosas, sino combinarlas artísticamente para hacer juguetes nuevos; así,
por ejemplo, de las más diversas muñecas y restos de vestidos había que hacer
representantes de las razas humanas más importantes, cada uno con un objeto
típico de su pueblo en la mano. Los niños pintaron, cosieron, limaron, martillearon,
rellenaron barrigas, retocaron caras, pegaron sombreros e hicieron medias de punto
muy pequeñas, construyeron pequeños sombreros de paja y revistieron figuras de
animales con restos de pieles y de lana. Todos los objetos acabados fueron
sorteados entre los niños y entregados al afortunado ganador.

El modelo teórico que había tras este experimento era, en el sentido del concepto
logoterapéutico de hombre, la idea de que se debía fijar para los niños un sentido
global que pudieran asociar a sus juguetes, una conciencia del valor de las cosas de
su alrededor, una tarea a la que debían dedicar sus fuerzas de un modo
constructivo y no destructivo.

Así los niños dejarían de limitarse a consumir los objetos que les regalaban y
desarrollarían una actividad orientada a un objetivo, al que podían contribuir con
sus ideas y su trabajo en una especie de proceso creativo) en la creación de algo
«que estuviera fuera de ellos mismos», como corresponde a la concepción espiritual
del hombre.

Ninguno de los niños volvió a pensar en destruir insensatamente los objetos que
ellos habían construido con su esfuerzo, y los padres, que vieron el cuidado y el
cariño con que estos niños llevaban a casa las piezas construidas por ellos, no se
creyeron lo que veían. Medio año después tuvimos que dar por terminada la terapia
de grupo, porque ya no recibíamos juguetes rotos como materia prima; los seis
niños habían aprendido a tratar adecuadamente sus cosas.

¿Habríamos logrado esto si hubiéramos puesto a disposición de los niños floreros de


barro sin valor para que los tiraran a las paredes durante las sesiones de terapia?
No lo creo; estoy convencida de que su agresividad sólo se habría potenciado y
habrían terminado por transformar el cuarto de estar de sus padres en un campo de
batalla, si se les hubiera sugerido que «tenían que desahogar sus agresiones». A
gran escala sucede lo mismo que a escala reducida, y el que quiera ayudar a los
jóvenes de hoy tiene que encontrarles tareas con un sentido y delegarlas en ellos,
pero también tiene que estar dispuesto a vivir él mismo una vida llena de sentido,
en la que no domine la satisfacción de los impulsos, sino la conciencia, la voluntad y
la razón.

Tenemos que hablar de otra consecuencia más del concepto logoterapéutico de


hombre, que no se refiere a la autotrascendencia, sino más bien a la capacidad de
autodistanciamiento del hombre. En efecto, si dentro de la dimensión espiritual es
posible trascenderse a sí mismo, salir, por así decirlo, de las limitaciones del propio
yo, como hemos visto al hablar de la disreflexión, esto significa que puede darse un
alejamiento de sí mismo y de los propios sentimientos y que desde esta distancia se
puede volver la mirada —hablando metafóricamente— al propio yo, aunque con un
criterio muy distinto, con una actitud nueva, que no sería posible sin tal distancia.
Siguiendo con el símil, la autotrascendencia podría compararse con la salida del
pueblo natal, muy limitado, al mundo entero, para descubrir y comprender cosas
nuevas, y el autodistanciamiento sería entonces la mirada dirigida desde las
cumbres lejanas al valle natal, que ahora aparece en una perspectiva
desacostumbrada, pero más ajustada a la realidad, y permite ver mejor, desde la
distancia, toda la relatividad de su grandeza e importancia. El que nunca sale de su
pueblo, lo considerará como el mundo entero o considerará el mundo entero como
un pueblo, vivirá con una constante valoración errónea de sí mismo y de su
estrecho entorno. La comparación es muy acertada, porque un determinado tipo de
enfermos psíquicos, los neuróticos, corren de hecho, con mucha frecuencia, el
peligro de juzgarse erróneamente, de interpretar tendenciosamente sus estrechos y
pequeños intereses y de exagerar mucho su importancia, lo mismo que en la
comparación el aldeano que nunca sale del pueblo y quizá considera la pequeña
ermita situada frente a su casa como una de las iglesias más grandes del mundo.

La desazón típica del neurótico puede definirse de un modo muy profano, diciendo
que alguien «hace un elefante de un mosquito», es decir, que toma muy
trágicamente cualquier cosa y, por eso, no logra salir de una vida trágica. Una
sensibilidad excesiva y un umbral bajo de irritación en el terreno emocional
producen reacciones psíquicas fuertes incluso por pequeños incidentes, y si alguna
vez ocurre realmente una crisis más seria en la vida, el paciente neurótico puede
perder totalmente los nervios y sufrir un colapso psíquico.

Frankl fue el primero que tuvo la idea genial de que al neurótico se le puede ayudar
terapéuticamente construyendo y fortaleciendo su capacidad de
autodistanciamiento: al distanciarse de sí mismo, adopta también una actitud
nueva hacia los pequeños intereses de su estrecho entorno. Esta idea ha dado
buenos resultados en todo el marco terapéutico, y el método de la «intención
paradójica», desarrollado según esta concepción, ha encontrado entre tanto un
reconocimiento mundial. Un ejemplo mostrará cómo se procede con él.

CASO n.° 5:

En una consulta para padres, una madre me contó que sufría a diario angustias
muy grandes y que ya pronto no podría vivir sin tranquilizantes. Se había trasladado
con su familia a un chalé nuevo situado en las afueras de la ciudad, para el que
habían ahorrado durante años, y ahora se sentía allí constantemente amenazada,
sobre todo cuando su marido no estaba en casa; se imaginaba que alguien andaba
de puntillas por la casa, que las persianas crujían, oía chirriar la puerta del jardín y
creía que en cualquier momento la iban a asaltar los ladrones.

A esto se añadía el agravante de que su marido tenía un servicio por turnos que le
hacía llegar a casa muy tarde cada dos días. La señora acostaba a su hijo, todavía
pequeño, hacia las 6,30 de la tarde; luego solía permanecer despierta, llena de
angustia y de desesperación, hasta que regresaba su marido hacia la medianoche.
Aunque habían instalado una alarma cara y siempre cerraba bien todas las puertas
y echaba los cerrojos, la señora no podía quedarse tranquila. El viento y la
temperatura provocaban siempre ruidos nocturnos que bastaban para excitarla.

Nos hallamos ante una desazón subneurótica de libro; cosas tan insignificantes
como estos ruidos nocturnos se convierten en grandes desencadenantes de
angustia, y las angustias no están en proporción racional con los datos verdaderos;
es típico también que los temores aumentan en cuanto la madre acuesta al niño, es
decir, en cuanto se queda libre de todos los trabajos y tareas y tiene más «ocio»
para enfrascarse en sus representaciones angustiosas. Lo cual significa encerrarse
en las pequeñas preocupaciones personales, supravalorar el yo y su importancia,
concentrase excesivamente en una situación de suyo inofensiva.

Lo que le dije a la señora fue lo siguiente: que mientras tuviera la angustia, la


angustia tendría poder sobre ella y perturbaría su bienestar; para despojar de su
poder a esa angustia absurda y perturbadora, debía tomarse a broma su propia
angustia. La mejor forma de conseguirlo sería que deseara en su interior
precisamente aquello que temía, pues nadie puede desear y temer una cosa al
mismo tiempo; el deseo y el miedo se excluyen mutuamente.

Por tanto, cuando estuviera sola en casa, debía decirse en alta voz: «1Ah! Sería
magnífico que me asaltaran; lo estoy deseando desde hace mucho tiempo y nunca
lo logro. ¡Y tengo en casa un whisky excelente para ofrecérselo a los ladrones y
todo tipo de joyas que les interesen! ¿Por qué no vienen? ¡Es tan aburrido estar en
casa! Nunca ocurre nada, no pasa absolutamente nada. En todas las novelas
policíacas sucede algo emocionante. Pero en mi casa no. ¡Ojala llame alguien a la
puerta pronto! Estoy esperando con gran impaciencia el momento en que...».
Etcétera.

Naturalmente, esto parece muy ridículo, incluso paradójico; pero precisamente en


su ridiculez cumple su fin este deseo paradójico formulado con humor, puesto que
no debe tomarse en serio, sino que sólo sirve para «desbaratar los argumentos» de
una angustia igualmente ridícula, pues el que se ríe de un deseo paradójico, no
puede al mismo tiempo temblar de angustia. Ahora bien, si la angustia disminuye,
se reduce también la desazón neurótica, el paciente se tranquiliza, su razón asume
el control emocional, y todas las funciones psíquicas se normalizan.

La señora no pudo creer al principio lo que yo le aconsejaba; pero insistí en que


debía probar en casa por la noche el truco indicado y ensayé con ella textos
adecuados para que los dijera en voz alta.

La intención paradójica tarda cierto tiempo en surtir efecto, como ocurre con la
oscilación de los dos platillos de una balanza. Mientras el platillo de la angustia pese
más y el deseo paradójico se formule con vacilaciones y dudas, sigue venciendo la
desazón neurótica. Pero si la intención paradójica se intensifica y se expresa o se
piensa el deseo contrario con decisión, entonces de repente pesa más el platillo
sano de la balanza; y se evapora el peso de la angustia.

Así ocurrió en el caso de esta madre. Durante semanas practicó la intención


paradójica; pero, en lo más íntimo de su ser, la angustia seguía al acecho, a punto
de saltar, y podía volver a aflorar en cualquier momento. Sin embargo, un día en
que soplaba un viento especialmente fuerte y se oían zumbidos y crujidos alrededor
de la casa, la señora se excitó tanto que abrió desesperada la ventana y se puso a
gritar que vinieran de una vez los ladrones, que no podía esperarlos más.
Naturalmente, no vino nadie; pero ella empezó a reírse, y así se desvaneció el
terror. Cuando el marido llegó a casa aquella noche, descubrió sorprendido que su
mujer dormía tranquilamente, ¡y con la ventana abierta! Cuando la intención
paradójica ha dado resultado una vez, es posible recurrir a ella en cualquier
momento para refrenar la angustia neurótica, y la señora tardó menos de un mes
en curarse completamente.

Pero volvamos al autodistanciamiento. Uno no puede reírse de su propia angustia si


no se distancia internamente de ella, si se identifica con sus sentimientos, si no
existe, por encima de este plano emocional, una instancia —precisamente la
dimensión espiritual— dentro de la cual se puede adoptar, en otro nivel, una actitud
frente a la propia desazón anímica e incluso oponerse a ella. Frankl suele hablar de
un «poder de oposición del espíritu», de la posibilidad única del hombre de situarse
por encima de sus emociones y relativizarlas desde la perspectiva espiritual, como
en la comparación citada el viajero puede volver la mirada a su pueblo, del que
procede, desde la distancia de quien ha salido de este pueblo.

Todas las exageraciones neuróticas pierden su peso cuando se consideran desde la


suficiente distancia espiritual, y la intención paradójica es un método muy
acreditado para lograr esa distancia necesaria. Sobre todo es un método basado en
un concepto de hombre que atribuye al hombre una capacidad de distanciamiento y
que no se contenta con la simple catalogación de las necesidades innatas o
adquiridas y su desahogo.

La autotrascendencia y la capacidad de autodistanciamiento son, pues,


consecuencias del concepto logoterapéutico de hombre; para terminar, quisiera
mencionar una tercera consecuencia, quizá la más importante, que está en abierta
contradicción con todos los restantes planteamientos de la psicología y que, sin
embargo, es la más necesaria en nuestra época: la asombrosa capacidad del
hombre para transformar un sufrimiento en un logro humano (Frankl).

Lo que he presentado hasta ahora —la depresión noógena trastornos


psicosomáticos, agresividad infantil absurda y una desazón neurótica— son, por así
decir, sufrimientos «gratuitos» que en realidad no habrían debido existir, sea cual
fuere la forma en que se produjeron. Pero creo que todos estamos de acuerdo en
que hay también sufrimientos que caen sobre una persona sin ninguna intervención
suya y causan angustia, inquietud, preocupación y dolor interno: la muerte de una
persona querida, la aparición de una enfermedad grave, un fracaso profesional,
económico o familiar, la toma de una decisión errónea. Hay cosas en la vida que
son irremediables, que no se pueden subsanar ni reemplazar: significan una pérdida
irreparable, un daño grave, un golpe del destino.

Aquí se cumple lo que dije al principio sobre la hipótesis de la represión: que no es


necesario suponer una represión en el inconsciente, porque el dolor verdadero es
siempre consciente, como una espina que está toda la vida clavada en la herida e
impide que la herida se cierre. ¿Cómo se puede ayudar a la persona que sufre, a
aquella cuyo pasado o presente contienen una espina que no le deja descansar y le
desgarra constantemente la herida? Aquí guardan silencio las teorías psicológicas
tradicionales; en su concepto de hombre no tiene cabida el sufrimiento verdadero.
Ante lo que no se puede explicar por una represión o transformarse por un nuevo
proceso de aprendizaje, sino que es un hecho incambiable con el que es preciso
vivir conscientemente, no se sienten competentes y escurren el bulto negando su
competencia.
Indudablemente, un sufrimiento así no se puede eliminar con una terapia, ni dejar
sin efecto, ni trivializar; pero es posible cambiar algo en el encuentro con el dolor: la
actitud personal ante él. Porque, en la dimensión espiritual, toda persona puede
decidir libremente qué actitud adopta frente a su destino y en qué contexto de
sentido considera su desgracia. Puede rebelarse insensatamente contra su destino
preguntando y acusando desesperadamente, o buscar una respuesta positiva;
puede caer en una resignación apática o dar a los otros un ejemplo extraordinario
con su forma de soportar el dolor.

CASO n.° 6:

Un joven que, por una larga enfermedad, había sufrido en su vida profesional un
fracaso completo me dijo una vez: «Estoy muy contento de encontrarme curado y
sano otra vez; pero ahora me queda la tarea de afrontar mi pasado».

Ahora bien, él no tenía la posibilidad de cambiar su pasado, pues el fracaso


profesional anterior era un hecho innegable; pero sí tenía la posibilidad de elegir
entre dejar- se llevar del desaliento y no intentar ya rehabilitarse o procurar, a
pesar de todo, sacar el mejor partido de su situación y, de ese modo, superar su
mala suerte.

Muchos hombres grandes se han forjado en la fragua del sufrimiento, y con


frecuencia sólo se consigue un estadio de madurez interna pasando por un proceso
de maduración muy doloroso. Tampoco es verdad lo que intenta hacernos creer el
psicoanálisis con increíble insistencia: que un sufrimiento no debido a la represión
ni a los impulsos perturbadores del inconsciente sólo puede tener consecuencias
psíquicas negativas; la realidad nos enseña algo muy distinto: numerosos ejemplos
muestran que hay actitudes buenas, e incluso francamente heroicas, ante el
sufrimiento y que las personas de más valía son con frecuencia aquellas que han
pasado por una desgracia profunda. También el joven que he mencionado fue capaz
de transformar la desgracia de su pasado en un testimonio de lo que puede hacer el
hombre: consiguió elevarse a un nivel espiritual muy superior al que quizá habría
alcanzado sin esa experiencia desgraciada. El que ve su dolor como una especie de
prueba, como una pregunta del destino a la que tiene que encontrar la respuesta
óptima, nunca considerará su dolor completamente absurdo, siempre reconocerá, al
menos, el sentido de que es preciso aceptar un desafío, «decir sí a la vida a pesar
de todo» —como lo formula Franlk y mostrar, con esta respuesta afirmativa, de qué
es capaz el hombre.
Así pues, al que viene de la infancia con una desgracia que juzga no superada y
cree necesaria una compensación y un desahogo a posteriori, sólo se le puede decir
que debería estar orgulloso de su desgracia, ya que la desgracia y el sufrimiento
son con muchísima frecuencia el presupuesto para un progreso espiritual, y
precisamente aquellas personas cuya infancia ha transcurrido en circunstancias no
muy favorables llegan a ser personalidades de alto nivel espiritual y humano con
más facilidad que los niños mimados de la sociedad del bienestar, que nunca han
carecido de nada y han estado siempre saturados de cariño y solicitud paternal y
maternal.La logo terapia es la única psicología que se declara partidaria del horno
patiens, del hombre doliente, y ve en el modo como alguien lleva su sufrimiento
irremediable una posibilidad de dar sentido a la vida. Hoy hay muchísimas personas
desesperadas por la falta de sentido de su vida, personas cuya situación externa no
deja nada que desear. Por otro lado, hay personas que han sufrido una desgracia
grave, pero que saben encuadrarla en un contexto de sentido y, de esa manera, no
sólo la soportan heroicamente, sino que incluso la transforman en un logro humano.
Esto constituye un contraste evidente que debería incitarnos y estimularnos a
pensar. Todos nosotros queremos de algún modo que nos vaya bien; sin embargo,
la circunstancia de que nos vaya bien no desempeña un papel decisivo en nuestra
vida- Lo que realmente importa es que antes o después veamos un sentido en
nuestra existencia y procuremos realizarlo, bien mediante la acción, bien mediante
la convivencia con otras personas, o bien mediante la actitud heroica ante una
desgracia. Nadie ni nada puede limitar la libertad espiritual del hombre, si no lo
hacemos nosotros mismos, y ningún destino puede humillarnos, si no estamos
dispuestos a doblegarnos ante él. No obstante, deberíamos doblegarnos ante una
sola instancia, que podría ser el sentido último de todas las cosas, sea cual fuere el
nombre que le demos.

OBJETIVOS DEL ASESORAMIENTO MODERNO EN PROBLEMAS EDUCATIVOS


Y VITALES

Hasta ahora hemos hablado del hombre desde el punto de vista individual, de su
búsqueda de una plenitud de sentido, de sus problemas y de las posibilidades de
ayudarle. Pero no podemos olvidar que el individuo no vive solo, sino que
normalmente pertenece a una unidad familiar, que se ve afectada por el desarrollo
del individuo. Si antes el individuo, con sus preocupaciones y problemas, se
apoyaba en el círculo de la familia y encontraba allí comprensión y seguridad, hoy
la debilidad del individuo constituye un detonante para toda la familia. El que no es
personalmente depresivo o neurótico, llega a serlo en la convivencia con los otros
miembros de la familia, ya que el poder convivir es una capacidad que parece
haberse perdido con la agita ció de nuestra época.

La familia está enferma, gravemente enferma; quizá tenga una solución, quizá
muera. Si vuelvo la mirada a mis largos años de asesoramiento en problemas
educativos y vitales, tengo que admitir que es relativamente fácil ayudar al
individuo, mientras que el hundimiento de la familia apenas se puede arreglar. La
actitud egocéntrica del hombremoderno está en contradicción con la vida familiar,
que en su sentido más primitivo significa vivir cada uno para losdemás. Pero hoy
cada uno cree más bien que todos existen para él, lo cual lleva necesariamente a
contrariedades que
1, atizan el fuego que arde entre los miembros de la familia. Los conflictos
generacionales, los problemas conyugales y
las rivalidades entre hermanos son sólo manifestaciones se cundaria de un mal
fundamental que casi resulta inconcebible Un alto político pedía hace poco a las
familias que introdujeran, al menos, un día a la semana sin televisión para hablar
unos con otros. ¿Hemos llegado tan lejos? Sí, hemos llegado tan lejos. La familia
está en vías de quedarse sin sentido, y si algún día pierde completamente su
sentido, morirá. ¿Qué será entonces de los niños, de la educación de nuestros hijos?
No lo sé.

Muchos miembros de familia —sobre todo madres, pero también padres e incluso
jóvenes— buscan hoy consejo y ayuda en los consultorios psicológicos, cuyo
número ha aumentado en los últimos años con la misma rapidez con que ha
disminuido la armonía familiar. Momentáneamente, se dio el absurdo fenómeno de
que todos los consultorios estaban sobrecargados, y muchas veces los pacientes
tenían que esperar hasta nueve y diez meses, lo cual excluía en la práctica una
ayuda rápida en situaciones urgentes. Ahora, las cosas han mejorado, pero no
porque haya menos conflictos familiares, sino porque ha cambiado el trabajo en los
consultorios. Nos hemos visto obligados a buscar nuevos conceptos y tácticas de
orientación, porque los viejos ya no respondían a las exigencias de nuestro tiempo.
Para poder dar una impresión aproximada sobre el trabajo con personas
individuales y con familias enteras en los consultorios psicológicos, tenemos que
comenzar por decir con claridad una cosa: los que buscan consejo no son «locos» o
«anormales»; son personas «como tú y yo». En psiquiatría se ha reconocido
siempre que los límites entre normal y enfermo son elásticos, y sólo se ha
establecido entre los dos campos una franja más o menos artificial para facilitar y
fijar ciertas decisiones que, a fin de cuentas, es preciso tomar. Así, se han empleado
como criterio de diferenciación el daño a una persona, la utilidad social, la
permanencia y espectacularidad de los síntomas de la enfermedad o las
posibilidades de curación, si bien estos mismos criterios admiten un cierto margen
de interpretación. Pero cabe pensar si no sería una proyección más cercana a la
realidad establecer definitivamente ¿os delimitaciones artificiales: la línea divisoria
entre «ciertamente normal» y «psíquicamente inestable» y la línea divisoria entre
«psíquicamente inestable» y «psiquiátricamente enfermo». En todo caso, la
sensibilidad del pueblo estaría en favor de esta segunda versión, pues en la praxis
experimentamos constantemente hasta qué punto muchas personas cargadas de
problemas, que en realidad deberían incluirse en el grupo intermedio de los
psíquicamente inestables, se resisten con todas sus fuerzas a ser consideradas
como «un caso de psiquiatría» o a ser enviadas a la psiquiatría. Su argumento
constante es: «1Yo no estoy loco!».
Ahora bien, ¿está alguien loco, porque —con o sin motivo justificado— se halla
especialmente triste, nervioso o angustiado, o porque tiene problemas en la
educación de los hijos, en la vida conyugal, con sus hermanos o consigo mismo?
Indudablemente, no. Pero necesita ayuda y, por tanto, tampoco está totalmente
sano, si se entiende por salud la estabilidad suficiente de un individuo respecto a su
entorno vital

OBJETIVOS DEL ASESORAMIENTO MODERNO EN PROBLEMAS EDUCATIVOS


Y VITALES

Hasta ahora hemos hablado del hombre desde el punto de vista individual, de su
búsqueda de una plenitud de sentido, de sus problemas y de las posibilidades de
ayudarle. Pero no podemos olvidar que el individuo no vive solo, sino que
normalmente pertenece a una unidad familiar, que se ve afectada por el desarrollo
del individuo. Si antes el individuo, con sus preocupaciones y problemas, se
apoyaba en el círculo de la familia y encontraba allí comprensión y seguridad, hoy
la debilidad del individuo constituye un detonante para toda la familia. El que no es
personalmente depresivo o neurótico, llega a serlo en la convivencia con los otros
miembros de la familia, ya que el poder convivir es una capacidad que parece
haberse perdido con la agita ció de nuestra época.

La familia está enferma, gravemente enferma; quizá tenga una solución, quizá
muera. Si vuelvo la mirada a mis largos años de asesoramiento en problemas
educativos y vitales, tengo que admitir que es relativamente fácil ayudar al
individuo, mientras que el hundimiento de la familia apenas se puede arreglar. La
actitud egocéntrica del hombremoderno está en contradicción con la vida familiar,
que en su sentido más primitivo significa vivir cada uno para losdemás. Pero hoy
cada uno cree más bien que todos existen para él, lo cual lleva necesariamente a
contrariedades que
1, atizan el fuego que arde entre los miembros de la familia. Los conflictos
generacionales, los problemas conyugales y
las rivalidades entre hermanos son sólo manifestaciones se cundaria de un mal
fundamental que casi resulta inconcebible Un alto político pedía hace poco a las
familias que introdujeran, al menos, un día a la semana sin televisión para hablar
unos con otros. ¿Hemos llegado tan lejos? Sí, hemos llegado tan lejos. La familia
está en vías de quedarse sin sentido, y si algún día pierde completamente su
sentido, morirá. ¿Qué será entonces de los niños, de la educación de nuestros hijos?
No lo sé.
Esas angustias e hiperexcitaciones, problemas de contacto y de comunicación,
infravaloraciones personales y conflictos conyugales —leves pero prolongados y
apenas tratados—, es decir, las frecuentes y absurdas discusiones familiares, son
asuntos que no suelen mencionarse ni, menos aún, recibir un tratamiento
terapéutico, pero que a menudo reaparecen en forma de síntomas físicos, desde
dolores de cabeza hasta úlceras gástricas, desde alteraciones cardiacas hasta
insomnios, y entonces quedan más aún sin un tratamiento en el sentido auténtico.
Porque con la misma frecuencia con que los trastornos relativamente leves del
citado terreno intermedio se convierten en síntomas psicosomáticos, con esa
misma frecuencia los tratan los médicos de forma puramente medicamentosa, bien
con tranquilizantes y somníferos suaves, o bien con fármacos que estimulan el
corazón y la circulación o simplemente calman el dolor. Y como en la sociedad está
mejor vista la enfermedad física que la inestabilidad psíquica, los clientes y
pacientes de este terreno intermedio cooperan y se toman sumisamente sus
polvitos en cuanto sienten miedo, sufren una ligera taquicardia o se produce una
discusión familiar. Hace tres años hubo en Alemania un interesante programa de
televisión en el que hablaron muchos representantes de la clase médica. El tema
era que el número de enfermos aumentaba, pese a que en los años anteriores los
medios de comunicación habían desarrollado una notable labor de ilustración
médica y en todas partes se había hecho publicidad en favor de una línea más
esbelta, de una alimentación más sana y de un consumo de calorías más
consciente. El comentario final de este programa terminó con las siguientes
palabras: Los alemanes han disminuido de peso; pero el número de enfermos y los
gastos de su tratamiento aumentan constantemente, a pesar de las acciones para
conservarse en forma, a pesar de la ilustración, a pesar de la información en la
televisión y la radio. Consecuencia: los políticos de la sanidad y los realizadores de
pro gramas van a combatir con firmeza los sufrimientos psíquicos de los alemanes,
causa principal del 40 % de las enfermedades. La campaña para 1978 reza así:
«Lucha contra el alma enferma». En un cálculo aproximado el 40 % de las
enfermedades fueron clasificadas por los médicos como psicosomáticas. De este 40
% de enfermos, sólo una pequeña parte tiene una enfermedad «psiquiátrica»; todos
los restantes pertenecen al llamado terreno intermedio entre psíquicamente sano y
enfermo, a ese terreno del que se ocupan primariamente los consultorios
psicológicos, y si alguien ha declarado realmente la guerra al alma enferma, son
precisamente ellos.

Según esto, es difícil calcular la verdadera magnitud de los problemas que se llevan
a los consultorios. Naturalmente, muchas veces se trata de problemas
insignificantes; pero, para la persona que busca consejo, son a veces muy grandes,
quizá insuperables, y turban cada vez más y empeoran su disposición de ánimo e
incluso su bienestar corporal. ¿Debemos calificarlos de insignificantes a la -vista de
todo esto?
Ocurre como con las pequeñas bolas de nieve una vez que han comenzado a rodar:
todavía no se avista un alud; pero ¿es menos importante detener estas bolas
pequeñas que prestar ayuda en una catástrofe producida por un alud? Yo
personalmente considero importantísimo el trabajo de los consultorios y veo en el
asesor, el psicoterapeuta, el neurólogo y el psiquiatra un equipo de especialistas
que debe cooperar estrechamente, aun cuando su acción se inserte en diferentes
puntos, dentro de los fluidos estadios existentes entre la salud y la enfermedad de
la psique humana. A la vista de las alarmantes estadísticas sobre la salud psíquica
del pueblo en la actualidad, deberían suspenderse todas las controversias de los
especialistas en torno a sus competencias y sus métodos y dar cabida a una sincera
posibilidad de cooperación, pues ella sola sería la mejor posibilidad de afrontar la
tarea común y casi ilimitada que el locutor de televisión formuló tan
expresivamente: ¡La lucha contra el alma enferma!

Las opiniones difieren mucho cuando se trata de precisar qué es lo que ha


provocado este fuerte aumento de familias psíquicamente inestables y
psicosomáticamente enfermas. En principio, se puede elegir entre dos hipótesis.
Primera: siempre ha habido tantas personas psíquicamente inestables como hoy,
pero antes sus sufrimientos pasaban inadvertidos o no se interpretaban
correctamente. Segunda: la salud interna del hombre era antes más sólida y, en
nuestro siglo, ha quedado expuesta progresivamente a perturbaciones. Esto se
asemeja a la pregunta sobre la prioridad de la gallina o del huevo: ¿Quién existió
antes, los psicoterapeutas o los enfermos psíquicos?Ahora bien, sabemos que
muchas cosas son hoy radicalmente distintas de lo que eran en el pasado. Es un
hecho indiscutible que la vida del hombre de hoy en nuestra civilización es más
cómoda, más fácil y más segura que la vida de las personas de épocas anteriores.
Se discute mucho sobre tópicos como stress, exceso de trabajo o atentados contra
el entorno; pero se hace sin una comparación histórica. La realidad es que, por
ejemplo, el presupuesto familiar medio de la población actual equivale al
presupuesto que hace doscientos años tenía una familia con veinte criados. Todos
los servicios que nosotros consideramos naturales —agua corriente, calefacción, luz
eléctrica, etc.—, todos nuestros ingenios mecánicos y eléctricos para el hogar, los
materiales de fácil limpieza, los artículos preparados para el consumo, las
posibilidades de viajar, etc., les habrían parecido paradisíacas a personas de épocas
anteriores. Hoy nadie se muere de hambre entre nosotros: si pierde su trabajo,
recibe un subsidio; si enferma recibe asistencia médica; si es incapaz de
sustentarse, interviene la asistencia social; si es mayor, tiene una pensión segura.
Hoy no debería haber ninguna angustia por la vida; todo el mundo tiene asegurado
el mínimo vital sin el menor esfuerzo; se ofrecen posibilidades de formación a todos
los niños e incluso a ios adultos; ya no trabajan los niños, ni hay castigos corporales
ni medidas de fuerza; la jornada laboral se ha reducido a la mitad desde el
comienzo de nuestro siglo; toda una serie de facilidades y garantías sociales nos
resultan hoy completamente naturales. Pero ni siquiera es esto lo rnas importante:
¡Las actitudes, la conciencia y la autocomprensión del hombre de hoy son mucho
más libres y emancipadas! Nadie está ya obligado a seguir viviendo con una pareja
que no le agrada; las separaciones, el cambio de pareja, la vida en comunas y los
hijos fuera del matrimonio no constituyen ya un problema social insuperable. Cada
cual es libre de exponer su concepción del mundo o su opinión política; cada cual
puede hacer huelga o protestar o manifestarse cuanto le place; las reglas de la
sexualidad y el poder individual se han ampliado en todas las direcciones, y hoy
estamos asistiendo a la progresiva legalización del aborto, lo cual garantiza la plena
libertad en la elección del número de hijos. ¡Cada vez más derechos, cada vez
menos deberes y un nivel de vida cada vez más alto! Tales han sido los objetivos de
la cultura occidental. Este progreso se puede valorar como se quiera; en todo caso,
no permite comprender el inexplicable aumento de sufrimientos psíquicos y de
familias rotas en la cultura occidental.

Al contrario, esta desmedida liberación, modernización y emancipación del hombre


de hoy y, al mismo tiempo, su creciente inestabilidad y miseria psíquica, este
paralelismo de dos hechos tan chocantes como innegables ha puesto en entredicho
las más bellas tesis de la psicología. Se trata de esas tesis tan evidentes,
comprensibles incluso para el profano, según las cuales cualquier contención y
represión de las necesidades o impulsos psíquicos del hombre, cualquier sobrecarga
y amenaza existencial se graba profundamente en el inconsciente y causa desde él
alteraciones del equilibrio interno y de la armonía interna. Pero, por más que lo
discutan los especialistas, la desinhibición general, la liberación y el egocentrismo
del hombre de hoy no le han proporcionado mayor armonía y estabilidad interna; al
contrario, han aumentado gigantescamente los conflictos personales y familiares
del individuo, como lo demuestran las tristes y espectaculares cotas del creciente
porcentaje de suicidios.

Se ha indicado ya varias veces que, por todas estas razones, la psicología actual se
encuentra en una fase de transformación, en la que es preciso revisar las antiguas
tesis, para rehumanizar el concepto científico de hombre. El siguiente ejemplo
ilustrará hasta qué punto pueden las discrepancias teóricas señaladas ensombrecer
el trato práctico con las personas, particularmente con personas psíquicamente
inestables:
CASO n.° 7:
Un padre de familia vino a yerme porque estaba completamente desesperado. Su
matrimonio había fracasado, sus dos hijos gemelos estaban muy neuróticos y
físicamente enfermos (uno con asma psicógena y el otro con unas cefalalgias
crónicas para las que el médico no encontraba ninguna explicación), y él mismo se
revolvía de un lado a otro en la cama en noches de insomnio y estaba a punto de
derrumbarse, ¿Qué había sucedido? La exposición del señor me resultó tan increíble
que hablé sobre ello con su mujer y sus hijos; pero todos me confirmaron lo mismo:
lo único que había sucedido era que la madre había participado en una «terapia», y
ello más por curiosidad que por una razón específica. Una amiga suya había estado
en tratamiento psicoterapéutico y la había encandilado ponderándole lo interesante
que eran los temas de que se hablaba en el grupo, hasta que esta madre sintió
deseos de asistir y expuso con alguna exageración sus «estados de angustia», para
que la admitieran en el grupo terapéutico. Lo consiguió gracias a la intervención de
su amiga. Y la madre fue bombardeada durante más de medio año con ideas sobre
liberación, fortalecimiento del yo, afirmación frente a los demás e independización
de las propias necesidades, hasta que perdió totalmente su sano espíritu casero y
su sentido de la familia; llegó, incluso, a no buscar en la familia más que el
«fortalecimiento del yo». Animada por la terapia, descubrió que ya sus padres la
habían oprimido, que su marido continuaba, naturalmente, esa opresión y que sus
hijos estaban en trance de adoptar Ja imagen del padre. Todos querían oprimirla y
recortar sus necesidades; así que, en compensación, ella tenía que emanciparse y
tomar en consideración sus propias necesidades prescindiendo de los demás.
Comenzó por no realizar el trabajo de la casa más que cuando le apetecía, pasó a
rechazar las muestras de cariño de su marido, porque «no quería otra cosa que
satisfacer sus impulsos con ella», y terminó por pensar más en su terapeuta que en
sus propios hijos, porque se había producido una «transferencia». Rechazó la
protesta de la familia diciendo que eso no era «problema suyo» y la interpretó como
un símbolo de la opresión que ahora ya no estaba dispuesta a tolerar. Lo que aquí
pasó se repite de múltiples formas en todas las personas fácilmente influenciables e
ingenuas: se entregan a una teoría tan completamente que no les es válida ninguna
argumentación racional. Lo más extraño es que tales teorías, a las que se entregan
rápidamente las personas, pueden ser de contenido muy distinto y, sin embargo,
presentan una característica común: quitan a la persona una parle de su
responsabilidad. Eso empieza con la astrología, pasa por diversas sectas religiosas y
llega a los ovnis. Influyan en nuestra vida y acciones la constelación de los astros,
un demonio o un extraterrestre cualquiera, en estas teorías los hombres se
encuentran siempre bastante indefensos, en manos de fuerzas extrañas y pueden
contribuir muy poco al desarrollo real de los acontecimientos.
En las terapias psicológicas de grupo se llega a veces a efectos ilusorios similares:
sólo el iniciado en los secretos de la teoría, es decir, el terapeuta u otro miembro
del grupo, puede ser aceptado como interlocutor adecuado; todos los demás son
«incrédulos» e incluso forman parte de esos poderes extraños que influyen y quitan
responsabilidad, que, por así decir, son «culpables»,de las acciones erróneas del yo.
Hay todavía otro paralelismo en todas estas teorías a las que tan gustosamente se
entregan las personas crédulas:
exigen la fe en un cierto milagro, sea el que sea, es decir, en algo sumamente
inverosímil, e impiden así ver el verdadero milagro que se da a nuestro alrededor. El
que cree en horóscopos y visitantes de planetas extraños, olvida la estructura,
realmente inconcebible, de los astros, y el que, como en nuestro caso, cree en
hiperinterpretaciones psicologistas, olvida la fuerza, realmente sorprendente, del
espíritu humano. La delegación de la responsabilidad hacia fuera y la creencia irreal
en milagros hacia dentro representan una combinación diabólica que acerca a la
locura más que cualquier otra cosa. En ningún caso es más impotente la razón y la
llamada a la prudencia que en esa combinación, como lo ha mostrado repetidas
veces la absurda muerte masiva, con frecuencia voluntaria, de tales «grupos
entregados a una teoría».

Para ayudar a la familia (caso n.° 7), telefoneé al director de la psicoterapia de


grupo y le describí la situación; pero se alegró visiblemente de ello. «Es una de mis
pacientes más avanzadas», me dijo. «Está en el mejor camino de curación. ¿No es
maravillosa la forma en que logra imponerse? Ya no tiene angustias; ya no se traga
nada ni reprime nada; está superando poco a poco todos sus traumas y
desarrollando una nueva conciencia de la realidad». No tenía sentido discutir con el
colega; se enfrentaban dos conceptos de hombre que son inconciliables. No hubo
forma de lograr que la señora dejaba su terapia; en todos mis argumentos en favor
de la unión de la familia «adivinaba» nuevos intentos de opresión, y la familia se
rompió sin remedio. El médico prescribió al marido una larga estancia en un
sanatorio, se inició el proceso de separación, y los niños quedaron al cuidado de
unos parientes, que en seguida sacaron a uno del instituto y dejaron que el otro
repitiera curso.

Intenté hablar con la madre una vez más; como no iba a aceptar ya una invitación,
fui a su casa. Pero nadie abrió a mi llamada. Una vecina se asomó a la puerta y me
susurró misteriosamente: «Quiere usted ver a la señora X? Se la llevaron la semana
pasada porque destrozó el mobiliario de la casa y formó un gran escándalo. ¡Le digo
a usted que fue un verdadero jaleo! ¡No está normal!». Tengo que reconocer a mi
colega una cosa: se impresionó cuando le expliqué por teléfono los últimos
acontecimientos. «Yo sólo quería lo mejor para esa señora!», me dijo, y debemos
creerlo. Pero ésa es precisamente la crisis de la psicoterapia de hoy: no sabe con
seguridad qué es lo mejor para las personas que recurren a ella.

Como consecuencia de esta inseguridad, ha cambiado radicalmente el punto de


mira del psicoterapeuta. Desde comienzos de nuestro siglo, la atención de todos los
psiquiatras y terapeutas se centraba en la investigación de las causas de las
enfermedades, siempre bajo el supuesto de que una perturbación se puede eliminar
con sólo conocer las causas. La psicoterapia empezó a buscar casi obsesivamente
las posibles causas de las enfermedades psíquicas, y el psicoterapeuta tuvo que
procurar a toda costa descubrir tales causas. Pero la vida de muchos pacientes, en
el momento de su enfermedad, no presentaba indicios de posibles causas; por eso
fue preciso buscarlas en el pasado de los pacientes. Pero ¿cómo hacerlo? En la
mayoría de los casos, los pacientes no podían recordar nada especial o perturbador.
A esto se añadía que todavía no se había desarrollado un método adecuado para
diagnosticar en neurología, por lo que tampoco en el campo físico era fácil detectar
las causas. ¿Cómo podía, pues, el psicoterapeuta llegar a las causas, tan decisivas
para él, de las enfermedades psíquicas de sus pacientes? No quedaba otro camino
que adivinar esas causas; así empezó en la psicología la conjetura, la interpretación
y la especulación. Por una parte, se intentaba deducir de las manifestaciones de los
pacientes las causas de la enfermedad: se los dejaba asociar libremente, se
suscitaban recuerdos, se los sumergía incluso en hipnosis, con la esperanza de
averiguar algo más sobre ellos; por otro lado, se pasó a idear interpretaciones sobre
la personalidad del paciente partiendo de sus sueños, sus pinturas y sus errores y
con ayuda de métodos proyectivos. Finalmente, se alcanzó una cierta maestría en
este tipo de adivinación y, así, se descubrieron, y se descubren todavía, muchas
posibles causas reales de trastornos psíquicos. Sólo que encontrar las causas no
significa necesariamente curar las perturbaciones psíquicas.

Con el tiempo se produjo un hastío de todas estas conjeturas e interpretaciones:


surgieron dudas, la conciencia de los especialistas, formada en una línea cada vez
más empírica, se rebeló contra tal proceder; poco a poco se reunió el valor
necesario para reconocer que es imposible reconstruir toda la cadena de causas de
las enfemedades psíquicas. A partir de esta impotencia empezó a desplazarse el
punto de mira del psicoterapeuta: ¿para qué le sirven las causas, si están
construidas de especulaciones y, además, no garantizan la curación? El profesional
práctico piensa de distinto modo que el profesor: a él no le preocupa el prestigio de
una escuela, él no tiene que demostrar que las teorías son ciertas; él tiene que
ayudar a sus pacientes. El auténtico profesional práctico recurre a cualquier
método, con tal que le parezca prometedor y lo haya experimentado con éxito
alguna vez. Pero las experiencias prácticas con la conjetura y la interpretación y la
búsqueda obsesiva de las causas de las perturbaciones psíquicas no eran lo
suficientemente buenas, y se empezó a abandonarlas. El nuevo punto de mira del
terapeuta se centró en el cuadro del estado actual de sus pacientes y clientes, al
margen de cómo hubiera surgido, y en las posibilidades de transformar lenta y
progresivamente ese cuadro previo en otro más sano, más estable y más feliz. Se
elaboró la teoría del aprendizaje, la terapia de conducta, de la que ya hemos
hablado, y esa teoría reaccionó con energía, casi podríamos decir con demasiada
energía, contra tales conjeturas y especulaciones. A partir de entonces sólo se
admitió como válido en psicología lo que estaba suficientemente demostrado
mediante estadísticas inmensas y numerosos experimentos, si bien la mayoría de
los experimentos tenían el pequeño defecto de que sólo podían hacerse con
animales, de modo que la psicología de lo humano se supeditó progresivamente a
la psicología animal; todo lo que no era susceptible de una investigación empírica,
cualquier sentimiento o cualquier idea que no se pudieran medir con aparatos, se
dejaba a un lado como no existente. Entretanto, todo esto se ha encauzado un
poco; era simplemente la reacción emocional contra el gran malestar heredado de
la época de la interpretación y la conjetura. Lo que ha quedado es el
desplazamiento del punto de mira del psicoterapeuta, particularmente entre los
terapeutas de consultorios psicológicos. Pero también en las universidades han
cambiado algunas cosas. Hace poco me preguntaba un practicante si conocía
todavía los «métodos de tests proyectivos», como el test de Rorschach y los tests
de colores y dibujos, porque en la universidad ya casi no se enseñaban. «Sí», le
contesté, «yo también estudié los métodos proyectivos, pero me alegra que su
época haya pasado».
Todas las interpretaciones psicológicas, tanto las basadas en las palabras de los
pacientes, como las realizadas a partir de tets de imágenes, de manchas de colores,
de sueños o de actos fallidos, eran una ayuda mediocre o un gran peligro: una
ayuda mediocre cuando, por azar, se daba en el blanco; un gran peligro cuando no
se daba en el blanco. Era jugar a la ruleta con personas indefensas..., una era de la
psicología que se acerca a su fin.

Del mismo modo que se ha desplazado el punto de mira del terapeuta, así también
ha cambiado la imagen del terapeuta. El psicólogo y el psicoterapeuta no son ya en
el consultorio el mago de- épocas anteriores, el curandero que mira al fondo del
alma murmurando palabras ininteligibles y suministrando drogas milagrosas. El
asesor de hoy con formación psicológica ya no tiene que representar el papel del
vidente que puede leer los deseos y pensamientos más secretos del paciente y lo
violenta hipnóticamente en virtud de una «irradiación» personal; ya no se opera con
la angustia y el miedo del paciente al terapeuta, y éste no exige del paciente que
crea en él como en un taumaturgo.
Los psicoterapeutas modernos no usan batas blancas, ni mesas de despacho
imponentes, ni otros distintivos de su poder; se sientan sencillamente con los
clientes para discutir juntos sus problemas, y no tienen más instrumento operativo
que la confianza del que busca consejo.Como los psicoterapeutas de todas las
épocas, saben sobre todo escuchar y observar bien; pero, a la hora de asesorar, no
se presentan ya como infalibles, como quien lo sabe todo y todo lo adivina, sino
que, tranquilamente y con toda comprensión, discuten con los clientes su visión de
la situación, las posibilidades de ayuda que quieren ofrecer y lo mucho que
necesitan la colaboración e información del que busca consejo.

La colaboración del paciente es un aspecto nuevo y extraordinariamente importante


que la logoterapia recoge en su metodología como una de las primeras formas de
terapia.

De hecho, la renuncia a la infalibilidad da al terapeuta la singular posibilidad de


corregir constantemente su esquema de asesoramiento durante el período del
tratamiento, y ello de acuerdo con las informaciones de su paciente. Por esta razón,
la colaboración del cliente en el centro de asesoramiento psicológico significa dos
cosas: por un lado, la disposición del cliente a poner en práctica los consejos del
terapeuta, disposición que se basa en la confianza entre el paciente y el terapeuta;
por otro, la apertura del cliente para contar libremente al terapeuta si sus consejos
han resultado buenos o malos en la práctica, apertura que tiene su base en la
conciencia de que el terapeuta hace todo lo que puede, pero no es infalible.

Es fácil comprender que sólo estos dos elementos de la colaboración del cliente
garantizan una seguridad bastante grande de poder ayudar realmente. Si el
paciente no hace lo que le propone el terapeuta, o lo hace pero no vuelve al
consultorio porque no le ha servido de ayuda, se rompe la relación terapéutica y
resultan inútiles todos los esfuerzos. Lo mismo ocurre en la praxis médica.
Supongamos que el médico receta a un paciente un determinado medicamento. Si
el paciente vuelve a los pocos días y le dice que ese medicamento no le ha
proporcionado alivio, sino que le ha producido trastornos adicionales, en
determinadas circunstancias esa información es importante para el médico. Le
ayuda a conocer mejor ciertas compatibilidades e incompatibilidades de su paciente
y le permite formular con más exactitud sus hipótesis sobre el caso clínico. Pero si
el paciente no vuelve, tira el medicamento y va a otro médico, porque ha perdido
su confianza, el nuevo médico tiene que empezar desde el principio, y se
desperdician unas informaciones médicas importantes. En esta cooperación mutua
entre el médico y el paciente persiste la inestimable ventaja del antiguo médico de
cabecera, que conoce a toda la familia desde hace mucho tiempo y, por las
informaciones recogidas durante ese período, puede emitir diagnósticos
completamente seguros con los mínimos síntomas de sus pacientes.

Ahora bien, el psicólogo de consultorio tiene frente al médico una gran desventaja y
una gran ventaja. La desventaja es que no siempre puede recibir inmediatamente al
que busca consejo, porque a veces es preciso guardar turno. De hecho, no hay
tantos consultorios psicológicos como consultas médicas, aunque los más diversos
especialistas han expresado la sospecha de que hoy se necesitaría
aproximadamente el mismo número. (También esto es un síntoma de nuestro
tiempo: ¡Nada refleja la crisis con tanta claridad como esta petición de ayuda y la
consiguiente desilusión de que también la ayuda del especialista es limitada!).
La ventaja del psicólogo y asesor frente al médico reside en el hecho de que se
toma y se puede tomar tiempo pata su cliente cuando a éste le llega por fin su
turno; no se siente presionado por una sala de espera llena de pacientes. El que
busca consejo puede coger confianza poco a poco, puede hablar con toda la
detención que quiera, puede hacer pausas de silencio, y el terapeuta no le
molestará. Estas pausas en el diálogo son a menudo muy importantes para que el
cliente pueda concentrarse y tenga tiempo de decidirse a contarle al terapeuta
cosas incómodas o íntimas. El puente de la comprensión mutua crece
paulatinamente, la relación entre personas requiere tiempo. ¡No hay en
psicoterapia ninguna técnica tan buena que pueda contrapesar el factor tiempo!
Pero eso no significa que sólo tengan sentido las llamadas terapias de larga
duración; al contrario, también las terapias cortas, que sólo constan de cinco o diez
charlas, pueden ser extraordinariamente efectivas, si bien cada una de ellas debe
desarrollarse en un clima de tranquilidad y sin apremios de tiempo. El paciente, hoy
muchas veces encerrado convulsivamente en sí mismo, necesita tiempo para abrir-
se internamente, y el terapeuta necesita tiempo para hacerse comprender por el
paciente.
También en este entendimiento mutuo, en la base de comunicación entre el
paciente y el terapeuta, han cambiado muchas cosas. El psicoterapeuta moderno
considera tarea suya expresarse siempre de modo que lo entienda el que busca
consejo, por alto o bajo que sea el nivel de la formación intelectual del cliente. No
es asunto del paciente comprender el lenguaje especializado de los psicólogos, sino
que es asunto del psicólogo hablar de modo que sea comprendido. Queda a la
discreción de cada asesor decidir hasta qué punto inicia o puede iniciar al cliente en
el trasfondo teórico de su problemática y tratamiento. Yo personalmente me inclino
a exponer ese trasfondo a casi todos mis clientes, de forma comprensible para
ellos, y a explicarles, cuando empleo métodos dirigidos a un objetivo, el sentido y el
fin de mi programa terapéutico. Y debo decir que la experiencia me ha dado buenos
resultados, porque de este modo franco puedo transmitir al que busca consejo la
sensación de que soy aijada suya en la lucha contra sus dificultades. Así se
consigue con más rapidez y facilidad que el paciente se distancie del síntoma, lo
cual es un paso importante para la curación, como sabemos por la logoterapia.
Además, así aseguro la disposición del cliente a la doble colaboración, cuya
necesidad he subrayado, y obtengo luego informaciones mucho más pertinentes,
porque el cliente sabe de qué se trata.

CASO nº 8:

Una madre vino a la consulta con una hija pequeña, porque la niña se mordía
constantemente las uñas y tenía estropeadas las puntas de los dedos. La madre
estaba preocupada, sobre todo porque creía que el morderse las uñas es siempre
signo de una preocupación psíquica, y temía que su hija estuviera psíquicamente
enferma. Ensayé el método de la rememoración, examiné a la niña a fondo, hablé y
jugué con ella; pero no apareció ningún indicio de una alteración psíquica. La niña
era una chiquilla alegre que podía jugar con intensidad; en la familia recibía buen
trato, estaba más bien mimada y nunca había experimentado sbocks de ningún
tipo. Como es natural, yo habría podido someter a la niña a una terapia, a pesar de
todo, y la madre probablemente lo habría aceptado entusiasmada; pero opté por
decirle la verdad. Así pues, comuniqué a la madre que en mi opinión no se daban
causas psíquicas y que el morderse las uñas es una costumbre desagradable, que
puede quitarse muy bien con medios mecánicos. La niña debía llevar en casa unos
guantes finos de punto que tuvieran un refuerzo en las yemas de los dedos, de
modo que a lo sumo mordisqueara en ellos. Eso no le gustaría y, así, perdería poco
a poco tal costumbre, sobre todo porque es menos agradable mordisquear unas
uñas crecidas que unas uñas agrietadas. Además, la madre debía recompensar a la
niña por llevar los guantes con regularidad y sobre todo por cada uña que le
creciera. También le pedí a la madre que anotara y, al cabo de un tiempo, me
comunicara todas las alteraciones psíquicas que advirtiera en la niña, como
angustias, ataques de ira y otras cosas parecidas, para que no se nos pasara por
alto nada a ninguna de las dos.
Unos dos meses después, la madre volvió y me dijo que el truco de los guantes
había dado buen resultado, que su hija los seguía llevando, pero que apenas se
metía los dedos en la boca. Cuando pregunté a la señora si había notado alguna
otra cosa, me respondió sonriendo que antes siempre observaba angustiada a la
niña y creía descubrir en ella todas las anomalías posibles; pero ahora, como sabía
que la niña no tenía trastornos y estaba sana, no le notaba nada, y se le había
quitado un gran peso del corazón.

Es posible que el lector se sorprenda y pregunte: «Cómo? ¿Fue tan sencillo?». Pero
si realmente era tan sencillo, ¿por qué tenía yo que complicar esta consulta? Hoy
estamos tan hipersensibilizados que vemos problemas psíquicos en todas partes y
ya no podemos aceptar como tal una simple costumbre o una variable del carácter.
¿Debía yo dejar a la madre en la incertidumbre e incluir a la niña en un grupo de
terapia infantil sólo para cubrir la apariencia de que se hacía algo «psicológico» y
para llenar los grupos? El morderse las uñas no habría cesado por eso, y la madre
habría seguido con su angustia y, con su hiperreflexión, habría proyectado sobre la
niña más trastornos de los que tenía. La conversación sincera y franca con la madre
ayudó en este caso más de lo que hubieran aprovechado veinte «insinceras»
sesiones de terapia.

Hasta aquí he intentado describir la clientela específica de los consultorios:


personas pertenecientes a ese terreno intermedio entre la salud y la enfermedad
psíquica, con sus pequeñas y grandes preocupaciones y miserias, con su
inestabilidad a pesar de todos los progresos y seguridades sociales, con sus riesgos
en el campo psicosomático y su excesiva aprensión a ser catalogadas como
enfermos psiquiátricos o locos.

Además, he intentado esbozar una imagen del psicólogo y psicoterapeuta de hoy en


la situación de la consulta, imagen que presenta unos rasgos más humanos que en
tiempos anteriores, con la renuncia a la magia y a la pretensión de saberlo todo,
con la aversión a las grandes especulaciones, e incluye el desplazamiento del punto
de mira del terapeuta del pasado del paciente a su futuro, y la dependencia del
terapeuta con respecto a la doble colaboración del que busca consejo. Así he
arrojado un poco de luz sobre la clientela y sobre la posición del asesor; lo que nos
falta por tratar son los objetivos de tal asesoramiento, y de eso vamos a hablar
ahora.Es posible que algunos piensen: «Bueno, ¿qué maravillas terapéuticas se
pueden ofrecer en un consultorio? El psicólogo da un par de consejos, y listo». Bien,
¿qué diferencia hay entre orientación y psicoterapia? Quiero confiarles un secreto:
entre orientación y psicoterapia, si las consideramos desde el lado del terapeuta, no
existe diferencia alguna. El que ha visto la rapidez con que algunos planes
primorosos y acordes con la metodología terapéutica pueden fracasar por partir de
hipótesis erróneas o, simplemente, por la resistencia del paciente, y cómo, por otra
parte, un simple consejo puede conseguir a veces un enorme efecto terapéutico, no
hace caso de esta distinción general. De todos modos, hay una diferencia desde el
punto de vista de la aspiración del paciente.
Hay personas que no saben cómo deben comportarse en una situación concreta o
frente a un determinado conjunto de problemas; hay personas que saben
perfectamente cómo deberían comportarse, pero son incapaces de poner en
práctica ese comportamiento. Voy a aclarar esta importante diferencia con dos
ejemplos sencillos.
1) Unos padres vienen al consultorio y preguntan cómo pueden poner a su hijo
ciertos límites cuando emplea en casa expresiones ordinarias fuertes aprendidas en
el colegio y se comporta de una manera provocativa en cualquier situación.
Esta es una pregunta pedagógica, una pregunta sobre el comportamiento
pedagógico óptimo de los padres, y exige una determinada orientación pedagógica.
2) No ocurre lo mismo cuando una madre, por ejemplo, confiesa desesperada en el
consultorio que,, en ataques repentinos de ira, pega brutalmente a su hijo por
motivos insignificantes, cosa que lamenta muchísimo en cuanto recupera un poco el
control de sí misma y no logra comprender su falta de dominio. Es evidente que
aquí no se trata de una instrucción pedagógica, pues la madre sabe perfectamente
que su comportamiento educativo es inadecuado; le da pena, pero no puede
cambiar su comportamiento. En este caso tendría poco éxito una orientación en el
sentido de que los castigos brutales no son un medio educativo conveniente. No es
preciso explicar a la madre algo que ella sabe. Necesita otras ayudas, necesita un
método que le permita dirigir y encauzar mejor su propio comportamiento. Aquí
empieza, si se quiere, la necesidad de una psicoterapia. Esto quiere decir que los
mejores consejos dejan de tener sentido cuando el que busca consejo no puede ya
concretarlos. Y en el trabajo de la consulta nos enfrentamos diariamente con este
caso: que el que busca consejo conoce y expresa muy bien qué sería lo mejor en su
situación y qué desearía conseguir, pero se siente completamente incapaz de poner
en práctica su propósito, de superar su debilidad o de lograr su objetivo personal.Es
posible que esto guarde relación con el hecho de que las personas que realmente
sólo buscan y necesitan buenos consejos pueden encontrarlos hoy en cualquier
parte y no necesitan acudir a un consultorio. En las conversaciones con vecinos y
conocidos, en la universidad popular, en el programa de televisión, en las
publicaciones especializadas, hoy abundantísimas, y en todas partes encuentran
buenos consejos; en cualquier revista hay un rincón que dice: «El doctor fulano le
asesora en problemas relacionados con la educación y la vida». Sin entrar en el
valor de tales consejos, hay que reconocer que en el marco de la campaña general
de ilustración se han lanzado al mercado abundantes enseñanzas pedagógicas. En
lo que fracasan al menos el 90 % de nuestros clientes es en la puesta en
práctica.Sobre el problema de «la puesta en práctica» son importantes dos
aspectos de la orientación moderna: de una partre, el deseo de «una puesta en
práctica» implica el reconocimiento del estado actual y poco deseado por parte del
que busca consejo; de otra, el responder a este deseo de «una puesta en práctica»
constituye una característica del desplazamiento del punto de mira del terapeuta,
como he indicado. El primer aspecto mantiene que los clientes del terreno
intermedio entre la salud y la enfermedad psíquica, ya descrito, pueden, en su
mayoría, conocer con toda claridad dónde están sus problemas y qué habría que
cambiar y, en consecuencia, acuden a la consulta con las más diversas ideas sobre
los objetivos. Quizá se podría decir que es aquí donde se da una marcada diferencia
con los pacientes verdaderamente psiquiátricos, que en su mayoría conocen muy
poco sus problemas, porque con mucha frecuencia no tienen intacta la esfera
cognitiva. Nuestros clientes psíquicamente inestables, por el contrario, conocen su
mal y tienen sus ideas sobre los objetivos, pero luchan con «la puesta en práctica».
También el segundo aspecto es en cierto modo una novedad con respecto a las
prácticas habituales en psiquiatría, ya que el psicoterapeuta de consultorio casi
siempre acoge las ideas y aspiraciones del que busca consejo, o incluso las suscita
cuando no las encuentra.

Este procedimiento de comenzar tomando en serio la aspiración del paciente lo han


aprendido los asesores, sobre todo, de la metodología de la terapia de conducta, en
la que es útil que el paciente tenga una idea concreta de los objetivos, que pueda
ser determinada progresivamente; pero también lo enseña la logoterapia, que
acepta a cada persona en su singularidad e irrepetibilidad. Mientras las antiguas
escuelas psicoanalistas tendían a interpretar a priori como un síntoma periférico la
aspiración del paciente y la totalidad de sus manifestaciones y, así, utilizaban los
deseos del paciente como punto de partida para investigar en su vida pulsional las
causas de tales deseos, hoy se tiende más bien a escuchar la aspiración del
paciente y a valorarla —naturalmente, dentro de ciertos límites— como auténtica.

Según esto, hasta aquí hay en líneas generales coincidencia entre los especialistas
de los consultorios psicológicos. El que busca consejo es bien acogido: expone sus
preocupaciones, se le escucha y se le toma en serio. Las técnicas de conversación
psicológica facilitan la comunicación; el psicoterapeuta se construye un puente de
confianza con su cliente. Se toma tiempo; para él no hay problemas grandes y
pequeños: todo es igualmente importante. También en las técnicas de diagnóstico
psicológico hay coincidencia; los cuestionarios y autoevaluaciones de los clientes
perfilan el cuadro; se emplean tests de rendimiento y de intereses; se renuncia
cada vez más a los métodos proyectivos. En los consultorios se da también gran
valor al control y asesoramiento médico. Así, el planteamiento del problema se
concreta poco a poco, sobre el trasfondo de la estructura familiar y vital del que
busca consejo.

Pero aquí vuelven a aparecer las discrepancias. Las opiniones de los distintos
asesores comienzan a diferir cuando se trata de formular el objetivo de la terapia.

En psiquiatría es muy fácil encontrar un objetivo de la terapia: siempre es la


curación y normalización del paciente. Si tiene angustias o ideas obsesivas, es
preciso eliminarlas; si está muy triste y deprimido, debe recuperar la alegría; si
tiene alucinaciones irreales, debe reencontrar el contacto con la realidad, etc.; el
objetivo de la terapia es, por tanto, lo opuesto al cuadro de la enfermedad. Las
cosas no varían mucho en el caso de los pertenecientes al grupo intermedio de los
psíquicamente inestables; pero éstos suelen acudir al consultorio por su iniciativa
propia y con una aspiración determinada; por eso quieren influir decisivamente en
la fijación del objetivo de la terapia. No obstante, los deseos que formulan son a
veces irrealizables, poco razonables o nada beneficiosos para ellos y, en todo caso,
con muchísima frecuencia problemáticos.
Voy a describir algunas situaciones. El ejemplo clásico es la madre que exige al
psicólogo que capacite a su hijo, con dificultades de aprendizaje, para que termine
el bachillerato. O la esposa cuyo marido tiene una relación extramatrimonial y que
exige del asesor que lo disuada de tal relación.

CASO n.° 9:
O lo que yo viví hace poco, cuando un asistente durante el período de prueba me
presentó a un joven que había robado ya unos cincuenta coches y ahora, tras no
haber hecho caso de las advertencias judiciales, estaba a punto de ingresar en la
cárcel. Por miedo a la pena de prisión, que se le había aplazado durante tres años y
ahora era realmente segura, bahía generado síntomas psicosomáticos: tics
nerviosos, dolores de estómago y cosas parecidas. Y ahora el asistente me pedía
que, antes del encarcelamiento, curara de estos trastornos psicosomáticos a su
protegido. Pero esto hubiera significado quitarle el miedo a la condena y hacerle
prácticamente indiferente ante las consecuencias de sus actos. El que está bastante
escaldado, va a la prisión sin dolores de estómago; pero ¿era realmente eso lo que
había que conseguir? ¿No era quizá la sensibilidad de este joven, su miedo, su
preocupación por el futuro, un rastro de arrepentimiento, aunque se manifiesta en
sus dolores? ¿No era ésta la única oportunidad que le quedaba para aprender de
esta experiencia negativa y para enderezar su vida corrompida?

El ejemplo muestra claramente que el objetivo terapéutico no es siempre algo


obvio. Recuerdo cómo en un congreso un colega mío expuso sonriendo el caso de
una señora joven que era un poco tímida e inhibida y deseaba ser más fuerte e
independiente. Le enseñó a afirmar su personalidad según el método de la terapia
de conducta, y el éxito fue tan grande que su mejor amigo se separó de ella
aduciendo que la había querido como compañera humilde y un poco desvalida, pero
amable, y no como el «dragón» egoísta en que se había convertido desde la
terapia. El colega presentó este cambio como prueba de la gran capacidad de
imponerse, dominar y manejar los codos que había adquirido en poco tiempo esta
señora, antes algo inhibida. Yo no encontré tan divertida la descripción de este
caso, pues obliga a preguntar si el psicoterapeuta no debería haber advertido qué
formas de comportamiento se ajustaban a la naturaleza de esta joven señora y con
qué cuidado hay que proceder para no producir más daños que bienes. Pero,
naturalmente, podía justificarse diciendo que había sido la señora la que le había
presentado el objetivo de la terapia. La terapia de conducta no emite un juicio de
valor sobre el objetivo terapéutico: si es factible, el terapeuta puede conseguir lo
que el paciente desea; el método es extraordinariamente efectivo, pero el
psicoterapeuta se convierte en un instrumento, en un «psicomecánico». Los colegas
de los consultorios advierten esto y no les satisface: ¿dónde está el criterio, dónde
está la patita para fijar, junto con el que busca consejo, un objetivo terapéutico
aceptable? El psicoanálisis cerró a priori la posibilidad de fijar un objetivo común, al
no tomar en serio los deseos del paciente. Los objetivos terapéuticos del paciente
fueron siempre arrojados al «receptáculo de los síntomas»: sólo contaba la vida
pulsional latente tras ellos, y ésta sólo la conocía el psicoterapeuta; por tanto, él era
también el único que conocía los verdaderos objetivos terapéuticos y decidía sobre
ellos. ¡Era la época de la infalibilidad del terapeuta! La terapia de conducta ha caído
en el otro extremo: el objetivo de la terapia lo determina únicamente el paciente
por su propia iniciativa, y el terapeuta lo programa con su metodología. Lo que
salga de aquí no le interesa, ¡De la falsa infalibilidad anterior, el psicoterapeuta
podría pasar fácilmente hoy a una auténtica irresponsabilidad!

CASO n.° 10:

Una ginecóloga me envió una paciente suya que había abortado voluntariamente y
se sentía atormentada por fuertes sentimientos de culpabilidad. Además, la
paciente no podía ver coches de niños sin pensar que, si hubiera actuado de otro
modo, ella tendría uno así, y su hijo estaría empezando a sonreír, a conocer a la
madre, a hacer los primeros intentos de sentarse, etc. La señora vino a yerme con
la aspiración de que la librara de sus sentimientos de culpabilidad. ¡Qué extraño
mecanismo se oculta detrás de tales ideas! Es como cuando se llama al afinador de
pianos, porque hay una nota desafinada, y sólo tiene que repararla. La interrupción
del embarazo de la clientes había dejado también una cuerda desafinada. En todo
caso, yo me mostré en desacuerdo con ese objetivo terapéutico. Le dije que estaba
dispuesta a hablar sobre el asunto y a estudiarlo desde todos los puntos de vista,
pero que no podía darle una especie de «absolución psicológica».

«Cuando se le quita al hombre la culpa, se le quita también la dignidad.» Este


axioma de la logoterapia lo he visto confirmado con frecuencia en la psicoterapia. Y
en otro lugar escribe Frankl: «El sufrimiento —y la culpa— tiene un sentido, si tú te
vuelves otro». Aquí se esconde el misterio de cómo hay que tratar la culpa. El
objetivo deseable no es borrar la culpa, sino transformarla en un punto de viraje de
la vida, en una base de desarrollo y madurez personal. Aunque no es posible una
reparación en sentido estricto, «la transformación del culpable» puede contrarrestar
el peso de la culpa, por grande que sea.

En nuestras charlas, la señora comprendió que ya no podía deshacer lo hecho ni


encontrar excusas para su decisión, pero sí podía tomar aquí y ahora nuevas
decisiones que dieran al suceso un sentido positivo y modificaran su significado. En
la búsqueda de nuevas decisiones con sentido empezó a aceptar y superar su
decisión errónea anterior; finalmente, se ofreció para cuidar niños durante el día y
se encargó de los hijos de una pareja que trabajaba y estaba en grandes apuros. No
ha reprimido ni compensado el anterior rechazo de su embarazo, sino que el hecho
le ha dado madurez para actuar más responsablemente y para enfocar su vida de
otra forma.

Estos ejemplos muestran que la elección del método significa ante todo una
elección del objetivo terapéutico. Las preguntas sobre qué puede conseguirse y qué
debe conseguirse no se identifican. Mientras las posibilidades de la psiquiatría eran
aún muy limitadas, la primera pregunta, la pregunta sobre el poder, tenía la
primacía. Cuando se puede conseguir poco, se contenta uno con poco. Pero cuanto
más exactos y eficaces son los métodos de la psicoterapia, más importancia tiene la
segunda pregunta, la pregunta sobre lo que se debe conseguir. Si algún día (¿por
manipulaciones en el cerebro?) se puede cambiar casi todo, la personalidad de un
hombre, su conducta, sus conocimientos e incluso su orientación axiológica,
entonces será decisiva la pregunta sobre el sentido y el objetivo de tales cambios. Y
ninguna corriente, ningún método y ninguna escuela puede ofrecer tan buenos
criterios y recursos para eso como la logoterapia. Pero no es sólo el criterio para
encontrar el sentido óptimo: también el recurso logoterapéutico del «cambio de
actitud» es de gran importancia a este respecto. En psicología se ha pasado por alto
durante mucho tiempo la importancia de las actitudes personales del hombre y la
psiquiatría se ha ocupado demasiado de la realización o «puesta en práctica» de los
deseos terapéuticos como para valorar la función central de las actitudes
individuales. Sólo en la época más reciente se ha descubierto e investigado con
más precisión la estrecha relación entre las actitudes internas y la salud psíquica de
la persona. En la logoterapia, los «valores de actitud» ocupan un lugar prioritario
frente a los «valores creativos» y los «valores vivenciales», puesto que sin la actitud
interna correspondiente no se llega ni a una actitud creadora ni a unas vivencias
positivas, sean del tipo que sean. Si alguien se aburre ocioso en casa y tiene la
actitud de que, haga lo que haga, fracasará, esa actitud bloquea toda actividad
creadora, y es de suponer que no va a emprender de repente una labor productiva
ni a realizar un trabajo satisfactorio, O si alguien asiste a un concierto por los
amigos y con la actitud de que en realidad es perder el tiempo y escuchar unos
ruidos que en el fondo no le dicen nada, la experiencia musical que le puede
transmitir ese concierto no será muy grande.

También en el campo cognitivo desempeñan las actitudes papel decisivo. Cuando


habla un representante del partido contrario, sus expresiones son consideradas
mucho más críticamente que las de un correligionario. Si un profesor no espera
nada bueno de un estudiante, involuntariamente valorará peor sus rendimientos. Se
podrían citar innumerables casos en que la actitud personal frente a ciertos
contenidos vitales, bien frente a uno mismo, bien frente a otros o bien frente a un
hecho material, lleva consigo importantes consecuencias emocionales y cognitivas.

La logoterapia ha sido la primera corriente psicoterapéutica que, basándose en esta


idea, ha elaborado una apoyatura terapéutica con el cambio de actituder.
Permítanme volver una vez más al método de la intención paradójica: si uno se ríe
de sus angustias, éstas desaparecen; si uno adopta una actitud positiva frente a la
reacción angustiosa que teme, y la desea abiertamente, tal reacción no se produce.
En el fondo, al emplear este método, el psicoterapeuta se distancia bastante de la
«puesta en práctica» planificada. El paciente acude con sus angustias, como
agorafobia, claustrofobia, o lo que sea, y quiere librarse de ellas; pero el
logoterapeuta no trabaja en la eliminación de angustias, sino en la construcción de
una actitud nueva del paciente /rente a sus angustias, lo cual lleva, en un proceso
secundario, a conseguir el objetivo de la terapia. Esto tiene, además, la enorme
ventaja de que el paciente conserva mucho tiempo tal cambio de actitud y, en
consecuencia, es capaz de controlar mediante su nueva actitud las reacciones del
mismo signo que se produzcan en el futuro. Lo mismo ocurre con la disreflexión, el
segundo método importante de la logoterapia, que también he expuesto ya. En ella,
la atención de! paciente se aparta de sus trastornos y se centra en otros contenidos
positivos, con lo que se produce secundariamente una reducción de los trastornos.
Así, el paciente que acude a la consulta con insomnios o alteraciones de la potencia
sexual queda liberado de su hiperreflexión cuando se le sugieren otros contenidos
en los que centrar su atención. El terapeuta no trabaja, por tanto, en llevar a la
realidad los deseos de dormir o de hacer el acto sexual, sino que mediante una
corrección de actitudes consigue que se ponga fin al «intento de forzar» la función
perturbada, con lo cual se elimina el bloqueo psicovegetativo del funcionamiento
automático del organismo y se normalizan las funciones.

La importancia de la logoterapia para la labor de asesoramiento reside en que


permite a los psicoterapeutas encontrar un objetivo terapéutico adecuado para los
clientes, al tiempo que ofrece técnicas para poder lograr del cliente la actitud
interna adecuada a ese objetivo terapéutico. Cuanto más poder e influencia consiga
un día la psicología, más importancia se dará a sus objetivos, y hoy es muchas
veces de más valor terapéutico corregir con cambios de actitud los deseos
expresados por los que buscan consejo que satisfacerlos. He experimentado
muchas veces que, en la búsqueda común de un objetivo terapéutico sano y lleno
de sentido, salen a colación aspectos totalmente nuevos, que hacen que quien
busca consejo renuncie por sí mismo a sus deseos primitivos. Así, una madre, que
en un principio me exigía que estimulara a su hijo a mayores rendimientos
escolares, procuró luego querer a su hijo con todas sus debilidades. Y una mujer
casada, que al principio pensaba que yo debía apartar al marido de sus aventuras,
luego descubrió lo que ella podía aportar para renovar la vida en común con su
marido. De todos modos, la rectificación de actitudes y la búsqueda de objetivos
nuevos y llenos de sentido figuran entre los diálogos más difíciles y, a veces, más
dolorosos de la conversación terapéutica y requiere mucha más paciencia,
comprensión y prudencia. De hecho, las personas del grupo intermedio que hemos
descrito presentan otra característica típica, que incluso parece estar aumentando.
Es, por así decir, una disminución de la capacidad emocional y una costumbre de
fijar sus pensamientos y juicios en lo negativo y no en lo neutral. Las dos cosas van
unidas de un modo extraño; son una mezcla de nivelación y negación, de pobreza
de sentimientos y de desconfianza, de melancolía e intolerancia; son el veneno más
fuerte que existe contra una convivencia familiar pacífica. Lo que llamo disminución
de la capacidad emocional se expresa del siguiente modo: por término medio,
nuestros clientes son psíquicamente, y a veces incluso físicamente, muy sensibles;
apenas aguantan el dolor, la aflicción o la desgracia más insignificante; su
tolerancia frente a las frustraciones es mínima. Pero este fenómeno aparece
también en el terreno positivo con señales inversas: no saben alegrarse de cosas
pequeñas, no saben disfrutar pequeñas satisfacciones; un paisaje bonito, un día
caluroso de verano, una flor bonita, un baño fresco o una pequeña atención, son
cosas que no les dicen nada; están sensibilizados para lo negativo y embotados
para lo positivo. Del mismo modo que no saben soportar dolores insignificantes,
tampoco saben sentir pequeñas alegrías; los umbrales emocionales han quedado,
desgraciadamente, desplazados. A esto hay que añadir, como análogo en el terreno
cognitivo, esa «desconfianza a priori», ese «pensar mal de antemano»; sólo
después, si es que se hace, se medita y reflexiona. A veces es escalofriante
escuchar la comunicación entre padres e hijos o entre compañeros y hermanos. Un
niño, por ejemplo, tira al suelo por descuido un florero la madre le chilla: «Lo has
hecho intencionadamente sólo para fastidiarme. ¡Te conozco!». O una señora se
pone a pasar la aspiradora el fin de semana, porque durante la semana ha tenido
poco tiempo, y su vecina grita en seguida: «;Vaya! ¡Ahora se pone a hacer ruido
otra vez! Lo hace porque sabe que estoy en casa y que mis nervios necesitan
tranquilidad. Espera a que yo esté en casa, sólo para molestarme.» O un niño
fracasa en las tareas escolares por puro nerviosismo, y su padre lo increpa en
seguida: «Lo tienes bien merecido; tú lo has querido así; si te hubieras sentado a
estudiar y no hubieses sido tan vago, lo habrías hecho mejor!». O un marido llega
tarde a casa, porque su jefe le ha pedido que terminara un trabajo. Ha olvidado que
su mujer quería ir con él esa noche al cine. En cuanto llega a casa, la mujer le
reprocha que ha querido estropearle intencionadamente la noche, sólo para
fastidiarla, y que únicamente por eso ha llegado más tarde.

Esto no son ridiculeces, exageraciones o casos extremos. Es el tono corriente y


normal de conversación que destruye poco a poco a la familia. Una gran parte de
nuestros clientes del grupo intermedio inestable parte ciegamente, en la
comunicación interhumana, del aspecto negativo del otro y, así, pierde la
oportunidad de llegar a conocer y comprender al otro en su aspecto positivo. Estas
dos cosas, la disminución de la capacidad emocional y el pensar mal, están
interrelacionadas: pequeños motivos se convierten en grandes dramas, pequeñas
diferencias interhumanas se convierten en factores de sadismo y de odio, y se
ignora por completo lo bueno, lo bello y los valores de la vida. ¿Qué sucede? Contra
los pequeños dolores y sufrimientos, que ya no pueden soportarse, hay remedios,
sobre todo medicinales —el hombre de hoy tiene una enorme adición a las pastillas
y suele remediar con tranquilizantes su escasa capacidad de tolerar las
frustraciones—. Pero ¿qué ocurre con la falta de pequeñas alegrías? Si uno no sabe
alegrarse con pequeñeces, tiene que renunciar a las alegrías de la vida, ya que
alegrarse de cosas grandes es mucho más difícil todavía. Esta falta de pequeñas
alegrías yo la valoraría muy críticamente, pues las numerosas pequeñeces de la
vida desempeñan un papel más importante para la salud psíquica que los escasos
acontecimientos trascendentales. También aquí ha sido preciso corregir las teorías
psicológicas antiguas: el temido trauma psíquico ha caído en desuso, Pregunten
ustedes a los asesores matrimoniales. Todos les dirán que los matrimonios se van a
pique por pequeñeces y no por grandes dificultades. Pregunten ustedes por la
historia de su vida a los eternos fracasados. No encontrarán un gran shock, sino una
cadena de pequeñas experiencias de fracaso. Y lo mismo ocurre en el terreno
positivo.La alegría de vivir de una persona se compone de muchas pequeñas
alegrías; la gran felicidad es cosa muy problemática, pero la frecuencia de
pequeños momentos de felicidad garantiza una satisfacción estable. «Saber
alegrarse con pequeñeces» es imprescindible para la salud psíquica; es posible que
este problema encierre una explicación del rápido aumento, estadísticamente
demostrado, del número de enfermos psíquicos en nuestra época de progreso,
confort y emancipación, como ya he expuesto.

Cuanto más lujo, menos alegría consigue con él. ¡Cómo se alegra, por ejemplo,
quien tiene un par de zapatos cuando recibe un segundo par, y qué poco puede
alegrarse cuando recibe el par ciento uno quien tiene ya cien .A la disminución de la
alegría de vivir se añade el desplazamiento de los vínculos con la profesión: en
nuestra época, el trabajo es tan complejo que, con frecuencia, las personas no
comprenden la gran estructura en la que mueven con su trabajo una pequeña
rueda. La cosa es todavía peor para los niños, que no ven en el trabajo de los
padres una actividad llena de sentido, sino sólo la causa de que desaparezcan todos
los días y una forma de ganar dinero. Pero ¿qué significa el dinero para unos niños
que casi tienen todo? Frecuentemente cambian la presencia de la madre por una
montaña de juguetes y por un tiempo libre con el que no saben qué hacer. No sólo
es el individuo, sino también la familia, quien está en peligro de «noogenia»; las
dudas de sentido de los padres se reflejan en la absurda oposición de los hijos
eternamente insatisfechos, contra una sociedad industrial sin encantos. La
debilidad general de no saber soportar pequeños problemas ni sentir pequeñas
alegrías es un síntoma comprobado tantas veces en la praxis que no se puede
pasar por alto en la discusión sobre los
óptimos objetivos terapéuticos. En la época actual no faltan conflictos psíquicos,
sino resistencia psíquica y capacidad de aguante.

Todavía sigue habiendo repercusiones del pasado de la psicoterapia, corrientes que


procuran descubrir conflictos en lugar de aliviarlos, que fomentan el vicio de pensar
mal, Ja desconfianza de unos hacia otros y la autocompasión, en vez de ayudar al
paciente a reconocer y apreciar pequeñas alegrías en su vida. Para terminar el
tema «objetivo de la terapia», quisiera contraponer dos casos paradigmáticos
divergentes, que han sido tomados de la vida diaria de la consulta y que en realidad
versan sobre cosas pequeñas; pero ¿ quién puede evaluar qué es pequeño y grande
en el significado de una existencia humana? El primer caso no lo traté yo, sino que
lo conocí en un simposio terapéutico durante una proyección en vídeo sobre terapia
familiar. Unos padres habían acudido a un consultorio porque su hija tenía
problemas de concentración, sobre todo cuando hacía los deberes por las tardes.
Querían saber si se podía remediar algo esa deficiencia con ejercicios dirigidos. El
psicólogo contestó a los padres que era necesaria una terapia familiar y les pidió
que acudieran a la sesión, a ser posible con los abuelos y hermanos de la
muchacha. Nótese que no consideró necesario ni una investigación de la
inteligencia de la muchacha, ni un examen de sus aptitudes, de su estado de salud,
de su situación escolar, del lugar donde hacía los deberes, ni de su capacidad de
concentración. Cuando se reunieron todos los miembros de la familia, orientó la
conversación a descubrir todos los conflictos imaginables entre estos miembros de
familia. Finalmente, averiguó que los padres no habían deseado el nacimiento de la
muchacha, la última de sus hijos, porque ya tenían bastante trabajo con los otros
dos, ante lo cual la niña rompió a llorar amargamente. Pese a esto, llevando
hábilmente la conversación, el psicólogo logró que se hablara de que los padres de
la madre habían deseado para su hija un yerno con una posición social algo más
alta. Al oírlo, el padre de la chica, es decir el citado yerno, pidió enfadado a los
abuelos que se fueran de su casa, en la que vivían desde hacía mucho tiempo. Si lo
consideraban tan poca cosa, no tenían por qué vivir bajo su techo. Hacia el final de
la sesión, el psicoterapeuta consiguió que el hermano mayor de la muchacha
confesara que a veces había deseado en secreto escaparse de casa porque se
sentía demasiado controlado por su madre. Pensaba que otras madres eran mas
liberales en las pagas y en los permisos para salir. La madre contestó enfurecida
que podía irse cuando quisiera, porque a fin de cuentas era una carga para los
padres, que al fin y al cabo tenían que ganar dinero para todos.

Al terminarse la cinta de vídeo sobre esta conversación, el colega nos dijo esta frase
sorprendente: «Ya ven ustedes cuánto material silenciado se elaboré ya en la
primera sesión!». Este ha sido un ejemplo de las tendencias psicológicas
tradicionales con un ropaje nuevo. La preocupación del cliente, en este caso los
problemas de concentración de la muchacha, no se toma en serio; el objetivo
terapéutico lo conoce únicamente el terapeuta; para él significa hallar a toda costa
las posibles causas del conflicto. Para mí personalmente fue demasiado alto el
precio que esta familia pagó en la sesión terapéutica. El otro caso que quisiera
contar como comparación me lo presentó el director de un hogar infantil. Se trataba
de una niña brasileña de aspecto bastante negroide. Tenía problemas, porque de
vez en cuando las compañeras de clase o los niños de la calle se burlaban de ella
por el color de su piel. En una ocasión le dijeron: «Márchate, negra! ¡No queremos
jugar contigo!». Y la niña, entristecida, se refugió en el hogar. El director del centro
me preguntó si se podía hacer algo para ayudarla a conseguir que no le tomaran el
pelo tanto. Examiné a la niña, hablé mucho tiempo con ella y luego aconsejé al
director lo siguiente: el problema del color de la piel de la muchacha no se puede
eliminar; eso lo sabía él tan bien como yo. Si crece en Alemania, tendrá que
afrontarlo en todas las fases de su edad y en cualquier ámbito de relaciones
humanas, tendrá que vivir con la idea de que es una extranjera. Pero se puede
fortalecer en ella la conciencia de su valía y la confianza en sí misma, si se le ofrece
la posibilidad de cultivar algo que pueda hacer muy bien y de conseguir así el
reconocimiento de los demás.
Descubrimos que estaba dotada, muy por encima de la media, para la rítmica y
para los movimientos del baile. Se trataba, sin duda, de una herencia de sus
antepasados; pero ¿por qué no utilizar positivamente esta herencia si, por otro lado,
le creaba problemas? Le expuse al director del centro que se podía ayudar
decisivamente a la niña haciendo que recibiera periódicamente clases de baile: así
podría algún día, con ocasión de alguna celebración, mostrar sus posibilidades y,
quizá, ganarse la admiración y el aplauso de los espectadores. Además, las clases
de baile eran en el centro un privilegio que no tenían los demás, de modo que junto
a su posición marginal por el color podría ocupar una posición privilegiada en un
campo distinto. El director recibió la propuesta con gran satisfacción, y la niña
irradió alegría por todos los poros de la cara cuando supo que era la única que iba a
recibir inmediatamente clases de baile por su especial talento.

Tampoco en este caso abordé la preocupación inmediata del director del hogar
infantil, el problema del color de la niña, por la sencilla razón de que no tenía
solución. Pero yo desplacé el objetivo terapéutico en una dirección que ofreciera a
la niña una satisfacción y una alegría complementarias en la vida, con el fin de
garantizar su fortaleza y estabilidad interna. Este objetivo terapéutico se lo expuse
también al director del centro, para que supiera exactamente de qué se trataba.
Así, si nuestra idea no se podía realizar con las clases de baile, podría encontrar un
equivalente.
En estos dos casos paradigmáticos no se podía lograr mucho con un único contacto
de orientación. Pero si se compara lo que las dos muchachas sacaron de las
consultas —la una, saber que no había sido deseada por sus padres; la otra, saber
que iba a recibir clases de baile—, se adivinará la diferencia en el concepto de
hombre.

El criterio logoterapéutico sitúa el objetivo en la realización de un sentido positivo,


no hurga en los conflictos y se orienta a desarrollar dimensiones nuevas de la
personalidad. Si el que busca consejo tiene objetivos irrealizables e inalcanzables,
hay que discutir con él el desplazamiento del objetivo terapéutico y explicárselo con
claridad, para lo cual es una gran ayuda el método logoterapéutico del cambio de
actitud. Precisamente a los clientes con poca capacidad emocional y proclives a
juzgar mal en bloque hay que llevarlos con fortaleza al objetivo terapéutico
curativo: saber soportar más, saber encontrar más alegría en la vida y mostrarse
con los otros, niños o compañeros, de una forma más abierta, más libre de
prejuicios y más tolerante. Este objetivo terapéutico raras veces lo mencionan
quienes buscan consejo; sin embargo, contiene con mucha frecuencia la clave de la
curación.
Por eso, quisiera decir en resumen: quien desea trabajar con eficacia como
psicoterapeuta de consultorio, necesita mucho tacto para ganarse la confianza del
cliente, una técnica de diagnóstico segura para evaluar correctamente la situación
problemática y la capacidad de los clientes, una conciencia de responsabilidad en el
sentido de la logoterapia para poder elegir un objetivo terapéutico adecuado para y
con los clientes, y un buen conocimiento de los diversos métodos para alcanzar ese
objetivo terapéutico, aunque sea de forma aproximada. Según esto, la logoterapia
no es la condición única, pero sí una condición necesaría para orientar en
problemas concernientes a la educación y la vida.

IMPACTO SEXUAL CONTRA LIBRE ALBEDRIO


A) Actitud ante la sexualidad La psicoterapia, desde su aparición como ciencia
independiente, ha dedicado una parte de sus esfuerzos e investigaciones a
la sexualidad humana. De este modo ha contribuido decisivamente a sacar a
la luz pública este componente, en realidad pequeño, de nuestra vida. Las
generaciones posteriores, cuando vuelvan la mirada a nuestra época, dirán
sin duda: «Fue el siglo en el que se rompieron los tabúes sobre la sexualidad
humana en el mundo civilizado», del mismo modo que dirán: «Fue el siglo en
el que se descubrió y empleó la energía atómica», o: «Fue el siglo en el que
por primera vez se salió de la Tierra y se llegó a otros planetas».
B)
Y del mismo modo que hoy no se puede afirmar si es bueno que puedan
ponerse en marcha y desencadenarse procesos atómicos, o si es bueno que
el hombre empiece a extender su mano al universo, tampoco puede
afirmarse si es bueno que hayan empezado a caer los tabúes sobre la
sexualidad. De la misma manera que no podemos detener semejantes
progresos, tampoco podemos prever sus consecuencias. Es el eterno dilema
del hombre: no sólo tiene que arreglárselas —como el animal— con su
entorno, sino también consigo mismo, con los problemas que él mismo ha
causado. Así pues, la actitud ante la sexualidad ha cambiado radicalmente
en nuestro círculo cultural en nuestro siglo. Y ahora que hemos dejado atrás
las cuatro quintas partes de nuestro siglo, hemos adquirido al menos una
visión de conjunto, un conocimiento que, sin embargo, se aparta de algunas
hipótesis fundamentales formuladas en el campo de la filosofía y la
psicología.
Al principio se partía de que la represión, ocultación y de las necesidades sexuales
perturba y daña la salud, especialmente la salud síquica. Sigmund Freud, pionero
en este campo, trató de demostrar con cientos de historias cinicas que las neurosis
y las histerias tienen su origen en necesidades sexuales insatisfechas y reprimidas.
Su concepción teórica se basaba en la firme hipótesis de que los movimientos
pulsionales insatisfechos quedan reprimidos de forma traumática en el inconsciente
y pueden dañar desde él la salud mental; consiguientemente, su concepción
terapéutica se fundaba también en el descubrimiento y la toma de conciencia de
tales movimientos pulsionales reprimidos y, a veces, en desahogar las necesidades
contenidas.

Si Freud hubiera podido lanzar una mirada a nuestro tiempo, probablemente habría
revisado su concepción. De hecho, todos los descubrimientos, todas las no
represiones y todos los desahogos de las necesidades sexuales no han contribuido
en nada a la salud psíquica del pueblo. Este es un resultado extraño que sigue
sorprendiéndonos tras tres cuartos de siglo de creciente emancipación sexual.
Difícilmente habían tenido nunca los hombres de nuestra cultura tantas libertades
sexuales como hoy, tantos estimulantes sexuales, tantas oportunidades de cambio
de pareja, tanta excitación de los sentidos, gracias a la técnica y a los medios de
comunicación y tantas posibilidades de discutir abiertamente y con desenvoltura
sobre su vida pulsional como hoy; raras veces una juventud ha hecho uso de su
sexualidad con tan pocos impedimentos y ha recibido tanta iniciación sexual como
hoy; sin embargo, nunca ha habido tantos conflictos, tantos problemas sexuales,
tantos dramas matrimoniales y de pareja, como puede comprobarse en los
consultorios psicológicos.La creciente libertad sexual puede ser una conquista del
progreso, pero no ha contribuido a la salud del pueblo.

Este lamentable resultado no encontró explicación durante mucho tiempo, hasta


que el desarrollo de la moderna investigación de la motivación y, sobre todo, la
logoterapia hallaron una respuesta. Y la respuesta es que, «en la dimensión
espiritual del hombre, no es valido el principio de homeostasis». HomeostasiS
significa equilibrio y, en nuestro contexto, el «equilibrio interno de un individuo».

Un individuo está en equilibrio consigo y con el entorno cuando tiene satisfechas


todas sus necesidades y se encuentra en un estado de completo bienestar. Por
ejemplo, un gato saciado, que está echado detrás de una estufa caliente y tonca
satisfecho, está en completo equilibrio interno, no tiene ninguna necesidad de
cambiar su situación, no está bajo ninguna coacción instintiva o presión externa
que le sea desagradable y que trate de eliminar; es «completamente feliz»,
humanamente hablando.
cabria pensar que tampoco para nosotros los hombres hay nada mejor en el mundo
que conseguir este equilibrio interno, es decir, el «equilibrio perfecto» y el
«bienestar pleno», y eso es lo que ha considerado como objetivo terapéutico
supremo todas las anteriores teorías psicológicas desde Freud. En consecuencia, el
paciente intranquilo, perturbado y atormentado tiene que reencontrar su equilibrio
interno, y es preciso hacer todo lo posible para llevarlo a ese estado homeostático.
Tiene que desahogar sus impulsos, formular sus necesidades contenidas, llevar a
cabo sus deseos reprimidos y librarse de cualquier tipo de presión externa o
interna. No fue sólo el planteamiento terapéutico lo que se puso bajo el signo del
principio de la homeostasis, sino casi un concepto que presentaba al hombre como
campo de batalla de unas tensiones internas que era preciso descargar y liberar
para restablecer el estado ideal del equilibrio interno. Y eso incluía también,
naturalmente, descargar las tensiones sexuales o las tendencias agresivas, cosa
que se intentaba conseguir de algún modo fomentando su desahogo. Aquí se
insertan todos los métodos terapéuticos en los que se deja a la gente «llorar» o
«chillar» (grito primitivo), o en los que los niños pueden pegarse unos a otros con
martillos de goma de espuma, o tirar arena a las paredes, para desahogarse.
También la propagación de imágenes pornográficas en revistas y películas sexuales
prospera bajo el signo de «facilitar un escape a las tensiones sexuales del pueblo» (
prescindiendo del dinero que producen!). Todo, como queda dicho, al servicio del
principio de la homeostasis.
Pero esta hipótesis ha resultado falsa. Un hombre que está en perfecto equilibrio
interno consigo y con el entorno, que, por tanto, ya no tiene deseos y necesidades,
que posee todo lo que para él sería deseable y no ve ante sus ojos ningún objetivo
por el que luchar o al que aspirar, un hombre así no es sumamente feliz y
psíquicamente sano, sino que... pierde los nervios, «actúa alocadamente», se
muere de aburrimiento y experimenta un profundo vacío interno. Cae en la
frustración existencial, porque la vida parece haber perdido todo sentido.¡Qué
conclusión! El milagro económico y la época de la prosperidad nos han
proporcionado todas las pruebas en favor de ella, pruebas palmarias que no
necesitan ninguna sanción científica. El ídolo de nuestra generación, el
superhombre que puede realizar todos sus sueños sexuales, que dispone de
muchachas bellas en cantidades industriales, que puede satisfacer todos sus
caprichos, pega impunemente cuando está colérico, queda impune cuando infringe
la ley, el hombre soñado, la estrella de nuestra sociedad que puede satisfacer todos
sus deseos económicos, el coche fantástico, el avión privado, que puede realizar
cualquier impulso momentáneo con influencia, poder y refinamiento técnico, ¿a qué
destino se acerca? Llega un instante en que la vida ya no le satisface, en que se
encuentra psíquicamente acabado, hastiado al máximo, harto de vivir, incapaz de
vivir. El sueño de las cosas superlativas se agota rápidamente y lo que queda es el
vacío de un bostezo.El hombre es un ser que piensa y, como portador de una
dimensión espiritual, no puede limitarse a consumir y disfrutar; eso no basta para la
salud psíquica y la realización interior. Refiriéndose a la «ola de abortos», Marfa
Simon, psicóloga clínica del centro ginecológico de la universidad de Würzburg,
escribe lo siguiente: «Han aumentado las pretensiones del hombre de satisfacción
individual. Ha aumentado la valoración crítica de todas las barreras tradicionales,
morales e institucionales que impiden tal satisfacción. Se ha proclamado el “fin de
la moderación”. Ha aumentado la tendencia a la brutalidad frente a todo lo que se
opone a las pretensiones individuales. Y como lo que se opone son con frecuencia
las pretensiones individuales de otros, la conciencia de emancipación se anula
muchas veces a sí misma. La emancipación sólo es a menudo un sinónimo de
hedonismo, de la búsqueda del máximo placer individual. Pero el hedonismo ha
tenido desde siempre una propensión a la brutalidad. Conoce una cierta solidaridad,
pero sólo la de quienes pueden gozar y gozan. El que no es un posible compañero
en la sociedad de los que gozan, debe servir a esta sociedad o, de lo contrario, no
existir.»

Así es, efectivamente: no sólo ha comenzado el «fin de la moderación», sino que


también se acerca el fin de la emancipación, que lleva por sí misma al absurdo. El
«disfrutar a costa de otros» no es posible para todos, lo mismo que el «disfrutar por
disfrutar» no es posible ni siquiera para uno solo. Y la historia demuestra
suficientemente que el hedonismo tiende siempre a la brutalidad.
La estadística de crímenes del año 1977 iba encabezada con las palabras «En el
círculo vicioso del aburrimiento y el salvajismo absurdo», porque no se encontraban
otros motivos predominantes para los crímenes y delitos en aumento. Las
estadísticas de suicidios apuntan en la misma dirección y muestran que el nivel de
vida de los suicidas es, por término medio, elevado, lo cual hace más
incomprensible este hecho, si no se suponen el cansancio de la vida y el hastío. Y la
investigación sobre las drogas conoce la respuesta típica de los drogadictos: e... la
primera vez probé por aburrimiento...».
La brutalidad, la criminalidad, el suicidio y la toxicomanía son, pues, reacciones
provocadas por la riqueza, los deseos realizados y el aburrimiento, y ciertas
desviaciones psíquicas masivas constituyen el resultado de un proceso que debía
hacer feliz y liberar... ¿Es comprensible esto? El principio de la homeostasis no se
puede mantener ya ni con la mejor voluntad. La posibilidad de realizar muchos
deseos y de satisfacer casi todas las necesidades no ofrece ninguna garantía de
estabilidad psíquica; al contrario, constituye un peligro para la sociedad y para el
individuo, porque lleva a vivir la vida humana como algo pobre en sentido :faltan los
objetivos por los que merece la pena trabajar, luchar, e incluso hacer sacrificios y
posponer ciertos deseos.
Hay algo que hoy sabemos con certeza: lo que el hombre necesita
imprescindiblemente para su salud psíquica no es poder satisfacer todos sus
deseos, sino que quedan pendientes algunos deseos, y ello en forma de contenidos
vitales por los que luchar y de objetivos personales que sea preciso realizar. Sólo el
compromiso mantiene intacta la personalidad, aunque cueste sacrificios y limite las
propias necesidades: el compromiso por una idea, por otras personas, por una
causa, por cualquier cosa, es lo que construye una existencia humana y le da
plenitud. El principio de la auto trascendencia se contrapone al principio de la
homeostasis lo mismo que el hombre se contrapone al animal; entre el uno y el otro
hay analogías, pero no identidad, porque se interpone entre ambos el escalón de
toda una dimensión.

Pensemos, por ejemplo, en las madres que se han sacrificado durante años por su
familia y sus hijos y han puesto en segundo plano casi todos sus deseos personales,
y que, a menudo, sufren depresiones precisamente cuando los hijos son mayores y
no les queda ningún trabajo que hacer; según el principio de la homeostasis, este
hecho es inexplicable. De acuerdo con tal principio tendrían que ser
desgraciadísimas mientras soportan las cargas de sus hijos y, al desaparecer estas
cargas, estar contentas e internamente equilibradas; pero ocurre lo contrario. A
diferencia del animal, el hombre tiene que saber para qué vive. No es preciso que
se trate de objetivos elevados; cumplir bien las obligaciones, ofrecer a la familia
una base adecuada o simplemente cultivar un hobby interesante puede contribuir
mucho a la plenitud interior de sentido, cosa que la simple satisfacción de las
necesidades nunca puede proporcionar en el plano humano. El principio de
homeostasis se ha venido abajo en el ámbito científico y, con él, se ha hundido todo
un castillo de naipes de teorías e hipótesis psicológicas! Una de las hipótesis que se
ha venido abajo es ésta: que la «felicidad» (o el «placer») puede ser un objetivo por
el que vale la pena luchar. Para comprender esto, recordemos una vez más el
campo en que está indicado el método logoterapéutico de la disreflexión. Hemos
comprobado que hay trastornos psicosomáticos que aparecen únicamente porque
una función física que normalmente discurre de modo automático, como el ritmo
cardiaco, el acto de dormirse o la erección, es observada con gran intensidad, es
decir, pasa a constituir el centro de la atención, cosa que perturba inmediatamente
esa función corporal. Sin embargo, si se vuelve la atención al mundo exterior, la
función física perturbada se regenera y se desarrolla, como «efecto secundario» (no
como objetivo), de modo completamente normal. Pues bien, si en la psicoterapia el
efecto secundario automático, que puede estar bloqueado, es casi siempre una
reacción física vegetativa, en la filosofía el efecto secundario automático, que hoy
está muchas veces bloqueado, es... la felicidad.
La atención «bloquea el automatismo» siempre que se desvía a un efecto
secundario. La felicidad no se deja atrapar, del mismo modo que el sueño no se
puede conseguir por la fuerza: sin objetivo no hay efecto secundario y sin
compromiso y plenitud de sentido no hay felicidad interna, pues «Cuanto más se
fuerza una cosa, menos se consigue»; esta frase es válida también en psicología.
Hace un momento hemos presentado la imagen de esas madres que se entregan
por entero al cuidado de su familia, aunque tengan que posponer sus propios
deseos. Esa entrega a la familia y el ver cómo sus hijos se hacen jóvenes bajo su
protección proporciona alegría a la madre. Pero eso no quiere decir que cuide a sus
hijos para procurarse ella misma una alegría, sino que cuida de que los hijos se
desarrollen bien, y su alegría por el buen desarrollo de sus hijos surge
automáticamente como efecto secundario de tal cuidado.

El afán de placer no puede ser un objetivo principal en el ámbito humano, sino que
sólo puede acompañar como efecto secundario a un fin principal. Frankl, pionero en
la investigación moderna de la motivación, ha demostrado repetidamente que la
felicidad tiene carácter de efecto. El lo expresa así: «Cuanto más nos interesamos
por el placer, más se nos escapa». No es posible aspirar sólo al placer, ni
conseguirlo por la fuerza; no es un objeto intencional adecuado para el hombre. La
realización de deseos por placer nos deja «completamente infelices»

Otro ejemplo: podemos sentir gozo y placer cuando escuchamos una música bonita,
pero el placer no se produce por el hecho de que pensemos, al oírla, en nuestro
propio deleite, sino porque nos entregamos por completo a la belleza y armonía de
la melodiaa; lo mismo ocurre en el terreno sexual. El gozo y el placer no se
producen cuando uno busca en la relación íntima su propia satisfacción mediante la
pareja, sino cuando uno se entrega con amor a la pareja. En el comportamiento
sexual humano sano, el objetivo es el «tú», el otro, y el placer propio se produce
como fenómeno concomitante. Y en la medida en que las personas dirigen su
atención al propio placer o al acto sexual, en esa misma medida desaparece el
placer en la relación: buscan el efecto secundario sin el objetivo principal .

En el Congreso Internacional de Filosofía de Viena, Franki expuso sistemáticamente


su teoría sobre la imposibilidad de alcanzar la felicidad mediante su búsqueda
directa o sobre el carácter de efecto de algo como la felicidad. Tal ponencia ha sido
publicada, con el título «Der Mensch auf der Suche nach Sinn», como capítulo
introductorio en Psychotherapie fui den Laien (Friburgo, Herder, l98O).
La frustración existencial y la frustración sexual son paralelas, lo mismo que son
correlativos el sentido y el amor: si no se ve un sentido, la vida pierde valor; si no se
ve un amor, la sexualidad pierde sentido. Hoy empezamos a vislumbrar por qué las
consultas de los médicos y los psicólogos están saturadas de trastornos sexuales; la
inflación sexual, como la llama Frankl, nos ha desbordado.

Como toda inflación, incluida la del mercado monetario, lleva consigo una
depreciación, también en el terreno sexual se ha llegado a una depreciación: ha
perdido valor el verdadero objetivo de la sexualidad humana, la relación de amor
entre dos personas. Se ha perdido en parte el elemento personal de la vida en
común, ahora están anticuados los sentimientos y el afecto a la pareja, se han
denunciado como inhibiciones el respeto y la delicadeza en el trato con el otro. La
continencia y el saber esperar al compañero han sido ridiculizados como
incapacidad; el guiarse por el primitivo afán de placer, así como la demostración de
potencia y jactancia, con los conocimientos correspondientes, han sustituido al
verdadero cariño y a los verdaderos vínculos.

Al margen del juicio que esto merezca a la luz de una visión global del mundo,
desde el punto de vista psicológico, no se habría podido objetar nada si tal
evolución hubiera hecho feliz a la humanidad —y eso se pensó partiendo de las
viejas concepciones del principio de la homeostasis—; pero la inflación sexual ha
mostrado, lo mismo que la frustración existencial, que el comportamiento animal se
puede trasladar muy poco a las relaciones humanas. En el reino animal, el
comportamiento sexual es un modelo de comportamiento complejo, aprendido y
experimentado en miles de generaciones, que se desarrolla automáticamente por
impulsos instintivos cuando concurren ciertos estímulos clave internos y externos.
Su curso no tiene ningún significado ni ninguna repercusión psíquica; es una parte
de la naturaleza de ese ser vivo. También el comportamiento sexual humano está
regido en gran parte por instintos y también en el caso del hombre se dan estímulos
clave preprogramados; pero toda la regulación hormonal y psicofísica está sometida
a un control muy superior ontogenéticamente, a una regulación cognitiva, en la que
rigen leyes que en el terreno animal son impensables.
Sólo en la últimas décadas se ha empezado a investigar con más exactitud esta
regulación cognitiva o, en lenguaje logoterapéutico, la dimensión espiritual del
hombre. Ciertamente, el comportamiento instintivo primitivo o las cadenas de
reacciones subcognitivas se pueden observar, medir y predecir con mucha más
facilidad que los complicados fenómenos espirituales del pensamiento y la
voluntad, que no son aislables ni constantes y que tampoco se reflejan sin más en
impulsos eléctricos y unidades psicométricas. Sin embargo, hoy hemos llegado a la
conclusión de que la regulación cognitiva interna del hombre está presidida por un
sentido y un objetivo, funciona según una orientación axiológica interna y siempre
rodea de cierto significado las impresiones del entorno y las acciones y el
comportamiento del sujeto. En la vida humana normal no hay ninguna situación del
entorno que no signifique algo para el ser humano que la percibe y que no esté
encuadrada en un contexto de sentido. El que lee este libro, no lo hace por pura
casualidad; sus ojos no se deslizan a lo largo de estos signos negros, cualquiera sea
su tipo, porque eso le divierte, sino que la lectura está guiada por un objetivo y un
sentido: el lector quiere conocer algo nuevo, tiene interés en seguir formándose. Y
esté de acuerdo con mis palabras o las sechace, se guía en la lectura por su propio
sistema de valores, compara mis afirmaciones con sus propias experiencias y
convicciones. En realidad, se trata de estructuras espirituales evidentes, pero la
investigación psicológica, por desgracia, no se ha atrevido a abordarlas durante
mucho tiempo.

Análogamente, el acto sexual no puede ser en el ámbito humano una simple acción
instintiva sin significado; también él se integra en una estructura espiritual. Y por
eso nuestro comportamiento sexual es siempre más que mera sexualidad; posee
una función expresiva que está relacionada con una orientación axiológica.

En el nivel espiritual del hombre, la relación de la pareja y la vida en común


constituyen una relación personal, una relación con una persona distinta; y cuanto
más intensa es esta relación y más valor se da a esa persona, más sentido adquiere
la función expresiva de la sexualidad. El acto sexual llega a ser una encarnación de
amor, según la fórmula de Frankl. Pero si falta la relación personal y el acto sexual
se utiliza per se como una fuente de placer psíquico, la regulación cognitiva del
hombre se queda sin el significado de este modelo de comportamiento, sin la
estructura de sentido. El acto sexual deja de tener función expresiva. Es cierto que
emocionalmente sigue resultando agradable o excitante; pero, desde el punto de
vista espiritual, aparece más o menos como una acción vacía y, una vez que ha
disminuido la sensación agradable, cosa que ocurre inmediatamente después del
momento culminante, queda la sensación de vacío. Si no hay una relación personal
con la pareja, después de las acciones sexuales se experimenta una frustración
cognitiva, del mismo modo que el lector sentiría una frustración cognitiva si ojeara
durante horas en un libro cuyas palabras no puede leer y cuyas afirmaciones no
logra entender. De hecho, se preguntaría: «,!Para qué estoy sentado aquí pasando
hojas?». Una pregunta que un animal nunca podría hacer: «Para qué hago
esto?».Según las últimas conclusiones de la teoría de la motivación, el estado que
llamamos felicidad parece depender casi exclusivamente de que podamos
encontrar una respuesta a esta pregunta: «,Para qué vivo, para qué sirvo?». Las
personas que pueden responder con seguridad a esta pregunta son
sorprendentemente sanas y estables desde el punto de vista psíquico y no se
desorientan fácilmente ni ante los golpes del destino. La pregunta «para qué» y
«con qué fin» es inevitable, si no renunciamos a pensar, y la respuesta a ella
confiere su significado a nuestra vida y a todos nuestros actos. He indicado que los
psicólogos nada habríamos tenido que objetar contra la desinhibición general del
pueblo en la concepción del sexo si se hubiera tratado de un proceso que hacía feliz
al hombre. Lo mismo se puede opinar con respecto a la prostitución: prescindiendo
de nuestras posturas personales, cabría preguntar: ¿Por qué no? Si divierte a los
hombres y las mujeres ganan dinero, ¿a quién perjudica?

Pero es perjudicial, y no sólo en el aspecto moral, sino también en el de la salud


psíquica. Y es perjudicial porque comienza un proceso de práctica y habituación a
una sexualidad despersonalizada y, por tanto, insuficiente en el ámbito humano.El
conocimiento de la importancia de los efectos de la práctica y la habituación se lo
debemos a la teoría del aprendizaje, que hace unas cuatro décadas descubrió el
llamado «aprendizaje social», que no siempre se realiza conscientemente y en el
que son de gran importancia la práctica, el refuerzo y el modelo. Según esto, todo
comportamiento
—tanto humano como animal— se graba profundamente, se fija y, con gran
probabilidad, se conserva para el futuro: 1) Si se desarrolla muchas veces del
mismo modo: la práctica;2) si aparece a menudo asociado a un efecto secundario
positivo o, para decirlo sencillamente, «es recompensado»: el refuerzo (el
beneficio);3) si se ve repetidas veces en otros individuos (padres, personas de la
misma edad): el modelo.
La práctica, el beneficio y el modelo son los tres pilares básicos en que se funda el
aprendizaje social. Cuanto más fuertes son tales pilares, más alta es la constancia
del comportamiento aprendido. Pongamos un ejemplo: el fumar. Está demostrado
que cuanto más tiempo lleva uno fumando, más difícil le resulta dejarlo: se ha
acostumbrado al comportamiento de fumar. También está demostrado que cuanto
más nervioso es uno, más tensiones internas tiene y más agarrotado, inquieto e
inseguro está, mayores dificultades tiene para dejar de fumar, porque el beneficio
inmediato de relajación y tranquilidad que proporciona la inhalación de nicotina
tiene una elevada dosis de recompensa y refuerzo para una persona nerviosa. Está
demostrado, además, que los niños de familias fumadoras empiezan a fumar mucho
antes y con más intensidad que los niños de familias no fumadoras; el modelo del
entorno ejerce una influencia nada desdeñable. Naturalmente, hay también
excepciones en estas reglas; pero las estrechas correlaciones entre los tres factores
citados y los tipos de comportamiento aprendido socialmente son un hecho
indudable. Estos principios se cumplen tanto en lo negativo como en lo positivo; se
cumplen, por ejemplo, en el caso de las buenas relaciones conyugales. También
aquí las estadísticas coinciden en que las relaciones de la pareja son más sólidas
cuanto más tiempo duran, más beneficio y satisfacción significan para cada uno y
más intensamente se han vivido en la propia familia o, al menos, en el círculo de
amigos íntimos unas relaciones conyugales estables.

Como es natural, la logoterapia acepta estas conclusiones, aunque no las afirma de


forma tan absoluta como la terapia de conducta guiada por la teoría del
aprendizaje.

Los fenómenos del aprendizaje social se verifican asimismo en lo que respecta al


comportamiento sexual; también en él desempeñan un papel decisivo la
habituación, la recompensa y el modelo. Y especialmente peligrosos para el
establecimiento de una actitud despersonalizada —y, por tanto, infeliz, indigna del
hombre y psíquicamente insana— ante la sexualidad son dos de los tres pilares
principales de la teoría del aprendizaje: la habituación y el modelo. El otro factor, la
«recompensa» por una conducta sexual despersonalizada, es decir, la consecución
de placer, es tan pequeño, que no representa un gran peligro para el
establecimiento de esta conducta errónea; al contrario, por ser tan pequeño,
constituye la raíz etiológica de trastornos sexuales como la impotencia y la frigidez
psicógenas.

Con el ejemplo de la «sexualidad» se puede demostrar convincentemente la


síntesis de diversas ciencias y de sus conclusiones: por un lado, la quiebra del
principio de la homeostasis, la idea logoterapéutica de que la sexualidad humana
presupone una relación personal entre dos, una relación de amor, y de que sin esta
orientación hacia un objetivo apenas puede conseguirse el efecto secundario del
«placer»; por otro lado, las conclusiones de la teoría del aprendizaje, que señala las
tres causas principales del aprendizaje de tipos constantes de comportamiento: la
práctica, el refuerzo y el modelo. Y, en fin, la síntesis de las dos, inserta en la
confusión de una época inquieta e industrializada. Siguiendo el viejo principio de la
homeostasis, hace medio siglo se dio la siguiente consigna: reducir a toda costa
las tensiones, saciar los instintos, dar rienda suelta a los sentimientos, pregonar las
represiones, eliminar las inhibiciones, tirar por la borda el sentimiento de pudor y
liberar las fuerzas pulsionales internas. Un cuarto de siglo más tarde, la teoría del
aprendizaje reconoció que, al dar rienda suelta a los sentimientos, se los practica,
que las personas pueden habituarse a saciar los instintos, que a fin de cuentas han
dejado de contener impulsos internos que deban desahogarse de algún modo y, sin
embargo, conservan el comportamiento aprendido durante el desahogo,
precisamente porque lo han aprendido. Se registra un despertar amargo en la
psicología. Hoy se están quitando de los consultorios educativos, callada y
silenciosamente, las habitaciones de barro y los martillos de goma de espuma,
porque se ha visto que los niños que se desfogan en las habitaciones de barro
suelen continuar ese comportamiento en la habitación de sus padres, o que los
niños que aprenden a desahogar sus agresiones con martillos de goma de espuma
cogen piedras en el patio del colegio para desahogar sus agresiones, reales o
supuestas, en las cabezas de los compañeros, tal como han aprendido en las
sesiones de terapia. El «deseo de reducir las tensiones agresivas» se transformó en
el mejor programa de entrenamiento de los instintos para un comportamiento
agresivo; y lo mismo ocurrió con la concepción de la sexualidad: el «deseo de
reducir las tensiones sexuales» se convirtió en el programa de entrenamiento para
un comportamiento sexual indiferenciado, despersonalizado. El psicoanálisis
detecté en la vida humana dos categorías de instintos dominantes: el instinto
sexual y el instinto de agresión (llamado más tarde «instinto de muerte»). Y no es
casual que, tras el programa de entrenamiento de los instintos desarrollado
involutariamente en esta época, nuestra generación se vea hoy inundada por la ola
sexual y por la ola de la violencia. ¿Cómo no ver la relación?Y cuando una
generación había aprendido ya el principio de gozar de la vida instintiva con la
mayor libertad posible, esta generación pasó a ser —según las conclusiones de la
teoría del aprendizaje— el modelo de la generación siguiente; el proceso del
aprendizaje empezó a potenciarse.
Hoy se venden libremente, en cualquier puesto de periódicos, revistas
pornográficas, los fotogramas publicitarios de las películas del mismo signo no se
andan con tapujos, y hasta se establecen oficialmente, a través de la publicidad y
los medios de comunicación, asociaciones absurdas, por ejemplo entre modelos
nuevos de coches de lujo y mujeres desnudas; nadie ve ningún inconveniente en
ello: la inflación sexual se extiende, el modelo cobra cada vez mayor eficacia.
Nuestros jóvenes hablan sobre temas sexuales con un lenguaje que refleja
claramente su infravalorización y trivialización, y es de suponer que no hablarán de
otro modo cuando sean madres y padres. El dicho de que «las personas inmaduras
quieren tener hijos maduros» puede trasladarse a esta situación. La práctica y el
modelo han hecho lo suyo; si ahora se añadieran a la sexualidad liberada,
desinhibida e indiscriminada la auténtica satisfacción y una auténtica consecución
de placer, entonces, según las tesis de la teoría del aprendizaje, nada ni nadie
podría detener la explosión de este movimiento emancipatorio, el acto sexual
tendría cada vez más el valor de un apretón de manos que se intercambia
fácilmente con alguien, pero que no dice nada. Pero entonces no habría tampoco
problemas ni trastornos psíquicos relacionados con él.

Sin embargo, según las tesis de la teoría de la motivación, con la sexualidad


depreciada y despersonalizada la consecución de placer es insignificante, la
satisfacción mínima y la regulación cognitiva del hombre queda frustrada. Esta
frustración puede convenirse en fuente de perturbaciones psíquicas y sexuales,
pero al mismo tiempo significa una posibilidad, la única, de superar la actual
inflación sexual, ya que de la frustración cognitiva surge una sexualidad nueva,
guiada por un sentido y un objetivo, una vuelta a la relación personal de amor.

Todavía no hace mucho, el psicólogo Wilhelm Reich decía literalmente: «En


psicología, lo que importa es eliminar las compulsiones que inhiben el gozo del
placer».Entretanto se han eliminado muchas «compulsiones inhibitorias»; pero hoy
se sabe que con las compulsiones se ha eliminado también el gozo del placer. Voy a
citat unas palabras de Paul Coradi en «Zeitschrift für Sozialberatung» (junio de
1977):

«Las experiencias de los países nórdicos en materia de libertad sexual son distintas.
El libro de la periodista sueca María Scherer, El fracaso o La mujer sin amo, y el
artículo de la psicóloga alemana Christa Meves, El dolor de la emancipación,
permiten concluir que la liberación en el terreno sexual lleva pronto a nuevas
formas de represión y a graves males psíquicos. La fantasía incitada por
innumerables estímulos y una voluntad guiarla por impulsos potencian los instintos.
La unión íntima de dos amantes ha degenerado en un gozo del placer técnicamente
perfecto y, a fin de cuentas, en una sórdida utilización del compañero. La mujer
poseída por el sexo devora hombres indiscriminadamente; el hombre guiado por el
sexo ejerce sobre su pareja una dictadura en definitiva insoportable. Las
consecuencias son: vacío interno, asco, odio, impotencia, refugio en el consumo de
drogas o alcoholismo; después, enfermedades psíquicas en porcentajes masivos;
finalmente, incapacidad de vivir o criminalidad. »
Tal es la última situación, a la que hemos llegado hoy. Poco a poco se empieza a
sospechar por qué no se han verificado las hipótesis de Freud; se empieza a
comprender que la sexualidad animal y la humana no pueden analizarse con el
mismo esquema; la ciencia se acerca a una fase de reflexión sobre sí misma.
También hay ya principios de una «rehumanización de la psicoterapia» (como la
viene postulando Frankl desde hace décadas); los asesores matrimoniales prestan
más atención a la vida en común positiva que a los éxitos sexuales a cualquier
precio; y el método logoterapéutico de la disreflexión ha tenido éxito en la curación
de neurosis sexuales mediante el reencuentro de una relación personal. Por la
teoría del aprendizaje sabemos que los tipos de comportamiento que reportan poco
beneficio, éxito o «placer» disminuyen poco a poco, se borran, como suele decirse,
y nos queda la esperanza de que la inflación sexual desaparezca por su propia
depreciación. Toda crisis encierra una oportunidad, y ésa es la oportunidad de la
crisis sexual. Pero ¿superará la «familia» esta crisis?
Fragmento de la conversación (abreviado:
EL: Nosotros... queríamos que nos aconsejara. Nuestro matrimonio funciona bien.

ELLA: Llevamos quince años casados y nunca hemos tenido desavenencias graves,
ni peleas, ni cosas de ésas; siempre nos hemos entendido bien.
EL: Sí, así es. Y seguimos entendiéndonos bien. En eso no ha’, problema, y no
hubiéramos venido si la señora X no nos hubiera recomendado acudir a usted.
Pausa.
Yo: ¿Tienen problemas en la vida íntima?

EL: Sí, en efecto. Mi mujer... ¿Cómo le diría? El médico picnsa que está
completamente sana; si no estuviera sana...
ELLA: No es eso; estoy sana. Pero me pregunto si en realidad es absolutamente
necesario. Me resulta difícil violentarme para hacerlo, y mi marido considera eso
anormal.

EL: ¿Cómo anormal? A fin de cuentas, somos marido y mujer, ¿o no? Pero unas
veces te pones a leer, otras estás cosiendo y otras te duele la cabeza; cada noche
una excusa distinta...

ELLA: Es verdad; yo (avergonzada) prolongo siempre la velada. Me da mucho


miedo irme a dormir; a veces pienso todo el día en la noche, en lo que debo hacer.
¡Todo el día! (solloza).

Yo: ¿Le dan miedo los deseos de su marido, porque cree usted que no puede
corresponderle?
ELLA: Sí, doctora.
Yo: (Dirigiéndome al marido.) Usted ha pronunciado esta frase:
«Si no estuviera sana...». ¿Quería usted decir que usted se abstendría si su mujer
tuviera una enfermedad física que lo impidiera?
EL: Naturalmente. ¡No soy un cabeza rota!
Yo: Suponiendo que su mujer eatuviera enferma y usted se abstuviera, ¿querría
usted menos a su mujer?
EL: Eso no tiene nada que ver; yo no la quiero sólo por eso. En último término, eso
lo encuentro en cualquier parte. Yo la quiero...
Yo: ¿Sí?
106
EL: Desde luego, tal como es. ¡Como la mujer que me acompaña por la vida!
ELLA: (Conmovida.) ¡Yo no sabía que tú ves así las cosas!
EL: ¡Por el amor de Dios! Si estuvieras enferma, yo no diría ni una palabra; pero
como no estás enferma, tengo que suponer que no me quieres...
Yo: Usted se equivoca. Es verdad que su mujer no está enferma físicamente; pero
tiene un pequeño trastorno psíquico y no podrá volver a entregarse plenamente a
usted mientras no desaparezca el trastorno. ¡ Su rechazo es expresión de ese
trastorno y no de falta de amor!
ELLA: ¡Es verdad! Es exactamente así! ¡Mi amor no tiene nada que
ver con eso, absolutamente nada! (Dirigiéndose al marido.) Yo
te quiero como el primer día.
EL: (Conmovido.) Yo no lo sabía.
Yo: (A los dos.) ¿Lo ven? Hay algo que ninguno de ustedes sabía.
Los dos se quieren independientemente de cómo funcione la convivencia sexual;
cada uno quiere a la persona del otro por sí misma. Eso es más de lo que poseen
muchas otras parejas, aunque se entiendan muy bien en la cama, Olviden ustedes
de momento ese pequeño trastorno, dejen de lado momentáneamente la reladón
íntima, intenten alegrarse pensando en la noche, porque la noche ea el tiempo que
les pertenece a los dos. Hagan también algo en común fuera de la noche: dar un
paseo, practicar un deporte, trazar proyectos... ¿Tienen ya planes para las
vacaciones?
EL: En realidad, todavía no; pero tiene razón usted; deberíamos empezar a pensar
en cao.
ELLA: Sí, sería estimulante. Buscaré catálogos en las agencias de viajes, y
podremos soñar por la noche con viajes bonitos.
Yo: Pongan un poco de alegría en cada noche: una cena bien preparada, un
pequeño regalo de vez en cuando, una idea, una sugerencia; nada debe convertirse
en rutina. Su amor es tan valioso que tienen que sentirlo mutuamente; así se
desvanecen todos los pequeños trastnrnns que hay o puede haber.
EL: Lo intentaremos, doctora. ¿Y qué debe hacer mi mujer para...?
Yo: Por el momento, nada, excepto alegrarse cnn la llegada de la noche, un día y
otro...
ELLA: ¡Oh, doctora, se lo agradezco!
Llamada del marido catorce días después:
CASO n.° 12:

EL: Doctora, sólo le quería decir que en realidad ya no queremos hacer nada. Ahora
somos muy felices: mi mujer ha cambiado totalmente desde que estuvimos con
usted. Y por eso estoy dispuesto a renunciar a lo otro; si ella es feliz, ¡qué más da!
No quiero molestarla más.

Yo: No tiene usted por qué hacer eso; déle un poco de tiempo; pronto volverá a
estar bien, perfectamente bien. Pero creo que usted debería comentar con ella la
decisión que me ha comunicado. Su renuncia le permitirá medir su amor, y ese
amor la curará. Y otra cosa: escojan un lugar en que puedan pasar unas buenas
vacaciones; un cambio de paisaje facilita con frecuencia un cambio de costumbres,
aparta de la vida cotidiana y da nuevos impulsos.
EL: Sí, lo haremos. ¡Muchísimas gracias!
Visita de la señora después de las vacaciones:
ELLA: Doctora, tenía que pasar por aquí y decirle que todo nos va de maravilla,
como en los primeros tiempos. ¿Sabe una cosa? Mi marido estaba dispuesto a
abstenerse. ¿Qué le parece? Un hombre de su edad... ¡Eso no puede ser! No, no;
ahora sé cómo estamos de unidos, y ya no me puede asustar eso. Tendría que
haber visto su asombro, cuando me acerqué a él y me ofrecí; me ha hecho feliz
demostrale mi amor...

Todavía hay parejas como ésta; pero ¿encontrarán el camino del amor mutuo los
jóvenes de hoy, arrastrados constantemente por la corriente emancipadora de la
inflación sexual? ¿Saben qué significa hacer algo, incluso renunciar a algo, por amor
a otro?

En nuestro estilo de vida social domina realmente una atmósfera curiosa: todo está
programado exclusivamente en función del yo y de no atarse. Este es un factor de
gran seguridad y al mismo tiempo una cobardía desoladora, una ventaja
económica, pero una desventaja emocional. Los jóvenes viven juntos y contraen
«matrimonios a prueba», cosa muy sensata dadas las altas cifras de divorcios,
sensata pero carente de riesgos y sin una chispa de calor humano. En cualquier
momento se puede poner en la calle al compañero si ya no gusta, si enferma o deja
de ser útil, o si se encuentra un hombre mejor o una mujer más guapa. La cosa es
realmente tan sensata que uno no tiene argumentos en contra, aunque se sienta
horrorizado. ¡La sociedad del despilfarro tiende la mano a sus propios miembros!

La idea de que por amor a alguien es posible soportar sus debilidades y errores,
incluso sus enfermedades y su envejecimiento, y dar calabazas al sustituto más
joven y más atractivo; la idea de que por amor a alguien puede uno vencerse y
hacer pequeños sacrificios, aunque sean, esta idea apenas se le ocurre ya a nadie y
es considerada francamente absurda. En la orientación matrimonial, ningún
terapeuta puede argumentar que los dos esposos renuncien por amor mutuo al
inconveniente que los separa; sólo conseguiría que se burlaran de él.

Sin embargo, esta incapacidad para hacer algo por amor al otro, esta falta de
compromiso en la relación íntima, es el marco externo y adecuado del cuadro de
vacío interno, falta de amor, soledad, y vaciamiento de la sexualidad...

¿Cómo es posible que los jóvenes, precisamente los jóvenes, con su impulso, su
fantasía y su capacidad de entusiasmo y con su desbordante emotividad tengan
una actitud tan sombría e innatural hacia la vida en común? ¿Se debe a errores de
educación el que no hayan aprendido a amar? No sólo a eso, pero...

Hay padres que llegan al consultorio psicológico y preguntan: «Cómo puedo ayudar,
proteger, preservar, ilustrar, cómo puedo evitar lo peor a mi hijo o a mi hija, cómo
puedo hacerles comprender lo mejor y, en definitiva, qué es lo peor y qué es lo
mejor?». Se trata de problemas que no tienen una solución fácil y global, que ni
siquiera pueden resolverse partiendo sólo de la ciencia, sino que en última instancia
siempre son también problemas de conciencia.

¿Qué puede ofrecer, pues, la psicología a una pedagogía sexual sana? Me temo que
muchas, muchísimas cosas contradictorias; no obstante, quiero contraponer una
breve síntesis de los determinantes de una sana capacidad de amor a lo que se
halla por encima de toda determinación, lo «surgido» a la voluntad.

B) Educación para el amor

La educación sexual, como cualquier proceso educativo, no empieza con la


pubertad, sino ya con el primer aliento del niño, lo mismo que el aprendizaje de los
tipos de comportamiento social. Y lo que podríamos llamar «la capacidad para una
feliz relación amorosa» debe comenzar a germinar muy pronto, ya en la relación
madre-hijo. Cuando el niño toma el pecho de la madre, cuando es mecido en sus
brazos, cuando recibe caricias durante la lactancia y la primera niñez, está siendo
programado para una posterior emotividad y vida en común armónica. Durante
mucho tiempo se ha ignorado la importancia de los primeros días, semanas y
meses en la vida de un niño; se creía que más tarde se podían recuperar muchas
cosas; pero pronto se tropezaba con los límites de lo realizable. Hoy se sabe que
hay en la primera infancia etapas de gran plasticidad en las que deben aprenderse
ciertos tipos de comportamiento que, de lo contrario, no se aprenderán nunca;. Nos
encontramos ante un problema muy serio, que no se puede ignorar. No se trata de
frustraciones «reprimidas» de la primera infancia, sino de auténticas carencias de
aprendizaje, que apenas pueden repararse.

Durante la lactancia y la primera niñez, la madre, la madre feliz, equilibrada y


cariñosa, es indispensable para que el niño se desarrolle psíquicamente sano.
Innumerables datos concretos muestran que los dos o tres primeros años de vida
representan etapas de moldeamiento de gran trascendencia. Así, por ejemplo, el 98
% de las madres llevan instintivamente a sus hijos recién nacidos con la cabeza
apoyada en el brazo izquierdo, y se ha comprobado que los bebés pueden así oír
algo los latidos del corazón de la madre, lo cual los tranquiliza y les hace sentirse
protegidos. Si falta el ruido de los latidos del corazón, porque los bebés están en su
camita en la casa-cuna, donde raras veces los cogen y los toman en brazos, falta
también ese apaciguamiento de la sensibilidad, y no raras veces la consecuencia es
una posterior inestabilidad afectiva. O se ha comprobado que los lactantes y niños
pequeños negros casi nunca gritan, en contraste con los de nuestro círculo cultural.
Las madres negras, como se sabe, llevan siempre a sus bebés unidos a su cuerpo
con paños, y se supone que este contacto físico constante con la madre es decisivo
para que los bebés rengan una emotividad mucho más equilibrada y estable que los
nuestros La investigación de los primeros procesos de aprendizaje del niño ha
descubierto otras muchas dependencias del niño respecto de la madre; tanto el
reconocimiento y la respuesta de la primera sonrisa y de los signos fonéticos como
la interpretación de las interacciones sociales más simples dependen de la primera
relación madre-hijo, que más tarde será decisiva para la disposición de ánimo y
para la capacidad de compromiso y de amor del niño o del adolescente. Cuanto
mayores son el aislamiento y la distancia entre el lactante o el niño pequeño y su
madre, más graves son las consecuencias para la vida posterior y para el posterior
comportamiento sexual y conyugal. esta afirmación es de gran importancia en
nuestra época altamente industrializada, con su movimiento de emancipación de
las mujeres y las madres.
Transcurrida la etapa de moldeamiento de la primera infancia, es esencial otro
componente de la educación, especialmente de la educación sexual: una familia
intacta. Ahora, también los padres pasan a ser importantes, incluso sumamente
importantes, porque el niño, a partir del segundo o tercer año de vida, empieza a
percibir la relación entre el padre y la madre y —cosa que tiene a su vez una
importancia decisiva— a aceptarla como modelo. La forma en que el padre y la
madre hablan entre sí («se comunican»), se ríen o discuten, se tratan con cariño o
se pelean, la absorbe, por así decir, el niño con la respiración, actúa como modelo,
porque representa una realidad natural que el niño acepta sin plantearse ningún
interrogante: es «así y no de otro modo». En base a esta constataci6n se están
poniendo de moda entre nosotros los «marsupios», cuyo uso es muy recomendable.

La sana educación sexual del niño incluye necesariamente la relación de los padres
entre sí, que nunca queda oculta a los ojos del hijo. Aquí hay que incluir las palabras
amables, los gestos cariñosos, las pequeñas caricias entre los padres, el respeto
mutuo, la tolerancia y la comprensión mutua, así como el intercambio de besos y
miradas, el apretarse manos o acariciarse las mejillas. La educación sexual no se
limita a la ilustración del hijo adolescente; una auténtica relación de amor no puede
explicarse con palabras:es preciso verla vivida por alguien, verla vivida por los
padres; éste es el factor más importante en todo el conjunto de problemas relativos
a la pedagogía sexual.
El modelo es uno de los tres pilares básicos de la teoría del aprendizaje para fijar los
tipos de comportamiento aprendidos socialmente, y el modelo de los padres y,
luego, el de otras personas de referencia podría interpretarse como el
remoldeamiento del niño o del adolescente con respecto a su propio
comportamiento futuro. A estos fenómenos de moldeamiento se añade el estilo
educativo de los padres, que es también de importancia capital para la posterior
«ética sexual» del niño. Sin la pregunta por el mejor estilo educativo es impensable
el asesoramiento en problemas de educación; por eso, quiero exponer algunas
ideas al respecto. En lo que se refiere a la educación de los hijos, soy en principio
partidaria resuelta de lo que yo llamaría «preparación para la vida». En efecto, si
somos honrados, debemos admitir que, en el fondo, los padres no pueden hacer por
sus hijos mucho más que proporcionarles un punto de partida, tan bueno como
quepa, para la vida; todo lo demás se escapa a su influencia. Todo lo demás es
destino, azar, oportunidad, iniciativa personal del hijo y, en cualquier caso, no está
en manos de los padres. Si más tarde el hijo sufre una enfermedad, pasa por una
época de falta de trabajo, por una crisis económica o por una guerra, si se casa con
una persona inadecuada o tiene alguna otra desgracia..., los padres apenas pueden
impedirlo, casi siempre tienen que contemplar impotentes tales cosas. Hay
tantísimo golpes del destino inevitables, que no se comprende por qué no se trata
de impedir al menos la desgracia evitable. Y muchas cosas que los padres pueden
dar a sus hijos en la educación ayudarían a evitar dramas posteriores. Sin embargo,
como no se sabe con qué exigencias se encontrarán los jóvenes en la vida posterior
ni a qué crisis se verán expuestos, los padres sólo pueden hacer una cosa: preparar
a sus hijos lo mejor posible. Los hijos no deben tener sólo un buen punto de partida
en la vida; deben estar armados para todas las dificultades que les sobrevengan,
preparado para cualquier posible situación que deban afrontar.

No podemos mantener a nuestros hijos alejados de los problemas que les


sobrevendrán con toda seguridad; pero lo que sí podemos hacer es dar a los hijos la
fuerza necesaria para hacer frente a los problemas. Los problemas de la sexualidad
son sólo una pequeña parte de los problemas a que deberá hacer frente todo jo ven
y la educación sexual sana es sólo una pequeña parte de la preparación para la vida
que los padres deben dar a sus hijos, pero tiene una estrecha conexión con la
actitud ( fundamental del estilo educativo, que a su vez marca la pauta para el
posterior control emocional de la vida.
En mi consulta veo con frecuencia hijos que son educado como si nunca fueran a
crecer. Se les quita en lo posible cualquier trabajo, cualquier responsabilidad;
pueden hacer todo el día lo que les plazca, vagar por la calle, pasan las horas ante
el televisor, y reciben pagas demasiado elevadas y golosinas en cantidades
excesivas. Todo esto forma parte del mismo estilo educativo; de ese estilo
educativo forma parte también que los padres apenas procuren mantener una
conversación seria con su hijo, prestar atención sus intereses u ocuparse
activamente de su hijo: jugar, trabajar, pasear u oír música con él.

Ciertos padres suelen pensar que sus hijos aprenderán todo en el colegio o que se
dedicarán a algo cuando están aburridos; esos padres dejan a sus hijos demasiado
abandonado a sí mismos, los mantienen artificialmente en una especie de letargo
mediante el juego y los integran muy poco en la vida real. Los hijos se hacen
mayores y un día se encuentran en un mundo en el que no saben orientarse.
Ha terminado la época del colegio y tienen que estar todo el día trabajando en la
oficina, de pie en la tienda o ayudando como aprendices: ya no se les «regala»
nada. Al contrario, reciben un sueldo insignificante y nunca han aprendido a
administrar el dinero; en lugar de juegos hay lucha competencia, horas
extraordinarias, supervisiones y palabras impacientes de los jefes; y como no han
aprendido a hablar francamente con los padres, no buscan su consejo y se
encuentran de repente solos en un mundo para el que no están preparados, para el
que en realidad nunca han sido preparados.

Algo análogo puede decirse de la educación sexual sana; también en este terreno
es decisiva una preparación conveniente para la vida. Tal preparación incluye no
sólo un conocimiento suficiente de las funciones sexuales («ilustración»), sino sobre
todo una ética sexual sana: conocer laresponsabilidad de cada miembro de la
pareja hacia el otro y la responsabilidad frente a la vida propia y a la que va a
surgir. En nuestra época se ha resaltado suficientemente la ilustración; pero el
panorama es triste por lo que respecta a la ética sexual sana. ¿Acaso se cree
realmente que los hijos, como preparación para su vida posterior, sólo necesitan las
informaciones médicas correspondientes y que esto basta para la capacidad de
amar? Yo creo más bien que sólo en un porcentaje mínimo de los jóvenes (y
adultos) que fracasan en su sexualidad o en una relación íntima, tal fracaso se debe
a falta de conocimiento de los procesos sexuales. Cuando las informaciones de los
padres han sido insuficientes, los hijos han buscado sus conocimientos en cualquier
otra parte; pero hoy están informados casi todos los jóvenes de nuestra sociedad.
Lo que provoca los incontables problemas sexuales es la actitud errónea ante la
sexualidad y ante la pareja como «objeto sexual», una visión insana del mundo, una
trágica visión del mundo, la visión del propio provecho y del consumo. Pero esta
visión del mundo es producto del mismo estilo educativo que la visión del trabajo
bajo la óptica del menor esfuerzo posible o que la visión de las horas libres que se
matan sin encontrar nada que les dé sentido.

Si dejamos a los niños en un estado de letargo provocado por el juego, no debe


sorprendernos que de mayores rehúyan el trabajo productivo, se pasen las noches
sentados en la taberna o en el salón de juego o dormiten indiferentemente ante el
televisor y, en el fondo, consideren absurda su vida. Y si en lo que respecta a la
educación sexual nos limitamos a proporcionarles una información suficiente sobre
la estructura y la función de los órganos sexuales, no debemos sorprendernos de
que, cuando sean jóvenes, la utilicen de forma indiscriminada e irresponsable,
porque no pueden ver en el sexo otra cosa que breves momentos de placer.

No han podido aprender que la sexualidad es sólo una de las muchas formas de
expresión del amor, y que para una auténtica unión interna se requieren también
otras muchas formas de expresión, entre las que ésta no es siquiera la más
importante. No han aprendido a pensar en la pareja, sino sólo en sí mismos! Y las
consecuencias son, como siempre, niños no deseados, matrimonios precipitados,
abortos, conflictos conyugales y una cifra de separaciones que es deprimente
Lo que es urgente, por tanto, en fenómeno de la educación es formar la capacidad
de amar del niño y su conciencia de responsabilidad. Aquí se toma la venganza, el
olvido de la «autotrascendencia» en el concepto de hombre de la psicología y la
pedagogía actuales. Porque, como Frankl señala insistentemente una y otra vez,
hoy se ve en el hombre un ser que, ante todo, satisface necesidades e impulsos, en
lugar de un ser que, en virtud de su autotrascendencia, e rebasa a sí mismo en
busca de tareas que debe realizar en el mundo o en busca de otras personas, entre
las que elige su pareja. En opinión de Fraokl, lo inhumano de este concepto de
hombre es que, para un ser que se limita a satisfacer necesidades, el mundo
entero, incluidas las otras personas, sólo representa un simple medio para un fin:
bien para calmar los instintos o bien para satisfacer las propias necesidades; en
cualquier caso ya no se ve al hombre como alguien que está al servicio de una
causa porque tiene un sentido, o que ama a su pareja porque es digna de amor: no;
ya no se sirve a las causas por sí mismas y ni se ama a la pareja ya por sí misma,
sino que todo queda degradado al nivel de un simple medio para satisfacer las
propias necesidades. Ciertamente, esta actitud puede observarse una y otra vez;
pero es siempre expresión de una neurosis profunda, y esta neurosis es la
consecuencia de la pérdida de la autotrascesdencia. Cuando expongo a los padres
este planteamiento, me preguntan qué pueden hacer ellos. La respuesta es:
jMucho, muchísimo! Si el niño vive mucho amor en la familia en que se desarrolla,
más tarde llevará mucho amor a su propia familia. La base más importante es el
modo de la conversación entre los padres. Para una unión buena y estable de dos
personas se requiere —más aún que una buena relación sexual— una cosa: el
respeto al otro. En las muchas pequeñeces cotidianas que comentan el padre y la
madre hay una diferencia importante: que ese intercambio de ideas siga estando —
aunque los dos lleven muchos años casados— presidido por el respeto mutuo, o no.
Las frases despectivas entre los padres («cállate, tú no entiendes de esto», o «esto
no es cosa tuya», o «deja de decir tonterías», y otras expresiones que rebajan la
persona del otro) son el peor veneno para cualquier pareja, y ese veneno se
transmite a los hijos. No nos engañemos, los niños son muy sensibles a las
displicencias y desprecios entre las personas y toman partido inmediatamente.
Cuando se sostienen repetidamente peleas matrimoniales delante de los niños,
éstos aprenden para más tarde que al cónyuge se le puede decir todo a la cara sin
escrúpulos, que no hay por qué dominarse delante de él. Es decir, aprenden que
hay que ser más educado y más respetuoso con la vecina que con la esposa, o que
al vecino no se le puede regañar como al esposo. Una vez que han aprendido esto,
su capacidad de amar queda notablemente debilitada: una vez casados, superarán,
quizá, los problemas que surjan durante la noche en las relaciones sexuales; pero
es dudoso que puedan superar los problemas de la vida diaria en casa. El amor
debe vivirse previamente; volvemos a la importancia del modelo de los padres: el
amor no se puede transmitir con palabras. Amar no significa ceder en todo; pero
cuando surgen discrepancias entre los padres, es preciso buscar un arreglo
respetando al cónyuge, y no se debe herir la dignidad del otro, sobre todo en
presencia de los hijos.
Un joven asistía al grupo del consultorio psicólogo. Un día vinieron sus padres a
buscarlo, pero tuvieron que esperar un poco en la antesala; durante la espera
surgió una disputa entre ellos. Al oírla, el joven salió de la sala de terapia, corrió
hacia sus padres y empezó a chillarlos. Yo puse fin a esta escena pidiendo a los tres
que vinieran a mi despacho. «No sé de qué discuten», les dije, «pero les voy a hacer
una propuesta: continúen su conversación delante de mí, pero observando ciertas
reglas de juego. Sentémonos alrededor de la mesa. Yo no voy a intervenir; me
limitaré a actuar de control automático. Tendré una linterna en la mano y la
encenderé cuando uno de ustedes diga algo que hiera la dignidad de otro. Cuando
se encienda la linterna, el que esté hablando tendrá que repetir la idea que acaba
de exponer, pero esta vez la expondrá sin ofender al otro. Después continuará la
conversación normalmente. Nunca hablarán dos al mismo tiempo, y la regla de la
linterna será igualmente válida para todos. ¿Quieren intentarlo?».La familia no
comprendió del todo la finalidad de tal ejercicio; pero aceptó practicarlo. Al
principio, la linterna se encendió con mucha frecuencia, porque ninguno de ellos
estaba acostumbrado a guardar las formas adecuadas al hablar. Y precisamente la
forma era lo que había que respetar en aquella conversación: el contenido quedaba
al arbitrio de cada uno. En la conversación se pronunciaron frases como éstas:
[Señora]: «Es vergonzoso que me exijas eso. ¿Quién te crees que eres...?». Se
encendió la linterna y tuvo que repetir: «Sí, bueno..., no me parece del todo justo
que me exijas tanto; nadie puede estar al cien por cien...». Sopesar constantemente
cuándo es oportuna la señal y reaccionar con rapidez requiere mucha concentración
por parte del terapeuta; pero ayuda extraordinariamente a las personas a
autocontrolarse y encontrar un arreglo. A la media hora, los miembros de esta
familia podían hablar entre sí sin herirse unos a otros. Sólo entonces averigüé poco
a poco de qué había tratado la pelea; pero de repente eso dejó de parecerles
importante a los participantes. Rápidamente se pusieron de acuerdo en una
solución. Cuando las pregunté si podían irse tranquilos a casa, la señora sonrió e
indicó tímidamente que en casa podrían necesitar muchas veces una linterna que
se encendiera en el momento oportuno.

CASO n.° 13:

Para la formación de la capacidad de amar del niño es esencial, además del respeto
a la pareja, la sensibilidad frente a la naturaleza y los seres vivos.
Los niños no deben andar con los ojos cerrados, sino que desde un principio han de
experimentar y sentir la belleza que nos rodea en la naturaleza. No es ninguna
vergüenza arrodillarse con un hijo en un bosque ante una flor y admirar juntos sus
colores o escuchar el crujir de las hojas por el viento, el zumbido de las abejas, la
brisa del verano. Los niños orientados desde el principio hacia una actitud
excesivamente consumista pierden la capacidad para una verdadera experiencia.
Siempre desean algo; no pueden pasar por delante de una tienda de juguetes sin
que les apetezca algo del escaparate; ni siquiera pueden pasar un rato sobre el
césped sin echar de menos el transistor o el televisor portátil: nada les produce
verdadera alegría. ¡ Qué pobres son! Muchas veces la única atención que han
aprendido a prestarle a la naturaleza es de carácter destructivo: de pequeños
cazaban escarabajos o los pisoteaban por diversión, arrancaban las alas a las
moscas y cogían flores donde quiera que las encontraban.

CASO n.° 14:

Un niño de nueve años me contó una vez que, mientras sus padres trabajaban
durante el día, él se dedicaba a vagabundear. «Qué haces? ¿No te aburres?», le
pregunté yo. «Cuando me aburro, cojo un palo y me pongo a matar abejas», me
contestó.
Son niños que se han habituado a destruir, sin haber aprendido a descubrir la
belleza de la naturaleza. Estos niños se hacen mayores, maduran, establecen
contacto con el otro sexo, ¿y cómo tratan a esas criaturas de la naturaleza, a su
pareja sexual? Yo me temo que las traten del mismo modo: quieren utilizarlas,
poseerlas, disfrutarlas..., pero son incapaces de amarlas. El elemento destructivo de
su educación hace que rompan fácilmente los compromisos y desechen a las
personas como si fueran juguetes que se intercambian cuando dejan de estar
completamente nuevos.

La formación de la capacidad de amar es absolutamente imprescindible para una


educación sexual sana, lo mismo que la educación para la responsabilidad. Los
padres suelen prevenir a las chicas contra los peligros de una relación sexual sin
protecciones; pero ¿hablan también con sus hijos adolescentes de la gran
responsabilidad que tienen con su pareja? ¿No sería una paradoja causar
dificultades y hacer sufrir a la persona que se ama? La comprensión mutua,
juntamente con una alta conciencia de responsabilidad y un auténtico afecto, es
incomparablemente más importante que la más interesante técnica sexual y los
breves momentos de embriaguez en una existencia en el fondo insatisfecha. Esta
concepción deberían transmitirla los padres, pues de su estilo educativo depende
que la concepción de sus hijos sea rica en valores internos o vacía y
desconsoladora. Los padres suelen creer que tienen todavía mucho tiempo, pero en
realidad no tienen tanto tiempo, para modelar las actitudes sanas de su hijo.
Prácticamente sólo tienen el tiempo que media entre la infancia y la pubertad. Es la
época en que se imprime el estilo educativo, la época en que el hijo acoge los
impulsos procedentes de sus padres, los interioriza y los incorpora a su propia
personalidad. Ya en la pubertad, en la época de la emancipación de la casa paterna
y de la independización de los jóvenes, se critica todo y se pone en duda lo que
procede de los padres. Entonces es demasiado tarde para poner las bases de una
sana concepción del mundo. Tales bases deben existir ya, y el niño tiene que haber
asimilado, como si lo hubiera sorbido con el aire que respiraba en la infancia,
valores como el «amor a la naturaleza», la capacidad de amar, la conciencia de
responsabilidad, etc.; así le parecerán tan evidentes que no los desechará con
facilidad en la pubertad.

Las actitudes del niño frente al trabajo, el tiempo libre, la sexualidad, su futura
pareja y la vida en sí tiene que haberlas consolidado ya el educador cuando el niño
entra en la pubertad; de lo contrario, nunca influirá en ellas. Y tal es la
responsabilidad de todos nosotros: preparar a los jóvenes para la vida, en la medida
de nuestras fuerzas, mientras hay tiempo, y darles una concepción axiológica y una
visión del sentido de la existencia suficientemente sólidas para soportar las
«tormentas» de la madurez y para facilitar al hombre maduro una vida satisfactoria
y llena de sentido.

En consecuencia, se pueden distinguir tres moldeamientos básicos de la posterior


concepción de los jóvenes del amor y la sexualidad: a) la etapa de moldeamiento de
la primera infancia, en la que es decisiva la relación madre-hijo; b) la etapa de
moldeamiento posterior que se podría llamar secundaria, en la que actúa el modelo
de la relación de los padres entre sí; y c) el moldeamiento global de la concepción
del mundo en la infancia por el estilo educativo de los padres.¿Y qué se sigue de
todo esto? Si los jóvenes han recibido ya una impronta insana, si la primera relación
madre-hijo estuvo perturbada, o si el modelo de los padres fue desafortunado o
faltó totalmente, si el estilo educativo fue limitado o tuvo acentos erróneos, ¿qué
pasa entonces? Optemos por luchar, intentemos superar el determinismo,
démosles, por todos los cielos, una oportunidad a estos hijos abandonados de una
sociedad del despilfarro que tira los ideales como bolsas de papel y desecha a las
personas como artículos de consumo, cuando dejan de ser útiles.¿No queda, a
pesar de toda la reprograrnación, un poco de margen para desarrollar y cultivar la
personalidad según la voluntad propia? El logoterapeuta dice que «sí», pero la
mayoría de las conclusiones de las ciencias naturales son poco alentadoras a este
respecto.

Así, por ejemplo, tiene una importancia decisiva la herencia, pero no sólo la
herencia de los padres o abuelos, sino también toda la herencia de tipos de
comportamiento de la especie entera. Cuando hoy paseamos solos por un bosque
tenebroso, nos resulta sospechoso cualquier crujido de las ramas y cualquier rumor
de las hojas, porque para nuestros antepasados de la edad de piedra podían
significar la proximidad de animales salvajes, y hoy temblamos como ellos al oír
unos pasos, aunque no se aviste ningún peligro. También éstos son tipos de
comportamiento aprendidos, sólo que no los ha aprendido el individuo, sino la
especie entera, y ello en un proceso de aprendizaje de muchos milenios. Otra
limitación indudable de nuestra ilusión de libertad reside en la estructura y la
capacidad funcional de nuestro cerebro. La más pequeña lesión o alteración de este
órgano altamente complicado entraña consecuencias irreparables en el plano del
comportamiento; así, un niño con una disfunción cerebral no puede actuar de un
modo controlado o estudiar mejor, del mismo modo que un borracho no puede
caminar derecho, aunque quiera. Y también el medio educativo es una enorme
limitación de nuestra ilusión de libertad, como he expuesto. Herencia, cerebro y
medio educativo son factores determinantes indudables. ¿Queda margen para la
libertad? Los jóvenes con taras hereditarias (hijos de prostitutas, de padres
alcohólicos, etc.), los jóvenes con lesiones que requieren tratamiento hospitalario,
los jóvenes privados de la relación madre-hijo, del modelo de los padres y de todos
los requisitos para un comportamiento social sano, los jóvenes con lesiones
orgánicas necesitados de enseñanza especial, retrasados en el desarrollo de su
madurez, pero muy desarrollados físicamente, inquietos y desinhibidos, o los
jóvenes de un medio familiar catastrófico, en el que están a la orden del día las
peleas, la brutalidad e incluso las violaciones nocturnas y los delitos criminales,
todos estos jóvenes, mal desarrollados, mal dirigidos, mal orientados, ¿cuentan
todavía con un margen de libertad para su curación y normalización? ¿Tienen
todavía, con o sin ayuda ajena, la posibilidad de reorientar mejor su vida y darle un
sentido con su propio esfuerzo y su firme voluntad? ¿O son víctimas irremediables
de sus circunstancias?
En un simposio sobre el «Libre albedrío» celebrado hace algunos años, Paul Weiss,
perteneciente a la universidad Rockefeller de Nueva York, intentó esbozar,
basándose en ciertos paralelismos entre la física y la biología, un determinismo
llamado determinismo por estratos. Señaló que, en la perspectiva de las ciencias
naturales, no puede negarse un macrodeterminismo, puesto que los grandes
conjuntos del acontecer natural se desarrollan según una orientación causal en una
cadena infinita de causas y efectos, tanto en el mundo animado como en el
inanimado, lo mismo en el hombre que en el resto de los seres vivos. Sin embargo,
dijo Weiss, este determinismo no parece regir en la microesfera de la vida, ya que
en las esferas más pequeñas siempre queda un margen para las variaciones que, al
parecer, permanece abierto al azar sin ningún tipo de preprograrnación. El lo
formuló literalmente así: «Yo podría demostrar sin más la validez de este principio
de la determinación en lo grande, pese a que, prácticamente en todos los niveles y
todos los campos de las biociencias está probada la indeterminación en lo
pequeño». Y a continuación presentó una serie de pruebas. Para nosotros los
psicólogos es interesante, en cualquier caso, la conclusión de que incluso en los
sistemas biológicos más primitivos, hasta en las plantas y los animales más
simples, existe una microesfera de desarrollo libre y no determinado. Con mayor
razón habrá que reconocer que el hombre, en su actual fase de desarrollo, posee
una microesfera de libertad, a pesar de toda su macrodeterminación!

No podemos elevarnos de repente por los aires y volar, aunque queramos:


estamos macrodeterminados por la estructura de nuestro cuerpo; no podemos
aparecer siempre tranquilos y sosegados,si tenemos un temperamento muy
nervioso y vehemente: estamos macrodeterminados por nuestras disposiciones
hereditarias; no podemos actuar sin sentimientos de culpabilidad de modo brutal y
cruelmente si hemos sido educados para pensar socialmente y para amar al
prójimo: estamos macrodeterminados por nuestra educación. Pero en la
microesfera hay innumerables situaciones en las que, a pesar de todo, podemos
decidir libremente, y éstas son las decisiones más importantes en nuestra vida,
aunque versen «sólo» sobre cosas pequeñas.

Podemos pasar de largo ante alguien con cara huraña, o dirigirle una sonrisa de
aliento; podemos esforzarnos por ser más o menos comprensivos, criticar a otras
personas con más o menos ligereza, ceder a las debilidades propias con más o
menos resistencia; ustedes pueden leer este libro hasta el final, o dejarlo a un lado
sin terminar de leerlo.

La misma ciencia, cuya verdadera aspiración ha sido siempre demostrar la


existencia de una determinación descubriendo relaciones causales, se inclina hoy a
prescindir del determinismo absoluto, que debería extenderse también a la
microesfera, y a asignarle al hombre un margen de decisión y de voluntad que,
aunque limitado, está a su libre disposición. Un libre albedrío en las cosas
pequeñas. Por tanto, si los psicólogos tenemos que enfrentarnos en nuestro trabajo
con jóvenes que están dañados por algún factor y han recibido una impronta más
bien negativa, no podemos cambiar nada de eso: se trata de
rnacrodeterminaciones. El psicoterapeuta tiene que aceptar en su cliente los
factores negativos del pasado, no puede hacer que no hayan sucedido; los
«desentierra» en la conversación o los pase por alto en silencio, debe incluirlos
siempre en su cálculo terapéutico. Sabemos que nuestros pacientes y clientes están
determinados en la macroesfera, lo mismo que nosotros, y no debemos cerrar los
ojos ante esos factores determinantes. Cuando tenemos casos en los que influyen
taras hereditarias, deficiencias orgánicas, daños producidos por el entorno, familias
destrozadas, influencias de drogas, lesiones cerebrales o abandono y
hospitalización en la primera infancia, nosotros no creemos que podamos solucionar
estas cosas y devolver la normalidad al cliente con un par de conversaciones, con
muy buena voluntad y un poco de psicoterapia. Nuestras oportunidades y
posibilidades están sólo en el pequeño margen libre en el que las personas pueden
tomar sus propias decisiones, independientemente de todo lo que ha pasado,
apoyándose en su propia personalidad individual. Pero no me gustaría que alguien
menospreciara o subestimara ese «sólo», ya que también dentro de este pequeño
margen se pueden mejorar muchísimas cosas. ¡También con muchos pasos
pequeños se puede recorrer a veces un camino relativamente grande! En
ocasiones, prestando una ayuda insignificante en lo pequeño, se consigue incluso
un cambio en lo grande. Esas son las horas estelares de la vida psicoterapéutica
cotidiana.

También los jóvenes que vienen a vernos con sus problemas sexuales, sus deseos,
intenciones e ideas inmaduras conservan cierta libertad de decisión, alguna
posibilidad de modificar su pensamiento y su acción, aunque todo hable en contra,
aunque haya faltado la importante relación madre-hijo, aunque haya fracasado en
la infancia el influyente modelo de los padres, aunque tengan que echarse a ciegas
en los brazos de un amante para recuperar el calor y el cariño que les ha faltado,
aunque ya no sean capaces de una verdadera unión humana porque su
comportamiento emocional y social está seriamente dañado y mal desarrollado,
aunque las condiciones sociógenas del entorno los hayan sumido en el torbellino de
la inflación sexual. La dimensión espiritual del hombre, mientras es capaz de actuar,
conserva siempre un poco de apertura, de capacidad de juicio, de autocontrol, una
oportunidad de trabajar en uno mismo y, a pesar de todas las influencias negativas,
de cambiar el propio yo y de mejorar la vida. Nosotros debemos aferrarnos a eso,
otorgar mentalmente esa oportunidad a todos los pacientes y a todas las personas
que buscan consejo: No podemos desahuciar a nadie como un caso desesperado.
Este «credo terapéutico» de la logoterapia es en realidad más importante que la
más refinada técnica de conversación psicológica. Si el que busca consejo siente
que no sólo nos esforzamos por comprenderlo y prestarle ayuda, sino que también
creemos que es capaz de cambiarse a sí mismo, de salir por sus propias fuerzas del
dilema en que está metido, tenemos una base de conversación completamente
distinta que si, basándonos en su historia anterior, nos resignamos de antemano a
creerlo incapaz de un comportamiento no viciado y nos limitamos a los consejos de
costumbre.

Uno de los requisitos más difíciles en el psicoterapeuta es que debe saber y creer al
mismo tiempo: por un lado debe saber bajo qué condiciones e influencias cambia
una persona, observa un comportamiento perturbado, es peligrosa para sí misma o
para el entorno, o incluso está perdida casi irremediablemente para la vida social;
por otro debe creer hasta el final en esa misma persona, en su dignidad humana, en
su libertad de decisión, aunque limitada, en su capacidad para reeducarse y hacer
frente a sus determinantes mediante un acto de voluntad. Recordemos las palabras
de Goethe: «Si uno ve al hombre como es, lo hace peor; en cambio, si lo ve como
debe ser, lo transforma en lo que puede ser». Recordemos las ideas que sobre los
procesos feedback de tipo espiritual nos ofrece la logoterapia. ¿Para qué sirve toda
la psicoterapia exploratoria si comprueba los determinantes y deja al paciente en su
determinación? Sólo mediante un cambio de actitud se puede liberar al paciente de
sus determinantes en alguna medida, en la mínima medida indispensable para que
no se abandone a ellos totalmente.

A los jóvenes les gusta la oposición; pero deben oponerse a su destino


desfavorable, a los factores negativos de su entorno. Los padres de un joven
tuvieron a éste quizá demasiado pronto, en años inmaduros, lo trajeron al mundo
sin desearlo ni quererlo; luego no supieron qué hacer con él y le hicieron pasar por
casas de familiares y conocidos. ¿No es razón suficiente para que el joven vuelva a
hacer lo mismo? Aquí deben emplear los jóvenes su oposición: deben oponerse al
modelo negativo cuando comienza a influir y deben formar el firme propósito de
proceder de un modo distinto y mejor. Y deben tener la certeza de que pueden
hacerlo mejor y no transmitir la desgracia; esa certeza es algo que deben encontrar,
al menos, en el psicoterapeuta. Algunos jóvenes no encuentran en su propia casa
suficiente calor, amor y comprensión y quieren escaparse y recuperar en la cama,
con el amigo o con la amiga, lo que añoran. 1Qué absurdo evadirse de unas
relaciones faltas de cariño y abandonarse a unas relaciones desconocidas, quizá
menos cariñosas todavía! También aquí hay que despertar en los jóvenes la
voluntad de no entablar unas relaciones nuevas y desconocidas antes de
comprobar si se dan en ellos mismos y en la pareja elegida, que tanto buscan, un
amor y un afecto estables.

No se puede rechazar de un modo general una convivencia temprana entre


personas jóvenes; lo que importa es siempre el grado de desarrollo de la relación
personal entre los dos y el grado de madurez de los jóvenes para tal relación. Por
eso considero muy importante incluir también a la pareja en las conversaciones
terapéuticas. Sus respuestas permiten al terapeuta sacar algunas conclusiones;
además, el que busca consejo aprende a conocer mejor al amigo o a la amiga en
estas conversaciones con un tercero. Las represiones de grupo son hoy enormes. Se
pierden jóvenes con experiencia, y es casi una obsesión la necesidad de demostrar
la propia potencia. Todas estas circunstancias pueden señalarse y explicarse en la
conversación terapéutica, con lo cual se opera una vez más con el «poder de
contradicción del espíritu». ¿Quieren los jóvenes ser animales gregarios, deben
dejarse llevar por la masa, no tienen voluntad propia, un poco de libertad de
decisión, una huella de individualidad?
En estas conversaciones entre tres personas puede recuperarse en los jóvenes
mucho de lo que han descuidado los padres, puede ponerse en marcha un proceso
de maduración que quizá llegue a sobrepasar la microesfera en que actuamos
normalmente. Con frecuencia es posible también hacer venir a los padres e incluso
asignarles una función secundaria. Muchos padres dejan a sus hijos hacer lo que
quieran en todo y descuidan proporcionarles una orientación axiológica sana.
Tampoco sirve de nada que los padres se aferren a una rígida actitud de oposición
frente a sus hijos adolescentes, pues con eso sólo consiguen lanzarlos
prematuramente a vivir su propia vida.

Mientras se da una relación medianamente buena entre los padres y los hijos, los
padres pueden hablar con ellos sobre la vida en común y la sexualidad, sobre
preservativos y profilaxis y sobre una planificación razonable de la vida y la familia.
Esto resulta más difícil en el caso de los niños de centros infantiles, los cuales
carecen por completo del modelo de la relación de amor entre el padre y la madre.
Por su pobreza interna, están más vinculados al entorno, se guían mucho por el
grupo, por los de su misma edad, que todavía son inmaduros e ignorantes. Son a
veces las víctimas típicas de la inflación sexual; pero también ellos, incluso en esas
condiciones desgraciadas, conservan un pequeño margen de libre desarrollo de la
personalidad, gracias al cual puede comenzar algún día un proceso tardío de
maduración; por eso también en el caso de niños de centros infantiles son muy
importantes las conversaciones terapéuticas sobre el tema de la sexualidad.

CASO n.° 15:

Unos padres me telefonearon desesperados al consultorio. Su hija de diecisiete


años había entablado relaciones con un yugoslavo y quería irse a vivir con él.
Descuidaba su aprendizaje, no asistía asiduamente a la escuela profesional y había
retirado todos sus ahorros y, al parecer. se los había dado a su amigo. ¿Qué debían
hacer? Les pedí que trajeran a la muchacha para tener un diálogo con los tres.

Cuando llegaron, hablé primero a la muchacha en mi despacho. Su cara sombría e


insolente mostraba con bastante claridad que no quería que yo me mezclara en sus
asuntos. Le pedí que tratara de comprender que yo no era una «abogada» de sus
padres, sino que mi tarea era asesorar a todos, fueran jóvenes o padres, según mi
leal saber y entender. Luego le indiqué que, al parecer, la comunicación entre ella y
sus padres dejaba algo que desear, pues de lo contrario no se habrían visto
obligados a recurrir a una persona extraña para solucionar los conflictos que tenían.

Cuatro meses después llamé por teléfono a los padres para preguntar cómo le iba a
la muchacha. La madre me explicó que le iba muy bien, que trabajaba con
regularidad y que incluso se había separado de su amigo. «Ha descubierto que no
hacía otra cosa que explotarla», me dijo la madre. «Y desde que está en la
residencia de aprendices nos entendemos en casa mucho mejor, cuando viene a
visitarnos. Yo preparo algún plato especial, y eso la hace feliz; además, a veces me
trae algo de ropa para la lavadora. Está muy contenta de conservar a sus padres.
Gracias a Dios, hemos superado esta crisis; nuestra hija se está haciendo cada vez
más independiente». En definitiva, la muchacha ha encontrado el camino recto.

Yo no niego que nuestro trabajo terapéutico tiene unos límites. Nosotros no


podemos evitar que los jóvenes realicen el acto sexual bajo «malos augurios»,
causen embarazos no deseados e inicien así una nueva cadena de desgracias,
como tampoco podemos evitar que en nuestra época aumenten notablemente los
conflictos matrimoniales y conyugales (con o sin problemas sexuales). La ciencia, la
investigación y la realidad nos han proporcionado toda una serie de inseguridades,
el principio de la homeostasis no se ha confirmado, la ola sexual nos ha arrollado, el
modelo negativo de los padres ha influido trágicamente en cada generación
siguiente, la práctica y la habituación a una sexualidad despersonalizada han fijado
el modelo de comportamiento correspondiente, y la búsqueda desesperada del
efecto secundario «placer» ha traído consigo una inmensa frustración existencial.
La juventud de hoy está emocionalmente insegura, empobrecida, insatisfecha; las
madres ejercen una actividad profesional y ya no tienen tiempo para los jóvenes;
sus padres están sometidos al enorme estrés de mantener por todos los medios un
nivel de vida superfluo, pero muy bien visto socialmente; los bienes materiales
dominan sobre los valores inmateriales; la lucha agotadora por conseguir
propiedades, prestigio y placer debe ocultar, con mucha frecuencia, una vida sin
contenido e insatisfactoria. La lista de los aspectos negativos de nuestro tiempo
puede continuarse a gusto de cada uno; la inflación sexual es sólo una pieza
minúscula de nuestro engranaje supermoderno. Los anticonceptivos en uso no son
desde luego los ideales, pero son mejores que el aborto, aunque también éste va a
ser legalizado; a la depreciación sexual se une la depreciación de la vida humana,
Seguimos avanzando, siempre avanzando, a un ritmo vertiginoso... ¿Hacia dónde?

Aquí la ciencia no nos contesta; sólo en una mirada retrospectiva podrán las
generaciones futuras evaluar las consecuencias del proceso actual.
Por eso yo no me creo capaz de dar una respuesta satisfactoria a la pregunta,
formulada con tanta frecuencia, sobre la educación sexual sana: ¿Se puede educar
de un modo sano en una época insana? La pregunta es ciertamente provocadora,
pero quizá es más provechosa aún la respuesta, pues yo respondería
afirmativamente, a pesar de todo. Creo que es posible.

También hoy, en una época en que van perdiendo su validez las directrices
tradicionales y se vienen abajo las normas, las reglas y los dogmas, se puede
educar de forma sana, si se educa para la responsabilidad. El pequeño margen de
libertad de decisión, de fuerza e iniciativa personal que el hombre tiene siempre y
en todas las circunstancias, mientras pueda pensar humanamente, este libre
albedrío en la microesfera es nuestro único título para hablar de responsabilidad y
de conciencia de responsabilidad incluso desde el punto de vista psicológico. En
efecto, si tuviera razón el determinismo absoluto, si el hombre dependiera
completamente de sus condiciones y circunstancias, si fuera producto de la
herencia y del entorno, entonces nunca tendría la opción de comportarse bien o
mal, pues todo comportamiento sería una consecuencia necesaria de las causas
precedentes; no existiría la culpa en el ámbito humano; pero tampoco la
responsabilidad. Sin embargo, como hoy estamos a punto de superar el
determinismo absoluto en el campo científico, tenemos que volver a declararnos
partidarios de la responsabilidad. Y una actitud sana ante la sexualidad

Ha habido épocas en que los problemas de la humanidad giraban en torno a la


desgracia del hambre, en torno al problema de la esclavitud o en torno a las
guerras de religión. Hoy los problemas se centran entre nosotros en torno a los
jóvenes. Es cierto que algunos colegas están intentando últimamente, con su
«midlife crisis», hacer más atractiva para la psicología la edad media y que parece
muy normal olvidar a los «ancianos»; sin embargo, no se puede negar que los
problemas de los jóvenes —tanto los que les afectan a ellos como los que aparecen
por ellos— gozan hoy de primacía entre todos los males de nuestra época.

Los padres, los pedagogos, los médicos, los terapeutas, los ideólogos y los políticos
miran con preocupación la evolución de nuestra generación joven, esos ilusos
medio adultos, medio niños, que uno no puede tomar en serio y, sin embargo, debe
tomar muy en serio. ¿Qué les pasa a nuestros jóvenes?

Han llevado al absurdo a Freud y Adler, en cuanto que se han apropiado todos los
derechos de la sexualidad y del poder y, sin embargo, no son más felices. Apenas
existen ya los jóvenes agarrotados, inhibidos, reprimidos y cohibidos, con sus
miedos, sus sonrojos y sus complejos de inferioridad, tal como eran descritos (y, por
tanto, interpretados) antes de las guerras mundiales; la nueva generación de la
posguerra es desinhibida, arrogante, violenta, carece de conciencia moral, está en
peligro de suicidio, es adicta a la televisión y a las drogas. Al menos hoy es
frecuente etiquetar a los jóvenes con estas categorías y presentar genéricamente
sus síntomas como los de una sociedad en decadencia. Los conflictos
generacionales han adquirido proporciones gigantescas, las ideologías chocan entre
sí y la crítica mutua se manifiesta en la discordia y la violencia. Todo esto ha sido no
es otra cosa que una variante de una sana conciencia de responsabilidad.

Pero la responsabilidad es la única verdadera libertad que existe. Por eso, quisiera
concluir este tema sobre la problemática de la sexualidad con unas palabras de
Franz-Rudolf Faber, médico-jefe de una de las mayores clínicas neurológícas de la
República Federal; «El médico está llamado a aliarse con la libertad de sus
pacientes contra los determinantes del destino.»

LA MOTIVACION: UN CRITERIO NUEVO EN PEDAGOGIA

Se ha descrito hasta la saciedad, desde el anarquismo hasta el terrorismo, desde el


espectáculo de los «hippies» hasta la creciente criminalidad de la juventud, desde
las amenazas furiosas e inútiles de los padres hasta el encogimiento de hombros,
resignado y avergonzado, de las madres.

Jóvenes desquiciados, insatisfechos de sí mismos y del mundo, con ansias de


cambiar el mundo y, sin embargo, incapaces de cambiar ellos mismos... ¿Cómo se
ha llegado a esto? Los psicólogos solemos culpar a las circunstancias externas, a las
épocas de la guerra y la posguerra, a la pérdida del instinto, consecuencia del
progreso de la evolución humana, o al derrumbamiento de las tradiciones; pero
estamos menos dispuestos a conceder que nosotros mismos hemos contribuido en
buena parte a este fenómeno.

¿No hemos removido a lo largo de medio siglo los fundamentos de la educación?


¿No hemos «instruido» y sumido en la incertidumbre a miles de padres y
educadores proclamando cada década un estilo pedagógico nuevo, sin saber qué
iba a resultar de tales experimentos? ¿No hemos ofrecido —también esto hay que
decirlo alguna vez— un concepto demente de hombre, el modelo de una bestia que,
o se rige ciegamente por sus instintos, o es oprimida y explotada sin esperanza por
la sociedad y, en cualquier caso, es totalmente irresponsable y sólo merece buen
trato?

¿No hemos dado, además, un respaldo psicológico a la emancipación de nuestras


madres, proporcionando así a millones de niños un resplandeciente nivel de vida,
junto con el aislamiento y el abandono interior? ¿No hemos nutrido a esa creciente
legión de pequeños psicópatas con un tipo especial de educación a través de los
medios de comunicación, es decir, con modelos cinematográficos brutales
proyectados en los cines, hasta el punto de que invierten lo normal y lo que ya no lo
es, lo bueno y lo que deja de serlo, del mismo modo que los disléxicos invierten las
letras porque está radicalmente alterada su percepción de las formas? ¿Quién sino
los psicólogos ha confundido libertad con antiautoridad? ¿Quién sino los psicólogos
ha mezclado la pereza con las exigencias excesivas? La infancia tiene que pagar los
vidrios rotos, las padres son el chivo expiatorio ideal, y el chivo expiatorio
actualmente de moda es la sociedad entera, cuya «estructura» (qué es eso?) es
responsable de todos los males psíquicos del presente. El único cuya
responsabilidad en sentido psicológico no parece digna de discusión es el propio
hombre.

A lo largo de mi praxis profesional he visto a centenares de padres desesperados y


he hablado con ellos, y casi todos tenían una cosa en común: cada persona a la que
habían pedido consejo les había dicho algo distinto. Incluso dentro de los
consultorios psicológicos son distintas las concepciones del asesoramiento: los
consultorios psicopedagógicos de orientación psicoanalítica trabajan de distinto
modo que las instituciones partidarias de la terapia de conducta, el colegio tiene
con frecuencia distinta opinión que el asesor psicopedagógico, los puntos de vista
de los médicos no coinciden con los de los psicoterapeutas, y los hogares infantiles,
finalmente, no trabajan como uno se imagina en la praxis abierta; y los padres
están en medio, en la encrucijada de las afirmaciones divergentes de los distintos
especialistas, obligados a afrontar solos los problemas de unos hijos que les sacan
la cabeza y se ríen de sus fallidos esfuerzos pedagógicos. «Viven en otra época»,
dicen con frecuencia nuestros jóvenes al asesor, refiriéndose a sus padres, y
muchas veces el asesor asiente comprensivo para no perder la confianza de los
jóvenes, porque de lo contrario se marcharían y se reirían de él lo mismo que de sus
padres.

Lo que hace falta en tales circunstancias no es una teoría que interprete en el


sentido clásico las neurosis como traumas reprimidos en el inconsciente o como
símbolos sexuales inhibidos y complejos de inferioridad, sino orientar al joven de
acuerdo con un sentido y unos valores y educar a los padres «para que eduquen
con vistas a formar la conciencia de responsabilidad». No exageraríamos mucho si
afirmáramos que los graves males de nuestra época constituyen básicamente un
problema pedagógico, un trastorno en la educación para ser hombre, educación
que nos concierne a todos.
La generación de nuestros padres ha hecho en Alemania algo casi increíble: de un
país destruido por la guerra ha construido un paraíso económico floreciente. Incluso
las sombras del desempleo y la inflación de los últimos años han podido disiparse
un poco en el conjunto del país. Pero construir es mejor que heredar (como ha dicho
Richar Kühn, antiguo director del departamento de protección de menores y centro
de asesoramiento pedagógico de Wiesbaden), pues una construcción está orientada
a un objetivo y confiere al trabajo un sentido, mientras que el heredar no encierra
de suyo un objetivo ni un sentido, sino que, al contrario, damos poco valor a la
herencia que nos ha caído en suerte.

Nuestros jóvenes no han podido aceptar como ideal de vida comprar un piso nuevo
o el coche lujoso de los padres, y no centran en el dinero sus ideales juveniles. Yo
sería la última persona en lanzar acusaciones contra los padres; tampoco los padres
son superhombres y, en la inmensa mayoría de los casos, hacen lo que pueden por
sus hijos; si hubiera que lanzar una acusación, debería ir dirigida contra mis propias
filas. ¿Por qué mis compañeros y compañeras de profesión han silenciado a los
padres durante décadas que no hay nada tan importante para sus hijos como darles
una orientación axiológica, al tiempo que los encaminan en la vida? Todos los
estadios de la infancia y todas las crisis imaginables de la pubertad han sido
tratadas suficientemente a nivel popular, y el paso más importante de la
maduración, el momento en que el joven debe estar dispuesto a encontrar y
realizar su tarea propia y más personal en la vida, este momento crítico de la
búsqueda de un sentido en el paso a la edad adulta ha sido escamoteado a los
padres. Richard Kühn resume los síntomas de la «juventud actual» en esta
memorable frase: «Ven en la vida un don y no una tarea». Yo me avergüenzo de
que nuestra ciencia haya sido cómplice de este síntoma. Mientras cada escuela
psicológica ha desarrollado en su momento un tratado sobre la «teoría y terapia de
las neurosis», los síntomas de los tiempos han cambiado. Lo que hoy necesitamos
(y no tenemos) es una «teoría y terapia de la psicopatía» y no de la neurosis,
porque el vacío de sentido de nuestra época ha desplazado en esa dirección el
centro de gravedad de los cuadros clínicos psíquicos.
El neurótico que se rompe la cabeza y se desespera por las «tareas» que tiene que
superar ha pasado a segundo plano; ha ocupado su lugar el psicópata que exige
altivamente los «dones» que —según cree— le corresponden. ¡Cuántas veces las
concepciones de algunos especialistas contemporáneos han impedido abiertamente
el sano desarrollo de una orientación de sentido y de valores en el joven y han
fomentado indirectamente la psicopatía! Voy a enumerar sólo tres ámbitos
pedagógicos en los que esto es cierto:El primero es el ámbito del rendimiento. El
mero hecho de que una psicóloga pronuncie hoy esta palabra constituye una
osadía, pues los especialistas la han lastrado en las últimas décadas con una carga
muy negativa. Los eslóganes sobre la presión del rendimiento y la sobrecarga de los
pobres niños están tan de moda que hoy los profesores suelen temer a los alumnos,
y los padres a los hijos. Se ha inculcado a los educadores y a los niños que no deben
exigir rendimientos ni darlos. El que estudia es un empollón ridículo, el que trabaja
se pliega al sistema, el que ahorra es un miserable burgués. ¿Cómo va a
comprender el trabajo constructivo de sus padres una generación con semejante
trasfondo filosófico? ¿Cómo es posible que estos jóvenes consigan algún día gozar
con su trabajo, sentirse orgullosos de lo que están haciendo, encontrar motivos
para buscar su realización en el trabajo, en la vida profesional o incluso en el cultivo
de sus hobbies, si ha sido menospreciado hasta la ridiculización todo lo que podría
estar relacionado con algún esfuerzo humano? El segundo ámbito en que los
especialistas han causado una gran confusión con sus tesis es el concepto de
grupo. Durante un tiempo sólo había grupos sociológicos; el individuo parecía haber
muerto. El grupo manda sobre el individuo, lo somete a represiones, lo absorbe. ¡Ay
del que intente salirse de él! ¡Ay del joven que no camine con paso cansino por el
barrio con vaqueros y pelos alborotados! ¡ No está «in»! Los cigarrillos, el alcohol y,
últimamente, incluso la pertenencia a determinadas sectas, se aceptan en atención
al grupo: el que no «sale con alguien» pierde el reconocimiento del grupo; el que no
se manifiesta desfavorablemente contra las autoridades es ridiculizado en el grupo.

Las cosas han llegado tan lejos que los padres acuden a los consultorios y piden
consejo porque, extrañamente, a su hijo o a su hija les gusta la música clásica y por
eso tienen dificultades de comunicación con los de su misma edad. El que no
conoce los grupns beat y los cantantes pop más modernos no puede intervenir en la
conversación. ¡Qué absurdo subordinar todas las emociones e intereses
individuales, las disposiciones, aptitudes, opiniones y valores personales a un grupo
imaginario que sólo se compone de espíritus conformistas y sólo potencia modelos
de reacción colectivos!
Muchas veces, los pedagogos y psicólogos han recomendado a los padres plegarse
acríticamente al grupo: si todos los niños leen los tebeos de «Mickey-Mouse», ellos
no deben privar de esta literatura a su hija; si todos los de la clase ven hasta la
medianoche la película policíaca, también debe poderla ver su hijo. ¿Cómo van a
encontrar estos jóvenes más tarde, cuando se vayan desarrollando, el camino
personal de su vida, su tarea específica, su estilo propio, la llamada
autorrealización? ¿Cómo van a madurar internamente en la persona singular e
intransferible que debe constituir cada hombre, si no tienen más referencia para
orientarse que «los otros»? Mencionemos, finalmente, el tercer ámbito en que
nuestras ciencias humanas han sembrado confusiones peligrosas en el pueblo: el
concepto de libertad. La rebeldía contra la autoridad y el grito de libertad de los
jóvenes de hoy son tan poderosos como falso es su concepto de libertad. De hecho,
la libertad significa el grado supremo de responsabilidad personal y no el caos de
acciones sin escrúpulos y sin consideración a sus consecuencias. Libertad no es
hacer lo que se quiere, sino querer lo que hay que hacer. Es libre el que se inserta
en un sistema, que reconoce, y no libre el que rechaza todo sistema. En el error de
que pueden conseguir libertad debilitando a las personas que tienen autoridad,
arrojando las reglas por la borda, despreciando las leyes y saltándose sus límites,
los jóvenes han contraído muchas veces nuevas dependencias, que ni siquiera
reconocen siempre como tales. La avería del televisor puede significar una
catástrofe para un fin de semana, porque dependen tanto de él que ya no saben
qué hacer con su tiempo libre; muchas veces sólo saben qué no quieren hacer, de
qué quieren librarse: de trabajos, tareas y obligaciones. Pero la libertad real
significa la aceptación de una labor productiva, la decisión libre sobre o en favor de
algo o alguien, la ejecución de un cometido fijado por uno mismo. De esto está muy
lejos una gran parte de nuestra juventud: acepta dependencias sin advertirlas,
incluso de nuevos dirigentes de sectas, de estrellas de espectáculos o de ridículas
corrientes de moda, y su deseo de libertad se agota en manifestaciones de rebeldía
y protesta. También aquí tendrían que ofrecerse desde un principio ayudas
educativas para unir la capacidad de libre decisión con la orientación hacia un
objetivo y la conciencia de responsabilidad y para ofrecer al adolescente la
posibilidad de desplegar sus energías y ambiciones en favor de una causa
razonable. Estas son unas simples ráfagas sobre tres ámbitos importantes, en los
que los equívocos y los errores han dado lugar a un balance de graves
consecuencias. En estos mismos ámbitos se acumulan también los trastornos que
se presentan desesperadamente a los asesores educativos y a los pedagogos.Una
estadística interna, realizada durante más de cuatro años en diversas regiones de la
República Federal, refleja claramente que el primer lugar de la problemática de los
niños y de la juventud lo ocupan los problemas de contacto/agresividad, el segundo
lugar las dificultades escolares/problemas de concentración y el tercer lugar las
alteraciones en los estímulos y en la estima de sí mismo. Es arriesgado suponer las
siguientes correlaciones? errores en la esfera dificultades escolares del rendimiento
problemas de concentración errores sobre el concepto problemas de contacto de
grupo agresividad errores en la esfera alteraciones en los estímulos de la libertad y
en la estima de sí mismo
Han pasado los tiempos en que la psicología podía limitarse a unos tests, un poco
de clarividencia y un poco de adivinación. Ha quedado atrás el boom de la
interpretación de los sueños, de los análisis grafológicos del carácter y de la
adivinación de los pensamientos secretos; pero todavía se discuten el puesto y la
tarea del psicólogo. El psicólogo no se siente cómodo ni en la medicina ni en la
psiquiatría ni en la pedagogía. Y, sin embargo, podría ser el eslabón necesario de
muchas disciplinas, ya que sabe de todas ellas lo que necesita para comprender y
orientar adecuadamente, como persona total, al que busca consejo.Al psicólogo se
acude con problemas pedagógicos y con problemas médicos; en él se busca ayuda
psicoterapéutica y apoyo para una concepción del mundo. Si existe una «cura de
almas médica», según la expresión acuñada por Frankl también existe una «cura de
almas psicológica», una región fronteriza entre varias disciplinas, en la que todo se
funde en una unidad: investigación, orientación, formación, cura de almas,
educación, amor al prójimo y psicoterapia. Donde más clara resulta la necesidad de
esta fusión es en la región fronteriza del asesoramiento educativo. En efecto, los
padres del complicado mundo actual, de una época en la que ya no existe el mundo
sano de los cuentos, las leyendas y, en parte, los libros del colegio, de un mundo
caracterizado por la actividad agitada y el afán de ganar dinero, la inhumanidad y la
falta de sentido, estos padres necesitan algo más que simples «consejos»:
necesitan una verdadera cura de almas psicológica para entenderse consigo
mismos y con sus hijos. La logoterapia se define como una psicoterapia, una
filosofía y una antropología; pero en mi opinión contiene también aspectos
pedagógicos extraordinariamente valiosos. Ciertamente, no basta mostrar en toda
su amplitud el grave problema actual de la falta de sentido; lo que debe
importarnos ante todo es ofrecer a los padres y a los hijos una auténtica ayuda y,
así, detener, reducir e incluso impedir la propagación del vacío existencial a escala
mundial. Más urgentemente que todos los métodos curativos necesitamos una
psicología profiláctica, que ni siquiera ha empezado a existir, pero que sólo puede
surgir sobre la base de la orientación hacia un objetivo lleno de sentido, como la
expone explícitamente la logoterapia. La logoterapia se centra todavía en el terreno
de la terapia de las neurosis y de la cura de almas médica; pero algún día los
psicólogos y pedagogos, en su búsqueda de métodos preventivos, descubrirán los
grandes tesoros latentes en las ideas logoterapéuticas y las aprovecharán para su
ciencia. Ojala comiencen a hacerlo a tiempo. En este sentido quisiera profundizar
más en los tres problemas citados de la orientación educativa. Ello nos permitirá
establecer en la pedagogía, desde el punto de vista de la logoterapia, un criterio
nuevo que podría servir de estímulo para elaborar esquemas educativos de carácter
profiláctico. La expresión «problemas de concentración» se ha hecho muy popular
en las últimas décadas. Si los padres decían antes: «Mi hijo no es tonto, pero es
vago», hoy suelen alegar: «Mi hijo no es tonto, pero no puede concentrarse».

Sin embargo, los verdaderos trastornos de concentración son poco frecuentes. Y


también el asesoramiento educativo descubre a menudo que se debe a otras
causas la falta de atención de los niños. Los verdaderos trastornos de concentración
tienen un origen cerebral y apenas pueden modificarse con medios pedagógicos;
están relacionados con lesiones de nacimiento, accidentes, enfermedades
craneales, pero también con faltas de estímulo durante la primera infancia y con
retrasos en la maduración.
A) Dificultades escolares/problemas de concentración

En la capacidad de concentración del hombre está implicada la interacción entre la


corteza cerebral y el diencéfalo, sobre todo en su zona principal: el tálamo. El
tálamo es un centro importante de confluencia y coordinación de todas las vías
aferentes, que proceden de los órganos sensoriales o del interior del cuerpo y son
conectadas en el diencéfalo. En estos centros de conexión o sinapsis, pueden ser
retenidas o transmitidas las señales del entorno o del interior del cuerpo, según el
significado que tengan y según los estímulos que sean importantes para la corteza
cerebral.

El tálamo funciona como un filtro que deja pasar las informaciones importantes,
precisamente porque son útiles para un determinado modelo de pensamiento, pero
frena y retiene todo lo demás y, con mucha frecuencia, lo desvía por otros núcleos,
con la llamada mecánica de descarga. Esta es una función muy importante del
diencéfalo, pues si la corteza cerebral se viera constantemente inundada por todos
los estímulos del entorno a que estamos expuestos, no sería posible un solo acto de
pensamiento coherente.
Es sabido que apenas tose nadie durante una película de suspense o un buen
concierto. En el momento en que termina la película o la música, la gente vuelve a
toser, carraspear y sonarse. Neurológicamente, esto significa que el tálamo,
mientras la corteza cerebral está ocupada con la película o la música
(«concentrada» en ellas), bloquea las perturbaciones accesorias, como el estímulo
de toser y cosas parecidas. Sólo cuando acaba la concentración tensa de la corteza
cerebral, vuelven a transmitirse los estímulos bloqueados, que de este modo pasan
a ser conscientes.
Esta descripción es quizá muy elemental, pero en la orientación educativa es
conveniente a veces explicar a los padres estas circunstancias de modo
comprensible, para que no se dejen llevar por ideas falsas. Ejemplos como el
siguiente pueden aportar más claridad. Supongamos que alguien quiere comprar un
abrigo de invierno. Se da un paseo por una calle de tiendas, y durante él atraen su
atención todos los escaparates de vestidos y, particularmente, de abrigos. Puede
ocurrir, en cambio, que pase junto a una relojería o un puesto de periódicos sin
prestarles ninguna atención; es más, puede suceder que pase junto a una vecina
sin reconocerla ni saludarla, porque está, absorto en la búsqueda del abrigo. Esto
quiere decir que el diencéfalo ha recibido de la corteza cerebral la «orden» de que
le transmita inmediatamente todas las informaciones relacionadas con el tema de
los vestidos y, especialmente, de los abrigos de invierno, mientras quedan
arrinconadas las otras informaciones carentes de importancia. Y ahora comienza a
actuar el filtro y selecciona las impresiones ópticas y acústicas del entorno (o del
interior del cuerpo, por ejemplo, la sensación de hambre) de acuerdo con dicha
orden. Si después del paseo de compras preguntáramos a esa persona si están de
moda los cuellos de piel en los abrigos de invierno, podría darnos con seguridad una
información; pero si le preguntáramos si los relojes llevan actualmente pulseras de
cuero o de acero, probablemente sería incapaz de contestar, aunque hubiera
pasado junto a muchas relojerías.

Así pues, esta armonía funcional del cerebro permite pensar con concentración,
pues gracias a ella los centros corticales quedan protegidos de influencias
perturbadoras. En sentido médico, concentrarse no es otra cosa que seleccionar la
información importante con vistas a un objetivo y eliminar por medio de un filtro la
poco importante.
Además del criterio de la importancia, hay dos razones para transmitir
inmediatamente ciertas señales:
a) que sean señales de gran intensidad,
b) que sean señales de alarma o advertencia.
Con el aumento de la intensidad del estímulo disminuye la posibilidad de protegerse
de él; el que va por una calle de tiendas en la que atruenan eslóganes publicitarios
emitidos por un coche con altavoces, no puede dejar de oírlos, aunque esté absorto
en la búsqueda de abrigos. Existe, además, una programación, existencialmente
necesaria, para transmitir todos los estímulos que de alguna forma puedan
significar un peligro; si detrás de la persona que está buscando abrigos chirrían de
repente los neumáticos de un coche, esa persona lo advertirá inmediatamente,
aunque esté sumergida en otros pensamientos. Un buen ejemplo es también la
madre que, mientras duerme, oye el más ligero gemido de su bebé, pero sigue
durmiendo tranquilamente cuando pasa por delante de su casa un camión
atronador. La más mínima llamada de alarma es transmitida hasta la corteza
cerebral, aunque durante el sueño todo el nivel de activación de la corteza cerebral
desciende por debajo de los límites de la conciencia. Por tanto, la capacidad de
concentración de una persona depende de que no esté alterado el sistema de
información del diencéfalo, si bien este factor no constituye el único presupuesto. El
sistema hormonal, controlado por la hipófisis desempeña también un papel
importante, ya que in fluye en la velocidad con que la corteza cerebral asimila la
energía. La formación reticular, centro que regula el grado de vigilancia de la
corteza cerebral, influye asimismo en la capacidad de concentración, la cual, como
todo el mundo sabe, empeora cuando aumenta el «cansancio» (disminuye el nivel
de atención). Las perturbaciones en todos estos centros o en su coordinación
pueden tener como consecuencia que la corteza cerebral se vea forzada a elaborar
simultáneamente demasiados impulsos perturbadores, lo cual produce los
verdaderos trastornos de concentración en sentido clínico. Sin embargo, en
nuestras reflexiones pedagógicas vamos a prescindir de estos verdaderos
trastornos de concentración, porque no pueden remediarse asesorando a los
padres. Si la exploración médico-neurológica establece con seguridad que no hay
una mínima disfunción cerebral que pueda ser la causa de los problemas de
concentración y dificulta de escolares, los psicólogos deben preguntarse a qué
obedece tales perturbaciones. Pues bien, en el fondo sólo hay tres condiciones
absolutamente necesarias para que se dé un rendimiento:
a) las disposiciones naturales adecuadas,
b) circunstancias externas satisfactorias, y
c) la voluntad firme de conseguirlo.
Permítanme aclarar esto con un ejemplo sencillo: Supongamos que el rendimiento
deseado por alguien es escalar una montaña y alcanzar la cima. Ante todo, necesita
ciertas disposiciones naturales, sobre todo de tipo físico y, especialmente,
muscular: debe tener piernas fuertes, una circulación sana y el cuerpo entrenado
deportivamente, para no quedarse agotado a mitad del recorrido.
Además, en el examen de aptitudes se podrían incluir ciertas disposiciones
psíquicas, como constancia y capacidad de aguante o amor a la naturaleza. Pero la
probabilidad de que todas las personas aprobadas en el examen de aptitudes
escalen una cima no es muy grande, pues ¿quién nos dice que quieren? El que no
quiere escalar la montaña, no lo hará aunque pueda por sus disposiciones
naturales. Por tanto, no llegará a la cumbre el que quiere pero tiene las piernas
débiles, ni el que tiene piernas fuertes pero no experimenta el más mínimo deseo
de escalar.
Algo muy parecido ocurre con el comportamiento en el estudio, y ésta es la razón
de que los resultados de los tests que los psicólogos ofrecemos sobre un niño se
ajusten raras veces a los rendimientos escolares reales. Porque nosotros sólo
podemos comprobar si un niño es capaz de dominar una determinada materia. Y
hay otra cuestión muy distinta: ¿tiene el niño la voluntad de estudiarla?No se debe
infraestimar la voluntad del hombre; es una fuerza increíblemente poderosa, como
sabemos por la logoterapia; en caso de duda, es incluso la fuerza más poderosa.
Hay incontables ejemplos de que la voluntad sola ha permitido a ciertas personas
conseguir cosas para las que apenas estaban capacitadas por sus fuerzas. En caso
de duda, pues, un hombre débil que quiere escalar la montaña a toda costa
alcanzará la cima con esfuerzo, antes que un hombre más fuerte que deambula por
la montaña sin ganas y sin gran interés. Las disposiciones naturales y la motivación
están en el hombre mismo; pero para un rendimiento cualquiera se requiere
también una variable externa: un mínimo de posibilidades externas. En nuestro
ejemplo, ninguno alcanzará la cima si no tiene al menos zapatos de montaña;
tampoco la alcanzará si la cima está azotada por una tormenta de nieve, o si no
tiene mapas ni informaciones sobre el camino.
Esto significa que la fuerza y la voluntad no bastan cuando las circunstancias
externas «lo impiden». Del mismo modo, un niño, a pesar de sus buenas aptitudes
naturales y de sus mejores intenciones, no puede rendir lo suficiente en el colegio si
no dispone de libros y apuntes, si no tiene tranquilidad en el trabajo ni tiempo para
estudiar o si todas las tardes se le caen los ojos de cansancio. O si en casa hay
constantemente discusiones y peleas, y el niño se ve brutalmente mezclado en los
enfrentamientos emocionales de los adultos - los padres pueden influir mudio al
principio, pero luego cada vez menos

Presupuestos para que se dé un rendimiento humano:

La falta de rendimiento de los niños no se debe siempre a los padres en la misma


medida: la mayoría de las veces los padres son responsables de las circunstancias
externas de la situación en que el niño estudia, determinadas en gran parte por
ellos; muy pocas veces son responsables de las disposiciones (innatas) del niño,
que ellos deben aceptar. Pero si examinamos detenidamente qué trastornos son los
más determinantes en estos tres terrenos, descubrimos algo que coincide con las
ideas fundamentales de la logoterapia: que en última instancia la motivación de los
padres y del niño constituye el soporte de todo el proceso de rendimiento y que, por
tanto, una motivación defectuosa en los padres o en el niño es la causa de los
trastornos de rendimiento.

Clasificación errónea, falta de motivación y desfavorable sobresaturación de


estímulos en el niño llevan casi al mismo resultado que los verdaderos trastornos de
concentración. El niño no es ya capaz de mantener mucho tiempo la atención en un
asunto: se vuelve intranquilo, revoltoso, nervioso, se distrae con cualquier
pequeñez, se desanima, se da rápidamente por vencido, no tiene ganas de seguir
adelante, reacciona agresivamente a los ruegos y exhortaciones de sus padres y
rehúye el estudio siempre que puede. En resumen: no siente ninguna alegría en su
trabajo. Y esto es lo que más retrasa el desarrollo escolar del niño: el no sentir
ninguna alegría.

Mi amplia experiencia en la orientación educativa me ha enseñado que, en casi


todos los casos en que la conversación con los padres alude a la falta de
concentración de sus hijos, se puede comprobar que se da una de las tres causas
de los trastornos: clasificación errónea, falta de motivación o sobresaturación de
estímulos en el niño. Si se buscan las causas de la clasificación errónea o de la
sobresaturación de estímulos, se llega de nuevo a una falta de motivación, pero
esta vez en los padres. Por consiguiente, una falta de motivación es en todos los
casos la causa más profunda y, si se busca su raíz, no se avanza más, porque tras
la motivación humana no hay nada «latente» que se pueda analizar. Un trastorno
en la motivación, sea en el niño o en los padres, es un trastorno básico, como
recientemente nos ha enseñado a ver la logoterapia, es decir, un trastorno en la
esfera de esa capacidad humana esencial que Frankl llama «voluntad de sentido».
Quien pone en duda que la motivación sea el substrato fundamental de la vida
espiritual y busca causas de la motivación y de los trastornos de motivación, está
buscando los determinantes de nuestro ser y construyendo la teoría del
determinismo, teoría que nosotros queremos superar. Pues si el hombre tiene una
motivación dependiente, entonces no tiene ninguna: no es «señor de su voluntad»,
es «esclavo de sus condiciones». Ahora vamos a considerar más de cerca estas tres
categorías de estructuras estudiándolas por separado:
1. Circunstancias desfavorables, sobresaturación de estímulos

Pero, en el fondo, no se trata únicamente del breve lapso de tiempo en que se


estudia o se hacen los deberes. La sobresaturación de estímulos es mucho más que
una simple perturbación en el lugar de trabajo; es casi una enfermedad de nuestro
tiempo. Observen a los niños en una actividad y obsérvense ustedes mismos.
Siempre me llama la atención (por ejemplo, cuando soy invitada) que una familia se
siente por la noche a cenar, tenga encendido el televisor y hablen unos con otros.
Se trata de tres funciones diversas que deben ser reguladas por el cerebro, cosa
que sólo es posible si todo discurre con cierta superficialidad, a costa de la
intensidad, de la concentración. Así no es posible saborear la cena, ni enterarse
bien de la película de la televisión, ni mantener una conversación interesante; en
realidad, esa cena se desarrolla bajo el signo de una sobresaturación de estímulos.
Naturalmente, se podría objetar que no es tan importante que los niños saboreen
conscientemente la cena, mantengan una conversación chispeante o sigan la
película al detalle; pero lo malo es que se acostumbran a este tipo de vida
superficial y poco intensa. ¿Son hoy los niños capaces de limitarse a oír con
atención, de escuchar, por ejemplo, una pieza musical, disfrutar sus sonidos y
seguir la melodía sin hacer al mismo tiempo otra cosa distinta? ¿Son los niños
capaces de pasear por el bosque y no hacer otra cosa que gozar del paseo,
permanecer callados, escuchar la voz del bosque, prestar atención a las flores que
hay al borde del camino...? ¿Pueden al menos jugar de verdad, realizar un juego
desde el principio hasta el final, sumergidos completamente en él, de modo que
apenas perciban nada de lo que hay a su alrededor?

Si los padres quieren que un hijo pueda concentrarse en el trabajo, en el estudio,


deben cuidar también de que pueda concentrarse plenamente durante el tiempo
libre, es decir, también en el juego. El niño debería habituarse a dedicarse
completamente a una cosa y a no hacer simultáneamente tres o cuatro cosas con
poca atención. Si ve la televisión, debe ver sólo la televisión, desde el principio
hasta el final de un programa y no a medias, ni tampoco un programa cualquiera,
sino programas seleccionados. Si está jugando, debe jugar con toda tranquilidad y
terminar el juego, no empezar uno tras otro y dejarlos a un lado. Si los padres
observan esto, es importante que se tomen tiempo y jueguen con él: así podrán
ayudarle a terminar satisfactoriamente el juego comenzado. Lo que el niño tiene
que ver en su, padres es la entrega a una causa, sea la que sea, la capacidad de
comprometerse por algo, de abismarse y concentrarse. Nos hallamos ante una idea
decisiva de la logoterapia: la autotrascendencia debe despertarse y cultivarse ya en
la edad infantil. Pero ahora aparecen las grandes objeciones en la orientación
educativa: los padres de hoy están muchas veces sobrecargados en su tarea
educativa y, por eso, se ven forzados a hacer varias cosas al mismo tiempo. Las
madres que llegan tarde por la noche a casa tienen que preparar la cena, revisar las
deberes escolares y hablar con sus hijos; están cansadas y deben hacer todo con
prisas y sin tranquilidad. Esto provoca en la familia un gran desasosiego y una
desazón peligrosa, y los hijos pierden el modelo más importante por el que deberían
guiarse para realizar su trabajo con tranquilidad y concentración. Cuanto mayor es
la sobrecarga de los padres, más intranquilidad hay en la familia, y cuanto mayor es
la intranquilidad de la familia, menos pueden adoptar los hijos un comportamiento
concentrado.

El exceso de trabajo de nuestros padres es con mucha frecuencia unilateral; se les


exige un estrés absurdo, mientras, por otra parte, les faltan tareas y objetivos que
tengan un sentido. Este exceso de trabajo no puede compensarse con un aumento
del tiempo libre, sino sólo con un aumento en la realización de sentido. Las
frustraciones por exceso de trabajo y por falta de exigencias son muy parecidas y
presentan muchas veces cuadros de alteraciones semejantes: los padres agotados
desperdician los fines de semana y las personas desocupadas no saben qué hacer
con su tiempo libre. Casi todas las madres y muchísimos padres que acuden a un
consultorio educativo se quejan de que necesitan descanso, son infelices, están
muy nerviosos y se sienten sin fuerzas. Si a los adultos les falta la tranquilidad
interna, no pueden exigir a sus hijos un comportamiento tranquilo y concentrado.
No estoy convencida de que tengamos que dejarnos arrastrar siempre y en todas
partes por la tendencia de nuestro tiempo. Deberíamos conservar un poco de
tranquilidad interna, aun a costa de renunciar a otras cosas, Porque si un sueldo
alto, un nivel de vida elevado y un segundo coche redundan en detrimento de la
salud y de los hijos, el precio es demasiado caro. El organismo humano,
especialmente el sistema neurovegetativo y la circulación, no están preparados
para un exceso de ajetreo y de cargas simultáneas; por eso, se puede decir a los
padres con recta conciencia: si consiguen desterrar de su vida familiar la enorme
sobresaturación de estímulos de la época actual y hacer de su hogar una isla de paz
y armonía, habrán dado el paso más importante para resolver los problemas de
concentración de sus hijos. Además de la sobrecarga de estímulos, hay otras
circunstancias externas desfavorables que inhiben la capacidad de rendimiento de
los hijos: los matrimonios rotos, el desinterés de los padres, un lugar de trabajo
poco adecuado, una alimentación errónea, etc. Sin embargo, es típico de nuestra
sociedad de bienestar que no sean los fenómenos de carencia (falta de medios
escolares, falta de tiempo para estudiar) los que determinan el cuadro de factores
externos negativos, sino que el principal factor perturbador está constituido por un
exceso (sobresaturación de estímulos). ¿No es también ese exceso una de las raíces
más fuertes de la «frustración existencial», es decir, el exceso de tiempo libre, de
descanso y de bienes materiales?
2. Las disposiciones naturales no bastan: clasificación errónea del niño

He dicho intencionadamente «clasificación errónea» y no «exigencia excesiva»,


para no aumentar los equívocos imperantes en este campo de la pedagogía. De
hecho, en ningún campo de la pedagogía hay opiniones tan diferentes como en
éste. Hay algo que se ha señalado con frecuencia, pero que quizá deba subrayarse
una vez más: que el coeficiente intelectual no es una caracterización esencial del
hombre, sino que únicamente mide algunas aptitudes en función de un término
medio y sólo indica el límite superior estimado de la capacidad intelectual.

Por ejemplo, si un niño tiene un coeficiente intelectual de 70, eso significa que,
según todas las previsiones, no podrá seguir los estudios escolares normales; pero
si tiene un coeficiente intelectual de 130, en ninguna parte está escrito que no
fracasará en el colegio. Recuerden el ejemplo del alpinista: si él no quiere, las
piernas más fuertes no lo llevarán a la cima. Por tanto, lo decisivo para el éxito
escolar de un niño es su motivación y no su coeficiente intelectual; éste sólo
establece como presupuesto mínimo un cierto nivel.Todavía hay menos relación con
el coeficiente intelectual en ciertos campos especiales de trabajo, pues alguien con
una inteligencia muy normal puede tener un gran talento para un campo específico
y, en consecuencia, ser capaz de grandes rendimientos y tener éxito en ese campo;
del mismo modo, alguien puede fracasar en un campo específico, a pesar de su
gran inteligencia general, precisamente porque ese campo no le interesa o no le
agrada.Lo que caracteriza a las personas no es su coeficiente intelectual, sino en
todo caso su perfil de inteligencia.Ahora bien, nosotros vivimos en una época de
colectivismo: cada cual ha de tener lo que tienen todos, desea hacer lo que hacen
todos; el grupo domina y el individualista es un marginado; pero en realidad el
hombre no es un ser colectivo, y esto se refleja en su perfil de inteligencia
individual.

Como es imposible medir por separado el talento y la cantidad de práctica, el perfil


de inteligencia se refiere siempre a los dos y por eso debería llamarse propiamente
«perfil de aptitudes»; pero la expresión «perfil de inteligencia» se ha impuesto de
momento. Por tanto, si se investigan las aptitudes lingüísticas de un joven de
dieciséis años, se medirán al mismo tiempo su talento natural para el lenguaje
todo el cultivo o no cultivo del lenguaje que ha experimentado en sus dieciséis años
de vida; las dos cosas se mezclan para constituir su dominio actual del lenguaje y
su riqueza de vocabulario.

Echemos una ojeada a un perfil de inteligencia medio: El número de los factores


que se elige para un perfil de inteligencia puede ser diferente, ya que cada área de
inteligencia puede subdividirse ulteriormente. Así, el área del lenguaje puede
agruparse en un factor, como en el gráfico siguiente, o subdividirse en «memoria
verbal», «fluidez de palabra» y «capacidad expresiva». En la literatura psicológica
especializada hay desde modelos de inteligencia con 10 factores, hasta el modelo
Guilforsch con 120 factores; pero esto es sólo un problema de división. En principio,
lo importante es una cosa: que no todas las áreas de inteligencia se reflejan del
mismo modo en el rendimiento escolar. Por ejemplo, el «pensamiento práctico», el
«talento musical» y la «comprensión social» no suelen recibir en el colegio sino una
atención marginal, mientras que tanto el área numérica y verbal como los
rendimientos memorísticos son mucho más importantes para las notas y el
progreso escolar. Un niño con el perfil de inteligencia que hemos representado
probablemente no destacará en dibujo, pintura y música; pero, en cambio, podrá
obtener buenos rendimientos en matemáticas y quizá en física (¡pensamiento
práctico!). También será muy bueno en educación física,

Del mismo modo que cada persona tiene su semblante individual y su estructura
corporal individual, así también tiene su perfil de inteligencia individual, que está
abierto al progreso y al cambio, lo mismo que el cuerpo, la psique y el espíritu. Es
de suponer que las regiones corticales del cerebro presenten, de una persona a
otra, desarrollos diferentes y que en tales desarrollos puedan detectarse los
substratos orgánicos de los diferentes perfiles de inteligencia. Del mismo modo que
algunas personas pueden permanecer mucho tiempo debajo del agua porque
tienen el tórax fuerte, y otras pueden leer bien a mucha distancia porque tienen
una vista aguda, y del mismo modo que la capacidad del tórax y la agudeza visual
pueden entrenarse hasta cierto punto, lo mismo sucede con los centros y regiones
corticales del cerebro, sobre cuya diferente estructura y función se sabe hoy algo
más que hasta hace poco.

En un perfil de inteligencia media normal, casi siempre se encuentra alguna


carencia importante y algún talento especial. No hay ninguna persona que no esté
capacitada en aptitud o cantidad de práctica que en alemán o inglés podrá pasar
apuros. Estas consideraciones son razonables y tienen sentido; en cambio, si se
calcula el perfil global mediante el coeficiente intelectual, que en el ejemplo
anterior puede estar en CI = 107, se obtiene un valor medio poco significativo. pero
incluso en alumnos de escuelas especiales y disminuidos mentales he encontrado
siempre áreas en las que podían conseguirse buenos resultados, a condición de
descubrirlas y cultivarlas
Pero, por desgracia, se cometen graves errores al juzgar el rendimiento de los
niños, particularmente su rendimiento escolar. Volvamos al perfil de inteligencia
que hemos trazado: supongamos que este niño saca en inglés un seis, es decir, una
nota normal. Esto es para este niño un rendimiento notable: significa que ha
practicado y estudiado tanto, que ha conseguido un rendimiento mejor que el
correspondiente a sus aptitudes. Pero es posible que los padres miren esa nota con
desprecio y le pregunten por qué no Lo ha hecho mejor.

En otra ocasión, el niño saca un ocho en matemáticas, Dado su perfil de


inteligencia, no es un rendimiento especial y responde plenamente a la capacidad
del niño. Pero los padres lo elogian mucho y ponderan su rendimiento. Este es el
primer tipo de errores: residen en no valorar los rendimientos en función de la
capacidad individual de una persona, sino en función de los valores normales
generales.
El segundo tipo de errores se da cuando se comparan entre sí dos personas, sin
tener en cuenta su diferente capacidad.
Voy a representar en un gráfico los valores de inteligencia de dos niños en dos
áreas distintas: Fritz saca un seis en el trabajo de matemáticas, y Hans un ocho.
Fritz ha conseguido un rendimiento acorde con su capacidad, mientras que Hans se
ha descuidado algo, ya que por su capacidad podría haber sacado fácilmente un
diez. La madre de Fritz dice: «Fíjate en tu amigo Hans, que ha sacado mejor nota
que tú!».

Luego traen los dos niños el trabajo de latín con un seis. En el caso de Fritz es. una
lástima, pues podría haberlo hecho mejor. Para Hans es un rendimiento excelente.
La madre de Fritz le dice: «iBueno, tu amigo ha sacado también un seis! No se
puede pedir más; a fin de cuentas, el latín es una asignatura difícil».

Por tanto, siempre hemos de tener presente que el auténtico rendimiento de un


niño en el colegio debe medirse y valorarse sólo en relación con su perfil de
inteligencia. Y no deben equipararse sin más los mismos resultados de dos niños
con diferentes perfiles de inteligencia (error del segundo tipo), ni compararse entre
sí los diferentes rendimientos de una misma persona en asignaturas distintas (error
del primer tipo).
Se da un verdadero rendimiento humano cuando es algo más alto de lo que
corresponde a la verdadera capacidad, cuando se moviliza el «poder de
contradicción del espíritu», como diría un logoterapeuta, cuando la voluntad y la
fuerza de la motivación triunfan sobre las deficiencias y los obstáculos. Si alguien
tiene una pierna paralítica y recorte a nado una distancia de 2.000 metros, su
rendimiento es sin duda más alto que si un deportista de elite hace un recorrido de
8,000 metros. En el terreno físico, esto nos parece evidente, pero en el terreno
psíquico y espiritual pensamos muchas veces de otra manera. ¡El rendimiento es
siempre rendimiento en relación con la capacidad que se tiene!

Y sólo el rendimiento que supera un poco los límites impuestos por las
circunstancias y las disposiciones naturales debe reconocerse como tal, tanto en
psicoterapia como en pedagogía, ya que es un testimonio de que el hombre puede
trascender sus propios condicionamientos.
Naturalmente, el colegio no se puede regir por esa valoración individual; el profesor
está obligado a juzgar a todos los alumnos con el mismo criterio. A iguales faltas,
iguales notas, esté o no el alumno dotado para esa área. El diez en la papeleta sólo
significa que el alumno domina la materia, al margen de que dicha nota le haya
caído del cielo en razón de su extraordinario talento o haya sido obtenida con gran
esfuerzo y tenacidad pese a no tener más que un talento corriente, si bien en este
caso es mayor el rendimiento humano.

Hay otra cosa que no puede hacer la escuela: ayudar a los alumnos en lo que
respecta a sus talentos extremos. No puede tomar en consideración las faltas
particulares de talento (el profesor no puede repetir tres veces una materia en
atención a un par de alumnos), ni ocuparse de talentos muy destacados en un área
(qué puede hacer un solo profesor de música con un pequeño Mozart en clase?). En
consecuencia, la escuela tiene que ofrecer un plan de estudios que se acomode y
responda a la capacidad media aproximada de los alumnos.

Los extremos en el perfil de inteligencia del niño quedan, por el contrario, bajo la
responsabilidad de los padres. Yo considero una obligación grave de los padres
ocuparse de las cualidades de sus hijos que se salen de lo normal; en la orientación
educativa se habla continuamente de esto, pero por desgracia casi siempre de un
modo unilateral.

Hablemos primero del extremo por defecto, de la falta de talento: cada uno de
nosotros tiene sus faltas de talento en algún punto. Es verdad que hay personas
«bien dotadas para todo», que pueden salir adelante en cualquier campo; pero uno
puede poner a casi todas las personas en un puesto en el que fracasan. Lo que
ocurre es que el adulto evita en lo posible las ocasiones que le puedan proporcionar
tales experiencias de fracaso. Un ama de casa joven que no se siente muy segura
en la cocina procurará no celebrar a menudo reuniones con muchos invitados que
agasajar; un hombre poco dotado para la técnica procurará no intentar reparar
personalmente su coche ni arreglar la instalación de su casa. En cambio, el niño que
estudia no puede soslayar la asignatura para la que está poco dotado, e incluso
tiene que competir con otros niños de talento normal y superdotados.
Aparte de esto, cabe también que un niño rinda poco en varias áreas; entonces su
perfil de inteligencia, comparado con el promedio de la clase, podría ser el siguiente
perfil de inteligencia,Con tal perfil de inteligencia no tiene sentido pretender
subsanar las deficiencias con ayudas complementarias; el niño está mal clasificado,
está en una escuela inadecuada. El promedio que la escuela exige y espera de él es
do elevado para este niño: tiene que fracasar en toda la línea. Si se le cambia a un
tipo de escuela que plantee menos exigencias a su capacidad de rendimiento,
bajará el promedio estándar de la clase y el perfil de inteligencia del niño oscilará
en torno a la

línea media:
El caso es distinto cuando —como sucede con frecuencia en un perfil de inteligencia
de promedio normal— se trata de insuficiencias en una sola área. Sería una lástima
comprometer la trayectoria posterior del niño por esa razón; por eso, en este caso
es muy conveniente recurrir a una ayuda y una activación especificas. Como en la
ecuación:

aptitud = talento + cantidad de practicase puede aumentar la cantidad de práctica,


aunque no el talento innato, es posible subsanar la falta de aptitud en un campo
especial, hasta el punto de que de la falta de talento no se sigan consecuencias
graves, como lo muestra continuamente, por ejemplo, la terapia de la dislexia. De
todas formas, la premisa para ello es motivar positivamente al niño y a los padres y
limitar en cada caso la cantidad de práctica a unidades pequeñas y razonables, que
no sobrecarguen al niño.Las exigencias excesivas, tantas veces citadas, suelen
darse con respecto a faltas de talento no conocidas debidamente o mal
interpretadas. Con menos frecuencia se habla de la posibilidad de exigir poco a los
niños en lo que respecta a sus dotes destacadas. Porque del mismo modo que cada
uno tiene sus puntos débiles, toda persona tiene también unas aptitudes
particulares que, debidamente cultivadas, pueden cristalizar en rendimientos de
gran valor, y tales rendimientos codeterminan la confianza en sí mismo, el valor
para afrontar la vida, la experiencia del éxito y la realización personal. Cuando
comparo todo lo que hacen los padres para subsanar las faltas de rendimiento de
sus hijos y la forma en que, por otra parte, descuidan las dotes y aptitudes de sus
hijos, porque tales dotes no forman parte del programa exigido en la escuela, no
puedo menos de sacar un balance triste. Cientos de padres asedian los consultorios
educativos preguntando cómo pueden elevar los rendimientos de sus hijos que
dejan que desear, y casi nadie pregunta cómo podría orientar los intereses y
aptitudes de su hijo hacia contenidos gratificantes. Y, sin embargo, lo que -más
contribuye a los objetivos posteriores de la vida personal son las dotes destacadas,
no las faltas de talento, que en la vida posterior sólo desempeñan un papel
subordinado. Pero siempre ocurre lo mismo, en psicología y en pedagogía, en
filosofía y en la medicina: las debilidades y deficiencias ocupan el primer plano en
todos los enfoques y lo positivo, lo sano y lo bueno se menciona a lo sumo
marginalmente. Tenemos una psicología que se ocupa casi exclusivamente de
caracterizar las deficiencias y lo enfermizo, y una pedagogía centrada en la
adaptación y la compensación. ¿Es que lo positivo del hombre no merece atención?
Ha tenido que desarrollarse la logoterapia para recordar a los científicos que en el
hombre hay también disposiciones buenas y fuerzas sanas, que las aptitudes
humanas y el rendimiento del hombre merecen nuestra atención y,
particularmente, que con las dotes, intereses y motivos existentes la pedagogía
podría conseguir de nuestros jóvenes más de lo que jamás logrará con sus planes
de estudio y programas de compensación estandardizados.

En la práctica, los niños dotados para un campo especial no se identifican con los
niños que son estimulados en ese mismo campo especial. Esto se halla
representado gráficamente en la página anterior. Sólo en un pequeño porcentaje
coinciden el talento y la estimulación. A los niños representados en el gráfico a la
derecha de la franja divisoria central, sombreada con dobles líneas cruzadas, se les
exige demasiado, pues se les pide un rendimiento superior a su talento, y en los
niños de la izquierda no se aprovecha, se descuida, se «entierra» un buen talento:
tiene lugar una absurda falta de exigencia. Muchas personas creen que el talento
encuentra su camino incluso sin estimulación; pero eso no resulta fácil en nuestro
mundo tecnificado con su lucha competitiva por lo superlativo. Y no se trata de
«explotar» talentos, sino del gozo de la vida, que podría perderse si los talentos
quedan enterrados.

Los padres suelen decir que para pasar la escuela no es importante estimular
específicamente los talentos particulares de los niños, sino que tal estimulación
constituye más bien una carga adicional al trabajo escolar. Es verdad que las cargas
de la familia aumentan cuando el hijo, además de ir a la escuela, frecuenta un club
de natación, hace un curso de bricolaje en la universidad popular o participa en el
coro de la iglesia.

Es un hecho que hoy muchos niños se pasan el tiempo buscando y probando cosas
antes de encontrar una profesión que les guste. Aun en el caso más favorable de
que todo haya marchado bien en la escuela (lo cual significa que no se dan faltas de
talento en los campos relevantes para la escuela), pueden producirse crisis
considerables, cuando los chicos terminan la escuela o el bachillerato y tienen que
preguntarse: «qué hago ahora con mi vida?». ¿No es antinatural que una persona
de dieciséis o diecinueve años, físicamente casi madura, no tenga ni la menor idea
sobre lo que debe hacer en la vida o de su vida? Muy frecuentemente falta
cualquier identificación profesional; los jóvenes se encuentran a veces en un
completo vacío en lo tocante a la idea de sí mismos; aunque tienen abiertas
muchas posibilidades, les falta la idea de un verdadero objetivo, el estímulo y la
fuerza motivadora más importante de la existencia humana. ¡Qué pequeño es el
paso del vacío de identificación profesional al vacío existencial y qué peligroso es el
final de la situación escolar, bien delimitada, si ni se perfila un comienzo nuevo en
el mundo de las ideas de los jóvenes!

En épocas anteriores, en las familias de campesinos y en los círculos artesanales los


hijos tenían que colaborar desde pequeños y de ese modo conseguían, en un medio
que les era familiar, una práctica tan grande, que su aptitud para la profesión, fijada
con anterioridad, solía ser muy alta. Hoy son distintas las cosas. Nuestros hijos, al
terminar la escuela, eligen sus profesiones más o menos al azar y sólo más tarde
comprueban si la profesión les gusta o no.Así, pierden a menudo el asidero de su
vida joven en un momento muy crítico, es decir, en el momento en que se
emancipan de la casa de sus padres, en el momento en que por primera vez buscan
su propia visión del mundo e intentan dar los primeros pasos «por su propio pie»
(por su pie espiritual). Si a esto se añaden la inseguridad en la elección de
profesión, la falta de objetivos y el descontento general, es casi imposible evitar la
frustración existencial.
Por consiguiente, la observación y estimulación de las dotes singulares de los niños
forma parte de la responsabilidad de los padres, porque tal observación y
estimulación pueden significar una posibilidad positiva para el despegue del joven
en la vida. Y ello aunque no los lleve a la profesión posterior: por ejemplo, un niño
tiene una voz bonita y cultiva el canto, pero más tarde no se hace cantor de un
orfeón, sino que elige algo muy distinto; sin embargo, le queda el gusto por el canto
que, como hobby, podrá proporcionarle buenos ratos y satisfacción durante toda la
vida en el círculo de sus amigos y en la propia familia. Cuantas más aptitudes e
intereses tiene uno, más rica en sentido es la orientación de su vida y más estable y
psíquicamente sano es por esta plenitud de sentido, como sabemos por la
logoterapia.

Naturalmente, las circunstancias externas pueden dificultar el cultivo de


determinadas aptitudes e intereses. Si un joven se siente con cualidades para la
cocina pero no encuentra un puesto de aprendiz de cocinero, sino sólo de aprendiz
de peluquería, el psicólogo no puede hacer nada. De todos modos, ¿quién
pretenderá impedir a este joven que desarrolle con gozo sus habllidades culinarias
en su propia casa? ¿No puede ocurrir que ejerza a disgusto la profesión que ha
elegido a la fuerza y que sólo lo «mantengan a flote» las noches en casa, los fines
de semana y los días de vacaciones, pero sólo porque sabe hacer en estas horas
libres algo que le agrada?

Así pues, la verdadera estimulación se refiere a unas dotes relativamente elevadas


que es preciso desarrollar, mientras que la exigencia excesiva versa sobre unas
dotes relativamente bajas que no se tienen suficientemente en cuenta. Es evidente
que la estimulación y la exigencia excesiva no se identifican, aunque hoy suelen
confundirlas muchos. Y la clasificación equivocada se da no sólo en la línea de exigir
demasiado, sino también en la línea de exigir poco.

La exigencia excesiva no suele producir más que experiencias de fracaso en los


padres y en los hijos, y los niños a los que se exige demasiado presentan los
mismos síntomas que los niños con problemas de concentración. No tienen
capacidad para superar la cantidad y el nivel de la materia de estudio que se les
pone delante; por eso recurren a subterfugios, desde perder tiempo hasta hacer las
cosas a regañadientes, desde ocultar el cuaderno de deberes hasta hacer novillos
en el colegio. La falta de exigencia sólo produce frutos tardíos, pero frutos
peligrosos. Su secuela es el vacío de sentido y la pobreza existencial.La exigencia
excesiva es reflejo de una motivación equivocada, unilateral, en los padres; exigir
demasiado poco produce una permanente falta de motivación en los hijos. Pero con
esto llegamos ya al fundamento de nuestro nuevo criterio en pedagogía, al
significado de la motivación
3. Falta de motivación en el niño
La motivación es nuestra fuerza de voluntad, y la voluntad necesita un sentido, Por
esta razón, no existe ninguna motivación que fluctúe libremente, sino sólo una
motivación dirigida a un objetivo. También se podría definir la motivación como la
fuerza que nos permite conseguir un objetivo. Es el complemento necesario de la
percepción de un objetivo mediante la actitud. Si no tengo la actitud adecuada, no
puedo conocer un objetivo que tenga sentido; si no tengo la motivación suficiente,
no puedo alcanzar el objetivo que ya conozco. No en vano la logoterapia se ocupa
principalmente de corregir actitudes y de impulsar motivaciones en sus pacientes...
También en la orientación educativa necesitamos, por lo que respecta al éxito
escolar de un niño, las dos cosas: la actitud sana en los padres y la motivación sana
en los hijos. Una y otra vez hay que señalar que no es la inteligencia, ni las
circunstancias externas, ni las cualidades del profesor o del plan de estudios, sino
sobre todo el grado de motivación del niño lo que se corresponde con su éxito
escolar. Los alumnos ambiciosos, interesados y entusiasmados consiguen éxitos
altos con un perfil de inteligencia mediano, con un ambiente familiar mediano e
incluso con condiciones escolares poco ideales, mientras que un niño al que le son
completamente indiferentes las exigencias de la escuela baja en sus rendimientos,
sea bueno o malo su perfil de inteligencia.

En la actualidad, los problemas de motivación son muy frecuentes entre los niños y
a menudo constituyen la raíz de las llamadas faltas de concentración. El niño que se
sienta a regañadientes a hacer sus problemas, que observa el reflejo maravilloso
del sol en la ventana y que quizá piensa con añoranza en el partido de fútbol, se
pone a soñar y no termina sus deberes, con lo cual, cuanto más tiempo está allí,
menos le queda para jugar al fútbol.

No infraestimemos a los niños; también ellos están ya «en busca de un sentido»,


aunque en la forma que les corresponde. También un niño quiere saber, y debe
saber, para qué hace algo, qué sentido tiene aquello, qué ventajas reporta; y la
motivación para conseguir un objetivo es tanto más alta, cuanto más importante y
más alcanzable es dicho objetivo. Por eso, el objetivo que los adultos ven desde su
perspectiva no coincide muchas veces con las concepciones de los niños: lo que la
madre considera importante, puede no serlo para el hijo; lo que el padre considera
alcanzable, no tiene por qué considerarlo alcanzable la hija.

Exigir a un niño de diez o doce años que comprenda que posiblemente tendrá
ventajas en su vida de adulto si ahora estudia con aplicación en la escuela y saca
buenas notas es exigirle un poco más de la cuenta. Las posibilidades posteriores no
son un objetivo apropiado para estimular la motivación de los preadolescentes,
porque todavía no pueden percibir como tal ese objetivo.

A esto se añade la ley fundamental de la teoría de la motivación, según la cual,


cuanto más tarda en producirse y más desconocida es una ventaja, menos influye
en el comportamiento actual. Esta ley es válida también para los adultos. Si se les
dice que hagan gimnasia para conservar la agilidad y flexibilidad hasta la
ancianidad, eso los motivará poco, porque les queda mucho tiempo hasta la vejez y
porque una persona sana no puede imaginarse con exactitud qué es tener las
articulaciones rígidas. Las ventajas para la vejez motivan muy poco a hacer algo
aquí y ahora. En cambio, si uno tiene dolores de cabeza y se le aconseja tomar unas
píldoras que calman el dolor en diez minutos, eso motiva incomparablemente más a
seguir el consejo. Librarse de un dolor en diez minutos es algo mucho más
codiciado que tener articulaciones ágiles en la vejez. La ventaja u objetivo sólo
actúa como fuerza impulsora cuando no es demasiado lejana. Esto significa que,
incluso en su época escolar, el niño necesita pequeños objetivos e intereses
alcanzables para cumplir bien sus obligaciones con respecto a la escuela.

Una «ventaja» no tiene que ser siempre de tipo material; al contrario, un elogio,
una sonrisa de la madre, un gesto cariñoso del padre, una pequeña broma o una
pequeña caricia, o incluso la nieta cercanía de uno de los padres, su interés y su
afecto, significan para el niño un premio mucho mayor que cinco duros o un helado.
Nada de lo que se hace bien es «natural», aunque algunos padres lo crean así;
cualquier éxito del niño merece al menos un rayo de alegría de los padres, porque
la alegría de los padres alegra el corazón de los hijos. 1Y la alegría en el trabajo es
la clave para el éxito de una persona en su actividadPero los padres no suelen
ocuparse de lo que marcha bien, y sólo intervienen cuando hay dificultades. El
concepto nihilista de hombre, típico de nuestro siglo, ha arrastrado en su resaca el
proceso educativo. Apenas se advierte el comportamiento correcto del niño y se
condena siempre el comportamiento malo. No nos engañemos: los castigos tienen
que existir, y sin castigos no se puede educar, Pero son mucho más necesarios el
reconocimiento y la recompensa, la alegría y el orgullo por parte de ios padres! Si
una madre sabe que su hijo se desenvuelve mal en cálculo y observa que está
sentado haciendo los deberes de matemáticas y que ha hecho ya nueve problemas,
puede ayudarle acercándose a él para acariciarle el pelo y decirle:«;Estupendo, ya
has resuelto casi la mitad de todos los problemas! ». La probabilidad de que el niño
se esfuerce por acabar su tarea será entonces más alta que si la madre espera
hasta que su hijo suspira y bosteza en el problema catorce, y luego se acerca a él y
le regaña porque «no acaba nunca». La agresión provoca una respuesta agresiva, el
improperio obstinación y el castigo engendra oposición. Una pequeña sonrisa, una
palabra de aliento, una expresión de reconocimiento en el momento oportuno
fortalecen y consolidan en el niño la voluntad de perseverar, de seguir adelante, de
aceptar y cumplir sus obligaciones. Tampoco deben los padres prometer una
recompensa grande para el final de un proceso de estudios largo y difícil; el niño
podría desanimarse, porque considera inalcarizable esa recompensa. Prometer una
bicicleta por sacar buenas notas a un niño que está en peligro de no pasar al curso
superior sirve de poco. ¿Cómo va a alcanzar el niño un objetivo tan lejano? Hay que
dividir el recorrido hasta ese objetivo en muchos pasos pequeños, que serán otros
tantos objetivos parciales, y la recompensa debería repartirse también entre esos
objetivos parciales. Un niño necesita poder sentirse orgulloso aunque sólo haya
conseguido un objetivo parcial;
así proseguirá su camino.

«Poder sentirse orgulloso» del rendimiento personal es uno de los más elementales
sentimientos de felicidad del hombre. La palabra «rendimiento» siempre se
entiende hoy en el marco de expresiones tomo necesidad de rendir, exigencias de
rendimiento, sociedad de rendimiento; pero se olvida que el rendimiento propio
puede producir también alegría.
Ya un niño pequeño que construye una torre con piezas de lego y, después de
muchos intentos, consigue que la torre no se caiga, contempla con orgullo su obra y
se alegra de que la torre se mantenga de pie por sí misma. Con la misma alegría y
el mismo orgullo debería considerar más tarde sus temas escolares y, más tarde
todavía, su trabajo y actividad profesional. ¡Piénsese lo triste que es la existencia de
una persona que durante sus nueve o diez años de escuela estudia con desgana y a
la fuerza, y que durante sus treinta o cuarenta años de actividad va al trabajo de
mala gana y a la fuerza! La actitud del niño ante la escuela es la posterior actitud
del adulto ante el trabajo. El que no ha aprendido de niño a sentir alegría en su
propio quehacer, tiene que luchar mucho de adulto para conseguir esa alegría. La
educación no debe ahorrar obligaciones a los niños, sino llevarlos a cumplir sus
obligaciones como personas felices.He dedicado mucho espacio a los problemas de
concentración y a las dificultades escolares, porque tienen gran importancia en la
orientación educativa actual y, en muchas familias, originan peleas, discusiones
diarias, horas dolorosas e incluso la ruptura de la familia. Se pueden buscar muchas
causas de tal situación pero todas confluyen en un trastorno central: o el niño está
poco motívado, o los padres tienen una motivación unilateral o equivocada. Todo lo
que hemos dicho sobre las circunstancias externas desfavorables y, en particular,
sobre la sobresaturación de estímulos puede reducirse a trastornos de motivación
en los padres, que no quieren reconocer el importante objetivo de instaurar en su
hogar una atmósfera tranquila, de crear un clima de trabajo armónico y pacífico y
de impregnar de calor y confianza la comunicación familiar. El televisor es más
importante, la imposición de los propios deseos y el ajetreo familiar son más
importantes que la tranquilidad y el recogimiento de los hijos; los objetivos
educativos son equivocados o faltan. La pobreza de motivaciones de los padres
expone a los hijos a una insoportable situación de estímulos que impide su
desarrollo escolar (y humano). También lo que hemos dicho sobre la errónea
clasificación del niño por lo que respecta a sus talentos y disposiciones se puede
reducir a motivaciones equivocadas de los padres. Esto es claro en el caso de la
exigencia excesiva: los padres se guían unilateralmente por el rendimiento y
quieren sacar de sus hijos más de lo que éstos pueden dar. Pero también en el caso
de la falta de exigencia interviene una falta de motivación en los padres. ¿Cómo
podrían, si no, infravalorarse tanto los aspectos positivos de los niños? Falta en los
padres el objetivo de dar a sus hijos muchas posibilidades de sentido para la vida.
Lo único que les importa es que salgan adelante en la escuela; todo lo demás no
interesa. ¿Cómo podría ser de otro modo si es el reflejo del propio trastorno de
motivación?

Si los padres consideran la educación de sus hijos como una cosa que da sentido a
su propia vida, como una tarea que deben afrontar con todas sus fuerzas, entonces
encuentran los objetivos educativos correctos, incluso sin manuales ni
entrenamiento psicológico, ya que saben exactamente, en lo más íntimo de su ser,
qué necesitan sus hijos, y los psicólogos podemos aprenderlo de ellos. Entonces no
les exigen demasiado, pero estimulan sus capacidades; entonces no infunden
incertidumbre a sus hijos, sino que les comunican aliento para vivir; entonces
protegen a sus hijos del exceso de influencias insanas y los ayudan a encontrar un
estilo personal.

El paso por la escuela es el paso hacia la vida, y el recuerdo de la escuela ayuda a


comprender la vida. No son las notas, sino esta «comprensión de la vida» lo que
contribuirá a determinar la felicidad del niño.

B) Dificultades de contacto/agresividad
Por importante que sea en la orientación educativa la temática de los problemas de
concentración y las dificultades escolares, no ocupa el primer lugar. El primer lugar
de todos los problemas de las familias lo ocupan las dificultades de contacto entre
los padres, entre los hermanos, entre los hijos y los padres, entre los niños y los de
su misma edad o entre los niños y sus profesores, y en conexión con esto se
plantea a menudo el problema del control de la agresividad. Naturalmente, también
hay dificultades de contacto debidas a una pobreza de comunicación o inhibición
(autistas); pero éstas no suelen tener su origen en una dificultad de comunicación
con los otros, sino en la persona misma: en una introversión exagerada, en la
timidez y la falta de confianza en sí mismo. Por eso he preferido tratar en el
apartado
C) las dificultades de contacto que se sitúan en la línea de «falta de comunicación»
y estudiar en éste los problemas de contacto que van unidos a provocaciones,
agresiones y actitudes negativas. El tema de la agresión ha sido tratado muchas
veces y es muy amplio, y el problema del control de la agresividad en las relaciones
humanas no es sólo una aspiración en el proceso educativo entre padres e hijos,
sino, como sabemos muy bien, un problema de vida o muerte en el acontecer
mundial. La agresividad, como ningún otro fenómeno psíquico, desencadena
enormes reacciones en cadena, y reacciones en cadena psicológicas. Un motivo
insignificante puede desencadenar enormes manifestaciones agresivas que, a su
vez, llevan directamente a una destrucción absurda no sólo de aquello contra lo que
en principio iba dirigida la agresión, sino también de otros elementos semejantes o
afines con los que no existe ningún tipo de relación. Jamás se produciría una
reacción en cadena física, como la que lleva consigo la descarga de energía de una
bomba atómica, si no fuera precedida por la reacción en cadena psicológica de una
descarga de la agresividad, como lo formula Frankl. Esta manifiesta falta de sentido
de la descarga agresiva está en tal contradicción con la razón humana, que ha
fascinado desde siempre a los científicos y los ha incitado a buscar una explicación.
Pues bien, en la unidad más pequeña de una sociedad viva, en la familia, ocurre
algo parecido; también aquí basta un desencadenante mínimo para destruir por
completo la paz de un hogar.En pedagogía se han empleado hasta ahora dos
esquemas educativos antitéticos para dominar la agresividad en la familia y, sobre
todo, la agresividad de los niños, y cada uno de esos modelos parte de una
hipótesis. El primer esquema afirmaba que las agresiones deben ser sofocadas
siempre en sus comienzos, para reprimir peligrosas descargas agresivas. Era la
actitud educativa autoritaria, que sólo tuvo éxito en parte, porque siempre existía el
peligro de que, tras largas fases de represión, se produjeran súbitamente
explosiones agresivas más violentas; por otra parte, la protesta y la rebelión sólo
pudieron evitarse a costa de una neurotización creciente. El segundo tipo de
procedimiento educativo consistía en procurar siempre descargar inmediatamente
las agresiones suscitadas y, particularmente, darles rienda suelta contra objetos
inocuos, para evitar que quedaran represadas. Era la tendencia antiautoritaria
moderna, que también acarreó pronto ciertos inconvenientes. Así, se comprobó
que, «dando rienda suelta» a los afectos, las agresiones aumentaban en lugar de
disminuir, e incluso se aprendía un comportamiento agresivo. Con este estilo de
educación, los niños empezaban en el acto a transformar sin trabas en
manifestaciones agresivas la más pequeña discordancia entre sus deseos y el
mundo de su alrededor. La hipótesis correspondiente afirmaba que la agresión es
una fuerza del hombre que es preciso desahogar como sea y que, si se le deja
«válvulas de escape», desaparece por sí misma.

Pero, desgraciadamente, no desapareció a pesar de las muchas válvulas de escape.


La agresividad aumentó incluso en proporciones alarmantes, y cuando uno
contempla a los jóvenes de hoy con ojos de psicoterapeuta, se pregunta si toda la
teoría de la neurosis elaborada por la psiquiatría de medio siglo seguirá siendo
interesante para la problemática de mañana. ¿Tendrá que ocuparse el
psicoterapeuta en el futuro de angustias y complejos de inferioridad, o será el odio
la característica central de los enfermos psíquicos?

Nuestra psicoterapia se halla impotente frente a la ola actual de brutalidad y


violencia, y no menos impotente se siente el asesor educativo frente a la gran
cantidad de niños agresivos que utilizan a sus padres como «válvulas de escape»,
que no piensan más que en la destrucción, ridiculizan todo lo construido, se ríen de
lo positivo, no aprecian los esfuerzos y transforman el amor en egoísmo. ¡Y esos
niños serán mañana adultos!
CASO n.° 16:

Un muchacho de nueve años fue observado una tarde mientras arrancaba con
delectación una a una las plumas de un mirlo, hasta que el animal murió de dolor.
Los ved- nos informaron del hecho a los padres, que vinieron a ver- me
desesperados. La explicación de su situación concreta dio como resultado que los
dos padres trabajaban todo el día y que el niño, después del colegio, debía ir a la
guardería, pero
con frecuencia hacía novillos. Cuando se le preguntó qué hacía entonces por las
tardes, el muchacho contó que en verano cazaba avispas en la hierba y las mataba
con un palo (cf. p. 118), o buscaba caracoles y gusanos para cortarlos en trocitos
con la navaja. Le interesaban mucho los seres vivos y le gustaba «investigarlos».

Lo único que pude decir a los padres fue lo siguiente: «La educación de un niño se
efectúa básicamente por las tardes. Por la mañana, el niño está en el colegio, al
atardecer están todos cansados y por la noche duermen. Ahora bien, ustedes
trabajan todo el día porque están ahorrando para comprar un piso nuevo y, cuando
llegan a casa a las seis de la tarde, preparan rápidamente la cena, después cenan,
ven un poco la televisión y luego tienen que acostar al niño. ¡Si ustedes me dicen
cuándo educan a su hijo, yo les podré decir cómo deben educarlo!».
La madre contestó en seguida que ella pasaba los fines de semana en casa. Pero
acabó confesando que los fines de semana estaban los dos muy agotados y por eso
veían con buenos ojos que el niño jugara «fuera». Por consiguiente. el muchacho se
veía obligado a inventarse sus juegos por su cuenta. La razón de que tales juegos
consistieran en martirizar animales era su interés por los seres vivos. Si hubiera
tenido más interés por la técnica, quizá se habría dedicado a quitar retrovisores de
coches o a romper cadenas de bicicletas.

Pero ¿por qué esa agresividad? ¿Por qué herir, destruir? ¿Por qué no un juego
constructivo? La falta de cuidados engendra agresividad, tuve que decir a aquellos
padres. ¡Este niño está en peligro de quedar abandonado! No se está desarrollando
bien, y no hay otra posibilidad que reducir al menos algo la jornada laboral de la
madre y posponer un poco más la compra del piso soñado. De lo contrario, estos
padres tendrán un día una casa preciosa y un hijo malogrado y de este modo no
encontrarán en su propiedad una felicidad verdadera. No hay nada peor que el
abandono y nada más absurdo que un abandono gratuito en un contexto de
bienestar. El abandono difícilmente puede repararse; en un estadio avanzado es
casi incurable y lleva directamente a la criminalidad, el alcoholismo, el paro, la
pérdida del sentido social y la pérdida de toda Conciencia de responsabilidad En
último término lleva a la agresividad, a la destructividad y a esa combinación de las
dos que es la autodestrucción.

El abandono no surge porque los padres hagan algo mal o actúen erróneamente
con su hijo, sino porque los padres no hacen algo, no actúan frente a su hijo, no son
modelo, no son educadores, no son otra cosa que... máquinas de ganar dinero. En
el abandono circundado de bienestar, los padres ganan dinero para todo: para
proporcionarle a su hijo una habitación propia, para regalarle inmensas cantidades
de juguetes técnicamente perfectos y, a veces, incluso para pagarle un colegio
privado caro y una enseñanza exquisita; pero no tienen para sus hijos una cosa que
no se puede comprar: tiempo. ¡Hoy es frecuente que los padres no tengan tiempo
para sus hijos! Y aquí entra en juego la motivación, ya que el tiempo de que
disponemos lo distribuimos siempre entre las cosas más importantes y más
valiosas. ¿No son nuestros hijos lo más importante y io más valioso, sino, con
perdón, el piso propio? No hay tiempo para los hijos. Este es el gran problema de
nuestra época, la raíz de ese abandono, de ese fallo en la educación que no puede
sustituirse con nada. Ya no hay tiempo para los hijos. No hay nada en el mundo más
valioso que el tiempo que los padres regalan a sus hijos cuando se dedican a ellos.
Ante los padres que no tienen tiempo para sus hijos, los psicoterapeutas y los
asesores educativos se. quedan atónitos y no saben qué aconsejarlos. ¿Llevar al
niño a un internado, a un colegio para mediopensionistas, a un hogar infantil? No
hay nada que sustituya el tiempo de los padres, la Convivencia en la familia, la
inserción de los hijos en la vida de sus padres.

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