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Primera edición: Abril de 2008.
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A mis padres.
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A lo largo del año se producen numerosas lluvias de estrellas fugaces,
durante varias noches seguidas la tierra atraviesa determinada región del es-
pacio por la que cruza un cometa y pequeños fragmentos, normalmente del
tamaño de un grano de arena, cruzan a gran velocidad las capas altas de la
atmósfera quemándose y proporcionando un espectáculo de luces a afi-
cionados y curiosos. Durante toda lluvia de estrellas fugaces, éstas parecen
proceder de un mismo lugar llamado radiante y que es específico de la mis-
ma, dándole nombre a partir de la constelación en la que aparentemente éste
se encuentra. Hay una que a pesar de ser bastante regular e intensa es poco
conocida, se trata de la lluvia de las Cuadrántidas que tiene lugar en la prime-
ra semana de enero con un pico de estrellas fugaces entre los días 3 y 4. La
lluvia de estrellas Cuadrántida tan sólo es observable en el hemisferio norte y
tiene la peculiaridad de que en su radiante, un punto entre las constelaciones
del Dragón, del Boyero y de Hércules, no hay ninguna constelación.
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Otra de las curiosidades relacionadas con ella es que hasta 2003 no se
identificó el cuerpo celeste que la origina. En ese año un astrónomo del cen-
tro de Investigación Ames de la NASA llamado Peter Jenniskens identificó
un asteroide cuya órbita parecía ser la que debiera coincidir con la del pre-
sunto cometa originador de dicha lluvia. El asteroide recibió el nombre de
2003 EH1. Pero aún parecían existir más peculiaridades en torno a la lluvia
Cuadrántida y a este cometa, puesto que algunos estudios establecieron que
la órbita de este asteroide le situaría en torno a finales del siglo XV muy cer-
ca de la Tierra. Realmente cerca. Tanto que podría haber sido el cuerpo ce-
leste que haya pasado a menor distancia de nuestro planeta en tiempos histó-
ricos, apenas a 0,009 unidades astronómicas, es decir, a menos de cuatro ve-
ces y media la distancia que hay entre la Tierra a la Luna. Este cometa, el
C/1490 Y1, fue observado por astrónomos coreanos, chinos y japoneses entre
el 31 de Diciembre de 1490 y el 12 de Febrero de 1491. Sin embargo, según
otros autores la estimación de la órbita de 2003 EH1 para ese año 1491 debe-
ría tener en cuenta una posible desviación causada por Júpiter en torno al año
de 1650 y que por tanto el cometa originador de las Cuadrántidas y el C/1490
Y1 eran en realidad cuerpos distintos.
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olas arrasar la costa este de Estados Unidos o inundaciones arrasar la City de
Londres. Los servicios básicos desaparecen, todas las comodidades de la vida
moderna se convierten en superfluas, las autoridades pierden el control, el
cubrir las necesidades básicas es un heroísmo y la civilización se tambalea.
Es algo que hemos visto muchas veces, pero ¿qué habría ocurrido en una si-
tuación similar allá por los siglos XV ó XVI?
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cuenta kilómetros de distancia llegarían en unos trece minutos vientos de
unos mil seiscientos kilómetros por hora arrastrando, fundiendo y empujando
el hielo en una nube hacia el norte.
Durante los próximos meses caerían por todo el mundo lluvias torren-
ciales que irían disminuyendo en intensidad con relativa rapidez, tal vez se
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atenuasen sensiblemente en un año o dos, aunque el nuevo régimen de lluvias
aun tardaría en estabilizarse algunos años más. Las cosechas se echarían a
perder por el frío, la falta de luz y el exceso de humedad, los ganados enfer-
marían y el hambre y las enfermedades se extenderían entre los hombres, por
Europa, el Norte de África, Asia y América del Norte. En Australia, África y
América del Sur la situación sería mucho peor.
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Una cosa más, dado que me he permitido la licencia de desviar el
C/1490 Y1 un millón y medio de kilómetros, he cambiado también un poqui-
to su fecha de llegada: el año del señor de 1492.
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1. EL SEGUNDO DILUVIO
Tomado de las Crónicas de Fray Patricio de Urquinaona
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toda la tierra y no se trataba de castigar justamente la iniquidad, maldad e
ingratitud del hombre, sino de una simple prueba, de una ordalía.
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tros actos y pureza de intenciones. Acaso no recordamos las tribulaciones del
santo Job o los padecimientos de nuestros padres durante el Segundo Dilu-
vio. En aquel tiempo en que los corazones de nuestros padres estaban alterna-
tivamente ebrios de éxitos sin par o anegados por las negras aguas de penali-
dades largo tiempo olvidadas se tendía a entender las alegrías y pesares en
esa clave. Si los musulmanes invadieron Hispania derrotando a los nobles
godos fue por sus pecados, si detuvimos la impía marea agarena fue por
nuestra penitencia y la conversión sincera de nuestro corazón y si les expul-
samos fue por ser el pueblo elegido. Pero ese no era únicamente un problema
de nuestros padres. Todos, desde el más humilde pechero hasta el rey más
poderoso, actuamos igual, incapaces de afrontar las consecuencias de nues-
tros actos o un simple imprevisto, culpamos o agradecemos a Dios. Con gran
soberbia le bendecimos o le maldecimos, como si cualquiera de esas dos ac-
ciones fuese realmente posible.
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cual más prodigioso e inaudito. Entre Navidad y Epifanía los reyes Isabel y
Fernando culminaron una larga campaña, ocupando finalmente Granada y su
rojo castillo, acabando con ocho siglos de ocupación ismaelita de España. La
mayor alegría que recibía la Cristiandad desde la recuperación del Santo Se-
pulcro cuatrocientos años antes y su pérdida al cabo de siglo y medio, desde
la caída de la segunda Roma casi cincuenta años y de la destrucción de
Otranto en el año de 1480. Los rumores que señalaban al rey Fernando como
el elegido que liberaría Tierra Santa arrancando así el final de los tiempos se
fueron haciendo más y más insistentes. Tanto que muchos vieron la anuncia-
da expulsión de los judíos como una segunda señal. La nueva Tierra Prome-
tida había sido liberada y luego purificada de aquellos cuyas manos todavía
mostraban la sangre de Nuestro Señor Jesucristo.
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Cada día que pasaba las señales se manifestaban por doquier
enfermos que sanaban, imágenes que lloraban, sangraban o sudaban, poseí-
dos que eran liberados y glorificaban a Dios, brujas que eran desenmascara-
das, adoradores del demonio que se convertían... La estrella fue creciendo y
bajando en el horizonte hasta que el día de San Juan fundiéndose en alguna
de las hogueras que iluminaban tan santa noche, desapareció y nunca más fue
vista. El mensaje era claro: como el Bautista había venido para preparar el
camino de Jesucristo la primera vez, la estrella había venido para anunciar la
segunda venida. Era una llamada a la conversión como el grito de Juan, no un
hito como la estrella de los Magos. Era el clamor del justo llamando a la con-
versión. El grito de los desesperados anunciando nuevos y terribles tiempos.
El gemido que indicaba que la creación, como una parturienta, estaba a punto
de alumbrar una nueva era.
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lica, apostólica y romana. Con ello la Palabra llegaría finalmente a los últi-
mos confines de la tierra, otro signo evidente de que el final de los tiempos
estaba a punto de llegar. Sin embargo, todavía nos faltaba por probar el más
amargo de los cálices.
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do la humanidad en tiempos de Noé. Al principio fue barro, o sangre según
algunos, luego cayó sólo agua. Las temperaturas fueron bajando y pronto la
nieve cubrió la tierra bajo un espeso manto blanco, imagen del sudario que
habría de cubrir a la humanidad antes de renacer. Nadie recordaba una neva-
da semejante y no se ha visto otra desde entonces y probablemente nunca
jamás se verá otra igual.
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encontraban inundadas y había algunos que se mudaban a zonas más altas y
alejadas. En Portugal las ciudades de Lisboa, Oporto y Sagres también esta-
ban seriamente amenazadas por las aguas y, antes de que no fuese posible, la
corte portuguesa se trasladó a Braga en dura marcha por un camino nevado
que quedó jalonado con los cuerpos de un par de pequeñas infantas lusas y de
decenas de cortesanos, criados, clérigos y soldados.
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el Sur y luego la Tierra se sacudió de una manera tal que parecía que se habí-
an desquiciado sus cimientos. Vientos de fuerza y poder no vistos jamás por
hijo de mujer azotaron la colonia trayendo nubes oscuras que velaron el cielo
y descargaron un légamo viscoso y pestilente sobre la jungla y el mar. El go-
bernador de la colonia le ordenó partir de inmediato a la península mientras
enviaba otras naves al sur para recabar nuevas de lo acaecido. Finalmente
relató como desde su partida las nubes y una lluvia intensa e implacable les
fueron acompañando trayendo la muerte a todos sus hombres.
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con rápidas algaradas que minaban la resistencia de los magiares debilitándo-
los más y más, seguidos de despiadadas campañas que añadían más destruc-
ción. En suma los jinetes del Hambre, la Muerte y la Guerra recorrían la Cris-
tiandad y pronto lo hizo la Peste, que se extendió fácilmente gracias al conti-
nuo trasiego de refugiados, ejércitos y penitentes.
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intención ni tan siquiera de respetar a la ciudad más santa de todas. No tardó
en encontrar la respuesta en su corazón y en los gritos de las gentes que re-
clamaban que la Ciudad Santa fuese purificada, tal vez algunos herejes tenían
algo de razón después de todo. Cuentan que los ojos del Papa Alejandro VI
se abrieron para ver que Roma se había convertido en una ciudad llena de
vicios, tráfagos, engaños y bellaquerías, no siendo la vida de obispos y prín-
cipes de la iglesia más que una triste irrisión de lo que debería ser la auténtica
vida cristiana. Durante la Cuaresma todas las meretrices, cortesanas, adivinos
y demás pecadores fueron expulsados de la ciudad y, en algunos casos, como
la barragana de un conocido cardenal apaleados y asesinados por las turbas.
Tras los oficios del Viernes Santo, el Obispo de Roma organizó una solemne
procesión rogando porque la ciudad se salvase del castigo divino. Obispos y
cardenales convocados a lo largo de toda Italia, monjes, canónigos y clérigos
avanzaron bajo la lluvia hacia la antigua vía Salaria que llevaba a lo que un
día fue el puerto de Ostia. Los romanos los seguían resignados a abandonar
prontamente la ciudad, debilitados por el hambre, la enfermedad y la falta de
esperanza. Se dice que al llegar a las afueras de lo que había sido hasta no
mucho tiempo antes la pequeña población Politorio el Papa se adelantó, hun-
dió su báculo en las aguas del mar y le conminó a detenerse en nombre de
Dios Padre, de Jesucristo nuestro Señor, del Espíritu Santo y de los Apósto-
les y santos de Dios. También se dice que en ese momento dejó de llover y
que aquel Domingo de Resurrección salió el Sol por primera vez en más de
dos años. La ciudad de Roma y la Cristiandad entera respiraron aliviados.
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tropas en la ciudad de Calahorra y entró en el reino navarro apoyado por los
beamonteses. Francia nada pudo hacer para impedirlo y el rey Católico se vio
con fuerzas incluso de reforzar las merindades de allende los Pirineos ocu-
pando San Juan Pie de Puerto y algunas plazas aquitanas como Bayona. Los
nobles de Aquitania, Provenza y Bretaña solicitaron el apoyo del Rey Católi-
co, pero éste sabedor del peligro de extender en demasía sus líneas en épocas
de tanta escasez, simplemente les envió ayuda en forma de promesas, pertre-
chos y algo de plata. Además le llegaron noticias de que los reyes Jaime de
los Escoceses y Carlos de los franceses estaban dispuestos a unir fuerzas y
honrar la alianza de Auld enfrentándose de forma conjunta a sus enemigos.
Tropas francesas ayudaron a Jaime en su lucha con el rey inglés Enrique que
trataba de ganar las tierras altas de Escocia y tropas escocesas ayudarían lue-
go a Carlos a sofocar las sublevaciones de Occitanos y Aquitanos. La Cris-
tiandad entera bullía en armas mientras se sumía en las aguas, como si qui-
siese acelerar el desenlace o simplemente tratando de orientar su blasfema
frustración hacia alguien más accesible que el Creador. Tres de los jinetes
cabalgaban y solo faltaba uno.
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Como regente de Aragón y Sicilia nombró a don Fardrique
Álvarez de Toledo que era el mayordomo del difunto Fernando y Duque de
Alba, que con ese fin se instaló en Zaragoza. Se enviaron mensajeros a Sici-
lia y Cerdeña para comprobar la situación, asegurar lealtades y enviar sumi-
nistros y tropas de refresco. El regente recibió una petición de ayuda del rey
Ferrante de Nápoles pero dada la situación poco se podía hacer salvo enviar
las consabidas promesas, algunas tropas y algo de plata. Poca plata, puesto
que el comercio languidecía y de las promesas de ilimitadas riquezas del al-
mirante Colón nada quedaba ya. Don Fardrique tenía que hacer frente a la
reorganización de un territorio que había perdido mucha población con la
peste y el hambre, casi todas sus principales ciudades se encontraban su-
mergidas o amenazadas por las aguas que año a año no paraban de subir y
muchos ricos territorios desolados o perdidos para siempre. Aunque contaba
con otras regiones como los condados pirenaicos, Albarracín o la ciudad de
Zaragoza que habían sufrido mucho menos.
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reino de Nápoles y forjó las alianzas que aun hoy nos vinculan con bretones,
saboyanos, genoveses y tudescos. Al tiempo que supo mantener la llama de
la cruzada en Berbería llevando la luz de la fe en Cristo al reino de Fez, al
Oranesado, a Constantina e incluso a la refundada ciudad de Cartago, mante-
niendo en la Iglesia de Roma a los reinos de España y extendiendo su luz por
tierras de infieles.
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2. TRIBUTO DE SANGRE
Villa Real de la Santa Fe, 7 de Marzo de 1599
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inquietaba sobremanera. Por el trazado de calles y avenidas le daba la sensa-
ción de campamento militar, de asedio y de guerra permanente, sentimientos
todos ellos de los que anhelaba desprenderse en cuanto volvía a la península
y que a pesar de todo le acompañaban como si de una pestilencia adherida a
su piel se tratase.
Como era habitual en esta época del año la lluvia y una tenue
neblina le acompañaron todo el camino. Los moros habían llamado a estas
tierras muchos años atrás Reino de Niebla y sin duda ese nombre no había
sido puesto en vano y con él no quisieron hacer otra cosa que constatar una
realidad por si, tal vez, se les olvidaba. Desde donde estaba se veía la enorme
bahía en la que yacía la antigua ciudad de Sevilla, una de las que había pe-
recido en el Segundo Diluvio, la más grande y rica de las que había desapa-
recido en el reino de Castilla. Primero las aguas la llenaron de canales, luego
fueron forzando a sus moradores a mudarse al cercano Castilleja y con ellos
se fueron llevando fragmentos de sus edificios que ahora adornaban palacios
e iglesias en un intento de recrearla. Como la torre de la catedral que estaba
siendo construida con fragmentos de la antigua Giralda y de la casi olvidada
Torre del Oro. Durante un tiempo algunos tejados podían ser vistos asoman-
do en las aguas, pero él no lo llegó a ver nunca y en un día como este ni aun
la antigua ciudad podría haber sido vista, puesto que densos jirones de niebla
y lluvia cubrían el mar como un denso velo. Pero lluvia y niebla no estaban
hoy solas, venían acompañadas de un intenso frío que marcaba todas y cada
una de sus articulaciones con un agudo dolor. Los últimos fríos del invierno.
Sabía que sería peor en sus territorios patrimoniales de Alba de Tormes o en
los de Coria, pero eso no le aliviaba en absoluto. Tal vez llevaba demasiado
tiempo combatiendo en el África, donde los inviernos eran más suaves y
donde sus huesos se habían acostumbrado demasiado al Sol más cálido de
aquellas latitudes. Miró a los campos que circundaban la ciudad donde se
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decía que antes crecían olivos como en el reino de Fez y que todo lo había
barrido el Segundo Diluvio, y que pronto no serían más que arrabales, alma-
cenes y villas.
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no por la pérdida en sí, que ya era bastante dolorosa, sino por la sensación de
distancia. Amargas lágrimas regaron aquellas lejanas arenas. Le había pedido
entonces al Rey permiso para volver a Salamanca y olvidarse de guerras, ga-
leras y turcos. Quería envejecer con los suyos, estar junto a ellos en sus ale-
grías y sufrimientos, que ellos estuviesen con él en los suyos y que al alcan-
zarle la muerte le enterrasen junto a su Juana no en una tierra olvidada inclu-
so por el propio Creador.
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más humilde a los que espoleaba con la posibilidad de alcanzar recompensas
y honores. También había que reconocerle que era eficaz en su gestión, flexi-
ble ante la novedad y un buen cristiano, si bien era reprochable su desapego a
las cosas de la guerra y su desaforada pasión por las artes, especialmente la
arquitectura, la música y la vida muelle. Su peor defecto era, sin duda, la in-
humanidad con la que trataba a los que le servían, peones que quemaba sin
aparente remordimiento. Esta vez no cedería.
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guardia, un oficial de origen inglés que había servido valerosamente bajo sus
órdenes, un macero los condujo a través de pasillos interminables recubiertos
de mármoles, escaleras en cuyas paredes colgaban retratos y escenas de gue-
rra pintadas por los artistas al sueldo del rey, recargados atrios forrados con
tapices y alfombras que representaban escenas de la antigüedad clásica y pa-
tios con jardines que parecían esperar cercanos días más soleados para mos-
trar un aspecto más digno. Bien se podría alojar a los residentes de Tormes
con sus ganados y aperos en la parte que habían recorrido. El capitán Chanci-
ller estaba ilusionado ante la posibilidad de ver a su rey, pero no esperaba
semejante marcha.
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poderoso y lleno de prestigio, pero sirviente al fin y al cabo. Odiaba a esos
petimetres que trataban de ganarse el favor real pasando por encima de otros
más nobles y capaces. Sabía que el rey Miguel los usaba con astucia, que en
el interior los despreciaba y que muchas veces no eran más que el acicate
para estimular a aquellos en los que más confiaba. Pero tal vez en el futuro
cuando su mente no fuese tan clara y lúcida tuviesen su oportunidad, si no
cuando el infante Don Diego alcanzase el trono. Esas sabandijas sabrían
aguardar su momento. Aunque en ese caso contaba con la ventaja de la edad:
era lo bastante mayor como para estar seguro de que al menos no viviría para
verlo.
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que tal eventualidad significaría que controlarían todas las rutas de la seda y
de las especias – el consejero tragó saliva para refrescar la garganta y prosi-
guió, el Duque se esforzó por determinar si era una pausa pactada o si sim-
plemente era lo que parecía. Tal vez se estaba obsesionando en demasía –.
Por otra parte el rey de Etiopía, la tierra del Preste Juan, ha estado avanzando
hacia el norte por el valle del Nilo buscando tierras más adecuadas para el
cultivo que sus boscosos y calurosos dominios. Agentes genoveses a nuestro
servicio han contactado con el Rey David Askia II y se ha firmado un pacto
de cooperación: en poco más de un año un ejército español deberá atacar Tie-
rra Santa y los estrechos de Suez mientras los etíopes y sus aliados coptos
harán lo propio con los territorios del soldán de Egipto desde el Sur. Eso
pondría en nuestros manos la península de Palestina, los estrechos y por tanto
el control de las rutas que conducen al Golfo Arábigo. Para los etíopes que-
darían las tierras de Egipto salvo la Isla de Cirene que se repartiría entre los
otros posibles aliados de la liga. De momento no se ha informado a nadie
salvo al Santo Padre y al Gran Maestre de la Orden de San Juan en Rodas
que han manifestado sus deseos de participar en el proyecto, pero estamos
intentando conseguir, al menos, la neutralidad de la República de San... – El
rey le ordenó callar con un gesto de su mano, algo inusual en el Consejo, pe-
ro estaba exultante y no lo ocultaba, probablemente ya había acordado esta
actuación con los consejeros, al menos con el aludido. Se puso en pié e invitó
al Duque a seguirle hasta uno de los mapas, mientras golpeaba su pierna rít-
micamente con una varita de fresno. Se le veía nervioso como a un jovenzue-
lo recién reclutado antes de una batalla.
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damente hay otras opciones. ¡Además en su misma casa! Don Antonio estará
encantado de servirnos, todos recuerdan sus gestas contra el Emir de Trípoli
y en Italia contra suizos y florentinos...
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puerto o la ciudadela de Santa Rita de Gualata.
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3. EL ENVIADO
El-Qahira, 12 de Chábân de 1007 / 10 de Marzo de 1599
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representadas respectivamente por la madrasa y la mezquita de El Azhar y
los testigos pétreos de tiempos remotos cercanos a la ciudad. Pero al subir las
aguas y quedar anegada la ciudad de Sikander la de las pirámides se convirtió
en el centro de Misir, su cabeza, su corazón y su estómago. Un pecaminoso
estómago que debiera alimentar un cuerpo sano y fuerte, no ser una abomi-
nación débil y acomodada con la única meta de alimentarse a sí mismo y su
decadencia.
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El gigante eslavo miró a su escolta que hizo un último e in-
útil amago de apartar a los curiosos y se decidió a entrar en la tienda. El enju-
to individuo le invitó a pasar a un patio interior, mientras no paraba de parlo-
tear, moviendo sus manos continuamente. Su voz pomposa y monótona no le
ayudaba a fijar la atención de su interlocutor, al menos él no era capaz de
seguir el hilo de su discurso vacío. Renunciando a seguir su vaga disertación,
su mente vagaba por otros lugares y en otras preocupaciones. ¿Tendrían
agentes los hispanos, los genoveses y los sanmarquianos en la corte? Ellos
seguro que sí los tendrían, para ellos la dependencia del sultán en su flota era
una bendición de sus dioses que les permitía comerciar con la India sin tribu-
tar en Misir. ¿Cual sería la situación real en la frontera sur, donde se rumo-
reaba que el rey de Habeşistan y los traidores dimmies coptos arrebataban
tierras a los Creyentes? Esperaba que las historias de ejércitos enteros engu-
llidos por las sabanas del sur fuesen, eso, historias, aunque en su interior se
temía lo peor y que no eran precisamente leones o chacales los que acababan
con los ejércitos del sultán.
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atención de nuevo en su anfitrión.
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– No, mi muy magnánimo señor, y tampoco soy posadero.
Mis negocios abarcan desde el tráfico de especias y de telas, la construcción,
en incluso el comercio de libros. En el fondo me consideran más como un
erudito. Podéis llamarme al-Azraq, “el azul”. Todos me llaman así… es por
el color de mis ojos y por mi carácter pacífico y profundo como las aguas del
mar – hizo un movimiento con las manos imitando lo que según él debía ser
el movimiento de las olas –. El padre de mi padre era un cristiano neohusita y
tuvo que huir de Almaniya. Vino a estas tierras de creyentes con su familia,
escapando de los monjes Martinianos de la Inquisición de los austriacos. Mi
padre que llegó a esta bendita tierra siendo un niño siguió perteneciendo a
esa secta de los cristianos hasta poco antes de fallecer en que se convirtió a la
verdadera fe inspirado por el consejo de la tercera Sura. Era un hombre que-
rido y muchos se alegraron que se resignase al verdadero dios antes de morir.
Yo fui iluminado mucho antes por la palabra del Profeta y soy un creyente
desde hace mucho tiempo, desde mi juventud. De hecho el año pasado pere-
griné a la ciudad de Makkah...
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un agente del sultán que pretendía sonsacarle, ponerle nervioso y cansarle
antes de la recepción. ¿No habría sido cuidadosamente planeado este encuen-
tro? Aunque bien pensado podría ser que el calor y el especiado té que le
había servido le estuviesen mareando. En ese momento sintió que le faltaba
el aire y se preguntó si no lo habría envenado y si ese habría sido el destino
de los que antes que él habían venido a esta ciudad. No, era tan sólo su inter-
locutor, el tono constante, la conversación vacía y sus gestos pomposos le
abrumaban y le robaban el aire. Miró a la puerta con la esperanza de que los
escoltas se pudiesen abrir paso entre la multitud, pero uno de ellos le hizo
señales de que la horda de curiosos todavía se mantenía allí. El mercader in-
tuyó fácilmente lo que le preocupaba y dijo:
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un rincón junto a la puerta.
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toda su inacabable cháchara y su expresión bovina no eran más que una fa-
chada y que o era un agente del sultán o del que mejor pagase. Aunque claro
podría ser tan sólo un redomado chismoso.
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más luz y se atrevió a beber un sorbito de té de nuevo. Tal vez el charlatán
pudiese serle útil después de todo. Si era sincero, le proporcionaría valiosa
información. Si no lo era y trabajaba para el sultán podría usarlo como fuente
de desinformación y difusión de falsos rumores. Probablemente el problema
sería controlar esa enorme e incansable boca.
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4. LOS PUERTOS
San Juan de Rusadir, 25 de Junio de 1599
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engorroso trámite. No era una carga que habitualmente hiciese el trayecto
oceánico pero había gran necesidad de metales para fundir cañones, sobre
todo buenas piezas de bronce, y no se quería llamar la atención comprándolo
en otras naciones cristianas cercanas en las que pudiese haber oídos y ojos no
deseados.
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vejez, aunque muchas veces esa plata ganada con tanto riesgo tendiese a des-
aparecer como por arte de ensalmo en el primer lupanar o en la primera ta-
berna visitados. Al capitán Ramiro Moreno no le hacía mucha gracia ya que
le podría caer una gravísima sanción, pero pocos capitanes habrían censurado
ese comportamiento, de hecho eran los que más contrabando introducían, en
su caso un quintal de plata del que le quedaría una buena comisión.
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Hispaniola, pensó que el rumor de la existencia de la flota de galeones habría
llegado a los corsarios y que no se resistirían a hacer un intento sobre ellos y
su valiosa carga de metales, creyendo que podrían aislar y abordar a alguno.
El almirante propuso escoltar la flota al menos hasta que llegasen a Hispanio-
la donde se unirían a las naves que venían de Nueva Galicia y quedarían cus-
todiados por los Galeones de la Carrera de Indias. Los marineros sentían que
más que protección se les estaba brindando la posibilidad de actuar como un
cebo gordo y jugoso. Aunque bien pensado el rumor de la gran carga que
transportarían a las Españas seguramente habría recorrido ya las aguas cerca-
nas y no tan cercanas. Al menos de esta manera los corsarios tendrían que
entretenerse con las galeras del Almirante Bermúdez. No obstante la in-
quietud les hizo apresurarse en la carga y la flota se hizo a la mar cargada
hasta los topes y con centenares de ojos inquietos escrutando el horizonte.
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Los primeros en sufrir sus depredaciones fueron los tlaxcal-
tecas cuando el emperador de los aztecas les llamó solicitando su ayuda, lue-
go fueron las ciudades mayas y finalmente los navíos y los colonos hispáni-
cos. Incluso las plazas mejor fortificadas se habían tenido que emplear a fon-
do en alguna ocasión contra los codiciosos bandidos del mar neoingleses y
sus aventajados aprendices aztecas y algunas habían sucumbido. Lo más irri-
tante era que gran parte de la población mexica que había rechazado hasta el
momento a los misioneros católicos mayas y españoles se estaban convir-
tiendo a la herejía viclifiana de los neoingleses. Se decía que en realidad era
una variante de la misma que combinaba los ritos satánicos de los aztecas
con las enseñanzas blasfemas de los neoingleses. Muchos sentían que tal vez
era el momento de lanzar una cruzada contra ellos que acabase con su impie-
dad, su poder y su orgullo. El mismo Obispo de Santa Rosa de Zacpetén
había remitido una carta al rey español para que enviase una gran flota con la
que acabar con el emperador azteca. Evidentemente quería ignorar los prepa-
rativos que indicaban que habría guerra pero que no sería en las Indias, pues-
to que no desconocía que algunos capitanes españoles habían recorrido las
ciudades de la liga maya reclutando soldados que eran concentrados en la
costa aguardando ser embarcados hacia el Viejo Mundo y a los que se aren-
gaba con llamadas a combatir a los infieles ismaelitas del sur de los dominios
del rey hispano.
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Los corsarios se habían dividido en tres escuadrones, uno de
ellos trataría de efectuar el corte, dañando con su artillería al penúltimo ga-
león, posteriormente tratarían de destruir o, al menos, entretener a la posible
escolta. El segundo, más pequeño y formado por naves muy rápidas, se en-
cargaría de hostigar al resto de la formación dificultando que acudiesen en
socorro de las naves aisladas. Finalmente, el tercer grupo formado por las
naves más grandes trataría de aproximarse a popa de las presas, inutilizar los
guardatimones y abordarlas. Eran estas las naves que mostraban una mayor
cantidad de tropa embarcada ya que la función de las otras no era más que de
hostigamiento y distracción. Bien se podía afirmar que eran naves adecuadas
para esa misión: la mayoría de ellas era bergantines de aparejo latino, doce
remos y perfil bajo, muy maniobrables y equipadas con un par de buenas pie-
zas en la corulla y algunos sacabuches en las bordas de los talares y el casti-
llo de popa. Para el abordaje usaban naves más grandes aunque no menos
rápidas como galeotas de veinte remos, bien artilladas pero que carecían de
espolón ya que el objetivo no era hundir, sino capturar las naves enemigas.
Para ello contaban con escalas y marineros duchos en el uso de rampagones y
otros ingenios de abordaje que se apretujaban en la tamboreta, bajo las bocas
de sus piezas de artillería, listos para asaltar cualquier embarcación que se les
cruzase en su camino.
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tiro de mosquete, pero se aproximaban con rapidez dos galeotas en ángulos
tales que sólo se podría repeler a una de ellas quedando expuestos a que la
otra abordase. Eso suponiendo que lograsen cargar las piezas, apuntar y dis-
parar a tiempo. Los hombres preparaban sus armas para afrontar el inevitable
abordaje, mientras el capellán los bendecía perdonando sus muchos pecados
y rogaba al Todopoderoso que mostrase su poder destruyendo a los impíos
neoingleses y los satánicos aztecas. En el puente, el capitán Ramiro trataba
de maniobrar para evitar a los atacantes sin perder la posibilidad de barrerlos
con sus cañones, pero era una tarea imposible ya que con el débil viento con
el que contaba y en esas aguas tranquilas las galeotas se movían con mayor
rapidez de la que a ellos convenía. De hecho sus remeros, voluntarios o for-
zados estaban haciendo un esfuerzo realmente meritorio ya que cada nave
parecía estar en varios sitios a la vez. Los artilleros acabaron la recarga de las
piezas a toda prisa, apuntaron como pudieron, pero tan sólo uno de los falco-
netes alcanzó a la primera galeota. Al menos la forzó a abrirse alejándose de
ellos con lo que no podría abordar en esa pasada. Sin embargo, el capitán de
la segunda que debía ser un veterano cazador de esas aguas aprovechó un
ángulo muerto de las grandes piezas del galeón para aproximarse por popa y
abordarlo por estribor, muy cerca del castillo.
68
só graves daños antes de abordarla y forzarla a arriar la bandera poniendo fin
a la batalla. El resto de naves atacantes se alejó hacia el noroeste buscando la
seguridad de la costa azteca. Otro día lo intentarían y tal vez entonces tuvie-
sen más suerte, pero en esta ocasión Higgins lo pagaría con su vida.
Había sido una acción muy rápida pero que le había costado
al “Calvario” quince tripulantes y daños que tuvieron que ser reparados a
toda prisa en la mayor de las islas Cubanas en lo que supondría un nuevo re-
traso. No había otra posibilidad ya que la descarga del “Calvario” y la distri-
bución de su carga entre el resto de atestadas naves habría requerido más
tiempo, amén de ser tarea imposible por no haber espacio libre para tanto. La
tripulación fue más fácil de reponer ya que en el puerto de San Miguel de
Torojuy, como en tantos otros puertos, no era difícil encontrar tripulantes
desocupados. En este caso encontraron un grupo de indios, mestizos y caste-
llanos de mala catadura y peor aspecto pero que resultaron ser unos extraor-
dinarios marinos. Además ya se conocía su valía en el mar ya que en su ma-
yoría procedían de la fusta maya “Nuestra Señora de Suhuy Kaak”, la única
nave perdida en la batalla.
69
mente fue allí donde, una vez reunida la flota, las cosas se torcieron de nuevo
al ser sorprendidos por una tormenta que hundió uno de los galeones, el “Co-
vadonga”, y a un par de las naves menores. El mal tiempo les acompañaría
hasta las costas de la península entre trabajos y maldiciones. No obstante, las
reparaciones de emergencia del “Calvario” habían sido plenamente satisfac-
torias ya que la nave soportó sin demasiadas dificultades la gran carga, los
vientos y el oleaje.
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5. CAMPAMENTOS
Santiago de Fez, 26 de Junio de 1599
71
do de conseguir hacerlo de la forma más rápida y segura posible. El gasto de
pólvora, pertrechos y plata era considerable pero repercutiría en un ahorro
vital de vidas y medios y una mayor eficacia una vez entrasen en acción. En
el momento que comenzasen la ofensiva sobre los estrechos tendrían que
afrontar simultáneamente a los ejércitos de Damasco, de Anatolia y los de
Egipto que no marchasen sobre los coptos. Estarían en inferioridad numérica
y sólo contarían con una mayor potencia de fuego y su entrenamiento puesto
que la cantidad de caballería que podrían embarcar sería probablemente mu-
cho menor de la deseable y ciertamente mucho menor de la que los egipcia-
cos lanzarían contra ellos. Eso si no aparecían los otomanos o los turcos del
Carnero Blanco en ayuda de sus correligionarios. Por todo ello sería esencial
el tiempo. Rendir las plazas de los estrechos de Suez y de Galilea con el me-
nor gasto de hombres y tiempo. Marchar sobre el istmo del Négueb y fortifi-
car el único acceso a la península de tierra Santa. Para ello habría que mover-
se deprisa, fortificar, aniquilar la resistencia y seguir moviéndose. Si perdían
la iniciativa sólo un milagro podría salvarlos del desastre.
74
los, todo ello a un ritmo que debía ser conocido o al menos previsto para que
el resultado fuese el deseado. Pero él prefería enfocarlo como si de un com-
bate a espada se tratase, un arte como la esgrima. En primer lugar conviene
conocer bien al enemigo, cual es su estilo, con quien ha estudiado, especial-
mente sus fortalezas y sus debilidades. Si es diestro o zurdo. Si hace uso o no
de artimañas como la presencia de una daga en forma de tropas ocultas, el
uso de la capa para ocultar movimientos o de rodela que podría ser alguna
posición fortificada adelantada. Lo que le obligaría a actuar en consecuencia
usando con el fin de contrarrestarlas alguna de esas añagazas o cualquier
otra. En ese momento comenzaría el combate propiamente dicho. Pero nada
de acometer ciegamente, habría que determinar si la información obtenida es
la correcta antes de precipitarse. Conviene tantear. Una finta, un ataque fin-
gido, una retirada oportuna, un ataque a fondo y volver a empezar. Así hasta
estar seguro de haber detectado el agujero en la defensa y que no hay nada
oculto, entonces atacaba a fondo manteniendo siempre la guardia atenta. ¿De
qué habría servido atravesar el cuello del oponente si su espada te hiere en la
pierna? La mayoría de los generales desprecian al oponente, no le respetan,
no valoran sus puntos fuertes o los de los hombres que están a su mando. Lo
cual o es un error fatal si te enfrentas a un enemigo más fuerte, o un grave
desperdicio si te enfrentas a un enemigo mucho más débil. ¡Cuántas veces no
habría cedido un combate oponiendo una fuerza pequeña a otra mayor, fin-
tando y esquivando el ataque del grueso del enemigo mientras el grueso de
sus fuerzas se desplegaban cortando las líneas enemigas y dejándolas en una
situación desesperada que conducía a su retirada desordenada y posible ani-
quilación y todo ello sin riesgo!
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– No me lo perdería por nada del mundo, aunque mi presen-
cia probablemente induzca a los hombres a pensar en que hay algo extraordi-
nario. Comunicadle a vuestro capitán que lo observaré desde las posiciones
atacantes. Podéis marchar…– El soldado saludó y se preparó para volver jun-
to a su oficial – ¡Un momento! Recalcad al capitán que no quiero que mi pre-
sencia provoque preparativos especiales que pongan en peligro la sorpresa.
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6. ESTEPA, NIEVE, FUEGO
El-Qahira, 7 de Dhul-Hijjah de 1007 / 1 de Julio de 1599
N o quería abrir los ojos. No, todavía no. Quería apurar los últimos mo-
mentos del frescor de la mañana, y en ellos la tibieza del cuerpo que
yacía a su lado, antes de que el terrible calor que vendría con el abrazo del
amanecer se la arrebatase y tornase en pegajoso e incómodo contacto lo que
ahora era placentera y deliciosa unión. Acogerse al fresco murmullo del agua
en la fuente del patio, al alboroto de los pájaros que jugueteaban, a una respi-
ración queda y cercana y nada más. Su mano, sin necesidad de la luz que ne-
gaba a sus ojos, recorrió una pierna suave que se estremeció primero y luego
trató de buscar el contacto sin atreverse a consumarlo. ¿Estaría ya despierta?
No quería abrir los ojos. No, todavía no. Había sido una no-
che agotadora. Una nueva fiesta en el palacio del sultán. Un nuevo tormento
con en el que el obeso y depravado ser que todavía era monarca del país del
Nilo buscaba complacerle. Una nueva piedra que se sumaría a las que serían
colgadas de su cuello antes de ser arrojado al gran río por su impiedad. La
noche anterior abundaron las bailarinas, los efebos, las meretrices y el vino,
ríos de vino con los que parecía querer ahogar a todo el mundo. Los cristia-
nos de Girit que se lo traían se enriquecían con un dinero que debería haber
sido destinado a preparar las defensas del sultanato. Irónicamente con todo
ello pretendía impresionar a sus vecinos, demostrarles su poder. ¡Su poder!
Ebrio de placeres no veía las conspiraciones y corruptelas que surgían a su
alrededor. El presupuesto para defensas era elevado, pero poco llegaba para
invertir en fortificaciones, artillería y pólvora. Las unidades mercenarias re-
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cibían mucho dinero, pero casi todo iba para sus comandantes lo que forzaba
a la tropa a depredar a la población local, a robar a auténticos y leales creyen-
tes que debían sufrir una carga injusta y que ya pagaban en forma de impues-
tos. Se había preguntado mil veces cómo semejante abominación podía ser el
Guardián de los Santos Lugares. Cómo estar a cargo de las ciudades santas
de Mekke, de Medine y de Küdus. ¿A qué oscuro designio podía obedecer
aquello? Los cristianos hablaban de la gran inundación como del segundo
diluvio y lo consideraban como una prueba a la que sus dioses les habían so-
metido, tal vez la verdadera prueba inflingida por el verdadero dios a los cre-
yentes eran gobernantes como él. La plaga de langostas encarnada en el sul-
tán de Misir, los mosquitos en el Shah de Fars que combatía con más fiereza
a los creyentes que a los impíos armenios, el granizo de fuego en los sultanes
de los Sonrai que se habían contaminado con la sangre de los sudaneses de
oscura piel y nacidos para ser esclavos.
Por fin ella abrió también sus ojos. Unos hermosos ojos ver-
des que desde el primer momento le habían hablado de su tierra, del viento
de la estepa, de las praderas sin fin donde cabalgaba con un arco y un halcón.
No pudo evitarlo y la adquirió pagando una cantidad exagerada. Ni tan si-
quiera había regateado. Si le hubiesen dicho que uno de sus hombres había
cometido una locura similar le habría censurado. Pero ante esos ojos no podía
hacerlo. Esos ojos encerraban la estepa, contenían el cielo infinito de las pra-
deras, aprisionaban el viento eterno. Ese viento que necesitaría pronto. Si
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bien el ejército del sultán estaría pronto prácticamente en sus manos, bien en
forma de tropas leales a él o como generales a sueldo, la flota era otra cosa.
El Kapudán Pacha seguía siendo un sanmarquiano, Vincenzo Portari, y man-
tenía una poderosa influencia sobre el sultán. Socavarla era la misión que le
había encomendado a Yusuf el-Azraq, debía usar sus influencias para que el
sultán al menos dudase de él. Ya se encargaría de dar un motivo de descon-
fianza. Nada más fácil que hacer creer al Dux de Girit que el sultán otomano
vería con buenos ojos que se erradicase ese nido de piratas que era la isla de
Rodos donde los caballeros sanjuanistas tenían su base. Se podría dejar caer a
los sanmarquianos que el precio por su ayuda sería la posesión de la isla. Al
mismo tiempo se encargaría que los sensibles oídos del sultán tuviesen su
ración de lisonjas acerca de lo importante que sería para el sultanato hacerse
con ese preciado botín. Todo acabaría con una oportuna puñalada en la es-
palda de Portari, un par de documentos falsificados que probasen que el ofi-
cial había conspirado para que sus compatriotas se quedasen la isla y un osa-
do golpe de mano sobre las galeras sanmarquianas en el puerto de el-Qahira.
En poco tiempo podrían ser sustituidas por unidades turcas o mejor aun cap-
turar las naves sustituyendo las tripulaciones por otras más leales de egipcios
o de otomanos.
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El cosquilleo de las pestañas de Zara en su pecho le llevó de
nuevo muy lejos de sus preocupaciones. Porque Zara era su nombre. Zara.
Nada más. En realidad no le importaba, porque para él no necesitaba nombre.
Para él era la estepa, era el viento, era el fuego y era la nieve. Se preguntaba
si como había dicho el poeta prohibido la felicidad no estaría en las sedosas
pestañas de una mujer. Otros decían que la felicidad estaba en las praderas
sin límites, en la riqueza, la sabiduría o la piedad. Él ya había renunciado a
las praderas y la riqueza, mirando esos ojos verdes que le hechizaban, se pre-
guntó si debería renunciar a las dos últimas por ella. Si debería renunciar a
ella. Si podría. Al besarla por última vez antes de incorporarse supo que sí,
ya hacía calor y se sentía sucio y pegajoso.
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7. DE RATAS Y OTROS HABITANTES DE LAS SOMBRAS
Nueva Venecia (Isla de Candía), 7 de Agosto de 1599
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y sarraceno, los desposeídos por los desposeídos del mar que vinieron a la
isla huyendo del Diluvio y de los austriacos. Con el paso del tiempo se ha-
bían mezclado con los nuevos llegados, los más de origen veneciano o dál-
mata, pero también toscanos, francos, magiares e incluso germanos. El mes-
tizaje los había convertido a todos ellos en compañeros de miseria y súbditos
del Rey de las Sombras y su consejo, a ellos debían lealtad y no por razón de
su nacimiento, sino por razón de su desesperación. Aldeanos desposeídos,
antiguos galeotes, desertores, piratas, huérfanos de las calles, pícaros y demás
ralea privada de todo, hasta de la esperanza, entraban en estas calles buscan-
do lo que no encontrarían en ningún otro lugar: una razón para seguir vivien-
do, medios para lograrlo y tal vez respeto. Al declarar su vasallaje al Consejo
de los Trece y a su Rey pasaban a ser súbditos suyos, obtenían un trabajo más
o menos honrado, más o menos denigrante, mejor o peor pagado, pero lo más
importante era que dejaban de ser objetos para pasar a ser personas. Además
tenían la esperanza de prosperar en la nueva escala social en la que se in-
tegraban. Podían convertirse en Comadrejas y servir en las milicias de los
Trece, en Ratones y recaudar los impuestos del Consejo entre los comercios
del barrio, Lirones y regentar uno de esos comercios, en Ratas y gobernar
una calle, incluso con tiempo y esfuerzo acceder al propio Consejo, hecho
que fuera del Barrio habría sido un imposible pero aquí las barreras sociales
eran mucho más tenues aunque eso no mermaba el honor, ya que para un
habitante del barrio eso era como para cualquier pechero de la otra parte de la
ciudad el convertirse en un honorable mercader o un miembro del consejo del
Dux. Incluso mejor, ya que acceder a tal puesto de honor implicaba haber
sido capaz de sobrevivir en las más adversas condiciones, así como mostrar
valor y poseer una cierta astucia. Tal vez por ello eran tan leales, aunque
también habría que tener en cuenta la crueldad con que serían tratados mu-
chos de ellos por la milicia ciudadana si les pusiese las manos encima y con
la que serían tratados si traicionasen al Consejo de los Trece o a su Rey. De
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lo primero daban testimonio los ahorcados que quedaban expuestos junto a la
Lonja de los Curtidores y las horribles mutilaciones que invariablemente pre-
sentaban y que les privaban casi por completo de todo aspecto humano. De lo
segundo los cadáveres que aparecían junto al viejo cementerio de Agios
Constantinos cruelmente asesinados: con el cuello degollado y la lengua sa-
liendo obscenamente por la hendidura, los chivatos; con las manos cortadas y
atadas al cuello, los que robaban al Rey o a sus servidores; aunque los peores
castigos eran para los agentes de la ley que osaban penetrar en sus dominios,
ya que a esos les encajaban las cabezas en jaulas de alambre con ratas ham-
brientas que les devoraban vivos.
92
consejero, capaz capitán, tenía no obstante dos defectos. El primero era una
desmesurada afición al juego, desgraciadamente esto no le sería útil ya que
parecía ser muy afortunado, no teniendo deudas, y además prefería para sus
partidas de naipes la compañía de otros miembros nobles o adinerados de la
sociedad sanmarquiana, probablemente para aprovechar su buena fortuna y
sacarles buenos dineros. El segundo defecto parecía mucho más prometedor:
accidentalmente y gracias a un confidente pudo averiguar que sentía una gran
debilidad por los efebos. Con absoluta discreción y gran prudencia mantenía
a varios de ellos en varias casas a lo largo y ancho de la ciudad, aunque últi-
mamente andaba prendado de un actorzuelo llamado Anselmo Bizzi que solía
actuar en un pequeño teatro en el barrio de las Ratas al que mantenía en un
alojamiento cercano. De tarde en tarde le picaba la comezón de su nefando
pecado y discretamente visitaba al jovencito con una escueta escolta de tres o
cuatro hombres que solían ir fuertemente armados.
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yo sabré si es verdad o si no lo es, pues ya he sabido por otra fuente de lo que
planeáis, sólo quiero confirmar lo que ya sé. De vuestra disposición depende-
rá el dolor que tendréis que soportar antes de morir. Os ofrecería un poco de
vino, pero... creo que no es el momento.
99
las ratas para que destrozasen los cadáveres y cerraría la casa. Llevaría los
cuerpos de los sicarios al cementerio de Agios Constantinos, desaparecería
durante unos días y finalmente abandonaría la isla, aunque tal vez hiciese
antes de partir una visita que anhelaba hacer más que esta.
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8. IUS INTER GENTES
Villa Real de la Santa Fe, 8 de Agosto de 1599
101
El Mayordomo Real, el Duque de Arcos, anunció entonces
que a continuación se reuniría la Mesa de Conciencia y Órdenes, apelando en
nombre del rey al Privilegio de Armas, dado que iban a tratar de la campaña
que se avecinaba y con el fin de proteger el secreto de los preparativos de-
mandó de los consejeros que se retirasen salvo los que hubiesen sido expre-
samente invitados. Los Secretarios de los Consejos Territoriales, de Comer-
cio, de las Comunidades de Tierra, de Iglesia, de las Cortes y de la Mesta
fueron desfilando con mirada entre indignada y aliviada, quedando tan sólo
los del Ejército, Marina, los de las Órdenes Militares, el Duque de Alba, el
Príncipe Castriota y sorprendentemente uno de los representantes de las Uni-
versidades, otro de la Iglesia, el representante de Burgos que había presidido
la delegación de las Cortes, el de la Casa de Contratación, el de Universida-
des y algún que otro representante cuya presencia no encajaba en un consejo
de guerra. Por una puerta lateral, oculta tras unos tapices, accedieron dos
hombres de mediana edad uno con aspecto de clérigo y otro con aspecto de
letrado, no iban acompañados por secretarios ni por escribanos, tan sólo por
un par de archeros que desaparecieron por la misma puerta.
103
tanto a la flota, como al ejército, así como otros muchos gastos, como la
construcción de fábricas de armas y de pólvora en Ronda, Rusadir y Fez o las
fundiciones de cañones de hierro en Oviedo y Vizcaya. Una de las medidas
cautelares había sido filtrar posibles objetivos que desviasen la atención de
los verdaderos, así, por ejemplo, para justificar el tamaño de la flota se había
hablado de una cruzada sobre el Emperador Azteca, de un ataque sobre los
dominios de los neoingleses e incluso de una invasión del territorio de los
Sonrai desde Cabo Verde. Eran medidas habituales y normalmente iban
acompañadas de otras acciones de desinformación que implicaban incluso el
soborno de agentes extranjeros.
104
Su camarada de armas el almirante Marco Antonio también
parecía preocupado y era más que comprensible puesto que él sí que estaba
interesado en el buen fin de la guerra. Por su familia, la desposeída casa real
albanesa, anhelaba combatir a los turcos y derrotarlos en cualquier lugar, pe-
ro había algo más. La participación en una Cruzada para liberar los Santos
Lugares había sido su sueño desde la infancia, con los años se había vuelto
más realista y no confiaba en que ese evento pudiese llegar a ocurrir y úni-
camente sacaba el tema tras varias copas de vino, poco antes de empezar a
jurar contra toda cabeza que portase corona, tiara o birrete. La propuesta de
participar en la última cruzada le había devuelto una juvenil ilusión y tal vez
por ello movía nerviosamente la cruz de oro que colgaba en su pecho. El Du-
que miró entonces en su interior y sólo encontró sentimientos encontrados,
puesto que por una parte estaba preocupado porque tantos esfuerzos hubiesen
sido baldíos o que se dedicasen a otro fin que le alejase aun más de los suyos,
tal vez batallar al otro lado de la Mar Océana. Aunque por otra parte también
se encontraba aliviado ante la posibilidad de que todo se cancelase, que que-
dase liberado de su promesa y pudiese volver a Alba de Tormes con su fami-
lia tras tantos años de servicio de armas.
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Mientras tanto Don Diego había continuado la presentación
de los eruditos citando libros, cartas y otras publicaciones, honores papales y
participaciones en controversias varias a las que los monarcas hispanos eran
tan aficionados cuando de marcar las directrices de una política novedosa se
trataba. Al terminar entregó sus notas a un fraile que apareció como un es-
pectro detrás de él y añadió:
107
hasta los reyes Isabel y Fernando, por tratar de contener primero a la nobleza,
encarnada en los poderosos señores llenos de privilegios y poder capaz de
hacer sombra a la corona, y luego al clero, especialmente a la Inquisición,
envalentonados por la aparente deferencia divina mostrada a los reinos de
España durante el Segundo Diluvio, para acabar siendo atado en corto por las
Cortes, las Universidades y los Juristas. Todo ese esfuerzo había sido escapar
del acero de los grandes y del incienso de los Cardenales para caer atrapado
en los códigos de los juristas y los papeles de los funcionarios. Suponía que
eso había traído prosperidad al Reino y había reducido el riesgo de conflictos
entre bandos de nobles, pero que también suponía un lastre en situaciones en
las que los beneficios no podían ser expuestos claramente a los Procuradores
de las Cortes sin riesgo de revelar lo que se planeaba frustrándolo, como así
era en esta ocasión.
108
naves que podrían estar llevando mercancías y riquezas a los confines del
orbe para mayor gloria de la monarquía hispánica se perdiesen en una guerra
inútil. Maese Moura nos ha hablado de las rutas que se abrirán, de las misio-
nes, de las especias que fluirán… pero no nos ha hablado de las naves que se
perderán, de los ataques que podrán desencadenar sobre nosotros los Solda-
nes de Egipto y de los otomanos, ni de los nuevos impuestos que gravaran el
comercio – y bajando su mirada ante la del Trastámara concluyó – y que pa-
garemos con la resignación habitual. Es nuestro deseo que quede claro que
ese sacrificio que se nos pide corresponde con una causa justa, noble y acor-
de con las leyes de Dios y de los hombres.
109
Cardinal Cisneros y de los grandes pensadores de la Escuela de Salamanca
como Domingo de Soto y Fray Luis Vives mostró el camino para evitar ese
error. Ellos, inspirados por la sabiduría divina, fueron los primeros en mos-
trar claramente los criterios que podrían avalar la rectitud, la moralidad o la
justicia de una guerra. Puesto que tan magnos maestros consideraban que
existía la posibilidad de que una guerra fuese justa incluso fuera del magiste-
rio de la Iglesia, como por ejemplo lo fueron las de griegos y romanos que
aun causando gran mortandad entre naciones bárbaras y privándolas de una
falsa libertad, las enriquecieron en recursos, en conocimientos y en cultura.
Es evidente que lo habían hecho sin conocimiento de la inmortalidad del al-
ma, el amor del Padre o la caridad – el Duque de Alba comenzó a temer que
la exposición de los eruditos se limitase a una interminable enumeración de
artículos, motivos y antecedentes, sin posibilidad de discutir, aclarar o inclu-
so negociar su apoyo o su aprobación –. Pero nosotros nos encontramos en
una situación muy distinta puesto que nuestra Fe, el magisterio de la Iglesia y
las Escrituras nos muestran un camino claro, aunque estrecho, del que no es
posible desviarse sin caer en las penas más severas. Se ha hablado de los be-
neficios y de los perjuicios que la guerra traerá, pero eso es una cuestión se-
cundaria. Lo esencial es determinar si la guerra será justa o no, no si será
provechosa para la República o no. Como mi hermano en la fe, Don Diego,
ha dicho el Príncipe no puede decidir por sí mismo la justicia o no de una
acción armada aun cuando tenga autoridad y medios para llevarla a cabo.
Ello se debe a que podría verse tentado de hacer la guerra por acrecentar la
gloria personal mediante anexiones territoriales…
110
– ¿Insinuáis acaso que la incorporación a la Corona de las
tierras de los reinos de Fez, Cartago y Marraquex no...?
Sin decir nada más hizo una reverencia hacia el rey, inclinó
la cabeza ante el Confesor Real y tomó asiento. Momento en el que el jurista
alcalaíno reagrupó sus notas, se puso en pie y comenzó a hablar.
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por ejemplo, el decreto de Julio III “Hyerosolima Liberatio” que mantiene
viva la llama de la recuperación de los Santos Lugares y expresa que es un
deseo permanente y vivo del Obispo de Roma que tal hazaña se logre, o la
bula “Dum Diversas” de Inocencio VIII en el que se autorizaba al Rey de
Portugal, y como… como heredero suyo al rey de las Españas, a someter a
sarracenos, paganos y demás infieles enemigos de la corona y transferir esos
territorios a su corona – el Duque se preguntó si no sería todo una maniobra
del Romano para asegurarse algo más que el control de los Santos Lugares en
Jerusalén, Belén y Nazaret, aunque no era probable que eso fuese puesto en
tela de juicio a menos que los sanjuanistas se lo estuviesen disputando –, si
bien esta se podría interpretar en contradicción con la posterior de Alejandro
VII que mi colega… el hermano Ignacio ha citado. No deberíamos olvidar
tampoco la “Cum dum praeclarae” de Eugenio IV, la “Divino Amore” de Ni-
colás V, la “De Christianissima Bellis” de Francisco I… En fin no quisiera
aburrirles, ni abrumarles con tantos antecedentes que…que existen. Hay
otros atenuantes que para… cualquier experto en Ius inter Gentes serían evi-
dentes como son las permanentes ofensas y… la opresión en la que viven
incontables cristianos de esas tierras y los peregrinos que por ellos pasan, la
existencia de otros muchos… cristianos sometidos a la vil esclavitud tras
haber sido capturados traicioneramente incluso en nuestras costas – un mur-
mullo recorrió las filas de ambas delegaciones –. Más aun no podemos obviar
la existencia de aliados de la corona que se encuentran en guerra contra el
infiel, en este caso el cristianísimo rey David de Etiopía que combate contra
el herético soldán de Egipto – hizo una breve pausa y el Duque pensó que
habría acabado su exposición, pero la retomó de nuevo –. Un argumento más
que podría ser enumerado en favor de justicia de esta guerra sería la carencia
de leyes… de leyes justas que rijan a los naturales de esas tierras. Aunque en
este punto, deberíamos preguntarnos si la ley alcoránica se considera ley in-
justa o no… en mi opinión claramente no lo es, al justificar elementos como
113
la infame esclavitud, los tributos adicionales para los cristianos, la poligamia
y la sodomía. Para terminar recalcaré de nuevo el argumento expuesto por
Maese de Moura acerca de la violación permanente del Ius Communicandi
que impide a los mercaderes españoles comerciar con las Islas de las Espe-
cias, a los misioneros viajar a la India y a nuestros navegantes acceder al
Océano de los Indios. Son los mismos evangelios los que establecen que to-
dos los hombres son prójimos independientemente de su fe, que por tanto
españoles y egipcios son prójimos… de la misma manera que el samaritano y
el judío lo eran.. Y que los segundos… es decir, los egipciacos, no pueden
impedir a los primeros el libre tránsito.
114
de Martín de Eisleben no le libra de cometer errores y este es… evidente.
¿Cómo justificaríamos entonces todo lo hecho por los soberanos españoles
desde el heroico Don Pelayo? Quería destacar que… antes no… que existen
además justos títulos que avalan las reclamaciones de Don Miguel a las tie-
rras de tierra Santa. Lo que haría a sus habitantes súbditos de jure… del rey
de las Españas y usurpadores de tierras que no son suyas.
116
La intervención del Secretario Real le había desconcertado y
dejado en una extraña posición. No alcanzaba a ver que pretendía forzándole
a intervenir, pero lo cierto es que no tenía otro remedio que hacerlo.
117
en varias ocasiones y en todas ellas fue perdida de nuevo. No pido venganza,
pero creo que va siendo hora de que vayamos saldando cuentas con ellos…
Alguien ha comentado que se debería ofrecer al soldán la posibilidad de en-
mendarse sin tener que llegar a la guerra, a día de hoy las hordas del soldán
ya combaten con soldados cristianos en el Nilo con lo que no creo que sea
muy receptivo a semejante invitación.
119
Había pensado muchas veces en ello, era consciente de haber obrado mal,
pero incomprensiblemente no lo sentía así. Eso le preocupaba, el no arrepen-
tirse de un acto que a la luz de su trayectoria y de sus convicciones no dejaba
de ser un arrebato condenable que había conducido a un horrible baño de
sangre. Lo había hablado con el capellán, pero no le había ayudado en abso-
luto. El perdón exigía arrepentimiento y propósito de enmienda, pero él no
podía ofrecer tal cosa. Lo había buscado en los ojos de sus subalternos, en el
fiel capitán Chanciller, en el capitán Zácher, en el sargento mayor Berrojo, en
el escribano maese Caramillo, en los soldados, en los mochileros e incluso en
las cantineras y sus obscenas canciones. Pero en ellos sólo había encontrado
comprensión, admiración y justificación. Comprensión. Admiración. Justifi-
cación. Justo lo que no necesitaba para acercarse al arrepentimiento, al pro-
pósito de enmienda y a partir de ellos alcanzar el perdón. Aquella nefasta
jornada se había dejado llevar por sus fantasmas hasta acabar con el soldán y
se habría dejado llevar hasta cabalgar a Tombuctú para reducirla a cenizas.
120
Hemos discutido la validez de los títulos sobre Tierra Santa para justificar
esta guerra, pero aun aceptándolos en mi opinión eso no justifica la ocupa-
ción de otras tierras, de plazas, o de puertos en los estrechos de Suez y el
arrebatarle a un soberano extranjero, aun infiel, partes de sus dominios.
121
los cristianos. Los moslimes no consumen carne humana, no toleran las rela-
ciones carnales entre parientes cercanos, ni hacen sacrificios de niños o adul-
tos, por tanto les ampara el derecho a gobernarse libremente de acuerdo con
las leyes que escojan y bajo los gobernantes que juzguen como legítimos y
no por ello se les deberá combatir. Esa no es por tanto una razón legítima
para hacerles la guerra.
122
remos tomar al finalizar estas sesiones, eso sólo lo sabe Dios. Una duda ra-
zonable sería preguntarnos si no sería peor pecar por acción o que por omi-
sión. Si estaríamos desencadenando una guerra injusta que acarrearía sufri-
mientos, destrucción y muertes sin cuento, o si no estaríamos renunciando a
doblegar la voluntad de enemigos que podrían aprovechar momentos de debi-
lidad nuestros para destruirnos a nosotros y a la verdadera fe – el Duque se
sorprendió al ver que estaba tomando parte por la facción favorable a la gue-
rra –. Hay una segunda cuestión de importancia que sería determinar qué te-
rritorios podrían ser recuperados de acuerdo con los derechos del Rey Don
Miguel y qué territorios podrían ser tomados en concepto de castigo a nues-
tros enemigos y reparación a la república – hizo una breve pausa que el Du-
que aprovechó para observar discretamente a los opositores a la guerra y para
ver que la declaración del Confesor Real había causado un cierto revuelo,
pero mucho más moderado de lo que él habría esperado –. En sesiones suce-
sivas deberemos resolver ambas cuestiones.
123
de avanzar en el arduo camino que nos permitirá alcanzar unas conclusiones
definitivas que aclaren las dudas existentes.
124
9. CAZADOR
El-Faiyûm, 18 de Muharram de 1008 / 10 de Agosto de 1599
127
pensando que él tampoco lo sabía, dejaba escapar de vez en cuando alguna
sonrisa burlona ante su aparente inactividad.
128
bos, mientras que los verdaderos creyentes aunque a veces se combatían lo
hacían por honor o por cuestiones de fe y de principios, jamás por egoísmo.
129
del País del Gran Río podría volver sus ojos hacia las tierras de los ferenghi.
Cuanto anhelaba dirigir el ataque sobre Vuyana y ofrecerle esa manzana a su
Señor para luego cabalgar hacia Ruma. Sonrió ante la imagen del obispo ru-
mí convertido en un eunuco que regalaría a su señor. Pero eso eran metas
lejanas lo más inmediato eran dos presas, un carnero blanco y un hipopóta-
mo. Él tenía ahora ante sí al segundo.
130
esa tensión, endureciéndose como la madera del asta de la flecha que sujeta-
ba, casi con veneración pero con firmeza, entre las yemas de sus dedos. Pudo
sentir la respiración de su montura a través de sus rodillas apretadas a los
sudorosos flancos. Casi podía sentir también los latidos del corazón de su
presa mientras fijaba su mirada en su cuello. Vio como la flecha salió volan-
do. Vio como su presa cambiaba en ese momento de dirección girando brus-
camente hacia el lado contrario. Sin duda el animal también había establecido
un vínculo profundo con el cazador. Evidentemente habría sentido los cascos
del corcel golpeando el suelo, la respiración contenida del jinete, la tensión
de la cuerda y el roce de la flecha al ser disparada. Con desesperación giró, se
dio la vuelta y trató de dar una dentellada a su destino y a su perseguidor.
Bastó una leve presión con las rodillas para hacer que el caballo cambiase su
trayectoria eludiendo el ataque y perdiendo el rebufo de su presa que desapa-
reció entre unos carrizos.
131
desprendido agrandando las heridas y provocando que el animal sangrase
abundantemente. Era una sangre más oscura y espesa que la que escapaba
por sus flancos en vez del sudor del que aparentemente carecía. Su brazo se
movió sin pensar, como los de los autómatas de cobre y oro que tanto gustan
a los soberanos orientales y soltó una flecha que fue a clavarse en la cruz del
animal. La reacción no había sido mala aunque la puntería había sido clara-
mente mejorable. Rápidamente preparó otro proyectil que no tardó en volar
impactando, esta vez sí, en el corto y musculoso cuello. El animal se revolvió
de nuevo decidido a cargar una vez más, probablemente sintió que la vida se
le escapaba con más rapidez que la que le llevaban sus cortas patas hasta la
seguridad del río. La enorme boca con sus colmillos del tamaño de las gran-
des dagas de los Sibir se abrió de nuevo en su dirección. La bestia agitaba
desesperadamente esas armas mayores que las de cualquier jabalí, que po-
drían destripar a su montura sin dificultad, y que no quiso pensar lo que le
podrían hacer a él. Como no lo pensó al soltar una nueva flecha hacia las fau-
ces y fintar hacia la izquierda del animal que no pudo girar para encararle a
causa de las numerosas heridas que acumulaba en el otro flanco. Mientras le
rodeaba pudo arrojar dos flechas más, una sobre sus cuartos traseros y la otra
sobre la cabeza. Esa última entró por su ojo derecho adentrándose en el duro
cráneo. Ahí acabó todo. El animal se detuvo un momento, sacudió la cabeza,
trató de reanudar la marcha hacia el río, se detuvo de nuevo y finalmente se
desplomó.
135
10. LA PRISIÓN DE LOS PLOMOS
Nueva Venecia (Isla de Creta), 18 de Agosto de 1599
138
Se remontó a unos días más atrás, a aquel momento en el que
tras alcanzar su objetivo de obtener la información que buscaba según lo que
había planeado, había decidido no partir inmediatamente de la isla con el fin
de asegurarse de que la mascarada no había sido descubierta y aguardar a que
partiese el navío que le llevaría como un pasajero más lejos de la isla de Cre-
ta. Por ello era esencial desviar cualquier sospecha sobre su persona y eludir
la caza que se desataría una vez se confirmase la desaparición de alguien tan
importante como Barbárigo, marchó a la pequeña villa de Thalassarion bajo
la identidad de un mercader de lanas con algunas muestras de paños catorce-
ños castellanos cargados en una mula. Visitó algunos sastres y comerciantes
locales con los que había contactado a lo largo de su estancia en la isla en lo
que había sido y sería su tapadera en los días previos de la huida definitiva.
Curiosamente había hecho algunas buenas ventas y de haber sido totalmente
honesto, o de haber sido un auténtico comerciante, habría hecho un buen ne-
gocio. Completó sus negocios, tomó nota de algunos encargos y finalmente
acabó en la taberna “To Kapetánios”1. Lo que en rigor no formaba parte de
su mascarada, sino algo que él mismo, no el espía, ni el falso mercader, sino
su verdadero ser deseaba.
1 El Capitán
2 “¡Quiero una botella de tinto, querida mía!
139
de un gato y el hambre en la cama de cuatro meretrices napolitanas. La había
conocido en su primer viaje a Thalassarion dos semanas antes y había queda-
do prendado de ella. Sin duda la recordaría cuando estuviese en su anhelado
retiro, aunque era consciente de que no podría llegar a ser nada más, ni tan
siquiera pensar en que pudiera acompañarle. Emmanuela continuó sirviendo
mesas mientras él cenaba y bebía el fuerte vino de las islas. De vez en cuando
pasaba a su lado y él aprovechaba para besarla y explorar sus piernas y sus
pechos con manos ávidas que le llevaban a imaginar otra vida. Otra en la que
pudiese pedirla en matrimonio y olvidar todo lo demás, los secretos que no
debía conocer, la gente con la que no debía haber estado en contacto, la sole-
dad permanente.
141
dido alzar la jarra y así al menos le proporcionaba un cierto alivio al refres-
carle. Sintió una rata que correteaba por el suelo de la celda, alterada todavía
por su brusca irrupción, pero sin intención de alejarse demasiado por si podía
hacerse con algún pedazo de comida o lanzarle un bocado al cuerpo inerte
que había caído en su territorio. En medio de sus dolores dudó que pudiese
llegar a sentir un mordisco, incluso consideró que tampoco estaría tan mal
que una avalancha de ratas irrumpiese en la celda y le devorase allí mismo.
Sería una especie de justicia poética, una forma de congraciarse con Dios por
sus pecados, especialmente los últimos. No entendía porqué los carceleros no
habían hecho uso de ratas, tal vez desconocían como él unos días antes que
eran una poderosa combinación de dolor, terror y muerte lenta.
Unos días antes, muchos días antes, una vida antes, él tam-
bién ignoraba eso, cuando todavía desconocía los planes de los sanmarquia-
nos, cuando todavía había posibilidad de marcha atrás, ignoraba que tal vez
buscaba otras cosas. Como Emmanuela, esa hermosa mujer que marchaba de
Nueva Venecia a Thalassarion con un cargamento de vinos blancos de Mo-
rea, rosados de Cartago y dulces de Chipre. Él en realidad iba a Agia Marina
fingiendo ser un mercader de telas. La alcanzó montado en su mula, atraído
por sus piernas y el contoneo de sus caderas, mientras ella trataba de evitar
que un odre cayese de su carreta, tras ayudarla decidió acompañarla durante
una parte de su camino, durante todo lo que pudiese. Sin darse cuenta se puso
a hablar de Roma y sus canales, de Cartago y sus olivos, de Milán y sus forti-
ficaciones... Fue lo más cerca que había estado en toda su vida de hablar de sí
mismo. Ella le habló de Thalassarion, de su taberna, del mar que se veía des-
de las colinas... Sin pensarlo, no tomó el desvío de Agia Marina y acompañó
a la tabernera. Durante unos días se quedó con ella, de día visitando otros
mercaderes locales de telas, comerciantes y buhoneros y compartiendo el
lecho de la griega por las noches.
142
Poco a poco, relajado por el recuerdo de días más gratos,
agotado por la tortura y anhelando la muerte se quedó dormido. Un sueño
oscuro y húmedo, como si no durmiese y simplemente estuviese mirando con
sus ojos la celda oscura y húmeda en la que se encontraba. Pero era un sueño.
Lo sabía porque podía ver los ojillos brillantes de las ratas que se agrupaban
a su alrededor a los pies del espectro de Anselmo. No era más que una som-
bra oscura, que se movía tras el círculo de ratas, pero sabía que era él. Era
como un siniestro tribunal, en la que el juez era el fantasma del afeminado y
los testigos las ratas que habían devorado las carnes del almirante. De repente
todo se iluminó, un dolor agudo entró por la puerta de la celda y le aferró por
la columna sacándole del sueño. Antes de que le sacasen de la celda pudo
intuir la silueta del espectro de Anselmo fundiéndose en las sombras rodeado
por su corte de ratas.
144
11. PÓLVORA Y VIENTO
Santa Cruz de la Mar Chica, 12 de Septiembre de 1599
146
ban a enfriar adecuadamente las piezas, ponían en ellas cargas inadecuadas o
dejaban caer los bolaños de piedra en cubierta. Al cabo de casi un mes de
ejercicios se estaban convirtiendo en autómatas que repetían las operaciones
una y otra vez sin apenas cometer errores. Si la Armada mantenía un nivel
parejo en todos sus navíos nadie les podría disputar la soberanía de los mares
y el derecho a reabrir las antiguas rutas comerciales u otras nuevas.
150
todos los rincones del reino.
152
12. SIGUIENDO EL HILO DE ARIADNA
Nueva Venecia, 21 de Septiembre de 1599
153
las que se traficaba con las mercancías más exóticas y valiosas. En aquellos
años el Dux, el Senado y la iglesia sanmarquiana se permitieron incluso desa-
fiar al mismísimo Papa acercándose más a los patriarcados de la iglesia
oriental y reclamando la creación de un patriarcado propio. Nada parecía fue-
ra del alcance de los Sanmarquianos. Nada.
154
zaron a proliferar corsarios saboyanos, toscanos y helvéticos que solían apro-
vechar los momentos en los que las grandes flotas se alejaban para saquear
las ciudades costeras sanmarquianas y hostigar el comercio entre las islas.
155
una recompensa.
156
capital donde le capturaron justo cuando estaba a punto de embarcarse.
Recordó como por primera vez desde que había tenido noti-
cia del final del espía había sonreído. Tanto a maese Mateo Mocenigo como
al resto de miembros del consejo ducal la explicación les había parecido no
sólo convincente, sino además útil y una prueba de que la Fortuna no olvida-
ba a la que una vez fue su hija predilecta. El mismo Dux creía ver en ella una
oportunidad de desquitarse. Tantos años sufriendo las depredaciones de otros
les hacían lanzarse a la búsqueda de un triunfo fácil y, seguramente, los pla-
nes se hicieron más y más ambiciosos. Al mercader otomano Hiram Yazi-
jioğlu, con el que mantenía una larga y provechosa relación, la información
le pareció también extremadamente interesante, aunque fue el primero en
regar la semilla de la duda en Fieromonte. En el momento de pagarle, se pre-
guntó en voz alta si no sería una imprudencia fiarse de la palabra de un espía,
por muy cerca de la muerte que se encontrase, dado que podría seguir min-
tiendo, delirando, o incluso aun siendo sincero podría haber estado expuesto
a información errónea sin saberlo.
159
Durante los días siguientes, la idea le fue rondando por la
cabeza, germinando, creciendo y forzándole a hacer lo que a él mismo le pa-
recía un error: compartir las dudas con Mocenigo. El consejero no quería
creerlo, se resistía, llevaban tantos años de reveses que justo era que el Altí-
simo les manifestase su favor por una vez. Trató de convencerle, de conven-
cerse, pero no lo consiguió. Tal vez habían perdido la confianza en la Fortu-
na, la mirada sombría del consejero en la que sólo parecían brillar las dudas
así lo confirmaba. Parecía como si las incertidumbres que albergaba su cora-
zón al ser expresadas en voz alta se convirtiesen en certezas, verdades y
hechos.
160
El consejero le recibió en su palacio y le comunicó que se
pensaba seguir adelante con el plan, que la erradicación de los corsarios san-
juanistas permitiría reabrir rutas hacia el mar Interior que compensasen los
últimos ataques en el mar Rojo y en el Golfo Arábigo, pero que sería conve-
niente enterarse de los planes reales del rey de España y su enorme flota.
Había recalcado la palabra reales de tal manera que no le cupo la menor duda
acerca de lo que se le iba a pedir, probablemente no confiaban en sus propios
espías. En las reuniones del Consejo había llegado a oír que no había con-
fianza en los agentes que informaban o representaban a la República. Se te-
mía que la plata del Trastámara alentase más su lealtad que el cada vez más
escaso oro sanmarquiano. Era preciso enviar a alguien a España para enterar-
se de las intenciones reales para la Gran Armada, como algunos la llamaban.
Se propuso que él mismo fuese haciéndose pasar por un mercader griego con
el fin de contactar con un funcionario hispano aparentemente receptivo a in-
tercambiar sobornos por información. A Hadjichristidis le pareció arriesgado
y trató de hacerles notar que tal vez se estaba cometiendo el mismo error que
habían cometido los hispanos salvo que de forma consciente. No mencionó,
por no parecer un cobarde, los riesgos que correría alguien inexperto como él
en esas lides. Aunque posiblemente algo hubiese aprendido de los que había
perseguido haciendo lo que se suponía que él debía hacer.
161
Por mucho que se lo razonasen a él le parecía un terrible
error, aunque posiblemente lo que se pretendiese fuese o confirmar la infor-
mación o mostrar el triunfo de la captura del espía para disuadir de cualquier
acción. Obraban espoleados por la desesperación y eso no era nada conve-
niente, especialmente para él.
162
13. UN GUANTE
Santiago de Fez, 11 de Octubre de 1599
E l Duque estaba furioso. Era la tercera vez que la punta del estoque de su
oponente burlaba su guardia y tocaba su peto de cuero sin que hubiese
tenido a cambio la menor posibilidad de hacer lo propio. Un toque limpio que
había eludido la defensa del viejo veterano y que mostraba a las claras la pe-
ricia y la técnica del joven adversario del Duque que le había permitido de-
rrotarle una y otra vez a lo largo de los sucesivos lances que habían disputa-
do. Porque los anteriores asaltos habían sido similares, nefastos para el peto y
para el ego del de Alba, aunque no más de lo que habrían sido para cualquier
otro que midiese su acerco con el del que era seguramente la mejor espada en
el ejército que se concentraba en Santiago y probablemente una de las mejo-
res de todas las Españas: la del capitán Chanciller. Lo peor era que estaba
agotado, ya no aguantaba como antes, suponía que la merma en sus faculta-
des era inevitable y una consecuencia más del paso del tiempo. Su respira-
ción era interrumpida con continuas y agudas punzadas en el pecho, que de-
bían de ser reflejos de heridas anteriores recordatorios de dolores causados
tiempo atrás pero no por el acero enemigo, sino las que la Parca se había co-
brado entre sus seres queridos. Le dolía el sentirse tan torpe y lento, el que su
cuerpo ya no respondiese a las órdenes de su mente, el que su oponente leye-
se sus movimientos antes de que éste respondiesen a sus intenciones. Sin
embargo, también era cierto que había vivido más que muchos otros, tal vez
demasiado.
163
tras saludaba con su espada. La punzada que le provocaba el agotamiento al
Duque pareció ser más intensa al contrastarlo con la aparente frescura del
Capitán que sonreía mientras se acercaba al asistente que le tendía un par de
paños para que ambos contendientes secasen su sudor. Mientras le señalaba
el jarro con vino fresco le tendió uno de los paños al duque. No necesitó más
que una mirada para que el joven oficial le sirviese una copa.
165
lándose de su cobardía dejándole con vida, lo que sin duda había sido un
error. Un grave error. El asunto fue sonado ya que los padrinos del Capitán lo
contaron a otros compañeros de armas y pronto fue la comidilla de todos los
campamentos y motivo de chanza en todas las tabernas y casas de mala nota
de la ciudad.
166
rango superior al del Duque de Alba, alguien más rico y mejor colocado en la
Corte, alguien a quien detestaba profundamente. Con sumo esfuerzo logró
disfrazar su cara tras un velo de severidad y enfado, y continuó tras ocultar su
indecisión en un largo trago de dulce vino tinerfeño.
– Pero...
– ¿Sentar cabeza?
168
taquen por una vez consigan mercedes y recompensas merecidas. Yo sé que
usted destacará... es decir, si no lo estropea con una tontería como lo del jo-
ven Francisquito Mendoza.
170
preocupe por mi seguridad, pero...
171
14. LOS KAFIR
Wadi Hafa, 12 Rabî Ath-Thâni 1008 / 1 de Noviembre de 1599
En realidad casi todo eso era cierto. Casi todo. Las desmora-
lizadas tropas del sultán habían sido reforzadas por un destacamento de aza-
bis anatolios y algunos jenízaros, parte de ellos se habían ataviado como lan-
172
ceros egipcios para aparentar que nada fuera de lo común ocurría. Se habían
montado discretamente algunas piezas de artillería y se contaba además con
un poderoso basilisco oculto y preparado para aniquilar las pequeñas piezas
de la artillería enemiga. En la ciudad había también algunos agentes coptos,
pero sus actividades habían sido cortadas de raíz junto con sus cabezas. No
les había costado mucho capturarlos e interrogarlos, al fin y al cabo ya tenían
experiencia de sus campañas contra uzbecos, tártaros y persas en la lucha
contra elementos de población hostiles a sus fuerzas y deseosos de colaborar
con el enemigo. En la mayoría de esos casos bastaba con separar al grupo de
población en el que anidaba la traición e irlos ejecutando poco a poco hasta
que saliesen los rebeldes y los espías o muriesen todos ellos, lo que el que
todo lo conoce, al-‘Alîm, hubiese dictado que ocurriese antes. En este caso
fueron ellos los que se entregaron espantados ante la firme ejecución de la
justicia divina, en ese momento fueron apresados, interrogados y torturados
para confirmar lo que habían confesado y ejecutados junto con el resto de la
población cristiana. Arslan no quería correr riesgos dejando sin identificar
posibles colaboracionistas y traidores que revelasen que Wadi Hafa sólo era
un cebo.
A pesar del intenso calor y de las moscas que atraídas por las
monturas hostigaban sin piedad a hombres y bestias, se sentía complacido y
disfrutaba de la vista. Sus planes no podían marchar mejor, habría recibido
noticias de Girit donde un agente hispánico había sido capturado tratando de
obtener noticias de movimientos de la flota sanmarquiana y al interrogarlo
habría dado involuntariamente algún indicio de las intenciones de su propio
señor. Según esas fuentes el Padisha Miguel Trastámara se preparaba para
una operación en el Atlántico: una Cruzada sobre el emperador de los azte-
cas. No es que confiase en la verosimilitud de la información obtenida me-
diante tortura de un vulgar espía, pero venía a confirmar otras nuevas que
hablaban de movimientos de la flota hispánica hacia los puertos atlánticos y
de la marcha de las tropas hacia el sur de Fez. Si eso era cierto o no, si pla-
neaban en realidad ir contra el sultán de Songhai o contra el senisha del Vila-
174
yet de Fransa no importaba realmente demasiado, ya que en cualquier caso le
pillarían con el paso cambiado. Si bien sería una magnífica noticia que las
naves y los soldados del senisha hispano marchasen al otro lado de la Mar
Tenebrosa antes de que la tormenta sobre Rodos, Girit, Kibris y Misir se de-
satase.
175
do. En realidad lo estaba puesto que el que es sutil, al-Latif, ya había emitido
su veredicto. Probablemente si hubiesen sabido que una fuerza tres veces
inferior les aguardaba en las colinas y otra dos veces menor les aguardaba en
la ciudad, tampoco se habrían preocupado, seguramente se habrían sentido
más seguros y se habrían burlado. Tal vez no lo harían de saber a que tropas
estaban a punto de enfrentarse: a soldados del sultán otomano, aguerridos,
disciplinados y fieros, no a los pusilánimes e indolentes egipcios. Aunque,
claro, lo más probable es que no hubiesen oído hablar de ellos.
176
Los jinetes de los kafir rodearon un bosquecillo de acacias
que había poco antes de llegar a la cima del cerro temiendo una emboscada,
pero al hacerlo fueron precisamente a caer en la que les habían preparado los
hábiles jinetes turcos. Un centenar de flechas silbaron en el reseco y ardiente
aire abatiéndolos. Alguno, herido, trató de huir, pero los espahíes cerraron el
cerco y con sus lanzas acabaron el trabajo matando a los supervivientes y
reteniendo a las monturas. Arslan aguzó su vista y revisó las líneas enemigas
por si la emboscada hubiese sido detectada. Alguien, un oficial, en el llano
debió sospechar algo puesto que comenzó a reunir otra partida de tropas
montadas, esta vez algo que parecían ser caballería pesada con mejores ar-
maduras y equipados con lanzas. Un djinn juguetón debía de haberle hecho
notar algo, pero eso no cambiaría nada.
177
El efecto fue devastador, ya que las miradas de los atacantes
se habían vuelto a las laderas. Temiendo haber sido atrapados entre un yun-
que y un martillo comenzaron a corretear de un lado a otro en medio del
caos. Grupos de ballesteros disparaban hacia las murallas mientras otros tra-
taban de organizarse para hacer frente a la tropa montada que se les echaba
encima. Algunos trataban de huir hacia el río, probablemente con la esperan-
za de encontrar alguna embarcación que les permitiese pasar al otro lado.
Otros se apresuraban a descargar y montar los cañones de los carros, pero
mientras unos apuntaban sus piezas hacia la ciudad otros trataban de arras-
trarlas para apuntar a los atacantes. El primer disparo del basilisco, aunque no
dio en el blanco incrementó el desorden y desató el pánico aun más. Mientras
en la mitad de la ladera, los caballeros kafires, en mala situación al estar car-
gando cuesta arriba fueron arrollados por los dos primeros escuadrones de
akinjis que los atravesaron sin piedad con sus jabalinas y sus lanzas, hasta
llegar a las primeras filas de infantes enemigos a los que atacaron con sus
mazas ligeras.
178
mostraron sus espaldas y echaron a correr. Arslan golpeó con su sable a uno
de ellos que trató de cubrirse con el escudo, aunque no lo hizo tan rápido co-
mo para evitar el golpe que abrió su casco y su cráneo. A su lado un timariota
equipado con una enorme hacha había sido desmontado, pero recuperándose
con agilidad acometía a los lanceros que habían acabado con su montura
haciéndoles retroceder. Si los cristianos no hubiesen estado tan ocupados mi-
rando las nubes de polvo que bajaban de las colinas y temiendo los cañona-
zos que les acosaban desde la ciudad, probablemente habrían podido oponer
una resistencia organizada y los habrían rechazado. No eran malas tropas,
sólo habían sido pillados por sorpresa, estaban mal dirigidos y carecían de
armas modernas que les diesen mayor potencia de fuego.
179
un hombre de gran fuerza podrían haberla manejado así. Arslan contraatacó
con su sable, pero la maza voló de nuevo para interponerse en su camino y
bloquear el golpe. Aun así era más lento y Arslan pudo lanzar un nuevo gol-
pe que fue frenado por el mango de la maza. Esta vez había estado muy cer-
ca, sería cuestión de paciencia y de aguardar a que el cansancio le ayudase. A
su alrededor espahíes y lanceros luchaban con denuedo formando un círculo
en torno a ambos hombres. El general enemigo lanzó entonces un poderoso
golpe que Arslan pudo esquivar a duras penas antes de responder a su vez
con una estocada profunda que hirió a la montura de su oponente antes de
golpearle en su vientre. El golpe rebotó en la cota de malla pero combinado
con la herida causada en su corcel hizo que éste se encabritase, el jinete per-
diese el control y cayese al suelo.
180
gaba hacia las tropas que salían de la ciudad para participar en la persecu-
ción, la matanza y el saqueo ordenó:
181
15. PEREGRINOS
Villafranca de San Agustín, 4 de Noviembre de 1599
182
beréberes, que fueron sometidos primero por las tropas castellanas, expulsa-
dos luego por colonos vizcaínos y cántabros a regiones cada vez más inhóspi-
tas y desoladas. Tampoco lo eran ya éstos puesto que en muchas zonas ha-
bían sido desplazados por nuevas oleadas de emigrantes irlandeses, francos y
bretones que acudían como moscas a la miel huyendo de climas fríos, de in-
terminables conflictos religiosos y de la miseria. Los emigrantes continuaban
llegando incluso hoy, se trataba de gentes desesperadas que con la excusa de
la peregrinación arribaban buscando consuelo espiritual y al ver los olivares,
viñedos y campos de cereal de Constantina, de Cartago y de Queruán no du-
daban en abandonar lo poco que habían dejado atrás para buscar una vida
mejor. Las autoridades reales no eran ajenas a este fenómeno puesto que es-
cribanos al servicio de los nuevos municipios y merindades recorrían las ven-
tas de la ruta a Tagaste ofreciendo a los peregrinos la posibilidad de asentarse
con fueros favorables, la posesión de algo de tierra y el compromiso de per-
manecer en los nuevos asentamientos durante varios años. De esa manera se
conseguían brazos para trabajar la tierra, pagar los impuestos reales y defen-
der los nuevos territorios.
185
La familia de Guillén de Óntindon poseía una de las mayores
imprentas de las Españas y eran proveedoras habituales de la Corte del rey
Miguel y de las de las cortes hispánicas y de las chancillerías de los virreina-
tos de Aragón, Valencia y de las Dos Sicilias. Por lo que le había contado en
la primera noche en la que compartió turno de guardia con él y en la siguien-
te mientras buscaba el calor de su hoguera y el fuego de los ojos de Caterina
supo que su abuelo había venido de las islas inglesas huyendo de la subida de
las aguas y que de allí habían traído su oficio de impresores de libros. Los
primeros años habían sido difíciles, pero los últimos habían sido muy lucrati-
vos al haberse convertido en proveedores de las Cortes de los distintos terri-
torios de la antigua corona de Aragón y aun de las más importantes familias,
escuelas y seminarios del Reino de Valencia. Desgraciadamente, según ellos,
esa prosperidad y el entrar en contacto con gentes más adineradas y de origen
más noble había llevado los intereses de su hijo mayor Agustín lejos del ne-
gocio familiar y le había deslumbrado haciéndole alistarse en el Tercio que
Don Pedro Ponce de León reclutó en tierras valencianas para combatir en el
ejército del Duque de Alba. Presuntamente Agustín de Óntindon había servi-
do en la jornada de Ganday y había salido vivo, si bien escarmentado y sin
demasiados ánimos de continuar con su vida en la milicia. Don Guillén y
Doña Agnés habían interpretado ese hecho como una intercesión de su santo
patrón y habían decidido agradecérselo con una peregrinación. Resultaba
curioso que la furia desatada del Duque, que harto de combatir al infiel y
perder vidas de soldados como el joven hijo del librero ante un rival tan poco
respetuoso con los tratados firmados, la palabra dada y por las vidas de sus
propios hombres unida a la pusilanimidad de un soldado atraído por sabía
Dios que ideas románticas le hubiesen puesto en contacto con la más delicio-
sa y esquiva criatura que hubiese visto jamás. No dejaban de sorprenderle
estas vueltas que daba la vida y que la suma de actos que no parecían tener
186
relación con su vida se conjurasen para enlazar de alguna manera con ella,
alterando su devenir. Sabía que los moslimes siguiendo la doctrina de su loco
profeta creían firmemente que todo estaba escrito en un libro al que sólo te-
nía acceso su falso dios y algunos profetas. Había oído también que algunas
sectas como la de los zwinglianos de la Francia creían también que los actos
de cada hombre ya estaban predeterminados por la providencia divina y que
era inútil resistirse a su voluntad, ¡los muy locos creían que la fortuna o la
desgracia eran consecuencia de la voluntad del Hacedor y reflejo de Sus do-
nes sin posibilidad alguna de alterar o de cambiar ese destino! A él le aterra-
ba la idea de que su vida estuviese predeterminada y que no le quedase nada
por decidir, afortunadamente la iglesia romana condenaba esas ideas por
heréticas y falsas, y aunque no era un cristiano demasiado piadoso ni desde
luego ejemplar esto le aliviaba y le permitía tener una sensación de libertad y
de dominio en su vida. O al menos de que nada estaba escrito y que de la
combinación de un impetuoso pero cobarde muchacho, unos padres piadosos
y una huída precipitada surgiese la oportunidad de conocer a alguien como
Caterina. Si uno sólo de esos factores hubiese sido distinto el resultado habría
sido el opuesto y sólo conocido por el Altísimo.
187
– Capitán, ¿me aceptaríais un vino en la venta? – No pudo
evitar arquear una ceja ante la sorpresa, el impresor no era precisamente co-
nocido por su afición al vino y mucho menos a las tabernas o a cualquier tipo
de vicio. De alguna manera le resultaba sorprendente la fortaleza que mostra-
ba al rechazar tantos placeres que se negaba, en su vida sólo existían sus li-
bros, su esposa, sus hijos y tal vez algún vaso de vino con su párroco o algún
colega muy de tarde en tarde, aunque eso sólo era una perversa conjetura por
su parte.
188
mano, yo pensaba que os conformaríais con robar su virtud. Por ellos quisiera
saber cuales son vuestras intenciones y si he sido un necio al contaros esto,
las imaginaciones de un viejo.
– ¿La amáis?
– Tal vez ese sea el problema, creo que la amo, pero no estoy
seguro. En cualquier caso no la veo capaz de aguantar la larga espera hasta
mi vuelta... es fuerte y decidida, pero creo que la espera la destruiría. Vos la
conocéis mejor, tiene demasiados sueños, ¿podría aguardarlos por tiempo
indefinido?
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16. EL CORRAL DE COMEDIAS
Villa Real de Santa Fe, 8 de Noviembre de 1599
H abía otros corrales de comedias más antiguos y con más solera en las
Españas, pero el “Rey Santo” de la Villa Real de Santa Fe era el único
que gozaba del patrocinio y la protección del Rey Miguel. Era sin duda el
mayor de los corrales y cada noche de función centenares de caballeros,
hidalgos, damas, pecheros, soldados y fulanas se mezclaban más o menos
armoniosamente en su inmenso gallinero mientras los más pudientes se reco-
gían en los balcones de niveles superiores. Allí tenían reserva permanente los
Ponce de León, los Enríquez, la casa de Cenete, la de Medinaceli e incluso la
de Alba. Aunque el Duque no fuese muy aficionado al drama, ni a la come-
dia, sus armas lucían en uno de los balcones.
No era ningún secreto la afición del Rey por las obras de los
más grandes autores, ni que financiaba con gusto las representaciones de este
corral de comedias. No lo era tampoco que no sólo acudía a los grandes es-
trenos desde su balcón, sino que gustaba de atender a funciones ordinarias
desde los balcones de alguna casa noble e incluso, disfrazado, en el mismísi-
mo gallinero. De todos era sabido lo que disfrutó con el “Rey Fernando de
Hispania” de Ramírez de Avon, obra que conmovió a medio reino por la
imagen que mostraba de lo que debería ser un soberano cristiano. Se rumo-
reaba que concedió diez mil ducados a Lope de Irrate por su “Caída de la
Alhambra” que sobrecogió a la corte por su dramatismo y exaltó a centenares
de jóvenes hasta el punto de hacerles incorporarse a los tercios para marchar
a combatir en el África. Se le vio consolar a las infantas mientras lloraban
conmovidas por los amores de “Rosamunda y Gonzalbo” del insigne Manuel
de Sayavedra. Aunque nadie lo vio, se decía que había acudido disfrazado de
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mercader al gallinero del Corral para el estreno del “Pícaro Ramonet” del
maestro Ramírez de Avon, obra que creó escuela y que numerosos autores
menores trataban de imitar sin llegar a alcanzar su sublime gracia y frescura.
Se rumoreaba también que había un arcabucero que juraba haber tenido un
lance de espada con él sin reconocerle hasta que acercaron sus rostros mien-
tras se empujaban con sus aceros, otro que reclamaba el honor de haber com-
partido con él un pichel de cerveza y una fulana que se jactaba de haber reci-
bido sus requiebros junto con un costoso anillo de oro que, desgraciadamen-
te, había tenido que ser vendido para saldar unas deudas inoportunas.
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guaciles, que empezó como un enfrentamiento a espada entre hombres de
armas y acabó como una batalla campal entre las meretrices del barrio de la
Puente Nueva y las del barrio de Santo Domingo. En cualquier caso por muy
intensas que fuesen esas trifulcas, solían ser sofocadas al entrar algún perso-
naje notable, más aun si era el rey como en esta noche y morían irremisible-
mente al subir el telón.
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– Preguntó al rey el de Arcos, que como patrocinador estaba orgulloso de la
obra y que probablemente veía en su polémica una nueva fuente de fama más
para él.
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sino en la edición que había encargado.
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limitaciones. Ese aspecto ha sido reflejado con tremenda maestría y se ve la
influencia de Domingo de Soto.
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voz en asuntos como... el comercio o la industria. A nosotros, los nobles, nos
corresponde por naturaleza un papel probablemente también de origen divino
que podría ser el de servir en la milicia y dar ejemplo a los demás grupos, a
los eclesiásticos el velar por que las leyes de Dios no sean olvidadas y los
pecheros contribuir con su trabajo al sostenimiento de la república... No obs-
tante y sin ánimo de caer en el “para gobernar basta un palo” que tanto repe-
tía mi padre creo que nos estamos complicando demasiado y que introdu-
ciendo todas esas novedades la gente puede acabar olvidando el sitio que le
corresponde. Simplicidad, en la milicia sabemos que los planes demasiado
enrevesados tienden a fallar y que cuanto más compleja es una organización
más se acentúan los problemas e imprevistos. La simplicidad debería servir
como norma en el gobierno.
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yes y todos, hasta el férreo Duque de Alba, olvidarían sus cuitas y sus pre-
ocupaciones. Ése era el poder del Corral de Comedias.
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17. EL SANTO
Tagaste, 9 de Noviembre de 1599
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sionante grupo escultórico enmarcado en el tradicional arco iris que aparecía
en la mayoría de los pórticos de las iglesias del recargado estilo romeriano y
que mostraría las figuras del santo de Tagaste y los cuatro ángeles llevando
su cuerpo, en vez de los habituales Santiago “el Mayor” y Noé. En el arco
iris que ya había sido instalado podía leerse la leyenda agustiniana “Irrequie-
tum cor nostrum, Domine, donec requiescat in te” como una invitación a re-
cuperarse de las incomodidades y penalidades de la peregrinación mediante
la conversión y la oración al Señor y que era entendida por muchos como una
invitación a establecerse en estas tierras.
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arrastrado detrás de ella. De alguna manera la jovencita seguía llevándole por
un camino que no sentía como suyo y alejándole, o al menos desviándole, del
que debería ser. Se consoló pensando que aun le quedaban diez días de mar-
gen para llegar a Cartago y unirse a la flotilla que le llevaría a Otranto y a
Cefalonia. Tal vez allí la presión de esa mano o la fuerza de esa mirada aflo-
jasen y de nuevo sintiese el control de su rumbo.
– Sois una bella mujer. No es por eso, no sois una niña ya,
marcho a la guerra y no me gustaría... me aterra el dejar un corazón herido
detrás de mí. Un corazón herido de ausencia, de distancia, de dudas y de so-
ledad. Sobre todo un corazón como el vuestro. No me parece justo para vos
haceros aguardar un año o dos o tal vez más – Esta vez dejó que tomase su
mano –. He dejado otros detrás de mí en ocasiones similares, pero... Buscaré
a vuestro padre y le diré que estáis aquí.
– ¿Me escribiréis?
– Escribiré.
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Mentía. Probablemente mentía. No sabía si lo hacía o si se
había vuelto loco. Loco o mintiendo prometió volver. Loco o mintiendo, la
acompañó hasta la tumba del Santo. Loco o mintiendo, la dejó en manos de
sus padres. Loco o mintiendo, se despidió y cabalgó hacia Cartago. Al pare-
cer empezaba a coleccionar esos fantasmas que poblaban los recuerdos del
Duque y que tanto le atormentaban y se preguntó si eso era madurar.
– ¿Me escribiréis?
– Escribiré.
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18. CONSPIRACIONES
Villa Real de la Santa Fe, 14 de Noviembre de 1599
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Años atrás alguien, sin duda un ciego que no valoraba sus
beneficios o que temía sus debilidades, propuso prohibir su consumo tachán-
dolo de ser algo pecaminoso que inducía a las gentes a abandonar las tareas
cotidianas y a despilfarrar dineros que deberían tener otros fines, pero su voz
fue acallada desde las más altas instancias. No estaba escrito en ninguna par-
te pero estaba seguro de que tras esa decisión había estado el mismísimo pa-
dre del actual soberano, del mismo modo que en la introducción de su con-
sumo había estado su abuelo. A Don Manuel no le costaba imaginar como el
primer Miguel probó el chocolate recién traído de las Indias Occidentales,
como se aficionó a su sabor y ordenó intervenir a favor de las casi abandona-
das ciudades mayas que habían quedado deshabitadas tras el Segundo Dilu-
vio y que se encontraban a merced de los aztecas, con lo que se garantizaba
el suministro de este producto que por aquel entonces era un monopolio del
cruel emperador mexica. Así pues una pequeña semilla, sin valor aparente, se
había convertido en un producto esencial para un imperio y en la salvación
de dos pueblos. Como corolario algunos teólogos concluían que no podría
haber maldad en una bebida que había logrado el milagro de las conversiones
de mayas y tlaxcaltecas y que atenuaba los sufrimientos del pueblo de Dios
proporcionando un sano e inocente placer.
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abuela paterna de Vizcaya y su abuelo materno de Murcia. No necesitó que le
indicase para que había venido, el Secretario Real hizo un gesto con su cabe-
za indicándole que aguardase a que saliesen los escribanos y contables que se
encontraban con él y que no necesitaron de ninguna orden para retirarse dis-
cretamente.
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– Se hará lo posible por arreglarlo.
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barcaba. ¿Cómo podrían pensar que si eso no le reportase alguna ventaja a la
corona hispánica no irrumpirían en el barco con cualquier excusa y arrastra-
rían afuera al espía? Sólo había una explicación posible la Serenísima repú-
blica estaba en situación crítica, la piratería de los genoveses y los etíopes le
estaba haciendo mucho daño a las arcas del Dux y necesitaban desesperada-
mente la ayuda del soldán otomano para lo que le debían hacer el favor de
Rodas. La clave era la desesperación: peligrosa, básica, animal, útil para de
Moura. Los contactos entre unos y otros habían sido frenéticos tal y como
habían informado los sanjuanistas, tal y como le habían informado sus pro-
pias redes. Si el asunto acababa bien y resultaba provechoso tendría que
compensar de alguna manera a Figueiroa y, sonrió al pensarlo, a los dos grie-
gos. ¿Por qué no? Al fin y al cabo si todo acababa mal habría que ocultar las
pruebas y eso les afectaría a los tres. Aunque también cabía otra posibilidad,
que les estaban probando, enviando a alguien que se sabía que podría estar
enterado de los planes les estaban tentando para intentar capturarlo o dejarlo
ir para continuar el engaño. Así como era posible que supusiesen que de
haber un engaño intentarían disimular capturándolo. Era difícil de decidir
cómo actuar cuando uno trataba con griegos.
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Llegaron a la posada antes de que el reloj del campanario de
la cercana iglesia de San Matías diese las cuatro de la tarde, Figueiroa entró
sin mirar atrás seguido por uno de los lacayos que como los otros iba vestido
a la manera de los rufianes que merodeaban por el puerto. La silla de mano y
su escolta siguieron camino sin detenerse como si la entrada de los dos hom-
bres en la posada no fuese con ellos, hasta llegar a una discreta callejuela que
conducía directamente a la parte posterior de la misma. Uno de los hombres
le abrió la portezuela, mientras dos de los lacayos le precedían para entrar en
el almacén y otros dos se quedaban apostados en la entrada de la calle. El
olor a cerrado y humedad le golpeó con fuerza al entrar, pero no le detuvo.
Con rapidez siguió a los hombres que abrían paso subiendo por una estrecha
escalera hasta la segunda planta donde accedieron a una pequeña sala vacía
en la que había un postigo. Uno de sus hombres abrió una portezuela y acce-
dió al interior de un amplio armario forrado con gruesos cortinajes de color
oscuro, tan amplio que dentro había tres sillas de madera. Una mano, la de
Figueiroa, entreabrió las cortinas permitiendo que entrase un rayo de luz, con
una habilidad que revelaba que no lo hacía por primera vez soltó unas presi-
llas que abrieron unas pequeñas ventanitas junto a las sillas para que los que
allí se sentasen pudiesen observar sin ser vistos lo que ocurriese en la habita-
ción que había al otro lado en la posada vecina. Alguien cerró el postigo tras
ellos, mientras los dos lacayos armados que le acompañaban le ayudaban a
acomodarse en la silla, a continuación se sentaron, dejaron sus armas a mano
y uno de ellos sacó una pequeña botella que probablemente contenía algún
tipo de bebida alcohólica que ofreció a De Moura. El Secretario Real la re-
chazó y el que se la ofrecía mostró una cara de cierta perplejidad, mientras el
otro sonreía. Probablemente había sido una broma entre ellos por lo que son-
rió también y tomando la botella se la pasó al otro.
– Hay algo que me intriga, ¿por qué nos ofrecéis esta infor-
mación? Al fin y al cabo estáis traicionando a vuestro señor natural, el Rey.
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comandante, el Duque de Alba. Se maneja mucho dinero en esos puestos.
Mucho dinero y mucho poder – el griego asintió –. El poder es la clave de
todo. Se me ha apartado injustamente de algo que, no diré que merecía, pero
no mentiré al decir que anhelaba. Hay mucha plata en las Indias y los favores
que se pueden ganar en un puesto así en la milicia no son en absoluto baladí-
es.
– Hablando de plata…
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– Evidentemente tendréis que confiar en su veracidad y en
mi palabra, pero si todo es de vuestra entera satisfacción y de la de aquellos
que os patrocinan, tal vez podríamos establecer algún tipo de colaboración
permanente – Don Manuel se movió inquieto en su escondite ante la osadía
de Figueiroa, se estaba arriesgando demasiado –. Sin duda podría ser prove-
choso para todos.
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19. UN VIAJE
El-Qahira, 29 Rabî Ath–Thâni 1008 / 18 de Noviembre de 1599
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La brusca interrupción de la música le hizo entreabrir los
ojos y ver al sucio mercader tratando de despedir a toda costa a Manula, su
tañedora favorita, y a las otras chicas como si se tratase de gallinas o de ca-
bras en un mercado de pueblo. Le conocía ya lo suficiente para saber que
quería dejar claro quien era el amo y quien el esclavo. Manula era esclava,
como ella, sin embargo allí la que daba las órdenes no era un pedante merca-
chifle.
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deberé entregar al Dux, ambos debemos entregar mensajes, si bien creo que...
el vuestro será un señuelo para proteger al mío. Se me ha recomendado que
encubra mi viaje como uno de negocios de los muchos que hago a lo largo
del año, creo que llevaré un cargamento de lapislázuli... o mejor de perlas de
Persia. Sí, las perlas serán lo más adecuado. Vos deberéis portar un regalo
que creo que os proporcionara el... el... el tártaro alto, ¿cómo se llama?
– Turkan –. Le odiaba.
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Garid vos, ay yermaniella,
advolarei demandari...
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20. LA FLOTA DE OTRANTO
Cartago, 19 de Noviembre de 1599
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pero que no lo era tanto si se tenía en cuenta que se había dedicado a recorrer
la Carrera de Indias, el Mar de los Caribes y el mal llamado Océano Pacífico.
En realidad sí que había recalado en la ciudad muchos años atrás cuando
apenas era un muchacho que iba en la carabela de su padre descubriendo el
mundo. Mucho había cambiado desde entonces y ansiaba conocer las maravi-
llas que en aquel entonces no supo o no pudo apreciar. Tras la conquista de la
ciudad por el rey Miguel primero se convirtió en la principal base de la ar-
mada hispánica en el Mediterráneo central. Contaba con atarazanas, un arse-
nal que estaba a cargo del Mayordomo de Artillería de la Mar Mediterránea y
acuartelamientos para un Tercio de la Mar. En su rada decenas de galeras,
galeotas y pinazas se arremolinaban entre rechonchas naos, galeones y pe-
queñas pero ágiles carabelas. Entre ellos apenas destacaban las cinco naves
que se unirían a la flotilla de Otranto: dos galeones, uno de los cuales era el
suyo y tres pataches. La presencia de naves oceánicas hispánicas en el Mar
Mediterráneo comenzaba a ser una imagen común y las operaciones combi-
nadas entre éstas y naves más propias de aguas tranquilas como las galeras
eran una práctica habitual y bien conocida por el capitán en el mar de los Ca-
ribes. Allí la combinación de las virtudes de las galeras, velocidad en comba-
te incluso sin viento y la capacidad para abordar otras naves, junto con las de
los galeones como eran su enorme potencia de fuego y la recibumbre de su
estructura, era letal aunque complicada, ya que unas y otros podían estorbar-
se mutuamente si las condiciones cambiaban bruscamente. Las naves oceáni-
cas contaban además con la ventaja de sus altas bordas que dificultaban los
abordajes desde galeras y la capacidad de operar en época invernal al resistir
mejor los embates de los elementos y contar con un velamen adecuado para
afrontar y sacar partido a vientos más recios.
– Me temo que nada, aunque por lo que decía la nota que nos
pasaron en Constantina debe de ser un hombre de confianza del Duque de
Alba que ha de revisar las defensas de Otranto y tantear la disposición de la
flota del Dux. – El sargento se detuvo y con gesto altivo añadió – Revisar las
defensas, eso me huele a que la ofensiva no será en estas aguas, no necesitas
hacerlo si vas a alejar parte de tus fuerzas y llevar la guerra a tu enemigo.
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– Mal asunto.
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Gritó jovial el sargento frotándose las manos mientras con la
vista recorría las mesas cercanas en busca de un rostro conocido entre los de
los parroquianos, alguien un poco más elocuente y parlanchín de lo que esta-
ba últimamente su amigo el capitán. Suponía que el arriesgar su nave frente a
los elementos y en combate no le hacía demasiada ilusión, pero no compren-
día porque eso habría de volverle tan poco hablador. En la calle comenzó a
llover con intensidad y varios grupos de marineros, soldados y alguna que
otra buscona se precipitaron al interior del local. No tardaron en servirles la
comanda, esa era otra de las ventajas del garito de Joanot, al menos el servi-
cio era rápido y las jarras solían estar aceptablemente limpias. De repente el
rostro del sargento se iluminó al ver entrar a alguien.
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– ¿Y tú, Guillén? ¿Qué haces por estos pagos, maldito
truhán? ¡La última vez que te vi estabas en galeras! – soltó el otro en medio
de una carcajada estruendosa y el capitán se preguntó si realmente habría
algo oscuro en el pasado del artillero o si sería parte del juego que parecían
mantener ambos hombres.
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de Toledo – tras mirarles atentamente hizo una reverencia hacia el patrón de
“el Calvario” y añadió – creo que su carga está ya completa.
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21. EL DIWAN
Ba'qûbah, 3 Jumâda Al-Awwal 1008 / 21 de Noviembre de 1599
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profeta y al que a pesar de todo él personalmente le encontraba cierto atracti-
vo, aunque jamás osase manchar sus manos con la posesión de una de esas
obras. El obispo rumí gustaba de las estatuas antiguas de los antiguos césares
y de los bizantinos, sin duda por el valor divino que otorgaban en su despre-
ciable secta a los ídolos. El Senisha del Vilayet de İspanya y usurpador de
numerosos territorios de los verdaderos creyentes era dado a coleccionar ma-
pas y objetos de tierras extrañas, especialmente de las tierras más allá del
Mar Tenebroso. El Padisha de los sancacs de Avusturya, Burgundya y Al-
manya valoraba más que ninguna otra cosa las joyas y los juguetes mecáni-
cos, como el samovar de oro con piedras preciosas construido a imagen de un
árbol con frutos y pajarillos que movían las alas y los picos, que le había en-
viado como parte del tributo junto con una solicitud de tregua por veinte
años. Todavía no había decidido si la aceptaría o no, y en caso afirmativo si
la respetaría o no, todo dependería de como se encontrase de ánimos tras la
anexión del sultanato de Misir y la recuperación de las Ciudades Santas y de
si se animaba a marchar sobre el Magreb o si por el contrario se decidía a
tomar esa manzana que tanto anhelaban los turcos desde hacía generaciones.
También cabía la posibilidad de dejarlo como labor de su hijo, el fogoso Se-
lim, siempre pendiente de sus acciones y tan amado por los nobles timariotas.
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Tras cada sesión revisaba las notas añadiendo o quitando
detalles, matizando o corrigiendo una descripción, puliendo un pasaje, esme-
rándose en reflejar lo apreciado por él y tomando en cuenta detalles aporta-
dos por el escribano o incluso por los müteferrika. Todo era anotado desde
las circunstancias de la captura, las presiones ejercidas, las amenazas a los
cambios producidos antes de la muerte.
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el soberano más poderoso de la tierra y protector de los Creyentes? Era una
cuestión esencial que eso quedase claro, que todos supiesen quien era el Gran
Turco, el Kaisar-i-Rum, Khan de Khanes, Gran Sultán de Anatolia, Rumelia,
Sibir y de los Uigures, Emperador de las Tres Ciudades de Constantinopla,
Bursa y Adrianópolis, Señor de las Tres Tierras, Señor de los Tres Mares y
Protector del Islam. ¡Cuantos anhelos incompletos que sus herederos debe-
rían cumplir, como el llegar hasta Ruma! La ciudad de los emperadores ru-
míes, donde se aceptar por todos los ferenghi como su legítimo heredero y
hacer abrevar sus caballos en las pilas bautismales de las iglesias de su Obis-
po.
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Con esa esperanza continuó con su estudio, y fue recompen-
sado por el cuarto prisionero que resultó ser mucho más interesante. Se trata-
ba de un kurdo, esa raza rebelde e imposible de someter que habían combati-
do repartidos en ambos bandos, según algunos con la esperanza de sobrevivir
y según otros por su carácter indómito e independiente que les impedía po-
nerse de acuerdo entre ellos acerca de a quien darle su lealtad. Los herederos
de Salah al-Din eran guerreros valerosos y solían afrontar con dignidad y
orgullo la muerte, por ello le sorprendió la extraña reacción de este coman-
dante. Se trataba de un tal Idris Pachá en cuyos ojos encontró inicialmente
burla y desprecio con un punto de altivez inquietante. Al hablarle de su desti-
no, de su inminente muerte la burla y el desprecio seguían allí instalados, al
mencionarle la tortura que habían sufrido sus compañeros momentos antes
tampoco desapareció y de hecho se permitió entonces escupirle en la cara y
habría escupido sobre la sangre de los que habían comparecido ante el sultán
de no haber sido golpeado por uno de sus guardaespaldas. La burla y el des-
precio seguían ahí al hablar de la muerte de sus hombres, aunque en ese mo-
mento trató de erguirse como para mostrar su orgullo por el valor con el que
se habían portado en combate. Estaba a punto de perdonarle la vida cuando
se preguntó si desaparecerían de su mirada al sentir la proximidad de la
muerte y para comprobarlo ordenó a uno de los soldados que comenzase a
estrangularle. Murió con la misma mirada y se preguntó si habría sido valor o
simplemente demencia. Ya nunca lo sabría.
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cante y tal vez por ello debería respetar su vida. Aunque precisamente por
ello debía acabar con él y borrar su recuerdo divulgando el rumor de que su-
plicó por su vida, lloró y se arrojó a sus pies desde el principio. En cualquier
caso dado el valor mostrado en la corta campaña no esperaba menos que esa
altivez y ese orgullo en sus ojos. Las amenazas de muerte no le habían alte-
rado y a diferencia del anterior no daba sensación de demencia sino de no-
bleza, tras escuchar la condena no mostró ni miedo, ni desesperación ni ocul-
tó la mirada. Habría jurado que le estaba estudiando a él al mismo tiempo,
tratando de escrutar cual podría ser su destino y si su final sería rápido.
Cuando le relató como había sido la muerte de sus predecesores, se limitó a
recorrer con la mirada la sala con fiereza tintada de tristeza, pero no habló.
Las amenazas a sus hombres sí le conmovieron, hubo cambios en su mirada,
primero furia, luego oculto en la furia un tenue miedo y finalmente intentó
hablar. Uno de los müteferrike le cerró la boca de un puñetazo y su mirada
reflejó entonces desesperación e impotencia. Podría haber castigado al solda-
do, pero su acción le había permitido descubrir esa faceta de impotencia que
de otra manera podría haber pasado desapercibida, por lo que anotó mental-
mente recompensarle de alguna manera. El anuncio de su muerte devolvió la
serenidad y la altivez a sus ojos, su fin fue rápido y probablemente indoloro y
mientras agonizaba sus ojos se cubrieron de odio y fatalidad. Había sido su-
blime. ¡Debía anotarlo todo antes de que las sensaciones que habían llegado a
su corazón se esfumasen!
al parecer somos los sultanes, pero en realidad somos sus súbditos baladíes.
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22. CORSO
Costa de Morea, 23 de Noviembre de 1599
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groso juego en aguas de terceros con los que las dos partes implicadas, la del
cazador y la de la presa, tenían firmadas treguas más o menos amistosas. La
detección de la captura en aguas sanmarquianas podría tener graves repercu-
siones no deseadas por los hispanos dadas las buenas relaciones que había
entre aquellos y los otomanos. Desde el punto de vista de los españoles y de
las demás naciones de Occidente resultaba incomprensible que una nación
cristiana como lo era la Serenísima República buscase la alianza con otoma-
nos y egipciacos, por mucho que se sintiesen atrapados entre unos y otros y
lo hiciesen por sobrevivir, no dejaban de ser infieles. ¿Acaso los visigodos
recluidos en las montañas tras la invasión árabe no habían combatido con
igual denuedo a los árabes del califa y a los francos de Carlomagno? Proba-
blemente se debía a que simplemente buscaban el beneficio económico in-
mediato que les permitía el poder acceder a los puertos de Lidia y Cilicia en
los que adquirían mercancías arribadas por las rutas de la seda y el acceso a
través de los estrechos de Suez al Golfo Arábigo, y no a ningún tipo de trai-
ción religiosa o a otras consideraciones geopolíticas y estratégicas. Sólo se
podía explicar por pura avaricia.
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embarcadas, le llamó desde proa donde se había instalado para no perder de-
talle de la caza, al veterano ya no le afectaba el intenso cabeceo de la nave
que había obligado a Juan Chanciller a retirarse al combés con el almuerzo
pugnando por escapar de su estómago y de hecho el sargento masticaba ávi-
damente un trozo de bizcocho. Con su mano derecha le señaló la cala donde
la bargia había sido finalmente cercada y con satisfacción le aseguró que no
tardarían en rendirla. Se situaron en la entrada de la cala, que era mayor de lo
que a Chanciller le había parecido y entonces la “Calandra” efectuó un dispa-
ro de advertencia sobre la proa de la presa, que sabiéndose rodeada por fuer-
zas muy superiores, trató de evitar la captura por el expeditivo método de
dirigirse hacia la costa y embarrancar. Pero el “Calvario” que se encontraba
ya embocando la cala abrió fuego con sus miras sobre los turcos haciéndoles
desistir de su maniobra. Se trataba apenas de dos sacres pero la sacudida fue
tremenda. No dejaba de sorprenderle que algunos galeones dispusiesen de
más artillería que muchos ejércitos, probablemente era inevitable que tam-
bién en tierra se tendiese a aumentar la potencia de fuego con lo que las ac-
ciones a espada, pica o lanza quedarían como recuerdos de tiempos pasados y
las batallas se reducirían a intensos duelos artilleros que ganaría el que tuvie-
se más piezas, pólvora y proyectiles. La pica y el arcabuz habían convertido
en algo casi inútil al poderoso caballero, por lo que debía ser natural e inevi-
table que éstos fuesen neutralizados a su vez por el atacador y el cañón de
hierro.
Ambos sabían que eso no era una piadosa mentira para en-
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cubrir las ganas del Capitán de participar en un combate, como lo mostraba el
afán con el que revisaba el estado de su espada y su daga. El soldado de in-
fantería de la mar soltó una sonora carcajada, le cedería gustoso el mando de
la fuerza de abordaje si eso era lo que quería.
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sin intercambiar ni una palabra más a la cámara donde estaba la pasajera.
Podría haber montones de explicaciones diferentes para un hecho tan inusual
para la presencia de un único pasajero en una nave de carga, como que fuese
pariente del armador, la dueña de la carga, alguien relacionado con un perso-
naje de importancia o simplemente un pasajero con prisa y recursos disponi-
bles como para permitirse el viajar sólo en una nave de este porte. Lo más
probable era sencillamente que se tratase de alguien lo suficientemente pu-
diente como para pagarse un pasaje en un cómodo camarote, aunque Juan se
repetía en su interior una y otra vez que no podía ser tan afortunado como
para haber capturado un mensajero, probablemente con la idea de materiali-
zar esa posibilidad.
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– Disculpe señora, os supongo enterada de la... nueva situa-
ción del bajel en el que os encontráis. Acaba de ser capturado por la Armada
Real Española y será conducido a uno de los puertos del Rey de las Españas
– ¡Perro corsario! ¡No tenéis ni idea del error que estáis co-
metiendo! Liberadnos inmediatamente y tal vez consiga que vuestra muerte
sea rápida e indolora, en caso contrario os aseguro que añoraréis las penali-
dades del infierno que, en cualquier caso, padeceréis al acabar vuestros días.
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vuestro puerto de procedencia, destino y objeto de vuestro viaje, así como si
habrá alguien con el que podamos intentar contactar para negociar vuestro
rescate.
260
ras geométricas.
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fallado después de todo: había sido un gran día. No sabía lo que le costaría,
pero averiguaría o haría que averiguasen lo que los dibujos de las porcelanas
encerraban. Tendría que interrogar a la prisionera que obviamente sabía más
de lo que daba a entender con sus chanzas. Era además sumamente hermosa
por lo que el interrogatorio sería un placentero reto.
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23. LOS SULTANES MUDOS
Abu Simbel, 12 Jumâda Al-Awwal 1008 / 30 de Noviembre de 1599
A quel día las enormes figuras dominaban el valle tal y como lo habían
hecho durante años sin término, desde que la soberbia de los sultanes
del pasado los construyera siglos y siglos atrás. Las tres que quedaban, pues-
to que ni las pétreas imágenes de los soberanos del pasado eran ajenas al paso
del tiempo, permanecían allí, recostadas en la roja piedra ignorando la pre-
sencia de los hombres, bien viniesen agrupados en ejércitos dispuestos a con-
quistar, bien agrupados en caravanas de mercaderes buscando comerciar,
bien como pastores de míseros rebaños o incluso como bandas de salteadores
desesperados buscando ocultarse en tierras alejadas a las que el resto de los
hombres no osaban aproximarse. Las figuras de los sultanes del pasado se-
guían allí, con sus ojos muertos dirigidos al horizonte, mientras la arena se
iba acumulando cubriéndoles los pies y la cabeza caída de uno de ellos, espe-
rando tal vez el cumplimiento de una olvidada promesa de gloria o el retorno
de un poderoso djinn que les devolviese a una vida de la que, en realidad, no
habían disfrutado jamás. Tal vez fuese eso lo que parecían anhelar con la mi-
rada perdida, el cambiar la piedra de sus cuerpos inmortales por carne pere-
cedera pero abierta a sensaciones a ellos vedadas. Así aguardaban desde el
día en que un artesano seguidor de sus falsos dioses los esculpió y así segui-
rían hasta que la mano de otro hombre las destruyese o el propio paso del
tiempo las moliese poco a poco como si fuesen gigantescos granos de trigo
en un molino de piedra tan lento que apenas había dado una vuelta o dos des-
de que fueron creadas.
263
Alguien se aproximaba al galope, podía ver la nube de polvo
que asomaba ya en lo alto del teso. No debía ser un grupo numeroso, puesto
que en el silencio del valle apenas se oían los cascos de un caballo. No eran
hostiles, ya que así lo indicaba la actitud relajada de sus hombres que no se
habían movido salvo para otear al jinete y por un destello que alguien había
hecho con un espejuelo desde un cerro cercano, la señal de un jinete amigo.
Suponía que sería su fiel Turkan con noticias frescas del el-Qahira, con noti-
cias esperadas de la situación en la corte. Había perdido la posibilidad de
combatir contra los kafires y seguramente lo lamentaría, más aun cuando le
relatasen el papel destacado de Otmán o viese el botín que en forma de caño-
nes de bronce habían conseguido.
265
Ambos hombres sonrieron y Arslan, complacido, miró hacia
lo alto como para dar gracias al altísimo por su protección, aunque al mismo
tiempo pedía perdón por poner en peligro las vidas de tantos fieles creyentes
y por sacrificar a tantos otros. En el fondo de su corazón, también imploró
por Zara, por el éxito de su misión y por la posibilidad de disfrutar de su piel
de nuevo. Mientras tanto otras cuestiones debían ocupar su mente.
267
Sikander, los herederos de éste, por los césares rumíes que intentaron matar a
Isa. Aunque como sabemos, Alá lo impidió salvándolo en el último momen-
to, engañándolos. Pero estos últimos pagarían finalmente su crimen al caer
bajo el poder de los árabes que trajeron la verdadera fe a estas tierras que la
absorbieron como se absorbe el agua. Nada queda de la negra magia de los
faraones en estas piedras. Nada. No son más que meros testigos mudos del
paso de los herederos de las tierras de los que los esculpieron. Ahora los ára-
bes serán sustituidos por nosotros los otomanos...
268
conscientes de que ese lugar junto al cauce del río no era un buen lugar. Una
pequeña fuerza incursora kafir o simplemente bandidos del desierto podrían
cercarlos y reducirlos fácilmente en el estrecho cañón. Se habían portado es-
tupendamente tanto en la defensa de Wadi Hafa como en la toma de Mirguis-
sa, batiéndose como tigres contra las tropas del Padisha Dawit, que no eran
tan malas como Yusuf al-Azraq le había hecho creer al sultán alimentando
sus ansias de gloria. Yakub le pasó un morral en el que había varios informes
acerca de la composición del ejército que marchaba al sur, de las tropas que
serían embarcadas para ayudar a los sanmarquianos y de lo que quedaría en
el-Qahira. El kapudán Portari podría respirar momentáneamente, puesto que
no tendrían que tomar la flota al asalto. Bastaría con hacerse con el control de
la capital y las principales ciudades del valle, para que todo el Sultanato de
Misir acogiese al Gran Turco como soberano, probablemente a finales del
próximo mes de Ramadán.
– ¿Sólo creer que será así? Eso sería admitir que queda la
posibilidad de que alguien pudiese destruir el poder del Gran Turco, ¿quién
podría hacerlo? Siendo como es el señor de todas las tribus de las Estepas y
de las riquezas del Mar Interior no tardará en doblegar a todos sus adversa-
rios desde al-Sin, a Persia o a los vilayets de los ferenghi. ¿A quién podría
temer?
269
24. EL FARO Y LOS CANALES
Roma, 8 de Diciembre de 1599
S e decía de Roma que era la ciudad eterna y bien se podía decir que lo
era puesto que ni la ira de los hombres, ni el castigo divino habían sido
capaces de destruirla. Desde los tiempos de Brenno y sus galos, a los de Atila
el Huno o los del Segundo Diluvio, la ciudad había sabido sobrevivir luchan-
do, adaptándose a los cambios, resistiéndolos o transformándose. La última
prueba, que había sido la del agua, la había hecho convertirse.
272
reales, exageradas o ficticias, pero ellos no eran más que hormiguillas del
honor, mendigos de hazañas inmerecidas. Él nunca lo había juzgado necesa-
rio, ya que en su fuero interno creía que el único cronista que contaba era el
Creador que le proporcionaría gloria o se la arrebataría si osaba cambiar una
coma de sus actos verdaderos, de la intención que pudiese haber estado tras
esos actos y su fidelidad a Dios, al Evangelio y a la Santa Madre Iglesia. Lo
contrario no era más que una de las formas que adquiría el pecado capital de
la soberbia. Sus obras serían en el momento del Juicio las que hubiese reali-
zado, no las que quedasen atrás escritas por un tintero mercenario y en cual-
quier caso no importaba lo que quedase a la memoria de los hombres pues
estaría a merced de la justicia Divina. ¿No valdría más ser merecedor de la
misericordia del Creador que dejar tras de sí mentiras y medias verdades sin
cuento? Él acometería hazañas o al menos lo intentaría con honor, pero nun-
ca las vendería.
273
sólo pudieron ser intuidas por el duque ya que fueron pronunciadas mientras
masticaba un trozo de duro tocino y algo bizcocho. En eso era de la escuela
del Duque y reconocido por sus dotaciones y por todos al compartir las pena-
lidades de sus hombres y someterse a la infame dieta de la Armada Real.
276
gran fanal que era encendido todas las noches como guía para embarcacio-
nes. Algunos afirmaban que era más alto que el mítico faro de Alejandría, tal
vez lo fuese y tal vez no, pero ciertamente era una gran ayuda para los nave-
gantes y, como el propio Duque había observado la noche anterior y todas las
noches previas a otras visitas a la ciudad, tenía una singular belleza. Era
además, por encima de todo, una declaración de intenciones que el primer
Papa Francisco había hecho: Roma se había limpiado con el Diluvio y la Re-
forma para convertirse en la luz de la Cristiandad, el único punto de referen-
cia al que debían dirigirse todas las miradas para encontrar el camino en las
tinieblas.
277
algunos guardias papales del cuartel que condujeron por parejas a la mayor
parte del séquito del secretario en distintas direcciones.
279
Finalmente llegaron a una pequeña sala con aspecto de bi-
blioteca donde les recibió el Romano Pontífice sentado en un sencillo sillón
de madera, del que apenas se movió lo que recordó a Don Fardrique los ru-
mores que decían que el Papa no podía ya caminar y apenas moverse. Estaba
solo, acompañado de un par de sacerdotes que probablemente actuarían como
escribanos y un par de alabarderos que debían estar allí por mero protocolo.
La rígida etiqueta vaticana no fue obviada ni tan siquiera en una reunión “se-
creta” como esta, al menos en eso no cambiaban nunca los Papas. Tras recitar
algunas bendiciones y fórmulas rituales, el Santo Padre abrió la reunión.
280
mediado su intervención en la reciente controversia que había mantenido con
representantes de las universidades castellanas. Una mirada de reojo al con-
sejero portugués le reveló que pensamientos similares debían de estar pasan-
do por su cabeza, de hecho era consciente de que parte de su misión incluía
entregar una carta del Rey al Santo Padre insistiendo en los derechos de la
casa de Trastámara recibidos en los días de Fernando de Aragón tras la con-
quista del reino de Nápoles y su posterior reconocimiento por Julio II.
– La vajilla otomana.
281
signos, los que se refieren a lugares, nombres de personas o tal vez a unida-
des militares no han podido ser descifrados. Necesitaríamos más de un men-
saje escrito con la misma clave para determinar sus posibles equivalencias....
282
– ¿No cabría la posibilidad de la existencia de otro mensaje
dentro del propio barro de las bandejas?
Esta vez el que respondió fue Don Fardrique, sin dudar y sin
esperar que el príncipe le cediese la palabra.
284
25. LA NOCHE MÁS OSCURA
Otranto, 21 de Diciembre de 1599
285
Luego fueron sus ojos los que fueron difuminando el recuer-
do de la fogosa y recatada Caterina. Unos ojos como nunca había visto antes,
de un verde tan intenso como los bosques y prados de Castilla o como las
aguas de la Mar Océana, en los que se habría hundido sin poder evitarlo.
Una mañana había llegado una carta desde Cartago, era una
breve nota, cargada de poesía tomada de otras plumas, de su genuina inge-
nuidad y el fuego contenido de la hija del impresor. Entonces volvieron los
fantasmas. Hacía el amor con furia a Zara, tratando de beberla toda ella en
cada beso, pero no veía ya sus ojos verdes, sino los azules de la hija del edi-
tor. Esa noche tras poseerla como nunca lo había hecho, ella le preguntó
quien era Caterina. Nadie, contestó él consciente de haber pronunciado el
nombre equivocado en el momento equivocado y avergonzado de haber co-
metido tal error. Pero Zara, con la naturalidad de una mujer acostumbrada a
compartir su amor con otras, le pidió que le hablase de ella, si era hermosa, si
le gustaban la poesía y la música. En otro tiempo no lo habría creído posible
y se habría limitado a disfrutar la situación, a disfrutar del amor de una belle-
za como Zara, aspirando al de alguien como Caterina. Tal comprensión, por
llamarlo de alguna manera no le trajo paz, sino fantasmas. Cuando estaba con
Zara, veía a Caterina, la oía y olía su piel.
288
Ella ordenó a sus criadas que les dejasen a solas y se puso en
pie para pasear por el pequeño patio. Estaba pálida y se notaba que sus ojos
habían vertido abundantes lágrimas. Juan intuyó que había recibido noticias
de la carta antes de él y que temía una separación o algo peor.
– ¿Me abandonarás?
289
no me creen muerta es porque mis parientes probablemente lo estén. Quisiera
volver a el-Qahira con mi príncipe pero nada será igual porque volveré con el
rescate pagado por otro y, de hecho, él se negó a pagarlo – era mentira y am-
bos lo sabían, aunque eso no importaba ya –. Quisiera quedarme junto a ti,
esperar que vuelvas de la guerra, pero no sé si me separa de ti otro corazón...
Nunca antes había intentado que me amasen en exclusiva, me había acos-
tumbrado a ser la primera, pero no la única...
290
– Nada te pedí, cuando te ofrecí mi cuerpo y mi corazón.
Nada nos prometimos. El ser capturada me... me ha mostrado lo mucho que
valoraba un amor que tal vez no era tal que... que mi príncipe... que el bey-
lerbey tal vez no valoraba como yo lo valoraba.
291
26. RUMORES DE LA CORTE
El-Qahira, 23 Jumâda Ath-Thânî / 30 de Diciembre de 1599
Un amor que se va
se reconoce el paisaje
293
él no podía vivir con esa duda trató de confirmarlo. Mucho le costó en hala-
gos, sobornos y propinas el sonsacar a los criados y miembros de su séquito,
pero finalmente logró averiguar lo que realmente le atormentaba. Al parecer
la esclava portaba, sin saberlo, un importante mensaje escrito en una vajilla
que llevaba de regalo para alguien en Konya, probablemente algún alto fun-
cionario del Gran Turco. Un error, puesto que obviamente a él no se lo habrí-
an arrebatado tan fácilmente.
294
que no tuvieron noticias suyas. Regresó agotado, pero más sereno y resuelto
a sacrificar a su favorita por continuar con la misión que le habían encomen-
dado. Le confió que renunciaba a su favorita con la certeza de ser un designio
divino para poder concentrarse en los planes del Gran Turco primero y en
desatar su ira sobre los hispanos después. Yusuf había guardado entonces
para sí el secreto de la vajilla como una baza que jugaría más tarde para aca-
bar de ganarse su confianza y escribió a su agente para que se apresurase en
volver con el presente perdido por la favorita del beylerbey.
295
lanza entre su espalda y su túnica saludaba a los conocidos que se cruzaba. A
algunos les anunciaba que el enviado otomano le iba a recibir es a tarde, a
otros les auguraba su rápido ascenso en la corte muy pronto y a los menos les
prometía no olvidarles si la fortuna le sonreía pronto.
298
Le miró de reojo mientras se adentraban en el palacio. Los
pueblos sometidos por los turcos y asimilados por estos se convertían en gen-
tes orgullosas, pero conscientes de que eran el resultado de una derrota. Gra-
cias a él los egipcios estaban a punto de unirse pacíficamente a los que serían
pronto los señores de todo el mundo, consumando la extensión universal del
billad-al-Islam. Ellos serían iguales a los turcos al no haber sido dominados
por ellos y por tanto co-dominadores de todos los demás pueblos inferiores.
299
había penetrado la fingida y aparentemente imperturbable indiferencia del
noble – ha llegado a mí un rumor. Un rumor que la costosa red de informado-
res que mantengo a vuestro servicio ha alcanzado a escuchar en las intimida-
des más profundas del palacio del sultán. Un secreto que...
300
– Tendré que meditarlo, pero tal vez sea más útil que acceda
a sus deseos y me retrase o adelante separándome del cuerpo principal... al
menos las tropas, es esencial que no las controle, habrá que retrasar el reclu-
tamiento de los bashi-bazouk – dijo mientras se levantaba y le despedía con
la mano –. Yusuf, buen trabajo, tu lealtad será recompensada en su momen-
to... una cosa más, la próxima vez procura anunciar tu llegada si quieres ser
recibido.
301
27. HUIDA
Costa Dálmata, 6 de Enero de 1600
Y a estaba por fin muy cerca de volver a la isla que durante la mayor
parte de su vida había llamado hogar. Le parecía enormemente irónico
sentir tantas ganas de volver, puesto que hubo un tiempo en el que deseó
haber dirigido sus pasos en otra dirección, haberse hecho marinero o merca-
der y haber recorrido las sendas del mar y haber visto los puertos y lugares de
los que tanto oía hablar a otros, al final pudo más la tradición familiar, la se-
guridad de lo conocido y se quedó anclado a tierra. Esos pensamientos no
habían vuelto a él, ni tan siquiera cuando unas semanas atrás aceptó esta mi-
sión. ¿Realmente la aceptó? Bien pensado no tuvo otra alternativa.
302
ron a puerto de nuevo. El capitán, tras muchos ruegos de Fieromonte, accedió
a desembarcar con el fin de enterarse de lo que había ocurrido. Fueron unas
horas interminables, en las que temía que fuese algo más serio que una pelea
de taberna, que se le aplicase tormento a Andrea y que hablase de la misión,
de la información que habían conseguido, de la existencia de Fieromonte, de
todo lo que en aquellos momentos importaba.
304
ta hostilidad. No sabía si pensar que conocían su historia y no les agradaba
contar con su compañía, si no lo sabían y se temían lo peor, o si era antipatía
por ser griego, sanmarquiano o por cualquier otra razón.
305
sur, pero al verlos desempeñar las más diversas tareas, incluso algunas no
propias de su condición como la de artesanos, comerciantes o incluso algunos
parecían formar parte de la milicia.
El vino era bueno para haber sido servido en una vulgar ta-
berna de puerto, aunque no tanto como para ahogar sus temores, el senti-
miento de ser perseguido que le dominaba hasta atenazarle. Resultaba extra-
ño sentir lo que debían de haber sentido en días no tan lejanos sus presas.
Intentó ser optimista, al fin y al cabo era improbable que le hubiesen seguido
el rastro tan rápido, ¿no decía acaso el chascarrillo aquello de hacer las cosas
a la española: lentamente y dejando constancia de todo por escrito por tripli-
cado? Si lo hubiesen hecho, no era probable que hubiesen llegado tan rápido
al Oranesado; si hubiesen llegado enviados hispanos a este puerto buscándo-
le, no era probable que se fijasen en la triste figura que sentado a la puerta de
una taberna se aferraba a una jarra de vino y a un saco sucio. Pero, ¿buscar en
las tabernas no era lo que habría hecho precisamente él? Intentó dejar de ser
optimista y centrarse en otro asunto, volvió su atención entonces a los solda-
dos negros. Le seguía chocando que los españoles mantuviesen a tantos de
ellos armados, no era natural ni prudente asignar a esos bárbaros de color a la
milicia, por mucho que el obispo de Roma afirmase que también tenían alma.
Sonrió al pensar que tal vez eso demostraba que ese pertinaz hereje no la te-
nía tampoco. La única razón que se le ocurría era que la guerra contra el sol-
dán de Sonrai no fuese tan bien como se decía, que los ejércitos hispánicos se
estuviesen desangrando allí y que contingentes de esclavos liberados se estu-
viesen incorporando al ejército. La presencia de comerciantes y artesanos de
color simplemente mostraba que debía ser una tradición en las Españas y que
los soldados eran, imprudentemente, liberados con el tiempo. Aunque, claro,
esta explicación no encajaba con la idea de una Cruzada al otro lado del mar,
salvo que la guerra sí estuviese yendo bien y se enviasen las tropas hispanas
306
al otro lado de la mar Océana y quedasen los esclavos para defender las tie-
rras de este lado.
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Por un momento temió que se le acusase de espionaje o que
sospechasen algo raro y le delatasen, pero bien por obra y gracia del vino o
bien porque les había caído bien no ocurrió nada parecido. Los soldados se
miraron perplejos por unos instantes y estallaron de nuevo en una sonora car-
cajada.
308
así!
309
por fin parecían estar en el buen camino.
310
28. CAMINO DE DIMEŞK
Halep, 1 de Ramadán de 1008 / 16 de Marzo de 1600
311
sonalmente. El hábil general rus estaba desempeñando una inestimable labor
en Misir distrayendo la atención de lo que se les avecinaba y creando un par-
tido favorable al Gran Turco en la corte egipcia que permitiría tomar pose-
sión de aquellas tierras con muy poca resistencia. De camino se encontró con
Hakán Pachá rodeado por un regimiento de escribas, contables y oficiales
varios portando informes, mensajes y peticiones.
312
Resultaba peculiar que en un ejército basado en la caballería
como el otomano la unidad favorita de los sultanes, la que podía encumbrar-
los o deponerlos y la que encabezaba las mayores victorias fuese una unidad
de infantería como los jenízaros. Pero era así, ellos eran los que asaltaban las
fortalezas más poderosas, los que aguantaban las cargas de la caballería
cuando todo fallaba, el alma del ejército, los que nunca se retiraban. En las
campañas contra los uzbecos fueron ellos los que tomaron la ciudadela de
Tashöget y los que asaltaron desde las galeras la ciudad de Zharatâu en una
osada maniobra que sorprendió hasta al propio Sultán. En la batalla definitiva
contra los Sibir en los campos de Kurgán, cuando los Azab se batían en reti-
rada y la caballería timariota, diezmada, apenas podía resistir fue el bloque de
los jenízaros el que con sus espingardas y cañones batió a los innumerables
jinetes del Khan enemigo rompiendo su formación y con ella su voluntad de
luchar.
314
do de piratas, o lo destruirán. En cualquier caso nos facilitarán la marcha so-
bre Misir, ya que sufrirán un enorme desgaste destruyendo las fortificaciones
de esos indeseables – Abdi asintió satisfecho con la cabeza, aunque esa noti-
cia también había llegado a él por otro camino –. En total unos quince mil
soldados egipcios, más las tripulaciones y los galeotes han marchado contra
los corsarios sanjuanistas y a ellos se unirá un contingente sanmarquiano
desde Girit.
316
situación, aunque tenía grandes planes para él, posiblemente alguno pasase
por hacerle beylerbey de Misir o concederle el premio de su propio puesto.
¡El premio! En el diwan otomano era un dudoso honor el de ostentar el cargo
de Sadr-i a'zam, puesto volátil y peligroso como el que más y que la subida al
trono de un nuevo sultán convertía en el lugar más peligroso de todo el Impe-
rio. Si ese era el premio para el joven beylerbey no le envidiaba.
317
– Si se me permite una sugerencia, creo que la idea original
de enviarle al sancac de Sibir para acabar con los cosacos sea la más prudente
ya que le tendría alejado, ocupado y haciendo algo útil para el Imperio.
318
29. CRUZADA
Cartago, Domingo de Ramos, 9 de Abril de 1600
320
anuncio de la partida de la Armada y de la declaración de la Santa Cruzada
hasta el momento en el que todo estuviese listo y a punto para desencadenar
el ataque de manera que contasen con el factor sorpresa. Finalmente había
logrado que el anuncio se hiciese como muy pronto en esa fecha, víspera de
la partida, y además únicamente en las catedrales de Roma, Nueva Nápoles,
Turín, Villa Real de Santa Fe, Santiago de Compostela, Génova la Alta y
Loudeac, y que a lo largo de la Semana Santa el mensaje se difundiese por
las tierras cercanas y no tan cercanas hasta llegar a tierras de mayas y de in-
cas. No era difícil imaginar que a esas horas ya habría oídos y ojos indiscre-
tos tratando de hacer llegar la alerta a Creta, Egipto y la Sublime Puerta, pero
ya poco importaba.
322
grave como éste. Entre los cruzados le constaba que había gente que since-
ramente creían cumplir la voluntad de Dios, otros que como él simplemente
cumplían su labor tal y como les pidió el Bautista a aquellos soldados que
según relató el evangelista Lucas se acercaron a él. Para él todo este asunto
no era más que servir a su señor con honestidad, sentido del deber y discipli-
na, aunque le fuese tan doloroso, pero ¿cómo perdonar a todos aquellos que
simplemente acudían al olor del botín, aquellos que ejercerían la violencia
con odio y crueldad? ¿Acaso merecían todos ellos el perdón de Dios en la
misma medida? Recordó aquella otra parábola de los segadores que se incor-
poraban a la recolección en distintos momentos para recibir la misma paga y
se dio cuenta de que él no era quien para juzgar la voluntad de su Creador,
por mucho que discrepase de ella por arrebatarle a los suyos y traer perdón
para indeseables. De hecho probablemente él era el que menos merecía ese
perdón, puesto que la furia que en aquel día nefasto le había llenado el cora-
zón no era otra cosa que una blasfemia, un grito contra Dios por su dolor in-
comprensible e incomprendido. Mientras tanto la voz del Legado, monótona
en su presentación había adquirido poco a poco un tono autoritario y podero-
so sacándole de sus pensamientos.
324
expuesta en la catedral y se enviasen copias a todas y cada una de los eremi-
torios, iglesias, abadías, monasterios y catedrales de los reinos de África, de
nuevo volvió a aproximarse al ambón y continuó hablando al pueblo congre-
gado.
326
que nuevas flotas marcharán a Oriente para asegurar los territorios recupera-
dos para la Fe, para reforzar a los ejércitos de la religión, para repoblar aque-
llas tierras donde manan leche y miel – eso era una invitación para que los
que todavía llegaban a las Españas desde las tierras del norte, encaminasen
sus pasos hacia Jerusalén y se asentasen allí, contribuyendo a la defensa –,
para romper la voluntad de los enemigos de la verdadera Fe y demostrarles el
poder de Dios, la gravedad de su ofensa y la fuerza de nuestra Fe. Con ella
podríamos decirle a una higuera que se plantase en el mar y lo haría, digamos
a estos cruzados a los que entregaré la bandera de la cruzada… – un diácono
le acercó la bandera y le ayudó a desplegarla –…digamos a estos caballeros
de Cristo “Entrad en Jerusalén y liberadla” y lo harán.
328
No podía entender como había hombres dispuestos a ganarse la vida en el
mar, no podía entender porqué Juan la había dejado en Otranto, porqué se
había arriesgado en la mar simplemente porque otro hombre le pedido dejarlo
todo y marchar a la guerra o porqué el difunto esposo de su anfitriona en
Otranto había entregado su vida allí. No alcanzaba a entender que clase de
poder podía ejercer sobre él el Duque, puesto que no era de su sangre, ni
tampoco su dueño. Definitivamente los hombres eran seres extraños, podían
pedirte todo o darlo todo, pero en cuanto oían la llamada del mar o la del ace-
ro lo dejaban todo atrás. Corazón. Hogar. Todo. Lo olvidaban todo como la
había olvidado su príncipe. ¿Su príncipe? Ni era suya, ni él era príncipe. Al
menos ya no lo sentía así. Ahora no era sino un fantasma sin sustancia, una
sombra del pasado al que ella en un tiempo le había entregado todo, su ser, su
corazón, su confianza. Cierto que era su dueño, que con su oro la había com-
prado, que no era la única que compartía su lecho, pero no menos cierto era
que ella se había entregado a él como no lo había hecho antes, que si la
hubiesen hecho libre no habría dudado en elegir volver a la esclavitud junto a
él. Ahora ya no lo elegiría, no deseaba volver ante el que no la había preferi-
do a un puñado de monedas. ¡Qué se quedase con su oro y su plata, con sus
sedas y sus mansiones!
– Está cerrada.
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Otranto hablé con un sacerdote y me instruyó, debo ser cristiana de nuevo,
pero no lo sé. Preguntas mucho.
335
niña y las otras esclavas sus amigas. En el-Qahira todo cambió, allí era una
mujer y las otras esclavas sus rivales.
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31. VISPERAS
Arcangelion, 3 de Mayo de 1600
338
que con sus dudas había acercado el cebo a sus superiores y al ir hasta Espa-
ña para confirmar la información y al traer aquel maldito cuaderno había
conducido a todos a una celada letal. La información en él contenida fue de-
cisiva para que el Consejo ducal pusiese en marcha sus planes para llevar a
cabo la acción contra Rodas. Se consoló pensando que seguramente nada lo
habría impedido ya que había demasiadas fuerzas, recursos, intereses y vo-
luntades comprometidas como para dar marcha atrás. La excusa oficial para
desencadenar la guerra eran los continuos ataques que los corsarios Sanjua-
nistas efectuaban sobre cualquier nave que se adentrase en el Mediterráneo
Oriental. Los últimos años ya no distinguían entre naves otomanas, egipcias
o sanmarquianas, musulmanas o cristianas, naves de guerra o comerciales. A
principios de marzo ya estaba todo listo para la operación y una poderosa
flota de galeras partió bajo el estandarte del león alado para reunirse con la
flota egipcia que participaría en la operación, aunque la isla quedase final-
mente para la Serenísima República. La pequeña flota de Rodas fue embote-
llada sin oposición y el ejército desembarcó sin resistencia ocupando prácti-
camente toda la isla en un paseo militar, rodeando la capital de los monjes
corsarios con un cerco de acero. Hasta les pareció fácil en aquellos primeros
instantes y el propio Fieromonte al ver de cerca las murallas de Arcangelion
se sintió capaz de llevar a cabo las más grandes hazañas. Tras el éxito de su
misión, el mismísimo Dux le había recomendado ante el Almirante Alessan-
dro Veniero para que se incorporase a la expedición y recibiese el mando de
la infantería a bordo de una de las galeras de la flota, llamada la “Leona”.
Orgulloso de su nombramiento y ya más preocupado de las hazañas que lo-
graría en su nuevo destino, había olvidado ya la historia del espía, de su via-
je, del cuaderno y de la pérdida de su compañero.
340
hecho, habría guardado un discreto silencio y no se habría jugado la vida tan
irreflexivamente, pero era la primera vez que participaba en una acción de
combate, aunque no la primera que mataba, y estaba ansioso por mostrar su
valía. Por mostrársela a sí mismo. Se aproximaron en barcas al muelle y des-
embarcaron sin ser detectados cayendo sobre una de las posiciones de la bo-
cana del puerto. Era una batería menor que debía de tener el cometido de im-
pedir que naves enemigas de pequeño calado embocasen impunemente el
puerto. Tras sorprender y desbordar a los adormilados defensores que resulta-
ron ser mercenarios tudescos, prendieron fuego a unos almacenes cercanos y
aun se atrevieron a hacer un intento sobre una batería mejor fortificada. El
entusiasmo les pudo y sin darse cuenta se vieron a su vez sorprendidos por la
llegada de un grupo de arcabuceros que les empujaron de vuelta a las barcas
dejando atrás varios muertos y heridos ya que habría sido un suicidio luchar
contra semejante descarga de plomo. Habían escapado por los pelos y aunque
su “hazaña” había levantado los ánimos de las fuerzas aliadas tras el fracaso
inicial, el precio pagado parecía haber sido excesivo.
342
no aprender para mostrarle su desprecio. Él lo habría llamado Maese Arro-
gancia o Sidi Petulancia, aunque su nombre era Mehmet Girey. En apenas
una semana, más de la mitad de las tropas embarcadas eran akinjis otomanos
y con ellos llegaron también marinos, oficiales y artilleros turcos con lo que
sus equivalentes sanmarquianos y egipcios fueron desembarcados con la ex-
cusa de que así podrían colaborar en las tareas de asedio, construyendo más
reductos, profundizando las minas y reparando las posiciones fortificadas,
aunque eso no estuviese tan claro. Al menos las obras de zapa y minado
avanzaban más deprisa y con menos bajas que durante los primeros días, por
eso nadie se hacía preguntas.
344
ondeaba la enseña otomana, más abajo colgaban los cuerpos de aquellos que
se habían opuesto y en la almiranta otomana los cuerpos de los mandos su-
premos sanmarquianos y egipcios. Los turcos se habían hecho con el control
de una flota con la que apenas podría rivalizar con la Armada española, pero
al hacerlo habían dejado a la Serenísima República y al Sultanato del Nilo
desarmados ante la primera acometida del Trastámara. Habría un ganador en
esta pugna y sería o España o la Sublime Puerta, y varios perdedores entre
los que estarían con total seguridad ellos y los egipcios.
346
32. LA JORNADA DE RODAS
Arcangelion, 5 de Mayo de 1600
Ese mismo viento de Levante era el que llenaba las velas del
“Calvario” y del resto de naves de la flota, empujándolas a cumplir con su
deber como si la voluntad de los hombres no tuviese nada más que decir o
hacer, salvo rendirse a la voluntad de los elementos y a la benevolencia de
Dios. Al capitán Ramiro no le hacía demasiada ilusión, no tanta al menos
como a la mayoría de sus tripulantes ni como al resto de capitanes con mando
en la flota cruzada del Almirante Marco Antonio Castriota que veían en el
combate la oportunidad de hacer fortuna con una buena presa o con su parte
347
del botín. Al menos Ramiro Moreno ya se iba acostumbrando a ser el objeti-
vo de cañones enemigos, aunque la posibilidad de que alguien arrojase una
pelota de piedra o de hierro porque sí, no porque le quisiesen arrebatar la
carga o la nave, sino porque otro se lo había ordenado, le seguía produciendo
un intenso desasosiego.
348
par de docenas de galeones de distinto porte y todos ellos de cuatro palos,
incluidos los doce Apóstoles que el Príncipe Castriota había traído consigo
como el núcleo de su flota, una decena de pataches, algunas galizabras, ber-
gantines y algo más de seis docenas de galeras, incluidas dos pares de bastar-
das y tres lanternas. No era una flota desdeñable, que podría combatir cómo-
damente tanto a la galana, como a la española por su potencia de fuego y la
calidad de la tropa embarcada, con cualquier enemigo. Barriendo la forma-
ción sarracena con su lente se preguntó si no estarían intentando morder un
bocado demasiado grande para ser tragado. Vio entonces al sargento de La
Landa, escupiendo órdenes, juramentos y ánimos y se preguntó a sí mismo
qué haría falta para tener ese entusiasmo, si sería valor o inconsciencia. El
pater escuchaba junto a la borda de estribor la confesión de un marinero y al
verlo recordó los ánimos que había tratado de darle esa mañana tras escuchar
su confesión. El sentirse liberado de sus pecados no le eximía del temor a
presentarse ante el Padre Celestial antes del anochecer, ni que no lamentase
el dejar atrás esta vida por muy desgraciada que fuese.
350
o a su popa donde eran más vulnerables. A Moreno le llamó la atención co-
mo los capitanes de los pataches marcharon por la noche convencidos de que
el éxito de la misión dependía de ellos a pesar de estar en la segunda línea y
decididos a cumplir con su deber, motivados y llenos de orgullo por las pala-
bras de su Almirante. Más atrás marcharía la formación de las galeras. Era
inevitable que se rezagasen un poco pues debían reservar las fuerzas de su
chusma para el momento en el que el choque fuese inevitable porque los ga-
leones no fuesen capaces de mantener a raya a las galeras enemigas con la
amenaza de su presencia y sus cañones o para decidir la batalla con su infan-
tería embarcada. Si querían dañar al máximo la flota enemiga de un solo gol-
pe deberían acabar resolviéndolo todo a la española, con un abordaje y un
combate cuerpo a cuerpo.
353
a las piezas menores de la borda balas al rojo cereza que no tardaron en pro-
vocar incendios en la maltrecha galera que les ofendía.
354
para eludir el intenso fuego que de manera inesperada estaba recibiendo. Tra-
tó de acortar distancias con el gran galeón español con el fin de abordarlo o
de hacer prevalecer su artillería de menor alcance pero probablemente más
numerosa que la de la nave hispana. Los sanmarquianos solían equipar esas
naves con unas pocas piezas de grueso calibre para uso durante los asedios y
hasta una treintena de piezas menores por borda, sacres y falconetes en su
mayoría, las culebrinas, los terceroles y los morteros estarían siendo enfria-
dos por lo que no era de esperar que las llegaran a utilizar.
357
Casi sin darse cuenta su nave fue arrastrada por una galera
de la Religión hasta el interior del puerto de Arcangelion, junto con los dos
galeoncetes sanmarquianos que habían sido finalmente capturados y que tan-
ta destrucción y muerte le habían traído. Por los imbornales caía una mezcla
de agua, sangre, arena y astillas que atraía a un enjambre de tiburones que
marchaban tras la nave como si de una procesión pascual se tratase. Sobre la
cubierta quince cuerpos aguardaban ser enterrados en tierra desconocida,
mientras bajo ella una cincuentena de hombres luchaba con la muerte para
escapar de su abrazo.
358
33. ARENAS Y MUERTE
al-'Aqaba as Sagira, 1 de Dhul-Qa’da de 1008 / 14 de Mayo de 1600
E l polvo de cada camino tiene su propio sabor, uno distinto y único, que
hace que de la misma manera que los lugares pueden ser identificados
muchas veces sin abrir los ojos, simplemente llenando los pulmones con el
aroma de su aire, de la misma manera los que recorren muchos caminos los
acaban reconociendo por el sabor de su polvo. Así el aire de Rumelia se re-
conoce enseguida por el dulce aroma de sus rosas y el acre de sus robles, el
de Sibir se reconoce por la frescura de su hierba y la sutileza de la esencia de
sus manzanos, el de las tierras del Cáucaso por el intenso olor de sus pinos y
de sus alhucemas. El polvo de los caminos de Anatolia se reconoce fácilmen-
te por su ácido regusto a pino y resina, mientras que el de Siria llama la aten-
ción por su sabor ligeramente salado como a lágrimas y el de las llanuras de
Chagathai por su sabor áspero con un toque aromático debido a las especias
que sin duda recibe de las caravanas que con esa carga las han recorrido du-
rante centurias. El de Fayum, al sur de Misir, era más salado que el sudor
pero menos que el mar, y tenía un gusto a rancio o a viejo como si ese polvo
surgiese continuamente de las tumbas de los antiguos sultanes paganos para
reponer el que se marchaba adherido a viajeros y a monturas. Ese polvo era
el que llenaba su boca en estos momentos. Un polvo que desgraciadamente
había cambiado de sabor en apenas un par de días y es que ni los caminos son
siempre los mismos, ni los sabores nos parecen siempre iguales. En la boca
del beylerbey Arslan ese polvo tenía en esos momentos un regusto radical-
mente diferente como si fuesen otra tierra y otro camino. Tal vez así lo era y
este camino que recorría hacia el norte no era el mismo que había seguido
poco antes hacia el sur, aunque árboles, aldeas y el Nilo eterno fuesen los
359
mismos.
360
tocaría actuar a ellos. La infantería atacaría a los no combatientes, mientras la
caballería caería sobre las tropas que a esas alturas ya estaría desorganizado
en plena matanza, con suerte y con la ayuda de al-Múntaqim o el Vengador,
eso significaría que sultán, Padisha kafir y el grueso de ambos ejércitos serí-
an aniquilados en esta tierra y afrontarían el juicio divino en la otra vida. No
envidiaba el terrible destino que sin duda estaba escrito para ellos.
361
Protector de los Creyentes y Guardián de los Santos Lugares y del comienzo
del asedio de la isla de Rodos, al que ya se había unido una flota otomana
con la intención de tomar el control de la fuerza aliada y usarla con más sabi-
duría de la que podían aspirar sus corruptos comandantes.
362
na, hubiese estado observando el desarrollo de la batalla, ocupado en otros
pensamientos, viendo como los planes se cumplían según lo previsto y que
incluso las sorpresas se sucedían como se esperaba obedeciendo al designio
divino. Puesto que hasta en esos detalles la voluntad del Glorioso, al-Maÿîd,
parecía cumplirse inexorablemente, así el sultán se lanzó al frente de su nu-
merosa caballería sobre el Padisha Dawit que parecía confiar en un lento blo-
que de infantes para frenarle. Le había llamado la atención la presencia de un
grupo de arcabuceros que, por su atuendo y la claridad de su piel, no parecían
ser etíopes, tal vez fuesen mercenarios de İspanya o de Ceneva. Sin embargo
el sultán no pareció percatarse de su presencia y si lo hizo no les dio la im-
portancia que debiera haberles dado, puesto que hacia ellos dirigió su carga
rodeado de su caballería, incluidos los caballeros francos que por lo pesado
de sus protecciones se quedaban rezagados detrás de la escolta del soberano
egipcio, o al menos eso parecía. Los cascos de las monturas atronaban en la
sabana y eso enardeció a Arslan y pareció infundir a sus hombres de un in-
contenible ardor guerrero, ellos y sus monturas se revolvían nerviosamente,
sabedores de que su lugar estaría pronto allí abajo. En realidad al beylerbey
le excitaba tanto la vista del espectáculo como la sensación de que sus planes,
siguiendo unas líneas trazadas claramente por la mano de Alá, se iban cum-
pliendo.
364
batieron y murieron derramando su sangre en las arenas. Alguien, uno de los
caballeros, alzó una cabeza ensangrentada que debía ser la del sultán. Los
egipcios vacilaron y comenzaron a replegarse dudando, rechazando que fuese
cierto que su sultán había perecido. Ese momento fue aprovechado por los
arcabuceros para reaparecer y despejar las dudas desatando el fuego de Al-
hotama sobre el centro de la línea egipcia, y la batalla devino en matanza y
en carnicería. Ese era el momento, el que él había esperado para poner en
práctica sus planes.
365
nes, saqueando media ciudad, llevándose los cañones y continuando su mar-
cha hacia el Este. Tal había sido la destrucción que los ferenghi ni se habían
molestado en ocupar la ciudad, que sin artillería, naves y con las murallas del
puerto derruidas era imposible de defender de cualquier ataque desde el mar,
lo que revelaba que tenían intención de volver. De eso hacía ya tres días.
Ira. Solo un sentimiento. Ira. Solo una palabra. Ira. Solo tres
letras para resumir lo que sentía. Ira. Sus planes debían postergarse, ante el
radical cambio que había experimentado la situación. No podía arriesgarse a
perder las fuerzas que le quedaban y que serían esenciales hasta el último
hombre para proteger la capital, pero tampoco podía retirarse dejando un
ejército intacto, victorioso y con moral inquebrantable pisándole los talones.
Ordenó a la infantería que se retirase ordenadamente hacia el norte con el
tren de artillería y la impedimenta y a la caballería que le siguiese. Solo le
quedaba una opción. Ira. Solo la posibilidad de caer sobre el ejército kafir
que ya se había desperdigado desordenadamente por la llanura persiguiendo a
los derrotados soldados egipcios y causar el mayor daño posible antes de que
se pudiesen reorganizar. No podría destruir su retaguardia, sino tan solo me-
llar su vanguardia, para que avanzase con mayor lentitud y cautela dándole
un tiempo precioso a Arslan y a los planes de su señor. Tal vez ese ejército
otomano que ya estaba en Meca pudiese llegar a tiempo, pero ¿sabrían lo que
ocurría?
366
las voces callaron y hablaron la cimitarra, la lanza y la maza. Fue una manio-
bra rápida y contundente que pilló totalmente por sorpresa a los kafir, aunque
pronto los mercenarios norteños al servicio del Padisha Dawit se reagruparon
y se dispusieron a rechazar a los jinetes que se habían materializado del pol-
vo. Primero fueron pequeños grupos ante los que los akinji cambiaban su
rumbo buscando presas más fáciles, poco a poco los kafir se fueron uniendo a
los pelotones de arcabuceros y lanceros volviéndose más osados y atacando a
su vez a los jinetes que quedaban a su vez aislados. Arslan al mando de una
orta de timariotas atacó uno de esos pelotones y logró dispersarlo con un cos-
te inesperadamente elevado, él mismo había recibido un arcabuzazo a bocaja-
rro, si bien la bala no había hecho más que rozarle en el brazo izquierdo le
había producido quemaduras en la cara y el pecho.
367
De camino iría guarneciendo plazas con los egipcios supervivientes y con
algunas tropas de confianza para retener a los invasores. Los cañones captu-
rados quedarían atrás irónicamente apuntando a sus antiguos dueños.
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34. MUERTE Y SOMBRAS
Suez, 16 de Mayo de 1600
L os atabales seguían sonando con una cansina cadencia, muy distinta del
rítmico estruendo con el que los moslimes trataban de minar la con-
fianza de sus enemigos antes de comenzar la batalla, del frenético repiqueteo
que marcaba su marcha hacia el combate, o de las vibrantes ráfagas con la
que transmitían órdenes para sus unidades. Era algo más tenebroso y som-
brío, como el toque a muerto de las campanas cristianas, pero sin su cristalina
voz ni su solemnidad. Era como un sonido pútrido y sin vida, como si los
parches de los timbales estuviesen hechos de piel en descomposición y de
alguna manera esa cualidad se transmitiese a su sonido haciéndolo viscoso y
repugnante. El Duque no lograba entender cómo podían seguir sonando si la
batalla ya había terminado. Porque estaba seguro de que había terminado
hacía horas. Lo sabía. Tratando de escrutar a su alrededor se preguntó si no
serían prisioneros tocando algún tipo de música fúnebre para sus caídos.
369
Tras dejarse engañar varias veces por la confusa procedencia
del sonido, se resignó a no averiguarlo y se propuso salir de la espesa nube
que lo envolvía y que empezaba a ahogarle, en algún lugar debía de haber
alguna colina a la que encaramarse y en la que escapar de ella. Una ráfaga de
viento abrió un claro y unos pasos por delante de él alcanzó a ver por unos
instantes unas figuras altas y delgadas que parecían observarle inmóviles.
Avanzó dubitativamente puesto que el fúnebre retumbar de los parches de los
atabales le intimidaba como pocas cosas le habían asustado a lo largo de su
vida. En ese momento se percató de que efectivamente se encontraba solo.
Solo. Ni rastro de su escolta o de cualquiera de sus hombres. Instintivamente
llevó la mano hacia la empuñadura de su espada pero no estaba en su vaina,
no recordaba cuando la había perdido, si lo había hecho, ni dónde había ocu-
rrido. Lo raro era que en sus manos se encontraba su bastón de mando. Solo
eso: un pedazo de madera y marfil. Gritó el nombre de los Capitanes Chanci-
ller, Idiáquez, Toledo y Zácher, el del sargento mayor Berrojo, el del Escri-
bano Maese Caramillo, el de todos y cada uno de los nombres que le vinieron
a la cabeza, pero nadie respondió.
371
dían estar sonando, el haberlos oído antes no debía de ser una alucinación
provocada por la niebla. Se dijo que no debía de ser más que los latidos de su
corazón, retumbando en la cabeza y que por eso le pareció que sonaban cerca
y que unas veces lo hacían delante de él y otras detrás. Pero la música o los
latidos ya no le importaban, ni su ausencia le parecían inquietantes, porque
había visto con qué había tropezado. Una de las cabezas había caído de la
pica en la que había sido ensartada, la tela de su sudario o del turbante que en
vida la había cubierto se había enredado en sus pies y le había hecho desplo-
marse. Con cuidado desenrolló el nudo que había rodeado sus pies como si
hubiese sido un lazo para tenderle una trampa y mientras lo hacía volvió a
gritar los nombres de sus subalternos. Chanciller. Idiáquez. Toledo. Zácher.
Berrojo. Caramillo. Esta vez un eco de voces pareció responderle, pero al
incorporarse dolorosamente, se percató que no eran voces, sino que era el
viento aullando entre las picas. Lo raro era que parecía pronunciar su nom-
bre. Su nombre o una maldición pero no lo podía decir bien puesto que el
coro de voces o el viento o lo que fuese llegaba hasta sus oídos ahogado por
el continuo repiqueteo de la sangre cayendo sobre las piedras.
– Duque, ¡despertad!
– Duque, ¡despertad!
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35. SUEÑOS
el-Qahira, 7 de Dhul-Qa’da de 1008/ 20 de Mayo de 1600
N i tan siquiera las más lastimeras Rubaiyyat del maestro Khayyam lo-
graban conmoverle, empañando su ánimo y eso, paradójicamente, le
deleitaba sobremanera puesto que así su natural sensible no le estorbaba en el
disfrute de su obra como ocurría en otras ocasiones. Privado de la interferen-
cia emocional que le desbordaba habitualmente sentía que de esa manera al-
canzaba a valorar mejor la rima, las figuras, imágenes y los sentidos ocultos
de las palabras.
377
que estaba reuniendo el beylerbey Arslan para llevar a cabo sus planes. La
indolente milicia egipcia de la ciudad no se atrevió a interponerse en su ca-
mino y no impidieron que Yusuf se instalase en el palacio del sultán, se apo-
derase de harén y herederos, tomase a su cargo el tesoro real y aun que los
indisciplinados mercenarios otomanos saqueasen algunas de las dependen-
cias palaciegas. De tal manera había asentado las bases del poder para el no-
ble beylerbey rus aun antes de saber de la muerte del corrupto sultán en bata-
lla. ¡Qué alegría interna cuando supo del resultado de la batalla en la que pe-
reció! En la oración de ese viernes los cairotas pensaron que el nuevo gober-
nador oraba al Soberano del Mundo, al-Mâlik al-mulk, por el fallecido sobe-
rano junto a su heredero derramando abundantes lágrimas y prometiendo
cuidarle, cuando en realidad daba gracias por la muerte de su padre. Su elec-
ción de la Sura de la familia de Imrán le enorgullecía para el sermón, puesto
que entre falsas loas, había desgranado las maldiciones que les aguardaban a
los avarientos y cómo sus bienes serían atados a sus cuellos para hundirles
aun más en las aguas de la perdición. Le envió entonces junto con las esposas
y concubinas a un palacete que había en las afueras de la ciudad y adonde los
custodió con fuerte guardia, a la espera de la llegada de instrucciones del
beylerbey.
– Excelencia...
379
– Guardián de la ciudad, afuera os...
383
rrado. Si ese paso está cerrado no podrán llegar las tropas del Gran Turco...
384
36. LA CIUDAD ROJA
Wadi Musa, 18 de Julio de 1600
E sta era la primera vez desde que había desembarcado al frente del Ter-
cio Viejo de Caballería de Toledo en que podía disfrutar de la extraña
belleza de estos lugares en los que se unían la península de Tierra Santa y la
Arabia Pétrea. Estaban a poco menos de media legua al sudeste de la aldea
que los naturales denominaban Guadimusa o el Río de Moisés porque según
ellos fue allí donde Moisés había hecho brotar agua al golpear con su báculo
en una roca. Seguramente al Duque le encantaría oír algún día esa historia y
hasta tal vez tratase de averiguar que había de cierto en ella, aunque según
había visto por toda esta región abundaban los lugares por los que había pa-
sado el patriarca bíblico haciendo uno u otro prodigio. Tantos que a Juan no
le empezaba a maravillar que hubiesen pasado cuarenta años dando vueltas
por el desierto, de hecho lo que le extrañaba era que no hubiese tardado más.
De momento ese lugar le había servido para poder destacar allí algunas com-
pañías de semilanzas y de dragones con el fin de cubrir el máximo territorio
posible.
385
a la mayor parte de los eruditos de las Españas y aun de toda la Cristiandad.
En esa ciudad olvidada habitaban algunos alárabes, los Bedul, que habían
ofrecido una cierta resistencia más por costumbre de oponerse a cualquier
extraño que llegase a estas tierras que por convicción de poder expulsarlos,
pero que finalmente se habían resignado a la presencia de los jinetes hispa-
nos. Juan había tratado de conseguir que algún anciano del lugar le relatase
historias acerca de los constructores de las maravillosas ruinas, pero debido
al recelo que provocaba su presencia no había tenido mucho éxito. Con per-
sistencia, astucia y algo de comida había logrado que algunos de los niños,
más curiosos o más osados, le contasen que habían sido construidas por un
faraón egipcio que trataba de ocultar un tesoro, dichas riquezas estarían al-
macenadas en la urna que se encontraba en la parte superior del más especta-
cular de los edificios, el que había justo a la salida del desfiladero, y que
habría enterrado a una hija muerta en otro al pie del castillo de los antiguos
cruzados. Sin embargo, tanto el escribano Isidoro Urquijo como el capellán
Fray Pedro de Deva le habían asegurado que la villa parecía más bien de ori-
gen griego o romano debido a la gracia de sus esculturas, argumentando que
de haber sido de origen egipcio las figuras habrían sido más inexpresivas y
sus proporciones menos armoniosas. Además la presencia de un teatro exca-
vado en la roca similar a los que los romanos habían dejado en las Españas
como los de Coruña del Conde o Montejo de Tiermes, era la muestra inequí-
voca de que las legiones de Roma habían hoyado aquellas tierras.
391
Los pillaron totalmente por sorpresa, dos o tres trataron de
escabullirse pagando con sus vidas, uno más trató de saltar al otro lado del
estrecho desfiladero sin éxito, pero la mayoría de ellos no pudieron hacer otra
cosa que ocultarse entre las rocas para recargar sus espingardas o preparar
sus gumías para el cuerpo a cuerpo, puesto que el fuego de las pistolas les
obligaba a ocultarse cada vez que asomaban la cabeza. Finalmente fueron
alcanzados simultáneamente por el pelotón de Moral al que se habían unido
algunos soldados más que habían ido subiendo detrás de ellos. Ambos oficia-
les, cargaron blandiendo espada y vizcaína, seguidos por sus hombres en lo
que ya no era más que una matanza, puesto que la decena de hombres que les
habían atacado se había visto dramáticamente reducida en número y ya ape-
nas ofrecían resistencia. No quedaron más que un par de ellos para ser inter-
rogados, aunque Juan se temía que poco podrían sacarles y que lo que dijesen
no sería de valor. Al menos con su aniquilación habían dejado claro que sería
inútil ofrecer ninguna resistencia y que lo mejor sería o emigrar o aceptar la
nueva situación.
392
Don Fardrique se lo había reprochado muchas veces, incluso cuando vino a
ascenderle a Coronel provisional. Como superior le había pedido prudencia
en sus acciones, sin caer en la inacción y la cobardía, actuar valerosamente
pero siendo consciente de que su vida no valía ya lo mismo que la de uno de
sus soldados, ni tan siquiera que la de uno de sus capitanes. En el desfiladero
no pasó eso por su cabeza, simplemente vio un hombre herido al que podía
retirar con un riesgo razonable y luego la oportunidad de ayudar a un subal-
terno, el Duque habría delegado, eso era lo que le fallaba: saber cuando dele-
gar. Escoger el hombre más adecuado para cada momento, arriesgando lo
justo y sin cargar la responsabilidad de hacerlo todo. Aquel día el Duque
además le pidió como amigo que se cuidase, pero que no se arriesgase en
demasía, que ya había perdido demasiados seres queridos y que a él más que
como un amigo le quería como a un hijo. Juan no supo que responder en
aquel momento, él apreciaba enormemente al viejo Duque y le quería puesto
que había cuidado de él desde que era un mochilero y si alguien podía ser su
padre ese era el bueno de Don Fardrique. Sin embargo, jamás se habría atre-
vido a llamarle así y le conmovió profundamente que el anciano general al
que ya consideraba como su mejor amigo le hiciese tal confesión.
Hubo algo más, con las órdenes y una pícara sonrisa le en-
tregó una carta que había llegado al cuartel general en Suez, procedía de Car-
tago y estaba firmada por Zara. Si le hubiesen dicho que una de las dos muje-
res que se habían cruzado por su vida en los últimos meses le fuese a escribir
desde Cartago anunciando su intención de ponerse en marcha hacia Tierra
Santa para estar con él en cuanto fuese posible, el nombre de Zara no habría
sido el que hubiese salido de sus labios. Tal vez la soñadora Caterina, pero la
fogosa Zara... Desde Cartago además, era curioso que ambas mujeres, tan
distintas, le hubiesen escrito desde el mismo lugar, se preguntó que habría
ocurrido de haberse encontrado. La primera era como el mármol, hermosa,
393
fría aunque pudiese ser calentada, dura pero frágil, blanca y pura, amarla re-
queriría una fidelidad, una devoción y una renuncia que él nunca podría ofre-
cer. La segunda era como el fuego, hermosa, apasionada aunque capaz de
adaptarse, imprevisible aunque su forma de pensar fuese de lo más razonable,
ardiente y luminosa, amarla sería menos exigente. No estaba seguro de eso
último, aunque sí le parecía que sería más fácil.
394
37. DESTINO
Cartago, 22 de Julio de 1600
395
inocencia, tanta pureza como la que parecía destilar por todos sus poros la
hermosa Caterina. Pensó en renunciar a lo que más deseaba, a una vida con
Juan, puesto que no llevaría con ella una buena dote, ni un futuro con espe-
ranzas. Pensó, pero no lo hizo, puesto que para ella a diferencia de la jovenci-
ta valenciana no había dudas en cuanto a quien estaba dispuesta a ofrecer
todo su ser. La hija del librero dudaba entre lanzarse a la aventura de amar al
inquieto capitán o la seguridad de aceptar ser dada a un joven acomodado de
San Vicente, se debatía entre la obediencia a la voluntad de sus padres y la
pasión de su corazón, como si fuesen fuerzas comparables. Para Zara no
había duda alguna, era elegir entre una vida triste y gris como dama de com-
pañía de alguna señora de Villa Real o de la casa de Alba para lo que llevaba
un par de cartas de recomendación y acabar casada con un maduro funciona-
rio o con el secretario de algún noble, o arriesgarlo todo a una carta mar-
chando a Tierra Santa con la esperanza de que Juan se hubiese decidido a
amarla. Era elegir entre apagarse cómodamente y consumirse en una última
llama. Ella no dudaba de estar haciendo lo que debía, aunque sí que temía
que se estuviese disponiendo a dar un salto al vacío. Tenía miedo de que este
viaje fuese una huída inútil que quemase sus esperanzas y su razón de ser. Si
Juan no la amaba, la vida ya no merecería la pena, y ¿qué hacer entonces?
¿Marchar a Misr? ¿A Ermenistan?
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– Fue en la acción de Rodas, una astilla y algo de metralla
que se me clavaron en la espalda. Nada grave, pero no tuve tiempo de recu-
perarme adecuadamente ya que parte de la flota volvía a Cartago para repara-
ciones y no quería separarme de mi navío... Me temo que eso no ha sido lo
más adecuado para que las heridas sanen.
401
fuerte del despliegue en la zona. Por lo que dicen es un puerto magnífico y
bien fortificado.
– ¿A Suez?
402
38. AL-DAJJAL
El-Wâsta, 14 de Muharram de 1008 / 26 de Julio de 1600
406
previsto hacia la cercana el-Qâsta, él se rodeó de una orta de espahís y cabal-
gó al encuentro de los egipcios. No podía creer a sus ojos cuando, rodeado de
unos jinetes, vio al mercader Yusuf el-Azraq. Instintivamente dirigió su ma-
no a la empuñadura de su espada, las acciones del mercader habían compro-
metido seriamente sus planes hasta el punto de dar la sensación de que se
trataba de sabotaje deliberado. En una mezcla de irreverente malicia, temor
sincero y desprecio se preguntó si en su frente debajo del ostentoso turbante
que llevaba no estaría escrito con fuego el nombre de al-Dajjal, el Traidor. La
leyenda decía que no se manifestaría si no en Ispahán, pero quien le decía
que la historia de sus antepasados ferenghis no era una forma de ocultar su
origen y despistar. Eso explicaría muchas cosas, comenzando por las dudas
que llenaban últimamente su corazón. Estaba escrito que al-Dajjal descarria-
ría a los hombres alejándolos de Alá, como respuesta automática recitó la
sura al-Kahf como protección y se dijo que hablaría con alguno de los sufíes
de la Orden Mevlevi al respecto.
407
obstante en su rostro se dibujaba una clara desesperación, le llamó la aten-
ción que estuviese ojeroso y con aspecto abatido, hasta parecía más viejo. Por
un momento le pareció ver algo en la frente, pero no podía decir si era una
sombra o realmente una letra. Al-Dajjal. Se burló de sí mismo por haber pen-
sado que semejante piltrafa humana pudiese haber parecido ser el Traidor, el
que traería la tribulación a los hombres antes de que Alá al-Ajir, el Último,
viniese a destruirle, enaltecer a los creyentes y aplastar con su pie a los infie-
les. Sonrió y si la situación no hubiese sido tan dramática se habría carcajea-
do de su incapacidad y de sí mismo por haberse fiado de él. Tal vez él se me-
recía más que el mercader la humillación. ¿No decía acaso el proverbio aque-
llo de que si me engañas una vez es mi culpa, si me engañas dos es culpa tu-
ya y mía, pero si me engañas tres es culpa mía y solo mía? ¿Cuantas veces le
habría engañado? Entre muchos informes valiosos, muchos buenos servicios,
había cometido muchos deslices, que había tolerado con la esperanza, la vana
esperanza de que un nuevo servicio lo compensase. Debía reírse de sí mismo,
gritar que él era el tonto del que se había burlado ese otro tonto que estaba
frente a él. Finalmente se detuvo frente a él y congelando su sonrisa le inte-
rrumpió.
408
– Yörgüç Mehmet Agha, junto con su hijo llegaron a el-
Qahira hace algunos días. Se han hecho con el gobierno de la ciudad en
nombre del Gran Turco y a mí me envían al Sur a luchar contra el Padisha
Dawit… ¿No os he servido lealmente? ¿No os he ayudado lo mejor que nadie
habría podido? ¡Ayudadme, no quiero marchar a la muerte!
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39. EL DIOS DE LOS EJÉRCITOS
Fahs al-Hamir (Campo de los Asnos), 14 de Agosto de 1600
410
menos que literatura de romance, leyendas y exageraciones. Afortunadamen-
te disponía también de informes más fidedignos recibidos de comandantes
que sí habían luchado contra ellos recientemente, incluso uno muy detallado
del Príncipe Marco Antonio Castriota, pero eso no cambiaba un hecho que
inquietaba a Don Fardrique y era el no haberse enfrentado nunca a un ejército
turco en campo abierto. Cierto era que había combatido a pequeñas partidas
englobadas en las fuerzas de los piratas de Cirene, pero nunca lo había hecho
directamente contra tropas otomanas bajo el mando de generales otomanos y
mucho menos bajo el liderazgo del mismísimo Gran Turco. Sería un reto
digno de él y confiaba estar a la altura de las circunstancias.
412
habían recibido la bendición del obispo Don Anselmo Ramírez de Husillos
que, tras la cruzada, asumiría la sede de Suez y habían escuchado las palabras
del Duque mientras compartían un frugal desayuno. En poco tiempo los
Maestres y los capitanes transmitirían a sus hombres las palabras de los líde-
res espirituales y militares que los guiarían en la jornada.
416
avanzadas que había dispuesto por delante de la línea principal.
Las bocas de las piezas de las tres buenas baterías que había
conseguido incorporar al ejército comenzaron a castigar las líneas otomanas.
Había ordenado que se concentrasen en las alas con el fin de desorganizar la
caballería pesada otomana: los espahíes, los gurebas, los ulujefies y los sila-
daras. Con ese fin le había arrebatado al legado pontificio que estaba al man-
do del asedio de Jerusalén un par de grandes morteros de sitio con los que
lanzaría polladas y bombas. Esos terroríficos artificios, aun a pesar de su li-
mitado alcance tendrían la capacidad de provocar el caos y el pánico de jine-
tes y monturas.
417
campos de tulipanes, hasta que sus monturas, heridas, se negaron a avanzar y
se revolvieron corcoveando, a causa de ello en algunos puntos se fueron ape-
lotonando ofreciendo blancos muy fáciles para los tiradores avanzados que
no daban a basto y que no perdían bala. Bastaba con disparar al bulto para
acertar. En algunos puntos jinetes más afortunados o más osados lograban
que sus monturas pasaran el afilado obstáculo pero llegaban desordenados,
sin ímpetu y con sus caballos cojeando lastimeramente por lo que lo hicieron
sólo para morir a manos de los alabarderos que guardaban las espaldas de los
arcabuceros. Los turcos y los tártaros se retiraron humillados dejando muchas
bajas y sin haber tenido opción de causarlas. El Duque se sentía más orgullo-
so y confiado en el resultado final, aunque el castigo artillero sobre las alas
enemigas no parecía estar causando el efecto deseado.
421
guerreros turcos que trataban de recargar sus espingardas, dejando para cu-
brir su flanco y su retaguardia la mayor parte de sus arcabuceros y usando los
mosqueteros como apoyo a los piqueros de vanguardia. Una única descarga y
luego atacarían sólo con las picas en un osado y arriesgado intento. Por el
otro lado el Tercio de Palencia intentaba una maniobra similar y pronto cua-
tro tercios y el descomunal bloque de jenízaros se encontraron en medio de
un sangriento cuerpo a cuerpo. Algo pareció conmocionar las filas otomanas
y pronto corrió entre las filas de piqueros hispanos el rumor de que el Gran
Turco había caído y que la ensangrentada cabeza que se alzaba en una pica
era la suya. El momento fue aprovechado por los tercios de los flancos para
lanzar un contundente asalto que atenazó con firmeza al bloque de guerreros
otomanos y amenazó con cortarlo en dos. Los jenízaros cedieron entonces y,
primero despacio, a la carrera después, emprendieron la retirada tratando de
salvar la vida a costa del honor que les quedaba.
– Huele a canela...
424
40. NUEVOS AMOS
Qûs, 11 de Rabî al-Awwal de 1009 / 20 de Septiembre de 1600
425
no debiera haber juzgado de manera tan severa al difunto sultán, a pesar de
sus muchos defectos y pecados, era un hombre generoso, patrocinador de las
artes y del comercio, tal vez debiera haberle ofrecido sus servicios a él en vez
de a un extranjero recién llegado a la ciudad. Bien es cierto que personalmen-
te no le había ido tan mal y que, salvo las difíciles circunstancias hacia las
que se había visto empujado los últimos días, ciertamente había prosperado.
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Un par de grandes sombras se movieron junto a la barcaza y
pronto, aun en la oscuridad, supieron que eran un par de embarcaciones infie-
les en las que se veían las lucecitas de las mechas de algunos arcabuces.
Guardaron silencio con la esperanza de pasar desapercibidos, pero de la
misma manera que ellos veían sus oscuros bultos, los cristianos debían verles
a ellos. Desde una de ellas les hicieron una llamada en un idioma que le sonó
a Yusuf como copto y dado que parecía inevitable que les abordasen, sintién-
dose inspirado por el Determinado, decidió hacer un movimiento osado y
respondió en alemán, no recordaba gran cosa de lo que le había enseñado su
padre, pero sería suficiente para engañarles, reforzando su falsa identidad y
abrirles paso franco. Otra voz contestó en un idioma distinto que debía ser
latín o español o alguno de los dialectos derivados de la lengua de los anti-
guos rumíes, y al responder él de nuevo en alemán otra voz distinta habló en
griego.
431
así se lo indicaba, confiado se atrevió a devolver algunas de las preguntas que
fueron contestadas entre risas por el mercenario. Seguramente no era un in-
terrogatorio, tan solo alguien que añoraba su tierra y que hablaba de ello con
un compatriota. Finalmente el parlanchín soldado le dio la mano, un par de
fuertes palmadas en la espalda y se alejó riendo. Creía haber salvado la situa-
ción para bien. El Valedor seguía confiando en él.
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la cabeza aplastando su nariz contra el suelo hasta que crujió y le rasgaron las
vestiduras mientras chillaba como un animal salvaje, tal vez le oyesen desde
la ciudad y saliesen a rescatarle –... pero, esto no es necesario. Tal vez po-
dríamos llegar a un acuerdo sobre mis servicios... – a pesar de todo el primer
latigazo le pilló por sorpresa y le dejó sin respiración, pero aunque saliesen
rompiendo el cerco no podrían rescatarle ya que estaba en el otro lado del río,
necesitaba una vía de escape, algo que le evitase el dolor –... ¡Mi padre era
cristiano! ¡Yo lo he sido en secreto...!
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– ¡Parad! ¡No le oís chillar como un cerdo! ¡Va a despertar a
todo el mundo! – dijo uno de los oficiales –. Mañana nos guiarás al portillo,
entraremos en la ciudad, una vez allí apostatarás de la herejía agarena ante
los supervivientes. A algunos los liberaremos para que todos sepan que ahora
tienes nuevos amos, que trabajarás para que tu nuevo señor, el cristianísimo
rey David Askia II sea coronado en la ciudad de el Cairo.
435
41. IERUSALEM
Jerusalén, 27 de Septiembre de 1600
437
tando su pena, el Duque entrego su espíritu y el Señor devolvió la carcasa de
su cuerpo vacío a sus hombres que todavía perseguían a los ismaelitas por el
campo de los Asnos.
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Los soldados del Tercio formaban a ambos lados del camino
que subía a la Ciudad Santa, habían cubierto el suelo con palmas, ramas de
olivo e incluso capas y guardaban silencio, un silencio absoluto, más pétreo,
terrible y solemne que el que guardaban antes de entrar en combate. Además
al paso de la comitiva con el cuerpo del Duque algunos se hincaban de rodi-
llas en el suelo, dejaban escapar una lágrima o sacudían la cabeza como si el
que fuese portado en aquella caja de madera fuese un allegado. Unos pocos
murmuraban preguntándose por qué el Creador había fulminado al guía de su
ejército en el momento de la victoria. No entendían. No podían entender.
Nunca entenderían. En claro contraste se podían ver grupitos de soldados
saboyanos, genoveses y pontificios que se acercaban espoleados por la curio-
sidad y que quedaban pasmados ante las muestras de dolor que derrochaban
los españoles por su general caído. No entendían. No podían entender. Nunca
entenderían.
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viese conocimiento de ello, los maestres de los tercios españoles y los princi-
pales capitanes habían decidido en una reunión mantenida en el propio cam-
po de los Asnos, enviar en secreto el corazón embalsamado del Duque de
vuelta a España. Si por ellos hubiese sido habrían respetado la que intuían
que era su voluntad de ser enviado a Salamanca, pero eran conscientes de la
baza política que suponía para el rey hispano el tener al artífice de la libera-
ción de Tierra Santa enterrado en la mismísima Jerusalén no era algo que
pudiese ser desdeñado.
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silencio tenso se alzó entre los italianos y el resto de naciones de la Cruzada.
Todo pareció posible por unos instantes. Finalmente Don Santiago de Lan-
caster se adelantó y tomó la palabra.
445
– Sea… sea lo que quieran estos marranos locos.
446
42. CAMINO DE MEKKE
Hurghada, 23 de Rabî al-Awwal de 1009 / 2 de Octubre de 1600
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se oyese ni un gemido, al tiempo que una bandada de sombras se abalanzó
por el hueco abierto en la línea de centinelas, mientras otros atacantes agran-
daban el hueco. Pronto se daría la alarma puesto que el ataque ya estaba en
marcha y era inevitable que alguien sobreviviese como para dar una voz, por
ello ordenó a sus hombres que montasen y se preparasen para cargar. La heri-
da de la pierna le dio una punzada de dolor y le recordó la amarga derrota de
el-Suweis donde la artillería y los arcabuceros hispanos hicieron una autenti-
ca carnicería entre sus hombres. En su fuero interno no podía dejar de
admirar al hombre que había planeado un ataque tan rápido, letal y demole-
dor como el que había puesto en manos de los cruzados ferenghi los principa-
les puertos del estrecho, distrayendo su atención para que los pesados y len-
tos ejércitos de levas de campesinos de los kafir pudiesen avanzar impune-
mente tan al norte que pronto amenazarían la mismísima capital del Sultana-
to. Toda la tierra de Misr estaría perdida si no lograba traer más tropas, espe-
cialmente de caballería, akinjis y timariotas, para empujar de nuevo hacia el
sur al rey Dawit, así como artillería para desalojar a los corsarios hispanos de
los puertos y recuperar el control de los estrechos para que el Gran Turco
pudiese tomar posesión del Sultanato egipcio. En realidad siempre había pen-
sado que ahí estaba la clave de la guerra en el futuro, velocidad y artillería, y
esa impresión se había acentuado más aun tras la derrota en el-Suweis, donde
de haber contado con media docena de basiliscos habría podido silenciar las
piezas de los politeístas y derribar sus murallas.
449
astil de la alabarda. El soldado retrocedió presionado por los ataques del bey-
lerbey y el empuje de su montura, finalmente el alabardero tropezó y trató de
rodar para escapar de los cascos del corcel. Fue inútil, puesto que finalmente
fue pisoteado hasta que dejó de moverse. En ese momento recordó algo que
había leído en su infancia acerca de un tal Jenofonte que derrotó a un Shah de
Persia y que arengaba a sus hombres despreciando la caballería de los persas
alegando que los caballos no combatían. ¡Qué sabría aquel estúpido!
450
roso ejército con el que expulsar a los kafir etíopes y a los piratas hispanos.
453
43. ALFA Y OMEGA
Caifa la Alta, 22 de Octubre de 1600
454
tas al Creador, puesto que de alguna manera confiaba en que gracias a su lar-
ga y poderosa mano algo de lo ganado en estas tierras fuese asignado para él.
No es que fuese avaricioso y de hecho el haber disfrutado de la posibilidad de
aprender de tan gran hombre y de disfrutar de su amistad y un trato paternal
le compensaban más que cualquier cosa material que pudiese recibir. Pero
eso no hacía desaparecer sus crónicos problemas económicos, aunque esta
vez para variar no tenían su origen en su mala cabeza, ya que el último gasto
difícil de explicar había sido la liberación de Zara, pero las responsabilidades
de su cargo de Coronel de un Tercio le habían sangrado su bolsillo más que
todos los burdeles del barrio de el-Jedid en Santiago de Fez. Para colmo de
males había llegado a Jerusalén el rumor de que en la corte no se iban a reco-
nocer algunos de los nombramientos de emergencia para maestres, oficiales
superiores y regidores, entre ellos el suyo. De haber vivido Don Fardrique
habría contado con su apoyo, pero todo había cambiado. Definitivamente
había sido una auténtica e inoportuna lástima su muerte.
456
entrada estaban el capitán del “Calvario”, su rostro serio y una jarra de vino,
Juan les indicó a sus hombres, arrojándoles un par de reales que se tomasen
un vino a su salud mientras hablaba con un viejo camarada de armas.
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El capitán Moreno torció el gesto en una mueca que sólo
podía traducirse con una blasfemia, se puso en pie, puso un par de monedas
en la mesa. ¿Para esto le había hecho venir?
459
–... aunque inseguro. No podías esperar que yo te fuese a
corresponder...
– ¿Cómo podría?
461
44. EPÍLOGO
Villa Real de la Santa Fe, 26 de Diciembre de 1600
L a lluvia golpeaba con fuerza sobre los paneles de alabastro de las clara-
boyas situadas en la parte superior de la sala y por las que apenas en-
traba ya una mortecina luz. Grupos casi fantasmales de lacayos se afanaban
entre las creciente penumbra por encender las velas para que los dos hombres
continuasen lanzando estocadas, fintas y golpes él uno contra el otro. El de
Arcos, como era habitual en él estaba tirando con extraordinaria maestría y
aunque no era una de las primeras espadas del reino, al menos en estas lides,
parecía superar claramente al Trastámara. Pocos hombres se atrevían a medir
su espada con el tercer Miguel y su favorito el Duque de Arcos era uno de
ellos, el miedo a dañarle físicamente en un mal lance o, peor aún, a herirle en
su orgullo en un mal día del soberano eran demasiado riesgo para espíritus
poco templados. El de Arcos se encontraba pletórico de facultades a pesar de
los festejos que habían frecuentado los últimos días tanto por su importancia
en el calendario cristiano, siguiendo la moda napolitana, como por las cele-
braciones decretadas por el rey para festejar la recuperación de los Santos
Lugares. El monarca estaba un poco más serio de lo que cabría esperar, le
hubiese gustado marchar a Roma y ser coronado allí como rey de Jerusalén y
protector de Tierra Santa por el propio Papa en la misa del Gallo, pero no
pudo ser. Oficialmente se había comunicado que el acto se aplazaría para la
Semana Santa del año venidero debido a los crecientes rumores de un enfren-
tamiento con el francés al norte de los Pirineos.
462
herético rey francés había reunido un ejército para tratar de meter en cintura a
los levantiscos nobles católicos de Aquitania y Tolosa y de paso intentar re-
cuperar alguna de las plazas en manos españolas del sur de Francia. Si bien
no era más que una amenaza huera y sin fundamento. No había peligro en el
norte en realidad, puesto que las líneas fortificadas de la Cerdaña y de la baja
Navarra eran casi tan inexpugnables como los propios Pirineos. Los antece-
sores del rey Hispano habían invertido mucha plata y traído los mejores ar-
quitectos para asegurarse de ello. Más aún parte de las tropas enviadas, un
par de Tercios de infantería acompañados por zapadores y algunos de los
mejores ingenieros de Castilla, habían sido destinados a reforzar las posicio-
nes de los dos levantiscos Duques ante lo que el francés se había retirado
aparentemente humillado y con una afrenta más en la cuenta del Trastámara.
Lo bueno del asunto era que agentes aquitanos pagados con plata española
habían difundido en la corte francesa el rumor de la presunta debilidad del
Duque Saboyano por sus aventuras en Cirene y Jerusalén. Voces interesada-
mente indiscretas habían dejado caer en los oídos del rey Enrique V que esa
era una ocasión única para desquitarse golpeando a un aliado español, por
ello había reagrupado las tropas reclutadas en el norte convocadas para casti-
gar a sus súbditos rebeldes y se había dirigido a los Alpes.
– ¡Pero Alteza! ¿No me vio allí? ¿No dancé acaso una zara-
banda con la Reina? ¿No le concedí una cadena de oro a maese Cesare Gra-
ziani por las exquisitas piezas musicales con las que nos deleitó? – El Tras-
támara, agotado, se dejó caer en una de las sillas que había junto al entarima-
do y tomó la copa de vino que le tendió uno de los criados –. Si os parece lo
464
dejamos para otro día... – el Duque se sentó también, como Grande de Espa-
ña tenía derecho a ello y en realidad lo hizo como señal de respeto a la vani-
dad real para mostrar un cierto cansancio que le permitiese a su Señor retirar-
se con honor –. Aunque os engañe mi aspecto, estoy también...
465
lén, Belén y Suez, que aparentemente eran más bazas para el círculo ciuda-
dano, pero que en realidad no lo eran dado que al ser ciudades recién toma-
das sus regidores eran todos miembros de las milicias y de la nobleza por lo
que no se alinearían con el resto. Además habían incluido en el lote, y al
margen de las cortes, algunas tierras más para la Mesta en los cotos reales en
los montes del Atlas, poco más que eriales sin valor, a cambio del nombra-
miento de uno de los sexmeros de la asociación de ganaderos.
466
más poderosas de las Españas y miembro destacado del partido nobiliario.
467
un intento de hacerle cambiar de opinión pero al parecer el resto de mandos
de la Cruzada compartían esa opinión –. Supongo que Stéfano de Piramo
habrá preferido respetar el rango y aguardar su turno.
469
– He estado revisando las unidades que quedarán libres para
la campaña del año entrante. Podría ser conveniente hacer uso de ellas en vez
de licenciarlas. Se me ocurre que podríamos enviarlas a Egipto – evidente-
mente De Moura ya había leído el informe o lo conocía y había estado
haciendo planes –. Dado el estado de guerra civil y sublevaciones generaliza-
das en el que se encuentran sumidos los turcos tras la muerte del Gran sol-
dán, parece el momento de no limitarse a asegurar las conquistas y ser un
poco más ambiciosos...
470
ner una mayor parte de esa isla, pero esta otra debilidad tal vez pudiese ser
aprovechada de la misma manera que la del rey etíope. En el pasillo retumba-
ron los ruidos de los archeros que formaban para escoltar a su rey. El tercer
Miguel se detuvo antes de salir al pasillo y soltó una fuerte carcajada.
471
472
GLOSARIO
Alhotama: el infierno.
Alhucema: Espliego
Azab: Este término describía dos tipos de unidades turcas diferentes. Por una
parte la infantería ligera que formaba la parte más numerosa de los ejércitos
otomanos, equipados con arcos, espadas y escudos pequeños. Por otra la in-
fantería de marina que combatía embarcada.
Culebrina: pieza de artillería larga (las legítimas tenían una longitud de hasta
35 veces su calibre) y que disparaba proyectiles de 16 a 24 libras. Tenían un
alcance máximo de unos cuatro kilómetros y medio, pero el alcance efectivo
era de unos 400 metros.
474
Djinn: Genio del desierto, según el Corán son junto con hombres y ángeles
una de las tres razas de seres.
Espahís: Del persa para soldados. Una de las Seis Divisiones de Caballería
otomanas.
Galera Real: la que portaba el estandarte del Capitán General del Mar.
Gurebas: Extraños. Dos de las Seis Divisiones de Caballería del ejército oto-
mano.
Lanterna: Galera usada por los grandes almirantes con más de 30 bancos de
remos y 3 palos.
Medio Cañón: Cañón de menor tamaño que disparaba balas de hasta 24 li-
bras.
476
Mortero: Pieza de gran calibre, 30 a 50 centímetros, y de escasa longitud, de
uno a tres calibres, usado en asedios para disparar balas de hasta 150 kilo-
gramos. Tenía un alcance eficaz de 200 metros. Podía disparar balas huecas
incendiarias o granadas.
Padisha: Monarca.
Prosapia: Linaje.
Rebenque: Látigo.
Rumí: Romano.
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ma portátil.
Senisha: Monarca.
Silahdares: Los que portan armas. Una de las Seis Divisiones de Caballería
otomanas.
Talar: Estructuras laterales de la galera en las que iban los bancos de los ga-
leotes.
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Verso o Media Culebrina: La pieza de artillería más usada debido a su fácil
manejo. Disparaba proyectiles de 9 a 12 libras.
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480
GLOSARIO ONOMÁSTICO
Bu Tata (ait de): reino independiente al sur de Marruecos, entre el Uad Messa
y el Uad Draa que estuvo a punto de ser incorporado a la corona de Castilla
en el siglo XV.
Candía: Creta.
Chagathai: Pueblo de origen turco de Asia Central, al norte del actual mar
Caspio.
481
Château de la Valée de Moyse: castillo cruzado en la parte oriental del reino de
Jerusalén.
el-Suweis: Suez.
Ermenistan: Armenia
Halep: Aleppo.
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Iskenderum: Alejandreta, capital de la provincia de Hatay. En realidad se
trata de una nueva ciudad fundada por la población desplazada por el diluvio.
Rodos: Rodas.
Sibir: Siberia.
483
Songhai/Sonrai: antiguo reino en los territorios del actual Mali.
Villa Real de la Santa Fe: nueva capital de España, construida junto al pueblo
de Castilleja de la Cuesta cerca de lo que fue Sevilla.
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DRAMATIS PERSONAE
ESPAÑA
485
ca.
• Fray Ignacio O’Connor, profesor de Moral de la Universidad Com-
plutense.
• Don Diego Fernández de Córdoba, confesor Real y obispo de Jaén.
• Don Santiago Ortega de la Torre, mercader de lanas y representante
por Burgos en las Cortes.
• Don Stéfano de Piramo, Duque de Otranto y uno de los comandantes
del ejército Cruzado.
• Caterina de Óntindon, hija de un impresor valenciano de origen in-
glés.
• Guillén de Óntindon, impresor valenciano de origen inglés.
• Agnés de Óntindon, su esposa y madre de Caterina.
• Don Francisco Mendoza de Acebedo, hijo del Marqués de Cenete.
VENECIA
486
PATRIMONIO DE SAN PEDRO
EGIPTO
IMPERIO OTOMANO
487
• Mehmet IV Gran Turco, el Kaisar-i-Rum, Kan de Kanes, Gran Sul-
tán de Anatolia, Rumelia, Sibir y de los Uigures, Emperador de las
Tres Ciudades de Constantinopla, Bursa y Adrianópolis, Señor de las
Tres Tierras y de los Tres Mares y Protector del Islam
• Abdi Mihailoğlu, el Sadr-i a'zam del Gran Turco y como tal Gran
Visir y Presidente del Consejo Imperial.
• Murad Koçi bajá, noble otomano destinado a el Cairo.
• Yörgüç Mehmet Agha, gobernador otomano de Egipto.
• Mehmet Girey, çorbaci jenízaro destinado en la “Leona”.
• Köprülü Ulayyan, kapudán pachá de la flota otomana.
OTROS
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1. EL SEGUNDO DILUVIO 11
2. TRIBUTO DE SANGRE 30
3. EL ENVIADO 46
4. LOS PUERTOS 59
5. CAMPAMENTOS 71
6. ESTEPA, NIEVE, FUEGO 81
7. DE RATAS Y OTROS HABITANTES DE LAS SOMBRAS 88
8. IUS INTER GENTES 101
9. CAZADOR 125
10. LA PRISIÓN DE LOS PLOMOS 136
11. PÓLVORA Y VIENTO 145
12. SIGUIENDO EL HILO DE ARIADNA 153
13. UN GUANTE 163
14. LOS KAFIR 172
15. PEREGRINOS 182
16. EL CORRAL DE COMEDIAS 191
17. EL SANTO 205
18. CONSPIRACIONES 212
19. UN VIAJE 223
20. LA FLOTA DE OTRANTO 231
21. EL DIWAN 240
22. CORSO 250
23. LOS SULTANES MUDOS 263
24. EL FARO Y LOS CANALES 270
25. LA NOCHE MÁS OSCURA 285
26. RUMORES DE LA CORTE 292
27. HUIDA 302
28. CAMINO DE DIMEŞK 311
29. CRUZADA 319
30. TORMENTA 328
31. VISPERAS 338
489
32. LA JORNADA DE RODAS 347
33. ARENAS Y MUERTE 359
34. MUERTE Y SOMBRAS 369
35. SUEÑOS 376
36. LA CIUDAD ROJA 385
37. DESTINO 395
38. AL-DAJJAL 403
39. EL DIOS DE LOS EJÉRCITOS 410
40. NUEVOS AMOS 425
41. IERUSALEM 436
42. CAMINO DE MEKKE 447
43. ALFA Y OMEGA 454
44. EPÍLOGO 462
GLOSARIO 473
GLOSARIO ONOMÁSTICO 481
DRAMATIS PERSONAE 485
490
491
492