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EL CAMINO AL MONTE ABARIM

Por Luis Alberto Molina Yubero

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Primera edición: Abril de 2008.

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drid) 12/RTPI-010074/2007

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A mis padres.

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A lo largo del año se producen numerosas lluvias de estrellas fugaces,
durante varias noches seguidas la tierra atraviesa determinada región del es-
pacio por la que cruza un cometa y pequeños fragmentos, normalmente del
tamaño de un grano de arena, cruzan a gran velocidad las capas altas de la
atmósfera quemándose y proporcionando un espectáculo de luces a afi-
cionados y curiosos. Durante toda lluvia de estrellas fugaces, éstas parecen
proceder de un mismo lugar llamado radiante y que es específico de la mis-
ma, dándole nombre a partir de la constelación en la que aparentemente éste
se encuentra. Hay una que a pesar de ser bastante regular e intensa es poco
conocida, se trata de la lluvia de las Cuadrántidas que tiene lugar en la prime-
ra semana de enero con un pico de estrellas fugaces entre los días 3 y 4. La
lluvia de estrellas Cuadrántida tan sólo es observable en el hemisferio norte y
tiene la peculiaridad de que en su radiante, un punto entre las constelaciones
del Dragón, del Boyero y de Hércules, no hay ninguna constelación.

Para entender esa peculiaridad debemos remontarnos a finales del si-


glo XVIII, en el año de 1795 un astrónomo francés llamado Jérôme Lalande
“creó” una nueva constelación. En realidad puso nombre a una agrupación de
estrellas, y la denominó Quadrans Muralis en honor de un instrumento usado
por el gran Tycho Brahe en su observatorio de Uranioborg. El 2 de enero de
1825 un astrónomo italiano describió una nueva lluvia de meteoros que, co-
mo todas las demás, recibió su nombre de la constelación de la que parecían
salir, en este caso la Quadrans Muralis, con lo que la lluvia de estrellas fue
denominada lluvia Cuadrántida. Casi cien años más tarde, en 1922 se produjo
la primera reunión de la Asociación Internacional de Astrónomos que fijó las
88 constelaciones con nombre que hay hoy en día, pero por la razón que fue-
se no incluyeron en esa lista de constelaciones a la Quadrans Muralis, con lo
que la lluvia de estrellas Cuadrántida se quedó sin su constelación radiante.

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Otra de las curiosidades relacionadas con ella es que hasta 2003 no se
identificó el cuerpo celeste que la origina. En ese año un astrónomo del cen-
tro de Investigación Ames de la NASA llamado Peter Jenniskens identificó
un asteroide cuya órbita parecía ser la que debiera coincidir con la del pre-
sunto cometa originador de dicha lluvia. El asteroide recibió el nombre de
2003 EH1. Pero aún parecían existir más peculiaridades en torno a la lluvia
Cuadrántida y a este cometa, puesto que algunos estudios establecieron que
la órbita de este asteroide le situaría en torno a finales del siglo XV muy cer-
ca de la Tierra. Realmente cerca. Tanto que podría haber sido el cuerpo ce-
leste que haya pasado a menor distancia de nuestro planeta en tiempos histó-
ricos, apenas a 0,009 unidades astronómicas, es decir, a menos de cuatro ve-
ces y media la distancia que hay entre la Tierra a la Luna. Este cometa, el
C/1490 Y1, fue observado por astrónomos coreanos, chinos y japoneses entre
el 31 de Diciembre de 1490 y el 12 de Febrero de 1491. Sin embargo, según
otros autores la estimación de la órbita de 2003 EH1 para ese año 1491 debe-
ría tener en cuenta una posible desviación causada por Júpiter en torno al año
de 1650 y que por tanto el cometa originador de las Cuadrántidas y el C/1490
Y1 eran en realidad cuerpos distintos.

Pero olvidemos las polémicas acerca de la identidad del causante de la


lluvia Cuadrántida, de si es el 2003 EH1 o no y centrémonos en el cometa
que pasó tan cerca de la tierra y que observaron los astrónomos del extremo
oriente. Preguntémonos qué habría pasado si ese cuerpo celeste hubiese pa-
sado más cerca, tanto que su órbita le hubiese llevado a impactar contra la
Tierra. En multitud de ocasiones hemos visto en el cine o en novelas las con-
secuencias de una catástrofe de esas dimensiones en el mundo moderno,
hemos visto pedazos de roca cayendo en París o en Nueva York, enormes

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olas arrasar la costa este de Estados Unidos o inundaciones arrasar la City de
Londres. Los servicios básicos desaparecen, todas las comodidades de la vida
moderna se convierten en superfluas, las autoridades pierden el control, el
cubrir las necesidades básicas es un heroísmo y la civilización se tambalea.
Es algo que hemos visto muchas veces, pero ¿qué habría ocurrido en una si-
tuación similar allá por los siglos XV ó XVI?

Supongamos que una masa de unos diez kilómetros de diámetro de ro-


ca y hielo (no seamos muy crueles con las pobres gentes del siglo XV y de-
jemos que sea básicamente de hielo) colisiona con nuestro planeta, suponga-
mos que el impacto se produce en una zona despoblada como la Antártida
(por la misma razón), ¿cual habría sido el efecto de la colisión? ¿Cuáles las
consecuencias de los cambios producidos en el mundo y en las gentes?

La Universidad de Arizona tiene en su página de Internet un interesan-


te simulador de impactos que nos podría dar una idea de los efectos físicos.
Un impacto en el polo Sur a unos 45 kilómetros por segundo (similar a la
velocidad de las estrellas fugaces Cuadrántidas) causaría un cráter que en el
momento inicial tendría unos sesenta kilómetros de diámetro y más de veinte
kilómetros de profundidad, aunque por los derrumbamientos de los bordes y
rellenado con roca fundida finalmente su diámetro se ampliaría a unos cien
kilómetros de diámetro y su profundidad se reduciría a sólo mil doscientos
metros de profundidad. En el proceso se habrían vaporizado unos dos mil
quinientos kilómetros cúbicos de roca... ¡un momento! ¡El impacto se habría
producido en la Antártida! Se habrían evaporado dos mil quinientos kilóme-
tros cúbicos de hielo con algo de roca. La bola de fuego del impacto habría
sido vista a unos ciento setenta kilómetros del borde del cráter y provocaría
un temblor de tierra de grado diez en la escala de Richter. A doscientos cin-

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cuenta kilómetros de distancia llegarían en unos trece minutos vientos de
unos mil seiscientos kilómetros por hora arrastrando, fundiendo y empujando
el hielo en una nube hacia el norte.

A unos cinco mil kilómetros de distancia, donde se encontraban los


puestos avanzados portugueses recientemente establecidos en el África Aus-
tral, llegarían en menos de media hora vientos ya más débiles, de apenas
unos setenta kilómetros por hora arrastrando partículas de polvo y hielo
acompañado de un ruido atronador de unos ochenta decibelios. La gente sen-
tiría que el suelo se movía y que los pocos edificios existentes en aquellas
latitudes oscilaban. En Europa, a unos quince mil kilómetros, se notaría al
cabo de media hora un ligero temblor que podría afectar y apreciarse sólo en
los edificios más altos como torres y campanarios, al cabo de unas once horas
llegaría la onda expansiva en la forma de un débil viento de veinte kilómetros
por hora y acompañado de un ruido de unos sesenta decibelios.

No obstante los problemas para las gentes de la época no habrían


hecho más que empezar, puesto que todo ese hielo vaporizado tendría que
caer de nuevo en forma de lluvia. Además la Antártida habría quedado cu-
bierta de polvo que a diferencia de la nieve absorbe mayor cantidad de radia-
ción solar fundiendo el hielo que hubiese por debajo. Más aun el monstruoso
temblor de tierra de grado diez en la escala de Richter podría activar los vol-
canes antárticos como el monte Erebus fundiendo mayores cantidades de hie-
lo, cubriendo de polvo y cenizas más extensiones heladas de la Antártida y
aumentando la cantidad de gases de efecto invernadero en la atmósfera.

Durante los próximos meses caerían por todo el mundo lluvias torren-
ciales que irían disminuyendo en intensidad con relativa rapidez, tal vez se
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atenuasen sensiblemente en un año o dos, aunque el nuevo régimen de lluvias
aun tardaría en estabilizarse algunos años más. Las cosechas se echarían a
perder por el frío, la falta de luz y el exceso de humedad, los ganados enfer-
marían y el hambre y las enfermedades se extenderían entre los hombres, por
Europa, el Norte de África, Asia y América del Norte. En Australia, África y
América del Sur la situación sería mucho peor.

Supongamos que esa situación se mantiene durante un par de décadas


y que las aguas suben sin parar hasta alcanzar unos cien metros sobre el nivel
del mar actual. Eso alteraría las corrientes oceánicas y con ellas el clima. El
clima europeo se volvería más suave y lluvioso, sin los terribles inviernos del
Este, ni los calurosos veranos del Sur. La costa del norte de África manten-
dría un clima similar al actual, aunque el Magreb sería más húmedo y el de-
sierto retrocedería presionado por el bosque mediterráneo en el norte y por
los bosques tropicales desde el sur. En la costa occidental de África los bos-
ques tropicales comenzarían a avanzar hacia el norte y el único desierto que
quedaría en África estaría en el Este, en la actual Somalia. En Oriente Medio
el desierto arábigo sería barrido por lluvias tropicales y Tierra Santa sería
ahora una península unida al resto de Arabia a la altura de las ruinas de la an-
tigua ciudad de Petra. El Mediterráneo quedaría abierto al mar Rojo y no se-
ría más que el brazo occidental de un gran mar interior que abarcaría hasta
Asia Central. El clima de las costas de este nuevo mar sería mucho más sua-
ve, favoreciendo la agricultura y haciendo retroceder al desierto, aumentando
la fertilidad y favoreciendo el doblamiento de sus orillas. Pero, ¿qué habría
ocurrido con las gentes y con las naciones? ¿Cómo habrían asimilado se-
mejante catástrofe y cómo habrían evolucionado sus formas de pensar y de
gobernarse?

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Una cosa más, dado que me he permitido la licencia de desviar el
C/1490 Y1 un millón y medio de kilómetros, he cambiado también un poqui-
to su fecha de llegada: el año del señor de 1492.

Finalmente quisiera expresar mi agradecimiento a mis compañeros


del foro www.alternatehistory.com por sus ideas, comentarios y sugerencias;
a la universidad de Arizona por su calculadora de impactos que tan útil me
resultó para entender la magnitud de la catástrofe que supondría la caída de
un asteroide en la Antártica (http://www.lpl.arizona.edu/impacteffects/); a
Chris Wayan (http://www.worlddreambank.org/D/DUBIA.HTM) por su des-
cripción de lo que sería un mundo con un efecto invernadero tal como para
fundir los polos e incrementar el nivel del mar cien metros; y a mi hermana
Ana por sus comentarios.

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1. EL SEGUNDO DILUVIO
Tomado de las Crónicas de Fray Patricio de Urquinaona

M ucho se ha escrito acerca de aquel año del señor de mil cuatrocientos


noventa y dos, pero no cabe duda de que no podemos calificarlo de
otra manera que como el año milagroso, el Annus Mirabilis. El año en el que
la acción de Dios Todopoderoso se hizo más patente y evidente sobre la faz
de la tierra que en ningún otro momento de la Historia. Para encontrar otra
ocasión similar tendríamos que remontarnos a aquellos días felices y despre-
ocupados en los que el Hacedor se paseaba por el Jardín del Edén con sus
pobres creaturas y juntos disfrutaban de las delicias que el Sol, la tierra y la
brisa de la tarde les ofrecían. O a aquel tiempo cuando se manifestaba su vo-
luntad a alguno de los grandes profetas del Antiguo Testamento, tratando de
encaminar al pueblo judío de dura cerviz y corazón de piedra por el olvidado
camino de salvación. O, por supuesto, cuando se abajó el Hijo, el Verbo En-
carnado, y padeció cargando con nuestras culpas. Desde entonces nos había-
mos tenido que conformar con la acción del Espíritu Paráclito a través de su
Iglesia Católica Apostólica y Romana y de sus Santos y Santas, de hecho
nadie lo esperaba hasta el anhelado momento del juicio final.

Algunas voces descarriadas y claramente inspiradas por Lu-


cifer han tratado desde entonces de corromper a muchos diciendo que con ese
Segundo Diluvio el Creador quebrantó la palabra dada a Noé de que no vol-
vería a castigar al hombre con las aguas de la Bóveda Celeste y sellado por el
Arco de la Alianza que habría de aparecer tras la lluvia. Pero el Segundo fue
claramente distinto del primero puesto que las aguas no llegaron a anegar a

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toda la tierra y no se trataba de castigar justamente la iniquidad, maldad e
ingratitud del hombre, sino de una simple prueba, de una ordalía.

En aquel tiempo decidió mostrar a todos su poder para poner


a prueba como en el crisol del orfebre a los distintos pueblos del mundo. De
modo que cada uno podría ver cuan preparado se encontraba para el juicio,
revelándose si había sido un digno y fiel servidor con una cosecha abundante
recogida a partir de la semilla recibida, o si, por el contrario, había sido un
servidor desleal y perezoso que había malgastado los dones recibidos. Here-
jes, pecadores, apóstatas e incrédulos serían así develados ante la mirada del
Juez Eterno, la de sus representantes en la tierra y la de todo el pueblo de
Dios. Aquello fue una prueba en la que todos tuvimos que examinar nuestra
valía o perecer bajo las aguas de un Segundo Diluvio. Los Jinetes del Apoca-
lipsis cabalgaron por la Cristiandad y el resto del mundo como en un ensayo
de lo que estaba por llegar en toda su plenitud: el Día del Verdadero Juicio.
Por lo visto en aquellos días de prueba grandes serán las tribulaciones que
nos esperan y de las que sólo nos podrán salvar nuestra fe y las buenas obras
que atesoremos en esta vida.

Fue un aviso de que la Segunda Venida está más cerca de lo


que pensamos, que puede caer sobre nosotros en cualquier momento como la
espada del verdugo o el ladrón en la noche y que nuestras almas no están lis-
tas para ese día. Porque ciertamente no lo están, el Diluvio y las demás cala-
midades que llegaron con él nos mostraron lo débil de nuestra Fe y la arro-
gancia que acumulamos en nuestros corazones. Entonces como ahora tende-
mos a juzgar el éxito o el fracaso de nuestras acciones en clave del favor del
Hacedor. ¡Insensatos! Ese éxito o ese fracaso no son muestras de su gracia o
de su condenación, sino ordalías para que mostremos la autenticidad de nues-

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tros actos y pureza de intenciones. Acaso no recordamos las tribulaciones del
santo Job o los padecimientos de nuestros padres durante el Segundo Dilu-
vio. En aquel tiempo en que los corazones de nuestros padres estaban alterna-
tivamente ebrios de éxitos sin par o anegados por las negras aguas de penali-
dades largo tiempo olvidadas se tendía a entender las alegrías y pesares en
esa clave. Si los musulmanes invadieron Hispania derrotando a los nobles
godos fue por sus pecados, si detuvimos la impía marea agarena fue por
nuestra penitencia y la conversión sincera de nuestro corazón y si les expul-
samos fue por ser el pueblo elegido. Pero ese no era únicamente un problema
de nuestros padres. Todos, desde el más humilde pechero hasta el rey más
poderoso, actuamos igual, incapaces de afrontar las consecuencias de nues-
tros actos o un simple imprevisto, culpamos o agradecemos a Dios. Con gran
soberbia le bendecimos o le maldecimos, como si cualquiera de esas dos ac-
ciones fuese realmente posible.

En aquellos días comprobamos que el Padre es un juez im-


parcial e implacable que no entiende de excusas, atenuantes, bulas o legalis-
mos. Se nos juzgará por lo que somos y nada más. Mas es un juez benévolo
ya que nos envió antes a aquel que puede salvarnos. Lo valioso que podemos
ser, lo encontraremos en Jesucristo, sólo llevando a plenitud la ley como él
nos enseñó, confiando en la fe, dando testimonio con valentía y luchando con
valor contra el maligno y sus servidores alcanzaremos una existencia inta-
chable que nos avalará y nos protegerá en el momento de la gran tribulación
y seremos reconocidos como verdaderos siervos de la viña en la Segunda
Venida. Lo demás es sólo el rumor del viento que pasa, sopla y no deja hue-
lla.

Casi todo lo que aconteció en aquel año fueron eventos a

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cual más prodigioso e inaudito. Entre Navidad y Epifanía los reyes Isabel y
Fernando culminaron una larga campaña, ocupando finalmente Granada y su
rojo castillo, acabando con ocho siglos de ocupación ismaelita de España. La
mayor alegría que recibía la Cristiandad desde la recuperación del Santo Se-
pulcro cuatrocientos años antes y su pérdida al cabo de siglo y medio, desde
la caída de la segunda Roma casi cincuenta años y de la destrucción de
Otranto en el año de 1480. Los rumores que señalaban al rey Fernando como
el elegido que liberaría Tierra Santa arrancando así el final de los tiempos se
fueron haciendo más y más insistentes. Tanto que muchos vieron la anuncia-
da expulsión de los judíos como una segunda señal. La nueva Tierra Prome-
tida había sido liberada y luego purificada de aquellos cuyas manos todavía
mostraban la sangre de Nuestro Señor Jesucristo.

El día en el que se decretó la expulsión del pueblo cuyas ma-


nos estaban manchadas por la sangre del Señor una estrella apareció por el
Noreste. Otro signo que parecía marcar que la plenitud de los tiempos estaba
a punto de llegar. Era el momento de una nueva ruptura, de un cambio radi-
cal, nada sería igual, había que convertirse verdaderamente o perecer. Nume-
rosas voces se alzaron desde púlpitos, plazas y campos urgiendo a la conver-
sión de los únicos infieles que quedaban en las Españas, los moriscos, y re-
clamando su deportación o su sacrificio en caso de perseverar en su obstina-
ción. La estrella era la señal de que la limpieza del reino había de ser total y
de que no se podrían permitir la menor falta ya que la Luz que revelaba hasta
lo que se ocultaba en lo más recóndito de los corazones se acercaba para
examinarnos. La influencia de los indignos siervos del demente profeta Ma-
homa y su falso dios podría ser nefasta y por ello debía de ser alejada o erra-
dicada por completo.

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Cada día que pasaba las señales se manifestaban por doquier
enfermos que sanaban, imágenes que lloraban, sangraban o sudaban, poseí-
dos que eran liberados y glorificaban a Dios, brujas que eran desenmascara-
das, adoradores del demonio que se convertían... La estrella fue creciendo y
bajando en el horizonte hasta que el día de San Juan fundiéndose en alguna
de las hogueras que iluminaban tan santa noche, desapareció y nunca más fue
vista. El mensaje era claro: como el Bautista había venido para preparar el
camino de Jesucristo la primera vez, la estrella había venido para anunciar la
segunda venida. Era una llamada a la conversión como el grito de Juan, no un
hito como la estrella de los Magos. Era el clamor del justo llamando a la con-
versión. El grito de los desesperados anunciando nuevos y terribles tiempos.
El gemido que indicaba que la creación, como una parturienta, estaba a punto
de alumbrar una nueva era.

Se hizo evidente que era imposible eludir la responsabilidad


de la misma manera que lo comprobó el profeta Jonás al tratar de escapar de
la llamada del Señor. El Reino debía purificarse para preparar Su venida y la
principal mancha tenía un nombre: los moriscos. Su expulsión había sido
decidida en los cielos, únicamente faltaba ejecutarla en la tierra. Las tropas
de los reyes tuvieron que emplearse a fondo para limpiar las sierras cercanas
a Granada mientras Familiares de la Inquisición apoyados por la Santa Her-
mandad recorrían las tierras de los nobles tomando en custodia a los musul-
manes que encontraban. Se les anunciaba el Evangelio, se los llamaba a la
conversión y aquellos cuyo duro corazón les impedía convertirse eran condu-
cidos a los puertos de Valencia, Málaga y Almería, donde serían embarcados
y llevados a la Berbería. Los nobles que se oponían veían confiscadas sus
tierras, cualquier indicio de prevaricación entre los encargados de ejecutar la
orden era castigada inmediata y sumariamente: excomunión y pena de muer-
te. No habría ni perdón en esta vida, ni redención posible en la otra para el
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infractor. La salvación de cada uno pendía de un hilo. La salvación del Reino
estaba en juego. La salvación del Mundo estaba en entredicho. No había
margen posible.

Pasó el verano con el ir y venir de tropas, inquisidores y pre-


dicadores, mientras llegaban noticias confusas de toda la Cristiandad. El Papa
Alejandro VI había hecho una llamada al arrepentimiento y a la plena con-
versión al evangelio al tiempo que animaba al buen rey Fernando a continuar
la cruzada para que liberase Tierra Santa de los infieles y, así, la Segunda
Venida pudiese tener lugar en Tierras Cristianas. Ése era un mensaje que in-
quietaba sobremanera a monarcas como al francés Carlos que reclamaba para
si el derecho de liderar cualquier cruzada y, por ende, a la Cristiandad entera.
En las tierras de Bohemia, Sajonia e Inglaterra seguidores de heresiarcas lar-
go tiempo olvidados en los Infiernos recorrían los caminos clamando contra
Roma a la que achacaban todos los males del mundo. No eran más que los
falsos anunciadores de la venida del Mesías contra los que fuimos advertidos,
voces engañosas que no eran más que reflejos de la vacía vanidad del Malig-
no y ante las que los corazones debían permanecer firmes y las conciencias
alerta.

A finales de año se supo que un navegante al servicio de la


reina de Castilla había encontrado un nuevo camino a las Indias a través de la
Mar Océana. Una hazaña más, que algunos vieron como otro signo. Uno
más. La aventura del navegante suponía la apertura de la puerta de atrás de
las Indias, tierras que hasta entonces no habían acogido el mensaje salvífico
de Cristo. La nueva ruta no abría un camino a una fuente inagotable de rique-
zas que fluirían por los mares en forma de especias y sedas, en realidad lo
abriría a las almas de indios y chinos, a su conversión a la verdadera fe cató-

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lica, apostólica y romana. Con ello la Palabra llegaría finalmente a los últi-
mos confines de la tierra, otro signo evidente de que el final de los tiempos
estaba a punto de llegar. Sin embargo, todavía nos faltaba por probar el más
amargo de los cálices.

En la noche de Navidad, cuando toda la Cristiandad conme-


moraba la primera venida de Nuestro Señor y algunos exploraban los cielos
buscando una señal que nos mostrase el lugar donde se encarnaría de nuevo,
un poderoso temblor de tierra sacudió los mismísimos cimientos de la Tierra.
Los Reyes se encontraban con la Corte en la ciudad de Barcelona, escuchan-
do la misa de Navidad en la catedral cuando una de las torres se tambaleó y
algunas estatuas se precipitaron al vacío. A la mañana siguiente las calles de
las principales ciudades y los campos fueron azotados por un frío viento del
sur acompañado de un ominoso rumor que algunos identificaron con la aper-
tura de los infiernos. Ambos signos hicieron creer a muchos que la Segunda
Venida era inminente y miles de penitentes se arrojaron a los caminos morti-
ficándose y llamando a la conversión. Muchos moriscos que aguardaban ser
embarcados a las tierras del Sur les escucharon y renegaron del profeta de la
confusión y su falso dios. El resto aguardaron resignadamente en sus cam-
pamentos custodiados por familiares del Santo Oficio a su amargo destino y a
las llamas del infierno.

El temblor debió de ser además la señal para que se abriesen


las compuertas que contenían las aguas de los cielos. Las nubes se fueron
acumulando y el día de los Santos Inocentes no salió el Sol, que quedó oculto
tras un impenetrable muro de nubes negras como nadie había visto jamás y
que dejaron la tierra entera sumida en las tinieblas. Al anochecer las nubes
comenzaron a descargar con una furia que hasta entonces sólo había conoci-

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do la humanidad en tiempos de Noé. Al principio fue barro, o sangre según
algunos, luego cayó sólo agua. Las temperaturas fueron bajando y pronto la
nieve cubrió la tierra bajo un espeso manto blanco, imagen del sudario que
habría de cubrir a la humanidad antes de renacer. Nadie recordaba una neva-
da semejante y no se ha visto otra desde entonces y probablemente nunca
jamás se verá otra igual.

Cuando debía haber comenzado la primavera el Sol seguía


sin salir tras las nubes que no paraban de descargar el agua almacenada en los
cielos y los mares comenzaban a subir de nivel reclamando barrios en de al-
gunas antiguas ciudades que ya pocos recuerdan como Cádiz, Sevilla, Valen-
cia o Barcelona. En el año del Señor de mil cuatrocientos noventa y tres el
verano no existió, en realidad las estaciones parecieron desquiciadas, su-
miendo al mundo en un inacabable y lluvioso otoño.

En el resto de la Cristiandad la situación no era en absoluto


mejor. Las aguas subían lentamente, y las nubes no paraban de dejar caer
agua y nieve. Cuando llegaron noticias de la inundación de las ya olvidadas
ciudades de Ámsterdam, Amberes, Brujas y otras poblaciones inglesas, fran-
cesas y flamencas, a pocos les quedaron dudas de que el Segundo Diluvio
estaba en marcha. Sólo cabía la esperanza de que Dios no olvidase a su pue-
blo elegido, lo que parecía ser verdad porque la mayoría de las ciudades cas-
tellanas parecían escapar al castigo y salvo algunas en el mar de Vizcaya y
otras en el valle del Guadalquivir ninguna fue inundada por las aguas. La
gran ciudad de Sevilla había visto convertidas sus calles en canales como los
de las ciudades de Roma o París. En los otros reinos hispánicos la situación
fue desgraciadamente distinta. En Aragón las ciudades más importantes que
en aquellos días eran Barcelona, Palma y Valencia con toda su rica vega se

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encontraban inundadas y había algunos que se mudaban a zonas más altas y
alejadas. En Portugal las ciudades de Lisboa, Oporto y Sagres también esta-
ban seriamente amenazadas por las aguas y, antes de que no fuese posible, la
corte portuguesa se trasladó a Braga en dura marcha por un camino nevado
que quedó jalonado con los cuerpos de un par de pequeñas infantas lusas y de
decenas de cortesanos, criados, clérigos y soldados.

Las abundantes nieves primero y las aguas después acabaron


con las cosechas y los pastos. Los trigos se pudrieron sin germinar y los re-
baños fueron diezmados por las enfermedades y el hambre para disfrute de
lobos, buitres y cuervos. El Hambre comenzó a cabalgar por el mundo y a su
lado la Muerte. Las gentes comenzaron a huir de las zonas junto al mar y
marcharon al interior, a zonas más elevadas. En Francia eso provocó enfren-
tamientos entre los flamencos y valones que huían desde el norte y los fran-
ceses que buscaban refugio en el interior. El rey Carlos tuvo que enviar tro-
pas para controlar la situación. Su idea era que los flamencos que llevaban
años luchando contra el mar con diques y demás ingenios le ayudasen a sal-
var sus ciudades. En su error no se dio cuenta de que si esos conocimientos
hubiesen sido útiles habrían salvado sus tierras. Sin embargo, ante la hostili-
dad de los franceses y la constante subida de las aguas los refugiados migra-
ron finalmente a tierras del Emperador de Romanos.

Noticias de otro extraño prodigio alcanzaron la corte, una


nao portuguesa había arribado a las islas Canarias con toda su tripulación
muerta excepto su capitán que relató el más extraordinario de los sucesos.
Hablaba de una estrella, la de San Juan creyeron algunos, que había caído en
el lejano Sur. El capitán procedía de San Antonio de Zaire y allí había estado
la noche de Navidad. Noche en la que vieron un primero un resplandor hacia

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el Sur y luego la Tierra se sacudió de una manera tal que parecía que se habí-
an desquiciado sus cimientos. Vientos de fuerza y poder no vistos jamás por
hijo de mujer azotaron la colonia trayendo nubes oscuras que velaron el cielo
y descargaron un légamo viscoso y pestilente sobre la jungla y el mar. El go-
bernador de la colonia le ordenó partir de inmediato a la península mientras
enviaba otras naves al sur para recabar nuevas de lo acaecido. Finalmente
relató como desde su partida las nubes y una lluvia intensa e implacable les
fueron acompañando trayendo la muerte a todos sus hombres.

Pronto el jinete de la Guerra también cabalgó entre los hom-


bres. El Duque de Bretaña se sublevó contra el rey francés al no poder afron-
tar los pagos de impuestos de ese año. Sus dominios, que eran ya casi una
isla rodeada de mar, tierras anegadas y pantanos, eran inaccesibles a las tro-
pas reales. Además el francés estaba más preocupado en los daños que esta-
ban sufriendo puertos y plazas fuertes de Normandía y en controlar a las
oleadas de desplazados que pretendían alcanzar tierras más secas que por un
vasallo rebelde. Mientras en el Sur la Aquitania y la Provenza se movilizaban
también para desafiarle espoleadas por el hambre y la desesperación. En
Alemania las gentes intentaron expulsar a los refugiados flamencos, frisones
y sajones que huían de las tierras inundadas, pero el Emperador Maximiliano
salió en defensa de los refugiados, ofreciéndoles protección. Cegado como el
rey francés no veía más que una lluvia providencial que causaba una catástro-
fe que le rendiría un provecho. La mayoría de los refugiados procedían de
feudos de la casa de Austria y los usó para extender su poder a Baviera, Sua-
bia, el Palatinado y otras regiones, para ello movilizaba grandes contingentes
de trabajadores para construir y reparar diques que eran superados por las
aguas una y otra vez y cada vez más alejados de lo que fueron las costas del
mar Germánico. Mientras tanto no perdía de vista la situación en Francia y
sobre todo en sus territorios patrimoniales borgoñones en manos francesas.
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En Italia la desaparición de la avarienta y corrupta ciudad de
Venecia, reencarnación de Babilonia, provocó un éxodo como no se veía
desde tiempos bíblicos. La Ciudad Serenísima fue, sin duda debido a sus mu-
chos pecados, una de las primeras urbes de la cristiandad en desaparecer. Sus
habitantes tuvieron que abandonar la ciudad de la laguna y desplazarse a
otras ciudades del interior. Algunos, los más ricos marcharon a sus propieda-
des en las islas de Morea, Creta o Chipre con la esperanza de que el clima
fuese más benigno allí. El resto marcharon a las aldeas y ciudades del interior
bajo soberanía del Dux. Desgraciadamente para ellos pronto se vieron atra-
pados entre las aguas que subían implacables buscando ahogar su soberbia,
los tudescos de Maximiliano y los magiares de Esteban. Poco a poco sus ciu-
dades fueron abandonadas a las aguas que las reclamaban y sus habitantes
marcharon hacia el sur. Los griegos de las islas trataron de resistirse a las
oleadas de sanmarquianos, que acabarían convirtiendo ciudades como Hera-
clion en una Venecia renacida, pero poco pudieron hacer salvo marchar a las
montañas, someterse y pagar tributos a sus nuevos señores. Los genoveses
por su parte trataron de refugiarse en el interior, desplazando su ciudad poco
a poco según la iba cubriendo el agua. La presión de Milaneses y Saboyanos
les obligó a mantener un permanente estado de guerra y muchos optaron por
establecerse en Córcega.

En el Este los otomanos trataban de encontrarle una explica-


ción al hecho de que las aguas fuesen cubriendo poco a poco la recientemen-
te conquistada ciudad de Constantinopla, y erróneamente lo tomaron como
una señal de su falso dios para seguir avanzando hacia Hungría, Polonia y
Alemania. Impulsados por esa errónea interpretación de los hechos trataron
de aprovechar el caos provocado por la inundación de las llanuras húngaras

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con rápidas algaradas que minaban la resistencia de los magiares debilitándo-
los más y más, seguidos de despiadadas campañas que añadían más destruc-
ción. En suma los jinetes del Hambre, la Muerte y la Guerra recorrían la Cris-
tiandad y pronto lo hizo la Peste, que se extendió fácilmente gracias al conti-
nuo trasiego de refugiados, ejércitos y penitentes.

En las Españas se buscaba una justificación al hundimiento


de ciudades como Sevilla, Lisboa, Barcelona, Cádiz u Oporto. Había una víc-
tima propiciatoria y no era difícil imaginar quien: la expulsión de los moris-
cos se había interrumpido atrayendo la furia divina, por ello las gentes no
dudaron en señalarlos como culpables y en exigir que su deportación fuese
reiniciada incluso a pesar de las lluvias. Dios no podía haber abandonado a su
pueblo elegido en el momento que realizaba tantas proezas por su fe. La
mancha que suponía la presencia de tantos infieles era la única explicación
para que Él castigase al pueblo español. Así pues mientras la ira del Altísimo
parecía cebarse con los hombres por igual, la de los españoles se centró en
los moriscos, conversos o no, que fueron perseguidos, quemados en la hogue-
ra o muertos a palos según la circunstancia y el lugar. Allí donde lo permitió
su número se agruparon y lucharon. Un enorme grupo se hizo con Lanjarón y
otras poblaciones del antiguo reino de Granada. Pero debilitados por el ham-
bre, la lluvia y el frío poco pudieron hacer frente al ejército real salvo perecer
y pagar por sus muchos pecados con sus vidas y sus almas.

El tiempo pasaba, pero las lluvias no pararon de caer ni el


mar de aumentar de nivel hasta la llegada de la Pascua del año del Señor de
mil cuatrocientos noventa y cinco. En Roma ante la inminente irrupción del
mar, cuyas aguas habían sumergido ya totalmente Ostia y otras aldeas cerca-
nas, el Pontífice no lograba entender como el Todopoderoso no parecía tener

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intención ni tan siquiera de respetar a la ciudad más santa de todas. No tardó
en encontrar la respuesta en su corazón y en los gritos de las gentes que re-
clamaban que la Ciudad Santa fuese purificada, tal vez algunos herejes tenían
algo de razón después de todo. Cuentan que los ojos del Papa Alejandro VI
se abrieron para ver que Roma se había convertido en una ciudad llena de
vicios, tráfagos, engaños y bellaquerías, no siendo la vida de obispos y prín-
cipes de la iglesia más que una triste irrisión de lo que debería ser la auténtica
vida cristiana. Durante la Cuaresma todas las meretrices, cortesanas, adivinos
y demás pecadores fueron expulsados de la ciudad y, en algunos casos, como
la barragana de un conocido cardenal apaleados y asesinados por las turbas.
Tras los oficios del Viernes Santo, el Obispo de Roma organizó una solemne
procesión rogando porque la ciudad se salvase del castigo divino. Obispos y
cardenales convocados a lo largo de toda Italia, monjes, canónigos y clérigos
avanzaron bajo la lluvia hacia la antigua vía Salaria que llevaba a lo que un
día fue el puerto de Ostia. Los romanos los seguían resignados a abandonar
prontamente la ciudad, debilitados por el hambre, la enfermedad y la falta de
esperanza. Se dice que al llegar a las afueras de lo que había sido hasta no
mucho tiempo antes la pequeña población Politorio el Papa se adelantó, hun-
dió su báculo en las aguas del mar y le conminó a detenerse en nombre de
Dios Padre, de Jesucristo nuestro Señor, del Espíritu Santo y de los Apósto-
les y santos de Dios. También se dice que en ese momento dejó de llover y
que aquel Domingo de Resurrección salió el Sol por primera vez en más de
dos años. La ciudad de Roma y la Cristiandad entera respiraron aliviados.

Tras los días gozosos de la Pascua, las temperaturas subieron


ligeramente y, aunque siguió lloviendo con gran intensidad, no era el mismo
diluvio inmisericorde. Los días en los que aparecía el Sol comenzaban a ser
más frecuentes y seguidos, calentando a las gentes e iluminando sus espíritus.
El primer diluvio había durado cuarenta días y cuarenta noches, pero el se-
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gundo se había prolongado más de dos años.

Con la mejoría del tiempo los supervivientes se fueron orga-


nizando. En el interior se emplearon las últimas reservas de grano como si-
miente, se comenzaron a rehacer los rebaños y las ciudades fueron recons-
truidas. Las ciudades castellanas se encontraban maltrechas por el agua caída,
pero habían sufrido mucho menos que las de otras naciones de la Cristiandad.
Los relatos de la desaparición de Flandes y de partes de Inglaterra eran espe-
cialmente aterradores. En las costas nuevas poblaciones fueron creadas por
los supervivientes de las ciudades anegadas. Pescadores, marinos y comer-
ciantes trataban de rehacer sus vidas y ganarse el poco pan que había dispo-
nible.

El verano fue más caluroso que lo que se recordaba y aunque


húmedo permitió obtener una cosecha con la que alimentar a las gentes de
aldeas y ciudades. El problema del hambre parecía quedar atrás cuando uno
nuevo apareció en el horizonte. Por el camino de Santiago penetraban cada
vez más y más franceses que huían de los desórdenes en su reino y cuya pre-
sencia suponía una amenaza para la estabilidad de las Españas y una poten-
cial fuente de propagación de pestilencias y enfermedades. La solución era
evidente había que sellar la frontera lo que implicaba ocupar el pequeño reino
pirenaico de Navarra que a pesar del diluvio seguía dividido en una lucha
fratricida entre los beamonteses favorables a Aragón y a Castilla y los agra-
monteses favorables a Francia. Fernando, sabiendo de las dificultades que
pasaba el rey Francés, aprovechó la mejoría en el tiempo para poner a punto
su ejército reclutando tropas entre la Santa Hermandad y algunas pequeñas
mesnadas armadas por las ciudades castellanas para defenderse de los refu-
giados y vagabundos que erraban por doquier. El Rey Católico reunió sus

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tropas en la ciudad de Calahorra y entró en el reino navarro apoyado por los
beamonteses. Francia nada pudo hacer para impedirlo y el rey Católico se vio
con fuerzas incluso de reforzar las merindades de allende los Pirineos ocu-
pando San Juan Pie de Puerto y algunas plazas aquitanas como Bayona. Los
nobles de Aquitania, Provenza y Bretaña solicitaron el apoyo del Rey Católi-
co, pero éste sabedor del peligro de extender en demasía sus líneas en épocas
de tanta escasez, simplemente les envió ayuda en forma de promesas, pertre-
chos y algo de plata. Además le llegaron noticias de que los reyes Jaime de
los Escoceses y Carlos de los franceses estaban dispuestos a unir fuerzas y
honrar la alianza de Auld enfrentándose de forma conjunta a sus enemigos.
Tropas francesas ayudaron a Jaime en su lucha con el rey inglés Enrique que
trataba de ganar las tierras altas de Escocia y tropas escocesas ayudarían lue-
go a Carlos a sofocar las sublevaciones de Occitanos y Aquitanos. La Cris-
tiandad entera bullía en armas mientras se sumía en las aguas, como si qui-
siese acelerar el desenlace o simplemente tratando de orientar su blasfema
frustración hacia alguien más accesible que el Creador. Tres de los jinetes
cabalgaban y solo faltaba uno.

A primeros del año del Señor de 1498 la Peste hizo su pre-


sencia en la península. Pudo llegar en alguno de los grupos que todavía con-
seguían entrar por los Pirineos o tal vez en alguna nave con refugiados ingle-
ses o irlandeses, puesto que se extendió primero a lo largo de la costa cantá-
brica y desde allí marchó hacia el sur por la costa Atlántica y por el valle del
Ebro cebándose donde el número de desplazados era mayor: Portugal, Ara-
gón y Andalucía. Las gentes debilitadas por la falta de comida, las enferme-
dades y el sentimiento de fatalidad apenas se resistían a las fiebres. Simple-
mente se dejaban morir allí donde la pestilencia les alcanzaba. Los sacerdotes
y monjes ya no anunciaban el gozoso fin de los tiempos en que Hispania se-
ría establecida como la nueva Tierra Prometida, ahora llamaban al arre-
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pentimiento, la conversión ante el juicio inminente y a la resignación ante el
castigo divino.

La maldita enfermedad se llevó al príncipe Juan y al rey Fer-


nando que se encontraban en Perpiñán revisando el estado de la frontera de la
Cerdaña. Recorrió la corte reunida en Burgos, reclamando a nobles, hidalgos,
pecheros y clérigos por igual. Pero también afectó a la corte portuguesa refu-
giada en Braga llevándose al rey Don Manuel, al que llamaban “el Afortuna-
do”, y a la mitad de lo más granado de la nobleza y el clero lusitanos incluido
el Arzobispo de Braga. Tan sólo se salvó la reina Isabel, que providencial-
mente había marchado a Castilla para encontrarse brevemente con su madre
y a dar a luz en Tordesillas a salvo de la peste. Con lo que Isabel quedó reina
de Castilla y de Navarra, mientras su hija Isabel se convertía en reina de Ara-
gón y Sicilia por derecho propio, regente de Portugal por la muerte de Don
Manuel, y heredera de Castilla y Navarra. Isabel de Castilla aguardó, desola-
da por la muerte de su esposo y dos de sus hijos, a que la pestilencia remitie-
se y su hija diese a luz. Al nacer el primogénito de Isabel ésta falleció de fie-
bres con lo que su hijo se convirtió en rey de Aragón, Sicilia y Portugal. Isa-
bel de Castilla nombró a su confesor Francisco Jiménez de Cisneros regente
de Portugal adonde marchó acompañado de Don Gonzalo Fernández de Cór-
doba y de un pequeño pero bien pertrechado ejército que obtuvo el juramento
de las Cortes Portuguesas en Tomar y se permitió incluso enviar una expedi-
ción al Algarbe de Ultramar en África para reforzar a las guarniciones portu-
guesas que habían tenido que fortificar posiciones más elevadas en el inter-
ior. Allí el flamante Arzobispo de Braga y regente de Portugal acarició la
posibilidad de comenzar una cruzada que devolviese aquellas regiones tan
vinculadas a Hispania a la luz de Cristo.

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Como regente de Aragón y Sicilia nombró a don Fardrique
Álvarez de Toledo que era el mayordomo del difunto Fernando y Duque de
Alba, que con ese fin se instaló en Zaragoza. Se enviaron mensajeros a Sici-
lia y Cerdeña para comprobar la situación, asegurar lealtades y enviar sumi-
nistros y tropas de refresco. El regente recibió una petición de ayuda del rey
Ferrante de Nápoles pero dada la situación poco se podía hacer salvo enviar
las consabidas promesas, algunas tropas y algo de plata. Poca plata, puesto
que el comercio languidecía y de las promesas de ilimitadas riquezas del al-
mirante Colón nada quedaba ya. Don Fardrique tenía que hacer frente a la
reorganización de un territorio que había perdido mucha población con la
peste y el hambre, casi todas sus principales ciudades se encontraban su-
mergidas o amenazadas por las aguas que año a año no paraban de subir y
muchos ricos territorios desolados o perdidos para siempre. Aunque contaba
con otras regiones como los condados pirenaicos, Albarracín o la ciudad de
Zaragoza que habían sufrido mucho menos.

Durante los años siguientes las lluvias siguieron siendo muy


intensas y las aguas siguieron subiendo. Subiendo y reclamando ciudades,
pueblos y aldeas cercanas a las costas. A las nuevas costas, puesto que éstas
cambiaban de año en año forzando a las poblaciones a moverse continuamen-
te, construyendo, abandonando y olvidando los viejos lugares. Hasta que las
aguas alcanzaron a ciudades como Roma o París, de las que se dice que antes
las calles discurrían secas como en otros lugares y no con canales como las
antiguas y casi olvidadas Venecia y Ámsterdam. Los inviernos se fueron
haciendo fríos y crudos en la Cristiandad, tal y como son ahora, algunos
cuentan que antes de este castigo divino los viñedos llegaban hasta las tierras
de Castilla y los olivos se cultivaban en Aragón. Dicen. Aunque tal vez no
sean más que cuentos de viejas y no olvidos de los cronistas. También dicen
que las tierras del Sur no eran tan calurosas como lo son hoy.
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Poco a poco pasaron los años el Segundo Diluvio. Las llu-
vias se fueron normalizando y las aguas del mar dejaron de subir. Las tempe-
raturas subieron y los inviernos se hicieron más suaves. El recuerdo del Dilu-
vio quedó como una señal, un aviso de lo que podría ocurrir si no nos conver-
tíamos de corazón, si perseverábamos en el pecado. Pero desgraciadamente
todavía hay motivos para desesperar, puesto que las guerras continuaron azo-
tando la cristiandad; el turco continuó asolando Hungría y el Sacro Imperio;
nuevas herejías surgieron en el seno de la iglesia como los Viclifianos de
Nueva Inglaterra, los Zwinglianos de Francia, los Arrianos de Polonia o los
Neohusitas en Bohemia. Sin embargo, las Españas se mantuvieron firmemen-
te fieles a Roma, a la verdad transmitida por las Escrituras y al Magisterio de
la Iglesia no sin pasar por un necesario proceso de purificación bajo las Ve-
nerables manos del Cardenal Cisneros, precursor e inspirador de la Reforma
que llevó a cabo el monje agustino Fray Martín de Eisleben. Ambos no tarda-
rán en ser elevados a los altares junto con el resto de Santos y Santas de Dios.

Tras la muerte de Isabel, su hijo Miguel I se convirtió en un


digno sucesor suyo. Supo rodearse de asesores cabales y competentes, inde-
pendientemente de su origen y la nobleza de su sangre, lo que trajo prosperi-
dad al reino. Fue capaz además de evitar caer en la estéril ambición por haber
fama en esta vida y ambicionar a cambio el haber gloria en la vida venidera.
De esa manera logró que la verdadera fe se mantuviera firme y pura en las
Españas, sin caer en peligrosas herejías y desviaciones. En el campo de bata-
lla supo mostrar fortaleza y determinación cuando el rey francés Francisco
aliado con el escocés quiso en vano disputarle los territorios navarros y aqui-
tanos de allende los Pirineos, osadía que el francés pagó con su propia vida y
el escocés con una amarga derrota. Con sabiduría logró la incorporación del

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reino de Nápoles y forjó las alianzas que aun hoy nos vinculan con bretones,
saboyanos, genoveses y tudescos. Al tiempo que supo mantener la llama de
la cruzada en Berbería llevando la luz de la fe en Cristo al reino de Fez, al
Oranesado, a Constantina e incluso a la refundada ciudad de Cartago, mante-
niendo en la Iglesia de Roma a los reinos de España y extendiendo su luz por
tierras de infieles.

Hispania victrix Deo gratias.

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2. TRIBUTO DE SANGRE
Villa Real de la Santa Fe, 7 de Marzo de 1599

L a ciudad se desperezaba lentamente con el ruido de los albañiles que


comenzaban su labor diaria, el traqueteo de los carros que llegaban con
materiales y las voces de los vendedores que los proveerían a ellos y a los
habitantes de la nueva urbe. En realidad todavía no era más que un boceto, un
esquema de lo que el tercer Miguel tenía previsto para la urbe que acogería
permanentemente su corte. Sería la nueva Roma, la sede del monarca más
poderoso del Mediterráneo y de la mar Océana. Pero eso sería algún día, por
el momento no era más que un caos de edificios a medio construir, un dédalo
de avenidas interrumpidas por montañas de materiales y rodeada por el des-
ordenado campamento de los obreros que amenazaba con engullir a la cerca-
na villa de Castilleja de la Cuesta que tarde o temprano no sería más que un
barrio de la nueva capital. Sin embargo al rey le gustaba reunir a su corte
aquí, como si intentase que poco a poco se fuesen acostumbrando y se olvi-
dasen las voces que reclamaban la sede de la Corte para Toledo, Córdoba o
Braga. Ese honor sería una nueva ciudad: la Villa Real de la Santa Fe.

En las ocasiones en las que Don Fardrique era requerido en


la Corte se alojaba en un pequeño palacete que el Duque había adquirido en
Castilleja aunque habría preferido seguir alojándose en la venta de “la Loba
Negra” como había sido sus costumbre las primeras veces que había acudido
a la corte, pero su prestigio y la seguridad de su persona no lo permitían. El
rey le insistía que se construyese uno nuevo cerca del Palacio Real, junto a
los de las demás casas nobles del reino, pero el monstruo en crecimiento le

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inquietaba sobremanera. Por el trazado de calles y avenidas le daba la sensa-
ción de campamento militar, de asedio y de guerra permanente, sentimientos
todos ellos de los que anhelaba desprenderse en cuanto volvía a la península
y que a pesar de todo le acompañaban como si de una pestilencia adherida a
su piel se tratase.

Como era habitual en esta época del año la lluvia y una tenue
neblina le acompañaron todo el camino. Los moros habían llamado a estas
tierras muchos años atrás Reino de Niebla y sin duda ese nombre no había
sido puesto en vano y con él no quisieron hacer otra cosa que constatar una
realidad por si, tal vez, se les olvidaba. Desde donde estaba se veía la enorme
bahía en la que yacía la antigua ciudad de Sevilla, una de las que había pe-
recido en el Segundo Diluvio, la más grande y rica de las que había desapa-
recido en el reino de Castilla. Primero las aguas la llenaron de canales, luego
fueron forzando a sus moradores a mudarse al cercano Castilleja y con ellos
se fueron llevando fragmentos de sus edificios que ahora adornaban palacios
e iglesias en un intento de recrearla. Como la torre de la catedral que estaba
siendo construida con fragmentos de la antigua Giralda y de la casi olvidada
Torre del Oro. Durante un tiempo algunos tejados podían ser vistos asoman-
do en las aguas, pero él no lo llegó a ver nunca y en un día como este ni aun
la antigua ciudad podría haber sido vista, puesto que densos jirones de niebla
y lluvia cubrían el mar como un denso velo. Pero lluvia y niebla no estaban
hoy solas, venían acompañadas de un intenso frío que marcaba todas y cada
una de sus articulaciones con un agudo dolor. Los últimos fríos del invierno.
Sabía que sería peor en sus territorios patrimoniales de Alba de Tormes o en
los de Coria, pero eso no le aliviaba en absoluto. Tal vez llevaba demasiado
tiempo combatiendo en el África, donde los inviernos eran más suaves y
donde sus huesos se habían acostumbrado demasiado al Sol más cálido de
aquellas latitudes. Miró a los campos que circundaban la ciudad donde se
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decía que antes crecían olivos como en el reino de Fez y que todo lo había
barrido el Segundo Diluvio, y que pronto no serían más que arrabales, alma-
cenes y villas.

¿Cómo habría sido la cosecha del año pasado en Alba? ¿Se


habrían llenado los almacenes de maíz, cebada y patatas? ¿Irían ya los niños
a buscar los primeros brotes y flores? ¿Estarían prestos a regresar ya los re-
baños de las dehesas del Algarbe? ¿Y las nieves, habrían sido generosas este
año empapando la tierra? Demasiado tiempo lejos de casa, demasiado tiempo
sin apenas ver a los suyos, sin sentir el calor del hogar. Demasiado tiempo.

Los mercaderes de la calle de Santa Úrsula comenzaban a


desplegar sus mercancías. Telas de canelote traídas de Creta, pesadas panas
de Castilla y sedas de la tierra del Gran Turco, cualquier tejido podía ser en-
contrado en las abigarradas tiendas. Perpendicular a esta calle, a la sombra de
la catedral en construcción, se encontraba la calle de las Indias en la que co-
merciantes genoveses como los Goti, los Castellón o los Nicoloso comercia-
ban con especias, el clavo, la canela, el jengibre y la pimienta llenaban la ca-
lle con un intenso olor capaz de embriagar a cualquiera. A su pobre Juana le
encantaba el olor de la canela, hasta el punto que muchas veces ignoraba los
costosos perfumes con los que él la obsequiaba limitándose a poner ramitas
de canela en los baúles en los que guardaba sus ropas. Un olor que siempre
acompañaba su recuerdo. La pobre había caído enferma siete primaveras
atrás, pero la noticia le llegó cuando se hallaba en plena campaña contra los
piratas egipciacos en la isla de Cirene. Su deber le obligó a seguir comba-
tiendo, derramando su sangre en tierras lejanas. ¿Sólo su sangre? A la vuelta
a los cuarteles de invierno en Cartago la noticia de la muerte de su amada
Juana le alcanzó como una flecha que atravesase su corazón. Se sintió muerto

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no por la pérdida en sí, que ya era bastante dolorosa, sino por la sensación de
distancia. Amargas lágrimas regaron aquellas lejanas arenas. Le había pedido
entonces al Rey permiso para volver a Salamanca y olvidarse de guerras, ga-
leras y turcos. Quería envejecer con los suyos, estar junto a ellos en sus ale-
grías y sufrimientos, que ellos estuviesen con él en los suyos y que al alcan-
zarle la muerte le enterrasen junto a su Juana no en una tierra olvidada inclu-
so por el propio Creador.

Distraído como iba se sobresaltó cuando su montura se detu-


vo. Hasta ese momento no se había percatado de que un numeroso grupo de
mercedarios marchaba en procesión por la calle, probablemente de camino al
convento de San Vicente. Curiosos, devotos del santo y vendedores de exvo-
tos e imágenes rodeaban a los monjes creando un cierto revuelo en la calle y
bloqueando el paso de los que subían por la calle de las Indias. Un par de
mosqueteros que estaban a la puerta de una pequeña taberna le reconocieron
y se acercaron para abrirle paso. La multitud acabó por abrirse como las
aguas del mar Rojo cuando cruzaron los israelitas gracias a la insistencia y
devoción de los dos soldados, que cual improvisados Moisés y Aarón le guia-
ron a la tierra prometida del otro lado de la calle. Los dos soldados, que por
su color de piel debían de pertenecer al Tercio de Mar Chica, se despidieron
con una respetuosa reverencia. Su oscura tez delataba que eran de origen Uo-
lof, los nómadas que habían sido empujados por las aguas primero y por los
Sonrai a las tierras del reino de los Bu Tata, más allá del extremo sur del Re-
ino de Fez, donde se asentaron ofreciendo su lealtad al monarca hispano y
desde donde llegó aquella desesperada petición y las noticias que le habían
apartado de nuevo de los suyos. No podía culpar ni a aquellos dos hombres ni
al resto de sus compatriotas, ahora leales súbditos del Rey, pues había sido el
soldán de Sonrai el que había desencadenado un ataque sobre las nuevas tie-
rras de los Uolof, los Balanta y los Fula en la lejana frontera sur. Con un
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nuevo ejército, tuvo que marchar a detenerle en la que fue la más dura y larga
de sus campañas. El deber, la lealtad al Rey y al reino le obligaban, le arras-
traban en contra de los deseos de su corazón y el sentir de su alma desorien-
tada y doliente. Su fuerte brazo de nada servía para resistir tan fuerte corrien-
te y, ojala, lo hubiese sido, puesto que allí perdió a su querido hijo Bernardi-
no. El menor. El que estaba destinado por las leyes de Dios a acompañarle en
la vejez, a sobrevivirle y a servir con honor en la orden de Santiago. El que
no estaba destinado a yacer en el frío suelo de un pequeño monasterio de
Santa Cruz de la Mar Chica. Ése debía haber sido él. Con el recuerdo una
oración afloró en sus labios con la que intentó aplacar la blasfemia que ani-
daba en su corazón.

Las calles se hacían más amplias según se acercaban a la


Plaza Mayor junto a la que se construían los palacios de las primeras familias
del Reino: los Hurtado de Mendoza, los Guzmán, los Cenete, los Enríquez,
los Ponce de León y los Lancaster. Tan sólo faltaba su propia familia los Ál-
varez de Toledo. Pero eso a él no le preocupaba lo más mínimo, se sentía... se
sentiría mucho más cómodo en sus lejanas tierras de Tormes, o en las de Co-
ria. El rey le insistía una y otra vez que debería construir un palacio junto a la
nueva corte, que su fama y su honor así lo requerían. Su fama y su honor no
requerían de palacios. El rey le recordaba continuamente que acabaría siendo
una de las pocas familias principales sin residencia cerca del Palacio Real. Su
rey. Ése al que tras la muerte de su Juana había enviado una carta pidiéndole
licencia para volver con sus nietos antes de que a ellos también les alcanzase
la parca puesto que él parecía estar destinado a sobrevivir a todos sus seres
queridos, pero tuvo que permanecer allí frente al maldito soldán de los de-
monios y sus hordas interminables. Una punzada le atravesó el corazón mien-
tras apretaba en su mano la carta que su hijo mayor Antonio le enviaba para
comunicarle la muerte de su nuera Lisandre. Le había llegado ya hacía seis
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meses en la víspera de la batalla por Ganday. Ese día sus soldados sabedores
de su dolor lucharon como nunca y nadie discutió su orden de que la cabeza
del soldán que se hincaba de rodillas ante él fuese cortada y puesta en una
pica entre las de diez mil de sus soldados. El bosque de cabezas quedaría así
como homenaje a las lágrimas que el Duque derramaba en soledad por la
sangre de los suyos que ya nunca sentiría palpitar junto a su piel, como señal
de dolor y como advertencia de su furia. Sabía que su acción no le había gus-
tado nada al rey, pero ¿qué sabía él de la guerra? ¿Qué de perder a los suyos
a un mundo y una vida de distancia? Si ese día hubiese podido, habría cabal-
gado hasta Tombuctú para ahogar su pena allí en sangre de infieles agarenos.

Un grupo de piqueros del Tercio de Palencia se cruzó con


ellos, marchando al triste son de una gaita, al reconocerle se apartaron y con
el mismo respeto que habían mostrado los dos mosqueteros se descubrieron.
El Duque devolvió mecánicamente el saludo mientras continuaba sumido en
sus tristes pensamientos. Esta vez no se dejaría convencer. No habría argu-
mento que cambiase su determinación. Había pasado demasiado tiempo.
Demasiado tiempo.

El Palacio Real se encontraba prácticamente terminado,


pronto la Corte se instalaría definitivamente y el rey Miguel confiaba en que
el resto de nobles, cofradías y órdenes le seguirían, construyendo magníficos
palacios, monasterios, lonjas e iglesias que orlasen su magnífica ciudad: la
nueva Roma. A Don Fardrique esto no le parecía más que la huera vanidad
de un monarca, aunque por lo demás fuese un buen, astuto y digno sucesor de
su padre. Al menos había sabido rodearse de consejeros competentes sin
mostrar debilidad por ninguno y los usaba adecuadamente, aguijoneando el
orgullo de los Grandes de España con la presencia de secretarios de origen

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más humilde a los que espoleaba con la posibilidad de alcanzar recompensas
y honores. También había que reconocerle que era eficaz en su gestión, flexi-
ble ante la novedad y un buen cristiano, si bien era reprochable su desapego a
las cosas de la guerra y su desaforada pasión por las artes, especialmente la
arquitectura, la música y la vida muelle. Su peor defecto era, sin duda, la in-
humanidad con la que trataba a los que le servían, peones que quemaba sin
aparente remordimiento. Esta vez no cedería.

Tras pasar el cuerpo de guardia de palacio con sus mosquete-


ros y archeros, accedieron al enorme patio de armas donde varios lacayos
portando la librea real con su característico jaquelado de cuadros rojos y
blancos se aproximaron a ayudarle a desmontar, pero él los rechazó con des-
precio y un puntapié. ¡Ayudarle a él a desmontar del caballo! El día que eso
ocurriese sería porque la que le ayudase a desmontar fuese la propia Parca.
La cosa empezaba mal, aunque su asistente el capitán Juan Chanciller de Ba-
rahona, miraba con sorna al lacayo que había recibido la patada del Duque y
sonreía por primera vez desde la jornada de Ganday. Era un buen soldado
leal y valiente como ninguno y que le había acompañado desde aquel día al
sur de Cartago en que le presentaron en su tienda al pequeño pífano que
había tomado una pica y aguantado como un veterano sobreviviendo a sus
compañeros de cuadro en medio de una pila de cadáveres. Lo tomó entonces
bajo su protección convirtiéndose en el mejor de los capitanes, aunque mos-
traba una preocupante tendencia a meterse en pendencias de honor y mujeres,
que solían acabar con un palmo de acero en el cuerpo de otro y montón de
papeleos para los escribanos del Duque. Pero, ¡qué demonios! ¿No había
hecho él mismo lo propio en su juventud?

Tras desmontar y ser saludados por el comandante de la

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guardia, un oficial de origen inglés que había servido valerosamente bajo sus
órdenes, un macero los condujo a través de pasillos interminables recubiertos
de mármoles, escaleras en cuyas paredes colgaban retratos y escenas de gue-
rra pintadas por los artistas al sueldo del rey, recargados atrios forrados con
tapices y alfombras que representaban escenas de la antigüedad clásica y pa-
tios con jardines que parecían esperar cercanos días más soleados para mos-
trar un aspecto más digno. Bien se podría alojar a los residentes de Tormes
con sus ganados y aperos en la parte que habían recorrido. El capitán Chanci-
ller estaba ilusionado ante la posibilidad de ver a su rey, pero no esperaba
semejante marcha.

– ¡Pardiez, bribón! Tal vez deberíamos haber seguido a caba-


llo – dijo el capitán. El Duque compartía la crítica aunque tal vez estuviese
fuera de lugar, ya que el aludido los miró con un cierto orgullo y no disimu-
lado resentimiento.

Afortunadamente no tardaron en llegar a la sala de consejos


del rey. A la puerta el macero invitó al duque a pasar y retuvo al capitán con
descarada satisfacción. El soldado miró al Duque se encogió de hombros y se
sentó junto a una ventana, sacando unos pliegos, un tintero de latón y se dis-
puso a escribir, seguramente una carta a alguna de sus amantes en la ciudad.

La Sala de Consejos era una amplia estancia octogonal sin


ventanas, aunque muy luminosa ya que la cúpula estaba prácticamente cu-
bierta por paneles de cristal tintado y de alabastro traslúcido en las que esta-
ban representadas grandes victorias de los monarcas hispánicos como las to-
mas de Granada, Pamplona o Santiago de Fez. Las paredes estaban recubier-
tas por mapas no sólo de los territorios hispánicos y sino de todas las regio-
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nes del mundo conocido. Había mapas de las Indias Occidentales, del África,
del Sudán, del mar de Catai, de las islas de las Especias y del territorio del
Gran Turco. Más de un rey de la Cristiandad habría dado la vida de su pri-
mogénito por la información mostrada en aquellas paredes. En el centro de la
sala había una enorme mesa circular de madera, con docena y media de sillas
iguales a su alrededor donde se sentaban los consejeros reales y aquellos lla-
mados al Consejo y, presidiéndola, una silla más elevada en la que se sentaba
al rey. Los suelos estaban cubiertos por mosaicos en los que se retrataban
reyes, santos y profetas, en un estilo arcaizante similar al que había visto en
los restos de algunas ciudades romanas cercanas a Cartago.

– ¡Bienvenido sea nuestro querido Duque! – La voz del rey


firme y musical venía de un lateral donde estaba examinando algunos mapas
y documentos que había en una pequeña mesa junto con un par de asistentes,
que miraron al Duque con cierta arrogancia. Uno de ellos era Don Manuel de
Moura, Secretario del Consejo de Guerra del Rey Miguel, él era el que auto-
rizaba, supervisaba y juzgaba todas las campañas sin haber marchado jamás a
una. Era un individuo instruido y culto, que había leído a los clásicos y estaba
empeñado en volver a utilizar tácticas y usos de los antiguos romanos. Don
Fardrique debía reconocer que algunas de las ideas habían demostrado ser
providenciales aunque en la mayoría de ocasiones revelaba no ser más que un
diletante y además uno peligroso pues gozaba de la absoluta confianza del
rey y ante eso poco se podía hacer.

– El Todopoderoso bendiga a su majestad – dijo haciendo


una sobria reverencia. El portugués tomó unos pliegos y marchó a la mesa de
juntas donde tomó asiento. Parecía querer decirle al Duque que él tenía un
lugar permanente en la mesa del rey y que él no era más que un sirviente útil,

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poderoso y lleno de prestigio, pero sirviente al fin y al cabo. Odiaba a esos
petimetres que trataban de ganarse el favor real pasando por encima de otros
más nobles y capaces. Sabía que el rey Miguel los usaba con astucia, que en
el interior los despreciaba y que muchas veces no eran más que el acicate
para estimular a aquellos en los que más confiaba. Pero tal vez en el futuro
cuando su mente no fuese tan clara y lúcida tuviesen su oportunidad, si no
cuando el infante Don Diego alcanzase el trono. Esas sabandijas sabrían
aguardar su momento. Aunque en ese caso contaba con la ventaja de la edad:
era lo bastante mayor como para estar seguro de que al menos no viviría para
verlo.

– Nos llegó su sentida carta. Siento lo de la noble y hermosa


Lisandre, sin duda un hombre fuerte como Don Antonio lo superará pronto –
Dejó el mapa sobre la mesa y se dirigió a su silla en la mesa del Consejo. –
Sabemos que las formalidades no os gustan viejo amigo, así que iremos al
grano...

– Alteza, en la carta os expresaba, con el debido respeto, mi


voluntad de dejar el servicio de la milicia. Largos años os he servido y en los
últimos años he perdido mi esposa, un hijo y una nuera...

– Lo comprendemos, lo comprendemos querido amigo – Es-


taba ocultando algo, tanta amabilidad no era habitual en el paciente y sagaz
Trastámara –. Simplemente queremos vuestro sabio consejo. Tengo asesores
muy capaces, pero pocos tan versados en el arte de la guerra como vos, inclu-
so maese de Moura aquí presente valora vuestra experiencia en el campo de
batalla, especialmente en campañas alejadas de nuestras bases. Tomad asien-
to. Maese Alvar López de Haza del Consejo del Mediterráneo nos informará
39
brevemente.

El aludido, un enjuto vizcaíno con aspecto de monje, caminó


lentamente hacia el atril arrastrando una pierna y cargando un cartapacio del
que sobresalían varios legajos.

– Alteza. Ilustrísimos y muy estimados señores miembros


del Consejo Real. Noble Duque de Alba. El Consejo del Mediterráneo en su
continuo servicio al Reino y a su Católica Majestad ha venido siguiendo los
acontecimientos que en los dominios del turco se han venido produciendo en
los últimos años. Su expansión hacia Hungría y el Imperio se vio enorme-
mente dificultada por el empuje de la casa de Austria. El fracaso del segundo
asedio de Viena en el año del Señor de mil quinientos treinta y siete fue un
golpe tremendo para la Sublime Puerta. A partir de ese momento volvió sus
ojos hacia el Este hacia el mar Caspio y los puertos a los que llegaban las
rutas de las estepas desde Catai. En dura pugna con moscovitas, hordas de las
estepas, persas safávidas y el Khan de los Chagatai ha intentado controlar
dichas rutas y hacerse con los tributos de sedas, marfiles, porcelanas y otros
ricos productos. Eso ha mantenido al Gran Turco alejado de los asuntos del
mar Mediterráneo, obligándolo a mantener una pequeña fuerza puramente
defensiva y a olvidar cualquier aventura. Pero tenemos informes que indican
que eso podría cambiar en los próximos años una vez aseguradas las riquezas
de las estepas y sometidos tártaros y uzbecos. En poco tiempo podrían estar
en situación de, o bien desquitarse de la casa de Austria o de tomar posesión
de sus protectorados en el Levante, esas riquezas se lo pondrían muy fácil
para doblegar voluntades y comprar tropas, sin arriesgar otros recursos y con
el agravante de que de esa manera controlaría de manera directa tanto las ru-
tas de Asia Central como las del estrecho de Suez. No hace falta que indique

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que tal eventualidad significaría que controlarían todas las rutas de la seda y
de las especias – el consejero tragó saliva para refrescar la garganta y prosi-
guió, el Duque se esforzó por determinar si era una pausa pactada o si sim-
plemente era lo que parecía. Tal vez se estaba obsesionando en demasía –.
Por otra parte el rey de Etiopía, la tierra del Preste Juan, ha estado avanzando
hacia el norte por el valle del Nilo buscando tierras más adecuadas para el
cultivo que sus boscosos y calurosos dominios. Agentes genoveses a nuestro
servicio han contactado con el Rey David Askia II y se ha firmado un pacto
de cooperación: en poco más de un año un ejército español deberá atacar Tie-
rra Santa y los estrechos de Suez mientras los etíopes y sus aliados coptos
harán lo propio con los territorios del soldán de Egipto desde el Sur. Eso
pondría en nuestros manos la península de Palestina, los estrechos y por tanto
el control de las rutas que conducen al Golfo Arábigo. Para los etíopes que-
darían las tierras de Egipto salvo la Isla de Cirene que se repartiría entre los
otros posibles aliados de la liga. De momento no se ha informado a nadie
salvo al Santo Padre y al Gran Maestre de la Orden de San Juan en Rodas
que han manifestado sus deseos de participar en el proyecto, pero estamos
intentando conseguir, al menos, la neutralidad de la República de San... – El
rey le ordenó callar con un gesto de su mano, algo inusual en el Consejo, pe-
ro estaba exultante y no lo ocultaba, probablemente ya había acordado esta
actuación con los consejeros, al menos con el aludido. Se puso en pié e invitó
al Duque a seguirle hasta uno de los mapas, mientras golpeaba su pierna rít-
micamente con una varita de fresno. Se le veía nervioso como a un jovenzue-
lo recién reclutado antes de una batalla.

– El control de Suez y el que el mar Rojo esté en manos de


nuestro amigo el Rey David Askia nos permitirá reabrir las rutas que mis an-
tepasados Don Enrique y Don Juan abrieron hacia la India por el sur del
Congo. La nueva ruta por Suez sería considerablemente más corta que la que
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seguimos actualmente por el Mar del Sur... ¡Podríamos incluso abrir factorías
en la misma India! – Se volvió buscando con la vista el mapa de la India aun-
que no llegó a consultarlo, al Duque no le costó imaginar que los sueños del
rey se alimentaban de la posibilidad de arrebatar el monopolio de las especias
a los sanmarquianos – Queríamos esta Cruzada fuese dirigida por los mejo-
res. Porque será una Cruzada, el Papa Francisco II nos lo ha prometido.
¡Liberaremos los Santos Lugares! Luego su custodia podría quedar para el
Romano, para la Orden de San Juan o para mí – exclamó golpeando con la
varita el mapa en el que se veía Palestina y el Egipto –. Ese viejo romano
podrá peregrinar allí, establecerse o hacer lo que quiera, mientras colabore en
la defensa de Tierra Santa frente a otomanos, persas o los turcos del Carnero
Blanco. Aunque a vuesa merced no puedo ocultarle que el objetivo principal
de esta operación es el estrecho de Suez. Las plazas que lo controlan y las
tierras del Sinaí. En las atarazanas de Gerona, Oviedo y San Juan de Rusadir
se están armando centenares de galeras, galeones y naos – Esta vez se volvió
hacia la mesa del consejo y caminando lentamente al tiempo que invitaba al
Duque a seguirle –. Galeras fuertes y rápidas y galeones grandes y artillados
como no se ha visto nunca. Eso nos va a costar el poder cumplir con algunos
contratos de suministro de piezas de artillería con nuestros aliados mayas,
purépechas y tlaxcaltecas, y vaciar las arcas del estado hasta niveles que no
se recordaban, pero... – se encogió de hombros, evidentemente si se lograban
reabrir las rutas, no les costaría desplazar a los sanmarquianos y hasta el Gran
Turco dependería de los mercaderes españoles para recibir especias –. Esa
poderosa armada estará a cargo de nuestro mejor almirante el Príncipe Marco
Antonio Castriota Scanderbeg. Para el ejército habíamos pensado en nuestro
buen amigo el Duque, pero nadie le podría pedir más después de destruir to-
talmente al ejército del soldán de Sonrai y... al propio soldán – De Moura se
revolvió en su silla, evidentemente habría preferido mantener al soldán cauti-
vo, y por ello debía de estar indisponiendo al rey en su contra –. Afortuna-

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damente hay otras opciones. ¡Además en su misma casa! Don Antonio estará
encantado de servirnos, todos recuerdan sus gestas contra el Emir de Trípoli
y en Italia contra suizos y florentinos...

El Duque se quedó helado, el rey le seguía pidiendo su san-


gre. ¡Su hijo! Después de perder a Bernardino no podía arriesgar al único hijo
que le quedaba en una cruzada de incierto resultado. Él amaba a su rey, le
había servido con lealtad y honor como su difunto tío Fernando, como su
padre Bernardino, como su hijo Bernardino en el sur de Marraquex, o Anto-
nio en Italia, pero no podía enviarle ahora, tras perder a Lisandre, a una cru-
zada. Con sólo un año para prepararlo todo, aunque tal vez éste fuese un plan
preparado tiempo antes. Sabía que el tercer Miguel era muy aficionado a pre-
parar planes más o menos razonables o más o menos imposibles, discutirlos
como si realmente fuesen a ser puestos en práctica y a archivarlos. Luego si
las circunstancias se tornaban favorables o simplemente lo requerían por pura
necesidad eran más fáciles de llevar a cabo. La limpieza de Cirene o el ata-
que sobre los escoceses habían sido operaciones de ese tipo.

– Alteza – Tendría que apurar el cáliz hasta las heces. Al fin


y al cabo si moría en una Cruzada su nombre perduraría y si liberaba los San-
tos Lugares sería de memoria eterna. Si no iba y perdía a su hijo sólo le que-
darían el dolor, el odio y el olvido. El imposible olvido. El inalcanzable olvi-
do.

– ¿Sí, buen Duque? – En ese momento osó levantar la vista.


El astuto monarca sabía el dilema que le desgarraba: alcanzar el anhelado
retiro y esperar la muerte entre los suyos, pero sin su hijo mayor o marchar
de nuevo a la guerra a una guerra casi imposible. Sabía que lo haría por su
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hijo. Sabía que aceptaría.

– Majestad, es una Cruzada. Con suerte la última. Conce-


dedme el honor de encabezarla en vuestro nombre. Marco Antonio es un vie-
jo amigo y camarada de armas, será nuestra última gran batalla juntos. Los
jóvenes ya se hartarán de guerras, si el turco vuelve sus ojos hacia nosotros...

El rey sonrió, sabía que había logrado lo que nadie esperaba.


Sabía que ninguno daba un maravedí porque el gran Duque de Alba dirigiese
el ejército cruzado, el enfado de Moura así lo mostraba. El consejero militar
pidió permiso para hablar y el rey se lo concedió, probablemente era una pre-
gunta pactada que el portugués sin duda aprovecharía para minarle ante el
resto de miembros del consejo.

– Con la venia Alteza, simplemente queríamos plantearle


una pregunta al buen duque, concerniente al frente Sur, recientemente pacifi-
cado de una forma tan... definitiva. Tengo aquí vuestro informe, pero me gus-
taría oír de vuestros labios que no habrá problemas en aquellas tierras. Des-
plazaremos un importante contingente al Mediterráneo Oriental y un ataque
en ese momento y en zona tan… sensible sería difícil de contrarrestar.

– En la última batalla perdieron a su soldán y a la crema de


su ejército. Aunque hasta ese momento no había sido cuestionada la posición
del belicoso heredero Yuder al-Qarnati, conseguimos alentar el partido de su
hermano menor Sadul. La guerra civil los mantendrá ocupados y derramando
sangre no cristiana. En cualquier caso en el mismo informe se detalla la pla-
nificación de nuevas fortificaciones, como la de Naharros de Uhombo y su

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puerto o la ciudadela de Santa Rita de Gualata.

El rey pareció conformarse con esa respuesta. Confiaba en


sus dos consejeros, o al menos confiaba en que su rivalidad les hiciese más
competentes y cuidadosos en su cometido. Sin duda había heredado la astucia
de su abuelo, el primer Miguel. Con la mano les indicó a los miembros del
consejo que se retirasen y dándole una palmada al viejo Duque añadió:

– Ya discutiremos los detalles más tarde, tenemos mucho


tiempo por delante. Por cierto, ¿conocéis las antiguas profecías del abad Joa-
quín del Fiore? Seguro que las habéis leído, yo mismo patrociné una nueva
edición que se publicó hace un par de primaveras, con unas maravillosas ilus-
traciones creadas por... – agitó sus manos como tratando de atrapar la res-
puesta en el aire –. ¡No importa! Antes del Segundo Diluvio se pensaba que
se referían al abuelo de mi abuelo, al rey Fernando, y querían anticipar el
advenimiento de un rey cristiano que liberase los Santos Lugares como pre-
ludio de la Segunda Venida. El caso es que muchos creyeron que ese rey iba
a ser Don Fernando y que lideraría la Cruzada reclamando el reino de Jerusa-
lén, el tiempo mostró que se referían a otro... – El duque no pudo ocultar un
gesto de sorpresa, no era propio del rey creer tales supercherías –. No, no me
he vuelto loco al creer semejantes delirios, pero tal vez un poco de ayuda ex-
tra nos vendría muy bien. Simplemente me preguntaba si sería prudente...

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3. EL ENVIADO
El-Qahira, 12 de Chábân de 1007 / 10 de Marzo de 1599

L a ciudad de el-Qahira se había adaptado bastante bien al cambio produ-


cido por la catástrofe que los cristianos llamaban el Segundo Diluvio y
que había cambiado tantas cosas en aquel lejano mes de Safar del año de la
Hégira de 897. El caos, la muerte y la destrucción iniciales habían sido gene-
rosamente recompensados por la apertura del estrecho de Suweis, facilitando
enormemente el comercio con la India y el Oriente. De hecho pocos recorda-
ban el frío, la muerte y las plagas que se desataron en aquellos días y veían la
apertura del estrecho como una señal de la bendición de al-Hafiz, el Protec-
tor. En realidad el que había salido fortalecido había sido el sultán, indigno
heredero de los Burdiitas que habían aprovechado tiempos adversos para me-
drar y que actualmente no era más que un corrupto e inepto hedonista, mues-
tra de la degeneración de ese linaje que por sus muchas culpas debía ser erra-
dicado por la espada de la justicia forjada en una interpretación más pura del
Islam.

Nadie podría discutir que la prosperidad del puerto era un


hecho innegable y la prueba era que la pequeña flota otomana había tenido
que sortear naves procedentes del Mar de Hind, del Mediterráneo, del Mar
Interior e incluso de los dominios del Mogol. Naves que venían a descargar
mercancías y riquezas que serían enviadas a otras tierras o directamente en-
gullidas por la gran urbe del país del Nilo. Hubo un tiempo en el que los
puertos de el-Iskandarîya en el Mediterráneo y Aidhab en el Mar Rojo des-
empeñaban ese papel, mientras el-Qahira era un centro de piedad y sabiduría

46
representadas respectivamente por la madrasa y la mezquita de El Azhar y
los testigos pétreos de tiempos remotos cercanos a la ciudad. Pero al subir las
aguas y quedar anegada la ciudad de Sikander la de las pirámides se convirtió
en el centro de Misir, su cabeza, su corazón y su estómago. Un pecaminoso
estómago que debiera alimentar un cuerpo sano y fuerte, no ser una abomi-
nación débil y acomodada con la única meta de alimentarse a sí mismo y su
decadencia.

El calor, la humedad y un millar de olores diferentes le habí-


an asaltado desde que había puesto el pie en el puerto y aun antes. ¡Qué dife-
rente a sus estepas nativas al norte, en la Tartaria! Donde el aire era fresco y
traía aromas más sutiles que evocaban espacios abiertos, virilidad y libertad.
Sin duda las del sur eran también tierras hermosas y, sobre todo, tierras de
contrastes. Por una parte el que es Sabio había sometido a estos pueblos a la
prueba del desierto que hacía a los hombres duros y resistentes como piedras,
pero por otra les había puesto al alcance tantas y tantas delicias que les lla-
maban a una vida confortable y dada a los placeres. Por una parte estaba ese
calor que parecía intentar derretir las rocas de las pirámides y de los palacios
que parecía llamar a los creyentes a fundir las fortalezas de los infieles, y por
otra el frescor que tenían sus patios interiores y que llamaban a abandonar el
mundo alejándose de todo. Por una parte la esterilidad de la tierra hacía la
vida dura, por otra el agua del gran río que traía la abundancia y pan para
todos. Por una parte el hedor de los pantanos de la costa, nido de cocodrilos y
otras bestias, por otra el aroma de las especias que afluían de todo el mundo
conocido provocando la evocación de otros lugares y otras gentes ajenas al
desierto. No le extrañaba que este hubiese sido el pueblo elegido para recibir
el don de la verdadera fe, que Mahoma hubiese surgido de entre ellos. Sólo
un pueblo sometido a tantos extremos, a tanta dureza y tanta tentación podía
dar un hombre con la talla del Profeta y recibir, comprender, asimilar y acep-
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tar la revelación de la palabra de al-Wâhid, aquel que es Uno.

Le apenaba que tan maravilloso legado se estuviese echando


a perder. El sultán Bursbaid Malik al-Thamadi y los egipcios eran ricos y
poderosos, pero habían perdido la combatividad, el espíritu de sacrificio y la
capacidad de lucha. Sus riquezas les permitían confiar en demasía en otros
para luchar. Su flota estaba casi en su totalidad formada por galeras de cris-
tianos sanmarquianos, la caballería por beduinos, la infantería por sudaneses,
sus mejores generales eran kurdos y sirios. ¿Hasta qué punto podía confiar el
sultán en ellos? ¿Hasta que punto confiaban unos grupos en otros? Conspira-
ciones, conjuras y luchas internas se sucedían en la corte y hasta ahora todo
ocurría sin que el sultán otomano tuviese noticias de ello. Hasta ahora no
había tenido a nadie de su confianza para informarle. Apenas recibía noticias
de algún mercader o de agentes que eran enviados de vez en cuando y que
remitían un par de informes vagos antes de acabar desapareciendo como tra-
gados por los pantanos de la costa, probablemente corrompidos y abandona-
dos a la vida cómoda y al lujo que les proporcionarían los sobornos del Señor
de Misir. Tal vez ese había sido el precio de asegurarse las rutas de los kha-
natos Uzbecos y de Chagathai que llegaban hasta el Reino Medio de Sin.
Demasiado tiempo mirando al norte y al este, desocupados del mar Medite-
rráneo. Eso debía ser corregido. Sin duda su informe ante el sultán otomano
reflejaría estos hechos. Esos y la situación general: defensas descuidadas,
milicias mercenarias extranjeras, exceso de confianza y nivel de alerta baja.
El Sultanato de Misir era una fruta madura para cualquier potencia decidida
que intentase hacerse con ella. Afortunadamente el rey hispano parecía estar
muy ocupado con el sultán de Songai, al que el Creador guardase muchos
años, y, sobre todo, en la Mar Océana. El resto de pequeñas potencias fe-
renghi del Mar Mediterráneo no parecían tener capacidad de expandirse y se
contentaban con las migajas que caían de uno y otro confín del mar. Flotillas
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corsarias de helvéticos y florentinos hostigaban a veces a las naves de los
creyentes y otras a las de los sanmarquianos, pero eran poca cosa y sin duda
serían barridas por la flota turca una vez pudiese desplazarse del Caspio al
Mediterráneo en todo su poder.

Según avanzaba del puerto hacia los barrios altos donde se


ubicaban el Palacio Real, la nueva Gran Mezquita y el resto de edificios ofi-
ciales, comenzó a notar que la gente se fijaba en él y señalaban con admira-
ción y sorpresa su aspecto. Lo cual en realidad no era de extrañar, un gigante
rubio de ojos claros como él, escoltado por un grupo que incluía otomanos de
aspecto marcial, rusos fornidos y tártaros de mirada feroz no podía pasar des-
apercibido. Niños, ancianos, vendedores de los más variados productos y
hasta un grupo de soldados que arrastraba sus escudos y lanzas con desgana
les seguían en medio de un barullo insoportable de ofertas, preguntas, conje-
turas, demandas y risas. Al principio sus escoltas se habían esforzado por
mantenerlos alejados, ante su insistencia se habían resignado al manoseo y
las peticiones, tal vez demasiado pronto, ahora ya habría sido imposible aca-
llarlos. De repente un individuo flacucho, sonriente y de ojos claros se plantó
ante ellos y les ofreció entrar en su tienda al tiempo que sus criados intenta-
ban alejar a la muchedumbre de la comitiva.

– Salaam aleikum, muy nobles y honrados señores, permitid


que mi hospitalidad os libere de la corte de haraganes que arrastráis. Entrad
en la humilde tienda de Yusuf al-Azraq mercader, banquero y hombre de le-
tras.

– Aleikum Salaam, tabernero.

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El gigante eslavo miró a su escolta que hizo un último e in-
útil amago de apartar a los curiosos y se decidió a entrar en la tienda. El enju-
to individuo le invitó a pasar a un patio interior, mientras no paraba de parlo-
tear, moviendo sus manos continuamente. Su voz pomposa y monótona no le
ayudaba a fijar la atención de su interlocutor, al menos él no era capaz de
seguir el hilo de su discurso vacío. Renunciando a seguir su vaga disertación,
su mente vagaba por otros lugares y en otras preocupaciones. ¿Tendrían
agentes los hispanos, los genoveses y los sanmarquianos en la corte? Ellos
seguro que sí los tendrían, para ellos la dependencia del sultán en su flota era
una bendición de sus dioses que les permitía comerciar con la India sin tribu-
tar en Misir. ¿Cual sería la situación real en la frontera sur, donde se rumo-
reaba que el rey de Habeşistan y los traidores dimmies coptos arrebataban
tierras a los Creyentes? Esperaba que las historias de ejércitos enteros engu-
llidos por las sabanas del sur fuesen, eso, historias, aunque en su interior se
temía lo peor y que no eran precisamente leones o chacales los que acababan
con los ejércitos del sultán.

Aceptó mecánicamente la taza de té que alguien le ofreció y


miró al mercader que ahora le ofrecía pastelillos loando la cocina local y en
especial a cierto cocinero, aunque no estaba seguro de si era el suyo o el del
sultán. Esto podría retrasar la audiencia, aunque la demora podría hacer en-
tender al sultán quien estaba en situación de pedir y quien en situación de
conceder. Seguramente los hombres del monarca egipcio le habrían visto en-
trar en la tienda y eso podría inducir a pensar en una cierta intencionalidad en
esa acción. ¡Que creyesen que el sultán otomano tenía agentes en el-Qahira!
Bien pensado podría sacar partido de la situación, siempre y cuando su hués-
ped no fuese él mismo un espía. Con ese pensamiento trató de centrar su

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atención de nuevo en su anfitrión.

–...no paran de importunar a cualquiera con aspecto de visi-


tante extranjero. Yo comprendo lo que es ser extranjero. No porque yo lo sea
que no lo soy, pero viajo mucho. Yo nací aquí en el-Qahira, aunque me veo
más como un hombre de mundo. Un ciudadano de la Umma... que digo ¡ciu-
dadano de la creación! Sí. Pero el padre de mi padre sí lo era... extranjero.
Era extranjero, no ciudadano del mundo. El pobre vino huyendo de Almani-
ya. Espero que el Condescendiente, al-'Afúh, le admita en el Paraíso a pesar
de su obstinada increencia,... no llegó a ser consciente de su error.

– Posadero, ¿eres cristiano acaso? – En realidad no le intere-


saba demasiado que lo fuese, pero le intrigaba que un pueblo tan débil como
el de los cristianos, que durante mucho tiempo se había acostumbrado a do-
blar su cerviz ante los seguidores del verdadero dios, pareciese sacar partido
de la subida de las aguas reclamando que era una prueba con la que sus dio-
ses querían someter la tierra. La verdad era que se estaban esparciendo por
todas partes, prosperando como una auténtica plaga, comportándose con
arrogancia y agresividad. Aunque tal vez su arrogancia estaba justificada
puesto que incluso habían logrado rechazar en dos ocasiones al hasta enton-
ces invicto ejército otomano ante las puertas de esa Manzana tan deseada por
los Sultanes que era la ciudad de Vuyana y ahora les expulsaban de las tierras
del Mahgreb y del Sudán. Aunque lo peor era que se permitían incluso el
conspirar en el mismísimo billad-al-Islam con otros enemigos de los creyen-
tes. Probablemente en Misir favorecían al Padisha Dawit de Habeşistan. En
su opinión, las leyes que los protegían a cambio del Jizyah y los sometían a la
dimmitud, no eran pago suficiente por ofender permanentemente al Creador
con su existencia.

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– No, mi muy magnánimo señor, y tampoco soy posadero.
Mis negocios abarcan desde el tráfico de especias y de telas, la construcción,
en incluso el comercio de libros. En el fondo me consideran más como un
erudito. Podéis llamarme al-Azraq, “el azul”. Todos me llaman así… es por
el color de mis ojos y por mi carácter pacífico y profundo como las aguas del
mar – hizo un movimiento con las manos imitando lo que según él debía ser
el movimiento de las olas –. El padre de mi padre era un cristiano neohusita y
tuvo que huir de Almaniya. Vino a estas tierras de creyentes con su familia,
escapando de los monjes Martinianos de la Inquisición de los austriacos. Mi
padre que llegó a esta bendita tierra siendo un niño siguió perteneciendo a
esa secta de los cristianos hasta poco antes de fallecer en que se convirtió a la
verdadera fe inspirado por el consejo de la tercera Sura. Era un hombre que-
rido y muchos se alegraron que se resignase al verdadero dios antes de morir.
Yo fui iluminado mucho antes por la palabra del Profeta y soy un creyente
desde hace mucho tiempo, desde mi juventud. De hecho el año pasado pere-
griné a la ciudad de Makkah...

Mekke. Así que el muy charlatán había cumplido ya con el


Hayy, el precepto de la peregrinación. Le resultaba intolerable que un indivi-
duo que probablemente se había convertido por ahorrarse un dinero en im-
puestos hubiese podido visitar la Ciudad del Profeta mientras él combatía por
la fe en el lejano norte sin poder cumplir con ese precepto. No le molestaba
por el hecho de ser converso, al fin y al cabo él también lo era, sino por la
falsedad que destilaba su ser. Si al menos cesase de hablar y hablar o de mo-
ver las manos continuamente. Trató de imaginar lo que habría sentido el pro-
feta al verle, ¿habría tratado de convencerlo o le habría decapitado directa-
mente? La situación comenzaba a disgustarle profundamente. Tal vez fuese

52
un agente del sultán que pretendía sonsacarle, ponerle nervioso y cansarle
antes de la recepción. ¿No habría sido cuidadosamente planeado este encuen-
tro? Aunque bien pensado podría ser que el calor y el especiado té que le
había servido le estuviesen mareando. En ese momento sintió que le faltaba
el aire y se preguntó si no lo habría envenado y si ese habría sido el destino
de los que antes que él habían venido a esta ciudad. No, era tan sólo su inter-
locutor, el tono constante, la conversación vacía y sus gestos pomposos le
abrumaban y le robaban el aire. Miró a la puerta con la esperanza de que los
escoltas se pudiesen abrir paso entre la multitud, pero uno de ellos le hizo
señales de que la horda de curiosos todavía se mantenía allí. El mercader in-
tuyó fácilmente lo que le preocupaba y dijo:

– Tardarán poco en irse. Les encantan los forasteros, las no-


vedades, lo extraño. Pero hoy vienen galeras del Mar Rojo. Galeras de los
cristianos de la isla de Candía, los antiguos venecianos que ahora se usan el
nombre de uno de sus santones. ¡Mal día aquel en que nuestro soberano acep-
tó sus servicios manchándonos a todos con sus vicios nefandos y su impie-
dad! Si vuestros escoltas entrasen en la tienda y cerrásemos, al cabo de un
rato perderán interés y se marcharían. Los cairotas son como niños o como
habría dicho el Jeque Ahmad al-Qurtubi “conténtanse con la imagen del to-
nel ajeno de dorados dátiles, incapaces de subir a una palmera para reco-
gerlos y degustarlos” – Antes de que pudiese contestar, el mercader indicó a
sus criados con un gesto que hiciesen entrar a los guerreros de la escolta de
su invitado y que echasen el cierre de la tienda –. Gran Señor, ¿tenéis ya alo-
jamiento? Os podría arrendar una propiedad mía que se encuentra justo junto
al palacio del sultán. No es como este negocio mío, es algo más refinada y...
adecuada para un hombre de vuestra categoría. Antes la disfrutaba el Emir de
el-Faiyum, pero tras su triste fallecimiento ha estado desocupada. ¡Gran
hombre el Emir! Era muy amado por el pueblo. Mucho, mucho, muchísi-
53
mo… A causa de sus donativos, sus incesantes llamadas a la conversión de
los no creyentes y su poesía, ¡Qué gran poeta era! Su piedad también era re-
conocida – el mercader mostraba además una curiosa habilidad de tomar pe-
queños sorbos entre frases sin apenas interrumpir su charla –. Su magnifica
piedad fue la que le costó la vida, falleció a manos de rebeldes coptos en el
alto Nilo. ¡Malditos dimmíes que el Profeta confunda! Yo mismo me habría
ofrecido a marchar voluntario para castigar su impiedad, pero nuestro sultán
no pudo... no quiso... no pudo reunir las tropas necesarias para castigar a los
homicidas. Se limitó a decir que les necesitaba para defenderse de los sure-
ños y a imponerles una sanción. Teme en demasía al Padisha cristiano de los
kafir y teme que los coptos colaboren con él. ¡Cómo si no lo hiciesen ya!
Hace falta recuperar la memoria de como eran las cosas antes. Debemos re-
cordar cual es el lugar de unos y cual el de otros, ahora y en el momento de
encontrarse ante el profeta en las puertas del paraíso. Ellos, los dimmíes no
pueden ser otra cosa que siervos apenas mejores que animales o alimañas.
Como el famoso cronista dijo...

Obviamente necesitaba una residencia y la oferta podría ser


interesante. Aunque en primer lugar habría que ver que entendía el mercader
por refinado y adecuado para un gran señor, y en segundo no debía olvidar
que cabía la posibilidad de que el tal al-Azraq fuese un agente del sultán. Una
de sus primeras prioridades debería ser crear una red de agentes locales para
recabar información. Sin ella estarían ciegos.

– Mi criado Otmán visitará la propiedad y si considera que


es digna de mí, me alojaré allí. Mis gustos son sencillos, aunque agradecería
que fuese fresca. Este calor es insoportable. – Sin dejarle retomar la inte-
rrumpida palabra se levantó para dirigirse a la puerta. Sus escoltas salieron de

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un rincón junto a la puerta.

– ¡Encantado, noble señor! Pero, ¡sentaos por favor! ¿Qué


prisa hay? Podéis reponer fuerzas mientras tanto en este mi negocio, ya que
no creo que en el palacio del sultán os esperen tan pronto – No pudo evitar
que sus cejas se arqueasen y su mirada le traicionase mostrando sorpresa.
Definitivamente debía ser un agente al servicio del sultán. El aire seguía sin
llegar a sus pulmones, mientras se preguntaba cómo podía haber sido tan in-
genuo. Por otra parte tampoco debía ser tan extraña la presencia de delega-
ciones procedentes de todo el levante y sería una deducción lógica el suponer
que tal vez el sultán ya les estuviese esperando –. Vinisteis en la nave otoma-
na, ¿no es cierto?

– Ambas cosas son ciertas: me esperan en Palacio y vine en


la nave otomana. ¿Tenéis buenos ojos o buenos oídos? – Empezaba a diver-
tirle y a intrigarle, se sentó mientras retomaba la taza de té, aunque no tenía
interés en seguir tentando su suerte bebiendo de ella. En su interior se pre-
guntaba si podría serle útil o si buscaba utilizarle a él, si sería tan necio como
parecía o si sería astucia.

– Con dinero hasta un humilde mercader puede tener ambos


y enterarse de quien llega, quien se va, quien dice lo uno o quien viene hacer
lo otro.

– Como se nos dijo, en este mundo y el otro sólo Alá lo sabe


todo y nosotros no sabemos nada. Si bien algo me dice que en realidad, al
menos de mí, ya sabéis mucho más que nada, ¿no es cierto? – Evidentemente

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toda su inacabable cháchara y su expresión bovina no eran más que una fa-
chada y que o era un agente del sultán o del que mejor pagase. Aunque claro
podría ser tan sólo un redomado chismoso.

– Cierto es, noble señor. Como cierto es que Yusuf al-Azraq


es indigno de que el gran Arslan Kiriloğlu, Beylerbey del sancac de Chaga-
thai, vencedor de tártaros y uzbecos y nuevo embajador ante la corte del sul-
tán pise mi humilde tienda. Pongo a vuestro servicio lo que tengo, mis sier-
vos, mis bienes, mi erudición y mi humilde persona.

– ¡Cuidado! Podría aceptar vuestra oferta y pediros algo que


no estuvieseis en condición de ofrecer, al menos tan gustoso como vuestras
palabras. Por ejemplo, esas riquezas que por lo que veo que tanto parecéis
valorar – Por lo menos no era un chismoso, sólo le faltaba averiguar si traba-
jaba para el sultán o si era un agente libre.

– Bien lo sé. Pero no se nos enseñó que el que entregue es-


pontáneamente su dinero para la guerra santa de Aquel que es la Luz, an-Nûr,
le será multiplicado muchas veces. Más aun, me parece que a vuestro lado yo
y el resto de habitantes de Misr podríamos beneficiarnos al tratar más estre-
chamente con alguien tan cercano al Gran Turco y de esa manera, tal vez y si
el Majestuoso quiere, aniquilar a los enemigos de los verdaderos creyentes,
tal y como ocurrió con los impíos habitantes de Irem, la ciudad de las gran-
des columnas.

El embajador sonrió. La sensación de ahogo comenzó a re-


mitir. El ambiente no le resultaba tan opresor como antes, hasta parecía haber

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más luz y se atrevió a beber un sorbito de té de nuevo. Tal vez el charlatán
pudiese serle útil después de todo. Si era sincero, le proporcionaría valiosa
información. Si no lo era y trabajaba para el sultán podría usarlo como fuente
de desinformación y difusión de falsos rumores. Probablemente el problema
sería controlar esa enorme e incansable boca.

– Pero, ¿acaso el Profeta no nos recuerda en la Sura cuarenta


y uno que debemos proceder devolviendo bien por mal a nuestros enemigos?
Como comerciante y hombre de letras deberíais saber que siempre es más
deseable resolver los problemas con la espada de la verdad que con una cimi-
tarra de acero anatolio.

– También se nos dice en la segunda sura que matemos a los


infieles allá donde los encontremos y los expulsemos de donde nos hayan
expulsado... tengo amigos sirios que sufren las depredaciones de los sanmar-
quianos de Candía, la familia de mi segunda esposa procede del Magreb,
adonde llegó expulsada de al-Andalus. ¿Cómo olvidar tanta afrenta? ¿Cómo
tanto dolor? – Después de todo podría ser que fuese sincero. Un corazón lle-
no de venganza y resentimiento no satisfecha que aparenta culpar al sultán de
ello podría ser más útil que el de un avariento o un curioso.

– En la misma sura se nos dice que no debemos llevar la


guerra a ellos a menos que nos la hayan traído antes, dado el pasado es por
tanto lícito y deseable llevar el fuego de la yihad a todo el bilad-al-kufr, al
menos a aquellas partes que han sido y serán tierra de creyentes. Pero claro,
eso nos implica a todos nosotros. A los creyentes. Nadie está exento del santo
deber de empuñar la espada y combatir a los infieles hasta que se conviertan.
La donación de dinero que acabáis de mencionar no sería válida más que en
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caso de que estuvieseis impedido de alguna manera, tal y como nos enseñan
los maestros de las Orden Mevlevi. Yo me pregunto si vos, un comerciante
acomodado, estaríais dispuesto a marchar a la guerra. ¿Lo estaríais a empu-
ñar la espada? ¿A derramar vuestra sangre?

El comerciante había querido llevarle al terreno de las sagra-


das escrituras y había quedado atrapado entre la intención de agradar y una
interpretación más estricta de las verdades escritas. Desconcertado y atrapado
por su cobardía y temor al sufrimiento parecía rebuscar entre las citas que
recordaba del Qurán alguna que le justificase.

– No os preocupéis Yusuf, podéis servir en la guerra con


vuestra persona o con vuestros bienes. De vuestra persona valdrán vuestras
habilidades para recabar información, en cuanto a vuestros bienes... tomadlo
como un negocio algo más arriesgado de lo habitual.

– La vida no es más que un juego monótono en el que tienes


la certeza de obtener dos premios: el dolor y la muerte – su amplia sonrisa
iluminó su rostro, mientras se inclinaba ante él para mostrar su sumisión.

– ¡Cuidado con las fuentes de las que bebéis! La influencia


de Khayyam no es la más adecuada para un verdadero creyente, por muy
erudito que sea.

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4. LOS PUERTOS
San Juan de Rusadir, 25 de Junio de 1599

E l galeón “Calvario” maniobró con soltura en la amplia rada del puerto


de San Juan esquivando con gran agilidad a las numerosas naves que
allí se apretujaban. Al menos con toda la que un leviatán de casi tres mil sal-
mas podía permitirse, aunque no con toda la que su ansiosa tripulación an-
helaba moverse. Desde la pequeña fusta que les guiaba hacia el sector del
puerto reservado para la descarga de mercancías les habían llamado la aten-
ción en media docena de ocasiones para que refrenasen su ímpetu y manio-
brasen con mayor prudencia, tratando de hacerles entender que ya tendrían
ocasión de desfogarse en alguna de las casas de lenocinio del puerto. El capi-
tán sabía que eso era poco menos que inútil. Una travesía oceánica siempre
es dura para los hombres, especialmente las últimas jornadas cuando se sabe
cercana la tierra y con ella todo aquello de lo que se carece en el mar. Sobre
todo lo que más anhelaban era compañía femenina y bebida, toda la que se
pudiesen permitir.

Tres días antes se habían separado del resto de la flota de


Indias que se dirigió al puerto de la Villa Real, ya que su carga tenía tanta
prioridad como para pasar por encima de los trámites de la propia Casa de
Contratación continuando su periplo directamente a los puertos africanos. Al
menos la certificación real que portaban y que el capitán Ramiro sacudió
frente a las narices del funcionario de la Casa así lo indicaba. Su cargamento
de cobre y estaño sería usado muy pronto para fundir cañones en las ataraza-
nas de San Juan, aunque de momento ya había servido para ahorrarles un

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engorroso trámite. No era una carga que habitualmente hiciese el trayecto
oceánico pero había gran necesidad de metales para fundir cañones, sobre
todo buenas piezas de bronce, y no se quería llamar la atención comprándolo
en otras naciones cristianas cercanas en las que pudiese haber oídos y ojos no
deseados.

Les habían seguido otros tres galeones con la misma carga,


pero, más dañados por las tormentas que les habían acompañado desde las
Azores o con tripulaciones menos ansiosas por llegar, se habían rezagado y
aun tardarían algunas horas más en arribar. Los marineros del “Calvario”
esperaban que esas horas de ventaja les permitiesen disfrutar de las mejores
mujeres en exclusiva. Con una cierta exclusiva al menos. La alegría de sus
gritos, sus carcajadas y sus chanzas mostraban muy a las claras cuan deseo-
sos estaban de bajar a tierra y disfrutar, por fin, de todo lo que había llenado
sus sueños.

El resto de naves que se habían quedado en el puerto de San-


ta Fe, como el Rey insistía en llamar a Castilleja, a la nueva Sevilla, estarían
siendo ahora recorridos por legiones de burócratas salidos seguramente de los
infiernos dando fe de lo que había o dejaba de haber en las bodegas y de lo
que constaba o dejaba de constar en los albaranes. Siempre había problemas,
era inevitable. Los más avispados, sabedores de que no iban a pasar sus con-
troles, habían aprovechado este hecho de no pasar bajo el escrutinio de los
Reales Funcionarios para traer numerosas mercaderías de contrabando. Esa
era una práctica arriesgada, aunque habitual y en este viaje tal vez se habían
excedido un poco ya que la nave gemía bajo el peso de una carga mucho ma-
yor que la declarada. A cualquiera le gustaba tener una paga extra con la que
conseguir colmar sus deseos más inmediatos, o simplemente proveer para la

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vejez, aunque muchas veces esa plata ganada con tanto riesgo tendiese a des-
aparecer como por arte de ensalmo en el primer lupanar o en la primera ta-
berna visitados. Al capitán Ramiro Moreno no le hacía mucha gracia ya que
le podría caer una gravísima sanción, pero pocos capitanes habrían censurado
ese comportamiento, de hecho eran los que más contrabando introducían, en
su caso un quintal de plata del que le quedaría una buena comisión.

Además en este viaje, la tripulación se había ganado sobra-


damente la magra paga, el extra y un merecido descanso en el puerto de San
Juan de Rusadir y es que la travesía no había pintado bien desde el principio.
Se habían demorado demasiado en Santa Bárbara de Quiriguá por culpa de
parte de la carga, de la carga declarada. Al parecer la flotilla que traía el esta-
ño y la plata de los puertos del Inca en la mar del Sur había sido forzada por
una tormenta a refugiarse en puerto. Tripulantes y oficiales estaban muy ner-
viosos puesto que la temporada de huracanes se aproximaba y se exponían a
que uno de los más tempraneros les alcanzase poniendo a la flota en grave
peligro o dispersándola, lo que en aguas tan peligrosas como las del mar de
los Caribes era casi peor debido a los piratas y esclavistas que infestaban sus
aguas. Mientras acaban de cargar algo de tabaco, cacao, cobre y los extras
que los tripulantes querían traer de contrabando, había arribado una pequeña
flotilla formada por una galera, tres galeotas y media docena de fustas de la
Armada de Barlovento y que incluía tanto naves hispanas como algunas de
los aliados mayas. Al parecer iban persiguiendo a una flotilla corsaria neoin-
glesa dirigida por un tal capitán Higgins, que, con base en los puertos del
emperador azteca, se dedicaba a hostigar a las naves mayas y tlaxcaltecas que
comerciaban con los puestos comerciales españoles.

El almirante de la escuadrilla, un tal Isidoro Bermúdez de

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Hispaniola, pensó que el rumor de la existencia de la flota de galeones habría
llegado a los corsarios y que no se resistirían a hacer un intento sobre ellos y
su valiosa carga de metales, creyendo que podrían aislar y abordar a alguno.
El almirante propuso escoltar la flota al menos hasta que llegasen a Hispanio-
la donde se unirían a las naves que venían de Nueva Galicia y quedarían cus-
todiados por los Galeones de la Carrera de Indias. Los marineros sentían que
más que protección se les estaba brindando la posibilidad de actuar como un
cebo gordo y jugoso. Aunque bien pensado el rumor de la gran carga que
transportarían a las Españas seguramente habría recorrido ya las aguas cerca-
nas y no tan cercanas. Al menos de esta manera los corsarios tendrían que
entretenerse con las galeras del Almirante Bermúdez. No obstante la in-
quietud les hizo apresurarse en la carga y la flota se hizo a la mar cargada
hasta los topes y con centenares de ojos inquietos escrutando el horizonte.

Historias de la crueldad y astucia de los corsarios neoingle-


ses eran bien conocidas por todos los marineros y colonos de las Indias Occi-
dentales. Esa raza maldita de ladrones, asesinos y herejes se había aferrado a
las tierras del norte del nuevo continente después de que el Creador ya les
hubiese castigado con la destrucción de sus Islas al otro lado de la Mar Océa-
na. El caos inicial tras el diluvio había permitido que se asentasen en tierras
que por derecho eran del monarca hispano, su desesperación y la falta de me-
dios había permitido su propagación y alimentado su insolencia, finalmente
su arrogancia y ausencia de temor de Dios habían hecho casi imposible su
erradicación. Habría que hacer algo puesto que con el tiempo su presencia
empezaba a ser una molestia permanente ya que eran usados por el cruel em-
perador de los aztecas para hostigar a sus rivales en la zona y por el mismí-
simo demonio nadie sabía con que finalidad.

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Los primeros en sufrir sus depredaciones fueron los tlaxcal-
tecas cuando el emperador de los aztecas les llamó solicitando su ayuda, lue-
go fueron las ciudades mayas y finalmente los navíos y los colonos hispáni-
cos. Incluso las plazas mejor fortificadas se habían tenido que emplear a fon-
do en alguna ocasión contra los codiciosos bandidos del mar neoingleses y
sus aventajados aprendices aztecas y algunas habían sucumbido. Lo más irri-
tante era que gran parte de la población mexica que había rechazado hasta el
momento a los misioneros católicos mayas y españoles se estaban convir-
tiendo a la herejía viclifiana de los neoingleses. Se decía que en realidad era
una variante de la misma que combinaba los ritos satánicos de los aztecas
con las enseñanzas blasfemas de los neoingleses. Muchos sentían que tal vez
era el momento de lanzar una cruzada contra ellos que acabase con su impie-
dad, su poder y su orgullo. El mismo Obispo de Santa Rosa de Zacpetén
había remitido una carta al rey español para que enviase una gran flota con la
que acabar con el emperador azteca. Evidentemente quería ignorar los prepa-
rativos que indicaban que habría guerra pero que no sería en las Indias, pues-
to que no desconocía que algunos capitanes españoles habían recorrido las
ciudades de la liga maya reclutando soldados que eran concentrados en la
costa aguardando ser embarcados hacia el Viejo Mundo y a los que se aren-
gaba con llamadas a combatir a los infieles ismaelitas del sur de los dominios
del rey hispano.

Tras dos días de navegación sin novedad los peores temores


de la flota de galeones y las mayores esperanzas de la flotilla de galeras se
confirmaron cuando dos docenas de velas fueron avistadas a barlovento
aproximándose a gran velocidad. El Almirante Bermúdez había previsto que
los corsarios les interceptarían viniendo desde las Islas Cubanas y quería sor-
prenderlos ocultando su flotilla de galeras tras las moles de los galeones. Su
intuición fue realmente acertada y la flotilla pirata no vio que se precipitaban
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a una trampa hasta que ya era demasiado tarde. La flota atacante estaba for-
mada por un grupo heterogéneo de naves de diversos tipos, galeotas, bergan-
tines, pataches y varias galizabras, pero todas ellas tenían en común la rapi-
dez y el estar bien artilladas. Su idea era tratar de cortar la flota en dos para
separar a los últimos galeones a los que tratarían de tomar al abordaje. Era un
intento muy arriesgado ya que cualquiera de los grandes navíos tenía un con-
siderable potencial artillero como para poner en serios apuros a cualquiera de
las naves atacantes y una dotación numerosa. No en vano eran presas codi-
ciadas pero muy respetadas por el peligro que entrañaba el acometerlas. Los
neoingleses únicamente tendrían posibilidades si usaban su rapidez para elu-
dir el fuego de las naves españolas y se aproximaban por la popa. En ese caso
podían usar su maniobrabilidad para mantener en esa posición mientras ba-
tían en enfilada la popa de su presa. Al estar ésta peor protegida que los flan-
cos, con sólo dos pequeñas piezas, los guardatimones, allí ubicadas y con el
timón y el mando a su alcance podían causar graves daños que les permitirían
inmovilizarlos, abordarlos e incluso arrastrarlos a golpe de remo a la costa
antes de que el resto de la flota pudiese reaccionar. Normalmente intentaban
no dañar demasiado a su presa con el fin de facilitar la fuga y evitar el tener
que remolcarla, por lo que podían limitarse a inutilizar los guardatimones y
ganar el ángulo muerto en depresión bajo la hilera baja de cañones, que por
tratarse de galeones mercantes solía encontrarse bastante elevada e intentar el
abordaje usando rampagones, escalas y otros ingenios. En cierto modo era
como asaltar un castillo en movimiento antes de que otros castillos que tam-
bién se movían se acercasen a ayudarle. A menos que la fuerza atacante tu-
viese mucha confianza en su superioridad no era habitual intentar algo así.
Desgraciadamente para Moreno y los otros capitanes éste parecía ser el caso,
tal y como lo indicaba la nutrida infantería que asomaba por los parapetos de
las bordas de algunos de los bajeles corsarios.

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Los corsarios se habían dividido en tres escuadrones, uno de
ellos trataría de efectuar el corte, dañando con su artillería al penúltimo ga-
león, posteriormente tratarían de destruir o, al menos, entretener a la posible
escolta. El segundo, más pequeño y formado por naves muy rápidas, se en-
cargaría de hostigar al resto de la formación dificultando que acudiesen en
socorro de las naves aisladas. Finalmente, el tercer grupo formado por las
naves más grandes trataría de aproximarse a popa de las presas, inutilizar los
guardatimones y abordarlas. Eran estas las naves que mostraban una mayor
cantidad de tropa embarcada ya que la función de las otras no era más que de
hostigamiento y distracción. Bien se podía afirmar que eran naves adecuadas
para esa misión: la mayoría de ellas era bergantines de aparejo latino, doce
remos y perfil bajo, muy maniobrables y equipadas con un par de buenas pie-
zas en la corulla y algunos sacabuches en las bordas de los talares y el casti-
llo de popa. Para el abordaje usaban naves más grandes aunque no menos
rápidas como galeotas de veinte remos, bien artilladas pero que carecían de
espolón ya que el objetivo no era hundir, sino capturar las naves enemigas.
Para ello contaban con escalas y marineros duchos en el uso de rampagones y
otros ingenios de abordaje que se apretujaban en la tamboreta, bajo las bocas
de sus piezas de artillería, listos para asaltar cualquier embarcación que se les
cruzase en su camino.

El almirante Bermúdez maniobró hábilmente oculto tras las


siluetas de los enormes navíos oceánicos guiado por las señales que algunos
de sus hombres apostados en las cofas de los galeones le hacían. De esa ma-
nera sus naves no fueron vistas hasta que cayeron sobre la vanguardia corsa-
ria del primer grupo, en cuanto asomó entre el segundo y tercer galeones de
la retaguardia. Con la artillería de proa de su galera logró alcanzar la galeota
que iba en cabeza a la que se aproximaron rápidamente efectuando un intenso
fuego de mosquetería y de las piezas menores como sacabuches que tenían en
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las bordas obligándola a virar con daños en el talar de estribor. A continua-
ción ordenó virar rápidamente por delante del Galeón “Nuestra Señora del
Carmen”, lanzándose hacia la capitana de los corsarios que iba en el grupo
que intentaría el abordaje. Si eso había salido según sus previsiones, no se
podía decir lo mismo de las de los pilotos de los últimos dos galeones, ya que
habían quedado cortados de la formación junto con parte de la escolta debido
a las maniobras de unos y otros. Ambas naves se habían visto obligadas a
alejarse hacia el Este rodeadas por un enjambre galeras, galeotas, fustas y
bergantines que se atacaban, hostigaban a los propios galeones o trataban de
protegerlos. A pesar de todo ese caos, los grandes navíos mantenían alejadas
a las pequeñas naves piratas gracias a su potencia de fuego y a los arcabuces
de las tropas embarcadas que habían reforzado sus dotaciones. No era una
situación que pudiese durar ya que eran acometidos con vivo fuego impi-
diéndoles maniobrar para rehacer la formación.

Debido a esas continuas maniobras uno de los bergantines


atacantes se encontró a punto de ser embestido por una galeota española, su
capitán realizó una brusca maniobra para evitar embestida pero que le hizo
ponerse al alcance de los cañones del “Nuestra Señora del Carmen” que, con
una única salva devastadora, lo desarboló en una nube de astillas, humo y
trozos de velamen, dejándolo muy malparado y escorado. Los artilleros del
galeón celebraron su éxito con vítores a Santiago y a la Virgen del Carmen,
mientras su piloto maniobraba para escapar por el hueco dejado intentando
unirse al resto de la flota.

En el “Calvario” que era la otra nave que cerraba la forma-


ción, la situación era más complicada. Habían lanzado una descarga que
había dañado ligeramente el velamen de una fusta que se había acercado a

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tiro de mosquete, pero se aproximaban con rapidez dos galeotas en ángulos
tales que sólo se podría repeler a una de ellas quedando expuestos a que la
otra abordase. Eso suponiendo que lograsen cargar las piezas, apuntar y dis-
parar a tiempo. Los hombres preparaban sus armas para afrontar el inevitable
abordaje, mientras el capellán los bendecía perdonando sus muchos pecados
y rogaba al Todopoderoso que mostrase su poder destruyendo a los impíos
neoingleses y los satánicos aztecas. En el puente, el capitán Ramiro trataba
de maniobrar para evitar a los atacantes sin perder la posibilidad de barrerlos
con sus cañones, pero era una tarea imposible ya que con el débil viento con
el que contaba y en esas aguas tranquilas las galeotas se movían con mayor
rapidez de la que a ellos convenía. De hecho sus remeros, voluntarios o for-
zados estaban haciendo un esfuerzo realmente meritorio ya que cada nave
parecía estar en varios sitios a la vez. Los artilleros acabaron la recarga de las
piezas a toda prisa, apuntaron como pudieron, pero tan sólo uno de los falco-
netes alcanzó a la primera galeota. Al menos la forzó a abrirse alejándose de
ellos con lo que no podría abordar en esa pasada. Sin embargo, el capitán de
la segunda que debía ser un veterano cazador de esas aguas aprovechó un
ángulo muerto de las grandes piezas del galeón para aproximarse por popa y
abordarlo por estribor, muy cerca del castillo.

Los corsarios sufrieron numerosas bajas por fuego de fusile-


ría desde la borda debido a la gran diferencia de altura entre ambas naves,
pero treparon con gran rapidez y decisión al tiempo que aseguraban su nave
en el flanco del galeón a salvo de la descarga de sus sacres y medias culebri-
nas. Uno de los marineros disparó contra ellos el sacabuche del castillo de
popa, pero no pudo impedir que irrumpiesen en la cubierta empujando a los
soldados embarcados y a los tripulantes hacia el combés y hacia el castillo de
popa. Una vez allí parecía que nada podría pararles y que se impondrían a la
marinería por su mayor destreza con las armas y la fiereza propia de los
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hombres que obtienen su pan arrebatándoselo a otros. Un grupo numeroso de
guerreros aztecas se estaba abriendo paso hacia la rueda del timón y los po-
cos marineros que intentaban oponérseles pagaban muy caro tal osadía. La
situación se tornaba enormemente crítica por momentos ya que la fiereza de
los atacantes estaba permitiendo que decenas de neoingleses y aztecas abor-
dasen en sucesivas oleadas al incorporarse a la refriega la segunda de las ga-
leotas,

El capitán Ramiro Moreno meditaba que hacer, parapetado


junto a la rueda del timón, cuando afortunadamente las naves corsarias fue-
ron a su vez abordadas por un par de fustas confederadas. Algunos infantes
mayas con sus enormes sables lograron cruzar a toda prisa ambas naves ma-
tando y destripando con furia similar a la de los aztecas, logrando incluso
trepar al galeón por los mismos cordajes que habían usado los piratas y, caye-
ron sobre ellos, causando una gran carnicería. Al mismo tiempo arcabuceros
españoles batían desde las fustas a los corsarios que permanecían en las na-
ves atacantes. Fue una lucha intensa y sin cuartel en la que nadie pedía ni
esperaba piedad. Los hombres del galeón, las naves corsarias y las tropas de
las fustas tiñeron con su sangre la cubierta de las cinco naves. Hasta que fi-
nalmente los corsarios tras sufrir numerosas bajas, copados y sin posibilidad
de escape se rindieron. Sabían que su futuro no sería nada halagüeño ya que
servirían como chusma en las galeras reales de Indias como galeotes espe-
rando la muerte o la liberación en la siguiente batalla. Normalmente la muer-
te llegaba mucho antes.

Mientras aun se combatía con furia en el “Calvario” la nave


Capitana del Almirante había logrado alcanzar a la capitana de los piratas tras
larga persecución, una certera salva de artillería de la nave de Bermúdez cau-

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só graves daños antes de abordarla y forzarla a arriar la bandera poniendo fin
a la batalla. El resto de naves atacantes se alejó hacia el noroeste buscando la
seguridad de la costa azteca. Otro día lo intentarían y tal vez entonces tuvie-
sen más suerte, pero en esta ocasión Higgins lo pagaría con su vida.

Había sido una acción muy rápida pero que le había costado
al “Calvario” quince tripulantes y daños que tuvieron que ser reparados a
toda prisa en la mayor de las islas Cubanas en lo que supondría un nuevo re-
traso. No había otra posibilidad ya que la descarga del “Calvario” y la distri-
bución de su carga entre el resto de atestadas naves habría requerido más
tiempo, amén de ser tarea imposible por no haber espacio libre para tanto. La
tripulación fue más fácil de reponer ya que en el puerto de San Miguel de
Torojuy, como en tantos otros puertos, no era difícil encontrar tripulantes
desocupados. En este caso encontraron un grupo de indios, mestizos y caste-
llanos de mala catadura y peor aspecto pero que resultaron ser unos extraor-
dinarios marinos. Además ya se conocía su valía en el mar ya que en su ma-
yoría procedían de la fusta maya “Nuestra Señora de Suhuy Kaak”, la única
nave perdida en la batalla.

La temporada de huracanes comenzó finalmente y por poco


pudieron salir a tiempo de evitar el primero. Aun así sus coletazos les alcan-
zaron y dispersaron la flota, y aunque no se perdió ninguna nave la formación
no pudo rehacerse y quedaron dispersados en cuatro o cinco flotillas. El
“Calvario” quedó agrupado con otros dos galeones, una nao y tres o cuatro
embarcaciones menores. Si hubiesen aparecido de nuevo los corsarios se
habrían encontrado en serios problemas. Con los ojos en el horizonte, buen
tiempo y vientos favorables arribaron sin más novedades a las Azores, donde
se reagrupó la flota mientras reponían suministros y aguaban. Inesperada-

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mente fue allí donde, una vez reunida la flota, las cosas se torcieron de nuevo
al ser sorprendidos por una tormenta que hundió uno de los galeones, el “Co-
vadonga”, y a un par de las naves menores. El mal tiempo les acompañaría
hasta las costas de la península entre trabajos y maldiciones. No obstante, las
reparaciones de emergencia del “Calvario” habían sido plenamente satisfac-
torias ya que la nave soportó sin demasiadas dificultades la gran carga, los
vientos y el oleaje.

Pero todo eso ya había quedado atrás. Los corsarios, los


compañeros muertos, la batalla, las penalidades del viaje y la tormenta que
les sorprendió cerca del estrecho. Todo olvidado ante la perspectiva de dis-
frutar de una mujer, un píchel de cerveza y una buena comida.

De repente algunos marineros que se encontraba a babor


comenzaron a dar alaridos de desesperación y a maldecir como si el mismo
Satanás marchase contra ellos al frente de una flotilla de galeras turcas. El
capitán no les había oído tan desesperados ni tan siquiera durante el ataque
corsario, ni durante el azote del huracán, o la tormenta de las Azores. No pa-
recía probable que algún grupo de bajeles corsarios se hubiese infiltrado en el
puerto, puesto que no se oían ni cañonazos, ni disparos, ni se veía humo.
Tampoco podían estar aproximándose a un bajío, temiendo una inminente
colisión con otra nave en la atestada bahía se precipitó hacia la borda. Una
sonora blasfemia escapó de sus labios al ver la enseña de la Casa de Contra-
tación en un bergantín, en él, entre los remeros, se distinguía claramente me-
dia docena de escribanos de la Casa escoltados por algunos alabarderos. Se
encontraban en serios problemas.

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5. CAMPAMENTOS
Santiago de Fez, 26 de Junio de 1599

S i alguien que desconociese los preparativos en marcha hubiese visto la


ciudad de Santiago de Fez y sus alrededores, se habría sorprendido al
saber que el enorme campamento alrededor de la ciudad no pertenecía a un
ejército hostil que la estuviese asediando. El número de tropas reunidas había
obligado a que se habilitasen varios campamentos para alojar infantería, ca-
ballería y pertrechos. En realidad la ubicación de los mismos variaba en un
continuo ejercicio que pretendía que los Tercios tanto de caballería como de
infantería tuviesen la capacidad de montar un campamento medianamente
fortificado en cuestión de pocas horas y en ocasiones tras durísimas marchas.
Era una de las antiguas técnicas romanas cuya recuperación era vista como
algo útil por parte de Don Fardrique y del resto de mandos de la Cruzada. Sin
lugar a dudas el lograr la capacidad de desplazarse por territorio hostil aca-
bando la jornada en una posición fuerte y parcialmente fortificada sería una
sorpresa desagradable para las tropas del soldán egipciaco.

Los ejercicios incluían también técnicas de asedio como ca-


vado de trincheras y minas en el seco suelo del desierto o el ataque a posicio-
nes fuertemente fortificadas. Se construían castillos y murallas en eriales cer-
canos que luego eran atacados por zapadores y artilleros, tratando de deter-
minar las mejores técnicas para construir una muralla o una torre en el menor
tiempo posible y luego el medio de abatirlas también en el menor tiempo po-
sible. Se habían construido varios puentes y pontones sobre el caudaloso río
Guadalceitún para alegría de los ciudadanos y regidores de la ciudad, tratan-

71
do de conseguir hacerlo de la forma más rápida y segura posible. El gasto de
pólvora, pertrechos y plata era considerable pero repercutiría en un ahorro
vital de vidas y medios y una mayor eficacia una vez entrasen en acción. En
el momento que comenzasen la ofensiva sobre los estrechos tendrían que
afrontar simultáneamente a los ejércitos de Damasco, de Anatolia y los de
Egipto que no marchasen sobre los coptos. Estarían en inferioridad numérica
y sólo contarían con una mayor potencia de fuego y su entrenamiento puesto
que la cantidad de caballería que podrían embarcar sería probablemente mu-
cho menor de la deseable y ciertamente mucho menor de la que los egipcia-
cos lanzarían contra ellos. Eso si no aparecían los otomanos o los turcos del
Carnero Blanco en ayuda de sus correligionarios. Por todo ello sería esencial
el tiempo. Rendir las plazas de los estrechos de Suez y de Galilea con el me-
nor gasto de hombres y tiempo. Marchar sobre el istmo del Négueb y fortifi-
car el único acceso a la península de tierra Santa. Para ello habría que mover-
se deprisa, fortificar, aniquilar la resistencia y seguir moviéndose. Si perdían
la iniciativa sólo un milagro podría salvarlos del desastre.

Estaba además la cuestión de cómo reaccionarían el resto de


potencias del Mediterráneo. Probablemente aguardarían hasta ver de qué lado
se decantaba la fortuna, aunque de helvéticos y toscanos cualquiera se fiaba.
Mucho se temía que el contingente genovés tuviese que dedicarse más a vigi-
larlos que a tareas más ofensivas, lo cual sería una auténtica pena. Los san-
marquianos, en principio, sólo podían ser contados como enemigos, aunque
no apostaba nada a que si el soldán mostraba debilidad cambiasen su lealtad
tratando de sacar tajada y de conservar sus rutas a la India. Tal vez fuesen
recuerdos de anteriores encuentros con los de San Marcos, pero algo le grita-
ba en su interior que definitivamente debían ser considerados como hostiles.
En cuanto a los tudescos no se les podía preguntar cómo actuarían en un con-
flicto contra Egipto, pero existía un tratado de defensa mutuo en caso de con-
72
flicto con el Turco y una vez declaradas las hostilidades el Papa llamaría a
toda la cristiandad a sumarse a la Cruzada, por lo que no parecería muy ade-
cuado que el que pretendía ser el más poderoso monarca de la cristiandad se
mantuviese al margen, pero cualquiera se fiaba del austriaco.

El punto más conflictivo lo tenían potencialmente al sur,


aunque en la reunión con el rey había afirmado no tener dudas al respecto, el
Duque se preguntaba si la tregua firmada con el nuevo soldán de Sonrai sería
respetada en el momento en el que se hiciese público que el grueso de las
tropas se embarcaban en la cruzada. No estaban en condiciones de emprender
nuevas aventuras especialmente tras haber perdido a lo más granado de su
ejército y se encontraban en medio de un conflicto civil, pero tal vez la leja-
nía de los Tercios y el anhelo por conseguir la aprobación de los nobles po-
drían impulsar al pueblo a apoyar a uno de los candidatos y que el nuevo sol-
dán se sintiese obligado a recuperar el honor perdido. Al menos el rey había
accedido a no debilitar las milicias de las ciudades del Reino de Bu Tata y a
eximirlas de aportar pertrechos y suministros para la cruzada y se habían re-
forzado las defensas de los puertos de San Carlos de Uhombo y Santa María
de Nouamrar. Si no se descuidaban el resto de fortificaciones podrían defen-
derse suficiente tiempo como para que pudiese acudir ayuda. ¿Ayuda? Toda-
vía no había conseguido arrancar al rey el compromiso de dejar un pequeño
ejército en Santa Cruz de la Mar Chica que pudiese acudir a las principales
plazas de la frontera sur, tal vez debería acudir a la corte antes de que avan-
zase el verano y asegurar ese fleco antes de que los preparativos estuviesen
más avanzados y el rey menos dispuesto a renunciar a tropas, incluso podría
conseguir autorización para que las villas de los Balanta pudiesen equipar un
Tercio. Eso por no recordar la situación al sur de Cartago donde los Beni
Amour, los Daumidas, los Nemenchas o cualquiera otra de las tribus tuareg
podrían sentirse con fuerzas como para reiniciar sus incursiones.
73
Un toque de clarín llamó su atención hacia la llanura en la
que los tercios de caballería continuaban maniobrando y practicando las dife-
rentes formaciones y movimientos. La mayoría de ellos eran ya veteranos
capaces de realizar todas las maniobras sin dudar incluso en plena noche,
pero había también un gran número de novatos que se hacían notar de vez en
cuando al descuadrar las formaciones o al moverse con mayor lentitud o con
impaciencia. Era esencial que alcanzasen el mismo nivel y aprendiesen a ac-
tuar como un sólo jinete al oír los toques. La vida de la guerra era en su ma-
yor parte disciplina y repetición. El contar con tropas disciplinadas capaces
de llevar a cabo el plan previsto sin dudar o de reaccionar según patrones
perfectamente establecidos y previsibles por el resto del ejército suponía una
tremenda ventaja. Si de algo se enorgullecía era de haber contribuido a con-
vertir la guerra en algo organizado y con movimientos que pudiesen ser leí-
dos fácilmente por el resto del ejército, casi como un combate de esgrima. La
mayoría de los rivales que había encontrado todavía entendían la guerra co-
mo un burdo choque, tal y como hacen las cabras monteses del Atlas. Chocar
y chocar hasta que uno cedía, presionando en los puntos aparentemente débi-
les y guardándose de los fuertes. Otros pocos se atrevían a preparar alguna
triste añagaza o alguna sencilla treta esperando que el bruto que se enfrentaba
a ellos cayese inocentemente.

Algunos de sus oficiales más veteranos, decían no sin razón


la guerra era como un baile, como una danza. En esas ocasiones él fingía in-
dignarse, aunque la comparación no era mala del todo. Al fin y al cabo la
guerra, al igual que la danza, implicaba no sólo conocer los pasos adecuados,
sino además adaptarse al ritmo de la música, moverse como un todo con la
pareja y, si fuese menester, corregir sus movimientos o al menos disimular-

74
los, todo ello a un ritmo que debía ser conocido o al menos previsto para que
el resultado fuese el deseado. Pero él prefería enfocarlo como si de un com-
bate a espada se tratase, un arte como la esgrima. En primer lugar conviene
conocer bien al enemigo, cual es su estilo, con quien ha estudiado, especial-
mente sus fortalezas y sus debilidades. Si es diestro o zurdo. Si hace uso o no
de artimañas como la presencia de una daga en forma de tropas ocultas, el
uso de la capa para ocultar movimientos o de rodela que podría ser alguna
posición fortificada adelantada. Lo que le obligaría a actuar en consecuencia
usando con el fin de contrarrestarlas alguna de esas añagazas o cualquier
otra. En ese momento comenzaría el combate propiamente dicho. Pero nada
de acometer ciegamente, habría que determinar si la información obtenida es
la correcta antes de precipitarse. Conviene tantear. Una finta, un ataque fin-
gido, una retirada oportuna, un ataque a fondo y volver a empezar. Así hasta
estar seguro de haber detectado el agujero en la defensa y que no hay nada
oculto, entonces atacaba a fondo manteniendo siempre la guardia atenta. ¿De
qué habría servido atravesar el cuello del oponente si su espada te hiere en la
pierna? La mayoría de los generales desprecian al oponente, no le respetan,
no valoran sus puntos fuertes o los de los hombres que están a su mando. Lo
cual o es un error fatal si te enfrentas a un enemigo más fuerte, o un grave
desperdicio si te enfrentas a un enemigo mucho más débil. ¡Cuántas veces no
habría cedido un combate oponiendo una fuerza pequeña a otra mayor, fin-
tando y esquivando el ataque del grueso del enemigo mientras el grueso de
sus fuerzas se desplegaban cortando las líneas enemigas y dejándolas en una
situación desesperada que conducía a su retirada desordenada y posible ani-
quilación y todo ello sin riesgo!

Porque esa era otra de sus claves si se podía derrotar a un


enemigo sin combatir esa es la mejor opción. ¡Fabiano le decían! Pero si las
circunstancias lo permiten, basta con seguir al ejército hostil ocupando siem-
75
pre la posición más favorable y si es posible hostigar eludiendo el combate.
Convirtiéndose en su sombra, en una incómoda y pegajosa sombra. Una vez
lograda la iniciativa es fácil usar posiciones ventajosas para hostigar a distan-
cia con artillería, dragones y arcabucería, obligando a combatir al enemigo en
una situación insostenible, a sufrir pérdidas simplemente para conseguir una
posición mejor o a huir. Pocos lo entendían, y más de una vez virreyes o in-
cluso el propio monarca le habían transmitido duras quejas por haber eludido
el enfrentamiento. Como en la incursión del noventa y uno, cuando el soldán
se presentó con un numeroso ejército de unos veinte mil guerreros y nutrida
caballería. El Duque contaba con dos Tercios de caballería, apenas siete mil
veteranos, y se limitó a seguirle, adelantándose para ocupar los pozos de agua
y hostigando a distancia su ejército. Tras dos meses de jugar al ratón y al ga-
to, los sonraianos se retiraron dejando cinco mil muertos e incontables cauti-
vos mientras que el Duque sólo había perdido unos pocos jinetes a causa del
agotamiento, el calor y las enfermedades. El rey le reprochó entonces que no
hubiese atacado al final al soldán con el fin de causarle un mayor número de
bajas, pero el Duque no le veía sentido a cambiar la sangre de sus valiosas
tropas por unos miles de guerreros sonraianos fácilmente reemplazables. Lo
importante era que el soldán se tuvo que retirar derrotado, humillado, sin
haber podido combatir y habiendo gastado recursos y hombres. Eso era lo
importante.

Pero el rey no entendía eso. En su preciosa sala de mapas,


los puestos de la frontera, sus tropas e incluso él mismo no eran más que ga-
rabatos y anotaciones al margen. El monarca no acababa de comprender que
un soldado es algo más que una cifra, más que un civil reclutado con un arma
y las instrucciones de un capitán. Es mucho más. Es un compendio de expe-
riencias, de conocimientos, de habilidades y que, incluso individualmente,
puede llegar a ser decisivo. Como aquel soldado, anónimo para la mayoría,
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que acabó con todo un rey de Francia cerca de San Juan Pie de Puerto. Don
Carmelo Ruiz de Oviedo era el nombre de aquel valiente que, sirviendo a las
órdenes de su tío el Gran Don Fernando, no se intimidó ante el caballero que
lo acometía. Probablemente miró a la imponente figura que se acercaba cu-
bierta de acero y recordó lo que le habían enseñado, lo que se había converti-
do en su profesión, lo que en aquel momento era su vida. Se plantó firme en
el suelo apuntó cuidadosamente con el arcabuz, aguardó al momento adecua-
do y disparó. Aquel único disparo realizado por un soldado anónimo para la
mayoría había cambiado el resultado de una batalla que se estaba poniendo
muy cuesta arriba para las armas españolas. Un simple pechero, con disci-
plina, un arma e instrucciones claras había acabado con la vida de todo un
rey de Francia y provocado la desbandada de un ejército. ¿Podía hacer eso
una cifra?

No obstante había que reconocerle al rey que no era tan ne-


cio y que sabía tanto cubrir sus carencias, aun con funcionarios sin alma, co-
mo juzgar y manipular a la gente. Se rió con amargura al pensar que él era el
ejemplo más cercano y palpable de ello. La manera en que había cambiado la
firmeza con la que llegó al palacio, por la súplica con que logró sustituir a su
propio hijo al frente de tamaña locura. En cierto modo le recordaba a la vieja
historia de la esfinge. No la de la monstruosa figura que se encontraba en
Egipto semioculta por las arenas del desierto mirando al puerto de el Cairo, si
no al artero endriago de la leyenda de Edipo de Tebas. Esa historia le había
fascinado desde niño. La primera vez que su preceptor le había contado la
historia no entendió cómo nadie había sido capaz de adivinar un acertijo tan
simple. “El ser que primero camina con cuatro pies, luego con dos y luego
con tres”. Tal vez el acertijo fuese otro diferente al del cuento, era lógico
pensar que esa parte de la historia no se conservase o que sencillamente no se
hubiese sabido nunca y que no fuese más que una charada con la que adornar
77
una historia contada a los niños. Pero él había considerado otras posibilida-
des, distintas de la hipótesis del acertijo que nadie era capaz de resolver. Tal
vez el endriago hiciese trampas, o simplemente la prueba no fuese la misma
y, con el fin de probar realmente la astucia de sus víctimas plantease un acer-
tijo diferente de una ocasión a otra. Así fue recorriendo posibilidades y posi-
bilidades hasta que llegó a la conclusión de que en realidad no había ningún
acertijo. Aquel que se enfrentaba al endriago de cuerpo de león y torso de
mujer, se veía obligado a hablar, a conversar, a revelar la propia alma, deve-
lar lo más íntimo de su ser. Crear su propio acertijo, el de su existencia y re-
solverlo. El acertijo era en realidad un espejo de palabras que la Esfinge usa-
ba para examinar el alma de aquellos que se cruzaban en su camino. Si había
verdad y nobleza en su interior, si lo mostraba sin engañar a la bestia, sin de-
latar miedo o vergüenza, su vida sería perdonada. Si por el contrario, al expe-
rimentar temor ante ella, tener el corazón lleno de malicia o sencillamente
por pudor ocultaba su verdad, callaba o actuaba sin nobleza estaba condena-
do. El que se le enfrentarse debía mostrar sus debilidades, desprenderse de
ellas arrojándolas a ante sus garras, al tiempo que debía tomar sus fortalezas
y armarse con ellas. Lo que vino después en el relato de Edipo, cómo mató a
su padre y sedujo a su propia madre, no era más que una advertencia contra
el orgullo y la autosuficiencia. El error de Edipo fue no aprender del en-
cuentro con la esfinge, no asumir esas debilidades que fue capaz de identifi-
car y de poner a su merced. Eso le hizo creerse mejor, cegarse ante la reali-
dad y no reconocer a su propia sangre traicionándola. En cuanto a la esfinge,
una vez descubierta su treta debió huir a Egipto donde se convirtió en piedra,
o tal vez vino a occidente...

El clarín sonó de nuevo en la llanura y las tropas comenza-


ron a formar para volver al campamento con el fin de disfrutar de un mereci-
do descanso y reponer fuerzas para otro día. Desconocían que esa noche ten-
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drían un ejercicio nocturno por sorpresa. Eso no les sentaría bien, nunca les
gustaba ese tipo de ejercicios pero debían estar preparados para todo y esta
vez habría una variante inesperada. Un par de unidades habían sido adoctri-
nadas para simular un ataque por sorpresa ataviados con ropajes tuaregs. Era
una novedad propuesta por el capitán Chanciller que se había ofrecido inclu-
so para liderar el ataque fingido. Habitualmente las tropas cabalgaban hasta
el campo de entrenamiento, daban un par de vueltas, hacían algunas manio-
bras en la oscuridad y retornaban polvorientos, cansados y malhumorados.
Esta vez a la vuelta sufrirían una descarga de arcabucería, aunque sólo pólvo-
ra, y romos bodoques tirados con ballestas ligeras. Eso era lo que le había
contado el capitán, pero o le conocía mal o habría algo más. Seguramente los
que reaccionasen y le persiguiesen se precipitarían a una nueva emboscada.
Debían aprender que doquier les llevase la Cruzada podrían encontrar un
enemigo oculto. Tal vez las guerras de antes del diluvio fuesen distintas, en
las que había participado él a lo largo de su vida siempre habían transcurrido
no sólo contra ejércitos sino contra poblaciones locales hostiles. Aun dejando
las cosas claras acerca de quien mandaba, la misericordia no conducía a nada
más que a retrasar el desenlace de la expulsión o el exterminio de los no
combatientes y entre tanto tendía a costar un sinnúmero de vidas de soldados
confiados, auxiliares y civiles leales. Era preferible que el terror marchase
por delante de los soldados y la prudencia a su lado. El terror no siempre
cumplía con su parte, por ello era esencial que la prudencia sí que lo hiciese.
Un jinete se acercó al trote, era uno de los hombres de confianza de Chanci-
ller, uno de los veteranos de las campañas de Cirene y de Sonrai.

– Señor, todo está listo para... la excursión nocturna. El Ca-


pitán desea saber si participaréis en el ejercicio.

79
– No me lo perdería por nada del mundo, aunque mi presen-
cia probablemente induzca a los hombres a pensar en que hay algo extraordi-
nario. Comunicadle a vuestro capitán que lo observaré desde las posiciones
atacantes. Podéis marchar…– El soldado saludó y se preparó para volver jun-
to a su oficial – ¡Un momento! Recalcad al capitán que no quiero que mi pre-
sencia provoque preparativos especiales que pongan en peligro la sorpresa.

Con la esperanza de que la prueba fuese satisfactoria marchó


con su escolta al campamento junto a la puerta del Jaiz. Les quedaba poco
tiempo. Muy poco.

80
6. ESTEPA, NIEVE, FUEGO
El-Qahira, 7 de Dhul-Hijjah de 1007 / 1 de Julio de 1599

N o quería abrir los ojos. No, todavía no. Quería apurar los últimos mo-
mentos del frescor de la mañana, y en ellos la tibieza del cuerpo que
yacía a su lado, antes de que el terrible calor que vendría con el abrazo del
amanecer se la arrebatase y tornase en pegajoso e incómodo contacto lo que
ahora era placentera y deliciosa unión. Acogerse al fresco murmullo del agua
en la fuente del patio, al alboroto de los pájaros que jugueteaban, a una respi-
ración queda y cercana y nada más. Su mano, sin necesidad de la luz que ne-
gaba a sus ojos, recorrió una pierna suave que se estremeció primero y luego
trató de buscar el contacto sin atreverse a consumarlo. ¿Estaría ya despierta?

No quería abrir los ojos. No, todavía no. Había sido una no-
che agotadora. Una nueva fiesta en el palacio del sultán. Un nuevo tormento
con en el que el obeso y depravado ser que todavía era monarca del país del
Nilo buscaba complacerle. Una nueva piedra que se sumaría a las que serían
colgadas de su cuello antes de ser arrojado al gran río por su impiedad. La
noche anterior abundaron las bailarinas, los efebos, las meretrices y el vino,
ríos de vino con los que parecía querer ahogar a todo el mundo. Los cristia-
nos de Girit que se lo traían se enriquecían con un dinero que debería haber
sido destinado a preparar las defensas del sultanato. Irónicamente con todo
ello pretendía impresionar a sus vecinos, demostrarles su poder. ¡Su poder!
Ebrio de placeres no veía las conspiraciones y corruptelas que surgían a su
alrededor. El presupuesto para defensas era elevado, pero poco llegaba para
invertir en fortificaciones, artillería y pólvora. Las unidades mercenarias re-

81
cibían mucho dinero, pero casi todo iba para sus comandantes lo que forzaba
a la tropa a depredar a la población local, a robar a auténticos y leales creyen-
tes que debían sufrir una carga injusta y que ya pagaban en forma de impues-
tos. Se había preguntado mil veces cómo semejante abominación podía ser el
Guardián de los Santos Lugares. Cómo estar a cargo de las ciudades santas
de Mekke, de Medine y de Küdus. ¿A qué oscuro designio podía obedecer
aquello? Los cristianos hablaban de la gran inundación como del segundo
diluvio y lo consideraban como una prueba a la que sus dioses les habían so-
metido, tal vez la verdadera prueba inflingida por el verdadero dios a los cre-
yentes eran gobernantes como él. La plaga de langostas encarnada en el sul-
tán de Misir, los mosquitos en el Shah de Fars que combatía con más fiereza
a los creyentes que a los impíos armenios, el granizo de fuego en los sultanes
de los Sonrai que se habían contaminado con la sangre de los sudaneses de
oscura piel y nacidos para ser esclavos.

Ella se movió a su lado. Sintió la calidez de su cuerpo bajo


su mano y en su costado y, aunque no quería, abrió sus ojos. El calor se nota-
ría pronto y quería evocar este momento como un placer interrumpido y to-
davía deseado, no como un instante ya marchito y muerto. Las mujeres del
país del Nilo eran enjutas y angulosas, al menos las jóvenes, pues las mayo-
res parecían hinchados odres viejos, todas ellas independientemente de su
origen parecían desecarse con el calor como mojama. Egipcias, nubias, cop-
tas, griegas, etíopes, eslavas, árabes, beréberes o persas, todas eran iguales,
todas tan distintas de las mujeres de sus estepas. Las de las estepas eran fuer-
tes, acogedoras, femeninas, las de esta versión terrena de Alhotama flacas,
duras y bruscas. Todas iguales hasta que la vio en el mercado de esclavos de
al-Tahara, recién traída de tierras de los armenios por un mercader otomano
de Halep. Sus formas rotundas y generosas todavía no se habían estilizado en
la agobiante atmósfera de al-Qahira. La luz de sus ojos todavía no se había
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saturado por la intensa luminosidad del cielo egipcio que obligaba a las muje-
res a esconder sus ojos en un velo negro de kohol.

Aunque no quería hacerlo ya había abierto los ojos. Afuera


el alboroto de los pajarillos en la fuente había aumentado como si las peque-
ñas avecillas estuviesen en plena batalla, o tal vez era el eco en su cabeza de
la ira contenida y la pesadez de la abundante cena. Pronto llegaría el momen-
to en que a cada uno le sería pagado el valor de sus obras. El sultán no lo sa-
bía pero poco a poco iba tejiendo una red a su alrededor en la que quedaría
atrapado. El mercader Yusuf estaba siendo muy útil para identificar lo que
eran aduladores del sultán, que no veían decadencia sino oportunidades de
medrar, de los auténticos creyentes preocupados por el destino de los verda-
deros seguidores del profeta, los servidores sinceros del bilad-al-Islam. De
momento había conseguido que se destinase a las unidades menos de fiar a la
guerra del sur, en campañas casi suicidas contra coptos y kafir. Los últimos
en desaparecer habían sido una partida de mercenarios de la Toscana. Esas
unidades estaban siendo reemplazadas a su vez por mercenarios otomanos,
uzbecos o tártaros que en realidad le debían lealtad al Gran Turco y como
representante suyo a él. Pronto se vería en condiciones de deponerlo.

Por fin ella abrió también sus ojos. Unos hermosos ojos ver-
des que desde el primer momento le habían hablado de su tierra, del viento
de la estepa, de las praderas sin fin donde cabalgaba con un arco y un halcón.
No pudo evitarlo y la adquirió pagando una cantidad exagerada. Ni tan si-
quiera había regateado. Si le hubiesen dicho que uno de sus hombres había
cometido una locura similar le habría censurado. Pero ante esos ojos no podía
hacerlo. Esos ojos encerraban la estepa, contenían el cielo infinito de las pra-
deras, aprisionaban el viento eterno. Ese viento que necesitaría pronto. Si

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bien el ejército del sultán estaría pronto prácticamente en sus manos, bien en
forma de tropas leales a él o como generales a sueldo, la flota era otra cosa.
El Kapudán Pacha seguía siendo un sanmarquiano, Vincenzo Portari, y man-
tenía una poderosa influencia sobre el sultán. Socavarla era la misión que le
había encomendado a Yusuf el-Azraq, debía usar sus influencias para que el
sultán al menos dudase de él. Ya se encargaría de dar un motivo de descon-
fianza. Nada más fácil que hacer creer al Dux de Girit que el sultán otomano
vería con buenos ojos que se erradicase ese nido de piratas que era la isla de
Rodos donde los caballeros sanjuanistas tenían su base. Se podría dejar caer a
los sanmarquianos que el precio por su ayuda sería la posesión de la isla. Al
mismo tiempo se encargaría que los sensibles oídos del sultán tuviesen su
ración de lisonjas acerca de lo importante que sería para el sultanato hacerse
con ese preciado botín. Todo acabaría con una oportuna puñalada en la es-
palda de Portari, un par de documentos falsificados que probasen que el ofi-
cial había conspirado para que sus compatriotas se quedasen la isla y un osa-
do golpe de mano sobre las galeras sanmarquianas en el puerto de el-Qahira.
En poco tiempo podrían ser sustituidas por unidades turcas o mejor aun cap-
turar las naves sustituyendo las tripulaciones por otras más leales de egipcios
o de otomanos.

Los ojos de ella, abiertos ya, enormes, lo miraban. ¡Cómo le


recordaban sus estepas! Sus dedos recorrieron con delicadeza sus redondos
senos, sintiendo su calidez, un ligero temblor, el aire llenando su pecho sua-
vemente, el latido de su corazón. No parecía real. Era como una doncella es-
culpida en nieve levemente coloreada con un poco de sangre y de canela, se
preguntó cómo podría sobrevivir en este calor. Tras besarla una vez más se
incorporó. El de los sanmarquianos suponía un problema adicional al de los
mercenarios. Obviamente no podría confiar en ellos, especialmente con Por-
tari tan cerca seguramente informándoles de todo lo que veía. La solución
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podría venirle del Oeste, si el rey de los españoles se enterase a tiempo de
que los sanmarquianos planeaban atacar Rodos, tal vez podrían desviar parte
de la flota que preparaban seguramente para golpear el sultanato de los Son-
rai. Si lo lograba podría apuntarse dos tantos, distraer fuerzas que de otra
manera estarían destinadas a atacar otra nación de creyentes y hacer que dos
naciones de cristianos se enfrentasen lejos de las bases de la más poderosa de
ellas. El problema sería el del tiempo, cómo conseguir organizarlo todo antes
de que los españoles cargasen de nuevo hacia el sur, con tiempo de traer na-
ves otomanas del Mar Interior, antes de que los kafires se acercasen dema-
siado, pero con tiempo de envenenar los oídos del sultán. Pero, ¿era un pro-
blema de tiempo sólo? En realidad no sabía con certeza si la flota y el ejérci-
to que preparaban los españoles marcharían sobre sus vecinos del Sur. En
cierto modo era el paso lógico dada la política hispana de las últimas déca-
das, más aun tras haber acabado con el sultán y parte de su ejército. ¡Qué os-
curos eran los designios del que abarca todas las cosas! Aunque claro tam-
bién podría ser que su objetivo fuese la Cirene de los vasallos del sultán
Egipcio, los corsarios Banu Sulaym, o la misma Girit, o alguno de los peque-
ños estados de la península italiana o incluso una cruzada sobre la ciudad de
Küdus. No, de acuerdo con sus informes el monarca hispano no estaba tan
loco ni tenía fuerzas como para emprender una acción de esa magnitud. De-
bía ser un objetivo más cercano...

Unas manos ágiles, dulces, atrevidas, rodearon su cintura.


¿Cómo resistirse? Ni tan siquiera la perspectiva del pegajoso calor que llena-
ría pronto sus habitaciones le conseguían refrenar. Sus manos se hundieron
en la roja cabellera de la esclava, porque eso había sido lo siguiente que
había llamado su atención. Su cabellera que evocaba en su mente la imagen
de las hogueras de los campamentos en la estepa, la imagen del fuego que
alumbraba historias de caza y guerra, de las llamas que azotaban las estepas,
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purificándolas y barriendo los rebaños salvajes hacia las flechas de los caza-
dores. Así debía ser su acción, los sanmarquianos serían el fuego que avivaría
contra el resto de cristianos para que se moviesen hacia donde él pudiese
controlarlos con su arco y abatirlos a voluntad. Bien pensado tal vez nece-
sitase algo más de fuego para ello. El problema no sería conseguirlo puesto
que franceses, toscanos, helvéticos... cualquiera de ellos podría ser comprado
o persuadido para encender el Mediterráneo. Eso tendría sus riesgos ya que al
hacer la situación más difícil de manejar para sus rivales sanmarquianos o
hispanos, podría hacerlo también para él mismo. ¿Dudas? Él no debía dudar.
Su soberano confiaba en él y él en as-Sabûr, en el Paciente.

Ambos cuerpos rodaron por el lecho. ¿Cómo no disfrutar de


la estepa de esos ojos, de ese cuerpo de nieve, de esos cabellos de fuego?
¿Cómo no cabalgar por esos ojos? ¿Cómo no tratar de fundir la nieve de su
piel contra su cuerpo? ¿Cómo no abrasarse en ese fuego? El rumor de unos
cuidadosos pasos en el jardín le trajo de vuelta. Por la forma de moverse no
necesitaba más para saber que era Otmán. Seguramente alguno de los visitan-
tes que esperaba esa mañana. Ella se percató de su preocupación y se refrenó
hundiendo su cabeza en su pecho. Fuese el que fuese se anticipaba a la hora,
lo que reducía el número de candidatos a uno: el mercader Yusuf el-Azraq.
Su colaboración había sido realmente útil al poner a su disposición una red
de espías, agentes e informadores, muchos de los cuales ya no respondían
ante el propio Yusuf sino solamente ante él mismo. Le habría llevado meses
si no años organizar algo similar. Aun así su inoportunidad, su incontinencia
verbal y su petulancia le seguían causando una cierta repugnancia. A través
de los cortinajes pudo entrever la cara de fastidio de su leal criado, segura-
mente el mercader le habría insistido insinuando cuanto más valiosa era su
contribución que la de un simple criado. ¡Qué sabría él de lealtades!

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El cosquilleo de las pestañas de Zara en su pecho le llevó de
nuevo muy lejos de sus preocupaciones. Porque Zara era su nombre. Zara.
Nada más. En realidad no le importaba, porque para él no necesitaba nombre.
Para él era la estepa, era el viento, era el fuego y era la nieve. Se preguntaba
si como había dicho el poeta prohibido la felicidad no estaría en las sedosas
pestañas de una mujer. Otros decían que la felicidad estaba en las praderas
sin límites, en la riqueza, la sabiduría o la piedad. Él ya había renunciado a
las praderas y la riqueza, mirando esos ojos verdes que le hechizaban, se pre-
guntó si debería renunciar a las dos últimas por ella. Si debería renunciar a
ella. Si podría. Al besarla por última vez antes de incorporarse supo que sí,
ya hacía calor y se sentía sucio y pegajoso.

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7. DE RATAS Y OTROS HABITANTES DE LAS SOMBRAS
Nueva Venecia (Isla de Candía), 7 de Agosto de 1599

L as callejuelas que se extendían por la parte posterior de la catedral de


San Marcos no eran una de las zonas más frecuentadas de la ciudad,
especialmente de anochecido. Ni tan siquiera las patrullas de la milicia ciu-
dadana rondaban por ellas, y había una buena razón para ello. Si las cofradías
de mercaderes, cambistas, fabricantes de sedas o de tintes tenían sus sedes en
la plaza frente a la Gran Catedral de San Marcos o las amplias avenidas que
se dirigían al palacio del Dux y la zona portuaria, otras cofradías tenían las
suyas en la parte posterior y en la confusa red de callejuelas sucias y oscuras
que se extendían hacia las murallas. Si alguien osaba adentrarse allí, lo hacía
consciente del riesgo y normalmente movido por alguna poderosa y oscura
razón, puesto que contrabandistas, sicarios, bandidos y asesinos eran los que
moraban en ellas. Las leyes de la Serenísima República no regían allí, sino
otras normas posiblemente más despiadadas. Al igual que en el resto de la
ciudad también había autoridades, frente a la catedral mandaba el Dux y su
Consejo de Notables, detrás el Rey de las Sombras y su Consejo de los Trece.
Esta ciudad dentro de otra ciudad tenía un nombre cuya mención a los hones-
tos habitantes de Nueva Venecia solía producir escalofríos: era el Barrio de
las Ratas.

El Rey de las Sombras reinaba sobre los súbditos más deses-


perados y miserables de toda la Serenísima República, los que como dijo el
aeda habían dejado atrás toda esperanza. Años atrás la mayoría de sus habi-
tantes habían sido los primitivos moradores de la isla, gentes de origen griego

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y sarraceno, los desposeídos por los desposeídos del mar que vinieron a la
isla huyendo del Diluvio y de los austriacos. Con el paso del tiempo se ha-
bían mezclado con los nuevos llegados, los más de origen veneciano o dál-
mata, pero también toscanos, francos, magiares e incluso germanos. El mes-
tizaje los había convertido a todos ellos en compañeros de miseria y súbditos
del Rey de las Sombras y su consejo, a ellos debían lealtad y no por razón de
su nacimiento, sino por razón de su desesperación. Aldeanos desposeídos,
antiguos galeotes, desertores, piratas, huérfanos de las calles, pícaros y demás
ralea privada de todo, hasta de la esperanza, entraban en estas calles buscan-
do lo que no encontrarían en ningún otro lugar: una razón para seguir vivien-
do, medios para lograrlo y tal vez respeto. Al declarar su vasallaje al Consejo
de los Trece y a su Rey pasaban a ser súbditos suyos, obtenían un trabajo más
o menos honrado, más o menos denigrante, mejor o peor pagado, pero lo más
importante era que dejaban de ser objetos para pasar a ser personas. Además
tenían la esperanza de prosperar en la nueva escala social en la que se in-
tegraban. Podían convertirse en Comadrejas y servir en las milicias de los
Trece, en Ratones y recaudar los impuestos del Consejo entre los comercios
del barrio, Lirones y regentar uno de esos comercios, en Ratas y gobernar
una calle, incluso con tiempo y esfuerzo acceder al propio Consejo, hecho
que fuera del Barrio habría sido un imposible pero aquí las barreras sociales
eran mucho más tenues aunque eso no mermaba el honor, ya que para un
habitante del barrio eso era como para cualquier pechero de la otra parte de la
ciudad el convertirse en un honorable mercader o un miembro del consejo del
Dux. Incluso mejor, ya que acceder a tal puesto de honor implicaba haber
sido capaz de sobrevivir en las más adversas condiciones, así como mostrar
valor y poseer una cierta astucia. Tal vez por ello eran tan leales, aunque
también habría que tener en cuenta la crueldad con que serían tratados mu-
chos de ellos por la milicia ciudadana si les pusiese las manos encima y con
la que serían tratados si traicionasen al Consejo de los Trece o a su Rey. De

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lo primero daban testimonio los ahorcados que quedaban expuestos junto a la
Lonja de los Curtidores y las horribles mutilaciones que invariablemente pre-
sentaban y que les privaban casi por completo de todo aspecto humano. De lo
segundo los cadáveres que aparecían junto al viejo cementerio de Agios
Constantinos cruelmente asesinados: con el cuello degollado y la lengua sa-
liendo obscenamente por la hendidura, los chivatos; con las manos cortadas y
atadas al cuello, los que robaban al Rey o a sus servidores; aunque los peores
castigos eran para los agentes de la ley que osaban penetrar en sus dominios,
ya que a esos les encajaban las cabezas en jaulas de alambre con ratas ham-
brientas que les devoraban vivos.

Una figura embozada se movió cautelosamente entre las


sombras empujando un carretón. Llevaba un rato deambulando por el ende-
moniado dédalo de callejuelas siguiendo una ruta errática como el vuelo de
una mosca. Aunque ello se debía no a que no encontrase su camino, puesto
que había memorizado cuidadosamente la ruta que debía seguir así como po-
sibles variantes, desvíos alternativos y atajos, sino a que se había tenido que
desviar de su camino varias veces para eludir compañías no deseadas y aun
así no tenía claro que no le estuviesen siguiendo. El ruido de unos pasos le
hizo cobijarse en las sombras que se proyectaban desde el dintel de una puer-
ta, mientras simulaba revisar su carga y apretaba una daga bajo su capa. Re-
cordaba haber estado en sitios peores, sin embargo éste no era precisamente
el lugar en el que deseaba encontrarse en ese momento. Los pasos se alejaron
y, con extremo cuidado, reanudó su camino totalmente embozado y sin dejar
de empuñar su arma. No le había gustado la misión desde el principio. Los
sanmarquianos no solían tratar con muchos miramientos a agentes extranje-
ros. Genoveses, sanjuanistas, otomanos, hispanos, egipciacos, todos ellos,
estaban ansiosos por saber hacia donde dirigiría el Dux su poderosa flota, que
cargamentos llegarían o partirían, las innovaciones en sus embarcaciones o
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conocimientos de nuevas rutas comerciales en el Golfo Arábigo o simple-
mente hacerse con una copia de un portolano. La isla de Candía era un baúl
lleno de informaciones valiosísimas para cualquiera con dinero y los agentes
del Dux estaban dispuestos a todo por protegerlo. Para ellos la apertura de
ese baúl equivaldría a la apertura de la caja de Pandora: todos los males po-
drían desatarse sobre la república sanmarquiana. En su caso se trataba de
averiguar que planes tenían el Dux y el soldán de Egipto para las dos próxi-
mas campañas estivales. El Santo Grial para cualquier gobierno y el final de
cualquier carrera de espía, bien por que se retirase para vivir de la elevada
paga que tal trabajo merecería o bien por que le capturasen. No hacía falta ser
muy listo para darse cuenta de que el rey Miguel tramaba algo y que le pre-
ocupaba lo que pudiese ocurrir cerca de sus posiciones más orientales como
las islas de Cefalonia y Otranto o en el reino de Cartago. Para el embozado
sólo era la posibilidad de dejar esta vida con las alforjas bien llenas en una
villa cerca de Cartago.

Ya en otras ocasiones había recabado informaciones simila-


res para genoveses, sanjuanistas y helvéticos. Si bien a un nivel mucho más
modesto, tal vez averiguar los planes de guerra de una escuadra de galeras o
la derrota de una flotilla de suministros o incluso la de una de las flotas co-
merciales que anualmente se adentraban fuertemente escoltadas en el Golfo
Arábigo por el estrecho de Suez. En cada una de ellas había tenido que ir va-
riando sus fuentes, puesto que ni era seguro, ni conveniente abusar de la
misma más de una vez, ya que tendían a quemarse muy rápidamente. No es
que hiciese mal su trabajo, con cierta modestia se consideraba uno de los me-
jores y era consciente de que lo hacía realmente muy bien, pero no podía ol-
vidarse que los espiados solían protegerse por gente muy capaz que conocía
más o menos su oficio y tarde o temprano acababan por darse cuenta de lo
que había ocurrido. En esos casos los sospechosos siempre eran pocos, y eso
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era muy peligroso para la fuente y para él. La última vez había usado un capi-
tán de una galeota sanmarquiana al que chantajeaba con cierto asunto de fal-
das que le habría puesto en muy mala situación ante el almirante Giuseppe
Ornaldi. Gracias a él consiguió los planos de las fortificaciones de Naxos y se
las había vendido a los sanjuanistas. La información era buena y muy deta-
llada, aunque no sirvió de mucho al adelantarse los sanmarquianos que tam-
bién seguían la pista del capitán. Al final el asunto se saldó con la muerte del
capitán y su precipitada fuga. Esta vez la información era mucho más precio-
sa pues incluía el despliegue de toda la flota de la Serenísima para dos ve-
ranos.

Sabía que para lograrlo no le bastaría con chantajear a un


capitán, puesto que pocos de ellos, si había alguno, tendrían acceso a esa in-
formación. Probablemente interrogando a varios podría conseguirla, pero ni
era seguro ni probable que lo lograse sin ser descubierto. Esos planes sólo
estarían en manos del Dux, alguno de sus más cercanos colaboradores o en
las de los almirantes de la flota. Su objetivo debía ser uno de ellos o de los
miembros del Consejo Naval, piezas difíciles, bien protegidas y usualmente
poco accesibles. Durante varias semanas les había seguido la pista cautelo-
samente, estudiando sus defectos, sus vicios, sus debilidades, su seguridad,
sus virtudes, sus familias y sus amistades. Le hubiese gustado contar con más
tiempo, pero también habría deseado otra misión o mejor aún estar ya retira-
do en una lujosa hacienda.

Finalmente se había decidido por uno de los almirantes, un


tal Stéfano Barbárigo. Miembro de una familia de noble origen, casado con
una sobrina del Dux y uno de sus principales consejeros en cuestiones de es-
trategia naval. Un objetivo difícil de alcanzar y atacar: padre ejemplar, leal

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consejero, capaz capitán, tenía no obstante dos defectos. El primero era una
desmesurada afición al juego, desgraciadamente esto no le sería útil ya que
parecía ser muy afortunado, no teniendo deudas, y además prefería para sus
partidas de naipes la compañía de otros miembros nobles o adinerados de la
sociedad sanmarquiana, probablemente para aprovechar su buena fortuna y
sacarles buenos dineros. El segundo defecto parecía mucho más prometedor:
accidentalmente y gracias a un confidente pudo averiguar que sentía una gran
debilidad por los efebos. Con absoluta discreción y gran prudencia mantenía
a varios de ellos en varias casas a lo largo y ancho de la ciudad, aunque últi-
mamente andaba prendado de un actorzuelo llamado Anselmo Bizzi que solía
actuar en un pequeño teatro en el barrio de las Ratas al que mantenía en un
alojamiento cercano. De tarde en tarde le picaba la comezón de su nefando
pecado y discretamente visitaba al jovencito con una escueta escolta de tres o
cuatro hombres que solían ir fuertemente armados.

Tras estudiar la casa, decidió que no le resultaría complicado


irrumpir en la misma, esperar allí al almirante y capturarle. Incluso podría
acabar fácilmente con los escoltas. No sería difícil. Como tampoco lo sería el
sonsacarle la información, lo que fuera, al fin y al cabo esa era una de sus
especialidades, más aún teniendo al efebo como “herramienta” para presio-
narle. Una macabra idea le pasó por la cabeza y le hizo sonreír. El problema
como en cualquier otro trabajo sería ocultar el rastro, eliminar cualquier pista
que indicase lo que había ocurrido y sobre todo que apuntase a él. Este punto
era sumamente importante, ya que en primer lugar debía escapar con la in-
formación y hacerlo sin que se enterasen de que había habido una filtración.
Si lo hacían la información ya no sería útil y no valdría nada. Ese era la cla-
ve, la piedra angular y lo que hacía de esta profesión un arte. Si simplemente
mataba al almirante, a su escolta y al efebo, no haría falta ser muy listo para
sospechar algo y los planes de la flota serían cambiados. Afortunadamente en
93
este caso la solución estaba en lo sórdido de la relación y en la cercanía del
Barrio de las Sombras.

Tras detenerse de nuevo y escrutar cuidadosamente los rui-


dos de la noche en busca de algo inusual reanudó su marcha. Esta vez pudo
llegar a la parte posterior de la casa en la que vivía el actor, allí dejó la carre-
tilla, se despojó de la capa poniéndose una más digna, se acicaló un poco y
marchó al teatro. En realidad era impropio llamarlo así puesto que no era más
que un sucio tugurio en el que competían mancebos y prostitutas por algunos
clientes. No era la primera vez que iba. Ya había visitado los alrededores de
la casa y el antro en el que trabajaba en varias ocasiones habiendo aprove-
chado para obtener algo de información de alguna de las mujeres y de los
jovenzuelos del lugar, así como de algún que otro parroquiano. Por ellos
había sabido un par de días antes que esta noche tendría lugar una cita con el
almirante. Tras pedir una jarra de un mal vino de Cirene se acercó al escena-
rio donde Anselmo cantaba con buena voz un zéjel pasado de moda.

– Provertade enamorata, grand é la tua signoría, Mía é


Francia ed Inghilterra...

Con un gesto le hizo saber que estaba interesado en él. En


otras ocasiones ya se habían sentado juntos y le había invitado a tomar un
vino o a charlar. Anselmo terminó el cantar y se aproximó a él. Una hermosa
voz, un bonito rostro, pero poco más, el noble Barbárigo no buscaba un gran
nivel intelectual en sus acompañantes. El muchacho no pareció interesado
esta vez, hacía tiempo que el almirante no le visitaba y debía anhelar su com-
pañía y sus doblas y no las de un cliente poco habitual. No obstante le propu-
so acompañarle a su casa, guiñándole un ojo. Anselmo suspiró y sonriendo le
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dijo:

– Algo rápido en mi casa, espero a otro amigo.

Juntos marcharon a su casa y al entrar no le costó reducirlo,


amordazarlo y atarlo, dejándolo tendido sobre una enorme cama de sábanas
limpias y perfumadas hasta la nausea. Introdujo entonces en la casa parte de
su equipo que incluía un par de ballestas, varios pistolones de rueda, dagas,
cuerdas y cuatro jaulas de alambre con ratas vivas y hambrientas como las
que usaban los sicarios del Rey de las Ratas. Se acomodó entonces para espe-
rar al almirante en un silencio interrumpido de vez en cuando por los gimo-
teos y lloros del mozalbete. Las horas se fueron desgranando y entonces fue
cuando las dudas comenzaron a asaltarle. Casi todas las misiones pasaban por
un momento así, una crisis en la que todo parecía tambalearse, afloraban po-
sibles errores, contratiempos e incluso supersticiones, era fácil ponerse ner-
vioso y estropearlo todo pero había que mantener la cabeza fría. Era crítico
hacerlo y marcaba la diferencia entre el éxito y el fracaso.

Al cabo de un par de horas se presentó el Almirante escolta-


do por tres fornidos individuos de aspecto hosco y fiero y cargados de más
hierro del que llevaban algunos regimientos del Dux. Los matones se desple-
garon en el callejón en el que estaba la casa, mientras Barbárigo se acercó a
la puerta y golpeó rítmicamente con la aldaba de bronce en forma de falo.
Como no le abriesen, Barbárigo puso un gesto contrariado y con una llave
que sacó de su bolsillo abrió la puerta y tras hacer un gesto a sus escoltas que
se acercaron más a la puerta, entró. Tras ver la operación desde una de las
ventanas superiores, se preparó para esperar a Barbárigo. Se preguntó enton-
ces si los guardaespaldas conocerían del sucio vicio de su señor y qué pensa-
95
rían del mismo. Un noble héroe de la Serenísima que frecuentaba la compa-
ñía de jovencitos, un valiente capitán perdido por el pecado nefando. Decían
que los antiguos griegos ponían a los de su calaña en primera línea de batalla
ya que así combatirían con más furia para proteger a sus amantes o vengar su
muerte. Por lo que sabía los sanmarquianos no se habían mezclado con los
griegos hasta tomar esas depravadas costumbres, si es que todavía se conser-
vaban. Aun así no pudo evitar preguntarse de nuevo si lo sabrían y qué pen-
sarían.

Para hacerle subir comenzó a moverse como si bailase, tara-


reando suavemente una tonadilla que había oído en el garito del amante del
almirante, mientras dejaba encendida una vela en el dormitorio y le esperaba
tras unos gruesos cortinajes. El almirante, pensando que “su” Anselmo no le
había escuchado llamar, subió despacio y más pendiente de sorprender al que
suponía tras la puerta entreabierta no vio la sombra que desde las cortinas le
sorprendió golpeándole la cabeza. Tras amordazarlo y atarlo firmemente a la
cama junto al actorzuelo cuyos ojos parecían salirse de las órbitas, apagó la
vela y se acercó de nuevo a la ventana. Allí tenía listas las dos ballestas y las
pistolas, con una de las primeras apuntó cuidadosamente al cuello del sicario
más alejado. El impacto de la cuadrilla lo derribó sin que llegase a emitir nin-
gún ruido. Rápidamente tomó la segunda y apuntó al que se acercaba a ver
que le había ocurrido a su compañero y le acertó de nuevo en la cabeza. El
superviviente dudó entre acudir a la casa en auxilio de su señor que ob-
viamente debía estar en peligro, o correr por su vida y, tal vez, buscar refuer-
zos. Eso fue más de lo que necesitó para alcanzar un pistolón sin dejar de
mirarlo y volarle la cabeza. Rápidamente bajó e introdujo los tres cuerpos en
la casa, dejándoles en la despensa con una jaula con ratas en la cabeza que,
excitadas por la sangre, comenzaron a dar cuenta de los rostros de los esbi-
rros borrando las pruebas de lo ocurrido. Con suerte no quedaría ni rastro de
96
las heridas y luego retiraría saetas y bala.

Comenzaba ahora la tarea de obtener la información. Solía


usar dagas, astillas y cuerdas, aunque a veces prefería innovar y utilizar ele-
mentos menos usuales. A su manera era un artista del dolor. Recordó enton-
ces la jaula de ratas que había traído pensando que serían cuatro los escoltas
de su presa y que le había sobrado. Sonrió al pensar el horror que sentiría el
noble sanmarquiano al ver como las ratas devoraban su carne. Subió un cubo
con agua para despertarle, aunque no le hizo falta puesto que al regresar ya
estaba consciente de nuevo y trataba de soltarse con la ayuda de Anselmo
que, de alguna manera, había liberado una de sus manos. De una patada los
apartó y tras comprobar que las ligaduras del almirante seguían firmes, arras-
tró al jovencito a una alcoba que había en uno de los laterales. Volvió de
nuevo y tras desplegar sus instrumentos le habló.

– Buenas noches tenga vuesa merced. – El almirante trató de


hablar pero la mordaza convirtió sus palabras en un confuso y sordo farfulle
–. No, no se esfuerce. De momento no tiene que hablar. No se preocupe, no
quiero matarle, sólo quiero información. Pero no una información cualquiera,
quiero saber cuales serán las líneas generales de acción de la flota sanmar-
quiana para los próximos veranos – el almirante apretó la mordaza con un
gesto altivo dando a entender que no daría esa información –. Es cierto, le he
mentido, al final vuesa merced morirá. La cuestión es cómo será eso, el dolor
que ese camino conllevará para usted, para el joven Anselmo y para todos
nosotros – mientras hablaba fue introduciendo astillas debajo de sus uñas en
pies y manos y al terminar de colocarlos les prendió fuego –. Esto tardará un
poco, pero no os preocupéis, tenemos tiempo y vuestros hombres no nos mo-
lestarán. Espero que estéis meditando bien la información que me vais a dar,

97
yo sabré si es verdad o si no lo es, pues ya he sabido por otra fuente de lo que
planeáis, sólo quiero confirmar lo que ya sé. De vuestra disposición depende-
rá el dolor que tendréis que soportar antes de morir. Os ofrecería un poco de
vino, pero... creo que no es el momento.

Las manos eran geniales para causar sufrimiento por la can-


tidad de centros de dolor que albergaban. En cuanto una de las llamitas al-
canzó una de las uñas, la cara del almirante se crispó y sus ojos parecieron
salirse de su cara. Si no hubiese estado amordazado los gritos habrían reso-
nado en toda la casa, tal vez en las calles cercanas. Antes de que la segunda
llamita llegase a la uña comenzó a hacer cortes en brazos y piernas, aplicando
salmuera. Pero no preguntó. Se limitó a mirar como los palitos ardían bajo
las uñas y entre tanto seguía haciendo cortes, casualmente, como si no tuvie-
se importancia. Cuando la última de las astillas de las manos comenzó a arder
entre uña y carne, preguntó de nuevo.

– Espero que hayáis meditado bien la pregunta. Os retiraré la


mordaza y esperaré la pregunta.

El Almirante se limitó a escupir, a insultarle y a pedir auxilio


a grandes gritos. Nada imaginativo, ni poético, aunque no se le podía negar ni
su valor ni su orgullo, tras lo cual le amordazó de nuevo. Esta vez rodeó su
cuello con un cordel y comenzó a estrangularle, deteniéndose cada vez que
notaba que estaba a punto de desmayarse. Así, una y otra vez durante casi
media hora, lo supo porque desde la casa del actorzuelo se oía el carillón de
la catedral. Le preguntó de nuevo animándolo a acabar con tanto dolor. Bar-
bárigo estuvo más locuaz esta vez y comenzó a contarle que la flota sanmar-
quiana no tenía planes ofensivos en el Mediterráneo aunque habría acciones
98
en la costa de Ormuz. Obviamente mentía, pero era buena señal, ya que co-
menzaba a doblegarse. Subió entonces la jaula con las ratas que estaban his-
téricas al haber olido la sangre de los sicarios. Soltó uno de sus pies y lo in-
trodujo en la jaula, donde las ratas se abalanzaron y comenzaron a devorar su
carne. Cuando ya habían desaparecido un par de dedos y parte del empeine,
le retiró la jaula, le limpió las heridas con un paño húmedo y le dijo calma-
damente que meditase su respuesta. Salió entonces, volvió con el mancebo y
preparó su pie derecho para introducirlo en la jaula. Los ojos de Barbárigo
mostraban que estaba roto y con un gesto de la cabeza le indicó que hablaría,
obviamente temía más lo que pudiese pasarle al muchacho que a él. Se entre-
tuvo mirándolos y preguntándose si realmente podría sentir amor por un des-
pojo como el actor o si no sería más que una treta. El silencio de la habita-
ción lo rompían los histéricos gimoteos del muchacho y los chillidos de los
roedores. ¿Tuvieron los griegos de antaño el mismo problema? Suponía que
no y que sus afeminados eran más viriles y valerosos que ese ser depravado y
apocado.

– Atacaremos a los sanjuanistas la próxima primavera... los...


el Gran Turco ha manifestado que... que prefiere Rodas en nuestras manos,
que está harto de los frailes corsarios. ¿Le respetaréis a él?

Mientras desgranaba detalles supo que esta vez decía la ver-


dad, lo trabajaría un poco más para asegurarse. Luego los apuñalaría, los
pondría en la cama desnudos y escribiría con sangre la palabra “Infiel”,
“Traidor” o quizás algo más melodramático. Luego subiría el cadáver que
tenía en la carretilla y lo dejaría ahorcado en la alcoba fingiendo un suicidio.
Era uno de los compañeros de Anselmo, al que había partido el cuello unas
horas antes. Parecería un crimen pasional perpetrado por un suicida. Soltaría

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las ratas para que destrozasen los cadáveres y cerraría la casa. Llevaría los
cuerpos de los sicarios al cementerio de Agios Constantinos, desaparecería
durante unos días y finalmente abandonaría la isla, aunque tal vez hiciese
antes de partir una visita que anhelaba hacer más que esta.

100
8. IUS INTER GENTES
Villa Real de la Santa Fe, 8 de Agosto de 1599

S u mente no podía dejar atrás preocupaciones que deberían haberse que-


dado en los campamentos de Fez y Rusadir, había tanto que hacer, tan-
tas cosas que preparar que le parecía un desperdicio de tiempo estar en la
Sala del Consejo Real escuchando a los Secretarios de los distintos Consejos
hablando de temas que no le afectaban. A lo largo de la mañana habían ido
desfilando los Consejeros de Indias, de las Dos Sicilias, de Cartago, de Ara-
gón, de Castilla... A estas horas del día debería haber estado supervisando las
prácticas de los artilleros, concretamente el uso de balas explosivas lanzadas
mediante morteros, una innovación que esperaba fuese muy útil para acabar
con la resistencia de cualquier fortificación. La combinación de barcos fuer-
temente artillados con piezas de bronce usando proyectiles incendiarios y
explosivos y con dotaciones perfectamente entrenadas podría acabar con
cualquier defensa ahorrando un número importante de vidas y de valioso ma-
terial. El gasto en pólvora, pelotas y salitre estaba siendo considerable pero
merecería la pena dada la precisión que habían logrado. Gastarlos en prácti-
cas era sólo una cuestión de dinero, nada más, y con las factorías trabajando a
pleno rendimiento se podía reponer con facilidad, mientras que desperdiciar
tiempo y vidas una vez comenzase la guerra se podría pagar de otra manera y
a un precio más elevado. No era algo novedoso, al fin y al cabo era de los
antiguos romanos de los que se habían recuperado otras muchas enseñanzas y
tradiciones y la de la importancia del entrenamiento, de la disciplina y la re-
petición hasta lograr la perfección era la más importante de ellas.

101
El Mayordomo Real, el Duque de Arcos, anunció entonces
que a continuación se reuniría la Mesa de Conciencia y Órdenes, apelando en
nombre del rey al Privilegio de Armas, dado que iban a tratar de la campaña
que se avecinaba y con el fin de proteger el secreto de los preparativos de-
mandó de los consejeros que se retirasen salvo los que hubiesen sido expre-
samente invitados. Los Secretarios de los Consejos Territoriales, de Comer-
cio, de las Comunidades de Tierra, de Iglesia, de las Cortes y de la Mesta
fueron desfilando con mirada entre indignada y aliviada, quedando tan sólo
los del Ejército, Marina, los de las Órdenes Militares, el Duque de Alba, el
Príncipe Castriota y sorprendentemente uno de los representantes de las Uni-
versidades, otro de la Iglesia, el representante de Burgos que había presidido
la delegación de las Cortes, el de la Casa de Contratación, el de Universida-
des y algún que otro representante cuya presencia no encajaba en un consejo
de guerra. Por una puerta lateral, oculta tras unos tapices, accedieron dos
hombres de mediana edad uno con aspecto de clérigo y otro con aspecto de
letrado, no iban acompañados por secretarios ni por escribanos, tan sólo por
un par de archeros que desaparecieron por la misma puerta.

– Eminencias, estimados y magníficos caballeros, doctos y


santos varones – comenzó el Rey sin levantarse de su sitial –, probablemente
les sorprenda el tema que debatiremos hoy, puesto que ya hace años se discu-
tió una cuestión similar, convirtiéndose las conclusiones de aquel inspirado
debate una de las bases en las que se fundamenta nuestro Derecho de Gentes.
Algunos miembros del consejo han expresado dudas acerca de la moralidad
de lanzar un ataque de la magnitud del que se planea, máxime cuando se va a
efectuar por sorpresa y contra otro estado que nunca ha estado sometido a
nuestra autoridad ni nos ha agredido recientemente, por ello he requerido el
consejo de los muy nobles y sabios señores que hoy nos acompañan. Si bien
los fueros jurados ante las cortes me habrían permitido acometer esta acción
102
sin que mi autoridad hubiese podido ser puesta en duda, creo conveniente
para mi conciencia, la de los fieles servidores de la corona, la honra del reino
y de la verdadera religión que se determine clara y definitivamente la legiti-
midad o no de la acción que pretendemos acometer. Le cedo ahora la palabra
a Monseñor Don Diego, nuestro Confesor y presidente del Consejo Real.

Tomó entonces la palabra el Confesor Real, Don Diego Fer-


nández de Córdoba, que presentó a los dos invitados. El primero de ellos era
el Licenciado Don Francisco de Osma titular de la cátedra de prima de la
Universidad de Salamanca, un destacado y conocido profesor de Leyes y de
Derecho de Gentes que al ser nombrado miró con ojos saltones a través de
unas gruesas lentes. Se sabía que tanto el Rey como las Cortes solían consul-
tarle sobre todo en cuestiones relativas al Ius Inter Gentes y que sus posicio-
nes eran muy cercanas a las de la mayoría de los consejeros reales. El otro
era un profesor Universitario, el Licenciado Fray Ignacio O'Connor profesor
de Moral en la Universidad de Alcalá, un dominico enjuto y de piel reseca y
tan blanca como su cabello. Era muy conocido tras la publicación de su co-
nocida "Defensio Fidei Catholicae adversus Gallicae sectae errores" en la
que refutaba las peligrosas desviaciones de la secta Zwingliana en Francia y
en la que defendía la licitud de alzarse y deponer al gobernante inicuo.

El Duque de Alba estaba sorprendido, no conocía en persona


a los dos invitados aunque le habían llegado opiniones acerca de sus ideas,
había leído alguna obra suya y conocía su reputación. Evidentemente las Cor-
tes estaban preocupadas por la dirección que podía tomar la campaña que se
avecinaba. Lo cual no eran en absoluto una sorpresa puesto que no sólo los
preparativos eran imposibles de ocultar, sino que ya se les había solicitado la
concesión de numerosas partidas presupuestarias y subsidios para equipar

103
tanto a la flota, como al ejército, así como otros muchos gastos, como la
construcción de fábricas de armas y de pólvora en Ronda, Rusadir y Fez o las
fundiciones de cañones de hierro en Oviedo y Vizcaya. Una de las medidas
cautelares había sido filtrar posibles objetivos que desviasen la atención de
los verdaderos, así, por ejemplo, para justificar el tamaño de la flota se había
hablado de una cruzada sobre el Emperador Azteca, de un ataque sobre los
dominios de los neoingleses e incluso de una invasión del territorio de los
Sonrai desde Cabo Verde. Eran medidas habituales y normalmente iban
acompañadas de otras acciones de desinformación que implicaban incluso el
soborno de agentes extranjeros.

No creía que el rey, entusiasmado con el proyecto hubiese


querido convocar voluntariamente un debate respecto a la licitud de la opera-
ción, a menos que supiese de antemano que no habría voces discrepantes y la
del dominico era potencialmente una. Otra posibilidad era que hubiese habi-
do una filtración interesada que hubiese alcanzado a algunos miembros de las
Cortes haciéndoles dudar de la licitud de la operación militar en curso. Las
sospechas en ese sentido podrían conducir a alguien ambicioso y astuto como
el Secretario Real del Consejo de Guerra Don Manuel de Moura, si bien apa-
rentemente gran parte de sus ambiciones personales pasaban por el éxito de
esta guerra. Discretamente dirigió su mirada hacia el portugués, pero no pudo
adivinar nada en su habitualmente inexpresivo semblante salvo una cierta
tensión en su ceño, ¿le preocuparía que el resultado de la discusión entre los
dos eruditos pudiese llevar a la conclusión de que los objetivos de la opera-
ción debían ser revisados con el fin de obtener la aprobación moral de un
comité de teólogos y juristas de las Cortes? Eso lo haría totalmente público,
eliminaría el factor sorpresa y prácticamente haría inviable la operación in-
disponiendo a los etíopes y otros aliados contra la Monarquía Hispánica.

104
Su camarada de armas el almirante Marco Antonio también
parecía preocupado y era más que comprensible puesto que él sí que estaba
interesado en el buen fin de la guerra. Por su familia, la desposeída casa real
albanesa, anhelaba combatir a los turcos y derrotarlos en cualquier lugar, pe-
ro había algo más. La participación en una Cruzada para liberar los Santos
Lugares había sido su sueño desde la infancia, con los años se había vuelto
más realista y no confiaba en que ese evento pudiese llegar a ocurrir y úni-
camente sacaba el tema tras varias copas de vino, poco antes de empezar a
jurar contra toda cabeza que portase corona, tiara o birrete. La propuesta de
participar en la última cruzada le había devuelto una juvenil ilusión y tal vez
por ello movía nerviosamente la cruz de oro que colgaba en su pecho. El Du-
que miró entonces en su interior y sólo encontró sentimientos encontrados,
puesto que por una parte estaba preocupado porque tantos esfuerzos hubiesen
sido baldíos o que se dedicasen a otro fin que le alejase aun más de los suyos,
tal vez batallar al otro lado de la Mar Océana. Aunque por otra parte también
se encontraba aliviado ante la posibilidad de que todo se cancelase, que que-
dase liberado de su promesa y pudiese volver a Alba de Tormes con su fami-
lia tras tantos años de servicio de armas.

El siguiente en la lista era el poderosísimo Duque de Arcos,


favorito del Rey y guía de muchas de sus políticas. Aunque no podía imagi-
nar por qué podría hacer algo así como poner en peligro la Cruzada. Era cier-
to que tenía numerosos intereses en las Indias Occidentales, donde algunos
miembros de su familia ocupaban cargos destacados, pero no lo era menos
que algunas de las factorías de armas de Ronda y de Fez eran de su propiedad
y que se estaba enriqueciendo considerablemente. No, no podía ser él.

105
Mientras tanto Don Diego había continuado la presentación
de los eruditos citando libros, cartas y otras publicaciones, honores papales y
participaciones en controversias varias a las que los monarcas hispanos eran
tan aficionados cuando de marcar las directrices de una política novedosa se
trataba. Al terminar entregó sus notas a un fraile que apareció como un es-
pectro detrás de él y añadió:

– Alteza, nobles Duques, eminentes señores, conocido es de


todos que para que una guerra sea reputada como justa no es suficiente la
buena voluntad del Príncipe, ni la de aquellos que guíen con su cayado a la
República, a veces es necesario un examen diligente, una reflexión sincera y
el veredicto afirmativo que puedan dar un grupo de doctos y probos varones.
Como confesor de nuestro Rey y Señor puedo decir sin temor a equivocarme
que en esta ocasión le guía claramente el deseo de alcanzar la certeza de que
ante tan grave asunto se dispone a obrar con rectitud y que no quiere que se
le achaque que su única defensa en caso de actuar erróneamente sea la de
ignorancia invencible – el Duque trató de escrutar discretamente el rostro de
su rey, podría ser que él responsable de la filtración fuese el mismo rey, trató
de recordar las últimas conversaciones que había tenido con él, pero si estaba
acosado por las dudas lo había ocultado muy bien y, más aun, habría cambia-
do mucho en los últimos meses; la tensión que se intuía en su mano izquierda
le dejó perplejo –. Aunque el Príncipe de una República, como el Rey Don
Miguel, tenga poder, autoridad y medios para hacer la guerra, también tiene
la responsabilidad de usarlos rectamente y no debe buscar pretextos y oca-
siones injustas e inmorales para provocarla. Me consta que el Rey preferiría
vivir en paz y armonía tal y como manda San Pablo a los romanos… siempre
que sea posible. Gran paciencia ha mostrado hacia la hostilidad que los here-
jes de la secta mahomética muestran a todos los cristianos, pero como otros
expondrán – dijo señalando a de Moura – poderosas razones le empujan a
106
obrar de otra manera para con ellos. Ante las terribles consecuencias que eso
podría tener, ha decidido aconsejarse por varones rectos y prudentes como
los que hoy están reunidos en esta sala, por varones que hablen con libertad y
sin ira ni odio, ni pasión pues no se ve la verdad fácilmente si somos entorpe-
cidos por nuestras pasiones. Invoco entonces al Espíritu Santo para que nos
ilumine, nos inspire y nos lleve a tomar la decisión más adecuada.

Para concluir bendijo a los asistentes y con la ayuda del frai-


le fue tomando juramento uno a uno a los presentes de guardar secreto de lo
que se deliberase bajo pena de excomunión y muerte.

Don Manuel de Moura pasó a describir en líneas generales la


idea de la Cruzada para recuperar para el cristianismo tierras largo tiempo
perdidas entre las que estarían los Santos Lugares, el Duque observó que el
ladino portugués aunque hizo alusión a los estrechos de Suez y a la ocupa-
ción de los puertos de los mismos lo justificó apelando al Ius Communicandi
que protegía a los comerciantes españoles y que debería permitirles abrir ru-
tas comerciales mucho más cortas, directas y viables que las actuales hasta
las Islas de las Especias. Aprovechó también la ocasión para destacar que eso
posibilitaría la apertura de las misiones en Ormuz, India y Ceilán, así como la
posibilidad del retorno de la iglesia etíope al seno del Catolicismo. El rey
mantenía un semblante sereno, confiado y severo que probablemente engaña-
se a todos salvo a Don Fardrique y al confesor real, que tras su exposición no
se había retirado a su silla habitual que se encontraba ligeramente por detrás
del Escaño Real sino que se había sentado en una mesa frente al Rey para
recalcar su posición de árbitro. En sus ojos podía leer nerviosismo, no necesi-
taba más para saber que las Cortes se lo habían impuesto sin él esperarlo.
Tantos esfuerzos de su padre Miguel, de su abuelo el primer Miguel y así

107
hasta los reyes Isabel y Fernando, por tratar de contener primero a la nobleza,
encarnada en los poderosos señores llenos de privilegios y poder capaz de
hacer sombra a la corona, y luego al clero, especialmente a la Inquisición,
envalentonados por la aparente deferencia divina mostrada a los reinos de
España durante el Segundo Diluvio, para acabar siendo atado en corto por las
Cortes, las Universidades y los Juristas. Todo ese esfuerzo había sido escapar
del acero de los grandes y del incienso de los Cardenales para caer atrapado
en los códigos de los juristas y los papeles de los funcionarios. Suponía que
eso había traído prosperidad al Reino y había reducido el riesgo de conflictos
entre bandos de nobles, pero que también suponía un lastre en situaciones en
las que los beneficios no podían ser expuestos claramente a los Procuradores
de las Cortes sin riesgo de revelar lo que se planeaba frustrándolo, como así
era en esta ocasión.

Tras la exposición de de Moura todos guardaron un breve


silencio que fue roto por el representante de Burgos, un rico y obeso merca-
der llamado Don Santiago Ortega de la Torre. Parecía ser el “cabecilla” de la
delegación que se opondría a la guerra que se avecinaba.

– Alteza, eminentes señores, seré breve puesto que estando


aquí el eminente doctor Fray Ignacio O’Connor los argumentos que mi
humilde persona pueda aportar serán… serán realmente limitados. Como re-
presentante de las Cortes llegó a mí el conocimiento del objetivo real de la
guerra que se está preparando contra los musulmanes de Levante y me pre-
ocupó que jóvenes que podrían estar cultivando tierras, cuidando ganados o
trabajando en cofradías de artesanos muriesen en tierras lejanas, me preocupó
que rentas que podrían ser dedicadas a engrandecer el reino y darle renombre
en toda la cristiandad se quemasen en una causa inmoral, me preocupó que

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naves que podrían estar llevando mercancías y riquezas a los confines del
orbe para mayor gloria de la monarquía hispánica se perdiesen en una guerra
inútil. Maese Moura nos ha hablado de las rutas que se abrirán, de las misio-
nes, de las especias que fluirán… pero no nos ha hablado de las naves que se
perderán, de los ataques que podrán desencadenar sobre nosotros los Solda-
nes de Egipto y de los otomanos, ni de los nuevos impuestos que gravaran el
comercio – y bajando su mirada ante la del Trastámara concluyó – y que pa-
garemos con la resignación habitual. Es nuestro deseo que quede claro que
ese sacrificio que se nos pide corresponde con una causa justa, noble y acor-
de con las leyes de Dios y de los hombres.

El Confesor Real pareció meditar durante unos instantes,


mientras miraba a los dos hombres que llevarían el peso del debate. A su de-
recha se encontraba el dominico alcalaíno que había cerrado los ojos y pare-
cía estar orando, junto a él estaban el representante de Burgos en las Cortes y
el de las Comunidades de Tierra. A su izquierda el jurista salmantino que
presidía la delegación a favor de la guerra revisaba nerviosamente las notas
que había tomado apresuradamente con una letra desigual y áspera, a su lado
se encontraba el representante de la Casa de Contratación, que ya debía estar
calculando las ganancias del negocio de las especias y el Duque de Arcos que
parecía tratar de penetrar en los corazones de los que le rodeaban. En una
segunda fila se encontraban Don Fardrique y su amigo el Príncipe Castriota.

– Desde la antigüedad los hombres – el que hablaba era el


dominico con voz metálica y firme –, impulsados por la mancha de Caín, han
deseado marchar a la guerra con la finalidad de alcanzar la alabanza de los
otros, el renombre ilustre y la gloria imperecedera, todo ello sin considerar la
justicia o la injusticia de la causa que les animaba. La caritativa influencia del

109
Cardinal Cisneros y de los grandes pensadores de la Escuela de Salamanca
como Domingo de Soto y Fray Luis Vives mostró el camino para evitar ese
error. Ellos, inspirados por la sabiduría divina, fueron los primeros en mos-
trar claramente los criterios que podrían avalar la rectitud, la moralidad o la
justicia de una guerra. Puesto que tan magnos maestros consideraban que
existía la posibilidad de que una guerra fuese justa incluso fuera del magiste-
rio de la Iglesia, como por ejemplo lo fueron las de griegos y romanos que
aun causando gran mortandad entre naciones bárbaras y privándolas de una
falsa libertad, las enriquecieron en recursos, en conocimientos y en cultura.
Es evidente que lo habían hecho sin conocimiento de la inmortalidad del al-
ma, el amor del Padre o la caridad – el Duque de Alba comenzó a temer que
la exposición de los eruditos se limitase a una interminable enumeración de
artículos, motivos y antecedentes, sin posibilidad de discutir, aclarar o inclu-
so negociar su apoyo o su aprobación –. Pero nosotros nos encontramos en
una situación muy distinta puesto que nuestra Fe, el magisterio de la Iglesia y
las Escrituras nos muestran un camino claro, aunque estrecho, del que no es
posible desviarse sin caer en las penas más severas. Se ha hablado de los be-
neficios y de los perjuicios que la guerra traerá, pero eso es una cuestión se-
cundaria. Lo esencial es determinar si la guerra será justa o no, no si será
provechosa para la República o no. Como mi hermano en la fe, Don Diego,
ha dicho el Príncipe no puede decidir por sí mismo la justicia o no de una
acción armada aun cuando tenga autoridad y medios para llevarla a cabo.
Ello se debe a que podría verse tentado de hacer la guerra por acrecentar la
gloria personal mediante anexiones territoriales…

El consejero de Moura no pudo aguantar más y sin pedir la


palabra ni aguardar a que el Confesor Real se la concediese, se puso en pie e
interrumpió al orador.

110
– ¿Insinuáis acaso que la incorporación a la Corona de las
tierras de los reinos de Fez, Cartago y Marraquex no...?

Un fuerte mazazo propinado por el Confesor real le inte-


rrumpió, mirando con contrición al rey se disculpó ante los presentes y se
sentó. El rey Miguel invitó al Dominico a continuar su exposición. Obvia-
mente el enfado del consejero había sido genuino, así como la irritación del
soberano, esto no estaba planeado y tal vez esta vez las Cortes estaban yendo
muy lejos.

– Creo y corríjanme si me equivoco, pero creo que esa no es


la cuestión que nos ocupa. La cuestión de los reinos africanos quedó clara en
el Concilio de Toledo del año del Señor de mil quinientos treinta y cinco – su
voz no pareció alterarse y rápidamente resumió su argumentación como si el
incidente no hubiese ocurrido –... Pero no, esa no es la cuestión. Antes de
esta interrupción trataba de traer a la memoria de los presentes las enseñanzas
de Nuestra Madre la Iglesia, recogidas en la encíclica del Papa Alejandro VII
"Sublimis Lumen Deus", que establecían claramente que las guerras expan-
sionistas, por gloria y por forzar la conversión de paganos, infieles y herejes
son injustas e inmorales. Insisto, no se considera lícito el hacer una guerra
para propagar la fe, le recuerdo a Maese de Moura que la guerra en Fez y en
Cartago se hizo por asegurar el bienestar de los pobladores de las Españas y
para recuperar territorios que hasta los tiempos de los visigodos estuvieron
vinculados al antiguo reino de Hispania. Una guerra no es el vehículo más
adecuado para lograr la conversión como se demostró lamentablemente con
los moros del reino de Granada durante el reinado de Doña Isabel, la fuerza
solo puede conseguir conversiones fingidas que no son más que meros sacri-
111
legios. Mas tampoco se trata de una guerra en defensa propia, puesto que no
ha mediado agresión por parte del soldán de Egipto, ¿no es así? – De Moura
que se mostraba muy nervioso quiso intervenir de nuevo, pero el dominico
prosiguió sin tan siquiera mirarle –. Obviamente tampoco se intenta castigar
una injuria, ni anticiparse a un ataque inminente por parte del soldán y mucho
menos se les está ofreciendo a él y a su pueblo la posibilidad de cambiar su
conducta. En conclusión las dudas son más que razonables y nos hacen con-
cluir necesariamente que esta guerra no es justa.

Sin decir nada más hizo una reverencia hacia el rey, inclinó
la cabeza ante el Confesor Real y tomó asiento. Momento en el que el jurista
alcalaíno reagrupó sus notas, se puso en pie y comenzó a hablar.

– Alteza, nobles Señores, creo mi deber comenzar mi… mi


exposición resaltando un hecho. Un hecho… muy importante puesto que
muestra las intenciones de… esta convocatoria – su voz no era tan firme y
parecía más estar dialogando consigo mismo – y es que esta reunión ha sido
convocada por nuestro soberano el Rey Miguel. Bien es cierto que ha habido
una… una petición por parte de algunos representantes como se nos ha hecho
notar, pero no es menos cierto que no había obligación legal por parte del
soberano de someterse – el Duque sonrió internamente, no habría obligación
legal pero eran los representantes de las Cortes los que tenían que votar el
Servicio para financiar la campaña –… a la misma. En mi opinión el argu-
mento más favorable es que esta guerra se plantea como una Cruzada orien-
tada no a convertir infieles por la fuerza,… lo que, como bien se ha dicho,
sería un pecaminoso fraude, sino a recuperar territorios que no solo fueron
una vez… cristianos sino que son los más Santos de los territorios de la…
Cristiandad. Aunque sean de todos conocidas creo que debo recordar… citar,

112
por ejemplo, el decreto de Julio III “Hyerosolima Liberatio” que mantiene
viva la llama de la recuperación de los Santos Lugares y expresa que es un
deseo permanente y vivo del Obispo de Roma que tal hazaña se logre, o la
bula “Dum Diversas” de Inocencio VIII en el que se autorizaba al Rey de
Portugal, y como… como heredero suyo al rey de las Españas, a someter a
sarracenos, paganos y demás infieles enemigos de la corona y transferir esos
territorios a su corona – el Duque se preguntó si no sería todo una maniobra
del Romano para asegurarse algo más que el control de los Santos Lugares en
Jerusalén, Belén y Nazaret, aunque no era probable que eso fuese puesto en
tela de juicio a menos que los sanjuanistas se lo estuviesen disputando –, si
bien esta se podría interpretar en contradicción con la posterior de Alejandro
VII que mi colega… el hermano Ignacio ha citado. No deberíamos olvidar
tampoco la “Cum dum praeclarae” de Eugenio IV, la “Divino Amore” de Ni-
colás V, la “De Christianissima Bellis” de Francisco I… En fin no quisiera
aburrirles, ni abrumarles con tantos antecedentes que…que existen. Hay
otros atenuantes que para… cualquier experto en Ius inter Gentes serían evi-
dentes como son las permanentes ofensas y… la opresión en la que viven
incontables cristianos de esas tierras y los peregrinos que por ellos pasan, la
existencia de otros muchos… cristianos sometidos a la vil esclavitud tras
haber sido capturados traicioneramente incluso en nuestras costas – un mur-
mullo recorrió las filas de ambas delegaciones –. Más aun no podemos obviar
la existencia de aliados de la corona que se encuentran en guerra contra el
infiel, en este caso el cristianísimo rey David de Etiopía que combate contra
el herético soldán de Egipto – hizo una breve pausa y el Duque pensó que
habría acabado su exposición, pero la retomó de nuevo –. Un argumento más
que podría ser enumerado en favor de justicia de esta guerra sería la carencia
de leyes… de leyes justas que rijan a los naturales de esas tierras. Aunque en
este punto, deberíamos preguntarnos si la ley alcoránica se considera ley in-
justa o no… en mi opinión claramente no lo es, al justificar elementos como

113
la infame esclavitud, los tributos adicionales para los cristianos, la poligamia
y la sodomía. Para terminar recalcaré de nuevo el argumento expuesto por
Maese de Moura acerca de la violación permanente del Ius Communicandi
que impide a los mercaderes españoles comerciar con las Islas de las Espe-
cias, a los misioneros viajar a la India y a nuestros navegantes acceder al
Océano de los Indios. Son los mismos evangelios los que establecen que to-
dos los hombres son prójimos independientemente de su fe, que por tanto
españoles y egipcios son prójimos… de la misma manera que el samaritano y
el judío lo eran.. Y que los segundos… es decir, los egipciacos, no pueden
impedir a los primeros el libre tránsito.

Para alivio del Duque se sentó dubitativamente como si qui-


siese añadir algo más o hubiese olvidado algo. Temiendo que volviese a re-
tomar su discurso el dominico alcalaíno se puso en pie y le replicó.

– Quería corregir a mi… colega Don Francisco con respecto


a la idea de la Cruzada y para ello citaré al Beato Martín de Eisleben en su
carta al Emperador Federico de Austria en la que afirmaba que el propio Dios
había enviado el azote de los moslimes como castigo por los pecados de los
cristianos y que no era lícito el combatirlos ofensivamente, puesto que hacer-
lo sería revelarse contra la mano de Dios.

Don Francisco de Osma solicitó la palabra por alusiones y


ante la desesperación de Marco Antonio el Confesor Real se la concedió y
habló de nuevo.

– Esa es una idea… claramente errónea. El carácter de beato

114
de Martín de Eisleben no le libra de cometer errores y este es… evidente.
¿Cómo justificaríamos entonces todo lo hecho por los soberanos españoles
desde el heroico Don Pelayo? Quería destacar que… antes no… que existen
además justos títulos que avalan las reclamaciones de Don Miguel a las tie-
rras de tierra Santa. Lo que haría a sus habitantes súbditos de jure… del rey
de las Españas y usurpadores de tierras que no son suyas.

– Se trata de un débil argumento puesto que otros monarcas


de la cristiandad presentan títulos que creen válidos sobre esas tierras, por
ejemplo el duque saboyano alega ser heredero de Enrique II de Chipre, el
herético rey de Francia presume de haber heredado los derechos de María de
Antioquia hija de Bohemundo, el Emperador de Romanos ha intentado que
se le reconozcan los títulos que habría heredado de su madre, descendiente de
la reina Yolanda de Nápoles… – el rey Don Miguel se revolvió en su asiento
de forma perceptible lo que revelaba que el dominico se estaba adentrando en
terreno peligroso, afortunadamente para él se percató a tiempo, guardó un
momentáneo silencio, miró sus notas y continuó –. No obstante ninguno de
los presentes discutimos los derechos de Su Alteza Real al trono de Jerusalén
y hay algo más que quisiera destacar de vuestra intervención habéis argu-
mentado que la existencia de cautivos cristianos en tierras egipcias podría ser
una razón para hacer justa esta guerra. Debo decir que discrepo,… que no
creo que eso sea un motivo que pueda justificar una guerra puesto que su si-
tuación ya es objeto de las atenciones y la dedicación de los hermanos mer-
cedarios para su liberación. Aun cuando el Señor hubiese dispuesto la perdi-
ción de los que cometen una acción tan abominable, no por ello se sigue que
el que la pusiese fin esté libre de culpa y obre rectamente, puesto que eso no
sería más que tratar de derivar un bien de una mala acción. Es por ello que la
existencia de una alternativa para mitigar o incluso poner fin a la triste condi-
ción de los esclavos cristianos como es la labor de los mercedarios niega la
115
validez de su argumento y debe despejar las dudas que cualquier cristiano
tenga acerca de la eficacia de la labor de tan abnegada orden.

Obviamente se trataba de un argumento improvisado, forza-


do por el desliz que había cometido al poner en duda los derechos reales so-
bre Tierra Santa y la respuesta no se hizo esperar, aunque el que se alzó para
contestar fue el portugués de Moura. Inicialmente le había sorprendido aun-
que era lógico, si no le conocía mal trataría de borrar su error anterior al inte-
rrumpir al orador y vengarse de la humillación recibida por su error.

– Muy docto hermano Ignacio aquí tenéis un cristiano que


duda. Uno que duda que comprando a precios elevadísimos la libertad de los
cautivos que caen en las manos de esos infieles acabemos con un tráfico que
fue condenado por el mismísimo Santo Padre, más aun por el evidente peli-
gro de renegar de la fe en el que se encuentran. Pero que no duda que de esa
manera no haremos más que alimentar la ambición de los moslimes que ven
en ese pecado un negocio seguro que les reporta gran cantidad de plata. Co-
mo tampoco duda de que ven en la actividad de los santos Hermanos Merce-
darios una muestra de debilidad y de impotencia – su tono de voz había ido
alzándose hasta atronar en la sala, como un lobo había olido la sangre, había
visto una debilidad y se había abalanzado a aprovechar la oportunidad –. Pe-
ro este cristiano no duda que hay que hacer algo urgente para acabar con ese
horrible tráfico humano, ¿no nos recomienda acaso el salmista que arran-
quemos al débil y al pobre de las garras del impío? Para concluir diré que
este cristiano no alberga dudas de que tal vez el acabar con tanto dolor justi-
fique sobradamente que se pague un precio… un tributo en forma de vidas
infieles y cristianas que el comandante supremo de la cruzada, el Duque de
Alba aquí presente, sabrá sin duda con su habitual pericia.

116
La intervención del Secretario Real le había desconcertado y
dejado en una extraña posición. No alcanzaba a ver que pretendía forzándole
a intervenir, pero lo cierto es que no tenía otro remedio que hacerlo.

– Alteza, magníficos señores, beatísimo padre y doctos varo-


nes que se encuentran presentes, he de confesar en primer lugar que como
hombre de la milicia todas estas cuestiones me quedan un poco lejos. Las
sutilezas que hacen de un conflicto armado una causa justa o injusta no pue-
den ser aprehendidas por estas manos más acostumbradas a empuñar el ace-
ro, ni por este corazón más entrenado en anticiparse a las decisiones que pue-
da tomar el general enemigo. Desde luego no quiero decir que mi actividad
como soldado se limite a la de una máquina autómata que se limita a repetir
unas instrucciones, o a las de un vulgar mozo que no cuestiona las órdenes
recibidas por su señor. Como soldado estoy habituado a examinar las órdenes
recibidas a la luz de mi conciencia y de lo que considero recto y honesto y a
obrar en consecuencia. El propio sentido del honor marca a los hombres de la
milicia una línea en la arena que no debe ser traspasada… y por traspasarla
entendemos el caer en el pillaje, el afrontar un combate en el que las probabi-
lidades de victoria no sean razonables o que implique un sacrificio excesivo y
por tanto inútil de sangre, el atacar a inocentes o gentes no armadas – necesi-
taba acabar cuanto antes ya que se sentía muy incómodo, las cuestiones mo-
rales de lo que hacía le preocupaban hondamente pero dudaba que los allí
presentes pudiesen entenderlo –... Pero también hay otras que nos inflaman
de manera especial. Durante mucho tiempo hemos padecido las depredacio-
nes de los corsarios musulmanes, déspotas ismaelitas gobiernan y han gober-
nado tierras que fueron de cristianos y que se gobernaron antaño con las le-
yes de los césares de Roma y los emperadores griegos. Se recuperó Jerusalén

117
en varias ocasiones y en todas ellas fue perdida de nuevo. No pido venganza,
pero creo que va siendo hora de que vayamos saldando cuentas con ellos…
Alguien ha comentado que se debería ofrecer al soldán la posibilidad de en-
mendarse sin tener que llegar a la guerra, a día de hoy las hordas del soldán
ya combaten con soldados cristianos en el Nilo con lo que no creo que sea
muy receptivo a semejante invitación.

La intervención del Duque provocó un breve silencio, pero el


Dominico pareció reaccionar, pidió la palabra y con una inocente sonrisa
preguntó:

– Muy noble y valeroso Duque, ¿por sacrificio excesivo e


inútil tal vez os referiréis por ventura a la jornada de Ganday que le costó la
vida al soldán de Sonrai y a diez mil de sus guerreros? Obviamente es lícito
acabar con los responsables de una agresión injusta para vengar ofensas y
daños, así como para procurar paz y seguridad, pero hay que tener en cuenta
la proporción de la ofensa hecha y que la reparación no vaya demasiado le-
jos. Tan lejos como para dar muerte a soldados que marchan de buena fe a la
guerra, que no deberían ser reputados como culpables y, por tanto, no res-
ponder con su vida.

Una ira incontenible recorrió su cuerpo, por un momento se


sintió tentado de levantarse de su escaño y arrancarle el corazón con sus pro-
pias manos. Osaba reprocharle la única vez que se había dejado llevar, la
única vez que había actuado según lo que habían dicho que se esperaba de él.
Sin embargo pudo aplacar su furia, obviamente no podía reprocharle el haber
aprovechado un flanco expuesto como el que había dejado el Duque. Había
sido imprudente y había pagado por ello, sólo cabía corregirlo de la mejor
118
manera posible.

– Ciertamente, esa jornada fue nefasta para el soldán que


perdió la cabeza y su ejército. Muchas veces antes fue derrotado sin tanto
derramamiento de sangre, pero eso no le hizo entrar en razón, no le impidió
exponer a los suyos a riesgos innecesarios para tratar de arrebatarle villas y
súbditos a su alteza el rey Don Miguel, aquí presente – y mientras inclinaba
la cabeza ante su soberano añadió –. Suya es por tanto la responsabilidad de
que aquellos que le siguieron… de buena fe, aunque engañados, pagasen con
sus vidas por pecados ajenos. Pero no son solo los pensamientos de un rudo
soldado, nuestro padre San Agustín ya nos enseñó que el fin de la guerra es la
paz y la seguridad de la república, pero tal seguridad no podrá ser alcanzada
a menos que los enemigos, reyes o soldados, sean disuadidos con nuestra
firmeza y por el miedo a la guerra y a las consecuencias que esta podría aca-
rrearles. En mi opinión carecería de toda condición de equidad la guerra…
aun la guerra defensiva, si ante reiteradas agresiones y ante una invasión in-
justa, a la república solo le fuera lícito rechazar a los enemigos para que no
avancen más en vez de quebrar su voluntad de obrar el mal, ¿Cuantas vidas
no se salvaron por una acción tan contundente? ¿Cuanta paz, si se puede me-
dir en balanza de orfebre o en romana de mercader, no aportó esa sangre de-
rramada? En ese caso, terrible como pueda parecer a alguien ajeno a la mili-
cia y más terrible aun para los que allí estuvimos, se trataba de una guerra
puramente defensiva, justa por tanto, y por ello el que la dirigía, en este caso
mi persona, estaba legitimado para castigar al ofensor.

Había salvado la situación, pero aun así, en su interior, no


podía sino estar de acuerdo con el dominico y su débil argumento resonaba
en su propio corazón como falso, huero y sin valor, aunque le enfureciese.

119
Había pensado muchas veces en ello, era consciente de haber obrado mal,
pero incomprensiblemente no lo sentía así. Eso le preocupaba, el no arrepen-
tirse de un acto que a la luz de su trayectoria y de sus convicciones no dejaba
de ser un arrebato condenable que había conducido a un horrible baño de
sangre. Lo había hablado con el capellán, pero no le había ayudado en abso-
luto. El perdón exigía arrepentimiento y propósito de enmienda, pero él no
podía ofrecer tal cosa. Lo había buscado en los ojos de sus subalternos, en el
fiel capitán Chanciller, en el capitán Zácher, en el sargento mayor Berrojo, en
el escribano maese Caramillo, en los soldados, en los mochileros e incluso en
las cantineras y sus obscenas canciones. Pero en ellos sólo había encontrado
comprensión, admiración y justificación. Comprensión. Admiración. Justifi-
cación. Justo lo que no necesitaba para acercarse al arrepentimiento, al pro-
pósito de enmienda y a partir de ellos alcanzar el perdón. Aquella nefasta
jornada se había dejado llevar por sus fantasmas hasta acabar con el soldán y
se habría dejado llevar hasta cabalgar a Tombuctú para reducirla a cenizas.

Llegados a este punto el debate se había hecho más fluido y


menos formal y los aludidos se ponían en pie y aguardaban a una señal del
confesor real para replicar. En este caso el dominico se puso en pie y una vez
se hubo sentado el Duque replicó a su argumento.

– Me sorprende que alguien tan disciplinado como vuesa


merced se arrogue prerrogativas que sólo le corresponden a nuestro señor el
rey Don Miguel. Solo a él como Príncipe le corresponde la potestad de casti-
gar a los enemigos de la república con la severidad que el juzgue oportuna –
la pulla del fraile le dolió profundamente aunque no le molestó como antes,
no estaba acostumbrado a estos despliegues dialécticos y había errado en la
forma de expresarse. Discretamente miró al rey pero no pareció molesto –.

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Hemos discutido la validez de los títulos sobre Tierra Santa para justificar
esta guerra, pero aun aceptándolos en mi opinión eso no justifica la ocupa-
ción de otras tierras, de plazas, o de puertos en los estrechos de Suez y el
arrebatarle a un soberano extranjero, aun infiel, partes de sus dominios.

– No se trataría de algo arrebatado… injustamente – replicó


el alcalaíno tras la pertinente señal del confesor real –, no... en mi opinión, si
se hace respetando las normas de la equidad y la proporción se podrían ocu-
par plazas hasta cubrir los gastos provocados por la guerra y hasta cubrir una
hipotética compensación por los agravios… por los daños provocados a los
cristianos de aquellas tierras bien sean coptos, griegos, etíopes o latinos. No
olvidemos tampoco que así se engrandeció también el Imperio Romano y que
eso fue reputado como… como legítimo por San Agustín, San Ambrosio y
Santo Tomás…

– ¿Nos consideramos iguales al Imperio Romano ya? – el


dominico había aprovechado su indecisión para replicarle, el profesor alca-
laíno mostró un atisbo de sorpresa pero se resignó a escuchar la replica –. Me
parece que eso es orgullo y que podría ser castigado por el Altísimo de la
misma manera que le ocurrió a la misma Roma. La guerra ofensiva puede ser
justa para asegurar la paz del orbe poniendo freno a tiranos y opresores que
lesionen impunemente los derechos de otros principados, pero no puede serlo
si se trata de engrandecer los dominios de la república, para cambiar las leyes
con las que otras naciones consideren adecuado gobernarse o para satisfacer
la gloria de un príncipe. Las referencias el docto Don Francisco nos ha dado
se referían a la existencia de leyes inicuas que violaban la ley Natural y aun-
que él mismo tenga dudas acerca de la validez de la ley alcoránica, ésta no
parece quebrantar dicha ley natural salvo en la cuestión del trato dispensado a

121
los cristianos. Los moslimes no consumen carne humana, no toleran las rela-
ciones carnales entre parientes cercanos, ni hacen sacrificios de niños o adul-
tos, por tanto les ampara el derecho a gobernarse libremente de acuerdo con
las leyes que escojan y bajo los gobernantes que juzguen como legítimos y
no por ello se les deberá combatir. Esa no es por tanto una razón legítima
para hacerles la guerra.

Ambos bandos parecían ansiosos por continuar la disputa,


pero el Confesor Real debía de haber observado algo en el semblante del Rey
que el propio Duque no había visto, puesto que no le concedía la palabra a
nadie y se limitaba a revisar las notas que había tomado su secretario. Por fin
se puso en pie y tomó él mismo la palabra probablemente con ánimo de aca-
bar por el momento con el debate.

– Se ha hablado de la existencia de causas que reputarían


como justa a la guerra que se prepara como podrían ser los justos y legítimos
títulos que su alteza real posee sobre la Tierra Santa, la existencia de cautivos
cristianos, el estado de guerra entre el cristianísimo rey etíope y el soldán de
Egipto o la necesidad de castigar adecuadamente agravios anteriores con el
fin de lograr una paz duradera y justa. Se ha hablado también de la existencia
de causas que harían de esta guerra una guerra injusta como podrían ser el
tratarse de una guerra ofensiva, la… presunta intención de alcanzar gloria
personal y riquezas, el ampliar los dominios de la república o el someter por
la fuerza a la verdadera fe a gentes que viven de acuerdo con las leyes y usos
de la secta mahomética. En el fondo la cuestión esencial parece clara: es evi-
dente que no es una guerra defensiva, pero también que podría tratarse de una
guerra preventiva con el objeto de evitar males mayores, pero… ¿Cómo sa-
ber que se evitarán esos daños? Desgraciadamente para la decisión que debe-

122
remos tomar al finalizar estas sesiones, eso sólo lo sabe Dios. Una duda ra-
zonable sería preguntarnos si no sería peor pecar por acción o que por omi-
sión. Si estaríamos desencadenando una guerra injusta que acarrearía sufri-
mientos, destrucción y muertes sin cuento, o si no estaríamos renunciando a
doblegar la voluntad de enemigos que podrían aprovechar momentos de debi-
lidad nuestros para destruirnos a nosotros y a la verdadera fe – el Duque se
sorprendió al ver que estaba tomando parte por la facción favorable a la gue-
rra –. Hay una segunda cuestión de importancia que sería determinar qué te-
rritorios podrían ser recuperados de acuerdo con los derechos del Rey Don
Miguel y qué territorios podrían ser tomados en concepto de castigo a nues-
tros enemigos y reparación a la república – hizo una breve pausa que el Du-
que aprovechó para observar discretamente a los opositores a la guerra y para
ver que la declaración del Confesor Real había causado un cierto revuelo,
pero mucho más moderado de lo que él habría esperado –. En sesiones suce-
sivas deberemos resolver ambas cuestiones.

Un profundo silencio atronó en la sala del Consejo puesto


que hasta cesaron los murmullos entre los componentes de ambas delegacio-
nes. Silencio que al cabo de unos largos instantes, los que habrían bastado
para rezar media docena de padrenuestros, fue roto por el propio Rey.

– Tras la exposición de tan doctos y eruditos señores, orgullo


de nuestros juristas y teólogos – dijo señalando a los aludidos que inclinaron
sus cabezas con dispar porte – y la defensa tan apasionada que han realizado
nuestros expertos consejeros, creo que deberíamos retirarnos todos y seguir
el consejo del Don Diego y meditar. Meditar acerca de lo que sería más justo,
honroso y acorde con nuestras leyes, las enseñanzas de nuestra madre la Igle-
sia y nuestra conciencia. Mañana nos reuniremos de nuevo con la esperanza

123
de avanzar en el arduo camino que nos permitirá alcanzar unas conclusiones
definitivas que aclaren las dudas existentes.

El Rey-Esfinge había borrado la leve sombra de duda que


por un momento había vislumbrado en su semblante, las intervenciones que
se habían escuchado y la inconsistencia de los argumentos del partido contra-
rio a la guerra, aunque los favorables tampoco habían sido ni mucho menos
concluyentes, le habían dado nueva seguridad en que alcanzaría sus metas.
Por la razón que fuese las Cortes le habían echado un pulso, le habían retado
enviándole a un campeón y a una pequeña hueste, pero sus campeones ha-
bían resistido el envite en el primer asalto. Los peones del Rey-Esfinge ha-
bían logrado dispersar las dudas que se pretendía sembrar. En unos días las
cortes no tendrían más remedio que bendecir una operación que, con suerte,
sería un arcano para todos hasta que se pusiese en marcha.

124
9. CAZADOR
El-Faiyûm, 18 de Muharram de 1008 / 10 de Agosto de 1599

E videntemente sólo a un loco se le podría ocurrir organizar una cacería


con el calor que hacía, más aún con el calor que haría en cuanto amane-
ciese. Un loco o un depravado, puesto que el organizador, que no era otro
que el sultán Bursbaid Malik, estaba en esos momentos en su puesto de caza,
cubierto con una sombrilla, tomando vino y agua de rosas refrescados con
nieve traída por los sanmarquianos de un lugar que probablemente sólo co-
nocerían ellos, Sheitan y Alá, que por algo era el Bien Informado. Para él la
cacería no era otra cosa que aguardar a que los esclavos hiciesen desfilar ante
ellos una serie de piezas que eran abatidas sin ningún tipo de honor por la
cohorte de aduladores que le rodeaba.

Asqueado le había propuesto al Kapudán Portari que aposta-


sen acerca de quien abatiría la pieza más grande, pero alejándose del lugar de
la cacería oficial buscando, rastreando y persiguiendo como auténticos caza-
dores. El sultán lo había oído y sorprendentemente no se había sentido ofen-
dido. Confiando en las conocidas habilidades cinegéticas del kapudán san-
marquiano le había ordenado que marchase en su nombre y que él cubriría
personalmente la apuesta, con lo que la excusa para evitar la cacería se con-
vertiría en la ocasión de humillar al soberano egipcio en la persona de su ka-
pudán pachá sanmarquiano. En su interior sonrió salvajemente ante la pers-
pectiva.

Cada uno reunió a cinco acompañantes que no podrían herir


125
ni matar a la pieza pero que podrían asistirles en caso de necesidad, de los
cinco cuatro serían hombres de confianza y el quinto sería nombrado por el
oponente de entre los suyos con el fin de verificar que se actuaba con honor y
honradez. Decidió llevar al fiel Otmán, al fiero Yakub “el circasiano” y a dos
guías egipcios que le había recomendado Yusuf al-Azraq por su conocimien-
to de los marjales y sabanas cercanas al Gran Río. El sanmarquiano le había
asignado un soldado alto y moreno que portaba un ancho espadón y una ba-
llesta que dejó en la tienda de su señor con un gesto de desilusión, probable-
mente esperase participar en la cacería oficial y disparar a alguna pieza con
su potente arma. Por su parte, él había asignado uno de los tártaros de su es-
colta como observador, a Yagath, un veterano poco hablador pero que era un
cazador y un explorador extraordinario, al que no podrían engañar fácilmente
para hacer trampas.

Debían decidir entonces hacia donde partiría cada grupo para


no entorpecerse, el kapudán sanmarquiano pidió ir hacia el oeste, hacia el
extremo del bosquecillo. Probablemente esperase abatir a alguno de los
enormes antílopes rayados que se acercaban durante la noche. No era una
mala elección puesto que dadas las dimensiones de la mancha húmeda que, al
parecer llevaba años creciendo, y la cantidad fauna que atraía no era probable
que los batidores del sultán hubiesen pasado por allí. Por su parte él eligió el
Sur, junto al río, puesto que en realidad había venido con una idea preconce-
bida: abatir un hipopótamo, los caballos de río de los griegos de Sikander. En
las estepas había cazado casi de todo lo que pudiese encontrar aquí, antílopes
más poderosos, jabalíes más fieros, lobos más grandes, tigres y panteras, lo
que no había cazado nunca eran cocodrilos y caballos de río. Los cocodrilos
no eran más que lagartos enormes y su cacería le ofrecía escasos alicientes.
Los hipopótamos eran algo distinto a cualquier otra cosa que hubiese cazado,
por su tamaño, su fiereza y su rapidez eran una presa digna de él y quería
126
abatir uno. Así se lo había hecho saber a Yusuf, el comerciante cairota, que le
había recomendado los dos mejores guías para seguir esa presa, a los que él
mismo había prometido una jugosa recompensa si localizaban una de esas
bestias en tierra. Los egipcios sabían que el tiempo corría en su contra y que
cuanto más calor hiciese menos probable sería encontrar uno de ellos fuera
del río. Estaban nerviosos y deseosos de partir.

A una indicación suya el grupo se puso en marcha cuando el


sol comenzaba a asomar entre las colinas del otro lado del Nilo. Sería un día
caluroso, duro y excitante. Sobre todo caluroso. Su esperanza era sorprender
a algún hipopótamo que hubiese salido a pastar y que engolosinado en algún
huerto no hubiese vuelto todavía a la frescura de las aguas. Cosa que según le
habían asegurado sus guías egipcios ocurría de vez en cuando para desespe-
ración del campesino cuyo huerto hubiese sido elegido. Otmán, hábil rastrea-
dor, se adelantó con ellos en busca de un rastro, mientras él cabalgaba tran-
quilamente entre Yakub y el serio sanmarquiano.

El Nilo se desperezaba lentamente y con él los enormes co-


codrilos que remoloneaban en los bancos de arena, mientras bandadas de
aves blancas revoloteaban por las orillas tratando de capturar insectos, peces
y otros animalillos antes de que el calor fuese insoportable incluso para ellas.
En el centro del gran río se oían ya los bramidos de los hipopótamos que se
agrupaban en grandes rebaños, satisfechos y ahítos tras haber estado pastan-
do entre los cañizales cercanos y en las tierras de los campesinos. Allí, en las
aguas del gran río, pasarían el día sin tener que aguantar el calor diurno. Mi-
rándolos deseó que alguno de ellos, algún glotón hubiese encontrado el huer-
to de cebollas de algún miserable lugareño y no hubiese marchado todavía
con sus congéneres. El sanmarquiano, sin entender muy bien que buscaban y

127
pensando que él tampoco lo sabía, dejaba escapar de vez en cuando alguna
sonrisa burlona ante su aparente inactividad.

Otmán apareció de improviso saltando sobre una acequia.


Bastaron una mirada y una sonrisa para saber que los guías habían localizado
a su presa. A pesar del calor y la humedad que le abotargaban se sentía más
vivo que nunca desde su llegada. Más incluso que cuando disfrutaba de la
compañía de Zara. Era la excitación de la caza, algo que no había sentido con
tanta pureza en varios meses, lo que le llenaba de una incontenible euforia.
Euforia que inundaba su mente de imágenes de hipopótamos abatidos y
honores sanmarquianos pisoteados. Deseó gritar, pero en vez de eso apretó
los dientes y, espoleando a su montura, se lanzó tras Otmán que ya regresaba
por donde había aparecido.

El día anterior también había sido un día extraordinario, ya


que le habían llegado noticias del Diwan del sultán que se encontraba en An-
cyra, preparándose para desplazarse a Hatay. Al parecer los sanmarquianos
se habían sentido tentados para atacar a los sanjuanistas ante la complacencia
otomana. Habían mordido el anzuelo tras haber dudado inicialmente en ata-
car a sus compañeros de herejía, pero esos escrúpulos habían sido debida-
mente acallados con una jugosa oferta económica y vagas promesas de parti-
cipar en el comercio del mar Interior. Sus informadores en el-Qahira le habí-
an avisado también de que ese rumor había alcanzado los oídos del Kapudán
Portari. No se lo habían confirmado, pero no había que ser muy listo para
suponer que se sentiría tentado de participar en el ataque y posterior saqueo y
que intentaría convencer al sultán de que interviniese en la acción. Era curio-
so el comportamiento de los avarientos ferenghi. Curioso y previsible. Su
avaricia y su amor por el oro les hacían volverse unos contra otros como lo-

128
bos, mientras que los verdaderos creyentes aunque a veces se combatían lo
hacían por honor o por cuestiones de fe y de principios, jamás por egoísmo.

Al cabo de unos minutos llegaron a un pequeño claro. Allí


pudo ver que al menos habían tenido éxito al encontrar a la presa buscada.
Los dos guías trataban de azuzar al enorme animal hacia ellos empleando
pesados látigos de piel de búfalo, mientras éste se revolvía y los acometía con
su enorme boca abierta de la que sobresalían unos desmesurados colmillos.
Su tamaño era descomunal, jamás había visto nada semejante y además, tal y
como le habían contado, sudaba sangre. Se preguntó si no debería haber es-
perado a que lo atrajesen adonde estaban antes puesto que allí había una ma-
yor amplitud para maniobrar, pero la excitación de la caza le podía. No im-
portaba, allí comenzaría su duelo. Con un rápido movimiento sacó una de sus
jabalinas y cabalgó decididamente hacia su presa. Los guías se retiraron de-
jando a cazador y presa frente a frente. Ya no había vuelta atrás, como tam-
poco la había ya para Misir, Girit o al-Yazîra.

El mensajero del Gran Turco había traído dos mensajes y en


el segundo hablaba del ejército que a principios de año marcharía sobre la
confederación del Carnero Blanco en la tierra entre los dos ríos a principios
de año. Su soberano no podía contener por más tiempo la descomposición de
los confederados y había peligro de que los persas se sintiesen tentados de
ocupar tan ricas tierras. No sería una operación difícil ya que algunos líderes
tribales de entre los Ustacli, Rumlu, Dulkadirli y Musullu se habían dirigido
a los otomanos solicitando su intervención y protección. Obviamente el Gran
Turco gozaba de las bendiciones del Ennoblecedor y pronto tendría bajo su
protección a la casi todos de los creyentes y bajo su férreo yugo a la mayoría
de los no creyentes. En cuanto resolviese los problemas del País de los Ríos y

129
del País del Gran Río podría volver sus ojos hacia las tierras de los ferenghi.
Cuanto anhelaba dirigir el ataque sobre Vuyana y ofrecerle esa manzana a su
Señor para luego cabalgar hacia Ruma. Sonrió ante la imagen del obispo ru-
mí convertido en un eunuco que regalaría a su señor. Pero eso eran metas
lejanas lo más inmediato eran dos presas, un carnero blanco y un hipopóta-
mo. Él tenía ahora ante sí al segundo.

Con un grito de guerra arrojó el venablo que voló hasta hun-


dirse en la pata delantera derecha de la bestia que detuvo su carga por unos
instantes. Fintó hacia la derecha, mientras preparaba una segunda jabalina
que arrojó rápidamente entre los gritos de sus compañeros y las maldiciones
del testigo sanmarquiano. Al recibir un segundo impacto, esta vez en su vien-
tre, el animal comprendió que su única posibilidad sería escapar hacia el río o
buscar un terreno más favorable, por lo que se desvió volviendo grupas al
cazador. Sus acompañantes les siguieron manteniendo las distancias, los
egipcios con satisfacción ya que saboreaban anticipadamente la recompensa
por haber cumplido con su parte del trato, los otomanos con ira contenida ya
que se lamentaban de no poder participar en la caza con su Señor y el san-
marquiano en medio de juramentos y blasfemias pues no esperaba presenciar
semejante duelo.

Pero para él ya no existía nada más en el mundo. Arrojó con


un aullido la última jabalina que llevaba y tomó su arco. En esos momentos
sólo eran reales el hipopótamo, su caballo, su arco, su aljaba y él, el resto del
mundo ya sólo era ilusión, poco más que el dibujo de una alfombra o la for-
ma de una nube. Con cuidado apuntó con su arco al cuello del animal. Podía
sentir la tensión de la cuerda con su tacto suave y duro, la madera y el cuerno
del arco flexionándose hasta el límite, sus propios músculos respondiendo a

130
esa tensión, endureciéndose como la madera del asta de la flecha que sujeta-
ba, casi con veneración pero con firmeza, entre las yemas de sus dedos. Pudo
sentir la respiración de su montura a través de sus rodillas apretadas a los
sudorosos flancos. Casi podía sentir también los latidos del corazón de su
presa mientras fijaba su mirada en su cuello. Vio como la flecha salió volan-
do. Vio como su presa cambiaba en ese momento de dirección girando brus-
camente hacia el lado contrario. Sin duda el animal también había establecido
un vínculo profundo con el cazador. Evidentemente habría sentido los cascos
del corcel golpeando el suelo, la respiración contenida del jinete, la tensión
de la cuerda y el roce de la flecha al ser disparada. Con desesperación giró, se
dio la vuelta y trató de dar una dentellada a su destino y a su perseguidor.
Bastó una leve presión con las rodillas para hacer que el caballo cambiase su
trayectoria eludiendo el ataque y perdiendo el rebufo de su presa que desapa-
reció entre unos carrizos.

Era esencial que no alcanzase el río, así que rodeando el ca-


rrizal forzó a su montura para tratar de cortarle el paso. Suponía que los dos
venablos que sobresalían de su flanco dificultarían su carrera a través de la
espesura. Cazadores más fogosos e inexpertos tendían a caer en la trampa de
precipitarse en persecuciones imposibles por terrenos en los que perdían to-
das sus ventajas y, a veces, la vida. No pudo evitar recordar cómo uno de sus
propios oficiales se había cegado en una cacería junto al mar Interior en la
persecución de un enorme jabalí que aprovechando un espeso bosquecillo se
revolvió sorprendiendo a jinete y montura haciéndolos rodar, destripando a la
segunda y pisoteando hasta la muerte al primero.

Con un estallido y una lluvia de hojas y ramitas irrumpió su


presa apenas a cinco metros a su izquierda. Las jabalinas se habían partido o

131
desprendido agrandando las heridas y provocando que el animal sangrase
abundantemente. Era una sangre más oscura y espesa que la que escapaba
por sus flancos en vez del sudor del que aparentemente carecía. Su brazo se
movió sin pensar, como los de los autómatas de cobre y oro que tanto gustan
a los soberanos orientales y soltó una flecha que fue a clavarse en la cruz del
animal. La reacción no había sido mala aunque la puntería había sido clara-
mente mejorable. Rápidamente preparó otro proyectil que no tardó en volar
impactando, esta vez sí, en el corto y musculoso cuello. El animal se revolvió
de nuevo decidido a cargar una vez más, probablemente sintió que la vida se
le escapaba con más rapidez que la que le llevaban sus cortas patas hasta la
seguridad del río. La enorme boca con sus colmillos del tamaño de las gran-
des dagas de los Sibir se abrió de nuevo en su dirección. La bestia agitaba
desesperadamente esas armas mayores que las de cualquier jabalí, que po-
drían destripar a su montura sin dificultad, y que no quiso pensar lo que le
podrían hacer a él. Como no lo pensó al soltar una nueva flecha hacia las fau-
ces y fintar hacia la izquierda del animal que no pudo girar para encararle a
causa de las numerosas heridas que acumulaba en el otro flanco. Mientras le
rodeaba pudo arrojar dos flechas más, una sobre sus cuartos traseros y la otra
sobre la cabeza. Esa última entró por su ojo derecho adentrándose en el duro
cráneo. Ahí acabó todo. El animal se detuvo un momento, sacudió la cabeza,
trató de reanudar la marcha hacia el río, se detuvo de nuevo y finalmente se
desplomó.

El calor combinado con la humedad del río era ya insoporta-


ble y una vez pasada la excitación de la persecución le golpearon como un
mazo, pero el sabor de la victoria lo compensaba todo. Entonces sus acompa-
ñantes volvieron a ser reales. Esta vez sintió que tanto como el caballo que
resoplaba bajo él, como el arco que todavía aferraba, como la flecha que su-
jetaba con delicadeza y firmeza entre los dedos de su mano derecha, como el
132
animal que yacía a sus pies sangrando habían sido insertados en un tapiz, o
dibujados en el cielo con una nube. Sonriendo se volvió al sanmarquiano que
les acompañaba y exclamó:

– ¡A ver como supera esto el Kapudán Pachá!

Mientras Otmán le alcanzaba un pellejo con leche de yegua


fermentada del que bebieron todos, hasta el ferenghi. Los egipcios se precipi-
taron sobre el animal con intención de cortarle la cabeza. Evidentemente no
podrían moverlo entero y necesitaban una prueba que llevar al sultán. Otmán
y Yakub hacían bromas sobre el tamaño del animal y sus atributos cuando
apareció un campesino que se acercaba alertado por el alboroto de la cacería
a ver lo que había ocurrido. Traía un carro tirado por un búfalo enjuto y cu-
bierto de yagas que alimentaban un ejército de moscas numeroso como las
hordas del Gran Turco. Otmán se acercó a él, con la idea de alquilar sus ser-
vicios para llevar la cabeza. El campesino trató de regatear pidiendo por el
trabajo una cantidad que, en otras circunstancias habría sido un abuso y un
insulto, pero que dada la euforia del momento era ridículamente baja. Otmán
cortó el conato de regateo arrojándoles una bolsita llena de ásperes de plata
que podría haber servido para comprar carro y buey varias veces mientras le
ordenaba que ayudase a los guías a cortar la cabeza y subirla al carro. Todos,
hasta el sanmarquiano, rieron ante la cara de incredulidad que puso el aludido
que se vio de repente en posesión de un dinero que jamás soñó tener y ante la
perspectiva de comparecer ante el mismísimo sultán.

Su mente se alejó de nuevo a lugares más lejanos. Lo negati-


vo de la llegada del mensajero el día anterior era la ausencia de noticias del
resto de agentes en las otras tierras de los ferenghi. En realidad no le preocu-
133
paba gran cosa lo que hiciese el Obispo de Ruma con su pequeño ejército,
¿de cuantas ortas de timariotas disponía para su defensa? Estaba escrito que
el Gran turco pronto abrevaría sus caballos en las pilas bautismales de su
iglesia. Tampoco le preocupaba el Padisha de Avusturiya que pronto pagaría
tributos en oro, mujeres y caballos como cualquier otro de los reyezuelos de
las tierras de los Rus. Ni tampoco helvéticos, toscanos, genoveses o saboya-
nos, que al fin y al cabo no eran más que corsarios o bandoleros que no tarda-
rían en ser castigados como tales. Le preocupaba el senisha del vilayet de
İspanya. Le preocupaban el ejército y la flota que armaba en sus tierras de
poniente, le preocupaba contra quien desataría esa fuerza que se rumoreaba
era tan eficaz y aterradora. Circulaban rumores de lo más variado, la mayoría
probablemente filtrados por el propio rey, que decían que se dirigiría en Gue-
rra Santa al otro lado del Mar Tenebroso contra el emperador de los Aztecas,
otros que lo haría contra los sanmarquianos, los toscanos o contra el sultán de
Sonrai. No sabía que creer, presentía que lo haría contra el último, al menos
eso es lo que haría él mismo. Una aventura en la parte oriental del Mediterrá-
neo le enfrentaría a los Sanmarquianos de Girit que igualaban su flota, al sul-
tán de Misir que también contaba con una flota igual de numerosa y contra el
gran turco que podría desplegar dos veces más galeras que el rey hispano.
Cierto era que contaba con navíos oceánicos, recios, grandes y bien artilla-
dos, pero lentos, pesados y de dudosa utilidad en un mar como el Mediterrá-
neo.

Yakub se acercó a los egipcios que todavía se fajaban con la


cabeza, sin ser capaces de cortarla. El circasiano los apartó burlonamente,
engulló un trozo de pan que llevaba en la mano y con un par de golpes pode-
rosos de su enorme hacha de combate separó la cabeza del cuerpo y trató de
levantarla del suelo. Pero incluso, para un gigante cómo él era demasiado.
Esta vez los que rieron fueron los egipcios que le ayudaron a levantarse
134
mientras repetían, tratando de imitar su voz grave, sus burlas. Un buen presa-
gio. Sin duda esta cacería, el resultado de la misma y las perspectivas que se
abrían ante ellos eran un buen presagio y mostraban la bendición de al-Bárr,
el Benéfico.

135
10. LA PRISIÓN DE LOS PLOMOS
Nueva Venecia (Isla de Creta), 18 de Agosto de 1599

L as cuerdas habían dejado de molestarle en las muñecas. No es que


hubiesen dejado de dolerle, simplemente se trataba de un dolor intenso
ahogado por otro aún más intenso. Como prisionero eso era un magro con-
suelo, apenas la señal de que probablemente se estaba precipitando hacia la
muerte mucho más deprisa de lo que les convenía a sus torturadores. Como
interesado en el tema del dolor y estudioso del mismo, le parecía que era un
error de principiantes, puesto que así no llegarían a obtener de él la informa-
ción que esperaban. Como espía orgulloso de su profesión y sabedor del des-
tino que le aguardaba, eso era un motivo para resistir un poco más y llevarse
consigo sus secretos. Los sanmarquianos habían demostrado que eran bue-
nos, muy buenos, al mantenerle tan perfectamente aislado del exterior hasta
lograr que perdiese la noción del tiempo. Otras veces había sido prisionero y
siempre había mantenido ese control, pero esta vez había sido imposible. Por
ello no comprendía que no sacasen el máximo partido a su dolor y permitie-
sen ese desperdicio. Privado de la posibilidad de dormir salvo en los cortos
intervalos en los que se desmayaba, no podía concentrarse en controlar el
paso del tiempo, su cuerpo, su sufrimiento y sus respuestas, aunque al menos
había podido mantener un muro de silencio ante el continuo bombardeo de
dolor y preguntas. Eso era algo.

Comenzaron a alzarle de nuevo con mucho cuidado, lo bue-


no era que ya no le dolían los brazos, entumecidos y dormidos, y no sentía
136
los tirones que se producían al elevarle, evidentemente entre sus torturadores
había gentes expertas y otros que no conocían tan bien su oficio por lo que
confiaba en que su corazón podría resistir más que su cuerpo y morir sin
hablar, sin darles la última satisfacción de romperle. En realidad eso no era
más que una cuestión de honor gremial, puesto que nadie habría dudado de
que dijese lo que dijese, de que revelase lo que esperaban saber o no, no sal-
dría ya vivo de esta. Al llegar al tope se produjo un leve tirón que le mostró
con una aguda punzada de dolor que casi le dejó sin respiración que los mús-
culos de sus brazos y sus hombros no estaban totalmente muertos. Tal vez
estaba enterrando a su cuerpo demasiado pronto. La punzada se agudizó y
pronto fue acompañada por otra en sus pies que se produjo al colgarle un pe-
so en los mismos. Tras cuatro caídas tal vez se habían percatado de que las
sacudidas no hacían el mismo efecto en él. Siguieron poniendo pesos hasta
que creyó que su cuerpo se iba a desprender de sus brazos por los hombros y
que sus pies serían arrancados de cuajo. Evidentemente no querían empezar
poco a poco, aunque se estremeció al pensar que tal vez lo que ocurría es que
ya un poco de peso le provocaba un efecto tan terrible y que esto no sería
más que el comienzo de una nueva serie de intentos. Trató de ocultar su dolor
y su preocupación tras una provocadora sonrisa, que sus carceleros respon-
dieron con una similar al soltarle para que se precipitase al abismo del sufri-
miento. Antes de llegar al límite de la cuerda y que una nueva descarga de
sufrimiento le alcanzase, trató de evadirse...

¿Cómo le habían capturado? No lograba entender cómo


había podido ocurrir tal cosa, a pesar de que había revisado varias veces du-
rante los últimos días los momentos anteriores y posteriores a la captura, in-
terrogatorio y muerte del almirante sanmarquiano. Se encontraba ya en el
puerto de la ciudad a punto de abordar un bote que le llevaría hasta un mer-
cante toscano que le facilitaría la fuga a Nápoles, cuando de repente la guar-
137
dia de la ciudad se acercó a él sin dudar y le arrestó en nombre del Senado de
Venecia. Ni tan siquiera preguntaron por su nombre, no les interesaba, sim-
plemente se le acercó un alguacil que le puso una pesada mano sobre el hom-
bro y le ordenó seguirle. ¿Qué error había podido cometer para llegar a esa
situación, a ser identificado de una manera tan inequívoca? No había notado
que le hubiesen seguido en su camino al puerto desde la posada en la que se
alojaba tras haber vuelto de Thalassarion donde había estado como coartada
un par de días. Tampoco había notado nada en la posada, donde había actua-
do con cautela y donde con la excusa de esperar a un colega había encargado
al posadero que le informase de todo aquel que pasase preguntando por él.
Para ello había tratado de ganarse su confianza a base de chismorreos y de
pequeños obsequios, tal vez debería haber tratado de escapar sin tantas con-
templaciones. Algo más directo. Algo más sencillo. Algo que habría estro-
peado la información sin él saberlo. ¡Maldito orgullo profesional!

De nuevo le izaron poco a poco. Esta vez sentía como si


cuerpo fuese a explotar como una mina a causa del dolor. De nuevo sintió
como colgaban más peso en sus pies, aunque tampoco estaba seguro de si era
más peso o que se habían desprendido el que le habían puesto anteriormente.
Sus articulaciones crujieron de nuevo, lo cual le sorprendió: no esperaba que
todavía pudiesen hacer tal cosa. El dolor de cuello y hombros se acentuó más
aun recorriéndolos y por allí bajó como un hierro candente por su espalda
hasta sus pies donde pareció rebotar al contra el dolor que desde allí subía.
Pronto vendría lo peor, ese momento que tanto temía porque podría arreba-
tarle la información y con ella su orgullo y su honor. Ese momento que, por
otra parte, también anhelaba porque podría arrancarle la vida y con ella su
miedo y su dolor.

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Se remontó a unos días más atrás, a aquel momento en el que
tras alcanzar su objetivo de obtener la información que buscaba según lo que
había planeado, había decidido no partir inmediatamente de la isla con el fin
de asegurarse de que la mascarada no había sido descubierta y aguardar a que
partiese el navío que le llevaría como un pasajero más lejos de la isla de Cre-
ta. Por ello era esencial desviar cualquier sospecha sobre su persona y eludir
la caza que se desataría una vez se confirmase la desaparición de alguien tan
importante como Barbárigo, marchó a la pequeña villa de Thalassarion bajo
la identidad de un mercader de lanas con algunas muestras de paños catorce-
ños castellanos cargados en una mula. Visitó algunos sastres y comerciantes
locales con los que había contactado a lo largo de su estancia en la isla en lo
que había sido y sería su tapadera en los días previos de la huida definitiva.
Curiosamente había hecho algunas buenas ventas y de haber sido totalmente
honesto, o de haber sido un auténtico comerciante, habría hecho un buen ne-
gocio. Completó sus negocios, tomó nota de algunos encargos y finalmente
acabó en la taberna “To Kapetánios”1. Lo que en rigor no formaba parte de
su mascarada, sino algo que él mismo, no el espía, ni el falso mercader, sino
su verdadero ser deseaba.

– Thelo mía karaffa kokkinos krassi, koritsi mou!2

– ¡Toscano, tu griego es casi tan malo como tus telas!

Era Emmanuela, una griega fibrosa y enjuta, viuda de un


marinero de la flota de la Serenísima, dura como el pedernal, con el cuerpo

1 El Capitán
2 “¡Quiero una botella de tinto, querida mía!
139
de un gato y el hambre en la cama de cuatro meretrices napolitanas. La había
conocido en su primer viaje a Thalassarion dos semanas antes y había queda-
do prendado de ella. Sin duda la recordaría cuando estuviese en su anhelado
retiro, aunque era consciente de que no podría llegar a ser nada más, ni tan
siquiera pensar en que pudiera acompañarle. Emmanuela continuó sirviendo
mesas mientras él cenaba y bebía el fuerte vino de las islas. De vez en cuando
pasaba a su lado y él aprovechaba para besarla y explorar sus piernas y sus
pechos con manos ávidas que le llevaban a imaginar otra vida. Otra en la que
pudiese pedirla en matrimonio y olvidar todo lo demás, los secretos que no
debía conocer, la gente con la que no debía haber estado en contacto, la sole-
dad permanente.

La caída le sacó de su ensoñación. Esta vez, como las otras,


creyó morir al desgarrarse cada fibra de su ser. No sabía si podría volver a
mover sus brazos o sus pies. Sí lo sabía, no podría, en primer lugar porque
moriría muy pronto. El carcelero alto, un tipo reseco con un sólo ojo le pre-
guntó de nuevo por la información que había obtenido de Barbárigo. Se limi-
tó a sonreírle y a pedir que le subiesen que desde arriba le pareció ver donde
estaba la información. Se trataba de provocar con la esperanza de que lo que
se rompiesen fuesen sus entrañas y todo acabase definitivamente. Volvieron
a alzarle con tanta parsimonia que esta vez apenas le dolió. Estaba roto, de
hecho no entendía cómo podría seguir vivo. El carcelero sacudió sus piernas
con cierto placer y entonces sintió de nuevo cada una de sus articulaciones,
sintió que sus pies se movían siguiendo ángulos antinaturales, que las rodillas
estaban dislocadas, que sus caderas se habían desencajado, que sus hombros
estaban desgarrados, que los codos se habían quebrado. ¿Cómo podía seguir
vivo? Mientras se hundía en la inconsciencia se sorprendió de lo que se agu-
dizaban sus otros sentidos en la oscuridad ya que le parecía distinguir hasta la
respiración de una rata o el quejido de un fantasma.
140
Había salido del Barrio de las Ratas tras conseguir su objeti-
vo y sin errores aparentes en lo que había sido un plan impecable y bien eje-
cutado. Nadie le vio salir de la casa con los cuerpos de los escoltas en el ca-
rretón y no se cruzó con nadie hasta que llegó al cementerio de Agios Kons-
tantinos, junto a cuya tapia dejó los cuerpos deformados e irreconocibles me-
dio devorados por las ratas. Recordaba como en aquel momento anotó men-
talmente el emplearlas en futuras ocasiones. Pocos pensarían que no habían
muerto de otra manera que no hubiese sido por los dientes de los roedores, de
hecho nadie se lo preguntaría probablemente, ni llegase a relacionarlos con el
difunto almirante. Había dejado sus despojos en la casa de Anselmo con el
cuerpo ahorcado de su presento verdugo. Nadie le había visto, o al menos eso
creía. Tras dar un rodeo por varias tabernas del puerto invitando a unos y a
otros, dejándose ver, marchó a su alojamiento simulando ser otro mercader
ebrio más. Agotado tras casi dos días enteros en pie y sin dormir pudo des-
cansar por fin.

Esta vez no le dejaron caer, se limitaron a sacudirle un poco


y a hacerle algunas preguntas acerca de cómo había matado al Almirante y
porque había tratado de manchar su honor vinculándole con pervertidos. Le
bajaron, le arrastraron hasta la celda y allí le encerraron de nuevo. Se había
desplomado sin poder hacer nada por evitarlo o atenuar la caída, golpeando
contra el suelo su nariz o lo que quedaba de ella. Su brazo derecho le envió
una tremenda descarga de dolor al golpear la jarra de agua sucia que le
aguardaba allí. Curiosamente el brazo izquierdo que había quedado bajo su
cuerpo no le había dolido. Deseó morir. Sintió el agua derramada filtrándose
bajo su cuerpo y aunque la sed le abrasaba la garganta, no lo lamentó dema-
siado que se desparramase por el suelo ya que de todos modos no habría po-

141
dido alzar la jarra y así al menos le proporcionaba un cierto alivio al refres-
carle. Sintió una rata que correteaba por el suelo de la celda, alterada todavía
por su brusca irrupción, pero sin intención de alejarse demasiado por si podía
hacerse con algún pedazo de comida o lanzarle un bocado al cuerpo inerte
que había caído en su territorio. En medio de sus dolores dudó que pudiese
llegar a sentir un mordisco, incluso consideró que tampoco estaría tan mal
que una avalancha de ratas irrumpiese en la celda y le devorase allí mismo.
Sería una especie de justicia poética, una forma de congraciarse con Dios por
sus pecados, especialmente los últimos. No entendía porqué los carceleros no
habían hecho uso de ratas, tal vez desconocían como él unos días antes que
eran una poderosa combinación de dolor, terror y muerte lenta.

Unos días antes, muchos días antes, una vida antes, él tam-
bién ignoraba eso, cuando todavía desconocía los planes de los sanmarquia-
nos, cuando todavía había posibilidad de marcha atrás, ignoraba que tal vez
buscaba otras cosas. Como Emmanuela, esa hermosa mujer que marchaba de
Nueva Venecia a Thalassarion con un cargamento de vinos blancos de Mo-
rea, rosados de Cartago y dulces de Chipre. Él en realidad iba a Agia Marina
fingiendo ser un mercader de telas. La alcanzó montado en su mula, atraído
por sus piernas y el contoneo de sus caderas, mientras ella trataba de evitar
que un odre cayese de su carreta, tras ayudarla decidió acompañarla durante
una parte de su camino, durante todo lo que pudiese. Sin darse cuenta se puso
a hablar de Roma y sus canales, de Cartago y sus olivos, de Milán y sus forti-
ficaciones... Fue lo más cerca que había estado en toda su vida de hablar de sí
mismo. Ella le habló de Thalassarion, de su taberna, del mar que se veía des-
de las colinas... Sin pensarlo, no tomó el desvío de Agia Marina y acompañó
a la tabernera. Durante unos días se quedó con ella, de día visitando otros
mercaderes locales de telas, comerciantes y buhoneros y compartiendo el
lecho de la griega por las noches.
142
Poco a poco, relajado por el recuerdo de días más gratos,
agotado por la tortura y anhelando la muerte se quedó dormido. Un sueño
oscuro y húmedo, como si no durmiese y simplemente estuviese mirando con
sus ojos la celda oscura y húmeda en la que se encontraba. Pero era un sueño.
Lo sabía porque podía ver los ojillos brillantes de las ratas que se agrupaban
a su alrededor a los pies del espectro de Anselmo. No era más que una som-
bra oscura, que se movía tras el círculo de ratas, pero sabía que era él. Era
como un siniestro tribunal, en la que el juez era el fantasma del afeminado y
los testigos las ratas que habían devorado las carnes del almirante. De repente
todo se iluminó, un dolor agudo entró por la puerta de la celda y le aferró por
la columna sacándole del sueño. Antes de que le sacasen de la celda pudo
intuir la silueta del espectro de Anselmo fundiéndose en las sombras rodeado
por su corte de ratas.

– ¡Arriba, dormilón! Comienza un nuevo día...

Esta vez el alto estaba justo un barreño, mientras sostenía en


sus manos la “toca”. Esta vez tendría que tragar agua, mucha agua. Una no-
vedad que tal vez podría aprovechar a su favor si no eran expertos en este
método de tortura en el que los tudescos eran verdaderos maestros. El alto le
dio el sucio paño al más grueso que trató de introducírselo por la boca, se
resistió un poco al fin y al cabo debía guardar las apariencias. Con un torren-
te de burlas comenzaron a verter agua con una jarra de peltre sobre la toca, el
líquido se fue filtrando por el tejido y, aunque apretaba con fuerza labios y
dientes, y se filtró por su garganta. Pero él en vez de ingerir intentó contener
la respiración y aguantar presionando la tela con la lengua la mayor cantidad
de líquido que pudiese. Aguantó aunque le golpearon, aguantó aunque le ta-
143
paron la nariz, aguantó hasta que no pudo más y entonces respiró a fondo.
Respiró aire y agua que entraron en sus pulmones. Sus carceleros se dieron
cuenta de lo que pretendía, trataron de retirarle el paño y sacar el agua de su
garganta pero era tarde. Sonrió y entre terribles toses y arcadas expiró, mien-
tras imágenes de Emmanuela llenaban su mente, imágenes de ella y de una
vida que nunca pudo ser.

144
11. PÓLVORA Y VIENTO
Santa Cruz de la Mar Chica, 12 de Septiembre de 1599

L a nave cabeceaba ligeramente mientras se acercaba al último blanco


asignado en el campo de tiro. El sargento De la Landa escupía las últi-
mas órdenes a los artilleros que colocaban las piezas en posición tras haberlas
cargado. Un largo silbido marcó el momento en el que la última fue cargada
y colocada en su lugar, el sargento miró el reloj de arena que sujetaba en la
mano y ordenó fuego mientras se tapaba su único oído útil. El galeón se sa-
cudió, en medio de una nube acre que fue arrastrada por el viento del Oeste
lejos de la banda de babor, los artilleros se precipitaron a preparar las piezas
mientras el sargento y el capitán Moreno evaluaban la precisión de la anda-
nada. Sólo tres proyectiles habían impactado directamente en la galeaza va-
rada en las rocas, otros dos habían impactado en los palos o en lo que deberí-
an haber sido los palos de la nave y el resto hasta catorce cañonazos habían
caído más o menos dispersos en torno al objetivo, unas semanas antes el ca-
pitán se habría sentido contento de que sus hombres hubiesen disparado así,
pero el sargento maldecía a cielos e infiernos, mientras revisaba el reloj de
arena. Los hombres limpiaron y refrescaron el ánima de los cañones de hierro
con lanadas humedecidas, a continuación vertieron la pólvora con las cucha-
ras, algo menos de una libra en los falconetes, nueve en los terceroles y dieci-
séis en los medios cañones, la comprimieron con los atacadores, introdujeron
proyectiles de piedra y volvieron a colocar las piezas en posición. ¡Todo ello
en apenas seis minutos! Era una pena que no todas sus piezas fuesen de bron-
ce lo que les podría dar una cadencia de tiro incluso superior debido a su ma-
yor facilidad de manejo, en cualquier caso eran incluso más rápidos que los
corsarios neoingleses.
145
La mayoría de las piezas de “El Calvario” eran terceroles de
hierro, aunque el centro de la línea lo componían dos medios cañones de
bronce recientemente instalados, con las bendiciones del Mayordomo de Ar-
tillería de la Mar Océana en las atarazanas de la isla de Ceuta. En total diez
buenas piezas, que se completaban además con tres falconetes y un saca-
buche por borda. El galeón contaba además con un pequeño mortero pedrero
que en este ejercicio no sería utilizado, aunque a finales de la semana había
previsto otros de ataque contra posiciones en tierra, en los que con suerte uti-
lizarían las terroríficas que polladas cuyo devastador poder ya había contem-
plado la semana anterior o quizás alguno de los proyectiles llamados bombas
que según se decía habían estado probando los ingenieros reales en el de-
sierto. Se trataba de esferas de hierro huecas que contenían en su interior una
carga de pólvora y balas de plomo, su uso era extremadamente peligroso pero
parecían ser las armas de asedio más poderosas.

Una nueva andanada fue disparada entre los gritos de la di-


vertida tripulación y los agotados artilleros. Esta vez los impactos directos
fueron menos, lo que hizo maldecir al sargento como si los demonios de los
siete infiernos se estuviesen abalanzando sobre ellos, aunque la dispersión
fue menor y la mayor parte de los impactos se habían concentrado en una
pequeña área a proa del blanco. Sin duda en su interior no estaría tan enfada-
do. Estaban acercándose al límite del campo de tiro, pero aun así les ordenó
que se preparasen para un nuevo intento, con lo que la mecánica de limpieza,
enfriado, carga de pólvora, compresión, introducción de proyectil se repitió
de nuevo. Los primeros días, los marineros, en su mayoría la dotación origi-
nal del “Calvario” habían cometido muchos errores. No estaban acostumbra-
dos a recargas tan rápidas para descargas tan frecuentes por lo que no llega-

146
ban a enfriar adecuadamente las piezas, ponían en ellas cargas inadecuadas o
dejaban caer los bolaños de piedra en cubierta. Al cabo de casi un mes de
ejercicios se estaban convirtiendo en autómatas que repetían las operaciones
una y otra vez sin apenas cometer errores. Si la Armada mantenía un nivel
parejo en todos sus navíos nadie les podría disputar la soberanía de los mares
y el derecho a reabrir las antiguas rutas comerciales u otras nuevas.

La frenética actividad diaria de los ejercicios de entrena-


miento los mantenía alejados de los recuerdos de lo que les había estado a
punto de costar tan caro. De lo que en otras circunstancias les habría costado
muy caro. Los funcionarios de la Casa habían descubierto la abundante carga
de contrabando que se acumulaba en las bodegas y les habían arrestado. En
otro momento eso habría significado no sólo la confiscación de la carga, de la
nave sino una condena a galeras por un tiempo variable según la cuantía de-
fraudada, pero con una necesidad imperiosa de naves, capitanes y tripulacio-
nes para una guerra que probablemente sería al otro lado de la Mar Océana
eso habría sido un imperdonable desperdicio. Esta vez se habían contentado
con cobrarse con su sangre y su sudor, en vez de con su sudor y su sangre: la
confiscación de la nave para incorporarla a la Gran Armada, lo que incluía
tripulación y capitán. Su suegro, que era el propietario de dos tercios de la
nave, había montado en cólera por haber manchado su nombre en tan turbio
asunto, ¡Cómo si él no participase en los beneficios del contrabando! En rea-
lidad lo que realmente le molestaba era que se hubiese dejado capturar tan
fácilmente. El hecho de que además tuviesen que participar forzosamente en
una aventura bélica en las Indias Occidentales en vez de la confiscación total
de nave y carga no había ayudado puesto que había tenido que depositar una
fianza que no recuperarían hasta quedar liberados de su compromiso, y que el
enfadado padre de su mujer había sacado parte de la dote de su hija, parte de
las posesiones del Capitán y parte de un crédito que este hubo de pedirle al
147
banquero Pablo Corcigo de Rusadir. La tripulación original fue repartida en-
tre un galeón de nueva construcción llamado “San Agustín de Hipona” y el
propio “Calvario” y reforzada con marineros reclutados para la ocasión, en su
mayoría procedentes de Constantina y del Oranesado, si bien de origen viz-
caíno y franco. Eso por lo que tocaba a la Gente de Mar. En cuanto a la gente
de guerra habían recibido docena y media de artilleros veteranos para formar
a los demás y tres docenas de arcabuceros todos ellos al mando del sargento
De La Landa, un veterano parlanchín que presumía de poseer malas pulgas y
del que sus hombres decían que tenía una puntería endemoniada.

Con un gesto el sargento le indicó que los artilleros ya se


encontraban listos para disparar una última vez, asintió con la cabeza y man-
tuvo firme la caña del timón. Con un grito el sargento ordenó abrir fuego. El
capitán Moreno oteó con su largomira ansiosamente sin esperar a que el
humo se disipase, para alcanzar a ver seis impactos en el casco y el resto de
los disparos repartidos muy cerca de la galeaza, excepto un disparo que había
quedado un poco largo, seguramente por haber puesto un exceso de pólvora.
Una estupenda andanada, aunque sabía que los enormes galeones reales de
más de cincuenta piezas contaban con los mejores artilleros y piezas de la
flota y que su puntería y velocidad de tiro eran la envidia de la Armada. Los
llamados doce apóstoles, unos monstruos de cinco mil salmas, con doce cu-
lebrinas de dieciocho libras, diez medias culebrinas de nueve libras y diecio-
cho medios cañones en cada banda más algunas piezas menores y dos pode-
rosos morteros de bronce eran la joya de la flota, aunque no se encontraban
en Santa Cruz sino en Agadir la Nueva. Si realmente iban a marchar a las
Indias Occidentales contra el emperador de los aztecas y sus aliados neoin-
gleses poco podrían oponer a esos navíos. Sus naves corsarias eran rápidas y
preparadas para el abordaje y la captura, pero su poder artillero no podría
compararse con el de naves con semejante potencia de fuego y costillares tan
148
recios. Había algo que no le encajaba y era el tamaño del ejército que se con-
centraba en el interior, especialmente en las ciudades de Santiago, Rusadir y
en la insular Ceuta, No era difícil darse cuenta de que había gran cantidad de
naves de transporte en los puertos de la Mar Océana, urcas, naos, carracas,
galeones, así como naves de boga como galeras, galeotas y numerosas naves
de menor porte. Nadie en su sano juicio enviaría semejante armada por aguas
tan peligrosas. Podría ser, como se rumoreaba, que había dos objetivos: las
Indias y la tierra de los Sonrai.

El sargento se acercó a él tras blasfemar y reprochar con au-


llidos inhumanos a los artilleros su inutilidad y ceguera, en medio de jura-
mentos y maldiciones les hizo notar los errores cometidos, la lentitud de la
recarga, el error que había cometido alguien al cargar en exceso una de las
piezas y su pusilanimidad al moverlas. Para terminar les prometió ración do-
ble de vino con la cena. El capitán Moreno le dejó la caña del timón al piloto,
tomó la bota que le alargó uno de los marineros, echó un escueto trago y se la
pasó a De La Landa que no pudo ocultar una sonrisa de satisfacción, mientras
algunos artilleros entonaban una obscena canción en honor de su sargento.

– Van aprendiendo, aunque esta mañana me contaron que los


del “San Agustín de Hipona” lograron ayer más impactos directos de los que
hemos hecho nosotros hoy, si bien el resto eran más dispersos. Señal de que
tienen algunos buenos tiradores, pero el resto no deben serlo tanto. Creo que
tenemos un buen grupo y si hay jaleo... – levantó la bota y echó un trago lar-
go que le hizo preguntarse a Moreno si no habría riesgo de que se ahogase.

– ¿Se sabe algo acerca de cuando completarán la dotación de


soldados? – Inquirió el capitán mientras retomaba la bota que tras el correcti-
149
vo del sargento estaba sensiblemente mermada.

– ¡Nada! No me han comunicado nada, se rumorea que están


al caer, pero lo cierto es que casi ninguna de las naves que están en la Mar
Chica ha completado su dotación de gente de guerra. Al que pregunte en la
Coronelía le dicen que no han llegado todavía los arcabuces, pero no es cier-
to. Lo que faltan son hombres, esos mismos hombres que se entrenan en el
interior, supongo que acabaremos completando con bretones e incluso con
mayas una vez crucemos el Atlántico. Un camarada de armas que luchó
conmigo en Cirene me ha dicho que hay varios campamentos en el interior.
Un gran ejército, lo que me lleva a preguntarme cual será el destino de flota.
¡De eso no hay ni rumores, ni nada!

Un galeoncete de poco más de mil salmas se acercaba por


popa para ocupar su lugar en el campo de tiro. La actividad en torno a los
islotes adaptados para prácticas de tiro era totalmente frenética. De día un
navío tras otro desfilaban escupiendo bolaños de piedra y pelotas de hierro, al
atardecer grupos de mozos de las fundiciones recorrían los blancos buscando
fragmentos de metal y pelotas de piedra intactas. Día y noche las factorías de
pólvora de Santa Cruz producían quintales y quintales de pólvora, y de las
fábricas de armas salían centenares de proyectiles de todos tipos. La activi-
dad fabril se había incrementado en todo el reino, sería interesante saber
cuanta gente estaría implicada en este proyecto y a qué podrían dedicarse una
vez acabase todo. Se imaginaba a mineros incas en las minas de cobre del
lejano Cuzco, irlandeses en las minas de estaño de las islas británicas, caste-
llanos en los hornos cantábricos, tingitanos en las minas de hierro de Rusadir,
aragoneses en las atarazanas de Gerona, todos ellos trabajando para equipar
navíos y equipar con pertrechos, pólvora y armas a soldados y marineros de

150
todos los rincones del reino.

– Sabe capitán, le he estado dando muchas vueltas y no creo


que vayamos a marchar contra los aztecas – Moreno le invitó a continuar con
un gesto de la cabeza, sin soltar la bota de vino –. Demasiadas tropas, para
llevarlas demasiado lejos. Solo el bizcocho, el tocino y el vino para proveer-
los sería una cantidad fabulosa. Para mí que en realidad el rey planea acabar
con el nuevo soldán de los Sonrai, tal vez la guerra civil no le vaya bien a su
candidato...

– ¿El soldán? Podría ser, pero entonces lo que no me encaja


es el preparar una gran flota y darle una preparación y una capacidad de fue-
go sin precedentes y sin igual en todo el mundo. – Tomó un último trago cor-
to y le pasó la bota al sargento – Podría ser que el Rey pensase en acabar con
el nuevo soldán con el ejército y parte de la flota y enviase el resto contra los
neoingleses, pero... mi hermano Pablo, que estudió leyes en Alcalá, me habló
una vez de un tal Guillermo de Ocán que decía que siempre la explicación
más sencilla es la más probable. Me da la sensación de que flota y ejército
marcharán contra el mismo enemigo. ¿Contra quién? Alguien con flota pode-
rosa y numerosa y un gran ejército, yo apostaría por una acción en el Medite-
rráneo, tal vez contra el Gran Turco o contra el Dux...

– ¿El Gran Turco o el Dux? – Dijo el veterano soldado pa-


sándose la mano por la barbilla – Los sanmarquianos tienen buenas naves,
aunque peor equipadas que las nuestras, suelen favorecer la velocidad sobre
la potencia de fuego. Contra el turco no he luchado nunca. Sé que tienen una
flota numerosa, pero se han movido poco por el Mediterráneo – El ga-
leoncete disparó una salva de seis disparos que quedó bastante corta –, pre-
151
fieren su mar Interior. ¿El Gran Turco o el Dux?

152
12. SIGUIENDO EL HILO DE ARIADNA
Nueva Venecia, 21 de Septiembre de 1599

E l mercado de especias de Nueva Venecia había conocido unos años


realmente prósperos favorecido por las circunstancias del mercado y
sobre todo por la iniciativa de los habitantes de la ciudad. Los emprendedores
sanmarquianos se habían adaptado bien a la desaparición de su ciudad origi-
nal de Venecia en el norte de Italia y de sus territorios ancestrales, estable-
ciéndose en las islas de Creta, Chipre y Morea lo que les permitió aprovechar
mucho mejor las rutas marítimas que se habían abierto por los estrechos de
Suez hacia la India. Mientras unos y otros luchaban por establecerse, recupe-
rar lo perdido o ganar nuevos horizontes los mercaderes sanmarquianos se
habían movido rápida y sigilosamente haciéndose casi con el monopolio de
la canela, la pimienta, el clavo y el cilantro en el Mediterráneo y aun en la
cristiandad entera. Los españoles habían abierto sus propias rutas a través de
las Indias Occidentales y del llamado Mar del Sur, pero eso apenas les permi-
tía eludir la fijación de precios de los comerciantes de la Serenísima repúbli-
ca a un precio muy elevado. Más aun un intenso tráfico de contrabando había
aparecido haciendo más inútiles aquellas rutas y los funcionarios del rey his-
pano debieron rumiar largos años su impotencia al no poder controlarlo.

Fueron años de gran prosperidad en los que la ciudad se lle-


nó de maravillosos edificios: iglesias cubiertas de dorados mosaicos e imáge-
nes de blanco mármol, lujosos palacios de estilos procedentes de lejanas tie-
rras y que parecían fascinar a potentados y armadores, monasterios que se
lucraban con los donativos de las malas conciencias de algunos y lonjas en

153
las que se traficaba con las mercancías más exóticas y valiosas. En aquellos
años el Dux, el Senado y la iglesia sanmarquiana se permitieron incluso desa-
fiar al mismísimo Papa acercándose más a los patriarcados de la iglesia
oriental y reclamando la creación de un patriarcado propio. Nada parecía fue-
ra del alcance de los Sanmarquianos. Nada.

Pero tanta riqueza despertó las envidias de otros, primero los


otomanos, que, celosos de tantas riquezas y cercanos a consolidar su dominio
del Gran Mar Interior, trataron de abrir rutas propias hacia el reino de Catai y
el imperio Mogol haciendo una competencia desleal que les costó muchos
mercados en Anatolia y Grecia. Luego fueron los persas buscando financia-
ción para sus guerras con los otomanos los que se dedicaron a atacar a las
naves sanmarquianas y a tratar de distribuir las mercancías así adquiridas a
través de los turcos del Carnero Blanco y de allí por Siria, ¡cuantas veces
honrados mercaderes no se habrían visto obligados a comprar en los puertos
de Levante las mismas especias que les habían sido robadas con el fin de
cumplir con compromisos cerrados anteriormente! El colmo fue la irrupción
de corsarios genoveses en el mar Rojo que se infiltraban con la complicidad
de corruptos funcionarios egipcios y el descarado apoyo de los etíopes que
les permitían usar sus puertos e incluso les cedían almadrabas para armar y
equipar escuadrillas de galizabras, pataches y galeras con las que atacaban
continuamente las flotillas sanmarquianas.

La república organizó entonces grandes escuadras fuerte-


mente protegidas que había que pagar con oro abundante y cuya pérdida por
culpa de los fuertes ciclones del Golfo Arábigo suponía quebrantos terribles
que arruinaron a muchos y dejaba descubiertos otros flancos que piratas de
distintas nacionalidades aprovechaban con celeridad. De esa manera comen-

154
zaron a proliferar corsarios saboyanos, toscanos y helvéticos que solían apro-
vechar los momentos en los que las grandes flotas se alejaban para saquear
las ciudades costeras sanmarquianas y hostigar el comercio entre las islas.

Todo ello había provocado un lento declive que en estos días


se hacía descarnadamente evidente en las pocas mercancías que apenas lle-
naban las lonjas, los edificios que nunca se terminaban y los que entraban en
una imparable decadencia. Eran momentos difíciles, en los que la Serenísima
República esperaba que todos sus súbditos arrimasen el hombro y se com-
prometiesen a salir adelante, pero entonces era también cuando más parecían
proliferar los parásitos de la sociedad, ladrones, contrabandistas, pícaros y los
peores de todos, los que esperaban sacar provecho de la crisis: los traidores y
los traficantes de información.

El jefe de la milicia de la ciudad, el alguacil Fieromonte


Hadjichristidis, se sentía heredero de una larga tradición familiar y a pesar de
su origen griego había servido toda su vida en la milicia del Dux, con lealtad,
profesionalidad e incluso con devoción, tal como habían hecho antes que él
su padre y el padre de su padre. Gustaba de anticiparse a los acontecimientos,
tratar de prever los movimientos de los contrabandistas, espías y ladrones que
pululaban por las calles de la urbe sanmarquiana. Fue entonces cuando se
topó con el rumor de un agente toscano que había sido reconocido por un
antiguo compinche, ahora al servicio de la República, y que se había encon-
trado con él. Inmediatamente lo había denunciado a la milicia pues había es-
tado siguiendo a varios miembros del consejo, almirantes y capitanes. Como
no se había logrado dar con él y de hecho se había perdido su rastro en direc-
ción a la costa oriental Fieromonte había olvidado el asunto sospechando que
había sido un falso rumor propagado por un agente que no buscaba más que

155
una recompensa.

Todo cambió cuando, al cabo de unas semanas, se enteró de


las extrañas circunstancias de la muerte del almirante Barbárigo, en ese mo-
mento sospechó que ocultaban algo más aunque el recuerdo del agente des-
aparecido aleteó en los límites de su memoria sin atreverse a retornar. Su ins-
tinto le decía que había algo más y le empujó a recorrer con laboriosidad los
bajos fondos, las tabernas, las posadas e incluso le llevó a arriesgarse aden-
trándose en el barrio de las Ratas donde habían aparecido los cuerpos del al-
mirante y más tarde los de sus escoltas.

Intereses ocultos, incompetencias y corruptelas muy lejos del


alcance de Fieromonte hacían que algunos miembros del consejo pretendie-
sen ocultar el asunto, que se olvidase y que no se removiese más, lo cual bien
pensado no dejaba de ser razonable puesto que uno de sus más destacados
líderes militares había aparecido muerto en lo que parecía un oscuro y sucio
crimen pasional y eso podría afectar a la imagen de la República Sanmar-
quiana, incluida la del propio Dux. Pero para el alguacil cretense, acostum-
brado a pensar siempre lo peor, existía el riesgo de que lo evidente ocultase
algo más, de que los conocimientos que tenía el Almirante acerca de los pla-
nes del consejo ducal estaban detrás de la motivación del crimen y una po-
tencia extranjera tras su ejecución. Fue entonces cuando recordó lo del espía
desaparecido y se decidió a probar suerte dando la descripción del espía tos-
cano en el antro donde actuaba el mancebo de Barbárigo. Al ver que le reco-
nocían como el parroquiano con el que salió el muchacho el día que desapa-
reció el almirante, no lo dudó y ordenó a sus hombres que no dejasen lugar
sin remover en la isla, ni puerto sin vigilancia. Volvieron a reencontrar su
rastro en el mismo lugar, en Thalassarion, y de allí le siguieron de vuelta a la

156
capital donde le capturaron justo cuando estaba a punto de embarcarse.

Su captura había sido un enorme éxito que le valió al capitán


la felicitación personal del Dux. El espía extranjero fue llevado a la Prisión
de los Plomos donde la información que poseyese sería extraída y la magni-
tud de la fuga determinada. Confiaba en que la profesionalidad de los verdu-
gos estuviese a la altura del rival y de las circunstancias, por ello le enfureció
su muerte, un grave error que comprometía lo logrado hasta el momento y
que podría afectar su carrera o incluso a su vida si alguien pedía un chivo
expiatorio. Con esa intención fue a la Prisión, donde esperaba que al menos
se hubiese obtenido algo de información o pudiese determinar quien había
sido el culpable de semejante negligencia.

Todavía recordaba la estúpida mirada del sucio guardia de la


prisión que, apestando a sudor, cebolla y orina, le escoltó portando una ala-
barda que se encontraba en un aspecto aun más deplorable que el de su pro-
pietario. A causa de su profesión Fieromonte debía visitar con frecuencia la
cárcel y conocía perfectamente el despacho del alcaide Matti, un pequeño
cuartucho forrado de madera y tapices en el que no parecía circular nunca el
aire. En algún sitio había un pequeño incensario que trataba de ocultar el acre
olor a miedo, dolor y desesperación que impregnaba cada recoveco del edifi-
cio y que probablemente le impregnaba ya a él y a sus ropas. Cada vez que
iba allí se tenía que pasar después por los baños del sirio Nabil para eliminar
la pestilencia que en caso contrario podría acompañarle días enteros.

Aquel día el alcaide mostraba una inusual sonrisa, obvia-


mente o tenía una carta oculta o pensaba colgarle la muerte a otro. Lo cual no
le disgustaba mientras le pudiese servir a él para eludir la espada que pendía
157
sobre su cabeza, aunque en aquel momento temió que fuese precisamente lo
contrario.

– Alcaide Matti, será mejor que haya averiguado algo por su


bien y por el de sus incompetentes esbirros. Espero que esa sonrisa signifique
que algo se ha salvado, porque si no me aseguraré personalmente de que nin-
guno de vuestros contactos os pueda salvar. La muerte del espía extranjero
durante el interrogatorio, teniendo en cuenta lo que costó el capturarle, es un
grave error que en altas instancias podría ser considerado incluso como trai-
ción y un intento de encubrir una acción enemiga contra la República.

El interpelado sonrió de nuevo enigmáticamente mientras


tomaba de las manos del escribano que estaba a su lado un grueso fajo de
pliegos de papel que probablemente eran las actas de los interrogatorios.

– Buen día, señor alguacil. Tengo extraordinarias noticias


para usted y para el consejo del Dux – El capitán sonrió, aunque no por la
obvia mentira del carcelero, sino ante la evidencia de que ya había encontra-
do la solución a su problema –. Tengo aquí las actas de los interrogatorios, si
bien no merecen la pena demasiado, puesto que el agente extranjero guardó
silencio con gran... profesionalidad – Tomó entonces otro fajo de pliegos y lo
puso ante el capitán –. Pero... pero uno de mis hombres, esos que según usted
son unos incompetentes esbirros, descubrió que mientras dormitaba en la
celda hablaba – la ceja derecha del capitán se alzó en un movimiento reflejo
–. Hablaba solo. Hablaba a los fantasmas que le atormentaban. Hablaba de la
información que obtuvo de Barbárigo, del ataque a Rodas, de una tabernera
de Thalassarion, de la flota española que se prepara en las columnas de Hér-
cules, de una villa en Cartago, de una cruzada sobre el emperador Azteca…
158
El jefe de la milicia tomó las notas, las hojeó y leyó con avi-
dez algunos pasajes al azar mientras se preguntaba si sería cierto, puesto que
de serlo, supondría un extraordinario golpe de suerte. De una sola vez se
había privado al rey español de la información acerca de las intenciones de la
Serenísima República, habían quedado al descubierto las suyas y, lo que era
más importante, Fieromonte Hadjichristidis había logrado salvar el pellejo.

– Lo descubrimos accidentalmente y tras cada sesión uno de


mis hombres se ocultaba en la oscuridad de la celda y trataba de escuchar lo
que el toscano farfullaba.

Recordó como por primera vez desde que había tenido noti-
cia del final del espía había sonreído. Tanto a maese Mateo Mocenigo como
al resto de miembros del consejo ducal la explicación les había parecido no
sólo convincente, sino además útil y una prueba de que la Fortuna no olvida-
ba a la que una vez fue su hija predilecta. El mismo Dux creía ver en ella una
oportunidad de desquitarse. Tantos años sufriendo las depredaciones de otros
les hacían lanzarse a la búsqueda de un triunfo fácil y, seguramente, los pla-
nes se hicieron más y más ambiciosos. Al mercader otomano Hiram Yazi-
jioğlu, con el que mantenía una larga y provechosa relación, la información
le pareció también extremadamente interesante, aunque fue el primero en
regar la semilla de la duda en Fieromonte. En el momento de pagarle, se pre-
guntó en voz alta si no sería una imprudencia fiarse de la palabra de un espía,
por muy cerca de la muerte que se encontrase, dado que podría seguir min-
tiendo, delirando, o incluso aun siendo sincero podría haber estado expuesto
a información errónea sin saberlo.

159
Durante los días siguientes, la idea le fue rondando por la
cabeza, germinando, creciendo y forzándole a hacer lo que a él mismo le pa-
recía un error: compartir las dudas con Mocenigo. El consejero no quería
creerlo, se resistía, llevaban tantos años de reveses que justo era que el Altí-
simo les manifestase su favor por una vez. Trató de convencerle, de conven-
cerse, pero no lo consiguió. Tal vez habían perdido la confianza en la Fortu-
na, la mirada sombría del consejero en la que sólo parecían brillar las dudas
así lo confirmaba. Parecía como si las incertidumbres que albergaba su cora-
zón al ser expresadas en voz alta se convirtiesen en certezas, verdades y
hechos.

Por lo que supo luego el alguacil el asunto siguió debatién-


dose en el Consejo Ducal y él mismo tuvo que declarar en varias ocasiones,
pero cuando parecía que los temores iban a ser finalmente desechadas y los
planes iniciales estaban de nuevo en marcha recibió instrucciones de presen-
tarse de nuevo ante algunos miembros del Consejo. Eso fue esa misma ma-
ñana y ya los negros nubarrones que se apelotonaban en el horizonte como
para recibir el primer día del otoño no parecían pronosticar nada bueno.

En momentos así pensaba si no debía haber seguido el con-


sejo de su tío Mikail, el hermano mayor de su madre, y olvidarse de la mili-
cia, dedicándose al comercio y a esperar que el Todopoderoso hiciese des-
aparecer de la isla a los herejes italianos. Sonrió al pensar en sus absurdas
ideas, tal vez eso hubiese sido posible antes del Segundo Diluvio, pero tras
tanto tiempo los destinos de los antiguos venecianos y los antiguos cretenses
estaban tan ligados que era inevitable que algún día se convirtiesen en un
único pueblo, si es que no había ocurrido ya tal cosa.

160
El consejero le recibió en su palacio y le comunicó que se
pensaba seguir adelante con el plan, que la erradicación de los corsarios san-
juanistas permitiría reabrir rutas hacia el mar Interior que compensasen los
últimos ataques en el mar Rojo y en el Golfo Arábigo, pero que sería conve-
niente enterarse de los planes reales del rey de España y su enorme flota.
Había recalcado la palabra reales de tal manera que no le cupo la menor duda
acerca de lo que se le iba a pedir, probablemente no confiaban en sus propios
espías. En las reuniones del Consejo había llegado a oír que no había con-
fianza en los agentes que informaban o representaban a la República. Se te-
mía que la plata del Trastámara alentase más su lealtad que el cada vez más
escaso oro sanmarquiano. Era preciso enviar a alguien a España para enterar-
se de las intenciones reales para la Gran Armada, como algunos la llamaban.
Se propuso que él mismo fuese haciéndose pasar por un mercader griego con
el fin de contactar con un funcionario hispano aparentemente receptivo a in-
tercambiar sobornos por información. A Hadjichristidis le pareció arriesgado
y trató de hacerles notar que tal vez se estaba cometiendo el mismo error que
habían cometido los hispanos salvo que de forma consciente. No mencionó,
por no parecer un cobarde, los riesgos que correría alguien inexperto como él
en esas lides. Aunque posiblemente algo hubiese aprendido de los que había
perseguido haciendo lo que se suponía que él debía hacer.

– Parece razonable que alguien que desconozca nuestros pla-


nes y la historia del espía sea el que se encuentre con el funcionario hispano
en Villa Real, pero asimismo creo que es necesario que alguien con todos
esos datos esté cerca para evaluar la situación. Alguacil Hadjichristidis vos
asumiréis ese papel, zarparéis con el enviado que se entrevistará con el secre-
tario, aunque no deberéis desembarcar y sí permanecer oculto en todo mo-
mento.

161
Por mucho que se lo razonasen a él le parecía un terrible
error, aunque posiblemente lo que se pretendiese fuese o confirmar la infor-
mación o mostrar el triunfo de la captura del espía para disuadir de cualquier
acción. Obraban espoleados por la desesperación y eso no era nada conve-
niente, especialmente para él.

162
13. UN GUANTE
Santiago de Fez, 11 de Octubre de 1599

E l Duque estaba furioso. Era la tercera vez que la punta del estoque de su
oponente burlaba su guardia y tocaba su peto de cuero sin que hubiese
tenido a cambio la menor posibilidad de hacer lo propio. Un toque limpio que
había eludido la defensa del viejo veterano y que mostraba a las claras la pe-
ricia y la técnica del joven adversario del Duque que le había permitido de-
rrotarle una y otra vez a lo largo de los sucesivos lances que habían disputa-
do. Porque los anteriores asaltos habían sido similares, nefastos para el peto y
para el ego del de Alba, aunque no más de lo que habrían sido para cualquier
otro que midiese su acerco con el del que era seguramente la mejor espada en
el ejército que se concentraba en Santiago y probablemente una de las mejo-
res de todas las Españas: la del capitán Chanciller. Lo peor era que estaba
agotado, ya no aguantaba como antes, suponía que la merma en sus faculta-
des era inevitable y una consecuencia más del paso del tiempo. Su respira-
ción era interrumpida con continuas y agudas punzadas en el pecho, que de-
bían de ser reflejos de heridas anteriores recordatorios de dolores causados
tiempo atrás pero no por el acero enemigo, sino las que la Parca se había co-
brado entre sus seres queridos. Le dolía el sentirse tan torpe y lento, el que su
cuerpo ya no respondiese a las órdenes de su mente, el que su oponente leye-
se sus movimientos antes de que éste respondiesen a sus intenciones. Sin
embargo, también era cierto que había vivido más que muchos otros, tal vez
demasiado.

Con un movimiento ágil el capitán levantó su máscara mien-

163
tras saludaba con su espada. La punzada que le provocaba el agotamiento al
Duque pareció ser más intensa al contrastarlo con la aparente frescura del
Capitán que sonreía mientras se acercaba al asistente que le tendía un par de
paños para que ambos contendientes secasen su sudor. Mientras le señalaba
el jarro con vino fresco le tendió uno de los paños al duque. No necesitó más
que una mirada para que el joven oficial le sirviese una copa.

– ¡Por Santiago Matamoros, estoy agotado! ¡Ya quisiera yo


llegar a su edad con su habilidad y sus bríos! ¡Si el joven Francisquito hubie-
se tenido la mitad...!

– ¡Capitán! No pienso mejorar su soldada por mucho que me


dore la píldora. Vos no estáis agotado en absoluto. Lo sé porque yo sí estoy
agotado. No estáis ni tan siquiera cansado, por las barbas del soldán de Egip-
to, ¡si ni tan siquiera estáis sudando!

En el fondo sabía que muchos otros, aun algunos más jóve-


nes que él, habían salido peor parados que él esa misma tarde. Al fin y al ca-
bo ambos hombres sólo cruzaban sus aceros en combates de práctica y el
respeto que sentía el joven capitán por su protector le impedía actuar con
mayor agresividad y mordiente. Probablemente su joven rival se dejaría ma-
tar antes que alzar su acero contra él con la menor intención de herir su per-
sona o su estima. Para los demás, los que osaban enfrentarse al capitán y lo
hacían en situaciones que no fuesen de práctica y entrenamiento, sin que fue-
se en el campo de batalla, solían tener reservados destinos muchos peores. Su
habilidad con el acero y su facilidad para desenvainarlo eran legendarias, así
como para no hacerlo en vano. Otros espadachines se contentaban con herir,
o marcar, el que se enfrentaba al Capitán sabía que se exponía a una herida
164
grave, a la incapacitación permanente o más probablemente a la muerte. Su
última “víctima” había sido el tal Francisquito que no era otro que el primo-
génito del poderosísimo Marqués de Cenete, Don Francisco Mendoza de
Acebedo. En realidad no era más que un barbilindo consentido sin otra meta
en la vida que gastar a manos llenas el oro que su avariento padre acumulaba
con frenética mezquindad. Era inexplicable como el Marqués toleraba sus
absurdos caprichos y sus extravagancias. Entre ellos se encontraba el gran
número de doncellas y no tan doncellas a las que rondaba ofreciendo costo-
sos presentes. Una de esas doncellas, hija de un hacendado mercader de telas
que no veía con malos ojos la posibilidad de emparentar con la nobleza, esta-
ba siendo rondada al mismo tiempo por el capitán y a su puerta coincidieron
ambos hombres. El capitán iba acompañado por media docena de compañe-
ros de armas, veteranos y hábiles con el acero, mientras que Francisquito iba
acompañado por un numeroso grupo formado por otros donceles de buenas
familias, algunos criados y varios hombres armados cuyo oficio debía ser
alquilar su brazo. Hubo un cruce de palabras gruesas, algunos aceros fueron
desnudados, un guante fue arrojado y una cita concertada al amanecer. Am-
bos hombres con sus padrinos se encontrarían al despuntar el alba detrás del
convento de los dominicos en las afueras de Santiago. Francisquito Mendoza
de Acebedo no jugó limpio y se presentó con cuatro matasietes como padri-
nos, al parecer unos tipos de mala catadura y peor fama, pero no tan duchos
con la ropera como sin duda presumían. El capitán Chanciller y sus dos pa-
drinos, que también eran veteranos oficiales del tercio, despacharon a los ma-
tones antes de que pudiesen jurar o pedir cuartel quedando el petimetre sólo
frente al Capitán. Tras orinarse encima trató de huir pero acabó con su capa
hecha jirones y media docena de horribles punzadas en sus nalgas que con
toda certeza le impedirían cabalgar, probablemente caminar con normalidad
el resto de su vida y sin duda le impedirían volver a intentar lucirse con el
acero. Finalmente en vez de matarlo se había contentado con humillarlo bur-

165
lándose de su cobardía dejándole con vida, lo que sin duda había sido un
error. Un grave error. El asunto fue sonado ya que los padrinos del Capitán lo
contaron a otros compañeros de armas y pronto fue la comidilla de todos los
campamentos y motivo de chanza en todas las tabernas y casas de mala nota
de la ciudad.

– Veo que ya no tiene guantes, supongo que habrá perdido el


último jugando a los naipes – dijo el Duque al sentarse ambos hombres en
unas sillas que habían dispuesto a la sombra en un rincón del patio.

– Perdí el último la otra noche...

– Ya me llegó la noticia esta mañana, y dado lo trivial del


hecho, perder un guante, me ha llamado poderosamente la atención que el
mismísimo Marqués de Cenete haya venido a visitarme para contármelo.
Bastante iracundo por cierto. No es nada prudente el hacerse de mal querer y
mucho menos por gente tan poderosa.

Estaba haciendo un esfuerzo ímprobo por enfadarse, ya que


la imagen de Francisquito con los pantalones orinados y las nalgas agujerea-
das no se le iba de la cabeza, ¡lo que habría dado por verlo! Aun así era cons-
ciente que debería ponerse serio si quería que la reprimenda surtiese efecto.
Apreciaba al capitán más que como un amigo como a un hijo y sentía que a
veces le consentía demasiado tal vez como el de Cenete a su retoño, como
cada vez que sus aventuras nocturnas acababan con alguien muerto, o herido
en su honor o en sus carnes y él le defendía a capa y espada. Pero esta vez el
asunto había ido demasiado lejos, puesto que había tocado a alguien con un

166
rango superior al del Duque de Alba, alguien más rico y mejor colocado en la
Corte, alguien a quien detestaba profundamente. Con sumo esfuerzo logró
disfrazar su cara tras un velo de severidad y enfado, y continuó tras ocultar su
indecisión en un largo trago de dulce vino tinerfeño.

– Capitán no puedo ocultarle que el de Cenete no es preci-


samente santo de mi devoción, alguien que medra en la corte gracias a sus
negocios, a sus negocios con las deudas que casi todos los Grandes tienen
con él, a los intereses de los créditos, a los préstamos... – Se levantó con brío
olvidando el agotamiento y el enfado que debería sentir hacia su joven oficial
de confianza, de repente se sentía con fuerzas de cruzar de nuevo su acero
con él – ¡Usura! ¡Cuándo se ha visto que un Grande de España actúe como
un usurero! ¡Cuándo que rehuya de las actividades marciales y se comporte
como un vulgar banquero aragonés! – De repente se dio cuenta de que iba
mal, por este camino no corregiría a su oficial, de hecho la sonrisa que se
dibujaba en su rostro así lo mostraba – Con este arrebato inexcusable no trato
de justificar su actitud, tan sólo de mostrarle que incluso contra alguien como
el de Cenete o su incompetente vástago no se puede actuar como en una ta-
berna. Son gente muy poderosa, más que yo, de hecho es muy posible que
esta vez no os pueda proteger... – El resuello le volvió a fallar y se sentó de
nuevo en la silla –. Tengo demasiadas preocupaciones y una posición fami-
liar difícil como para preocuparme de los problemas que generáis continua-
mente.

– Pero...

Al menos la sonrisa había desaparecido y su rostro mostraba


una falsa versión de la anterior mueca al fondo de la cual se intuía una cierta
167
preocupación.

– No hay peros que valgan, señor Chanciller. Es impetuoso,


imprudente y no valora lo que tiene. No lo valora, lo que no es nada bueno en
un capitán que podría optar a metas más altas. Es imprudente incluso para
alguien de vida tan licenciosa y despreocupada como vuesa merced. Obráis
de manera demasiado apasionada y el que así actúa todo lo yerra, la pasión
destierra la razón, nubla el juicio y hace que se actúe con precipitación. En
una partida de naipes, ¿no ven acaso más los que miran que los que juegan al
no apasionarse? – Esta vez sí que iba por el buen camino, ya que el aludido
comenzaba a revolverse nervioso en su asiento. Era bueno que sintiese que
en ocasiones ni su acero, ni la mano del Duque de Alba podrían protegerle –
¡Madurad Juan! ¡Madurad! ¿Por qué no tratáis de sentar cabeza?

– ¿Sentar cabeza?

De nuevo lo había estropeado al caer en el paternalismo, el


joven había visto una fisura en su armadura en forma de debilidad y afecto.
Se preguntó si no estaría haciéndose demasiado viejo.

– Sí, sentar cabeza. Si esta locura de Cruzada saliese medio


bien, si sobreviviésemos a este absurdo, no sería descabellado pensar que
alguien con vuestras cualidades pudiese conseguir una renta anual, un nom-
bramiento de adelantado o incluso la regencia de una plaza fuerte o un penal.
– No debía crearle falsas expectativas, tan sólo mostrarle una zanahoria – No
estoy prometiendo nada, tan sólo señalando que a la luz de mi experiencia
estas cosas ocurren, y que no es nada descabellado imaginar que los que des-

168
taquen por una vez consigan mercedes y recompensas merecidas. Yo sé que
usted destacará... es decir, si no lo estropea con una tontería como lo del jo-
ven Francisquito Mendoza.

– Ya, si yo entiendo que si no se tuerce el negocio, habrá


gratificaciones, ascensos y títulos, pero... ¿sentar cabeza? ¿Porqué hacerlo?
Actualmente no necesito más que ropa decente, una espada y algo de plata en
mi bolsa para comer y beber con mis camaradas...

– ¿Porqué? La respuesta está en este asunto del joven de


Osuna, porque estas aventuras nocturnas suyas podrían predisponerle... ¡De-
monios! Le están predisponiendo con gente muy poderosa – Uno de sus se-
cretarios, el murciano Aguirre, se le acercó y le pasó un billete – Pensad en
ello. Una cosa más esta noche no salgáis, nada de tabernas, ni de rondas,
quedaos en el campamento.

Al parecer Don Francisco se estaba tomando el asunto muy


en serio y estaba dispuesto, ante la falta de interés del Duque y de las autori-
dades militares en disciplinar al culpable como fuese, apelando al mismísimo
rey, si no se castigaba ejemplarmente al responsable del atentado contra el
honor y la integridad de su hijo. Éso si no decidía tomarse la justicia por su
propia mano, lo cual tal vez fuese aun peor puesto que el dinero podía com-
prar aceros con facilidad, aun dentro de la milicia y el poderoso Marqués no
carecía precisamente de liquidez. Debía hacerle una visita antes de que par-
tiese hacia la península, aunque para ello necesitaría algunos aliados y armas.
Tal vez el obispo Don Nepociano de Fez pudiese ayudarle, era un viejo ami-
go, bien situado en la corte, primo hermano del primado de Toledo y enemi-
go del de Osuna. Y su relación con el marqués era una vieja historia de ene-
169
mistad, al parecer el Marqués había intentado conseguir la sede de Fez para
un sobrino suyo, pero el bueno de Don Nepociano se había cruzado en su
camino con el patronazgo del Obispo de Toledo y su prestigio como teólogo.
Intentó cobrarse algunos favores en la corte, entre la curia e incluso en Roma.
Pero nada de eso había funcionado y desde entonces había guardado un pro-
fundo resquemor hacia el Obispo, poniéndole dificultades cada vez que po-
día, desbaratando algunos proyectos y nombramientos, imponiendo subalter-
nos que no sólo no eran de su gusto, sino que además sólo le guardaban leal-
tad al avaro Marqués. Sin duda le ayudaría pero necesitaría de alguien más.

Sonrió. Había alguien más con cuentas que saldar con el de


Cenete: Don Manuel de Moura a cuyo padre se rumoreaba que había ence-
rrado en la prisión de Córdoba. Fue un asunto oscuro que ya pocos recorda-
ban en el que Don Alfonso de Moura, que era un cambista al servicio del de
Cenete, había sido acusado de acaparar plata en la feria de Medina, encare-
ciendo la plaza y subiendo los intereses. De eso hacía ya más de diez años y
se rumoreó que el responsable último había sido el propio marqués y que
Don Alfonso no había sido más que su factor. El caso fue que el pobre hom-
bre acabó en la prisión de Córdoba, donde murió y como segunda parte de la
condena había sido castigado a que a su muerte fuese enterrado en las afueras
de la ciudad, fuera de sagrado sin que el marqués moviese un solo dedo para
evitar la postrera humillación. Desde entonces el secretario real había mante-
nido una guerra silenciosa con el noble. Tal vez encontrase en él un inespera-
do aliado, al fin y al cabo, ¿no era su amigo el enemigo de su enemigo? Se
estremeció al pensar que acabaría considerando como un amigo al ladino y
siniestro portugués.

– Señor, ¿no está exagerando un poco? Me halaga que se

170
preocupe por mi seguridad, pero...

– ¿Seguridad? ¡No quiero que os metáis en más líos! Aunque


supongo que la única manera que se podría lograr eso sería encerraros en un
monasterio o ataros a una mujer.

– ¡Esa sí que es buena! ¡El gran Duque de Alba metido a


casamentero!

– ¡Olvidáis que soy un buen estratega! Si me lo propongo...

Tal vez debería alejarle de la ciudad enviándole a la corte o a


supervisar los preparativos en Otranto, Cartago o en Constantina. Aunque los
largos dedos del Marqués posiblemente llegasen hasta allí y fuese más seguro
retenerle a su lado.

171
14. LOS KAFIR
Wadi Hafa, 12 Rabî Ath-Thâni 1008 / 1 de Noviembre de 1599

U na de las patrullas de akinjis había vuelto para confirmar que la co-


lumna de los kafir seguía avanzando a ritmo lento y sin alejarse del
curso del Nilo. Era lo más prudente y les mantenía en contacto con la princi-
pal fuente de agua permanente de la región, aunque hiciese muy predecible la
ruta a seguir y limitase su capacidad de maniobra ante un imprevisto. Por lo
que habían informado los exploradores, se trataba de una fuerza mayorita-
riamente de infantería con lanceros, arqueros y ballesteros, pero con muy
pocas tropas equipadas con armamento moderno como espingardas y arcabu-
ces. Formaban en torno a un modesto tren de artillería y con los flancos cu-
biertos respectivamente por el gran río y una pequeña fuerza de caballería.
Marchaban sin ocultar su presencia, confiados y orgullosos, sabedores que
una fuerza similar había tomado sin mucha oposición la pequeña ciudad de
Mirgissa que estaba al otro lado del río el día anterior. Su general probable-
mente iría pensando que los aguardaba una desmoralizada guarnición egip-
cia. Supondría además que en su seno anidarían áspides en la forma de trai-
dores coptos, que habrían saboteado las defensas. Imaginaría que las noticias
de la caída de la ciudad más cercana en el otro margen del río ya habrían lle-
gado minando la moral de los defensores. Anticiparía por tanto una fácil vic-
toria, el saqueo de la ciudad y un cuantioso botín.

En realidad casi todo eso era cierto. Casi todo. Las desmora-
lizadas tropas del sultán habían sido reforzadas por un destacamento de aza-
bis anatolios y algunos jenízaros, parte de ellos se habían ataviado como lan-

172
ceros egipcios para aparentar que nada fuera de lo común ocurría. Se habían
montado discretamente algunas piezas de artillería y se contaba además con
un poderoso basilisco oculto y preparado para aniquilar las pequeñas piezas
de la artillería enemiga. En la ciudad había también algunos agentes coptos,
pero sus actividades habían sido cortadas de raíz junto con sus cabezas. No
les había costado mucho capturarlos e interrogarlos, al fin y al cabo ya tenían
experiencia de sus campañas contra uzbecos, tártaros y persas en la lucha
contra elementos de población hostiles a sus fuerzas y deseosos de colaborar
con el enemigo. En la mayoría de esos casos bastaba con separar al grupo de
población en el que anidaba la traición e irlos ejecutando poco a poco hasta
que saliesen los rebeldes y los espías o muriesen todos ellos, lo que el que
todo lo conoce, al-‘Alîm, hubiese dictado que ocurriese antes. En este caso
fueron ellos los que se entregaron espantados ante la firme ejecución de la
justicia divina, en ese momento fueron apresados, interrogados y torturados
para confirmar lo que habían confesado y ejecutados junto con el resto de la
población cristiana. Arslan no quería correr riesgos dejando sin identificar
posibles colaboracionistas y traidores que revelasen que Wadi Hafa sólo era
un cebo.

En las colinas cercanas más de dos mil jinetes espahíes y


quinientos akinjis tensaban sus arcos y preparaban sus lanzas y espadas para
caer sobre los politeístas una vez se desplegasen en torno a la ciudad. No lle-
garían a saber que les había golpeado y perecerían para mayor confusión y
desconcierto del Padisha Dawit. ¡Qué nombre tan poco adecuado para un
hombre tan belicoso y poco prudente! ¡El del padre de Suleimán, el rey que
fue nombrado Sabio entre los Sabios y lugarteniente de Alá en la tierra, el
único que es realmente Justo! Tal vez era un buen presagio que hubiese re-
cordado en ese momento la sura Sad en la que se hablaba del Padisha Dawit
y se recordaba que los infieles no escaparían al castigo divino. Al menos el
173
soberano de los infieles del lejano Sur le prestaría involuntariamente un ser-
vicio a su señor el Gran Turco, ya que una derrota en este lugar le enfurece-
ría, hiriendo su orgullo y arrogancia y le llevaría a enviar más tropas para
vengarse que obligarían a su vez al sultán, con un poco de persuasión por
parte de los agentes de al-Azraq, a enviar más soldados al sur y a pedir más
tropas al sultán otomano. Más tropas para proteger su trono. Más tropas que
no le deberían lealtad a él. Más tropas para tensar la soga en su cuello. Se
preguntó si el Profeta aprobaría sus planes, aunque la muerte de tanto creyen-
te no fuese en balde ya que morirían combatiendo a los politeístas y de paso
minando el poder de un gobernante inicuo. Si él contase con un ejército com-
pleto probablemente intentaría una aproximación más directa y le arrebataría
el trono a ese saco de pecados que era el sultán de Misir. Pero apenas contaba
con unos pocos miles de soldados, y no dispondría de más hasta que el Gran
Turco no hubiese acabado totalmente con los Akkoyunlu, los turcos del Car-
nero Blanco, y no pudiese volver su mirada de águila hacia Poniente.

A pesar del intenso calor y de las moscas que atraídas por las
monturas hostigaban sin piedad a hombres y bestias, se sentía complacido y
disfrutaba de la vista. Sus planes no podían marchar mejor, habría recibido
noticias de Girit donde un agente hispánico había sido capturado tratando de
obtener noticias de movimientos de la flota sanmarquiana y al interrogarlo
habría dado involuntariamente algún indicio de las intenciones de su propio
señor. Según esas fuentes el Padisha Miguel Trastámara se preparaba para
una operación en el Atlántico: una Cruzada sobre el emperador de los azte-
cas. No es que confiase en la verosimilitud de la información obtenida me-
diante tortura de un vulgar espía, pero venía a confirmar otras nuevas que
hablaban de movimientos de la flota hispánica hacia los puertos atlánticos y
de la marcha de las tropas hacia el sur de Fez. Si eso era cierto o no, si pla-
neaban en realidad ir contra el sultán de Songhai o contra el senisha del Vila-
174
yet de Fransa no importaba realmente demasiado, ya que en cualquier caso le
pillarían con el paso cambiado. Si bien sería una magnífica noticia que las
naves y los soldados del senisha hispano marchasen al otro lado de la Mar
Tenebrosa antes de que la tormenta sobre Rodos, Girit, Kibris y Misir se de-
satase.

Los kafires se acercaban al son de sus timbales de piel de


búfalo y de sus añafiles de bronce, con orgullo y una cierta parsimonia, lo
que le encendía su sangre y la de sus hombres anhelando entrar en acción
antes de que el Sol o las moscas acabasen con ellos, pero debían mantener la
calma y esperar al momento propicio. Uno de sus oficiales, un tártaro de
piernas arqueadas insinuó que tal vez los insectos también eran parte del
ejército del Padisha Dawit y que ellas habían sido las que habían tomado
Mirgissa. Los hombres rieron antes de que la mirada de Arslan, que en reali-
dad ansiaba reír con ellos, les hiciese callar temeroso de que los sureños les
hubiesen oído.

Abajo en el valle, los atacantes seguían avanzando como un


elefante en un carrizal. Daba la sensación de que no querían ocultar su pre-
sencia, que querían que el ruido que hacían desatase el pánico de los defenso-
res, que pensasen que eran muchos más y que no les importaba que supiesen
que estaban llegando. Desde su posición los veía perfectamente, entrando por
el amplio valle, levantando nubes de polvo al avanzar por los resecos rastro-
jos, derribando los muros de piedra que protegían los huertos y agrandando
los senderos para que los carretones tirados por bueyes en los que portaban
las piezas de artillería y los pertrechos pudiesen avanzar. Su pantalla de jine-
tes apenas se alejaba unos centenares de pasos del grueso de las tropas, lo
cual delataba su extrema confianza como si pensasen que todo estaba decidi-

175
do. En realidad lo estaba puesto que el que es sutil, al-Latif, ya había emitido
su veredicto. Probablemente si hubiesen sabido que una fuerza tres veces
inferior les aguardaba en las colinas y otra dos veces menor les aguardaba en
la ciudad, tampoco se habrían preocupado, seguramente se habrían sentido
más seguros y se habrían burlado. Tal vez no lo harían de saber a que tropas
estaban a punto de enfrentarse: a soldados del sultán otomano, aguerridos,
disciplinados y fieros, no a los pusilánimes e indolentes egipcios. Aunque,
claro, lo más probable es que no hubiesen oído hablar de ellos.

Un grupo de jinetes se separó del resto del ejército y comen-


zó a acercarse a ellos cabalgando lentamente ladera arriba mientras la infan-
tería etiope se desplegaba en torno a las murallas. Su misión debía ser proba-
blemente la de establecer un puesto de vigilancia allí que alertase a los ata-
cantes de la improbable llegada de un ejército de refresco. La presencia de
esa avanzada iba a precipitar el choque. El resto de la caballería enemiga,
unos centenares de jinetes, comenzó a cabalgar en torno a la ciudad para evi-
tar la huída de los defensores o alertar de la llegada de nuevos refuerzos por
el norte o por el río. Ordenó a algunos veteranos espahíes equipados con ar-
cos que se desplegasen desmontados en las proximidades de la cima del cerro
al que se dirigían los jinetes cristianos, para rodearlos y aniquilarlos. No eran
más de dos docenas por lo que podrían hacerlo sin llamar demasiado la aten-
ción. En cualquier caso los akinjis y el resto de los espahíes ya estaban listos
para cargar, seguidos por los müsselemes que, excepcionalmente, iban a par-
ticipar en el ataque montados en sus mulas arrastrando ramajes para levantar
una nube de polvo y dar la impresión de que un número mayor de tropas des-
cendía de las colinas. En el momento de la carga los azabis de la ciudad al
mando del Odabasi Halil “Öküz” destrozarían a los sitiadores con su artille-
ría.

176
Los jinetes de los kafir rodearon un bosquecillo de acacias
que había poco antes de llegar a la cima del cerro temiendo una emboscada,
pero al hacerlo fueron precisamente a caer en la que les habían preparado los
hábiles jinetes turcos. Un centenar de flechas silbaron en el reseco y ardiente
aire abatiéndolos. Alguno, herido, trató de huir, pero los espahíes cerraron el
cerco y con sus lanzas acabaron el trabajo matando a los supervivientes y
reteniendo a las monturas. Arslan aguzó su vista y revisó las líneas enemigas
por si la emboscada hubiese sido detectada. Alguien, un oficial, en el llano
debió sospechar algo puesto que comenzó a reunir otra partida de tropas
montadas, esta vez algo que parecían ser caballería pesada con mejores ar-
maduras y equipados con lanzas. Un djinn juguetón debía de haberle hecho
notar algo, pero eso no cambiaría nada.

Arslan subió a su caballo y dio la orden de avanzar ladera


abajo. Los akinjis abrieron la marcha agrupados en una decena de escuadro-
nes que aullaban como tártaros blandiendo lanzas y jabalinas. Les seguían los
espahíes repartidos en una veintena de escuadrones que bajarían desplegados
por la ladera y finalmente vendrían los müsselemes levantando polvo y dan-
do la impresión de que más de diez mil jinetes cargaban con la furia de al-
Muntaqim, “el Violento”. En ese momento los defensores de la ciudad retira-
ron la cobertura de sus medias culebrinas y del basilisco y abrieron fuego.

– Recordad lo que nos dijo el enviado del Alá, el que eleva a


las criaturas, “Se me ha ordenado combatir a la gente hasta que digan que
nadie tiene derecho a ser adorado salvo Él”. ¡Alá es grande!

177
El efecto fue devastador, ya que las miradas de los atacantes
se habían vuelto a las laderas. Temiendo haber sido atrapados entre un yun-
que y un martillo comenzaron a corretear de un lado a otro en medio del
caos. Grupos de ballesteros disparaban hacia las murallas mientras otros tra-
taban de organizarse para hacer frente a la tropa montada que se les echaba
encima. Algunos trataban de huir hacia el río, probablemente con la esperan-
za de encontrar alguna embarcación que les permitiese pasar al otro lado.
Otros se apresuraban a descargar y montar los cañones de los carros, pero
mientras unos apuntaban sus piezas hacia la ciudad otros trataban de arras-
trarlas para apuntar a los atacantes. El primer disparo del basilisco, aunque no
dio en el blanco incrementó el desorden y desató el pánico aun más. Mientras
en la mitad de la ladera, los caballeros kafires, en mala situación al estar car-
gando cuesta arriba fueron arrollados por los dos primeros escuadrones de
akinjis que los atravesaron sin piedad con sus jabalinas y sus lanzas, hasta
llegar a las primeras filas de infantes enemigos a los que atacaron con sus
mazas ligeras.

Ordenó a uno de sus oficiales, Kirik de Stanimata, que ro-


dease la ciudad con cinco escuadrones para localizar y acabar con las fuerzas
enemigas de caballería que habían marchado por ese lado mientras él cargaba
directamente contra el general enemigo que trataba de organizar a sus lance-
ros. El desconcertado oficial no sabía muy bien que hacer, puesto que el im-
petuoso Halil había ordenado que parte de los azabis saliese de la ciudad al
son de tambores, flautas, atabales y añafiles como si de la avanzada de un
ejército se tratase, mientras algunos espingarderos disparaban sus armas so-
bre los ballesteros atacantes.

Los lanceros aguantaron el choque dignamente, al menos no

178
mostraron sus espaldas y echaron a correr. Arslan golpeó con su sable a uno
de ellos que trató de cubrirse con el escudo, aunque no lo hizo tan rápido co-
mo para evitar el golpe que abrió su casco y su cráneo. A su lado un timariota
equipado con una enorme hacha había sido desmontado, pero recuperándose
con agilidad acometía a los lanceros que habían acabado con su montura
haciéndoles retroceder. Si los cristianos no hubiesen estado tan ocupados mi-
rando las nubes de polvo que bajaban de las colinas y temiendo los cañona-
zos que les acosaban desde la ciudad, probablemente habrían podido oponer
una resistencia organizada y los habrían rechazado. No eran malas tropas,
sólo habían sido pillados por sorpresa, estaban mal dirigidos y carecían de
armas modernas que les diesen mayor potencia de fuego.

Una docena de lanceros lograron formar una especie de fa-


lange frente a él e intentaron cercarle. El espahi que iba a pie se plantó frente
a ellos y haciendo un molinete con su pesada arma desbarató su formación
destrozando astiles, escudos, armaduras y brazos, aunque no pudo impedir
que fuese derribado por tres o cuatro lanzas que se ensañaron con él. Otros
cuatro espahíes llegaron entonces, cargando sobre los lanceros y vengando a
su compañero caído. Arslan no les ayudó a acabar con los que habían matado
al valiente que le había salvado la vida, puesto que vio un camino franco has-
ta el general enemigo. Espoleando a su caballo acabó con tres o cuatro solda-
dos que se le interpusieron y cayó sobre su rival.

Una pesada maza rasgó el aire frente a él, detrás de su estela


una sonrisa blanca como la cal en una faz negra como la noche le indicó que
le estaba esperando. El jefe enemigo sería confiado y habría caído en una
tonta trampa pero no podía negarle su valor, ni su fuerza al manejar semejan-
te arma con tanta destreza, que ni tan siquiera él mismo que se consideraba

179
un hombre de gran fuerza podrían haberla manejado así. Arslan contraatacó
con su sable, pero la maza voló de nuevo para interponerse en su camino y
bloquear el golpe. Aun así era más lento y Arslan pudo lanzar un nuevo gol-
pe que fue frenado por el mango de la maza. Esta vez había estado muy cer-
ca, sería cuestión de paciencia y de aguardar a que el cansancio le ayudase. A
su alrededor espahíes y lanceros luchaban con denuedo formando un círculo
en torno a ambos hombres. El general enemigo lanzó entonces un poderoso
golpe que Arslan pudo esquivar a duras penas antes de responder a su vez
con una estocada profunda que hirió a la montura de su oponente antes de
golpearle en su vientre. El golpe rebotó en la cota de malla pero combinado
con la herida causada en su corcel hizo que éste se encabritase, el jinete per-
diese el control y cayese al suelo.

Arslan trató de aprovecharse de la situación, pero su adversa-


rio tomando una lanza hirió a su vez a su montura y según caía trató de ensar-
tarle a él. El golpe destrozó su peto y fue detenido por su cota de malla cau-
sándole un profundo dolor en el hombro izquierdo. Sujetando la lanza con
esa mano lanzó un golpe con espada que casi secciona el brazo izquierdo de
su oponente que soltó la lanza y cayó al suelo. El rus fue más rápido debido a
que su herida no era tan grave y levantándose remató la faena golpeando el
cuello de su rival. Extrajo entonces la lanza de su hombro y tras cortar su
cabeza de un par de poderosos tajos la clavó en ella. Un espahi la tomó y al-
zándola la mostró para que todos la viesen. La batalla, como ocurre con casi
todas las batallas cuando uno de los caudillos cae en el polvo, dejó de serlo
para convertirse en loca huída y carnicería.

Alguien le acercó una montura, un pellejo de agua y un paño


para que cubriese su herida. Con un gesto se lo agradeció y mientras cabal-

180
gaba hacia las tropas que salían de la ciudad para participar en la persecu-
ción, la matanza y el saqueo ordenó:

– Sin cuartel, no quiero supervivientes.

181
15. PEREGRINOS
Villafranca de San Agustín, 4 de Noviembre de 1599

S e notaba ya la proximidad de la ciudad de Tagaste, puesto que, poco a


poco, habían ido confluyendo en la ruta grupos de peregrinos proceden-
tes de distintas rutas. Primero se unieron todos los que procedían del Oeste
por las rutas que venían desde Rusadir por la costa o desde Fez por las mon-
tañas, luego se incorporaron los que venían del norte, por las rutas marítimas
que arribaban a los puertos de Nueva Orán y Santa Cruz de Tremecén desde
Saboya, Bretaña, Escocia y Toscana. Finalmente en la última jornada de ca-
mino se unieron a los que procedían del este, de las cercanas Cartago y Cons-
tantina procedentes de Nápoles, el patrimonio de San Pedro y el Sacro Impe-
rio. Se notaba también por la abundancia de eremitorios, posadas y ventas
que con la efigie de San Agustín como común denominador jalonaban el ca-
mino, no siendo el villorrio al que se disponían a entrar una excepción.

Una iglesia de alta y recia torre, vestigio de otros tiempos no


tan lejanos en los que los campanarios cumplían la función de torres de vigía
para alertar contra posibles incursiones de tuaregs, beréberes y otros infieles,
una enorme venta, lugar de paso obligatorio de peregrinos, mercaderes y ar-
tesanos, media docena de ermitas, un monasterio y un centenar de casas era
todo lo que constituía Villafranca de San Agustín. Como no, de San Agustín.
Sus habitantes, altos y rubios no podían ocultar su origen franco aunque ya
habían adquirido un tono más moreno en su piel y el áspero y seco acento de
los naturales de la región. Bien pensado no estaba claro quienes eran los na-
turales, puesto que ya no lo eran los pobladores originales árabes, púnicos y

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beréberes, que fueron sometidos primero por las tropas castellanas, expulsa-
dos luego por colonos vizcaínos y cántabros a regiones cada vez más inhóspi-
tas y desoladas. Tampoco lo eran ya éstos puesto que en muchas zonas ha-
bían sido desplazados por nuevas oleadas de emigrantes irlandeses, francos y
bretones que acudían como moscas a la miel huyendo de climas fríos, de in-
terminables conflictos religiosos y de la miseria. Los emigrantes continuaban
llegando incluso hoy, se trataba de gentes desesperadas que con la excusa de
la peregrinación arribaban buscando consuelo espiritual y al ver los olivares,
viñedos y campos de cereal de Constantina, de Cartago y de Queruán no du-
daban en abandonar lo poco que habían dejado atrás para buscar una vida
mejor. Las autoridades reales no eran ajenas a este fenómeno puesto que es-
cribanos al servicio de los nuevos municipios y merindades recorrían las ven-
tas de la ruta a Tagaste ofreciendo a los peregrinos la posibilidad de asentarse
con fueros favorables, la posesión de algo de tierra y el compromiso de per-
manecer en los nuevos asentamientos durante varios años. De esa manera se
conseguían brazos para trabajar la tierra, pagar los impuestos reales y defen-
der los nuevos territorios.

La caravana se detuvo en las afueras de la villa mientras al-


gunos de sus componentes más principales trataban de lograr acomodo en la
venta, tal y cómo habían hecho anteriormente en otros pueblos desde que le
habían acogido en su huída de Santiago de Fez. El buen hacer del Duque y
algunos favores que no habían sido cobrados hasta ese momento le habían
librado de un más que probable castigo real, aunque no le habían dejado a
salvo del peligro no menos real de la venganza del Marqués de Cenete. Así
pues, tras un nuevo choque con los esbirros de Francisquito se decidió a se-
guir el consejo de salir de la ciudad y de dirigirse hacia la costa o hacia Car-
tago por el camino de peregrinos del interior con el fin de supervisar prepara-
tivos, verificar para el Duque el grado de preparación de las tropas y de paso
183
poner tierra de por medio.

A dos días de caballo de Fez se había tropezado con ellos,


con un grupo de peregrinos de todos los rincones de la cristiandad que iban
camino de la tumba del santo. A dos días de salvaje cabalgada que les habían
llevado a él y a su montura a acabar exhaustos puesto que ni tan siquiera se
había detenido a dormir y ambos apenas habían parado para comer y recupe-
rar el aliento. Le pareció lo más adecuado con el fin de recuperar fuerzas y
permitir a su montura rehacerse, lo mas prudente pues le permitiría pasar más
desapercibido si era seguido por posibles sicarios y matones al servicio del
Marqués de Cenete y lo más seguro puesto que le permitía eludir el ser dela-
tado por miradas indiscretas ante las que un jinete solitario resultaba dema-
siado llamativo. Realmente era una ocasión que no podía dejar pasar, puesto
que además le permitía tener acceso a provisiones y pertrechos con los que
no podría contar en una cabalgada en solitario. Así pues se unió a ellos con la
excusa de una promesa que debía cumplir antes de incorporarse a la flota real
y con la idea de permanecer entre ellos unos días, hasta recuperarse y tener
de nuevo su montura en condiciones. Fue entonces cuando ocurrió lo impre-
visto. El Duque insistía muchas veces en que había que planificar las batallas
con extremo cuidado, teniendo en cuenta hasta la eventualidad más pequeña,
pero sabiendo que en cuanto se pusiese el plan en contacto con la realidad
poco saldría conforme al mismo. Esta vez ocurrió algo parecido: conoció a
Caterina. No debería haberle llamado la atención, no era más que la joven
hija de un impresor valenciano de San Vicente de Alfarp llamado Guillén de
Óntindon, apenas una chiquilla pecosa y de pelo del color de la paja, una mu-
chacha como cualquiera de las otras muchas que quedaban prendadas del
apuesto capitán que, una vez superada la excitación de la conquista y tras
algún que otro retozo, solía abandonar sin un recuerdo, sin un remordimiento.
Esta vez la mocita no sólo no cayó a sus pies, no sólo se resistió, sino que
184
además logró atraer su atención y en el peor momento posible.

En los últimos días se había repetido una y otra vez que no


merecía la pena, que no debía esforzarse, que el bueno de Guillén y su esposa
Agnés no se merecían que él les robase la honra de su hija. Pero eso no le
había detenido antes, ¿sería que las palabras del Duque recomendándole sen-
tar la cabeza contenían una especie de maldición? Pronto ellos se quedarían
en Tagaste para cumplir con la peregrinación a la tumba de San Agustín y él
seguiría su camino en dirección a Cartago.

– ¡Capitán Chanciller! – Alguien trataba de llamar su aten-


ción en medio del alboroto de vendedores y buhoneros que se habían forma-
do en torno al grupo de peregrinos.

– ¡Ah, es usted Don Guillén! – El impresor era uno de los


que habían marchado a la venta en busca de acomodo y por su cara parecía
que se había resuelto el problema satisfactoriamente. No siempre era así y en
alguna ocasión les había tocado dormir al raso en las afueras de alguna aldea
o de algún lugar, nada extraordinario para un soldado como él pero un impor-
tante contratiempo para muchos de los peregrinos.

– La venta estaba llena, pero he encontrado alojamiento en la


casa de un mercader de libros con el que suelo realizar algún que otro nego-
cio – Don Guillén debió malinterpretar su gesto y tomarlo como una especie
de sorpresa –. No, no ha sido nada inesperado, ni fortuito. Ya sabía yo que
vivía en este pueblo, aunque su negocio se encuentra en la propia Tagaste,
pero desconocía si podría alojarnos. Su casa es amplia, pero...

185
La familia de Guillén de Óntindon poseía una de las mayores
imprentas de las Españas y eran proveedoras habituales de la Corte del rey
Miguel y de las de las cortes hispánicas y de las chancillerías de los virreina-
tos de Aragón, Valencia y de las Dos Sicilias. Por lo que le había contado en
la primera noche en la que compartió turno de guardia con él y en la siguien-
te mientras buscaba el calor de su hoguera y el fuego de los ojos de Caterina
supo que su abuelo había venido de las islas inglesas huyendo de la subida de
las aguas y que de allí habían traído su oficio de impresores de libros. Los
primeros años habían sido difíciles, pero los últimos habían sido muy lucrati-
vos al haberse convertido en proveedores de las Cortes de los distintos terri-
torios de la antigua corona de Aragón y aun de las más importantes familias,
escuelas y seminarios del Reino de Valencia. Desgraciadamente, según ellos,
esa prosperidad y el entrar en contacto con gentes más adineradas y de origen
más noble había llevado los intereses de su hijo mayor Agustín lejos del ne-
gocio familiar y le había deslumbrado haciéndole alistarse en el Tercio que
Don Pedro Ponce de León reclutó en tierras valencianas para combatir en el
ejército del Duque de Alba. Presuntamente Agustín de Óntindon había servi-
do en la jornada de Ganday y había salido vivo, si bien escarmentado y sin
demasiados ánimos de continuar con su vida en la milicia. Don Guillén y
Doña Agnés habían interpretado ese hecho como una intercesión de su santo
patrón y habían decidido agradecérselo con una peregrinación. Resultaba
curioso que la furia desatada del Duque, que harto de combatir al infiel y
perder vidas de soldados como el joven hijo del librero ante un rival tan poco
respetuoso con los tratados firmados, la palabra dada y por las vidas de sus
propios hombres unida a la pusilanimidad de un soldado atraído por sabía
Dios que ideas románticas le hubiesen puesto en contacto con la más delicio-
sa y esquiva criatura que hubiese visto jamás. No dejaban de sorprenderle
estas vueltas que daba la vida y que la suma de actos que no parecían tener

186
relación con su vida se conjurasen para enlazar de alguna manera con ella,
alterando su devenir. Sabía que los moslimes siguiendo la doctrina de su loco
profeta creían firmemente que todo estaba escrito en un libro al que sólo te-
nía acceso su falso dios y algunos profetas. Había oído también que algunas
sectas como la de los zwinglianos de la Francia creían también que los actos
de cada hombre ya estaban predeterminados por la providencia divina y que
era inútil resistirse a su voluntad, ¡los muy locos creían que la fortuna o la
desgracia eran consecuencia de la voluntad del Hacedor y reflejo de Sus do-
nes sin posibilidad alguna de alterar o de cambiar ese destino! A él le aterra-
ba la idea de que su vida estuviese predeterminada y que no le quedase nada
por decidir, afortunadamente la iglesia romana condenaba esas ideas por
heréticas y falsas, y aunque no era un cristiano demasiado piadoso ni desde
luego ejemplar esto le aliviaba y le permitía tener una sensación de libertad y
de dominio en su vida. O al menos de que nada estaba escrito y que de la
combinación de un impetuoso pero cobarde muchacho, unos padres piadosos
y una huída precipitada surgiese la oportunidad de conocer a alguien como
Caterina. Si uno sólo de esos factores hubiese sido distinto el resultado habría
sido el opuesto y sólo conocido por el Altísimo.

– Por mí no se preocupen, estoy acostumbrado a dormir al


raso y mañana seguiré camino de Cartago – Estaba siendo cobarde, debería
afrontar a su enemiga y conquistarla o rendirse. La huída no era una alterna-
tiva válida ya que era aquella cuyos remordimientos peor se soportaban. Qué
importaban las palabras del viejo Duque acerca de madurar de convertirse en
alguien respetable, como si eso compensase la libertad y el poder de tomar lo
que estuviese a su alcance. La imagen de la mirada de Caterina le hizo arre-
pentirse de este pensamiento y morderse la lengua.

187
– Capitán, ¿me aceptaríais un vino en la venta? – No pudo
evitar arquear una ceja ante la sorpresa, el impresor no era precisamente co-
nocido por su afición al vino y mucho menos a las tabernas o a cualquier tipo
de vicio. De alguna manera le resultaba sorprendente la fortaleza que mostra-
ba al rechazar tantos placeres que se negaba, en su vida sólo existían sus li-
bros, su esposa, sus hijos y tal vez algún vaso de vino con su párroco o algún
colega muy de tarde en tarde, aunque eso sólo era una perversa conjetura por
su parte.

– Don Guillén disimuláis muy mal... estoy acostumbrado a


tratar con hombres de toda clase y condición, a interpretar sus actos y a leer
lo que se oculta en sus acciones. Habitualmente me va la vida en ello. Sé que
me tratáis de decirme algo y os agradeceré que seáis más directo, amén de
que quisiera ahorraros el trago de ir a la venta aunque bien os lo agradecería
– el impresor sonrió.

– No negaré que cuando vos aparecisteis en la caravana ago-


tado y cubierto de polvo con aspecto de estar huyendo de la justicia o aun de
algo peor vuestra presencia me inquietó, por mi hija. Os agradecemos vuestra
galante protección – Frase que el capitán agradeció con una inclinación de su
cabeza –, pero no me negareis que la presencia de un hombre joven, dedicado
a la milicia, tan cerca de una niña como Caterina... Porque no es más que una
niña – Pasaron frente a la puerta de la venta pero ninguno de los dos hombres
hizo nada por entrar y siguieron caminando calle arriba –. Sin embargo, por
razones que se me escapan, a pesar de las miradas flamígeras que intercam-
biáis y de no alejaros más que en raras ocasiones el uno del otro, ambos
guardáis las distancias. Sé que por las noches no ocurre nada, ¡llevo una casi
semana sin pegar ojo! Mi Agnés me decía que vos acabaríais pidiendo su

188
mano, yo pensaba que os conformaríais con robar su virtud. Por ellos quisiera
saber cuales son vuestras intenciones y si he sido un necio al contaros esto,
las imaginaciones de un viejo.

– Lo cierto es que eso mismo me pregunto yo, cuales son


mis intenciones. Dos semanas atrás me habría llevado la virtud de Caterina
sin dudarlo y sin remordimientos – el impresor pareció sorprendido por su
franqueza, pero no dijo nada –. Hoy... no lo sé. Tal vez lo mejor sea evitar la
última tentación, despedirnos y aplazar el final de esta conversación para de-
ntro de un año, o para... lo cierto es que habrá guerra y no sé cuando volveré
si es que alguna vez lo hago, por lo que seguramente sería aplazarla para
siempre.

– ¿La amáis?

– Tal vez ese sea el problema, creo que la amo, pero no estoy
seguro. En cualquier caso no la veo capaz de aguantar la larga espera hasta
mi vuelta... es fuerte y decidida, pero creo que la espera la destruiría. Vos la
conocéis mejor, tiene demasiados sueños, ¿podría aguardarlos por tiempo
indefinido?

– Es mi hija y se que eso la haría sufrir. No podría aguardar.


Os agradezco vuestra franqueza.

– Hay algo que no me encaja, si yo me decidiese a pediros su


mano, teniendo en cuenta que no soy más que un simple oficial de la milicia
sin otro oficio ni otro beneficio, ¿accederíais a concedérmela?
189
– No. Nunca. Aunque ella os amase de la misma manera y
esa espada vuestra tratase de arrebatármela no podría hacer otra cosa por su
bien que negárosla.

– Os agradezco vuestra franqueza. Cuidadla por mí.

Un pesado silencio se interpuso entre ambos hombres al lle-


gar a la puente bajo la que pasaba un sucio riachuelo. El capitán Chanciller se
preguntaba si el impresor no se habría planteado las mismas reflexiones que
él acerca de las coincidencias de la vida, de los sucesos que sin tener aparente
relación unos con otros conducían a situaciones y hechos inesperados, como
los que le habían llevado a él y a un importante impresor a estar sentados en
un puente del reino de Cartago tras haber tenido la conversación que habían
tenido. De haberlo sabido el librero le podría haber hablado del tratado de
San Agustín sobre el libre albedrío, sin embargo otra fue la pregunta que
rompió el silencio.

– Capitán, vos habéis viajado, ¿conocéis Cartago por ventu-


ra?

– No. – Por qué no lo conocía ya, se preguntó, por qué no


estaba allí ya.

190
16. EL CORRAL DE COMEDIAS
Villa Real de Santa Fe, 8 de Noviembre de 1599

H abía otros corrales de comedias más antiguos y con más solera en las
Españas, pero el “Rey Santo” de la Villa Real de Santa Fe era el único
que gozaba del patrocinio y la protección del Rey Miguel. Era sin duda el
mayor de los corrales y cada noche de función centenares de caballeros,
hidalgos, damas, pecheros, soldados y fulanas se mezclaban más o menos
armoniosamente en su inmenso gallinero mientras los más pudientes se reco-
gían en los balcones de niveles superiores. Allí tenían reserva permanente los
Ponce de León, los Enríquez, la casa de Cenete, la de Medinaceli e incluso la
de Alba. Aunque el Duque no fuese muy aficionado al drama, ni a la come-
dia, sus armas lucían en uno de los balcones.

No era ningún secreto la afición del Rey por las obras de los
más grandes autores, ni que financiaba con gusto las representaciones de este
corral de comedias. No lo era tampoco que no sólo acudía a los grandes es-
trenos desde su balcón, sino que gustaba de atender a funciones ordinarias
desde los balcones de alguna casa noble e incluso, disfrazado, en el mismísi-
mo gallinero. De todos era sabido lo que disfrutó con el “Rey Fernando de
Hispania” de Ramírez de Avon, obra que conmovió a medio reino por la
imagen que mostraba de lo que debería ser un soberano cristiano. Se rumo-
reaba que concedió diez mil ducados a Lope de Irrate por su “Caída de la
Alhambra” que sobrecogió a la corte por su dramatismo y exaltó a centenares
de jóvenes hasta el punto de hacerles incorporarse a los tercios para marchar
a combatir en el África. Se le vio consolar a las infantas mientras lloraban
conmovidas por los amores de “Rosamunda y Gonzalbo” del insigne Manuel
de Sayavedra. Aunque nadie lo vio, se decía que había acudido disfrazado de

191
mercader al gallinero del Corral para el estreno del “Pícaro Ramonet” del
maestro Ramírez de Avon, obra que creó escuela y que numerosos autores
menores trataban de imitar sin llegar a alcanzar su sublime gracia y frescura.
Se rumoreaba también que había un arcabucero que juraba haber tenido un
lance de espada con él sin reconocerle hasta que acercaron sus rostros mien-
tras se empujaban con sus aceros, otro que reclamaba el honor de haber com-
partido con él un pichel de cerveza y una fulana que se jactaba de haber reci-
bido sus requiebros junto con un costoso anillo de oro que, desgraciadamen-
te, había tenido que ser vendido para saldar unas deudas inoportunas.

A pesar de todo eso el de la comedia no era el arte más valo-


rado por el monarca, que deseaba que las gentes le recordasen por su ciudad,
los palacios y la catedral en la que deseaba ser enterrado, lo cierto era que el
simple pechero, el burgués, el soldado o la cortesana valoraban mucho más la
posibilidad de evadirse cada semana de su dura realidad cotidiana por un par
de cuartos y pasmarse con la devoción del más católico de los reyes, compa-
decer al último Rey Moro o soñar con amores imposibles.

Pero esta noche era de estreno. Una noche grande. El gran


Guillén Ramírez de Avon, autor favorito del Rey y de la corte, estrenaba una
obra compuesta por encargo del Duque de Arcos titulada “El comendador de
Medina” que prometía levantar pasiones y su puntito de polémica. Como
cualquier noche de estreno el corral estaba a rebosar, en el gallinero no cabía
ni un alfiler y las disputas entre burgueses, arcabuceros e hidalgos por los
mejores sitios eran continuas y solían extenderse a sus acompañantes. Estos
eran sucesos habituales de tales ocasiones y siempre que se hablaba de ello
era inevitable citar la muy sonada disputa que tuvo lugar en el estreno del
“Amadís encadenado” de Ruiz de Redondella entre dos dragones y dos al-

192
guaciles, que empezó como un enfrentamiento a espada entre hombres de
armas y acabó como una batalla campal entre las meretrices del barrio de la
Puente Nueva y las del barrio de Santo Domingo. En cualquier caso por muy
intensas que fuesen esas trifulcas, solían ser sofocadas al entrar algún perso-
naje notable, más aun si era el rey como en esta noche y morían irremisible-
mente al subir el telón.

La fanfarria real sonó desde el rincón de los músicos, los


archeros tomaron posiciones y todos supieron que el soberano más poderoso
de la cristiandad había llegado por fin. El monarca de las Españas saludó
desde su balconada sosteniendo de una mano la de su heredero el Infante
Don Diego y de la otra la de su esposa la reina Doña Blanca de Saboya. Le
acompañaban también los Duques de Alba y de Arcos que se mantuvieron
discretamente ocultos en las sombras de los cortinajes mientras el pueblo
aclamaba a la familia real. El resto de balcones estaban llenos también a re-
bosar con las principales familias del reino y multitud de deudos y parientes
menores buscando dejarse ver en la corte. Así como adustos funcionarios y
secretarios de la corte con sus negros atuendos, de hecho el de Alba creyó
distinguir en uno de ellos al portugués de Moura revisando algunos docu-
mentos y a su lado un escribano tomando notas. Al menos una cosa debía
reconocer al estirado portugués era un trabajador incansable.

– Recordad que sólo sois humano – susurró sonriente el de


Arcos al oído del rey pero lo suficientemente alto como para que el de Alba
compartiese la chanza.

– ¡Ah!, Pero, ¿esto es un triunfo? No veo los prisioneros –


rió jovial el monarca – ¡Un momento veo allí un horrible esclavo tártaro! –
193
Añadió señalando a la esposa del Conde de Urgel que respondió al gesto real
con un saludo, ignorante de la burla –. Deberíais haber traído cautivos cire-
naicos también.

El de Alba se sentía incómodo por la presencia de tanto no-


ble, en realidad no se sentía ni más ni menos incómodo que en cualquiera de
esas ocasiones en las que se veía forzado a acudir a la corte y comportarse
como uno más de los que teóricamente eran sus pares. Además le disgusta-
ban los corrales de comedias y el pequeño mundo del teatro, aunque en cam-
paña disfrutase leyendo las obras de los grandes dramaturgos, era de la opi-
nión de que a muchas obras no les beneficiaba en absoluto ser representadas.
Su paso por las manos de los directores de escena, las escasas habilidades de
algunos actores y la falta de respeto del público destruían la armonía de mu-
chas obras y las convertían en algo burdo y grosero donde muchos matices
desaparecían y en ocasiones hasta el sentido global de la historia se perdía.
Para él la representación pública solo era apta para aquellos que eran incapa-
ces de leer o de captar las sutilezas que el autor quería plasmar, en suma para
gentes iletradas y simples que se pasmaban con el maquillaje, los decorados
y el ambiente. Por no mencionar el barullo y el caos permanente del público
del teatro que con sus vítores, gritos y exclamaciones continuas formaban
parte, a la fuerza, de la acción que se desarrollaba ante ellos, introduciendo
elementos nuevos que no habían sido previstos por los autores y que distor-
sionaban el espíritu de lo que querían transmitir. Suponía que sería parte del
propio arte, de lo que popularmente se entendía como tal, su pecado y su pe-
nitencia, pero él prefería y seguiría prefiriendo el texto desnudo. Solos el au-
tor, los personajes y él. Nadie más.

– Por ventura sabe su Alteza algo del argumento de la trama

194
– Preguntó al rey el de Arcos, que como patrocinador estaba orgulloso de la
obra y que probablemente veía en su polémica una nueva fuente de fama más
para él.

– No, buen amigo. No me adelantéis nada... en realidad… –


añadió con gesto pícaro –... en realidad sí que sé algo, puesto que asistí en
secreto a uno... o dos ensayos. Tal vez tres...

– ¡Alteza! ¡Eso no es propio de un monarca de vuestra cate-


goría! – Un paje sirvió un vino tinto de Queruán caliente y especiado mien-
tras ambos hombres reían, en contraste el Duque de Alba mantenía su adusto
semblante mientras observaba con detenimiento el gallinero –. Don Fardri-
que, ¿y vos? ¿Sabéis acerca de qué trata la obra que vamos a disfrutar esta
noche? No quisiéramos estropearle nada.

– Desgraciadamente, aunque en Santiago de Fez seguimos


con interés las novedades de la Corte, mi edad ya no me permite seguir las
novedades literarias y estar atento a mis asuntos cotidianos que constituyen la
vida de la milicia…

– Como los del hijo del Marqués de Cenete y cierto capitán...


– El rey soltó una carcajada dando una palmada en la espalda del de Arcos,
pero el de Alba prefirió ignorar la broma.

–... de todos modos dado el destrozo que provocarán el di-


rector, los actores y el público no importará gran cosa lo que vuesa merced o
su Alteza tengan a bien contarme. Soy de la opinión de que si la trama es
195
buena y ha sido hilvanada con gusto e inteligencia no importa tanto la sorpre-
sa o lo enrevesado del argumento, ¿no leemos una y otra vez obras maestras
encontrándolas siempre placenteras y hallando en ellas perlas que no dejan
de sorprendernos? Además ya he encargado una copia de la obra y algo me
han adelantado.

– ¡Ah! Don Fardrique siempre bebiendo de las fuentes, ¿es


que acaso no hay belleza en las copas?

El director de escena subió al escenario y comenzó una pe-


sada e hiperbólica loa del autor, trazando sus raíces en la tragedia griega, el
teatro romano y de allí en adelante. Algunos soldados de los tercios, con un
evidente exceso de cerveza en sus cuerpos, le dieron locuaz réplica acompa-
ñada de una lluvia de verduras y otros despojos acerca de cuyo origen el de
Alba prefirió no saber nada.

– Os gustará buen Duque. Autoridad – dijo el rey mientras


señalaba al infante a miembros de algunas familias nobles poco dadas a mos-
trarse en público pero que habían aprovechado la ocasión y la presencia real
para ver y dejarse ver –. Habla de la autoridad real y cómo debe ser ejercida.

– Trata de un comendador despótico que abusa de su autori-


dad en la Villa de Medina del Campo provocando la ira de los vecinos que se
sublevan tras... tras ocurrir algo que no os revelaré,… pues bien se sublevan
primero contra el comendador, dándole muerte, y luego contra la autoridad
real al tratar de ajusticiar a los asesinos – el de Arcos no ocultaba su satisfac-
ción, lo que despertaba el interés del de Alba no en la representación en sí,

196
sino en la edición que había encargado.

– La escena final del rey... – susurró Don Miguel tomando a


los dos duques por los hombros para que el resto de acompañantes del balcón
no le oyesen –... la escena final del rey entrando solo en Medina para enfren-
tarse a los sediciosos que, aun justificadamente, han desafiado su sagrada
autoridad, armado únicamente por su palabra, su razón y la los fueros del
reino y de la villa es absolutamente sublime. Gloriosa.

– A mí me encanta el debate que plantea acerca de la natura-


leza del poder y los pilares que lo sustentan, la descripción de los distintos
estamentos que han de existir para regular el buen funcionamiento de la re-
pública, desde la autoridad del soberano, emanación del propio poder divino,
pero que no deja de ser el de un mero administrador, como el guardián de la
viña que se nos presenta en los evangelios, hasta el poder que reside en el
pueblo como el conjunto de los gobernados, pasando por la responsabilidad
del pechero más humilde que debe cumplir sus deberes con Dios, el príncipe
y la nación.

El de Arcos paladeó un sorbo de vino, momento que aprove-


chó Don Miguel para terciar en la conversación mientras el tumulto conti-
nuaba en el gallinero.

– Sí, pero no debemos olvidar que los gobernados, conside-


rados individualmente, tienen un poder sobre sus propios actos muy inferior
al que tiene la propia república sobre ellos y que únicamente el soberano,
como depositario de la autoridad temporal por designio divino, escapa a esas

197
limitaciones. Ese aspecto ha sido reflejado con tremenda maestría y se ve la
influencia de Domingo de Soto.

– Pero, ¿no sostuvo el propio de Soto que todos los hombres


comparten la misma naturaleza y con ello los mismos derechos como conclu-
sión evidente? – el de Arcos era un ferviente estudioso de la escuela de Sa-
lamanca y debía ser uno de los pocos privilegiados que había asistido a todos
los debates que en agosto habían aprobado la legitimidad y la justicia de la
acción contra el soldán de Egipto – No rechazo el hecho de que la autoridad
real se fundamente en una legitimación divina preexistente, pero eso no con-
vierte en justas todas las acciones de un rey. En mi opinión su actuación no
sólo debe estar gobernada por las leyes de los hombres, sino que también por
la ley natural. Sobre todo por ésta. Sus actos estarán legitimados por su auto-
ridad siempre que obre por el bien de la República y serán reprobables a la
luz de esa misma autoridad en caso contrario. En mi opinión maese Ramírez
afronta valientemente este punto y lo resuelve con su maestría habitual. No
obstante me ha sorprendido enormemente que no haya introducido la cues-
tión de los cuatro círculos de poder.

– ¿Los cuatro círculos? – preguntó el de Alba sorprendido,


aunque el rey hizo una mueca de disgusto que revelaba que conocía perfec-
tamente a qué se refería Don Julián y que discrepaba.

– Sí, el jurista Don Mariano Iñigo de Lumías va a publicar


un tratado, al que he tenido acceso antes de su impresión, que se intitulará
“De la correcta estructura y organización de la República” – el de Alba se
preguntó si habría sido publicada directamente en romance, pero no quiso
interrumpir –. En ella describe que la sociedad debería ser gobernada por
198
cuatro círculos independientes, tres de ellos son iguales en rango y dignidad:
el de los hacedores de leyes que serían las cortes en las que se reunirían no
sólo representantes de las ciudades, sino nobles, representantes de los reinos
y de los gremios principales; el de los que aplican las leyes que estaría for-
mado por los jueces y los letrados en leyes que desempeñan su labor en los
tribunales y las audiencias; y el de los que rigen la república de acuerdo con
las leyes que hacen los primeros y aplican los segundos, serían los secreta-
rios, los gobernadores y adelantados, los virreyes y los oficiales de la milicia.
La función del rey sería la de velar porque estos tres círculos obren por el
bien de la república y sería el sancionador de las decisiones que ellos tomen.
Ese carácter arbitral tiene un valor muy especial puesto que se basa en que
recibe su potestad por derecho divino natural, y que no ha sido recibido ni de
la República ni de los hombres.

– ¿Y el cuarto? ¿Es acaso el propio Rey? – Preguntó el de


Alba intrigado por tan curiosa teoría.

– No, no. El cuarto círculo estaría formado por los eclesiásti-


cos y operaría en comunión con la Iglesia y el Romano Pontífice y su acción
sería la de actuar como la conciencia, guía moral y luz de los otros tres.

– Permítanme interrumpirles, ¿realmente creen vuesas mer-


cedes en primer lugar que las Cortes aceptarían delegados, no ya de las ciu-
dades que nunca han tenido representación en Cortes, sino de la nobleza, el
clero y los gremios? En segundo lugar al llevar a los nobles y a los eclesiásti-
cos a las cortes, ¿no los estaríamos equiparando en cuanto a deberes de con-
tribuir a los subsidios de la corona? – El de Alba se dio cuenta al acabar de
formular estas preguntas que por el gesto del monarca había tratado un tema
199
que ya había sido discutido por sus dos interlocutores –. ¿No nos expondre-
mos a un rechazo de las Cortes por recortar sus derechos y aun a una revuelta
de los nobles si les exigimos el pago de la sisa o las alcabalas?

– Si su Alteza me permite responder al buen Duque y le rue-


go que me corrija si me equivoco, incluso el propio esquema de de Soto nos
daría una justificación para esa reforma puesto que al no ser para él más que
el... – buscó con la mirada y entonces alzando su copa continuó –…el reci-
piente que recoge y reúne el poder soberano del pueblo que soporta el poder
real, deberían abarcar de alguna manera a estamentos que hoy en día no están
representados. En cuanto a la pérdida de privilegios eso es algo que obvia-
mente habría que discutir, puesto que cada estamento aun participando en
Cortes debería tener unos privilegios, unos deberes y unas cargas. Diferentes
para pecheros, ciudades, cofradías y casas nobles.

– Yo, ejerciendo de abogado del diablo, creo imaginar lo que


se esconde en la obra de Maese Iñigo – el de Alba no quiso morderse la len-
gua esta vez – las ciudades con representación en Cortes tienen demasiado
poder, y pretendéis... se pretendería con esa propuesta limitar ese poder in-
troduciendo a grupos que se han visto alejados como los nobles y otros que
están adquiriendo poder como las ciudades de los reinos africanos o los gre-
mios – el monarca hispano le escuchaba atentamente aunque siguiese obser-
vando con aparente frivolidad a los ocupantes de los otros balcones, pero el
de Arcos se mostraba incómodo, no debía ser tan trasgresor como pretendía o
el tema era ciertamente delicado –. En cualquier caso creo que cada grupo
debería tener reservados determinados ámbitos y asumir las responsabilida-
des que se derivan de los mismos. Suponiendo que lo aceptasen, las ciudades,
sin distingos de si han tenido voto en cortes o no, tal vez deberían tener más

200
voz en asuntos como... el comercio o la industria. A nosotros, los nobles, nos
corresponde por naturaleza un papel probablemente también de origen divino
que podría ser el de servir en la milicia y dar ejemplo a los demás grupos, a
los eclesiásticos el velar por que las leyes de Dios no sean olvidadas y los
pecheros contribuir con su trabajo al sostenimiento de la república... No obs-
tante y sin ánimo de caer en el “para gobernar basta un palo” que tanto repe-
tía mi padre creo que nos estamos complicando demasiado y que introdu-
ciendo todas esas novedades la gente puede acabar olvidando el sitio que le
corresponde. Simplicidad, en la milicia sabemos que los planes demasiado
enrevesados tienden a fallar y que cuanto más compleja es una organización
más se acentúan los problemas e imprevistos. La simplicidad debería servir
como norma en el gobierno.

– Poco escapa a vuestra aguda mirada aun con el peso de los


años – el Trastámara no pudo evitar el intervenir –, aunque tal vez deberíais
abriros a las nuevas ideas. Las cortes podrían y deberían ser el lugar donde
todos los estamentos se equilibren, y el punto en el que empujen coordina-
damente en la misma dirección que vendría marcada por el soberano...

– ¿Como en una galera? –Interrumpió el de Arcos – ¿Preten-


déis ser una especie de comitre? ¿Los nobles seríamos sotacomitres o boyas?

El Trastámara y el de Arcos rieron la gracia, aunque el de


Alba se preguntaba en su interior si el segundo no se habría excedido. Ob-
viamente había una gran complicidad entre ambos hombres y el ambicioso
noble podría estar detrás de una posible reforma en curso y tal vez buena par-
te de los nobles que accederían a las cortes serían miembros de su partido,
con lo que una cierta carga fiscal podría ser el precio por acceder a ciertos
201
aspectos de la vida pública que por el momento escapaban a su larga mano.
El de Alba intuyó que una intensa lucha se avecinaba, aunque lo que más le
preocupaba era la actitud de su soberano. Algo tramaba y su cara-espejo de
esfinge lo ocultaba engañando al mismísimo Duque de Arcos.

– No. No era esa mi idea, aunque... no me imagino a los re-


presentantes de Burgos, Toledo o Madrid bogando – los aludidos eran algu-
nos de los más obesos representantes de las cortes –. Mi idea es que de algu-
na manera se anulen sus exigencias mutuamente y se limiten a ejercer de
conciencia para la corona que es donde debería residir el poder, especialmen-
te en cuestiones de política exterior, milicia y fijación de impuestos – Eso era
precisamente lo que pretendía que se vigilasen mutuamente y quedasen para-
lizados, dejándole las manos libres –. Tarea importante la de ser mi concien-
cia, como vos mismo bromeabais antes, los césares de los romanos necesita-
ban que se les recordase su naturaleza humana. A ellos sólo se lo recordaban
en sus momentos de triunfo a un rey se le debe recordar al legislar que sus
acciones tienen un objeto que es la justicia y la salvación de su pueblo.

– Alteza, no sé yo si aceptarían esas reformas – el de Alba no


cejaba en su labor de abogado del diablo, miró de reojo al rey aunque su cara
no revelaba nada. Don Fardrique se preguntó de nuevo si el de Arcos no sería
la cabeza de un poderoso partido que trataba de imponer la reforma, si trata-
ban de neutralizar otra en curso o si la propuesta había partido del mismísimo
soberano –, ¿no dicen los miembros de las cortes de Aragón en la ceremonia
de juramento de los fueros eso de “Nos, que somos tanto como vos, y todos
juntos más que vos”?

El rey se limitó a asentir levantando su copa y poniendo cara


202
de resignación. Mientras ponía al tanto a su heredero de quien era quien en el
reino aprovechando la presencia de nobles, miembros de cofradías y algún
que otro conocido eclesiástico.

– Aunque a mí no me preocupan tanto las cortes, al fin y al


cabo como institución puede ser manipulada o al menos controlada, las com-
pongan quienes las compongan. Esos no son los peores – terció del de Arcos
–, si se me permite decirlo no gusta demasiado que se siga con la costumbre
de delegar determinadas responsabilidades a gentes de origen humilde por
muy capacitados que se encuentren.

De todos era conocido el malestar que había en algunas fa-


milias como los Ponce de León, de la que Don Julián era la cabeza, ante la
presencia de secretarios reales no elegidos entre la nobleza sino entre los li-
cenciados de las principales universidades e incluso de entre algunas de las
familias de banqueros cuya pureza de sangre sería como poco discutible.

– Estimados Duques – los brazos del Trastámara acercaron a


los dos Duques como si fuese a hacerles partícipes de un secreto –, ahora que
no nos oye ningún miembro de la nobleza os confesaré que temo más a esos
chacales de la nobleza que a secretarios de origen humilde que conocen lo
que es la suciedad y el hambre. Incluso entre el clero desconfío más de obis-
pos de origen noble que de otros más devotos de origen no tan encumbrado.
Esos suelen ser más agradecidos y fieles y sirven sólo a un señor: a mí.

Con eso el tercer Miguel cortó la conversación al alzarse el


telón. Pronto llenarían el escenario comendadores, aldeanos, alguaciles y re-

203
yes y todos, hasta el férreo Duque de Alba, olvidarían sus cuitas y sus pre-
ocupaciones. Ése era el poder del Corral de Comedias.

204
17. EL SANTO
Tagaste, 9 de Noviembre de 1599

E l inmenso incensario barrió la nave principal de la catedral dejando una


estela de humo aromático que apenas llegaba a cubrir el hedor de la
multitud. El humo se extendía por toda la nave como una neblina apenas dis-
tinguible de la nube de polvo que levantaban los canteros que, en los alrede-
dores de la catedral, todavía trabajaban para completar la portada y la torre
norte. Mientras los artesanos trabajaban riadas de peregrinos entraban sin
cesar, con más o menos devoción, con más o menos respeto, pero todos ellos
atraídos por ese faro que era la tumba del Santo y Doctor de la Iglesia que fue
obispo de Hipona. Según se contaba su cuerpo había sido extraído de su tum-
ba en Hipona, que había permanecido oculta desde la llegada de los sarrace-
nos, ante la llegada inminente de las aguas del Diluvio. La leyenda narraba
como cuatro ángeles sacaron su sarcófago y lo llevaron a su ciudad natal en
el interior, a Tagaste, donde le depositaron a la espera de la llegada de los
hispanos. Posteriormente la tumba fue encontrada por algunos soldados cas-
tellanos al caer la antigua sede episcopal en su poder y se convirtió inmedia-
tamente en centro de peregrinación y foco de la colonización castellana en
estas tierras.

Desde aquellos días no se había escatimado en medios para


que peregrinos, colonos, hombres de iglesia y artesanos afluyesen a las nue-
vas aldeas, villas y poblaciones que surgían a lo largo de la ruta de peregri-
nos. De hecho para crear las esculturas de la portada de la seo se había traído
al mismísimo maestro Roderigo Albi de Ceriñola que trabajaba en un impre-

205
sionante grupo escultórico enmarcado en el tradicional arco iris que aparecía
en la mayoría de los pórticos de las iglesias del recargado estilo romeriano y
que mostraría las figuras del santo de Tagaste y los cuatro ángeles llevando
su cuerpo, en vez de los habituales Santiago “el Mayor” y Noé. En el arco
iris que ya había sido instalado podía leerse la leyenda agustiniana “Irrequie-
tum cor nostrum, Domine, donec requiescat in te” como una invitación a re-
cuperarse de las incomodidades y penalidades de la peregrinación mediante
la conversión y la oración al Señor y que era entendida por muchos como una
invitación a establecerse en estas tierras.

La tradición mandaba que los que acudiesen a la tumba del


santo pasasen antes a confesar sus pecados en alguna de las iglesias y ermitas
de la ciudad, que accediesen por la puerta principal de rodillas y que se pos-
trasen ante su tumba buscando su favor o su sabia inspiración. Pero muchos,
ante la fama de milagrero que estaba cobrando, traían también exvotos de
cera o de metal que dejaban las capillas laterales, siendo las más populares y
visitadas con este fin las de Santa Mónica, San Ambrosio de Milán y el beato
Martín de Eisleben. Otra tradición no escrita establecía que junto a la tumba
del Santo se encontrasen permanentemente monjes agustinos custodiándola y
leyendo por turnos las obras más importantes del Santo como tributo a su
memoria y como petición de que inspirase con su Sabiduría y Elocuencia a la
Iglesia a la que con tanta elocuencia sirvió.

El capitán Chanciller no quería entrar en la catedral, de


hecho ni tan siquiera se había confesado, no lo hacía desde la batalla de Gan-
day y no lo haría de nuevo hasta poco antes de la próxima batalla en la que
tuviese que participar. Tampoco sentía una especial devoción por el titular de
la catedral, ni le debía favor alguno, pero la mano firme de Caterina lo había

206
arrastrado detrás de ella. De alguna manera la jovencita seguía llevándole por
un camino que no sentía como suyo y alejándole, o al menos desviándole, del
que debería ser. Se consoló pensando que aun le quedaban diez días de mar-
gen para llegar a Cartago y unirse a la flotilla que le llevaría a Otranto y a
Cefalonia. Tal vez allí la presión de esa mano o la fuerza de esa mirada aflo-
jasen y de nuevo sintiese el control de su rumbo.

La muchedumbre les absorbió y les fue empujando, tiro-


neando y arrastrando hacia el interior del Templo, algunos como don Guillén
y doña Agnés marchaban más lentamente ya que cumplían con la tradición
de entrar de rodillas, por lo que se separaron de ellos. Caterina le pidió ir a la
capilla de Santa Rita, que casualmente era una de las menos frecuentadas y
más discretas, allí se arrodilló con aparente piedad y tiró de su mano hasta
que el soldado acabó haciendo lo propio frente a una imagen de la santa de
Casia cubierta del polvo de canteros y de peregrinos y ennegrecida por el
humo de velas e incensarios. Unos pocos devotos se debían de acercar a ella
de vez en cuando dejando alguna vela encendida o algún exvoto, probable-
mente pasase de vez en cuando algún canónigo agustiniano que recogería las
pocas limosnas que aparecían en el cepillo, apagaría las velas sustituyendo
las gastadas y tal vez limpiase algo el polvo del pedestal sobre el que estaba
la santa, pero poco más.

– ¿Qué es lo que os pasa, Juan? – Susurró sin dejar de mirar


a la imagen y sin que se notase que había hablado. De no conocer su voz
habría jurado que le había hablado la imagen.

– ¿Qué que es lo que me pasa? Creo que yo no soy el que os


ha arrastrado hasta una capilla lateral – Sabía que su tono había sido más ele-
207
vado, por lo que miró de reojo por si alguien le había oído.

– Sé que hablasteis con mi padre en Villafranca – esta vez le


había mirado, pero volvió rápidamente la cara como para esconderse en la
talla –, en realidad… no pude evitar oír parte de vuestra conversación. No me
miréis así, no soy ninguna espía. Simplemente…

No la estaba mirando puesto que no le reprochaba nada, era


mejor así. Estaba desconcertado. Tenía costumbre de tratar hembras más fo-
gosas o de virtud menos sincera, por lo que su fría provocación y su recatada
fogosidad le confundían. Probablemente eran simplemente su inocencia y su
desconocimiento del mundo, al que sólo había accedido antes a través de las
novelas que editaba su padre era lo que le llevaba a comportarse así. Tanta
inocencia le desarmaba.

– Pues ya sabéis lo esencial Caterina, sabéis que dudo, sabéis


que vuestro padre no lo aprobaría y sabéis que yo debería estar ya en Cartago
donde me esperan para incorporarme a mi Tercio.

– No entiendo entonces por qué razón os habéis quedado... ni


por qué, habiéndoos quedado, no habéis buscado ocasión de hablar conmigo.
A menos que esto no sea más que una astuta treta vuestra para forzarme a
hablar o para acceder a algún oscuro e infame deseo.

– No lo sé, no es una forma de actuar que yo considere como


propia. Me refiero al hacer cosas sin una razón, tal vez sí irreflexivamente,
sin saber por qué…
208
Una madura matrona pasó junto a la capilla, les reprochó que
estuviesen cuchicheando en sagrado y se hizo el silencio. Lo que le dio a
Juan algo más de tiempo para buscar una respuesta más adecuada. No podía
negar que algo estaba cambiando en él, tal vez era ese amor acerca del que
Caterina tanto debía de haber leído, que tan poco experimentado y del que él
tanto creía saber. Tal vez era que estaba madurando y a punto de sentar la
cabeza como le había sugerido el Duque y que como le había comentado al
padre de la muchacha le aterraba el causarle dolor con su inevitable ausencia.
O tal vez podría ser que simplemente se encontraba ante una fortaleza que no
sabía como tomar sin destruirla, en cierto modo era como intentar conquistar
una torre construida de frágil cristal equipado como para el asedio de un al-
cázar de granito. Era el temor a algo no experimentado antes. Era la sensa-
ción del cazador que se sabe cazado.

– Debo esperar un año yo también para saber si sentís o no


algo por mí – volvió a susurrar sin que se notase movimiento en su faz, como
si la talla hablase.

– Caterina, siento no darte más seguridad. Siento por ti algo


que no había sentido antes, ¿qué es? No lo sé. Aunque vuestro padre lo apro-
base, no os podría decir otra cosa. Ni que esperéis, ni que me olvidéis, ni tan
siquiera si será un año, medio año o dos, si volveré o no. Si no moriré en
campaña. No puedo prometerle nada. Nada. Por eso... por eso no había que-
rido hablar con vos. Por eso... por eso debería haberme ido ya, – se puso en
pié y añadió – vamos pequeña, tus padres estarán preocupados... – la joven se
levantó con la mirada encendida y tirándole del brazo le hizo arrodillarse de
nuevo.
209
– Así que eso es lo que soy para vos: ¡vuestra pequeña! –
Esta vez no se molestaba en disimular que hablaba, aunque no le miraba a él.
Sospechó que las lágrimas humedecían sus ojos. Había sido un error herir su
vanidad, herir su sensibilidad – ¿No tenía acaso un año menos que yo la prin-
cesa Carmesinda cuando se prometió al valiente Tirante el Blanco, o Estefa-
nía cuando recibió votos de matrimonio del muy noble Diafebus. – Volvió su
cara hacia él y le miró con sus ojos inundados de lágrimas – No, ¡hace tiem-
po que no soy una niña! ¡Probablemente si tuviese la edad de esa mujerona
que se sentó antes aquí y apestase a ajo como ella no dudarías!

Le intentó tomar una mano pero ella con su mirada todavía


empañada trató de fulminarle indicándole lo impropio de esa acción en ese
lugar, pero guardó silencio y volvió su cara hacia la imagen de la santa.

– Sois una bella mujer. No es por eso, no sois una niña ya,
marcho a la guerra y no me gustaría... me aterra el dejar un corazón herido
detrás de mí. Un corazón herido de ausencia, de distancia, de dudas y de so-
ledad. Sobre todo un corazón como el vuestro. No me parece justo para vos
haceros aguardar un año o dos o tal vez más – Esta vez dejó que tomase su
mano –. He dejado otros detrás de mí en ocasiones similares, pero... Buscaré
a vuestro padre y le diré que estáis aquí.

– ¿Me escribiréis?

– Escribiré.

210
Mentía. Probablemente mentía. No sabía si lo hacía o si se
había vuelto loco. Loco o mintiendo prometió volver. Loco o mintiendo, la
acompañó hasta la tumba del Santo. Loco o mintiendo, la dejó en manos de
sus padres. Loco o mintiendo, se despidió y cabalgó hacia Cartago. Al pare-
cer empezaba a coleccionar esos fantasmas que poblaban los recuerdos del
Duque y que tanto le atormentaban y se preguntó si eso era madurar.

– ¿Me escribiréis?

Lo mejor sería mentir.

– Escribiré.

Ambos supieron que mentía.

211
18. CONSPIRACIONES
Villa Real de la Santa Fe, 14 de Noviembre de 1599

E l intenso aroma del chocolate y el más sutil de la canela le obligaron a


detener por un instante su mano. Con cuidado dejó la pluma, secó la
tinta del párrafo recién escrito, tomó la taza y bebió un pequeño sorbo de la
bebida caliente, cerró entonces los ojos y aspiró con su nariz mientras soste-
nía la taza bajo ella. Era uno de los pocos vicios que se permitía y probable-
mente al único al que no podría renunciar bajo ninguna circunstancia. El vi-
no, la cerveza o las otras bebidas fermentadas o destiladas, como el güisqui
que habían traído los emigrantes irlandeses, podían elevar cualquier espíritu,
llenar de euforia, reponer las fuerzas y hacer olvidar temporalmente hasta los
más terribles secretos siempre que se bebiesen con moderación, pero el caer
en el exceso convertían la experiencia en algo escasamente placentero y po-
drían tener graves consecuencias al acabar con cualquier inhibición y afectar
severamente al autocontrol. Algo que no se podía permitir nunca el Conseje-
ro Real Don Manuel de Moura. El café que traían los genoveses de las tierras
del preste Juan y del sur de Arabia, o el té que traía el galeón de las Miqueli-
nas desde los lejanos reinos chinos, tendían a alterarle, a ponerle nervioso,
afectando a su sueño y provocándole molestas palpitaciones. El chocolate, en
cambio, traído de las tierras de los aliados de la confederación Maya y del
Ducado de Tlaxcala, era grato al olfato ya antes de probarlo, su sabor intenso
podía venir acompañado con los aromas de la vainilla, la canela o el azúcar
de caña, finalmente la sensación que producía tras consumirlo era tan similar
a la que quedaba tras un encuentro amoroso que no podía hacer otra cosa que
beberlo una y otra vez y anhelarlo entre tanto.

212
Años atrás alguien, sin duda un ciego que no valoraba sus
beneficios o que temía sus debilidades, propuso prohibir su consumo tachán-
dolo de ser algo pecaminoso que inducía a las gentes a abandonar las tareas
cotidianas y a despilfarrar dineros que deberían tener otros fines, pero su voz
fue acallada desde las más altas instancias. No estaba escrito en ninguna par-
te pero estaba seguro de que tras esa decisión había estado el mismísimo pa-
dre del actual soberano, del mismo modo que en la introducción de su con-
sumo había estado su abuelo. A Don Manuel no le costaba imaginar como el
primer Miguel probó el chocolate recién traído de las Indias Occidentales,
como se aficionó a su sabor y ordenó intervenir a favor de las casi abandona-
das ciudades mayas que habían quedado deshabitadas tras el Segundo Dilu-
vio y que se encontraban a merced de los aztecas, con lo que se garantizaba
el suministro de este producto que por aquel entonces era un monopolio del
cruel emperador mexica. Así pues una pequeña semilla, sin valor aparente, se
había convertido en un producto esencial para un imperio y en la salvación
de dos pueblos. Como corolario algunos teólogos concluían que no podría
haber maldad en una bebida que había logrado el milagro de las conversiones
de mayas y tlaxcaltecas y que atenuaba los sufrimientos del pueblo de Dios
proporcionando un sano e inocente placer.

Alguien llamó a la puerta sacándole de sus aromáticos pen-


samientos, uno de los escribanos se levantó y tras cuchichear con un guardia
dio paso a uno de sus asistentes llamado Sebastián Figueiroa. Se trataba de su
representante en Fez y uno de los miembros del mal llamado clan de los por-
tugueses. A de Moura le molestaba profundamente esa denominación, puesto
que se sentían españoles como el que más, de hecho la madre de Figueiroa
era aragonesa de Sicilia y los padres de Moura eran medio castellanos, su

213
abuela paterna de Vizcaya y su abuelo materno de Murcia. No necesitó que le
indicase para que había venido, el Secretario Real hizo un gesto con su cabe-
za indicándole que aguardase a que saliesen los escribanos y contables que se
encontraban con él y que no necesitaron de ninguna orden para retirarse dis-
cretamente.

– Excelencia – de Moura le indicó que se sentara, él a dife-


rencia de los nobles petulantes como el de Arcos o estirados como el de Alba
no consideraba importante mantener las diferencias sociales en gestos tan
nimios –, por fin establecimos contacto con el griego. Ha sido complicado…
han actuado de manera muy desconfiada – si no lo habían ocultado era por
inexperiencia, eso le agradaba –. Sin embargo he conseguido acordar con él
que nos encontraríamos esta tarde en la posada de la Torre del Oro, junto a…
– el secretario real le hizo saber que siguiese que conocía el lugar –. El en-
cuentro tendrá lugar esta tarde, a las seis, e intercambiaremos la información
por el dinero. Ya lo tengo todo listo.

– ¿Sería posible arreglarlo para que yo pudiera asistir y pre-


senciarlo discretamente?

Era consciente de que su presencia allí podría poner en peli-


gro tan delicado asunto atrayendo miradas no deseadas que tal vez no inter-
pretasen correctamente lo que allí estaba sucediendo. Si el mundo había
cambiado mucho a raíz del diluvio más lo había hecho desde entonces la
forma de entender la guerra, la lealtad y la defensa de los intereses de la co-
rona y de la república. El riesgo era alto pero le podía la curiosidad.

214
– Se hará lo posible por arreglarlo.

Se haría algo más desde luego, porque la pregunta de De


Moura no era una pregunta, sino una orden. Cuando Figueiroa salió de su
despacho, se levantó y abrió un cofre en el que guardaba la información con-
fidencial, la más secreta, la correspondiente a aquellos asuntos para los que o
no delegaba por no querer o por no poder hacerlo. Allí estaba todo y en la
carpeta que abría en esos momentos estaban los informes desde que Figuei-
roa había alentado los contactos con los sanmarquianos ofreciendo informa-
ción relativa a la Armada de la Cruzada. La venta de algunos informes relati-
vos a la composición de la flota y del número de bocas de fuego, informes
que eran en casi toda su totalidad verdaderos. De Moura solía guiarse por el
principio que las mentiras y la desinformación más peligrosas eran aquellas
que estaban más cercanas a la verdad. También estaba allí el informe de la
llegada de los dos agentes a un puerto cercano a Milán donde abordaron la
nave helvética que los trajo a la Villa Real. Así como el que describía como
el oficial de la milicia llamado Fieromonte Hadjichristidis no había desem-
barcado en ningún momento, mientras que el otro, Constantinos Papadukas,
trataba de establecer los contactos necesarios. Todo constaba allí.

No obstante su olfato le alertaba contra una posible trampa


ya que no lograba entender como se habían esforzado por desviar la atención
sobre la Serenísima República al enviar a dos griegos, a los que algunos se-
nadores cercanos al Dux despreciaban tanto. Era también chocante el con-
traste de como se las habían ingeniado para hacerlos llegar sin alertar a los
ojos y oídos que mantenía la corona española por todo el Mediterráneo, pero
habían cometido el error infantil de enviar a alguien enterado de lo de la cap-
tura del agente toscano como lo estaba obviamente el griego que no desem-

215
barcaba. ¿Cómo podrían pensar que si eso no le reportase alguna ventaja a la
corona hispánica no irrumpirían en el barco con cualquier excusa y arrastra-
rían afuera al espía? Sólo había una explicación posible la Serenísima repú-
blica estaba en situación crítica, la piratería de los genoveses y los etíopes le
estaba haciendo mucho daño a las arcas del Dux y necesitaban desesperada-
mente la ayuda del soldán otomano para lo que le debían hacer el favor de
Rodas. La clave era la desesperación: peligrosa, básica, animal, útil para de
Moura. Los contactos entre unos y otros habían sido frenéticos tal y como
habían informado los sanjuanistas, tal y como le habían informado sus pro-
pias redes. Si el asunto acababa bien y resultaba provechoso tendría que
compensar de alguna manera a Figueiroa y, sonrió al pensarlo, a los dos grie-
gos. ¿Por qué no? Al fin y al cabo si todo acababa mal habría que ocultar las
pruebas y eso les afectaría a los tres. Aunque también cabía otra posibilidad,
que les estaban probando, enviando a alguien que se sabía que podría estar
enterado de los planes les estaban tentando para intentar capturarlo o dejarlo
ir para continuar el engaño. Así como era posible que supusiesen que de
haber un engaño intentarían disimular capturándolo. Era difícil de decidir
cómo actuar cuando uno trataba con griegos.

Con mucho cuidado, como todo lo que hacía, acabó el cho-


colate, ordenó los informes que había revisado, los puso de nuevo en un ca-
jón dentro del cofre, se aseguró de que estaba bien cerrado y guardó la llave
en uno de sus bolsillos. Salió de su despacho y comenzó a recorrer los inter-
minables pasillos del palacio del rey de las Españas, pensó si no debería
hacerse con un lugar de trabajo mejor situado. Aunque en un edificio tan
grande eso sería imposible, puesto que siempre habría algún asunto cuya
atención requiriese acudir a algún punto alejado. Finalmente accedió a una
escalera de caracol a través de una puerta semioculta junto a la hornacina de
un San Noé y bajó a las caballerizas. Allí, junto a una discreta silla de mano,
216
le aguardaban un sonriente Figueiroa, cuatro lacayos fuertemente armados y
dos porteadores para la silla. Todos ellos gente de confianza, todos ellos eran
habituales de su servicio y su seguridad como Secretario Real, todos ellos
caras muy conocidas por ser los encargados de los asuntos más delicados y
confidenciales, por ser buenos guardianes de secretos, por ver y olvidar cosas
que no deberían alcanzar otros oídos, ni tan siquiera los del Rey.

Figueiroa siguió sonriendo al ponerse en marcha la pequeña


caravana y mirar al Secretario Real. Obviamente lo tenía todo preparado an-
tes de subir a hablar con él, eso indicaba que le conocía bien, que intuía lo
que podría ordenarle o desear de él, que además mostraba iniciativas, capaci-
dad de emprender acciones sin su consentimiento previo. Eso era algo que le
gustaba en un subordinado, pero que al mismo tiempo le causaba una cierta
inquietud puesto que también podría ser peligroso. Anotó mentalmente no
perderle de vista para lo bueno y para lo malo.

Aprovechó el camino para relajarse y dormitar un poco. Úl-


timamente no dormía bien, demasiadas cosas en la cabeza, demasiados nego-
cios que requerían de su atención como el asunto del hijo del Marqués de
Cenete, tendría que hablarlo con su físico. La última vez que le consultó le
había recomendado una tisana que si bien le hacía descansar mejor, le produ-
cía un intenso ardor de estómago por lo que no tardó en dejar de tomarla.
Uno de sus escribanos le había hablado de un ungüento que obraba maravi-
llas en situaciones de sueño inquieto y agotamiento, apaciguando el espíritu y
revivificando la carne, tal vez el físico que gozaba de extraordinaria reputa-
ción en la corte pudiese prepararle algo parecido. Más le valdría, pues por lo
que le cobraba ya debería haber bastado con la tisana.

217
Llegaron a la posada antes de que el reloj del campanario de
la cercana iglesia de San Matías diese las cuatro de la tarde, Figueiroa entró
sin mirar atrás seguido por uno de los lacayos que como los otros iba vestido
a la manera de los rufianes que merodeaban por el puerto. La silla de mano y
su escolta siguieron camino sin detenerse como si la entrada de los dos hom-
bres en la posada no fuese con ellos, hasta llegar a una discreta callejuela que
conducía directamente a la parte posterior de la misma. Uno de los hombres
le abrió la portezuela, mientras dos de los lacayos le precedían para entrar en
el almacén y otros dos se quedaban apostados en la entrada de la calle. El
olor a cerrado y humedad le golpeó con fuerza al entrar, pero no le detuvo.
Con rapidez siguió a los hombres que abrían paso subiendo por una estrecha
escalera hasta la segunda planta donde accedieron a una pequeña sala vacía
en la que había un postigo. Uno de sus hombres abrió una portezuela y acce-
dió al interior de un amplio armario forrado con gruesos cortinajes de color
oscuro, tan amplio que dentro había tres sillas de madera. Una mano, la de
Figueiroa, entreabrió las cortinas permitiendo que entrase un rayo de luz, con
una habilidad que revelaba que no lo hacía por primera vez soltó unas presi-
llas que abrieron unas pequeñas ventanitas junto a las sillas para que los que
allí se sentasen pudiesen observar sin ser vistos lo que ocurriese en la habita-
ción que había al otro lado en la posada vecina. Alguien cerró el postigo tras
ellos, mientras los dos lacayos armados que le acompañaban le ayudaban a
acomodarse en la silla, a continuación se sentaron, dejaron sus armas a mano
y uno de ellos sacó una pequeña botella que probablemente contenía algún
tipo de bebida alcohólica que ofreció a De Moura. El Secretario Real la re-
chazó y el que se la ofrecía mostró una cara de cierta perplejidad, mientras el
otro sonreía. Probablemente había sido una broma entre ellos por lo que son-
rió también y tomando la botella se la pasó al otro.

Quedaron a oscuras y esperaron. Media hora, una hora, hora


218
y media. Medio dormido fue revisando mentalmente asuntos pendientes, co-
mo el de la financiación de los preparativos de la guerra que absorbían la pla-
ta como la tierra reseca el agua que acaba con una larga sequía, el juicio de
Francisquito Mendoza de Acebedo acusado de haber roto promesa de matri-
monio con la hija de un banquero de Rusadir y al que pensaba aportar prue-
bas que le vincularían con otras presuntas promesas rotas y con una tempora-
da en la cárcel de Córdoba o las urgentes reparaciones del puerto de San Mi-
guel que había sido asaltado y saqueado por los neoingleses. Finalmente el
reloj de San Matías dio las seis y al poco alguien llamó a la puerta de la habi-
tación. Los sicarios se acomodaron en previsión de que en un rato no pudie-
sen moverse para evitar hacer el más mínimo ruido, sacaron sendas pistolas
de chispa y unas dagas largas que no tranquilizaron a De Moura lo más mí-
nimo. Volvieron a llamar y Figueiroa se acercó a abrir. En el umbral había
tres hombres, el lacayo que había ido con el agente, un mercader ataviado a
la morisca que debía ser el griego y un esbirro alto con pinta de marino hel-
vético. Solo entró el griego.

– ¿No os habrán seguido? – preguntó el portugués mientras


le invitaba a sentarse en una mesa junto a la ventana, a la vista de De Moura
–. Creo que ambos nos jugamos mucho y cualquier precaución es poca.

– Ciertamente ambos nos jugamos mucho, aunque a mí por


mi condición de extranjero y de seguidor de la fe verdadera…

Figueiroa llenó dos copas y le ofreció una a su invitado que


rechazó con cortesía. De Moura le observó con atención, no debía de temer
un atentado contra su vida, puesto que de ser esa la idea no habría hecho falta
hacerle llegar hasta aquí para acabar con él discretamente, probablemente
219
recelaba de sí mismo y de que el vino pudiese debilitar su atención o aflojar
su lengua indebidamente. Sin duda aunque pudiese ser inexperto, era un
hombre cauto, por lo que no debían bajar la guardia.

– Hay algo que me intriga, ¿por qué nos ofrecéis esta infor-
mación? Al fin y al cabo estáis traicionando a vuestro señor natural, el Rey.

– ¿No os fiáis? – El griego hizo un amago de disculparse,


pero Figueiroa siguió hablando –. No, no me ofendo. Lo comprendo. En unas
circunstancias similares yo también… desconfiaría. ¿Por qué colaborar con
otra nación y además de herejes? – A de Moura le hubiese gustado moverse
para verle mejor la cara a su hombre, pero aguantó y se mantuvo quieto con-
teniendo la respiración, miró a sus lados y pudo ver a los dos hombres arma-
dos quietos como un gato antes de saltar sobre un ratón con las armas firme-
mente asidas y mirando con interés, más parecían dos estatuas que dos hom-
bres –. Podría decir que lo hago por el dinero, pero os estaría mintiendo. Bien
pensado es más una cuestión de celos, una especie de venganza. ¿Por qué? –
El griego se estaba dejando llevar y le miraba con interés –. Sabe yo debería
haber recibido un mando en esta cruzada. Bueno, en realidad un mando no.
No soy soldado.

– No, desde luego.

– Desde luego. Pero en una operación como esta no van sólo


soldados. Años atrás tal vez hubiese anhelado intentar mandar un Tercio, o
recibir el gobierno de una plaza o un penal, pero hoy desearía ser el contable
de un Tercio, el administrador de una flota o escribano en el gabinete del

220
comandante, el Duque de Alba. Se maneja mucho dinero en esos puestos.
Mucho dinero y mucho poder – el griego asintió –. El poder es la clave de
todo. Se me ha apartado injustamente de algo que, no diré que merecía, pero
no mentiré al decir que anhelaba. Hay mucha plata en las Indias y los favores
que se pueden ganar en un puesto así en la milicia no son en absoluto baladí-
es.

– Hablando de plata…

El griego dejó un par de pesadas bolsas sobre la mesa. Hasta


ese momento Don Manuel no se había percatado de que las llevaba, obvia-
mente eso indicaba que era un hombre fuerte, probablemente formado en la
milicia o en la armada veneciana. En ese caso estaría acostumbrado a estar
alerta y a usar el acero, esa información podría ser útil en el futuro cercano.
Abrió una de las bolsas, derramó algunas monedas de oro que por el tamaño
probablemente eran ducados milaneses y sonrió.

– Aunque antes de… contarlo, creo justo que debería recibir


la información junto con alguna garantía de su veracidad.

Esta vez el que sonrió fue Figueroa que se dirigió a la alace-


na. Abrió una portezuela que estaba bajo el lacayo de su derecha y buscó al-
go. De Moura pudo ver como los cortinajes se movían bajo sus pies, tal vez
Figueiroa se estaba arriesgando demasiado. Finalmente sacó un cartapacio,
volvió a la mesa lentamente, lo dejó junto a Papadukas y acercó las bolsas a
su lado de la mesa aunque no las abrió y, de hecho, ni tan siquiera se volvió a
sentar. El griego hojeó su contenido, deteniéndose en algunos pliegos.

221
– Evidentemente tendréis que confiar en su veracidad y en
mi palabra, pero si todo es de vuestra entera satisfacción y de la de aquellos
que os patrocinan, tal vez podríamos establecer algún tipo de colaboración
permanente – Don Manuel se movió inquieto en su escondite ante la osadía
de Figueiroa, se estaba arriesgando demasiado –. Sin duda podría ser prove-
choso para todos.

El griego se puso en pie y le ofreció la mano derecha, mien-


tras aferraba con fuerza el cartapacio. Eso le hizo pensar a de Moura que
después de todo no era más que un aficionado, alguien que no se dedicaba
habitualmente a estas lides. Le costaba entender a los griegos y maldecía a
los sanmarquianos por haber enviado a dos de ellos. Tan ladinos y arteros
para algunas cosas pero tan inseguros e incompetentes para otras, sin duda un
misterio que el imperio griego de los bizantinos durase tanto tiempo, aunque
ninguna sorpresa que acabase cayendo.

A Don Manuel le encantaba buscar las implicaciones de


cualquier hecho, de cualquier coincidencia, decisión o error, era casi una ob-
sesión el buscar lo oculto, la trama oculta tras el dibujo principal y camuflada
tras un discreto dibujo secundario. Lo que había visto esa tarde le daría mate-
ria como para entretenerse en desvelar posibles tramas ocultas, planes y aña-
gazas tendidas por los sanmarquianos, y como para destrozar su sueño duran-
te una semana entera. Decidió que visitaría al físico antes de volver a Palacio,
que intentaría capturar a los griegos y que luego enviaría una carta a un co-
nocido que estaba en la prisión de Córdoba. Ese último pensamiento le hizo
romper una vieja costumbre y sonreír.

222
19. UN VIAJE
El-Qahira, 29 Rabî Ath–Thâni 1008 / 18 de Noviembre de 1599

U na, dos y hasta tres reverencias había hecho el repugnante mercader al


entrar en la sala en la que ella intentaba huir del calor del tardío verano
cairota. ¿Tardío verano? Siempre era así, todas las estaciones eran igual de
calurosas y húmedas aquí en el Sur, con aire sofocante como si hubiese sali-
do de Alhotama y aguaceros fuertes e intermitentes que no refrescaban en
absoluto, tan distintos del fresco viento y la dulce lluvia de las montañas de
su Ermenistan natal. Prefirió ignorarle ya se encargaría él de llamar su aten-
ción o simplemente de desaparecer. Normalmente lograba lo primero, como
si ella no supiese que de no ser la concubina del príncipe de los turcos le mi-
raría con desprecio y la trataría como al resto de esclavas. Su mirada sucia y
blanda estaba posada en su cuerpo, no le veía, pero lo sentía, como el tacto de
una sanguijuela húmeda, fofa y viscosa que recorría su piel anhelando la san-
gre que fluía por debajo. En su interior se alegró y bendijo al dios que fuera
que le hubiese hecho caer en las manos de alguien como el príncipe Arslan
acostumbrado a recibir lealtad y fidelidad de gentes de toda condición siendo
generoso y no en las de un siervo mezquino y resabiado como era el tal Yu-
suf.

He apoyado la cabeza en tu umbral

y he abandonado mi corazón entre tus rizos encantadores.

Mi alma ha venido a mis labios, entrégame los tuyos

para que así ponga mi alma en tu boca...

223
La brusca interrupción de la música le hizo entreabrir los
ojos y ver al sucio mercader tratando de despedir a toda costa a Manula, su
tañedora favorita, y a las otras chicas como si se tratase de gallinas o de ca-
bras en un mercado de pueblo. Le conocía ya lo suficiente para saber que
quería dejar claro quien era el amo y quien el esclavo. Manula era esclava,
como ella, sin embargo allí la que daba las órdenes no era un pedante merca-
chifle.

– Pero, ¡excremento pisoteado de un buey leproso! ¿Qué te


crees que estás haciendo? ¿Crees que lo que tengas que decir es más impor-
tante que las palabras de Djalal ud Din Rumi que con tanto sentimiento pro-
nuncia Manula?

Su voz sonó dura y gélida como una ventisca de invierno,


aunque claro él nunca habría visto ni sentido nada parecido. De hecho el alu-
dido abrió su boca y arqueando sus cejas puso una cara de absoluta sorpresa
y desconcierto, como si tratar a alguien a patadas fuese lo más natural del
mundo y estuviese plenamente justificado.

– No os preocupéis noble señora, ya me di cuenta de que os


estaba aburriendo hasta el punto de provocar vuestra somnolencia y la estaba
despidiendo yo mismo para que vuestra eminencia no tuviese que fatigarse.

Frunciendo su ceño se preguntó si su príncipe la habría auto-


rizado para darle a Çella o a Turkan la orden de poner fin a la patética exis-
tencia de tan odioso personajillo y si, aunque no tuviese la autorización ex-
224
plícita, obedecerían una orden suya en este sentido. Estuvo tentada de hacer
la prueba, pero entonces recordó que al fin y al cabo, de alguna manera para
ella incomprensible, sus servicios eran útiles a su príncipe. Su príncipe. En
realidad sabía que no era príncipe exactamente, los turcos no usaban esos
títulos, pero siempre le llamaba así. Su príncipe.

– Manula, no te alejes tan pronto privándome de tu grata


voz. Trata de ahogar la inagotable cháchara de este aburrido y triste siervo de
nuestro señor – Dijo fijando su mirada en los pliegos de papel que portaba y
temiendo otra sesión de poesía pésimamente recitada, muchas veces había
reído con Manula imaginando las maldiciones que muchos poetas le dedica-
rían a diario desde el paraíso o desde los infiernos por su entonación sinco-
pada, su voz carente de sentimientos y su constante gesticulación –. Al me-
nos tú, querida amiga, aprecias la poesía que con tanta saña otros destrozan.

El mercader apretó con rabia los pliegos pero no se atrevió a


abrir la boca, probablemente maquinase algún tipo de venganza, pero no le
temía pues ella sí podía darle a su príncipe lo que anhelaba. Se acercó a ella
un poco más, hizo otra reverencia con las palmas de sus manos hacia arriba y
se abalanzó a sus pies sin levantar la mirada como si fuese un condenado
clamando clemencia al sultán. Debía de haber observado tan teatral gesto en
alguna audiencia y lo había ensayado incorporándolo a su repertorio.

– Mi señora – susurró y a pesar de mirar hacia el suelo se


encontraba tan cerca que su aliento castigó su nariz de la misma manera que
su voz hacía con sus oídos – he recibido en una carta del muy noble beyler-
bey Arslan en la que constan instrucciones muy precisas para nosotros en una
tarea de importancia que deberemos acometer y que...
225
Ella le hizo callar con un gesto imperativo de su mano, le
alejó y le hizo mirarle a la cara. Era una sensación curiosa que el ambicioso
mercader que la despreciaba tan profundamente por su condición de esclava
no osase discutir una orden suya. El mercader era un siervo en su interior y
por mucho lujo que le rodease y mucha poesía que recitase siempre sería un
siervo.

– Yusuf, disculparos ante Manula – el mercader hizo una


enorme reverencia farfulló unas frases inconexas, hizo otra genuflexión hacia
Zara y se dispuso a continuar, pero ella le interrumpió de nuevo, eso le irrita-
ría –. Manula ambos te agradeceríamos que nos dejes a solas, al parecer este
grosero mercader tiene un mensaje para mí que debe comunicarme a solas.
Luego te haré llamar de nuevo para que continúes tu canción. Si me encon-
tráis muerta, probablemente haya fallecido a causa del aburrimiento y en ese
caso arrojad su cuerpo a los chacales.

El fisgón que hacía de mercader o el mercader que hacía de


fisgón recorrió sigilosamente la sala una vez hubieron salido todos, parecía
querer comprobar que nadie había escapado al mandato de Zara ocultándose.
Luego se quitó el turbante y sacó una nota que le pasó a ella. El papel hume-
decido por su sudor estaba cálido y pegajoso. Zara reconoció inmediatamente
algunos de los trazos, las formas de algunas letras, e incluso su nombre escri-
to en los graciosos y esbeltos caracteres arábigos, pero no pudo adivinar lo
que ponía, puesto que no sabía leer. Miró al mercader espía tratando de es-
crutar en su bovina mirada azul, en sus manos entrelazadas con las palmas
hacia arriba, si se estaba burlando de ella o era tan necio que ignoraba que no
sabía leer. Él hizo como que de golpe se diese cuenta y tomando la nota trató
226
de explicárselo acercándose a ella. De nuevo se sentía superior.

– Nuestro noble señor Arslan nos encomienda sendas misio-


nes, supongo que inspirado por al-Basir, el que todo lo ve, y con el fin de
alcanzar sus más nobles designios, ambos deberemos emprender sendos via-
jes. Uno lo hará para llevar un importantísimo mensaje. La otra no será más
que un señuelo para desviar la atención de miradas indeseadas.

A Zara le sorprendió que su príncipe le encomendase em-


prender un viaje en su ausencia. Le había herido el no poder acompañarle en
su viaje al lejano sur, pero él había insistido en lo mucho que le incomodarí-
an las penalidades del viaje, los intensos calores que incluso en esta época se
padecían allí, las picaduras de los insectos, la ausencia de sus compañeras y
los peligros de la campaña. Sí, era cierto que todo ello le habría resultado
difícil de superar, pero la falta de aquel que era el centro de su vida, la piel
deseada junto a la suya, el recuerdo del sabor de sus labios y la ausencia de
su voz se le hacían obstáculos más insalvables que lo peor que su príncipe
pudiese describirle junto a él. Ahora le enviaba más lejos aún. Él adentrándo-
se en el sur y ella navegando hacia el norte, la separación se haría más dura
aunque quedaría la esperanza de volver antes que él y preparar su retorno o
llegar al tiempo y saborearse en la orilla del mar.

– Y, ¿adonde se supone que tenemos que viajar? – Intentó


con todas sus fuerzas que su voz reflejase de nuevo el rigor del peor de los
inviernos en sus montañas natales.

– Vos a Yeni Gelibolu y yo a Candía. Hay un mensaje que

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deberé entregar al Dux, ambos debemos entregar mensajes, si bien creo que...
el vuestro será un señuelo para proteger al mío. Se me ha recomendado que
encubra mi viaje como uno de negocios de los muchos que hago a lo largo
del año, creo que llevaré un cargamento de lapislázuli... o mejor de perlas de
Persia. Sí, las perlas serán lo más adecuado. Vos deberéis portar un regalo
que creo que os proporcionara el... el... el tártaro alto, ¿cómo se llama?

– Turkan –. Le odiaba.

– Sí, Turkan. No os veo complacida por servir en tan impor-


tante misión a nuestro Señor y vuestro amo.

El chacal renegado estaba disfrutando de la situación, a ve-


ces le daba la sensación de que al mercader le habría encantado estar en el
pellejo de Otmán, en el de Turkan y en el suyo propio si eso hubiese sido
posible para estar cerca de Arslan. No podía decir si se trataba de ambición,
perversión o de ambas, pero desde luego no podía negar que le repugnaba.

– Escúchame especie de chacal – los ojos azules de Yusuf se


abrieron tratando de simular inocencia y sus cejas angulosas se arquearon
como gatos en un vano intento de simular sorpresa – no toleraré que me tra-
tes así. Sé que eres un... una valiosa posesión para mi amo. Sí, es mi amo y
yo una posesión suya, pero estoy segura de que si tuviese que elegir entre tú
y yo no lo dudaría ni un instante y sería tu cabeza la que rodase para compla-
cerme.

– Hermosa muchacha, sois inexperta y no entendéis de las


228
grandes metas de los grandes hombres, pero os digo que yo no estaría tan
segura en vuestro lugar, y preferiría no hacer la prueba. Vuestra nave estará
lista en dos o tres días. Yo partiré al mismo tiempo, mi fusta ya está lista pero
es esencial que marchemos juntos. – Sonriendo extendió sus manos, de nue-
vo con las palmas hacia arriba y añadió – Hasta nuestro retorno creo que am-
bos deberíamos seguir las enseñanzas del sabio Hamadi y del propio profeta
y guiarnos por la prudencia y el respeto mutuo. Ambos nos beneficiaremos
de los éxitos de nuestro señor y a ambos nos perjudicaría su fracaso. Es esen-
cial que seamos diligentes en nuestras tareas, cumplidores de su voluntad y
fieles a su palabra y al Profeta.

Sus ojos echaban chispas y esperaba que la rala barba casta-


ña del mercader comenzase a arder. Estaba furiosa. Furiosa con ese repug-
nante ser. Furiosa por la separación. Furiosa por tener que emprender un via-
je no deseado. Furiosa por que alguien como Yusuf la amenazase. ¿Qué sa-
bría él? Hablaba como si su relación con el noble príncipe fuese equivalente,
como si lo que ella pudiese perder, su amor, la pasión que le mostraba y su
delicadeza pudiesen compararse con las bolsas de monedas que sin duda le
sisaba o los negocios que hacía gracias a su nombre. Su príncipe no estaba
ciego y esos ojos que la acariciaban sin tocarla, sabían penetrar incluso las
rocas más duras y verían la podredumbre de su corazón.

El mercader se volvió a la puerta la abrió sin darse la vuelta


y sin despedirse tampoco salió estirado como el mástil de una galera. Poco a
poco Manula y sus compañeras fueron retornando, acomodándose en los lu-
gares que habían ocupado antes de tan ingrata intromisión y volvieron a rein-
ar las bromas, los cantos, las risas y la dulce música.

229
Garid vos, ay yermaniella,

com' contener a mieu mali!

sin el habib non vivreyu,

advolarei demandari...

Las preocupaciones mudaron su color por el de los dulces de


almendra, las caricias, los zéjeles y las sedas. ¿Qué regalo le traería a su prín-
cipe desde Anatolia? ¿Qué le traería él del lejano sur?

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20. LA FLOTA DE OTRANTO
Cartago, 19 de Noviembre de 1599

E l capitán Moreno paseaba por el puerto mientras los últimos pertrechos


y provisiones eran cargados en su navío, a su lado el sargento De La
Landa no podía ocultar sus deseos de entrar en acción lo antes posible y po-
ner a prueba a la gente de guerra, tanto artilleros como arcabuceros, que con
tanto empeño había entrenado durante las semanas que habían pasado en los
puertos de la Mar Océana. Inicialmente había pensado que una vez formada
la tripulación le asignarían a otro navío para formar a nuevos reclutas y que
se separarían, lo que habría lamentado profundamente ya que el sargento era
un hombre de gran competencia profesional y un compañero de trato fácil,
noble y valeroso y con mucho menos mal humor del que aparentaba inicial-
mente. Además parecía tolerar sin problemas su carácter taciturno, que se
había acentuado después de su forzoso alistamiento. El “Calvario” se encon-
traba en plena forma, recién calafateado, con portillas nuevas en las troneras,
fondos limpios y velamen repuesto, nadie podría haber dicho que no estaba
listo para una imprevista campaña invernal. Desde el muelle se veía como
caían borbotones de agua con jabón por los imbornales entre juramentos de
los tripulantes que no habían conseguido permiso para bajar a tierra esta vez
y las chanzas de los que sí lo habían obtenido y se disponían disfrutar de unas
horas en la ciudad.

El puerto de Cartago era realmente impresionante y sorpren-


dió a un Moreno que nunca antes lo había visitado, lo que podía parecer ex-
traño en alguien que como él había pasado gran parte de su vida en el mar,

231
pero que no lo era tanto si se tenía en cuenta que se había dedicado a recorrer
la Carrera de Indias, el Mar de los Caribes y el mal llamado Océano Pacífico.
En realidad sí que había recalado en la ciudad muchos años atrás cuando
apenas era un muchacho que iba en la carabela de su padre descubriendo el
mundo. Mucho había cambiado desde entonces y ansiaba conocer las maravi-
llas que en aquel entonces no supo o no pudo apreciar. Tras la conquista de la
ciudad por el rey Miguel primero se convirtió en la principal base de la ar-
mada hispánica en el Mediterráneo central. Contaba con atarazanas, un arse-
nal que estaba a cargo del Mayordomo de Artillería de la Mar Mediterránea y
acuartelamientos para un Tercio de la Mar. En su rada decenas de galeras,
galeotas y pinazas se arremolinaban entre rechonchas naos, galeones y pe-
queñas pero ágiles carabelas. Entre ellos apenas destacaban las cinco naves
que se unirían a la flotilla de Otranto: dos galeones, uno de los cuales era el
suyo y tres pataches. La presencia de naves oceánicas hispánicas en el Mar
Mediterráneo comenzaba a ser una imagen común y las operaciones combi-
nadas entre éstas y naves más propias de aguas tranquilas como las galeras
eran una práctica habitual y bien conocida por el capitán en el mar de los Ca-
ribes. Allí la combinación de las virtudes de las galeras, velocidad en comba-
te incluso sin viento y la capacidad para abordar otras naves, junto con las de
los galeones como eran su enorme potencia de fuego y la recibumbre de su
estructura, era letal aunque complicada, ya que unas y otros podían estorbar-
se mutuamente si las condiciones cambiaban bruscamente. Las naves oceáni-
cas contaban además con la ventaja de sus altas bordas que dificultaban los
abordajes desde galeras y la capacidad de operar en época invernal al resistir
mejor los embates de los elementos y contar con un velamen adecuado para
afrontar y sacar partido a vientos más recios.

– Capitán, todavía no estoy convencido de su idea de que la


acción vaya a ser contra el turco, aunque no oculto que me place que nos
232
hayan destinado a la flota de Otranto, puesto que allí es muy probable que
veamos algo de acción, amén de existir la posibilidad de obtener algún bene-
ficio extra con las presas que se consigan. Pero…

El capitán se encogió de hombros, miró al cielo que se estaba


cubriendo con oscuros nubarrones de aspecto amenazador y sin mediar pala-
bra encaminó sus pasos a la taberna de “San Julián”. Hoy no tenía ganas de
conversar con el soldado. Al fin y al cabo a él le daba lo mismo un enemigo
que otro, no era hombre de armas y le inquietaba que alguien le apuntase a él
o a su navío con una culebrina lo mismo fuese turco, sanmarquiano o neoin-
glés el que fuese a prender la mecha. De tener que combatir prefería hacerlo
en las Indias Occidentales por serle aguas más conocidas, aunque el hacerlo
en el Mediterráneo o en aguas de Cabo Verde tenía la ventaja de la proximi-
dad con la península. ¿Era realmente una ventaja? No podía decir que su vida
estuviese en ninguna parte, su mujer estaba en Santa Fe viviendo con su sue-
gro, pero las relaciones con la una y el otro eran últimamente tensas como
mínimo.

– La carga estaba casi completa, esperemos que nuestro pa-


sajero llegue a tiempo... ¿se sabe algo acerca de él?

– Me temo que nada, aunque por lo que decía la nota que nos
pasaron en Constantina debe de ser un hombre de confianza del Duque de
Alba que ha de revisar las defensas de Otranto y tantear la disposición de la
flota del Dux. – El sargento se detuvo y con gesto altivo añadió – Revisar las
defensas, eso me huele a que la ofensiva no será en estas aguas, no necesitas
hacerlo si vas a alejar parte de tus fuerzas y llevar la guerra a tu enemigo.

233
– Mal asunto.

El sargento pensó que o no le había escuchado o que el capi-


tán por el que a pesar de sentir una clara simpatía era un pájaro de mal agüero
que nunca veía nada positivo. En cualquier caso no tenía mucho sentido su
respuesta, puesto que no estaba claro si era mal asunto el llevar la guerra al
enemigo, revisar las defensas o participar en una maniobra de distracción.
Los riesgos, posibles beneficios económicos y mejoras no eran las mismas.
Achacando su sequedad a que hoy no habían visitado todavía ninguna taber-
na y que la garganta del capitán estaría tan seca como la suya se alegró de
que hubiesen llegado a su destino.

La taberna estaba llena, como siempre. No importaba que


una nave viniese de la Mar Chica, de Sintra, de Gerona o de las Indias Occi-
dentales, todos sus marineros parecían saber siempre que el mejor vino lo
servían en la taberna de San Julián. Para cubrir el resto de necesidades... bue-
no, había otros lugares más adecuados. Cierto era que el cicatero de Joanot,
su propietario, podría gastarse algo más en tener camareras más agraciadas, o
contratar un cocinero decente. De hecho alguien le demostró una noche que
le costaría menos de los ingresos de una tarde el comprar un cautivo egipcia-
co con conocimientos de cocina. Pero así era Joanot, sólo apreciaba el vino
que, de hecho era su pasión, su religión y su razón de vivir. Legendaria era la
bodega que había bajo el local y muchos se preguntaban si en su devoción
por los caldos no habría algún tipo de perversión denunciable.

– ¡Dos jarras de ese brebaje que llamas tinto, Joanot!

234
Gritó jovial el sargento frotándose las manos mientras con la
vista recorría las mesas cercanas en busca de un rostro conocido entre los de
los parroquianos, alguien un poco más elocuente y parlanchín de lo que esta-
ba últimamente su amigo el capitán. Suponía que el arriesgar su nave frente a
los elementos y en combate no le hacía demasiada ilusión, pero no compren-
día porque eso habría de volverle tan poco hablador. En la calle comenzó a
llover con intensidad y varios grupos de marineros, soldados y alguna que
otra buscona se precipitaron al interior del local. No tardaron en servirles la
comanda, esa era otra de las ventajas del garito de Joanot, al menos el servi-
cio era rápido y las jarras solían estar aceptablemente limpias. De repente el
rostro del sargento se iluminó al ver entrar a alguien.

– ¡Marcelo! ¡Marcelo! – Gritó el sargento a otro miliciano


que iba acompañado por un par de arcabuceros –, ¿Cómo tú por aquí, bribón
renegado?

El aludido se acercó dando votos al infierno, a los siete de-


monios y a todos los herejes moslimes que allí servían pagando sus muchos
pecados, abrazó efusivamente al sargento y se sentó con sus dos acompañan-
tes en la mesa. Éstos no se mostraron muy habladores, aunque tal vez fuese
por cortesía y se limitaban a permitir que los dos viejos amigos se saludasen
antes de meter baza. El capitán con mal disimulado fastidio les saludó tibia-
mente y lanzó una mirada al exterior donde parecía haberse desencadenado el
tercer diluvio, mientras uno de ellos pedía una ronda más de vino para todos
al mozo cojo que decían era hijo de Joanot.

235
– ¿Y tú, Guillén? ¿Qué haces por estos pagos, maldito
truhán? ¡La última vez que te vi estabas en galeras! – soltó el otro en medio
de una carcajada estruendosa y el capitán se preguntó si realmente habría
algo oscuro en el pasado del artillero o si sería parte del juego que parecían
mantener ambos hombres.

– Servía en una galera, que no es lo mismo – dirigiéndose a


los acompañantes de su viejo camarada añadió – allí conocí al bueno de Mar-
celo mientras era fustigado con el rebenque por un comitre que parecía comi-
tre y medio.

El mozo de Joanot trajo la bebida y cinco nuevas jarras se


apretujaron en la mesa. Momento que aprovecharon para olvidar las fingidas
ofensas que probablemente se repetían cada vez que se encontraban haciendo
chocar sus jarras de vino y vaciándolas no menos estruendosamente.

– Estoy destinado en el galeón de mi buen compañero el ca-


pitán Moreno, aquí presente, y de momento marcharemos a Otranto. El “Cal-
vario” se llama.

– Buena nave – dijo más serio tras meditar unos instantes –.


La he visto en el puerto al ir a almorzar por el muelle esta mañana. Nosotros
servimos en el Tercio de la Mar. Andamos ahora preparando acomodo para
algunas tropas más que vendrán a primeros de año.

El Capitán y el sargento intercambiaron una mirada cómplice


y el primero comenzó a lamentar interiormente que no hubiese mediado
236
apuesta alguna respecto al destino de la flota. Ahora estaba claro que lo de
Otranto no era un servicio más y que de haber estado en juego algún real de
por medio ahora estaría casi engordando su bolsa.

– Alguna acción a la vista, supongo – El sargento estaba dis-


puesto a obtener cualquier fragmento de información.

– No nos han comunicado nada, tan sólo rumores, que si a un


paisano que está al servicio del capitán Fulano le han dicho que han oído que
el maestre de campo Zutano insinuó que Mengano... ¡Rumores! ¡Viento!...
¡Eructos de camello!

Esta vez la gracia pareció ser compartida con sus acompa-


ñantes que la rieron y chocando sus jarras las dejaron medio vacías esta vez.
Uno de ellos animado por el vino o por la propia conversación se decidió a
intervenir. Por su acento parecía valenciano o catalán, aunque debía de llevar
tiempo en Cartago puesto que se adivinaba ya el seco acento africano.

– Yo creo que se prepara una acción a gran escala sobre la


isla de Cirene. Los corsarios que en ella habitan llevan una temporada inacti-
vos pero no fueron destruidos en la anterior campaña, creo que es cuestión de
tiempo que vuelvan a su natural actividad y es menester actuar antes de que
crezca su insolencia.

– Ya conocemos la isla y una cosa es asolar los puertos y


limpiarlos de jabeques, pinazas y bergantines corsarios – terció el otro – y
otra muy distinta controlar tan gran territorio que es tan largo como el cami-
237
no que va de Santiago de Fez hasta aquí.

– Pero… ¿qué dices leonés ignorante? ¿Has tú estado alguna


vez en Cirene acaso?

Se enzarzaron entonces Marcelo y sus camaradas en una es-


téril discusión acerca de las verdaderas dimensiones de la isla. Seguramente a
ellos sólo habrían llegado rumores del tamaño de la flota que se armaba, de la
artillería que se fundía y de las tropas que se reunían, pero no parecían pre-
ocupados. Nadie debía de tener una idea completa de lo que iba a acontecer,
lo cual según el capitán Moreno no dejaba de tener su razón de ser puesto
que en los puertos y villas de las Españas además de buenos y honestos súb-
ditos habría agentes extranjeros que podrían ir con el cuento a oídos que no
debían saber según que cosas.

Un soldado entró en la taberna tras sacudir una capa empa-


pada se acercó al tabernero Joanot y le preguntó por algo o alguien. Debía ser
por ellos puesto que señaló en su dirección, el desconocido se acercó con
paso firme y les preguntó sin saber muy bien a quien dirigirse.

– ¿Quien de vuesas mercedes es el capitán Don Ramiro Mo-


reno?

– ¿Quién lo pregunta? – Respondió el sargento.

– El Capitán Juan Chanciller de Barahona del Tercio Viejo

238
de Toledo – tras mirarles atentamente hizo una reverencia hacia el patrón de
“el Calvario” y añadió – creo que su carga está ya completa.

239
21. EL DIWAN
Ba'qûbah, 3 Jumâda Al-Awwal 1008 / 21 de Noviembre de 1599

N o recordaba muy bien de quien había aprendido la costumbre de re-


crearse en la mirada de los vencidos. De su padre probablemente no,
ya que su crueldad con los que le oponían resistencia era tan conocida como
su magnanimidad con los que sometían a su benevolencia, así como la re-
pugnancia que le producía que unos y otros le mirasen. Simplemente lo odia-
ba, para él era peor que si osasen tocar su persona puesto que, como una vez
le había confesado, desconocía las intenciones que podía haber detrás de una
mirada. Él solía decir que en una mano puedes ver un puñal, un tributo o un
pañuelo de seda, en unos ojos no se ve nada. Se había dado el caso de un pe-
ticionario que se había presentado ante él a solicitar una merced y al serle
concedida, lleno de gratitud levantaba la cabeza con lo que acababa mirándo-
le y pagando el error con su vida. Tal vez su problema era que no sabía leer-
las, interpretar lo que en ellas había, dado que entonces habría entendido que
una mirada podía ser como un lamento, un discurso o un grito.

Al contrario que a su padre él sí que veía algo en las miradas


y la mezcla de vergüenza, deshonor, orgullo, derrota, miedo y arrogancia que
en distintas proporciones se encontraba en los ojos de aquellos que por cual-
quier razón acababan ante él le fascinaba más allá de toda medida. Era su
pasión. Sabía que algunos reyezuelos y señores de los ferenghi se dejaban
llevar por la afición de coleccionar algún tipo de objeto material más o me-
nos valioso. Así Enrique, Senisha del Vilayet de Fransa era un apasionado de
la pintura, arte pecaminoso donde los hubiere y como tal condenado por el

240
profeta y al que a pesar de todo él personalmente le encontraba cierto atracti-
vo, aunque jamás osase manchar sus manos con la posesión de una de esas
obras. El obispo rumí gustaba de las estatuas antiguas de los antiguos césares
y de los bizantinos, sin duda por el valor divino que otorgaban en su despre-
ciable secta a los ídolos. El Senisha del Vilayet de İspanya y usurpador de
numerosos territorios de los verdaderos creyentes era dado a coleccionar ma-
pas y objetos de tierras extrañas, especialmente de las tierras más allá del
Mar Tenebroso. El Padisha de los sancacs de Avusturya, Burgundya y Al-
manya valoraba más que ninguna otra cosa las joyas y los juguetes mecáni-
cos, como el samovar de oro con piedras preciosas construido a imagen de un
árbol con frutos y pajarillos que movían las alas y los picos, que le había en-
viado como parte del tributo junto con una solicitud de tregua por veinte
años. Todavía no había decidido si la aceptaría o no, y en caso afirmativo si
la respetaría o no, todo dependería de como se encontrase de ánimos tras la
anexión del sultanato de Misir y la recuperación de las Ciudades Santas y de
si se animaba a marchar sobre el Magreb o si por el contrario se decidía a
tomar esa manzana que tanto anhelaban los turcos desde hacía generaciones.
También cabía la posibilidad de dejarlo como labor de su hijo, el fogoso Se-
lim, siempre pendiente de sus acciones y tan amado por los nobles timariotas.

Él, al igual que esos reyezuelos Ferenghi, tenia una colec-


ción aunque no pudiese ser legada a nadie, ni vendida, ni regalada, ni ense-
ñada, puesto que lo que él atesoraba eran las miradas de aquellos a los que
vencía. Antes de cada batalla insistía y daba instrucciones muy precisas de
que al terminar intentasen llevar a su presencia a los Padishas, Serasquieres y
Kapudanes enemigos vencidos y capturados, recalcando vivamente que los
quería vivos y a poder ser con los ojos. Cuando los tenía ante él, les miraba a
los ojos y si era preciso ordenaba a sus guardianes personales, los müteferri-
ka, que les sostuviesen la cabeza para que él pudiese deleitarse en su goce.
241
Juzgaba y evaluaba entonces los elementos que se veían en la mirada: ira,
miedo, arrogancia, desprecio... Solía hacerse acompañar por un escribano que
tomaba notas según sus indicaciones con la idea de captar el momento y ser
capaz de evocarlo más adelante.

En aquellos instantes habría deseado que al menos el profeta


hubiese permitido pintar los ojos de una figura humana y envidiaba a los re-
yes ferenghi que podían tener pinturas. Sabía que era una debilidad y un pe-
cado horrible, pero no podía evitarlo. En alguna ocasión había ordenado ex-
traer los ojos de sus prisioneros, pero tanto si lo hacía en vivo como tras eje-
cutarlos había notado que inevitablemente tras la extracción se perdía la ex-
presión y con ella el goce del momento, más aun pasado un tiempo acababan
pareciendo vulgares encurtidos sin ningún significado para él.

El proceso continuaba con los vencidos a sus pies y el expli-


cándoles cual sería el fin que les esperaba a sus súbditos, a sus familiares o a
sus soldados. En ocasiones lo ilustraba con alguna ejecución en su presencia,
que en ocasiones conducía a increíbles explosiones de sentimientos, de dolor
y de miedo, haciendo de todo el proceso un placer dinámico. ¡Cuanto habían
llegado a complacerle la evolución algunas expresiones que había observado!
Evaluaba con mucho cuidado la mirada, tratando de determinar que aspectos
habían cambiado, cuales habían aparecido y cuales se habían esfumado. A
continuación les relataba lo que les esperaba a ellos, la tortura, el dolor, la
muerte. Si la pena final era la muerte normalmente gustaba de hacerlo en per-
sona con la mirada de la víctima bajo la suya, otras prefería ver como uno de
sus soldados estrangulaba al prisionero con un cordón de seda o le atravesaba
con su espada y siempre trataba de captar el momento en el que la mirada se
apagaba finalmente.

242
Tras cada sesión revisaba las notas añadiendo o quitando
detalles, matizando o corrigiendo una descripción, puliendo un pasaje, esme-
rándose en reflejar lo apreciado por él y tomando en cuenta detalles aporta-
dos por el escribano o incluso por los müteferrika. Todo era anotado desde
las circunstancias de la captura, las presiones ejercidas, las amenazas a los
cambios producidos antes de la muerte.

Esta vez a sus pies se encontraban los beylerbeis y principa-


les pachás de los Akkoyunlu: la Confederación del Carnero Blanco. Más de
cien años atrás estas tribus de turcos rebeldes deberían haber sido destruidas
o sometidas. Según constaba en las crónicas todo estaba listo para su derrota
definitiva, pero entonces tuvo lugar la Gran Inundación que los ferenghi des-
cribían como el Segundo Diluvio. Las aguas subieron, arrastrando todo, in-
cluso a los Akkoyunlu, y desatando la peste que se llevó al sultán Bayaceto y
gran parte de su ejército. Sus sucesores había preferido entonces prestar su
atención hacia el Norte y el Este para tratar de dominar las rutas hacia el Im-
perio de al-Sin y sus riquezas. Una vez vencidos los Chagathai, los Uzbecos,
los Rus y los Sibir sólo quedaban por ser afrontados los frentes del Sur y del
Oeste. En el Sur era urgente tomar posesión del país de Misir y los Santos
Lugares y contener a los Safawies, por lo que la destrucción de los Akkoyun-
lu ya no podía ser pospuesta. Los informes enviados desde el-Qahira por su
fiel Arslan Kiriloğlu mostraban claramente la degradación del sultanato y el
riesgo de que los coptos del sur, los sanmarquianos, los persas o cualquier
otro reyezuelo del Mediterráneo osase tomar posesión de esas tierras. A dife-
rencia de Arslan a él le preocupaba el senisha hispano al que anhelaba en-
frentarse y vencerlo. Él y sus ancestros llevaban siglos arrebatando tierras al
Islam y eso debería ser castigado sumariamente y corregido. ¿Acaso no era él

243
el soberano más poderoso de la tierra y protector de los Creyentes? Era una
cuestión esencial que eso quedase claro, que todos supiesen quien era el Gran
Turco, el Kaisar-i-Rum, Khan de Khanes, Gran Sultán de Anatolia, Rumelia,
Sibir y de los Uigures, Emperador de las Tres Ciudades de Constantinopla,
Bursa y Adrianópolis, Señor de las Tres Tierras, Señor de los Tres Mares y
Protector del Islam. ¡Cuantos anhelos incompletos que sus herederos debe-
rían cumplir, como el llegar hasta Ruma! La ciudad de los emperadores ru-
míes, donde se aceptar por todos los ferenghi como su legítimo heredero y
hacer abrevar sus caballos en las pilas bautismales de las iglesias de su Obis-
po.

Miró a sus prisioneros y dudó en que orden comenzar. No


sabía si lo más adecuado sería empezar por el superior de ellos e ir poco a
poco, puesto que de esa manera garantizaba la sorpresa del Padisha, o ir de
abajo arriba con lo cual se aseguraba de tenerle aterrorizado permanentemen-
te. Los fue mirando uno a uno, todos mantenían la mirada baja. Eso debía
cambiar, pero más tarde. Con un dedo señaló al lugarteniente del soberano
derrotado, Shaibani Pachá, que mostraba en sus ojos vergüenza por la derrota
con un cierto matiz de odio. Hizo que un soldado le levantase la cabeza para
saborear ese odio, mientras que tras un leve gesto de su mano los demás fue-
ron sacados de la tienda. Comenzó reprochándole, sin retirar la mirada de la
de su presa, su cobardía en la batalla, el que no hubiese muerto a la cabeza de
sus hombres, el que no hubiese evitado la captura de su señor. Sin pausa pasó
a alimentar su miedo con amenazas hacia su persona, cómo sería estrangula-
do, como poco a poco se sentiría morir, cómo se orinaría encima, cómo se
desvanecería y finalmente moriría. El miedo tomó posesión de sus ojos y pa-
só en ese momento a reprocharle que su mirada reflejase tanto miedo, algo
impropio en lo que debería ser un jinete y más propio de mujeres o de cobar-
des. ¡Cuanto le despreciaba! Su señor Biyikli habría merecido un mejor ser-
244
vidor y su temor, sin duda, había contribuido a su completa derrota. Le habló
entonces del destino que le esperaba a su familia, las lágrimas inundaron sus
ojos, para dejar paso a una tremenda furia. ¡Furia! Se ponía interesante. La-
mentablemente, la vergüenza volvió cuando le habló de la horrible muerte
que esperaba a sus soldados, lo que le irritó sobremanera y se decidió a aca-
bar con él. Con un gesto convenido indicó al soldado que había detrás de él
que le diese una muerte lenta y dolorosa. Alguien le alcanzó una copa con un
poco de agua de rosas para refrescarse, pero no se fijó de quien se la había
alcanzado, no quería perder detalle del pánico puro y básico que llegó a su
mirada con la agonía. Apenas un suspiro antes de morir el pánico se desvane-
ció y dejó paso a la resignación con la que murió. Satisfecho se sentó para
examinar las notas del escribano antes de pasar al siguiente, no tenía prisa.

Los dos siguientes, emires de la confederación, pertenecien-


tes a las tribus más cercanas a Dımeşk y Halep reflejaron las habituales com-
binaciones de valor, miedo y vergüenza, aunque menos miedo que el anterior
y se resignaron mucho antes que el lugarteniente del Padisha derrotado. El
dispensador de la muerte, al-Mumit, bien sabía que si ellos hubiesen estado a
cargo la situación hubiese sido muy distinta y por ello su sabia mano estimó
que eso no ocurriese para enaltecer a su siervo. Aunque al anotar el terror con
el que le miró uno de ellos al describirle como su hijo sería destripado pensó
que tal vez no lo hubiese sido tan diferente y que si había sido escrito así
había sido por otra razón. Si bien no alcanzaba a entender cual podía ser, se
quedó con la sensación de que se trataba de seres grises y sin matices que no
servían ni para satisfacer su afición no suponiendo para él más que una pér-
dida de tiempo. Se consoló pensando que sería como enjuagarse la boca tras
probar un dulce y que le permitiría apreciar los matices del manjar que se
serviría a continuación.

245
Con esa esperanza continuó con su estudio, y fue recompen-
sado por el cuarto prisionero que resultó ser mucho más interesante. Se trata-
ba de un kurdo, esa raza rebelde e imposible de someter que habían combati-
do repartidos en ambos bandos, según algunos con la esperanza de sobrevivir
y según otros por su carácter indómito e independiente que les impedía po-
nerse de acuerdo entre ellos acerca de a quien darle su lealtad. Los herederos
de Salah al-Din eran guerreros valerosos y solían afrontar con dignidad y
orgullo la muerte, por ello le sorprendió la extraña reacción de este coman-
dante. Se trataba de un tal Idris Pachá en cuyos ojos encontró inicialmente
burla y desprecio con un punto de altivez inquietante. Al hablarle de su desti-
no, de su inminente muerte la burla y el desprecio seguían allí instalados, al
mencionarle la tortura que habían sufrido sus compañeros momentos antes
tampoco desapareció y de hecho se permitió entonces escupirle en la cara y
habría escupido sobre la sangre de los que habían comparecido ante el sultán
de no haber sido golpeado por uno de sus guardaespaldas. La burla y el des-
precio seguían ahí al hablar de la muerte de sus hombres, aunque en ese mo-
mento trató de erguirse como para mostrar su orgullo por el valor con el que
se habían portado en combate. Estaba a punto de perdonarle la vida cuando
se preguntó si desaparecerían de su mirada al sentir la proximidad de la
muerte y para comprobarlo ordenó a uno de los soldados que comenzase a
estrangularle. Murió con la misma mirada y se preguntó si habría sido valor o
simplemente demencia. Ya nunca lo sabría.

El último fue Biyikli Hasan Padisha que a pesar de ser em-


pujado y zarandeado por los müteferrike lograba mantener un aire sereno y
orgulloso. El Emir más poderoso de la confederación mostraba ser descen-
diente del temido y respetado Uzun Hasan. Había sido un valiente contrin-

246
cante y tal vez por ello debería respetar su vida. Aunque precisamente por
ello debía acabar con él y borrar su recuerdo divulgando el rumor de que su-
plicó por su vida, lloró y se arrojó a sus pies desde el principio. En cualquier
caso dado el valor mostrado en la corta campaña no esperaba menos que esa
altivez y ese orgullo en sus ojos. Las amenazas de muerte no le habían alte-
rado y a diferencia del anterior no daba sensación de demencia sino de no-
bleza, tras escuchar la condena no mostró ni miedo, ni desesperación ni ocul-
tó la mirada. Habría jurado que le estaba estudiando a él al mismo tiempo,
tratando de escrutar cual podría ser su destino y si su final sería rápido.
Cuando le relató como había sido la muerte de sus predecesores, se limitó a
recorrer con la mirada la sala con fiereza tintada de tristeza, pero no habló.
Las amenazas a sus hombres sí le conmovieron, hubo cambios en su mirada,
primero furia, luego oculto en la furia un tenue miedo y finalmente intentó
hablar. Uno de los müteferrike le cerró la boca de un puñetazo y su mirada
reflejó entonces desesperación e impotencia. Podría haber castigado al solda-
do, pero su acción le había permitido descubrir esa faceta de impotencia que
de otra manera podría haber pasado desapercibida, por lo que anotó mental-
mente recompensarle de alguna manera. El anuncio de su muerte devolvió la
serenidad y la altivez a sus ojos, su fin fue rápido y probablemente indoloro y
mientras agonizaba sus ojos se cubrieron de odio y fatalidad. Había sido su-
blime. ¡Debía anotarlo todo antes de que las sensaciones que habían llegado a
su corazón se esfumasen!

Estaba saboreando el momento y revisando las notas que


había tomado su escribano cuando entró discretamente en la tienda su hijo
Selim. Hizo como que no le había visto, aunque sintió claramente como se
acercó a él entre temeroso de llamar su atención y deseoso de ser visto. Su
comportamiento en la campaña había sido irreprochable, en realidad en las
últimas campañas había sido siempre así. Tal vez había aprendido a obedecer
247
y a ser disciplinado comportándose como un auténtico soldado y no como el
niño malcriado y caprichoso que había sido no mucho tiempo atrás. Proba-
blemente con el tiempo se convertiría en un gran líder, al que algún día los
jenízaros adorasen. Eso podría ser preocupante puesto que ya había antece-
dentes de príncipes otomanos que habían destronado a sus padres con el apo-
yo de tan temidos como veleidosos guerreros. Afortunadamente el control
que él mismo ejercía sobre los oficiales jenízaros era tan absoluto como fé-
rreo y sabía sobradamente que nunca osarían desafiarle, así como que su hijo
parecía saberlo y buscar la compañía de los nobles timariotas.

– Sé a lo que vienes, Selim. Ya conoces mi respuesta – dijo


sin levantar la cabeza del pergamino en el que escribía apresuradamente, no
necesitó mirar para saber que la cara de su heredero mostraba que efectiva-
mente la conocía –. Habrá otras campañas para que tú las dirijas. Gloriosas
conquistas que harán imperecedero tu nombre entre los creyentes, los pala-
cios de Constantinopla y bajo el cielo de las estepas.

– ¿Como la recuperación de las Ciudades Santas de manos


del corrupto sultán de Misir?

En realidad no creía que pudiese entender que lo hacía por el


bien de su pueblo. Su padre Otmán comenzó la conquista de Oriente, las ri-
beras del mar Interior se fueron convirtiendo sucesivamente en vasallos del
Gran Turco. Los sibir, los rusos, los ingushes y los uzbecos fueron vencidos.
Tras la muerte de su padre, llegó su turno y él debía superar sus logros. La
labor que le estaba reservada eran las ciudades Santas de Mekke, Medine y
Küdus y el sultanato de Misir. Para Selim habría otras tareas, todavía había
mundo de sobra.
248
– Tan importantes como eso y aun más como la conquista de
Ruma, de Viyana o la recuperación del Magreb. Mi padre superó las conquis-
tas del suyo, yo he de superar las suyas y tú superarás las mías. Algún día un
sultán de los otomanos no podrá superar a su padre por no haber tierras para
conquistar y ese día solo le quedará por cantar a él y a sus descendientes “Ol
Irem bagi gülinin yine biz bülbülüyüz Zahira padisehüz manide amma kuli-
yuz” 3.

– ¿Los ruiseñores de la rosa de la vid de Irem?

– Y los señores del billad-al-Islam, del orbe entero.

La mirada de Selim le reveló que tal vez, después de todo, no


se contentase con esperar su turno. En su interior dudaba entre dejarle en las
tierras del Carnero Blanco con los kurdos y los contingentes tártaros que
apenas confiaban en su vástago o llevarle con él atándole en corto. Aunque
siempre podría encomendarle una campaña contra persas o cosacos.

3 Somos los ruiseñores de aquella rosa de la vid de Irem,

al parecer somos los sultanes, pero en realidad somos sus súbditos baladíes.

249
22. CORSO
Costa de Morea, 23 de Noviembre de 1599

D esde la “Calandra”, uno de los pataches de la flotilla, dieron aviso de


que habían avistado finalmente la bargia otomana en la pequeña cala
que se encontraba apenas a media legua al norte de su posición. Había infor-
mado también de que no había ninguna población en los alrededores por lo
que la captura no iba a ser detectada. Eran extraordinarias noticias puesto que
lo contrario podía haber echado a perder los esfuerzos de los dos últimos días
en los que habían estado jugando al ratón y al gato tratando de impedir que la
presa accediese a algún puerto. No había estado de guerra abierta entre la
Sublime Puerta y la Monarquía Hispánica aunque las capturas de embarca-
ciones de uno y otro bando fuesen práctica habitual. Era el llamado corso que
se había justificado incluso jurídicamente y se interpretaba como una repara-
ción de daños causados por particulares de la otra parte y de los que ni el So-
berano, ni la República se hacían cargo. Al capitán Chanciller eso le chocaba
enormemente, puesto que aunque en la guerra en tierra existía el derecho a
saquear una ciudad o una plaza capturada que se resistiese, existían reglas y
no se sitiaban ni atacaban por el mero saqueo, que en sí no era en si más que
una consecuencia más de la guerra. Lo contrario sería propio de bárbaros y
de vulgares bandoleros. Lo había hablado con el Capitán Moreno que tampo-
co lo entendía al ser hombre de comercio y con el sargento De La Landa que
sí lo entendía por haber participado antes en esta “curiosa” forma de hacer la
guerra sin hacerla.

El problema adicional en este caso era que estaban tal peli-

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groso juego en aguas de terceros con los que las dos partes implicadas, la del
cazador y la de la presa, tenían firmadas treguas más o menos amistosas. La
detección de la captura en aguas sanmarquianas podría tener graves repercu-
siones no deseadas por los hispanos dadas las buenas relaciones que había
entre aquellos y los otomanos. Desde el punto de vista de los españoles y de
las demás naciones de Occidente resultaba incomprensible que una nación
cristiana como lo era la Serenísima República buscase la alianza con otoma-
nos y egipciacos, por mucho que se sintiesen atrapados entre unos y otros y
lo hiciesen por sobrevivir, no dejaban de ser infieles. ¿Acaso los visigodos
recluidos en las montañas tras la invasión árabe no habían combatido con
igual denuedo a los árabes del califa y a los francos de Carlomagno? Proba-
blemente se debía a que simplemente buscaban el beneficio económico in-
mediato que les permitía el poder acceder a los puertos de Lidia y Cilicia en
los que adquirían mercancías arribadas por las rutas de la seda y el acceso a
través de los estrechos de Suez al Golfo Arábigo, y no a ningún tipo de trai-
ción religiosa o a otras consideraciones geopolíticas y estratégicas. Sólo se
podía explicar por pura avaricia.

El capitán Chanciller comenzaba a disfrutar con la caza, la


posibilidad de encontrar al escurridizo mercante, de cercarlo y abordarlo, le
producía una sensación que debía de ser similar a la que experimentaban los
lobos al cazar. Antes de este destino no había servido en el mar más que en
tres o cuatro ocasiones. En realidad tan sólo durante la campaña de Cirene
había combatido embarcado y en el resto de ocasiones su participación había
sido meramente pasiva. Durante la misma campaña fue transportado como un
pertrecho más, en realidad uno muy mareado, para participar en el asedio por
tierra de Calataguá, o como quiera que se llamase aquella polvorienta plaza.
Poco después se vio implicado en una escaramuza contra unas galeotas egip-
cias, pero aun en ese caso no había llegado a combatir en el abordaje y ape-
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nas pudo efectuar un par de frustrados disparos de arcabuz desde la borda.
Así pues nunca había participado en una batalla naval en toda regla y así pa-
recía que iba a ocurrir en esta acción. No había que ser un lobo de mar para
darse cuenta de que la única alternativa que le quedaba al arráez enemigo era
rendirse o convertirse en el blanco de unas improvisadas prácticas de tiro.

Había aprendido además que la caza en el mar era un nego-


cio de paciencia, tenacidad y paciencia. Puesto que habían perdido de visto a
la nave enemiga durante la noche, para avistarla de nuevo aquella misma
mañana. Debía reconocer que su arráez debía conocer bien las costas de la
isla de Morea porque llevaba todo el día eludiéndoles y aprovechando hasta
el más pequeño recoveco de la costa para ocultarse, volver a resurgir y des-
aparecer de nuevo. Al decir del patrón del galeón en el que viajaba, el capitán
Moreno, la nave enemiga iba bastante cargada, aunque el piloto suplía ese
inconveniente con un buen conocimiento de las aguas por las que navegaban
y de las costas que les rodeaban. De hecho en dos ocasiones había estado a
punto de conducirles a peligrosos bajíos con la intención de hacerles desistir
ante el riesgo de sufrir. Moreno le había comentado que podrían haber alcan-
zado a la nave otomana mucho antes y haberla capturado, pero eso habría
ocurrido a la vista de alguno de los puertos de la zona con lo que a su vez
podrían haberse visto hostigados por unidades sanmarquianas, el taciturno
marino le había indicado que la prioridad había sido mantenerlos alejados de
los puertos y de cualquiera que pudiese avistarlos aguardando la oportunidad
de abordar. En el fondo se sentía decepcionado puesto que el pequeño galeón
turco poco podría hacer contra la flotilla, especialmente contra el “Calvario”.
Seguiría sin conocer de primera mano lo que era una batalla naval.

El sargento De La Landa, que estaba a cargo de las tropas

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embarcadas, le llamó desde proa donde se había instalado para no perder de-
talle de la caza, al veterano ya no le afectaba el intenso cabeceo de la nave
que había obligado a Juan Chanciller a retirarse al combés con el almuerzo
pugnando por escapar de su estómago y de hecho el sargento masticaba ávi-
damente un trozo de bizcocho. Con su mano derecha le señaló la cala donde
la bargia había sido finalmente cercada y con satisfacción le aseguró que no
tardarían en rendirla. Se situaron en la entrada de la cala, que era mayor de lo
que a Chanciller le había parecido y entonces la “Calandra” efectuó un dispa-
ro de advertencia sobre la proa de la presa, que sabiéndose rodeada por fuer-
zas muy superiores, trató de evitar la captura por el expeditivo método de
dirigirse hacia la costa y embarrancar. Pero el “Calvario” que se encontraba
ya embocando la cala abrió fuego con sus miras sobre los turcos haciéndoles
desistir de su maniobra. Se trataba apenas de dos sacres pero la sacudida fue
tremenda. No dejaba de sorprenderle que algunos galeones dispusiesen de
más artillería que muchos ejércitos, probablemente era inevitable que tam-
bién en tierra se tendiese a aumentar la potencia de fuego con lo que las ac-
ciones a espada, pica o lanza quedarían como recuerdos de tiempos pasados y
las batallas se reducirían a intensos duelos artilleros que ganaría el que tuvie-
se más piezas, pólvora y proyectiles. La pica y el arcabuz habían convertido
en algo casi inútil al poderoso caballero, por lo que debía ser natural e inevi-
table que éstos fuesen neutralizados a su vez por el atacador y el cañón de
hierro.

– Sargento, ¿sería posible que yo participase en el abordaje?


Me temo que con la vida a bordo y el movimiento continuo me estoy entu-
meciendo. Un poco de ejercicio me vendrá bien.

Ambos sabían que eso no era una piadosa mentira para en-

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cubrir las ganas del Capitán de participar en un combate, como lo mostraba el
afán con el que revisaba el estado de su espada y su daga. El soldado de in-
fantería de la mar soltó una sonora carcajada, le cedería gustoso el mando de
la fuerza de abordaje si eso era lo que quería.

– No creo que vea mucha acción Capitán Chanciller, pero


hablaré con el Capitán Moreno...

Una vez se situaron entre la costa más cercana y la nave


otomana, los pataches se destacaron en aguas abiertas con el fin de alertar de
posibles sorpresas, mientras el otro galeón llamado “Santa Teresa” guardaba
la entrada de la misma. Los dos botes del galeón fueron arriados y junto con
algunos marineros, descendieron también una veintena de arcabuceros y los
capitanes Moreno y Chanciller. Algunos marineros de la bargia se arrojaron
al agua y trataron de ganar a nado la costa, lo que pareció contrariar más al
capitán Chanciller que a Moreno. En el fondo albergaba la corazonada de que
podrían encontrar algo valioso en forma de información en el navío captura-
do y que la huída de parte de la tripulación podría privarles de ella. Pensó en
comentárselo al marino, pero supuso que no le daría importancia a su intui-
ción y le acusaría de no esperar otra cosa que oro o mercancías valiosas.
Años de servicio con el Duque le habían enseñado que normalmente la in-
formación era lo más valioso que se podía conseguir en estas situaciones.

Los arcabuceros y marinos debían de estar acostumbrados a


moverse en los minúsculos, según su punto de vista, botes, puesto que lanza-
ron los rampagones y treparon a bordo de la nave con sorprendente veloci-
dad. Una vez hubieron asegurado la cubierta ambos capitanes, el de mar y el
de tierra, procedieron a subir. Juan Chanciller se sorprendió al ver la escasa
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dotación que había a bordo, los marinos españoles estaban tomando el con-
trol y verificando el estado de la nave, mientras los arcabuceros registraban la
bodega y los camarotes y agrupaban a los tripulantes a proa. Suponía que al
ser un mercante las exigencias de personal eran más reducidas y que buena
parte de ellos habían escapado a nado hasta la cercana costa. Distraídamente
preguntó a uno de los marineros del “Calvario” por la cámara del capitán y se
dirigió hacia allá. El capitán Moreno se le había adelantado y estaba revisan-
do con interés las cartas y los portolanos, era curioso lo que se parecía esta
cámara a la del capitán del galeón español. Instrumentos de navegación simi-
lares de cobre y bronce, mapas, cartas, portolanos, extraños objetos adquiri-
dos en tierras lejanas, desorden… tan sólo faltaban las botellas de vino que el
español poseía y sus largomiras, alguien le contó alguna vez que los otoma-
nos no parecían hacer uso de ellas o que tal vez desconocían como fabricar-
las.

– Solamente por estas cartas ya ha merecido la pena la presa,


no entiendo como el arráez ha sido tan estúpido de no destruirlas. Cualquier
capitán que se precie a punto de ser capturado lo primero que haría sería des-
hacerse de este material... ¿habrá escondido las cartas alteradas y estas serán
no serán más que copias alteradas?

– Habrá que enviarlas a Otranto, allí las analizarán, traduci-


rán, harán copias y remitirán los originales a Santa Fe. Muy pronto nuevas
copias debidamente traducidas serán distribuidas por toda la flota.

Moreno pareció querer aferrarse a ellas y estar tentado de


defender su posesión a punta de espada, pero finalmente se dio cuenta de que
estaba al servicio del rey y que de todos modos, aunque volviese a su vida
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anterior, jamás se aventuraría a operar en las aguas descritas en ellas.

– ¡Velay!, supongo que vos conoceréis mejor los procedi-


mientos. ¿Entendéis también el arábigo? Puedo reconocer los contornos e
imagino los nombres de algunos lugares, pero me temo que esté perdiendo
mucho de lo que en ellas se describe.

– Estas están en turco y aquellas en parsi –dijo tras echar un


rápido vistazo –. Los otomanos no utilizan el arábigo, aunque el alfabeto sea
igual. Son cartas de lo que llaman el Mar Interior, el que los griegos llamaban
Ponto hasta las tierras de los Chagathai y los Uzbecos. Esta corresponde a…

– Sí, parece la entrada a los Dardanelos, por Nea Callípo-


lis…

Un marinero entró y dirigiéndose a Moreno le comenzó a


describir la carga de la bargia que al parecer transportaba aceite y trigo desde
Creta y Egipto a Anatolia, para Chanciller no tenía demasiada importancia
aunque por las preguntas y comentarios que hacía Moreno intuía que el valor
de la misma era elevado. Llevaba además una pasajera egipcia con sus cria-
dos que se dirigía a Konya y a la que habían dejado en su camarote al no pa-
recer peligrosa.

– ¿Una pasajera sólo? ¿Es eso usual?

Eso despertó el interés de ambos hombres que se dirigieron

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sin intercambiar ni una palabra más a la cámara donde estaba la pasajera.
Podría haber montones de explicaciones diferentes para un hecho tan inusual
para la presencia de un único pasajero en una nave de carga, como que fuese
pariente del armador, la dueña de la carga, alguien relacionado con un perso-
naje de importancia o simplemente un pasajero con prisa y recursos disponi-
bles como para permitirse el viajar sólo en una nave de este porte. Lo más
probable era sencillamente que se tratase de alguien lo suficientemente pu-
diente como para pagarse un pasaje en un cómodo camarote, aunque Juan se
repetía en su interior una y otra vez que no podía ser tan afortunado como
para haber capturado un mensajero, probablemente con la idea de materiali-
zar esa posibilidad.

En la puerta habían apostado uno de los arcabuceros que les


abrió intuyendo sus intenciones antes de que pudiesen decir nada. La diligen-
cia del soldado le llevó a pensar que la pasajera debía ser una mujer joven y
mentalmente se hizo una apuesta respecto a que el equipo de abordaje ya sa-
bía de su presencia y probablemente en el “Calvario” sería la principal fuente
de rumores. La cámara no estaba más lujosamente decorada que la del capi-
tán aunque sí más ordenada y aseada. Junto a la puerta había un par de muje-
res, una ya madura y otra más joven que debían ser las criadas o damas de
compañía de la pasajera que se encontraba sentada en su catre. No necesitó
que se pusiese en pie o se quitase el velo de la cara para saber que se trataba
de una mujer de singular belleza con unos preciosos y grandes ojos verdes y
cabellos del color de las llamas. Moreno le miró y le indicó que comenzase el
interrogatorio puesto que desconocía el arábigo. Aunque el capitán Chanci-
ller hablaba tanto árabe como turco, prefirió usar el primero puesto que lo
dominaba perfectamente y se sentía más cómodo hablándolo.

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– Disculpe señora, os supongo enterada de la... nueva situa-
ción del bajel en el que os encontráis. Acaba de ser capturado por la Armada
Real Española y será conducido a uno de los puertos del Rey de las Españas

La pasajera levantó la mano con autoridad como indicándole


que se callase. Se sintió intrigado e inclinando cortésmente la cabeza le cedió
la palabra.

– ¡Perro corsario! ¡No tenéis ni idea del error que estáis co-
metiendo! Liberadnos inmediatamente y tal vez consiga que vuestra muerte
sea rápida e indolora, en caso contrario os aseguro que añoraréis las penali-
dades del infierno que, en cualquier caso, padeceréis al acabar vuestros días.

Chanciller le tradujo la respuesta al capitán Moreno y ambos


hombres, tras intercambiar una atónita mirada soltaron una estruendosa car-
cajada. No dejaba de tener gracia que la pasajera de un navío capturado ame-
nazase a sus captores, a Moreno la amenaza le recordó a la que profirió el
gran Julio César en aguas cercanas muchos siglos atrás a los piratas que le
acababan de capturar. La mujer se puso en pié y trató de imponerse con su
autoritaria, aunque musical, voz.

– Disculpe noble señora que nos hayamos reído de vuestra


confusión – la mujer intentó hablar, pero esta vez Chanciller alzó la mano
indicándole que esperase para hablar –, Vuestro bajel ha sido capturado por
la flotilla de galeones de Otranto, su carga es ahora mismo propiedad del rey
de las Españas y será conducido al puerto de Cefalonia. Una vez aclarada
vuestra situación actual y la del navío, ahora sí podéis hablar y contarnos

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vuestro puerto de procedencia, destino y objeto de vuestro viaje, así como si
habrá alguien con el que podamos intentar contactar para negociar vuestro
rescate.

Distraídamente y sin esperar a que comenzase a hablar se


puso a rebuscar entre las pertenencias de la pasajera que había en un baúl
junto al catre. La más joven de sus acompañantes trató de impedírselo, aun-
que fue retenida antes por el capitán Moreno.

– Debéis saber, patán, que soy la favorita del enviado del


Gran Turco ante la corte del sultán de Egipto y beylerbey de Chagatai.

Chanciller no pudo evitar levantar la mirada al oírlo, pero


siguió fajándose con un cofrecito de madera. Le pidió la llavecita que lo
abría, pero ella se negó, por lo se encogió de hombros, sacó su daga y forzó
la cerradura. Dentro había unas cartas, algunas joyas, una flor desecada y un
par de frasquitos. Ignorando lo demás tomó las cartas.

– Son de mi amado para su madre en Konya –Juan las hojeó


y su contenido parecía coincidir con la versión que había dado la pasajera, así
como la intención de su viaje –. Le llevo también un regalo – dijo señalando
otro baúl que había junto a los pies del catre.

Moreno se acercó, lo abrió y sacó una fuente bellamente de-


corada con dibujos geométricos, había una docena de fuentes y grandes pla-
tos de distintos tamaños y formas. Le pasó otra a Chanciller que miró sin
mucho interés los motivos dibujados en tonos azulados sobre un fondo blan-
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co con brillos metálicos, en el fondo no eran muy distintos de los que se esti-
laban en las Españas, probablemente debido a la influencia de tantos años de
dominación sarracena o a la imitación de algún patrón conocido a lo largo del
mar Mediterráneo desde la época de los emperadores romanos. Figuras más o
menos regulares, con pequeñas variaciones que debían de ser fáciles de repli-
car y que dotaban de una cierta belleza al conjunto.

–…sin duda el beylerbey montará en cólera y ordenará a las


galeras del sultán que os persigan y que os capturen colgándoos de lo más
alto del palo de vuestro navío.

Las amenazas se prolongaron ante la indiferencia de ambos


hombres. Moreno meditaba el rescate que podrían pedir por lo que parecía
una distinguida pasajera y concubina de un dignatario extranjero en la corte
del soldán, mientras revisaba el resto del equipaje en busca de algo de valor y
Chanciller, sin soltar la fuente, rumiaba la decepción de no haber conseguido
más que una acaudalada rehén y unas buenas cartas de navegación. El capi-
tán del “Calvario” se fijó en la atención con la que parecía mirar la pieza de
cerámica sin adivinar lo que pensaba y se aventuró a decir.

– Debe ser maravilloso entender esas lenguas de grafías tan


extrañas, el turco con sus caracteres como gusanitos y esa otra con caracteres
circulares. ¿En qué lengua está escrito?

– ¿Lengua? Son dibujos, ninguna lengua usa estas letras –


Chanciller miró atónito a la fuente intentando ver algo que Moreno parecía
adivinar, pero sin ver otra cosa que motivos de ruedas, estrellas y otras figu-

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ras geométricas.

– Disculpe capitán, yo también hablo lenguas extranjeras,


conozco el náhuatl y el maya, y aunque ni las escribo ni las leo he visto los
dibujos con los que escriben. No los entiendo, pero veo como son distintos
unos de otros, como se repiten y como varían combinándose y formando pa-
labras. Eso tiene palabras.

Chanciller no podía creer lo que estaba oyendo y miraba la


fuente sin ver lo que veía el marino. Tal vez tuviese razón, algunos signos
parecían repetirse una y otra vez, algunas combinaciones eran iguales y otras
eran únicas aunque formadas por elementos que se encontraban antes o des-
pués. Por si acaso reunió la correspondencia de la pasajera, la puso en el ca-
jón con las cerámicas y lo recogió para llevarlo consigo. Más tarde lo revisa-
ría atentamente e incluso le pediría al escribano del galeón que hiciese una
copia de los símbolos de la vajilla por si le ocurriese alguna cosa. Maldijo no
tener a bordo un experto en mensajes ocultos, le sugeriría al Duque incluir
unos cuantos en la expedición que se preparaba en caso de que nuevos men-
sajes fuesen interceptados.

– ¿Va a ser esa vuestra recompensa? – dijo ella –. ¿Unos pla-


tos y unas bandejas? Debajo de mi cama hay una bacinilla que sin duda en-
contraréis de vuestro interés. ¡Debéis ser un peligroso pirata! Temido en to-
das las tabernas de todos los puertos. Ya me imagino a las mozas gritando
allá viene el pirata que se lleva los platos, las fuentes y las bacinillas.

Mientras salía se rió, pensando que su intuición no le había

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fallado después de todo: había sido un gran día. No sabía lo que le costaría,
pero averiguaría o haría que averiguasen lo que los dibujos de las porcelanas
encerraban. Tendría que interrogar a la prisionera que obviamente sabía más
de lo que daba a entender con sus chanzas. Era además sumamente hermosa
por lo que el interrogatorio sería un placentero reto.

– Capitán, ¿vais a marinar la presa? – sin esperar su respues-


ta continuó –. En cualquier caso me gustaría quedarme para revisar la docu-
mentación, este mensaje en los platos, si es que es un mensaje, e interrogar a
la pasajera. Tal vez deberíamos volver a Otranto directamente en vez de pa-
sar por Cefalonia. Creo que allí está Maese Ricotti experto artillero, arquitec-
to y uno de los mejores criptógrafos que hay a este lado del Mediterráneo – Y
jefe del servicio de espionaje hispano en el Levante, aunque se cuidó mucho
de añadir eso.

Moreno sonrió pícaramente lanzando una mirada a la prisio-


nera, se encogió de hombros y le dijo que enviaría sus cosas a la bargia. Sin
embargo el capitán del Tercio no se percató de su burla puesto que seguía
mirando ensimismado los dibujos de la cerámica, palabras con otros signos.
¿Cómo no se le había ocurrido?

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23. LOS SULTANES MUDOS
Abu Simbel, 12 Jumâda Al-Awwal 1008 / 30 de Noviembre de 1599

A quel día las enormes figuras dominaban el valle tal y como lo habían
hecho durante años sin término, desde que la soberbia de los sultanes
del pasado los construyera siglos y siglos atrás. Las tres que quedaban, pues-
to que ni las pétreas imágenes de los soberanos del pasado eran ajenas al paso
del tiempo, permanecían allí, recostadas en la roja piedra ignorando la pre-
sencia de los hombres, bien viniesen agrupados en ejércitos dispuestos a con-
quistar, bien agrupados en caravanas de mercaderes buscando comerciar,
bien como pastores de míseros rebaños o incluso como bandas de salteadores
desesperados buscando ocultarse en tierras alejadas a las que el resto de los
hombres no osaban aproximarse. Las figuras de los sultanes del pasado se-
guían allí, con sus ojos muertos dirigidos al horizonte, mientras la arena se
iba acumulando cubriéndoles los pies y la cabeza caída de uno de ellos, espe-
rando tal vez el cumplimiento de una olvidada promesa de gloria o el retorno
de un poderoso djinn que les devolviese a una vida de la que, en realidad, no
habían disfrutado jamás. Tal vez fuese eso lo que parecían anhelar con la mi-
rada perdida, el cambiar la piedra de sus cuerpos inmortales por carne pere-
cedera pero abierta a sensaciones a ellos vedadas. Así aguardaban desde el
día en que un artesano seguidor de sus falsos dioses los esculpió y así segui-
rían hasta que la mano de otro hombre las destruyese o el propio paso del
tiempo las moliese poco a poco como si fuesen gigantescos granos de trigo
en un molino de piedra tan lento que apenas había dado una vuelta o dos des-
de que fueron creadas.

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Alguien se aproximaba al galope, podía ver la nube de polvo
que asomaba ya en lo alto del teso. No debía ser un grupo numeroso, puesto
que en el silencio del valle apenas se oían los cascos de un caballo. No eran
hostiles, ya que así lo indicaba la actitud relajada de sus hombres que no se
habían movido salvo para otear al jinete y por un destello que alguien había
hecho con un espejuelo desde un cerro cercano, la señal de un jinete amigo.
Suponía que sería su fiel Turkan con noticias frescas del el-Qahira, con noti-
cias esperadas de la situación en la corte. Había perdido la posibilidad de
combatir contra los kafires y seguramente lo lamentaría, más aun cuando le
relatasen el papel destacado de Otmán o viese el botín que en forma de caño-
nes de bronce habían conseguido.

Aun tardaría un rato en bajar al valle, al nivel del gran río,


por lo que con la idea de esperarle más confortablemente se acercó a los pies
de uno de los colosos, el que había perdido la cabeza y la parte superior del
torso. Allí cobijado a la sombra se sentía algo más lejos del infernal calor,
preguntándose si en estas tierras no acabaría nunca ese permanente y cruel
verano. Le habían dicho que en unas semanas comenzaría la temporada de
lluvias y que entonces sería peor. Mares de lodo ocuparían el lugar de los
arenales y anegarían los márgenes del río.

Con calor y con lluvias torrenciales, no era de extrañar que el


rey de los etíopes mostrase tanto empeño en huir del lejano sur que, proba-
blemente, era aun más caluroso que el país del Nilo y donde las lluvias tal
vez fuesen incluso peores a juzgar por el enorme caudal que el Nilo alcanza-
ba en ocasiones.

Finalmente pudo ver la silueta de su servidor balanceándose


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sin gracia en su montura y es que, aunque había mejorado en su estilo de
monta desde que le había tomado a su servicio, no se podía decir que fuese
precisamente un buen jinete. Era demasiado corpulento lo que resultaba in-
cómodo casi siempre para sus monturas y siempre para él, porque en realidad
detestaba montar. Tras muchas presiones había logrado que lo hiciese, pero
no que lo hiciese correctamente. Tal vez entre los ferenghi o entre los etíopes
pudiese pasar por un jinete aceptable, entre los pueblos de la estepa era un
completo desastre. De todos modos no estaba a su servicio por sus habilida-
des ecuestres y no se había ganado su confianza por como se manejaba sobre
un corcel.

Turkan desmontó con su peculiar estilo, en realidad prácti-


camente se dejó caer, aunque bien podría ser por estar agotado. Antes de que
pudiese intentar arrodillarse ante él, Arslan le aferró del brazo, y tomándole
con fuerza le arrastró hasta la sombra, obligándole a sentarse. Alguien, uno
de los timariotas, les alcanzó un pellejo con agua fresca que el rumelio bebió
como si fuese la última oportunidad que tuviese de saciar su sed antes de em-
prender el mismo camino de vuelta.

– Mi señor... – Arslan trató de imponerle calma. Seguramen-


te no había prisa en que las noticias que traía le fuesen comunicadas. Lo que
fuese ya estaba escrito, si eran buenas noticias ya habría tiempo de alegrarse,
si eran malas no se podría hacer nada de momento, y en cualquier caso mejor
sería estar descansados y sosegados con el fin de que cada uno cumpliese con
la mayor diligencia su cometido –. Excelentes noticias de el-Qahira. Los dos
mensajeros están en camino y el señuelo ni siquiera sospecha cual es su pa-
pel.

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Ambos hombres sonrieron y Arslan, complacido, miró hacia
lo alto como para dar gracias al altísimo por su protección, aunque al mismo
tiempo pedía perdón por poner en peligro las vidas de tantos fieles creyentes
y por sacrificar a tantos otros. En el fondo de su corazón, también imploró
por Zara, por el éxito de su misión y por la posibilidad de disfrutar de su piel
de nuevo. Mientras tanto otras cuestiones debían ocupar su mente.

– ¿Qué noticias hay del Diwan?

Eso le preocupaba más incluso que la seguridad de su favori-


ta, puesto que era allí donde se estaba jugando la partida decisiva y era la
parte más difícil de controlar. A veces recordaba como si fuese parte de un
pasado muy remoto o de una leyenda aquellos tiempos en los que todo era
más fácil, en los que todo se reducía a luchar en las estepas contra un enemi-
go bien definido y que o era infiel o se había desviado de la recta interpreta-
ción del Islam. En aquella vida anterior todo dependía del filo de la espada
que estaba en la mano, de la punta de la flecha de un camarada de armas o de
la montura que te llevaba en una carga, en esta vida que vivía ahora todo de-
pendía más de una palabra susurrada en el lugar correcto, de un soborno, o
del brillo de una daga en la noche. Ambas vidas eran probablemente facetas
de la misma existencia y los pasos que le habían llevado de una a otra esta-
ban escritos en el libro en el que el Desvelador de los Secretos escribía los
destinos de los hombres.

– En el diwan del sultán al Thamadi, numerosas lenguas,


alimentadas con el oro de Yusuf, han llenado los oídos del sultán con pala-
bras que hablan de lo fáciles que han sido nuestras victorias y que estas se
han producido más gracias a la debilidad del ejército etíope que a nuestra
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pericia.

– Excelente. Supongo que el perro hereje se habrá puesto a


preparar un ejército con el que pretender arrebatarnos la gloria –Yakub asin-
tió con la cabeza mientras miraba de reojo a las sombra –. ¿Ocurre algo?

Señalando a la inmensa estatua cuyas rodillas les daban


sombras, su fiel sirviente dijo:

– ¿Es seguro estar a las sombras de estos ídolos de los kafir


de Habeşistan? ¿No estarán malditos o cobijarán un djinn perverso que bus-
cará la perdición de los creyentes?

– No es obra suya. Ellos nunca han habitado tan al... norte –


le resultaba extraño el calificar a estas tierras como norteñas –. Fueron cons-
truidas por los mismos que construyeron las pirámides y la esfinge, los pa-
dres de los coptos.

– ¡Igualmente perros idólatras!

– Efectivamente, perros idólatras que arderán en los infier-


nos, pero que cuyo ejemplo nos enseña una lección – tendiéndole de nuevo el
pellejo de agua fresca continuó –. Los faraones, que así se llamaban los sul-
tanes de antaño, dominaron el valle del Nilo y oprimieron al los israelitas
hasta que Musa con la ayuda de Alá, el Proveedor, los liberó. Posteriormente
el faraón y su pueblo fueron derrotados y conquistados por los griegos de

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Sikander, los herederos de éste, por los césares rumíes que intentaron matar a
Isa. Aunque como sabemos, Alá lo impidió salvándolo en el último momen-
to, engañándolos. Pero estos últimos pagarían finalmente su crimen al caer
bajo el poder de los árabes que trajeron la verdadera fe a estas tierras que la
absorbieron como se absorbe el agua. Nada queda de la negra magia de los
faraones en estas piedras. Nada. No son más que meros testigos mudos del
paso de los herederos de las tierras de los que los esculpieron. Ahora los ára-
bes serán sustituidos por nosotros los otomanos...

Una ráfaga de viento sacudió la arena levantando una densa


nube de polvo que los cubrió cegándolos momentáneamente. Arslan com-
prendió que el tiempo podía cambiar y que tal vez sería mejor volver al cam-
pamento. Un par de timariotas se acercó con sus monturas.

– Señor, una duda me queda, ¿no habrá dispuesto también el


Eterno que alguien venga después de nosotros y nos venza?

– Esa es la lección que debemos aprender. Muchos sin duda


lo intentarán poniendo todo su empeño, labor nuestra será que nuestro señor
Mehmet y nuestro pueblo conserven el puesto preeminente que merecen –
viendo la duda en los ojos de su sirviente continuó –. Tan sólo tenemos la
certeza… tal vez solo la creencia de que es la voluntad de Alá que prevalez-
camos y que está escrito que seremos los protectores de los creyentes hasta el
fin de los tiempos.

Sonrió al ver el alivio que mostraban los rostros de sus escol-


tas al levantarse y disponerse a subir en su montura, sin duda ellos eran muy

268
conscientes de que ese lugar junto al cauce del río no era un buen lugar. Una
pequeña fuerza incursora kafir o simplemente bandidos del desierto podrían
cercarlos y reducirlos fácilmente en el estrecho cañón. Se habían portado es-
tupendamente tanto en la defensa de Wadi Hafa como en la toma de Mirguis-
sa, batiéndose como tigres contra las tropas del Padisha Dawit, que no eran
tan malas como Yusuf al-Azraq le había hecho creer al sultán alimentando
sus ansias de gloria. Yakub le pasó un morral en el que había varios informes
acerca de la composición del ejército que marchaba al sur, de las tropas que
serían embarcadas para ayudar a los sanmarquianos y de lo que quedaría en
el-Qahira. El kapudán Portari podría respirar momentáneamente, puesto que
no tendrían que tomar la flota al asalto. Bastaría con hacerse con el control de
la capital y las principales ciudades del valle, para que todo el Sultanato de
Misir acogiese al Gran Turco como soberano, probablemente a finales del
próximo mes de Ramadán.

– ¿Sólo creer que será así? Eso sería admitir que queda la
posibilidad de que alguien pudiese destruir el poder del Gran Turco, ¿quién
podría hacerlo? Siendo como es el señor de todas las tribus de las Estepas y
de las riquezas del Mar Interior no tardará en doblegar a todos sus adversa-
rios desde al-Sin, a Persia o a los vilayets de los ferenghi. ¿A quién podría
temer?

– ¿Temer? No debería temer a nadie. A nadie salvo al orgu-


llo, Yakub, al orgullo que destruirá al sultán de Misir. A la soberbia, que des-
truyó a los Rum. A la impiedad, que destruyó a los antiguos faraones. Todos
ellos son enemigos más terribles que cualquier hombre, ángel o djinn.

269
24. EL FARO Y LOS CANALES
Roma, 8 de Diciembre de 1599

S e decía de Roma que era la ciudad eterna y bien se podía decir que lo
era puesto que ni la ira de los hombres, ni el castigo divino habían sido
capaces de destruirla. Desde los tiempos de Brenno y sus galos, a los de Atila
el Huno o los del Segundo Diluvio, la ciudad había sabido sobrevivir luchan-
do, adaptándose a los cambios, resistiéndolos o transformándose. La última
prueba, que había sido la del agua, la había hecho convertirse.

Los más ancianos contaban como a su vez les habían relata-


do que hubo un tiempo en que la ciudad gobernada por Papas mundanos y
corruptos se había convertido en un nido de pecado, lugar de perdición y en-
carnación de la Nueva Babilonia. Pero entonces, por designio divino, llega-
ron las aguas del Diluvio y pueblo romano, Papa y cardenales marcharon
haciendo penitencia cubiertos de saco y cenizas hasta que las aguas se detu-
vieron ante el báculo del sucesor de Pedro. Eso contaban, pero la realidad era
distinta ya que las aguas no se detuvieron y después de aquella pascua el ni-
vel del mar siguió creciendo año tras año reclamando villas y aldeas hasta
alcanzar la ciudad de los césares y de los papas, transformándola al anegar
sus barrios más bajos, convirtiéndola en la ciudad de los canales y conce-
diéndole lo que no tuvo ni en la época de los más poderosos emperadores: un
puerto. Luego vinieron la conversión de muchos, la Reforma de Don Fran-
cisco de Cisneros y de Martín de Eisleben y un nuevo comienzo.

A ese puerto había llegado la nave de Don Fardrique, de


270
nuevo empujado lejos de su ejército como si alguien tratase de decirle que no
debía encabezarlo y obligándole a delegar aquello que más le satisfacía en
otras manos, en los que aunque confiaba prefería no hacerlo. Sabía que Don
Ramón de Castro, el marqués de Cabra y Don Santiago de Lancaster man-
tendrían el nivel de preparación, las maniobras, los ejercicios y las marchas,
pero aun así prefería no tener que confiar en ellos. Y no quería hacerlo úni-
camente porque no se sentía a gusto haciendo ninguna otra cosa, porque era
lo único que le permitía olvidar. No había hecho nada más en su vida y no
deseaba nada más. Sonrió al sorprenderse a sí mismo en tal mentira, sí que
había algo más que deseaba con mayor intensidad: retornar a Tormes, acabar
de envejecer con los pocos parientes que le quedaban y descansar finalmente
junto a su Juana. Descansar y soñar por siempre a su lado los mismos sueños.
Deseaba eso pero temía que su destino sería morir en batalla, lejos de los su-
yos como su Bernardino y soñar otros sueños.

¿Qué legado dejaría detrás de él? Una vida en la milicia al


servicio de su Rey, territorios ganados, territorios recuperados, un rastro de
muerte y nada más. Muchas cosas habían cambiado desde que, apenas un
niño, su padre le llevó a despedirse de su tío don Fernando que marchaba al
frente de un ejército para reconquistar las tierras del sur de Constantina y el
sonido de los clarines despertaron algo en su corazón infantil. Probablemente
no habría tenido otra opción en su vida y habría sido imposible dedicarse a
otra cosa al ser un Alba, sobrino del Gran General y heredero suyo, pero
aquel día al ver a los soldados de los tercios con su orgullo, su aspecto seve-
ro, humilde y disciplinado supo que eran los guerreros más fieros del mundo
y que nadie se les podía oponer en el campo de batalla y que algún día él los
encabezaría como hacía su tío Don Fernando. Aquella fue la última vez que
le vio. El Gran General derrotó a los zayyanidas en una épica batalla que re-
lataron cronistas de toda la cristiandad y ciegos de todas las Españas: la bata-
271
lla de los Tres Reyes, así llamada porque en ella murieron los tres reyes mo-
ros que se oponían al Duque. Los tres reyes y el propio Don Fernando. La
victoria consolidó la recuperación de aquellas tierras para la Cristiandad y
puso a salvo de las depredaciones de los tuaregs a las rutas de peregrinos que
por aquel entonces comenzaban a marchar a Tagaste. Su muerte sin herede-
ros convirtió a su padre, Don Bernardino, en Duque de Alba y a él en herede-
ro del Ducado.

Pero, ¿qué legado había dejado hasta el momento? Poca co-


sa, algunas reformas en la organización de los Tercios, la financiación de
algún hospital de veteranos, la creación de hermandades de viudas y huérfa-
nos. Aunque lo que temía era que no se quedasen sino con las batallas, los
muertos, con la jornada de Ganday, con las hileras de cabezas y con un sol-
dán muerto. Tal vez ese era el verdadero drama del hombre como criatura de
Dios y como individuo, el marcarse metas más grandes que sus propias capa-
cidades, horizontes tan lejanos que las propias fuerzas no pueden permitirle
alcanzarlos. ¿Acaso no se lamentó el gran Alejandro de no tener más mundos
que conquistar? Los grandes hombres como el Emperador Macedonio, Julio
César, el Cid Campeador, Don Gonzalo Fernández de Córdoba o incluso su
propio tío el Don Fernando Álvarez de Toledo el conquistador del África tal
vez se vieron acosados por los mismos temores que acosaban en estos días a
Don Fardrique. Seguramente ellos también veían muy lejos de sus capacida-
des las metas que el Creador había inspirado en ellos, aunque no era menos
cierto que los méritos de aquellos grandes hombres eran muy superiores a los
suyos y el lastre en su corazón más ligero.

Algunos nobles como el Duque de Arcos o el Marqués de


Cenete solían tener plumas a su servicio para glosar sus acciones y hazañas

272
reales, exageradas o ficticias, pero ellos no eran más que hormiguillas del
honor, mendigos de hazañas inmerecidas. Él nunca lo había juzgado necesa-
rio, ya que en su fuero interno creía que el único cronista que contaba era el
Creador que le proporcionaría gloria o se la arrebataría si osaba cambiar una
coma de sus actos verdaderos, de la intención que pudiese haber estado tras
esos actos y su fidelidad a Dios, al Evangelio y a la Santa Madre Iglesia. Lo
contrario no era más que una de las formas que adquiría el pecado capital de
la soberbia. Sus obras serían en el momento del Juicio las que hubiese reali-
zado, no las que quedasen atrás escritas por un tintero mercenario y en cual-
quier caso no importaba lo que quedase a la memoria de los hombres pues
estaría a merced de la justicia Divina. ¿No valdría más ser merecedor de la
misericordia del Creador que dejar tras de sí mentiras y medias verdades sin
cuento? Él acometería hazañas o al menos lo intentaría con honor, pero nun-
ca las vendería.

Una mano firme le sacó de sus cavilaciones con un fuerte


golpe, una mano que parecía saber muy bien como agarrar a la esquiva For-
tuna por sus cabellos, la del príncipe Marco Antonio, el Gran Almirante, Du-
que de San Pietro de Galatina y Príncipe de Albania. A diferencia suya era
tremendamente popular y recibía público homenaje incluso por plumas como
la de maese Sayavedra que había escrito su oda “Helvética” como espontá-
neo homenaje a sus victorias sobre los corsarios suizos y toscanos en las
aguas del Mediterráneo.

– ¡Roma! Cuentan las viejas que antes de la reforma del vie-


jo Cardenal y de ese agustino loco, era una ciudad que merecía la pena visi-
tar. Que las putas más viciosas y más hermosas estaban al servicio de Obis-
pos y Príncipes de la Iglesia – dijo el príncipe, aunque las últimas palabras

273
sólo pudieron ser intuidas por el duque ya que fueron pronunciadas mientras
masticaba un trozo de duro tocino y algo bizcocho. En eso era de la escuela
del Duque y reconocido por sus dotaciones y por todos al compartir las pena-
lidades de sus hombres y someterse a la infame dieta de la Armada Real.

– ¡Ya! Alguna de las que lo cuentan debió ser de jovencita la


meretriz de un Obispo... pero, ¿todavía te crees esos cuentos de viejas? El
Diluvio sólo trajo agua, y con ella los canales y el puerto. No se llevó nada,
ni hizo a los hombres diferentes – el príncipe le guiñó un ojo y encogiéndose
de hombros mostró su escepticismo –. Seguro que antes era la misma ciudad
llena de conventos, monasterios y venerables hombres de Iglesia. Tan aburri-
da y tan sombría para los de tu ralea.

– El que no se haya encontrado la isla de California, ni las


Siete Ciudades de Cíbola no significa que no existan, a mi entender... algo de
verdad hay en la leyenda de una Roma pecaminosa y llena de lujuria. ¿En
que se basan entonces las crónicas de Fray Patricio de Urquinaona? ¿Por qué
denunciaba la simonía, el nepotismo y los lujuriosos amancebamientos de
obispos y Papas? ¿Por qué el Cardenal Cisneros llamó a la Reforma y a la
regeneración de la Iglesia?

– ¿Ese loco agustino tudesco bien podía referirse a la Roma


de los Césares? En cuanto al bueno de Cisneros... – En realidad él también
había leído las Crónicas, así como las obras del Obispo Diego de Bobadilla y
las Memorias del Cardenal Cisneros y era consciente de que Roma no debía
de ser igual en aquellos días previos al Segundo Diluvio –. Aunque bien pen-
sado tal vez haya algo de razón en sus jeremiadas, si las aguas no llegaban
antes hasta aquí, tal vez el Diluvio cambió algo más.
274
Una barcaza de diez remos y con los colores papales en la
entoldada se acercó a la capitana del Príncipe Scanderbeg. Se trataba de una
de esas embarcaciones romanas de fondo plano e impulsadas por pértigas tan
características, que facilitaban la comunicación por los canales de los barrios
bajos y de las que tanto gustaban usar los romeros que iban a la ciudad. Se
acercó a la espalda del talar de babor por cuya escala accedieron un seco
monje martiniano, un oficial del ejército papal cuyo cabello rubio y estatura
delataban que se trataba de un mercenario suizo, un piloto y un par de fun-
cionarios. Traían una carta del pontífice, el Papa Francisco II, en las que les
invitaba al Palacio de San Pedro con el fin de tener una entrevista lo antes
posible.

– ¿A qué vendrá tanta prisa? – murmuró el príncipe.

– Probablemente los otros “invitados”, ya hayan llegado –


dándose la vuelta el Duque le ordenó a uno de los marineros – haced señales
a la galera de maese de Moura y del resto de la delegación. Desembarcamos.

– Enviaremos en una hora un par de barcazas para recoger a


la delegación. Procuren que la misma no sea muy numerosa, su Santidad úl-
timamente se... fatiga con facilidad, sobre todo cuando recibe a grupos nume-
rosos.

El Duque despidió a los enviados, mientras el príncipe daba


instrucciones a la tripulación y volvía a atacar el trozo de tocino que había
ocultado y vuelto a sacar de Dios sabía donde. Tanto el uno como el otro
275
acudirían únicamente con un asistente, aunque sus séquitos fuesen numero-
sos. El del Duque lo era especialmente a causa las necesidades de la vida mi-
litar, y solía ir acompañado de gentes de su casa de plena confianza como su
sobrino Don Alonso de Arias, el joven marqués de Villafranca que era yerno
de su hermana o el esta vez ausente Capitán Chanciller, oficiales de distintas
armas, ingenieros, criptógrafos, físicos, algún fraile e incluso un astrólogo.
Aun así le repugnaba el estar permanentemente rodeado de tantos ojos y tan-
tas manos que le demandaban permanentemente órdenes, favores o simple-
mente atención y le ofrecían información, lealtades o simplemente atención,
por lo que no sería problema reducirlo a una persona, él preferiría a su confe-
sor Fray Gaspar, pero tal vez lo más adecuado sería escoger a un diplomático
como el marqués de Leganés. El ministro luso sería otra cuestión puesto que
se hacía acompañar de manera permanente por un enorme séquito formado
por escribanos, secretarios y eruditos varios que habían obligado a alojarlo en
otra nave distinta. La pesada administración del Trastámara no se caracteri-
zaba precisamente por ser algo que pudiese ser fácilmente desplazado.

De la capitana bajaron finalmente media docena de hombres


ya que un piloto y otro oficial iban a tratar con el práctico y el comandante
del puerto acerca del reabastecimiento de las naves y su ubicación final en el
arsenal. En la nave del ministro se produjo un pequeño revuelo al pretender
éste embarcar un grupo más numeroso de lo previsto. Finalmente ocho per-
sonas trataron de acomodarse como pudieron en la barcaza, mientras otro
grupo se disponía a subir al bote de la galera.

El edificio más característico del puerto de Roma era la basí-


lica de San Telmo que se alzaba en el punto más alto del Monte Mario y cuya
descomunal torre albergaba en su parte superior además del campanario un

276
gran fanal que era encendido todas las noches como guía para embarcacio-
nes. Algunos afirmaban que era más alto que el mítico faro de Alejandría, tal
vez lo fuese y tal vez no, pero ciertamente era una gran ayuda para los nave-
gantes y, como el propio Duque había observado la noche anterior y todas las
noches previas a otras visitas a la ciudad, tenía una singular belleza. Era
además, por encima de todo, una declaración de intenciones que el primer
Papa Francisco había hecho: Roma se había limpiado con el Diluvio y la Re-
forma para convertirse en la luz de la Cristiandad, el único punto de referen-
cia al que debían dirigirse todas las miradas para encontrar el camino en las
tinieblas.

El puerto en sí no era demasiado grande, ni realmente hacía


falta que lo fuese puesto que apenas tenía tráfico comercial y su arsenal no
albergaba más de seis recias galeras y unos cuantos pataches y pinazas de la
armada pontificia. La mayor parte del tráfico lo conformaban naves que pro-
cedentes de toda la cristiandad traían o llevaban legados, noticias, obispos,
romeros y cardenales. Como su amigo Marco Antonio decía venían cargados
de pecadores, culpas y donativos y volvían llenos de santos, penitencias y
prédicas. Había otros puertos cercanos a los que llegaban las mercancías y el
grano que alimentaban a los habitantes del patrimonio de San Pedro, pero los
muelles de la Ciudad Santa no eran empleados en esos menesteres tan mun-
danos.

Las barcazas se adentraron en los canales y arribaron a un


muelle en el lateral de una pequeña plaza en la que había un pequeño monas-
terio y un acuartelamiento. Debía ser una especie de puerto privado para uso
de los pontífices. Al desembarcar de De Moura reunió en un aparte a su sé-
quito y tras departir con ellos y con un representante del pontífice salieron

277
algunos guardias papales del cuartel que condujeron por parejas a la mayor
parte del séquito del secretario en distintas direcciones.

– Los representantes de Saboya, Bretaña, la Orden de San


Juan y Génova están en la ciudad y era... una cuestión de cortesía el anun-
ciarles nuestra llegada, como copartícipes de esta aventura. Además traía
mensajes para los representantes del Imperio, del Ducado de Toscana y de la
Confederación Helvética.

A una señal del monje que les había visitado en la galera


unas sillas de mano fueron acercadas con el fin de transportarles al Palacio
Papal que estaba en la parte posterior de la Basílica de San Pedro. El Duque
seguía dándole vueltas a las leyendas que, como su amigo le había recordado,
hablaban de una ciudad corrupta y lujuriosa. Conventos, barrios de artesanos,
monasterios, albergues e iglesias se alternaban a ambos lados de la ruta que
seguían, pero las calles no contenían ni más barro, ni menos desperdicios que
las de cualquier otra ciudad, salvo que no había rastro de mendigos, ni de
prostitutas, ni de pilluelos. Apenas había palacios y mucho menos lujosas
villas, al menos en la parte que había visto en visitas anteriores y lo que veía
en esta ocasión.

Aunque pasaron junto a la columnata de la plaza de San Pe-


dro no accedieron al Palacio Papal por la basílica sino a través de la parte
posterior, lo cual fue lamentado hondamente por el Duque ya que le habría
gustado ver de nuevo los conjuntos escultóricos que el gran Buonarroti había
creado para el altar mayor de la basílica y en el que se mostraba el Sermón de
la Montaña en el centro, la entrega de las tablas de la Ley a Moisés a la iz-
quierda y Noé construyendo el arca a la derecha.
278
Los últimos Papas habían ido alternando el nombre de Julio
y de Francisco como dudando qué tradición seguir. Julio II había sido un
gran mecenas de las artes y protector del genial escultor que adornó la basíli-
ca de San Pedro y muchas de las iglesias de Roma durante su largo pontifica-
do. Fue sucedido por Francisco I, que había tomado su nombre en honor del
cardenal Cisneros promotor de la reforma llevada a cabo por él y por el beato
Martín Eleuterio de Eisleben, fue un hombre profundamente espiritual y
humilde que prefirió orientar sus esfuerzos a la Reforma y a volver la iglesia
hacia el pueblo. Su sucesor Julio III, fue de nuevo un protector de las artes y
un Pontífice más mundano e implicado en los conflictos del siglo, aun cuan-
do no descuidó las tareas de Reforma. Su pontificado fue breve y fue sucedi-
do en apenas cinco años por el obispo de Nápoles, el italiano Roderigo Della
Rossa, que tomó el nombre de Francisco II, dejando como legado la fachada
del Palacio Pontificio con esculturas de un estilo romeriano clásico descri-
biendo escenas del Antiguo Testamento. El actual y extremadamente anciano
Papa había retomado un estilo de pontificado más austero y en lo artístico
prefería un aire más sobrio y modesto, aun cuando no había escatimado es-
fuerzos en completar el montaje de los últimos grupos escultóricos encarga-
dos por su predecesor. Eso sí, había decorado el interior del mismo a su gus-
to, convirtiéndolo en un lugar que invitaba al recogimiento y a la oración. A
Don Fardrique, si bien no le disgustaba ese estilo, le parecía que era sobrio en
exceso y miraba de reojo la cara de sorpresa de su compañero de armas, más
acostumbrado al lujo de los palacios del Nuevo Nápoles.

– Siempre que vengo a estas catacumbas romanas me depri-


mo... ¡Parece una cueva!

279
Finalmente llegaron a una pequeña sala con aspecto de bi-
blioteca donde les recibió el Romano Pontífice sentado en un sencillo sillón
de madera, del que apenas se movió lo que recordó a Don Fardrique los ru-
mores que decían que el Papa no podía ya caminar y apenas moverse. Estaba
solo, acompañado de un par de sacerdotes que probablemente actuarían como
escribanos y un par de alabarderos que debían estar allí por mero protocolo.
La rígida etiqueta vaticana no fue obviada ni tan siquiera en una reunión “se-
creta” como esta, al menos en eso no cambiaban nunca los Papas. Tras recitar
algunas bendiciones y fórmulas rituales, el Santo Padre abrió la reunión.

– Bene. Duque de Alba, Príncipe Scanderbeg, Don Manuel,


ya sabrán que los Duques de Saboya y Bretaña, el Dux de Génova y el Gran
Maestre de Rodas han dado una respuesta favorable a nuestro plan. Repre-
sentantes de confianza suyos se reunirán con nosotros en breve con el fin de
discutir los... los términos de la Alianza. En fin los frutos de la codicia huma-
na que llevan incluso a los hombres más devotos a intentar aprovecharse has-
ta de las más nobles causas para fines no tan nobles.

Al decir esto último les dirigió una mirada llena de repro-


ches. El obispo de Roma había sido un entusiasta valedor de la idea de Cru-
zada y creía que esa debía de ser la única meta de la expedición. La idea de
arrebatar tierras aun de soberanos infieles, el saqueo aun de bienes de herejes
recalcitrantes o cualquier otra meta no encajaban con su visión de la Cruzada.
Además de todos era conocido el potencial problema que se produciría en
cuanto se recuperase la Tierra Santa puesto que tanto el saboyano como el
rey Miguel reclamaban para sí el título de rey de Jerusalén, aunque los dere-
chos del Trastámara eran mucho más sólidos y tradicionalmente habían sido
avalados por el papado. Por la mente del Duque pasó la idea de si no habría

280
mediado su intervención en la reciente controversia que había mantenido con
representantes de las universidades castellanas. Una mirada de reojo al con-
sejero portugués le reveló que pensamientos similares debían de estar pasan-
do por su cabeza, de hecho era consciente de que parte de su misión incluía
entregar una carta del Rey al Santo Padre insistiendo en los derechos de la
casa de Trastámara recibidos en los días de Fernando de Aragón tras la con-
quista del reino de Nápoles y su posterior reconocimiento por Julio II.

– Su visión acerca de las implicaciones morales es, Santidad,


como siempre de una extraordinaria agudeza – el primero en responder de
Moura, en parte como Consejero Real para la Guerra y en parte probable-
mente por sentirse aludido por la intervención del Pontífice –. Sin embargo lo
que nos trae aquí, además de formalizar la alianza dejando de lado detalles
que de momento no tienen importancia, son las recientes novedades que
hemos averiguado respecto a posibles maniobras en Levante previas a nues-
tra acción...

– La vajilla otomana.

Ninguno de los representantes hispanos se sorprendió al oír


esas palabras en boca del Papa. Sus servicios secretos seguían siendo, con
Reforma o sin ella, de los mejor informados de la Cristiandad y pocas cosas
escapaban a sus ojos y pocas palabras a sus oídos.

– No necesitaremos deciros entonces que el Gran Turco tra-


ma algo en Levante – el Pontífice asintió con la cabeza, mientras el secretario
de Moura continuaba – hemos descifrado gran parte del mensaje, aunque hay

281
signos, los que se refieren a lugares, nombres de personas o tal vez a unida-
des militares no han podido ser descifrados. Necesitaríamos más de un men-
saje escrito con la misma clave para determinar sus posibles equivalencias....

– Pero, ¿no hay riesgo de que el Turco cambie sus planes


una vez se entere de que su mensaje ha sido interceptado?

Esta vez el secretario le cedió la palabra al Príncipe Castriota


Scanderbeg, uno de cuyos más capaces criptógrafos había descifrado el men-
saje.

– Todo es posible, desde luego. El mensaje de las bandejas y


platos fue copiado y estos puestos a la venta en el puerto de Otranto con el
resto de la carga, tal y como se suele hacer con las capturas de las naves cor-
sarias. La vajilla junto con otros objetos fue adquirida por un mercader mila-
nés que... en fin, ya había sido detectado colaborando con espías sanmar-
quianos en otras ocasiones y que en esta embarcó en una nave que se dirigió
a Egipto.

El Papa se quedó pensativo un momento, ante lo que los his-


panos guardaron un respetuoso silencio sólo roto por el rasgar de la pluma de
los escribanos en el papel. El Duque trató de imaginar que movimientos po-
día intentar el Gran Turco de sospechar que el mensaje había sido intercepta-
do, lo más probable sería tender una trampa para tratar de interceptar la posi-
ble ayuda que acudiese a la isla para reforzar la guarnición o reaprovisionar a
los defensores de la isla.

282
– ¿No cabría la posibilidad de la existencia de otro mensaje
dentro del propio barro de las bandejas?

– Ciertamente se contempló esa posibilidad, pero el oficial


que los examinó no observó alteraciones que la presencia de un papel en el
barro podría haber producido, además de no ser excesivamente práctico ya
que la recuperación del mensaje podría destruirlo. El oficial, hombre de mi
absoluta confianza, consideró que lo más probable era la unicidad del mensa-
je y que lo mejor era tratar de no estropear la información permitiendo que el
Turco sospechase el descubrimiento de la misma – el pontífice asintió, indi-
cándole que continuase –. En cierto modo es como un juego de engaños en el
que nosotros podríamos ser las víctimas o contar con una clara ventaja. Si
bien, dada la forma en que materializó el hallazgo y la rapidez con la que se
desentrañó la mayor parte de su significado, no es descabellado creer que los
infieles creen que creemos que no habrá movimientos en Levante.

El almirante Marco Antonio Castriota debía confiar mucho


en su hombre de Otranto para asumir tantos riesgos pensaba el Duque y por
la mirada de de Moura seguro que el Secretario pensaba lo mismo, aunque no
menos de lo que ellos habían confiado en el príncipe.

– ¿Alguna conjetura acerca del objetivo turco?

Esta vez el que respondió fue Don Fardrique, sin dudar y sin
esperar que el príncipe le cediese la palabra.

– Dadas las alianzas existentes, la correlación de fuerzas y la


283
reciente campaña de Babilonia sólo podría ser Rodas. Dado lo que se descri-
be en el mensaje, yo diría que hay algo oculto en ese despliegue, dado que
habrá numerosas unidades otomanas muy cerca como temiendo que alguien
quiera romper el cerco o para evitar que los egipciacos o los sanmarquianos
se hagan con la isla. Si este análisis es correcto, debemos alegrarnos puesto
que poca oposición se debería esperar en tierra firme para conquistar nuestros
objetivos primarios en Tierra Santa – y mirando de reojo de forma ostensible
a su amigo el príncipe Scanderbeg añadió – aunque no sea tan bueno para la
Armada que tendrá que emplearse a fondo luchando con una fuerza combi-
nada formidable.

284
25. LA NOCHE MÁS OSCURA
Otranto, 21 de Diciembre de 1599

L a carta que acababa de recibir de Roma le simplificaba su decisión


enormemente: el Duque le reclamaba para unirse a él en Sicilia o en
Malta camino de Cartago, lo que implicaba abandonar Otranto y alejarse de
su ciudadela y de la cautiva que había llegado con él unas semanas atrás. De
ellas y de la lluvia invernal que azotaba la ciudad de Otranto y que le estaba
empapando, aceleró el paso y de un salto se introdujo en el pórtico de una
iglesia para cobijarse y ajustar su capa de manera que le protegiese de la in-
tensa lluvia que caía.

Al principio la excitación de la captura, el mensaje intercep-


tado, su oculto significado y la expectativa del rescate que solicitarían por
ella a un dignatario turco en el Cairo habían distraído su atención de la her-
mosa cautiva, al menos más de lo que una mujer de su belleza merecía. El
proceso de descifrado de los signos por parte de los expertos reales le había
fascinado absorbiendo casi todo su interés, tan sólo la esperanza de encontrar
a través de ella una pista que le pusiese un paso por delante de ellos le había
hecho mantener el contacto con la armenia. Fue su orgullo lo que primero le
atrajo hacia ella, el orgullo de una esclava que se comportaba como una prin-
cesa. En el navío capturado camino de Otranto peleó con esa altivez, tratando
de derrotar sus defensas para, como se repetía a sí mismo, obtener más in-
formación. Sólo información. Información que sí existía jamás consiguió. La
flotilla volvió a salir, pero si no era en breves misiones de tres o cuatro días
ya no embarcaba por no alejarse de la prisionera.

285
Luego fueron sus ojos los que fueron difuminando el recuer-
do de la fogosa y recatada Caterina. Unos ojos como nunca había visto antes,
de un verde tan intenso como los bosques y prados de Castilla o como las
aguas de la Mar Océana, en los que se habría hundido sin poder evitarlo.

Estaba hablando con ella, a vueltas con el mensaje contenido


en la vajilla y del que ambos sabían ya que ella desconocía todo, sumergién-
dose en su mirada, intentando doblegarla como se trata de doblegar el agua o
al viento, cuando se percató de que había retirado el velo que ocultaba su ros-
tro. Entonces vio su boca y supo que besándola no necesitaría más, compren-
dió que no necesitaba más. Intentó arrancar su caftán, pero no pudo ya que
ella se le anticipó quedando ante su vista sus formas rotundas, su piel blan-
quísima, sus pechos generosos y la poseyó allí mismo. Se volvieron a entre-
gar el uno al otro con pasión esa noche y las siguientes, olvidando vajilla,
mensaje o cualquier otra excusa para estar juntos. Sin hacer más preguntas ya
lo sabía todo de ella y supo que no necesitaba saber más.

Ambos quedaron a la espera del rescate de ella, o a que el


Duque le reclamase a él, esperando lo que llegase antes y viviendo cada no-
che como si fuese la última que fuesen a compartir. El rescate se retrasó y eso
hirió su corazón de princesa que se transformó en uno de mujer despechada:
su príncipe no parecía interesado en recuperarla, al menos con la intensidad
que ella esperaba, ofreciendo por ella apenas el doble de lo que le había cos-
tado la primera vez y mucho menos de lo que se había pedido por ella. Juan
se había reído cuando ella misma había fijado la cantidad a pedir y le pregun-
tó si no se estaba creyendo Julio César y si no volvería luego para ahorcarle,
ella se rió entonces.
286
Al llegar la insuficiente oferta Juan había pensado en cubrir-
lo él con la parte que le correspondía de los botines conseguidos. Aunque él
también tenía sus preocupaciones: desde su huída precipitada de Santiago de
Fez no había tenido noticias del Duque y eso le inquietaba sobremanera. En
realidad se sentía como si se hubiese quedado huérfano, aunque era conscien-
te de que la época invernal reducía cualquier tipo de actividad bélica, que las
naves no podían viajar a la misma velocidad dificultando las comunicacio-
nes, que había tormentas y que no habría apenas movimientos. Pero la mar-
cha del ejército y la flota hacia el este estaba prevista a finales de año.

Una mañana había llegado una carta desde Cartago, era una
breve nota, cargada de poesía tomada de otras plumas, de su genuina inge-
nuidad y el fuego contenido de la hija del impresor. Entonces volvieron los
fantasmas. Hacía el amor con furia a Zara, tratando de beberla toda ella en
cada beso, pero no veía ya sus ojos verdes, sino los azules de la hija del edi-
tor. Esa noche tras poseerla como nunca lo había hecho, ella le preguntó
quien era Caterina. Nadie, contestó él consciente de haber pronunciado el
nombre equivocado en el momento equivocado y avergonzado de haber co-
metido tal error. Pero Zara, con la naturalidad de una mujer acostumbrada a
compartir su amor con otras, le pidió que le hablase de ella, si era hermosa, si
le gustaban la poesía y la música. En otro tiempo no lo habría creído posible
y se habría limitado a disfrutar la situación, a disfrutar del amor de una belle-
za como Zara, aspirando al de alguien como Caterina. Tal comprensión, por
llamarlo de alguna manera no le trajo paz, sino fantasmas. Cuando estaba con
Zara, veía a Caterina, la oía y olía su piel.

La llegada de la carta del Duque requiriéndole en Sicilia lo


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simplificaba todo. No obstante en un último gesto pagaría el rescate de Zara
y la dejaría libre. Libre de volver con su príncipe, a sus montañas o de insta-
larse en alguna ciudad de las Españas. En su interior se encontraba dividido
entre el deseo que retornase a sus azules montañas del Cáucaso para olvidarla
y volver con Caterina, o que le aguardase en alguna ciudad española para
ahogar sus fantasmas y el recuerdo de la hija del editor en ella. Pero, ¿sería
eso posible?

Se detuvo ante la puerta de la casa en la que Zara y sus sir-


vientas se habían instalado desde que se fijó su rescate. El hogar de la viuda
de un oficial de las galeras de Otranto que le había acogido como a una her-
mana y que no hacía preguntas acerca de las largas estancias del capitán
Chanciller. Al principio probablemente creyó a pies juntillas las explicacio-
nes recibidas acerca de un posible interrogatorio y de informaciones que la
cautiva conocía, como probablemente más tarde no debió dudar acerca de la
naturaleza de los encuentros aunque los ocultase con un silencio cómplice.

Zara se encontraba en el patio de la casa vestida a la españo-


la, como ya hacía desde unos días atrás. Ella y sus criadas habían abandona-
do sus atuendos morunos, la cautiva le había confesado incluso a su anfitrio-
na que estaba bautizada aunque no estaba segura de si en la iglesia de Roma
o en la griega. El párroco de Santa Marta les había dicho que lo mismo daba
y había intentado que se confesase y que tomase la comunión pero sin mucho
éxito.

– Acabo de recibir carta del Duque.

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Ella ordenó a sus criadas que les dejasen a solas y se puso en
pie para pasear por el pequeño patio. Estaba pálida y se notaba que sus ojos
habían vertido abundantes lágrimas. Juan intuyó que había recibido noticias
de la carta antes de él y que temía una separación o algo peor.

– ¿Me abandonarás?

Juan se preguntó como era posible que todas sus relaciones


acabasen últimamente con la misma conversación. No debía ser que estuvie-
se sentando la cabeza puesto que en ese caso habría aguardado al final de la
campaña y habría aguardado a Caterina. Miró su pecho agitado, sus labios
generosos y sus ojos, sus enormes ojos, y deseó no estar dividido entre dos
amores. Deseó borrar el recuerdo de esa semana camino de Tagaste.

– Eres libre. Aboné tu rescate. Puedes marchar adonde quie-


ras...

– ¿Dónde quiera? – Sus ojos se estaban humedeciendo de


nuevo, mientras él incapaz de resistirse a ellos trataba de apagar con su verde
el recuerdo de los azules de Caterina –. ¿Es eso posible ya? No sé si soy libre
de ir donde quiera, no sé si pagando mi rescate no intentas liberarte de mí.

– Zara... – afortunadamente para él ella posó sus dedos en los


labios de Juan impidiéndole hablar.

– Quisiera volver a mi tierra, pero nadie me aguarda allí. Si

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no me creen muerta es porque mis parientes probablemente lo estén. Quisiera
volver a el-Qahira con mi príncipe pero nada será igual porque volveré con el
rescate pagado por otro y, de hecho, él se negó a pagarlo – era mentira y am-
bos lo sabían, aunque eso no importaba ya –. Quisiera quedarme junto a ti,
esperar que vuelvas de la guerra, pero no sé si me separa de ti otro corazón...
Nunca antes había intentado que me amasen en exclusiva, me había acos-
tumbrado a ser la primera, pero no la única...

Juan apretó su mano. De su corazón tiraban de una parte la


inocencia y los sueños de Caterina y de otra la pasión y la belleza de Zara. Si
el capitán Moreno, Don Fardrique o el sargento De La Landa se enterasen de
su dilema seguramente se reirían de él. De hecho su yo de dos meses atrás
también se habría burlado de sus escrúpulos.

– No puedo prometerte nada, aunque tampoco pueda negarte


nada – se estaba atrapando en una red que no podría deshacer fácilmente –.
Sabes que marcho a la guerra y sabes que me debato entre dos amores. ¡Por
Dios! Me resulta tan extraño hablar contigo, decirte esto y que tú estés ahí
tan tranquila...

– Tan tranquila no.

–... mirándome con esos ojos...

Sus manos se encontraron y se apretaron con fuerza.

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– Nada te pedí, cuando te ofrecí mi cuerpo y mi corazón.
Nada nos prometimos. El ser capturada me... me ha mostrado lo mucho que
valoraba un amor que tal vez no era tal que... que mi príncipe... que el bey-
lerbey tal vez no valoraba como yo lo valoraba.

Juan se agachó y besó sus manos y luego su boca, en un beso


salado por las lágrimas de Zara. Miró entonces sus ojos.

– Aguardemos pues para ver lo que nos depare el destino. Te


dejaré algo de dinero para que te instales aquí o en Cartago y una carta para
la casa del Duque...

– Juan, sólo una cosa, escríbeme desde Cartago... – tras lo


que añadió enigmáticamente – la noche más oscura lo es para amanecer.

– La noche más oscura…

Al salir la mirada de Doña Sofía le reveló que si había hecho


la vista gorda antes sus visitas era porque esperaba algo más de él, que más
que de alcahueta estaba actuando de casamentera. La viuda le sonrió y le de-
seó buena suerte en Cartago y un pronto retorno. Juan le sonrió y lamentó no
tenerla como espía en la corte del soldán de Egipto. Llovía todavía con inten-
sidad y arrebujándose en su capa de camelote se adentró en la oscuridad de la
calle, preguntándose por qué sonreiría la viuda.

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26. RUMORES DE LA CORTE
El-Qahira, 23 Jumâda Ath-Thânî / 30 de Diciembre de 1599

H abía sido una compra extraordinaria. No sólo se trataba de un libro


raro, extremadamente difícil de encontrar, sino que la encuadernación
era además absolutamente soberbia en cuero damasceno bien rematado con
piedras semipreciosas, caligrafiada en un papel de calidad inusual y decorado
con unas tintas cuyos colores de gran viveza le daban un valor añadido difícil
de calcular.

Un amor que se va

es como desandar un camino

se reconoce el paisaje

pero se siente uno perdido

Yusuf estaba tremendamente orgulloso de haberse hecho con


una copia tan hermosamente decorada del “Visita a Garnata” de Shakîr
Wa’el, de hecho no podía evitar el admirar una y otra vez la maravillosa cali-
grafía en árabe clásico del manuscrito y los extraordinarios rebordes minia-
dos decorados con motivos geométricos verdes y granos de granada colorea-
dos de un cálido y evocador bermellón. Sabía que si el noble Arslan supiese
de esta compra se sentiría disgustado por la cuantía que había desembolsado,
pero no le importaba demasiado puesto que desde la desaparición de su favo-
rita había ascendido en el círculo interior de amistades del noble otomano y
sería disculpado. Ahora sí que podía afirmar plenamente que confiaba en él y
292
que cuando llegase el momento podría reclamar para sí el rango de Emir al-
Umará y tal vez el de beylerbey del país de Misr.

El beylerbey Yusuf al-Azraq. No le acababa de gustar como


sonaba, tendría que cambiarlo. ¿Qué tal sonaría beylerbey Yusuf al-Hakin?
Al-Hakin, el Sabio sería más adecuado se dijo mientras cerraba amorosamen-
te el libro, aunque hasta ese momento habría mucho que hacer y eso le haría
descuidar sus propios negocios, su vida familiar y lo que era peor su activi-
dad literaria. De momento debía dar el último empujón al sultán para hacerle
marchar en campaña contra los kafir del sur, aunque esa parte del plan no le
acababa de hacer gracia. No es que no confiase en el beylerbey Arslan, pero
pensaba que estaba predispuesto negativamente contra las tropas egipcias,
tenía demasiados prejuicios en torno a sus capacidades. El ejército del sultán
era impresionante y probablemente imposible de vencer para las patéticas
levas de campesinos del Padisha Dawit. En su opinión sólo se le podría de-
rrocar comprando para la causa otomana a los principales mandos del ejército
y trayendo tropas y naves otomanas. Pero quien era él para contradecirle. De
momento nadie, pero algún día sería el gobernante de Misr. ¿Sólo de Misr?

Envolvió cuidadosamente el volumen y lo depositó en un


cofrecillo. Sin duda pasaría a ser una de las joyas de su colección o tal vez
una buena inversión puesto que no le sería difícil encontrar compradores in-
teresados en la propia corte, en Dimâsq o incluso en Ispahan, ya se encarga-
ría de decidirlo el Altísimo por él. Llamó a su criado Jafet para que le vistiese
y se preparó para marchar a informar a su señor. Había recibido noticias jun-
to con cierto envío desde Otranto que sin duda le agradarían y con suerte
harían cambiar su humor, tempestuoso e impredecible, desde la captura de
Zara. Al principio lo atribuyó a la pasión que sentía por la esclava, pero como

293
él no podía vivir con esa duda trató de confirmarlo. Mucho le costó en hala-
gos, sobornos y propinas el sonsacar a los criados y miembros de su séquito,
pero finalmente logró averiguar lo que realmente le atormentaba. Al parecer
la esclava portaba, sin saberlo, un importante mensaje escrito en una vajilla
que llevaba de regalo para alguien en Konya, probablemente algún alto fun-
cionario del Gran Turco. Un error, puesto que obviamente a él no se lo habrí-
an arrebatado tan fácilmente.

Mientras Jafet le ceñía recordó lo que le había ofendido el no


haber compartido el secreto y preocupación de su Señor. Le inspiró entonces
la sabiduría de Lokman y decidió que no debía luchar por otra cosa sino por
convertirse en el primer consejero del beylerbey, de modo que desde ese
momento no tomase decisión sin consultarle a él. Para ganarse su favor y
hacerse notar envió a uno de sus agentes a Otranto, ese nido de piratas a los
que el todopoderoso enviará un día a Alhotama, con la misión de averiguar
que había sido de la vajilla y de la esclava Zara. No tardó en recibir noticias
de que se aguardaba un rescate por la muchacha, ¡pedir rescate por una es-
clava! ¡Y además uno tan elevado, más propio de una princesa! También le
llegaron noticias a través de un agente milanés que ya había trabajado para él
de que estaban vendiendo el botín de la bargia capturada, y que le dijo que la
vajilla había sido adquirida por un rico mercader hispano que solicitaba un
alto precio. Con gran dolor le remitió el importe implorando al todopoderoso
que castigase al agente por no haber logrado rebajar el precio.

En lo que llegaban agente y valiosa mercancía le adelantó la


parte del rescate a su señor Arslan. Como era de esperar no le gustó lo más
mínimo el elevado precio puesto que ponía en peligro su situación económica
y con ella sus planes. Enfurecido marchó de cacería durante dos días en los

294
que no tuvieron noticias suyas. Regresó agotado, pero más sereno y resuelto
a sacrificar a su favorita por continuar con la misión que le habían encomen-
dado. Le confió que renunciaba a su favorita con la certeza de ser un designio
divino para poder concentrarse en los planes del Gran Turco primero y en
desatar su ira sobre los hispanos después. Yusuf había guardado entonces
para sí el secreto de la vajilla como una baza que jugaría más tarde para aca-
bar de ganarse su confianza y escribió a su agente para que se apresurase en
volver con el presente perdido por la favorita del beylerbey.

Esa misma mañana mientras estaba en el barrio de los libre-


ros examinando el “Viaje a Garnata” le llegó la noticia de su llegada y lo
tomó como una señal para cerrar el trato por la compra del libro. La recupe-
ración de la vajilla había sido un éxito y todo ello sin que el beylerbey se en-
terase. El mercader sonrió pensando que el sultán otomano conquistaría Misr
pero que sólo lo podría gobernar con sus “ojos” y “oídos”. Sólo él había sido
capaz de localizarla y recuperarla. Al volver a su residencia la había estado
examinando pero aparte de los dibujos de círculos con rayitas, cruces, puntos
y estrellas no pudo ver nada. Se preguntó si el mensaje no estaría dentro de la
cerámica pero no osó comprobarlo. Tal vez los círculos significaban soldados
o barcos.

Seguido por un par de esclavos que portaban el baúl con la


vajilla y escoltados por dos lacayos armados con pesados sables, el mercader
partió hacia el palacio del beylerbey. La tarde se presentaba fresca y las nu-
bes del oeste parecían presagiar la llegada de lluvias intensas durante la no-
che. La estación húmeda estaba alcanzando su apogeo y las lluvias no cesarí-
an hasta poco antes del mes de Ramadán, para entonces, con el tiempo seco,
se preveían novedades y cambios. Erguido como si hubiesen introducido una

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lanza entre su espalda y su túnica saludaba a los conocidos que se cruzaba. A
algunos les anunciaba que el enviado otomano le iba a recibir es a tarde, a
otros les auguraba su rápido ascenso en la corte muy pronto y a los menos les
prometía no olvidarles si la fortuna le sonreía pronto.

En la entrada de la residencia palaciega que había arrendado


al noble otomano se anunció con toda la pompa que pudo, al fin y al cabo de
la misma manera que un creyente no era igual a un idólatra, él no era igual al
resto de los creyentes.

– Traigo un presente para el beylerbey. Anunciadle que he


encontrado lo que había perdido y que se lo vengo a entregar con mi devo-
ción y mi más sincero...

El soldado entró dejándole a él y a su séquito en el zaguán y


a sus palabras en su boca. Eso le incomodó, aunque dado que se había pre-
sentado de forma inesperada era posible que el beylerbey estuviese reposan-
do o solazándose. Se maldijo por no haberse anunciado, habría mermado al-
go la sorpresa reduciendo su efectismo pero así tal vez habría sido recibido
de inmediato. Una nube de preocupación oscureció su semblante al pensar si
no estaría reunido tratando algún asunto importante, ¡a sus espaldas! No, eso
era inconcebible, sus agentes le habrían informado si tuviese previsto reunir-
se con algún oficial egipcio... aunque no tenía la certeza de que eso ocurriese
si fuese un enviado otomano. Tal vez debería tratar de extender sus contactos
en ese sentido se dijo, su red era muy tupida pero hasta de las más finas
siempre escapa un pez. Lo cierto es que el círculo de servidores que el bey-
lerbey había traído consigo eran tan leales como para ser impermeables a sus
atenciones, pero con la llegada de más y más tropas, agentes, y demás perso-
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nal probablemente se abriría una brecha.

La desaparición de la orgullosa esclava armenia le había be-


neficiado enormemente, puesto que el beylerbey había confiado más en él, no
usándole como una mera fuente de información y difusor de rumores, aunque
no estaba seguro de si confiaría en él como para hacerle partícipe de los pla-
nes que tenía el Gran Turco. Al menos le trataba mejor, con más respeto y sin
duda valorando más su labor. No es que le reprochase el trato que a veces,
antes, le dispensaba, al-Hamîd, aquel que debe ser elogiado, le libraría de
caer en semejante tentación. Era muy consciente de que el carácter cairota no
le resultaba tan llevadero como el de sus compatriotas. Él, al menos, le dis-
culpaba su comprensible desconocimiento de los hábitos egipcios.

Las dudas le corroían y trató de relajarse revisando el emba-


laje de la vajilla. Se había permitido cambiar el cofre original que había usa-
do su agente en Otranto por un lujoso baúl recubierto de cordobán y adornos
de cobre en los que estaban grabadas algunas citas del Corán. Digno y no
demasiado ostentoso, por lo que el beylerbey lo entraría sin duda de su gusto.
Sonrió mientras apostaba consigo mismo acerca de lo que tardarían los espar-
tanos turcos en acomodarse a los lujos que el civilizado Misr les ofrecía...
Finalmente el criado tártaro o circasiano o armenio, que tanto daba una cosa
que otra, y al que llamaban Turkan salió al zaguán, Yusuf se levantó y ali-
sando discretamente su túnica se preparó para ser conducido al interior.

– Mi señor Arslan os agradece el haberle traído su perdido


obsequio. A su debido tiempo os recompensará con la largueza que caracteri-
za a su magnánimo carácter. Hasta entonces podéis retiraros con las bendi-
ciones del que es Justo.
297
Tras ordenar a unos esclavos de la casa que se hiciesen con
el baúl se dispuso a entrar de nuevo en el palacio. Yusuf pensó deprisa, no
tenía intención de permitir que un simple criado le impidiese reunirse con su
futuro como gobernante de Misr en el momento de su triunfo. Decidió jugar
una carta más.

– El profeta nos enseñó que si queremos refrescarnos en las


aguas del río Kauther en el Paraíso no debemos ignorar a los mensajeros que
nos traen sabiduría y conocimientos que ignoramos – lo rebuscado de la cita
dejó al siervo perplejo –. Más aun hasta el más torpe y necio de los mercade-
res sabe que no es prudente ignorar lo que alguien que trae mercancías de
tierras lejanas tiene que decir de esas tierras – Turkan se volvió intrigado –.
Tengo un mensaje que sólo daré al propio beylerbey. Se trata de una impor-
tante información de la corte, si bien yo – recalcó la última palabra –… yo
puedo esperar aquí mismo o en mi humilde morada a que el noble Arslan
pueda recibirme, no sé si la información puede esperar tanto. La información
es una mercancía que se estropea muy deprisa, por ello pocos trafican con
ella. Hoy tiene gran valor, mañana es...

El criado le pidió que aguardase y volvió a entrar. Tal y co-


mo suponía el lacayo de mirada salvaje volvió a salir pidiéndole que le
acompañase. Seguramente todo no había sido más que una treta ideada para
apuntarse él mismo el tanto de la recuperación de la vajilla y que podría
haber hecho lo mismo con la información que traía. Pero él no estaba dis-
puesto a permitirlo y ambos lo sabían.

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Le miró de reojo mientras se adentraban en el palacio. Los
pueblos sometidos por los turcos y asimilados por estos se convertían en gen-
tes orgullosas, pero conscientes de que eran el resultado de una derrota. Gra-
cias a él los egipcios estaban a punto de unirse pacíficamente a los que serían
pronto los señores de todo el mundo, consumando la extensión universal del
billad-al-Islam. Ellos serían iguales a los turcos al no haber sido dominados
por ellos y por tanto co-dominadores de todos los demás pueblos inferiores.

Finalmente llegaron a una estancia iluminada por multitud de


lámparas de aceite con aspecto de biblioteca, aunque menos dotada que la
suya. Debía de tratarse del antiguo despacho del Emir.

– Espero que el mensaje sea importante, Yusuf, puesto que


mi tiempo sí que lo es.

El mercader miró al cielo, arqueó las cejas y separando sus


manos como si estuviese abarcando una tinaja o sopesando un melón en el
mercado comenzó a hablar.

– ¡Oh, muy noble Señor! La espada de al-Mumit, el Dador


de la Muerte, me alcance si mi intención fuese haceros perder el tiempo.
Como humilde mercader que valora lo que es el trabajo y lo que cuesta el
sudor aun de un humilde artesano no podría permitírmelo... – el beylerbey
hizo una mueca de fastidio, probablemente al recordar el otro asunto que le
ocupaba y con impaciencia le indicó que abreviara –... sí, bien, junto con el
paquete con la vajilla tan cara a su excelencia que por motivos que en su sa-
biduría ha tenido a bien ocultar a este humilde servidor – el reproche sin duda

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había penetrado la fingida y aparentemente imperturbable indiferencia del
noble – ha llegado a mí un rumor. Un rumor que la costosa red de informado-
res que mantengo a vuestro servicio ha alcanzado a escuchar en las intimida-
des más profundas del palacio del sultán. Un secreto que...

– ¡Yusuf, maldito hijo de Yadjug y de Madjug! Si es el se-


creto de la eterna juventud lo que intentas comunicarme, me temo que va a
ser en vano puesto que me harás envejecer antes de contármelo. Habla o vete,
estaba reunido con enviados de mi soberano el Gran Turco con novedades
más importantes que un rumor de palacio.

– Sí, su excelencia, sólo... – trató de controlar el movimiento


de sus manos, que se agitaban como si estuviese tratando de determinar el
grado de sazón de una sandía, tal como le pasaba cuando se ponía nervioso y
continuó – He sabido que el sultán está pensando en presionar a su excelen-
cia para que le acompañe en su marcha al sur contra los Kafir del Padisha
Dawit con todas las tropas que ha ido reuniendo.

– Hummm, algo sospecha entonces.

El gesto de sorpresa del beylerbey le hizo sonreír interior-


mente, mientras mostraba la cara de sincera preocupación que tan buenos
resultados solía darle cuando se enfrentaba a mandatarios de alto rango. Se
trataba de un gesto muy ensayado y que había ido perfeccionando con el paso
del tiempo y con el trato de dirigentes, mercaderes y hombres de toda condi-
ción.

300
– Tendré que meditarlo, pero tal vez sea más útil que acceda
a sus deseos y me retrase o adelante separándome del cuerpo principal... al
menos las tropas, es esencial que no las controle, habrá que retrasar el reclu-
tamiento de los bashi-bazouk – dijo mientras se levantaba y le despedía con
la mano –. Yusuf, buen trabajo, tu lealtad será recompensada en su momen-
to... una cosa más, la próxima vez procura anunciar tu llegada si quieres ser
recibido.

El pequeño séquito volvió a la residencia del mercader. Por


la hora que era ya apenas se cruzaron con otros viandantes, pero aunque lo
hubiesen hecho Yusuf no les habría saludado, preocupado como iba en la
redacción de una oda a su astucia.

301
27. HUIDA
Costa Dálmata, 6 de Enero de 1600

Y a estaba por fin muy cerca de volver a la isla que durante la mayor
parte de su vida había llamado hogar. Le parecía enormemente irónico
sentir tantas ganas de volver, puesto que hubo un tiempo en el que deseó
haber dirigido sus pasos en otra dirección, haberse hecho marinero o merca-
der y haber recorrido las sendas del mar y haber visto los puertos y lugares de
los que tanto oía hablar a otros, al final pudo más la tradición familiar, la se-
guridad de lo conocido y se quedó anclado a tierra. Esos pensamientos no
habían vuelto a él, ni tan siquiera cuando unas semanas atrás aceptó esta mi-
sión. ¿Realmente la aceptó? Bien pensado no tuvo otra alternativa.

Tenía la información y eso le permitiría disfrutar al menos de


la felicitación del consejo ducal y tal vez hasta un ascenso, sin embargo no
todo había ido según lo planeado. Cuando se disponían a partir de la Villa
Real con la documentación que contenía los datos que buscaban, el bueno de
Andrea Papadukas tuvo la ocurrencia de ir una vez más al puerto. Tal vez
había alguna mujer esperándolo de la que quería despedirse, algún negocio
con el que sacarse un dinero o simplemente de ganas de estirar las piernas
una vez más antes de partir, ya nunca lo sabría. Ya había olvidado que no
estaba embarcado cuando oyó gritos procedentes de la cubierta y arriesgán-
dose a ser visto se asomó desde uno de los ventanucos del castillo de popa,
para ver como Andrea Papadukas y otro marinero, un francés que iba embar-
cado en otra nave helvética, se esforzaban por alejarse remando de un esquife
en el que iban media docena de soldados. El francés parecía ir herido y era
inevitable que les alcanzasen como así ocurrió, les prendieron y les remolca-

302
ron a puerto de nuevo. El capitán, tras muchos ruegos de Fieromonte, accedió
a desembarcar con el fin de enterarse de lo que había ocurrido. Fueron unas
horas interminables, en las que temía que fuese algo más serio que una pelea
de taberna, que se le aplicase tormento a Andrea y que hablase de la misión,
de la información que habían conseguido, de la existencia de Fieromonte, de
todo lo que en aquellos momentos importaba.

Desgraciadamente se cumplieron sus peores presagios y aun


fueron superados puesto que el capitán Hermann volvió con pésimas noticias,
habían arrestado a Papadukas por el asesinato de un funcionario menor de la
Casa Real. Fieromonte Hadjichristidis no necesitó más para saber quien era
el muerto y que su compañero acabaría hablando. Era inevitable que le apli-
casen tormento y altamente probable que encontrasen la manera de hacerle
hablar, como extranjero y seguidor de la verdadera fe los cismáticos hispanos
no tendrían piedad de él y acabaría hablando.

– ¿Sería posible encontrar un barco que me pueda sacar de


este puerto lo antes posible? Sin hacer demasiadas preguntas – el capitán se
volvió hacia un grupo de marineros, pero Fieromonte sujetó su brazo y aña-
dió –. Sin hacer ninguna pregunta.

El capitán juró en su áspero idioma, se quitó su gorro de fiel-


tro y, tras estrujarlo, miró por la borda. Pensó durante un rato, escupió ante la
atenta mirada del griego, se dio la vuelta de nuevo, llamó a algunos marine-
ros y les preguntó, de nuevo en su lengua. El capitán y sus hombres discutie-
ron un rato, dando nombres que sonaban a bretón, toscano, alemán o incluso
franco, tras discutir un rato y asomarse a uno y otro lado de la borda, parecie-
ron llegar a una especie de acuerdo acerca de que embarcación podría reunir
303
esas características.

– Creo que la “Scrofa” se dispone a levar anclas, al menos


eso dice Albrecht, conozco al capitán Luca degli Abruzzi, pero…

– Aquí tiene doscientos ducados milaneses, serán suyos si


me consigue pasaje en ese barco. Puede ofrecerle otros tantos a su capitán –
el capitán adelantó su mano para recoger la bolsa, pero Fieromonte no la sol-
tó todavía –. Recuerde, nada de preguntas.

Apremiados por el griego, el capitán, Albrecht y otros dos


marineros abordaron uno de los botes y se dirigieron a la nave toscana. Fue
una de las horas más largas de la vida de Hadjichristidis, en las que no paró
de pasear de un lado a otro de la borda, mirando a un lado hacia el puerto
temiendo que las milicias de la ciudad o soldados del tercio se preparasen
para abordar la nave y viniesen en su búsqueda, y mirando hacia el otro lado
aguardando la vuelta de Hermann y sus hombres con buenas noticias. ¿Era
estribor o babor? No le importaba mucho y de hecho habría renunciado a ese
conocimiento de por vida a cambio de estar ya en alta mar de camino a casa.

Todo se solucionó satisfactoriamente con un sobrecoste de


cien ducados, con lo que en realidad ya contaba, y esa noche, fue el alguacil
de Nueva Venecia el que marchó en un bote hacia la “Scrofa”, muerto de
miedo por lo que le parecía una intensa luz, aunque no hubiese Luna, y afe-
rrando desesperadamente el saco en la que guardaba el cuaderno con la in-
formación, el dinero que le quedaba y algo de ropa. Desde la nave toscana
lanzaron una escala y un pequeño grupo de marineros le recibió con una cier-

304
ta hostilidad. No sabía si pensar que conocían su historia y no les agradaba
contar con su compañía, si no lo sabían y se temían lo peor, o si era antipatía
por ser griego, sanmarquiano o por cualquier otra razón.

El capitán Degli Abruzzi al menos le recibió con una cierta


cordialidad y le invitó a cenar en su camarote. Hermann le había contado que
tenía que huir por un asunto de faldas, lo que parecía divertir al toscano y que
se pasó la velada contándole historias repetitivas acerca de lances amorosos
por todo el mar Mediterráneo. A Hadjichristidis le aburrió miserablemente,
pero tuvo que fingir que se divertía y hasta que lamentaba tener que retirarse
a su camarote para descansar. Esa velada se repetiría muchas más veces a lo
largo de los siguientes días hasta el punto de que el pobre sanmarquiano llegó
a considerar que tal vez habría sido mejor caer en manos de los españoles.

De Villa Real marcharon a la costa del Oranesado donde


iban a recoger una carga de grano en el puerto de Naharros de Tafarahui. Fie-
romonte ya no aguantaba más dentro del navío toscano y aunque corriese el
riesgo de que hubiese soldados esperándole desembarcó tras más de dos me-
ses encerrado en el bamboleante vientre de una embarcación. Al principio el
suelo parecía moverse de una forma extraña y tardó en habituarse a no tener
que compensar el balanceo permanente y el cabeceo de la embarcación, pero
mereció la pena, puesto que al pasear encontró unos baños públicos casi de-
centes en los que se pudo despojar del sudor y la mugre acumulados en días
anteriores. Eso le elevó el ánimo y aunque seguía teniendo la sensación per-
manente de ser vigilado, se permitió el lujo de sentarse a tomar una jarra de
vino en una taberna del puerto. Lo que más le llamaba la atención de los
puertos del rey español era la abundancia de gentes de color que se veían. Al
principio pensó que serían, como en su Creta natal esclavos capturados en el

305
sur, pero al verlos desempeñar las más diversas tareas, incluso algunas no
propias de su condición como la de artesanos, comerciantes o incluso algunos
parecían formar parte de la milicia.

El vino era bueno para haber sido servido en una vulgar ta-
berna de puerto, aunque no tanto como para ahogar sus temores, el senti-
miento de ser perseguido que le dominaba hasta atenazarle. Resultaba extra-
ño sentir lo que debían de haber sentido en días no tan lejanos sus presas.
Intentó ser optimista, al fin y al cabo era improbable que le hubiesen seguido
el rastro tan rápido, ¿no decía acaso el chascarrillo aquello de hacer las cosas
a la española: lentamente y dejando constancia de todo por escrito por tripli-
cado? Si lo hubiesen hecho, no era probable que hubiesen llegado tan rápido
al Oranesado; si hubiesen llegado enviados hispanos a este puerto buscándo-
le, no era probable que se fijasen en la triste figura que sentado a la puerta de
una taberna se aferraba a una jarra de vino y a un saco sucio. Pero, ¿buscar en
las tabernas no era lo que habría hecho precisamente él? Intentó dejar de ser
optimista y centrarse en otro asunto, volvió su atención entonces a los solda-
dos negros. Le seguía chocando que los españoles mantuviesen a tantos de
ellos armados, no era natural ni prudente asignar a esos bárbaros de color a la
milicia, por mucho que el obispo de Roma afirmase que también tenían alma.
Sonrió al pensar que tal vez eso demostraba que ese pertinaz hereje no la te-
nía tampoco. La única razón que se le ocurría era que la guerra contra el sol-
dán de Sonrai no fuese tan bien como se decía, que los ejércitos hispánicos se
estuviesen desangrando allí y que contingentes de esclavos liberados se estu-
viesen incorporando al ejército. La presencia de comerciantes y artesanos de
color simplemente mostraba que debía ser una tradición en las Españas y que
los soldados eran, imprudentemente, liberados con el tiempo. Aunque, claro,
esta explicación no encajaba con la idea de una Cruzada al otro lado del mar,
salvo que la guerra sí estuviese yendo bien y se enviasen las tropas hispanas
306
al otro lado de la mar Océana y quedasen los esclavos para defender las tie-
rras de este lado.

Venciendo su repugnancia y decidido a resolver este misterio


se dirigió a un par de soldados que había junto a su mesa y les invitó a unas
jarras de vino. Los soldados le miraron perplejos a causa de su acento y su
mal español, pero ante la perspectiva de una invitación aceptaron gustosos.

– Soy griego, de Morea. Estoy de camino, fui ofrecer servi-


cios míos como escritor y poeta en la casa del basileos, pero… – Los solda-
dos se echaron a reír.

– ¡El rey más plumas no necesita! Acero necesita – le costa-


ba seguir la conversación a causa de su acento cerrado y su peculiar español
–. Se prepara una guerra grande.

– La más grande – terció el otro aprovechando que el prime-


ro atacaba su jarra de vino –. El Gran Duque nos manda, le temen todos bue-
nos y malos, pero con los uolof siempre fue bueno. Siempre. Gracias a su
bondad podemos disfrutar de tierras en el reino de Bu Tata – el soldado vio
en los ojos del griego que desconocía ese lugar – al sur del reino de Fez, cer-
ca de las tierras de los Sonrai…

– ¡Bu Tata! ¿Poetas no necesitarán allí? – los soldados rieron


su gracia y decidió entonces probar –. ¿Y a dónde se prepara a llevar la gue-
rra el Gran Duque? ¿No afectará a mi vuelta a casa?

307
Por un momento temió que se le acusase de espionaje o que
sospechasen algo raro y le delatasen, pero bien por obra y gracia del vino o
bien porque les había caído bien no ocurrió nada parecido. Los soldados se
miraron perplejos por unos instantes y estallaron de nuevo en una sonora car-
cajada.

– ¡Eso sólo lo saben el Diablo y el Gran Duque!

– ¡Y el Diablo por que le tiene cuenta!

– ¡Vais a guerra y no sabéis donde! Por eso yo quise el ca-


mino de la pluma y no el de la espada – intentó parecer burlón para provocar
su indiscreción, al menos en esto se sentía en su salsa –. Yo al menos sé don-
de no voy… a escribir para el basileos de España.

Los soldados se aproximaron a él como para hacerle una


confidencia. El hedor a sudor, vino y grasa rancia que despedían era insopor-
table y le hacían añorar el frescor que había sentido un par de horas antes tras
disfrutar de un baño. Miraron a uno y a otro lado de la calle, al tabernero, uno
de ellos soltó una risita y el otro susurró.

– Unos dicen que vamos a las Indias Occidentales, otros que


a acabar con los Sonrai, que mal rayo los parta, otros que contra el rey fran-
cés o contra los piratas de Cirene… pero nosotros creemos que habrá acero
para todos y que a nosotros nos tocará donde menos botín haya. ¡Siempre es

308
así!

No pudo sonsacarles más, puesto que en ese punto apareció


otro camarada de armas en peor estado que ellos y comenzaron a entonar
canciones en una gutural lengua que jamás había oído, ni tan siquiera entre
los esclavos que se vendían en los mercados de Creta. Al cabo de un rato se
levantó tras pagarles otra generosa ronda y marchó a toda prisa a los baños
públicos, pero sólo pudo certificar con una maldición que estaban cerrados.
Marchó pues cabizbajo al muelle donde le recogió el bote que le devolvió a
la “Scrofa”. Al día siguiente no volvió a tierra, temiendo tentar la suerte y por
la noche levaron anclas. Durante todo el día estuvo reflexionando en las pa-
labras de los soldados y finalmente llegó a la conclusión de que era cierto que
no se trataba de una única operación lo que había en marcha, sino de varias.
Pero, ¿por qué?

Pronto el movimiento de la nave le hizo olvidar cualquier


otro problema que no fuese el retener lo más posible el alimento y la bebida
dentro de su cuerpo. Fueron bordeando la costa africana hasta el gran puerto
de Cartago, pero sin tocar tierra, allí se desviaron al norte en dirección a la
península italiana. Eludieron como pudieron un par de tormentas pagando en
tributo con la vida de tres o cuatro marineros y con la salud del propio Had-
jichristidis, hasta que en un punto frente a la costa dálmata se cruzaron con
una galeota otomana que accedió a llevarle a Creta. Rodeado de la tripula-
ción turca se había sentido por fin seguro, era curioso puesto que eran infieles
seguidores de la secta de Mahoma, pero al fin y al cabo no eran fanáticos
cismáticos. Su parte griega anhelaba que los sanmarquianos acabasen todos
unidos en el seno de la verdadera iglesia y que encontrasen la manera de co-
laborar con los poderosos turcos. Se aproximaban tiempos turbulentos, pero

309
por fin parecían estar en el buen camino.

310
28. CAMINO DE DIMEŞK
Halep, 1 de Ramadán de 1008 / 16 de Marzo de 1600

E l gesto de preocupación de sus oficiales era evidente y mostraba el dis-


gusto que causaba el poner en marcha el ejército durante una época tan
desfavorable como era el mes del ayuno. Aunque las etapas fuesen cortas y
se esforzasen en reponer fuerzas durante la noche, la dureza del terreno, la
temperatura y la prohibición preceptiva de ingerir agua convertirían cada día
de camino en un suplicio difícil de soportar. Sin embargo, a los que peor lo
iban a pasar, a las tropas, no parecía importarles demasiado la idea y de
hecho la presencia de su soberano y la perspectiva de acompañarle en lo que
parecía una épica aventura les enardecía. Tras arengar a los azabis, a los ti-
mariotas, a los espahís y a los contingentes extranjeros como ningún otro sul-
tán había hecho jamás, Mehmet IV había pasado el día entre los jenízaros
preparándolo todo para la marcha del día siguiente, haciendo y aguantando
bromas de sus tropas preferidas. Algunos como el Sadr-i a'zam Abdi Mihai-
loğlu, Gran Visir y presidente del Consejo Imperial, se preguntaban si no
estarían equivocados y presentar un ejército invasor como un grupo de pere-
grinos de camino a los Santos Lugares no sería una genialidad que relatasen
las crónicas futuras en vez de una imprudencia y un insulto a las gentes de
buena fe.

El Sadr-i a'zam tomó el mensaje, dio órdenes de que prove-


yesen de lo necesario al mensajero que lo había traído desde Samandagi y se
encaminó a la tienda del sultán. Por el sello sabía que era del beylerbey Ars-
lan Kiriloğlu desde el-Qahira y que Mehmet IV preferiría abrirlo y leerlo per-

311
sonalmente. El hábil general rus estaba desempeñando una inestimable labor
en Misir distrayendo la atención de lo que se les avecinaba y creando un par-
tido favorable al Gran Turco en la corte egipcia que permitiría tomar pose-
sión de aquellas tierras con muy poca resistencia. De camino se encontró con
Hakán Pachá rodeado por un regimiento de escribas, contables y oficiales
varios portando informes, mensajes y peticiones.

– ¿Hakán, dónde se encuentra el sultán Mehmet? Acaba de


llegar un mensaje importante que, creo, querrá leer personalmente.

– Hace un momento le vi en el campamento jenízaro – se


quedó pensativo un momento y añadió –. ¿Convoco al resto de oficiales su-
periores en su tienda para un consejo?

– Ya había una prevista para poco antes de la media noche,


tal vez el sultán necesite algo de tiempo para meditar la información que re-
ciba y preparar un plan de acción en caso de existir novedades. Será mejor
que simplemente les recuerdes la importancia de acudir a la reunión prevista
para que asistan todos, pero sin que sospechen lo de la carta para que no le
importunen con su interés o su curiosidad.

El soberano de los turcos estaba entre los jenízaros, compar-


tiendo un aromático guiso de habas con carnero y entonando una obscena
canción con algunos de ellos. Al ver a Abdi comprendió que algo ocurría y
excusándose, resistiéndose y fingiendo que el Sadr-i a'zam era el que le arras-
traba dejó a sus hombres no sin antes prometerles que con ellos iniciaría la
marcha y a su cabeza entraría en la ciudad santa de Mekke.

312
Resultaba peculiar que en un ejército basado en la caballería
como el otomano la unidad favorita de los sultanes, la que podía encumbrar-
los o deponerlos y la que encabezaba las mayores victorias fuese una unidad
de infantería como los jenízaros. Pero era así, ellos eran los que asaltaban las
fortalezas más poderosas, los que aguantaban las cargas de la caballería
cuando todo fallaba, el alma del ejército, los que nunca se retiraban. En las
campañas contra los uzbecos fueron ellos los que tomaron la ciudadela de
Tashöget y los que asaltaron desde las galeras la ciudad de Zharatâu en una
osada maniobra que sorprendió hasta al propio Sultán. En la batalla definitiva
contra los Sibir en los campos de Kurgán, cuando los Azab se batían en reti-
rada y la caballería timariota, diezmada, apenas podía resistir fue el bloque de
los jenízaros el que con sus espingardas y cañones batió a los innumerables
jinetes del Khan enemigo rompiendo su formación y con ella su voluntad de
luchar.

Pero también eran ellos los que, en ocasiones, hacían y des-


hacían a los Sultanes. Afortunadamente para Mehmet su heredero Selim no
lo había entendido todavía y parecía confiar más en la caballería timariota y
especialmente en los espahís, engañado probablemente por el brillo de sus
hebillas doradas y sus recargados yelmos. El soberano de los turcos se había
cuidado mucho de que sus tropas favoritas le prefiriesen a él a su heredero. A
veces temía que estuviese socavando la base del poder de Selim, pero sabía
que si no era capaz de ganarse el favor de los jenízaros a su muerte no sería
digno de convertirse en sultán de todos los turcos.

Cuando el sultán y el Sadr-i a'zam llegaron a la tienda los


principales jefes militares ya se encontraban a su puerta. En realidad había
313
una reunión prevista para un poco más tarde, pero el rumor de las importan-
tes noticias que habían llegado se había extendido como un incendio en la
estepa y todos se habían apresurado a acercarse a la tienda del Gran Turco,
ansiosos por conocer, por ser los primeros en enterarse. Allí estaban Fenari-
zade Bajá de los timariotas de Rumelia, Georgeoğlu Pachá de los timariotas
de Anatolia, Zekkeriyya Yahya Beylerbey de Crimea y Khan de los Akinji de
las estepas, Tekesdar Mehmet Bajá del sancac de Chagathai y sucesor allí de
Arslan Kiriloğlu, Pir Ahmet Príncipe de Karamania y Beylerbey de Sibir,
Gazan Khan comandante de los Alti Bölük, las Seis Divisiones de Caballe-
ría... todos ellos comandaban ejércitos mayores y gobernaban territorios más
extensos que los de cualquier padishá de los Ferenghi y todos ellos estaban a
sus pies, a su merced, sin atreverse a alzar su mirada. Ese era el gran poder
del Turco, que sólo esos incrédulos se negaban a reconocer, pero un día no
tendrían más remedio que doblar su duro espinazo ante él o ante alguno de
sus herederos y reconocerles como soberanos suyos y legítimos herederos de
los césares de los Rum. Con orgullo les pasó revista y tras ordenar que le
aguardasen, entró en la tienda con el Sadr-i a'zam, se sentó en una silla de
campaña y abrió el mensaje.

Se trataba de extraordinarias noticias que elevaron aun más


su ánimo, todo marchaba a la perfección y tal vez podrían optar a mayores
metas muy pronto. Sonrió al imaginar la cara que pondría Selim si recibiese
la noticia de que tendría que buscar su gloria frente al imperio de los Sin o
más allá del Mar Tenebroso. No pudo evitarlo y se puso a compartir las no-
vedades con su hombre de confianza.

– ¡Las flotas egipcia y sanmarquiana han partido en una ope-


ración conjunta contra los corsarios de Rodos! Con suerte debilitarán ese ni-

314
do de piratas, o lo destruirán. En cualquier caso nos facilitarán la marcha so-
bre Misir, ya que sufrirán un enorme desgaste destruyendo las fortificaciones
de esos indeseables – Abdi asintió satisfecho con la cabeza, aunque esa noti-
cia también había llegado a él por otro camino –. En total unos quince mil
soldados egipcios, más las tripulaciones y los galeotes han marchado contra
los corsarios sanjuanistas y a ellos se unirá un contingente sanmarquiano
desde Girit.

– ¿Y si toman la isla antes de que podamos hacer nada? – Se


atrevió a preguntar el Sadr-i a'zam – ¿O si abandonan prematuramente sin
causar o sufrir grandes daños?

– No creo que se pueda dar fácilmente el primer caso, ¡al fin


y al cabo el padre de mi padre fracasó con fuerzas mayores! En cualquier
caso y en previsión de cualquier eventualidad, hay una flota con tropas listas
para embarcar en Yeni Gelibolu, dispuestas a marchar sobre Rodos una vez
se confirme el inicio del asedio, con instrucciones de... de tomar el control de
las operaciones. Está escrito que Rodos caerá en manos de los verdaderos
creyentes debilitando en el proceso al corrupto sultán egipcio y sus aliados
politeístas de Girit.

Esta vez Abdi Mihailoğlu decidió guardar silencio y no


hacer ningún comentario que pudiese ser malinterpretado, pero en su interior
estaba convencido de que su soberano corría un gran riesgo con el negocio de
Rodos. Temía la posibilidad de que una fuerza aliada de los cristianos de Po-
niente irrumpiese rompiendo o dificultando el asedio, lo que obligaría a que
fuerzas otomanas se viesen forzadas a mantener posiciones y asegurar a toda
costa la destrucción de tan peligroso nido de alimañas con el fin de evitar que
315
su insolencia se viese alimentada por la derrota de una fuerza sitiadora. La
moral de los politeístas se vería enormemente reforzada si el Gran Turco fra-
casaba de nuevo ante otra de sus posiciones avanzadas como ya había ocurri-
do antes en Rodos y en Vuyana. En su opinión no era necesario arriesgarse a
que un ejército turco quedase bloqueado en un largo asedio o en una dura
batalla por esa isla, pero el Gran Turco no contemplaba esa posibilidad, de
hecho en su opinión y en la del beylerbey Arslan sólo podrían derivarse be-
neficios del ataque puesto que contaban con hacerse con el control de la flota
egipcia e incluso de la sanmarquiana. Si bien era cierto que si lograban unir
las tres flotas bajo el mismo mando no habría fuerza en el Mediterráneo y en
mares aledaños capaz de oponerse a ellas, no era menos cierto que las noti-
cias traídas por varios informantes acerca de la Armada que el Padisha hispa-
no estaba armando al otro lado del Mediterráneo eran francamente preocu-
pantes.

– El sultán egipcio marchará con su ejército contra el Pa-


disha de los kafir, pero Arslan cree que será vencido o si sale vencedor lo
hará sufriendo graves pérdidas. Al parecer el beylerbey se ha visto forzado a
marchar al sur con el sultán con el fin de no levantar suspicacias. Eso podría
ser un inconveniente ya que su presencia y la de sus fuerzas en el-Qahira
habrían facilitado nuestra entrada pacífica en Misir. Con suerte cree que po-
dría reunir los restos del ejército egipcio, unirlos a sus tropas y detener a los
kafir hasta nuestra llegada. ¡Y por todos los djinn de las estepas vaya que lo
hará!

Abdi Mihailoğlu tenía la convicción de que si a su soberano


le diesen la posibilidad de elegir libremente un heredero, no escogería al os-
curo Selim, sino al joven y brillante beylerbey rus. Pero nunca se daría esa

316
situación, aunque tenía grandes planes para él, posiblemente alguno pasase
por hacerle beylerbey de Misir o concederle el premio de su propio puesto.
¡El premio! En el diwan otomano era un dudoso honor el de ostentar el cargo
de Sadr-i a'zam, puesto volátil y peligroso como el que más y que la subida al
trono de un nuevo sultán convertía en el lugar más peligroso de todo el Impe-
rio. Si ese era el premio para el joven beylerbey no le envidiaba.

– Nos reuniremos ahora con los pachás, es necesario dar ins-


trucciones para la marcha – con un gesto imperativo que parecía envolver
una amenaza añadió –. De momento no diremos nada de la situación general
a los oficiales, aunque deberás preparar un par de mensajeros para Pir Yah-
yah bajá en Yeni Gelibolu y otros dos para Es'ad Alí en Iskenderum. En los
mensajes sólo constará que deben comenzar a actuar según las instrucciones
que ya recibieron, como siempre los mensajeros serán enviados por rutas di-
ferentes.

– ¿Hay algunas instrucciones en particular hacia vuestro hijo


Selim?

El Gran Turco se había levantado de la silla, pero ante esta


pregunta volvió a acomodarse y se detuvo unos momentos a pensar. Se hizo
un largo e incómodo silencio, mientras el sultán miraba un punto indefinido
en lona de la tienda, como si pudiese atravesarla, ver a su heredero y las in-
tenciones que anidaban en su cabeza.

– Tengo que meditarlo.

317
– Si se me permite una sugerencia, creo que la idea original
de enviarle al sancac de Sibir para acabar con los cosacos sea la más prudente
ya que le tendría alejado, ocupado y haciendo algo útil para el Imperio.

– Tal vez tengas razón. Envía un par de mensajeros al mar de


Van donde creo que está ahora cazando patos… o desfogándose con alguna
pastora kurda y comunícale que deberá ponerse en marcha hacia el norte para
acabar con ellos.

Levantándose, se ajustó el turbante y ordenó que pasasen los


oficiales. Mentalmente se preguntó que mirada sería más interesante de aña-
dir a su colección si la de su Sadr-i a'zam o la de Selim.

318
29. CRUZADA
Cartago, Domingo de Ramos, 9 de Abril de 1600

C omo cualquier otro Domingo de Ramos la multitud había acudido por-


tando ramas de olivo y luciendo sus mejores galas a la iglesia de San
Anselmo, la mayor de la ciudad y la que hacía las veces de Catedral hasta
que la de Santa Mónica pudiese ser consagrada por el Obispo. Las celebra-
ciones Pascuales estaban a punto de comenzar, la que era la semana más im-
portante para la Cristiandad, la semana en la que se conmemoraba la pasión y
muerte de Jesucristo. En estos días la devoción se desataba como en ningún
otro momento del año en torno a la liturgia, la tradición y las numerosas pro-
cesiones en las que las imágenes de los maestros Roderigo Albi y Juan de
Berna eran sacadas en hombros por los cofrades y seguidos por multitudes
silenciosas venidas desde las aldeas y villas cercanas. En realidad los feligre-
ses no habían acudido como cualquier otro Domingo de Ramos, esta vez la
expectación era, si eso era posible, aun mayor. Había varias razones para
ello, la más importante no era la expectación que había creado la presencia de
la enorme flota que se estaba acumulando en torno a la urbe, en su puerto y
en las calas y puertos cercanos. Eso ya no era novedad. Ni tan siquiera lo
eran los inmensos campamentos militares que habían aparecido en las sema-
nas anteriores rodeando la ciudad, ocupados por millares de infantes, jinetes,
artilleros y zapadores. A esos se habían acostumbrado ya. En realidad la no-
vedad que había desatado la expectación era la llegada de un sólo hombre
apenas tres días antes, uno que había desembarcado de una galera enarbolan-
do gallardetes con los colores papales rodeado de numeroso séquito y con la
pompa y el boato de alguien que es y que se sabe importante. Los rumores de
que un anuncio sin precedentes estaba a punto de ser proclamado circularon
319
por la ciudad como el viento de la sabana y una palabra era pronunciada por
todos en silencio, con temor y con fascinación, con fervor y con sorpresa:
Cruzada.

Durante toda la ceremonia el legado había permanecido de-


trás del obispo, tan sólo un paso más atrás, en un segundo plano y mante-
niéndose discretamente al margen, pero sin poder evitar alejarse del centro de
todas las miradas. Seguramente ni tan siquiera había intentado evitarlo y po-
siblemente todo eso no era más que una treta para avivar más aun la curiosi-
dad y el interés de los fieles congregados. Bien lo sabía el Duque que había
hablado con él varias veces desde su llegada, la última apenas unos momen-
tos antes de la ceremonia, el anuncio de la cruzada sería realizado ese día y la
bandera de la misma le sería entregada al finalizar la ceremonia. Momento en
el que se acercaría al altar acompañado por los otros comandantes principales
de la armada y los ejércitos, el almirante Marco Antonio Castriota Scander-
beg y el maestre Santiago de Lancaster por la corona Española, el almirante
Emmanuele Grimaldi y el maestre Ugo di Borgosanto por Génova, el Conde
Arnaldo d’Este por Saboya, el Conde Palatino Alessandro Salissari di Ponte-
novo por el Pontífice y algunos oficiales de los pequeños destacamentos bre-
tones, irlandeses y mayas que también se habían incorporado.

Tras la lectura de la Pasión de Cristo, el Obispo de Cartago


le cedió la palabra al legado. Éste subió al púlpito y sin preámbulos anunció
que traía un mensaje que el Santo Padre quería hacer llegar a toda la comuni-
dad de creyentes allí reunida, y que ese día tan señalado sería leído en las
principales iglesias de la Cristiandad y muy pronto en todas ellas. Don Far-
drique se preguntó si el secreto habría podido ser mantenido lejos de oídos
indiscretos, él mismo había insistido personalmente en que se retrasase el

320
anuncio de la partida de la Armada y de la declaración de la Santa Cruzada
hasta el momento en el que todo estuviese listo y a punto para desencadenar
el ataque de manera que contasen con el factor sorpresa. Finalmente había
logrado que el anuncio se hiciese como muy pronto en esa fecha, víspera de
la partida, y además únicamente en las catedrales de Roma, Nueva Nápoles,
Turín, Villa Real de Santa Fe, Santiago de Compostela, Génova la Alta y
Loudeac, y que a lo largo de la Semana Santa el mensaje se difundiese por
las tierras cercanas y no tan cercanas hasta llegar a tierras de mayas y de in-
cas. No era difícil imaginar que a esas horas ya habría oídos y ojos indiscre-
tos tratando de hacer llegar la alerta a Creta, Egipto y la Sublime Puerta, pero
ya poco importaba.

Un murmullo que oscilaba entre la confirmación de algo sa-


bido y la sorpresa, entre el temor a la guerra y el gozo de recibir un mensaje
divino, ahogó por un momento la voz del legado que agachando la cabeza
con fingida humildad aguardó en silencio a que la conmoción acabase y se
hiciese de nuevo el silencio. No tardó puesto que la expectación era grande y
todos querían saber. Entonces comenzó a leer.

– A gloria y loor de Dios todopoderoso y ensalzamiento de


nuestra Santa Fe Católica, Apostólica y Romana, nuestro muy Santo Padre y
Obispo de Roma Francisco II otorga los beneficios de una bula de Cruzada a
todos los fieles cristianos, varones y mujeres que se unan a la justa y santa
guerra que se hará contra los moros de Egipto y de tierras del Turco con el
fin de recuperar los Santos Lugares…

El murmullo, convertido en griterío a lo largo de la nave


principal y hacia la calle, volvió a ahogar su voz, ante lo que el obispo hizo
321
ademán de alzarse para ordenar silencio, pero el legado le señaló con un ges-
to claro que no lo hiciese, si dejaba que la justa furia de la muchedumbre cre-
ciese la popularidad de la cruzada estaría ganada.

–… con el fin de recuperar los Santos Lugares en los que por


nuestra salvación se encarnó Nuestro Señor Jesucristo y en los que por nues-
tra culpa padeció y fue crucificado. Con gran dolor para el sucesor de Pedro,
vergüenza para la Iglesia Universal y oprobio para el pueblo de Dios esos
venerables lugares han permanecido en manos musulmanas desde mucho
tiempo antes del Segundo Diluvio. Tan santa y magna empresa tendrá como
fin adicional romper el cerco al que se ve sometida la isla de Rodas, fortaleza
de los caballeros de la Orden de San Juan y baluarte de la Cristiandad en Le-
vante – aprovechó un murmullo de aprobación para tomar aliento antes de
continuar –. Todos aquellos que se unan a esta Santa Cruzada, bien en la
avanzada que pronto partirá de este puerto, bien en las expediciones posterio-
res, bien en la Armada que marchará a Rodas o bien en la que partirá a Le-
vante, recibirán tras confesar libremente sus pecados al confesor que elijan
sea el de la parroquia o de la sede episcopal que le corresponda la plenaria
remisión e indulgencia que comúnmente reciben el nombre de culpa y pena,
de todos los pecados que en el momento de incorporarse a la misma o en
cualquier otro anterior hayan confesado, una vez en la vida y otra vez en el
verdadero artículo de muerte. Y porque mejor puedan conseguir…

La multitud de fieles entre los que había numerosos soldados


irrumpió en atronadores gritos de “¡A Jerusalén!”, “¡Santiago! ¡Santiago y
cierra España!”, así como vítores al rey Miguel, al Papa y a las Españas. Don
Fardrique se preguntó si no sería pecado el dudar que incluso el Santo Padre
pudiese eximir de las culpas de una forma tan genérica aun en un asunto tan

322
grave como éste. Entre los cruzados le constaba que había gente que since-
ramente creían cumplir la voluntad de Dios, otros que como él simplemente
cumplían su labor tal y como les pidió el Bautista a aquellos soldados que
según relató el evangelista Lucas se acercaron a él. Para él todo este asunto
no era más que servir a su señor con honestidad, sentido del deber y discipli-
na, aunque le fuese tan doloroso, pero ¿cómo perdonar a todos aquellos que
simplemente acudían al olor del botín, aquellos que ejercerían la violencia
con odio y crueldad? ¿Acaso merecían todos ellos el perdón de Dios en la
misma medida? Recordó aquella otra parábola de los segadores que se incor-
poraban a la recolección en distintos momentos para recibir la misma paga y
se dio cuenta de que él no era quien para juzgar la voluntad de su Creador,
por mucho que discrepase de ella por arrebatarle a los suyos y traer perdón
para indeseables. De hecho probablemente él era el que menos merecía ese
perdón, puesto que la furia que en aquel día nefasto le había llenado el cora-
zón no era otra cosa que una blasfemia, un grito contra Dios por su dolor in-
comprensible e incomprendido. Mientras tanto la voz del Legado, monótona
en su presentación había adquirido poco a poco un tono autoritario y podero-
so sacándole de sus pensamientos.

– … Y porque mejor puedan conseguir la dicha indulgencia y remisión


plenaria, les otorga que el tal confesor que así eligiere los pueda absolver y
absuelva una vez en la vida de todas y cualquier sentencias de excomunión
mayor o menor por juez o derecho puestas, en que por cualquier razones
hayan incurrido, salvo de conspiración contra el Romano pontífice y contra la
dicha sede apostólica y de poner manos en obispo y de matar clérigo de or-
den sacro y de apartarse porfiosamente y en cualquier manera de la obedien-
cia de su Santidad o de sus sucesores y de impedir la publicación y ejecución
de esta indulgencia o la prosecución de esta Santa Guerra o de retraer a cua-
lesquier persona y en cualesquier manera de tomar esta indulgencia o de los
323
de blasfemia contra el Espíritu Santo. Asimismo que les puedan absolver y
absuelvan de todos sus pecados, crímenes y excesos y de horas no rezadas y
de simonía y de otros cualesquier pecados confesados y olvidados en confe-
sión, aunque la absolución de los tales crímenes y excomuniones sea reserva-
da a la santa sede apostólica. Otrosí les otorga que las dicha absolución y re-
misión plenarias pueda ser alcanzada también muriendo sin confesión, siem-
pre que en ellos aparecieren señales de contrición o muriendo muerte arreba-
tada en el transcurso de la Cruzada. Se otorga a los confesores la facultad de
conmutar cualesquier votos que hubiesen hecho y que les impidan acudir a
esta cruzada, salvo los de guardar castidad y de entrar en religión. Aquesta
bula es una invitación a todos los cristianos verdaderos y capaces para que,
enardecidos por un piadoso celo se unan para vengar las enormes ofensas
infringidas a Dios y a su pueblo. Dada en Roma a quince días de marzo del
año del señor de mil y seiscientos.

La Reforma había reducido el número de bulas emitidas, de hecho el


Duque nunca había oído la proclamación solemne de una, aunque suponía
que la proclamación de una Cruzada bien lo merecía. Por lo que había leído
en las obras del Cardenal Cisneros y de Martín de Eisleben era práctica co-
mún en otros tiempos que los que se acogiesen a este tipo de fórmulas para la
remisión e sus pecados tuviesen que abonar una cantidad de dinero que solía
ser muy elevada. Eso había cambiado y aunque había donativos solían ser
voluntarios y mucho más discretos, se rumoreaba que en estos casos uno o
varios monjes martinianos eran enviados de incógnito para vigilar a obispos
y legados con el fin de vigilar posibles desviaciones y la tentación de caer en
tan horrible y sacrílego pecado.

El legado al acabar de leer le entregó la bula al obispo para que fuese

324
expuesta en la catedral y se enviasen copias a todas y cada una de los eremi-
torios, iglesias, abadías, monasterios y catedrales de los reinos de África, de
nuevo volvió a aproximarse al ambón y continuó hablando al pueblo congre-
gado.

– Amados hermanos, el mensaje que hoy os traigo es claro. Hay una


llamada que debemos atender, una voz clama desde Roma llamándonos a
borrar la ignominia que demasiado tiempo ha pesado sobre nosotros. Hay una
llamada que nos invita… que nos implora mirar hacia Oriente, hacia las tie-
rras en las que Cristo se encarnó, hacia las tierras en las que nos anunció la
Buena Nueva, hacia las tierras en las que padeció y murió por nuestros peca-
dos, hacia las tierras en las que con su Resurrección destruyó el poder que la
muerte tenía sobre nosotros, hacia las tierras donde su Iglesia fue constituida
sobre la piedra de Pedro. ¿Y qué hay en esas tierras me podréis preguntar?
Desde hace casi mil años vergüenza, oprobio y opresión en la que los infieles
seguidores de la secta mahomética han sometido a distintas vejaciones y per-
secuciones a los cristianos que allí moran... – gritos de “¡Santiago! ¡Santia-
go!” y “¡Santiago y cierra España!” ahogaron de nuevo su voz, al Duque le
sorprendió al principio, pero luego entendió que no era más que un truco para
mantener su interés y recuperar aliento con el que seguir proyectando su po-
derosa voz –... apenas hubo un breve paréntesis en el que gentes de toda la
Cristiandad cosieron la cruz sobre sus vestiduras, se cubrieron con la armadu-
ra de la fe, se armaron con la lanza de la justa ira y marcharon a Tierra Santa
recuperándola por breve tiempo. Por un tiempo demasiado breve. Más aun
los pecados, la inacción, la pereza, la codicia y la falta de fe se apoderaron
entonces de la Cristiandad por mucho tiempo hasta provocar la Ira Divina, el
Segundo Diluvio. Nuestro Padre de los cielos le había prometido a Noé y sus
herederos que nunca más destruiría la Creación y que la señal de su alianza
sería el arco de color que aparece tras la lluvia, pero nuestros pecados le
325
obligaron a darnos un nuevo aviso en la forma de un Segundo Diluvio. Un
Diluvio que no nos destruyó, sino que sirvió para fortalecernos, para purifi-
carnos, para ser un toque de atención y avisarnos de que de persistir en nues-
tra pecaminosa obcecación, Él quedaría libre de la promesa hecha y podría
aniquilarnos. Llegó entonces el momento de la reconstrucción y las voces de
reformadores como el Cardenal Cisneros...

– ¡Viva San Francisco de Cisneros! – gritó una voz anónima a la que


siguieron otras. El Obispo y los otros oficiantes sonrieron ante la ocurrencia
que anticipaba la subida a los altares del recordado Cardenal.

–... las voces de los padres de la Reforma Católica, Apostólica y Ro-


mana, las voces del Cardenal Francisco Cisneros y del beato Martín Eleuterio
de Eisleben nos llamaron a cambiar lo que no estaba bien en nuestra Madre la
Iglesia. Desde entonces hemos estado limpiando ese hogar en la fe nuestro
que es la Iglesia Católica Apostólica y Romana de la corrupción y la sucie-
dad que en ella anidaban – un codazo sacudió el costado derecho del Duque y
al mirar vio una sonrisa en el rostro del príncipe Castriota que le hizo recor-
dar la conversación que tuvo con él al llegar a Roma, no tuvo otro remedio
que devolver la sonrisa y encogerse de hombros – y poniendo a raya a las
herejías de zwinglianos, bizantinos, viclifianos, arrianos y neohusitas. Here-
jías que algún día serán destruidas bien por la voluntad divina o por sus ma-
nos en la tierra... por nosotros. Pero de momento, como os decía hijos míos,
la voz que clama desde Roma nos hace mirar hacia Oriente – hizo una pausa
en su discurso, pero mantuvo en alto sus brazos con lo que nadie en la Iglesia
se atrevió a romper el silencio temiendo que al oírse el menor ruido la inspi-
ración divina desapareciese –. Mañana partirá la flota con un primer ejército
cruzado, pero habrá oportunidades para todos los que se quieran unir, puesto

326
que nuevas flotas marcharán a Oriente para asegurar los territorios recupera-
dos para la Fe, para reforzar a los ejércitos de la religión, para repoblar aque-
llas tierras donde manan leche y miel – eso era una invitación para que los
que todavía llegaban a las Españas desde las tierras del norte, encaminasen
sus pasos hacia Jerusalén y se asentasen allí, contribuyendo a la defensa –,
para romper la voluntad de los enemigos de la verdadera Fe y demostrarles el
poder de Dios, la gravedad de su ofensa y la fuerza de nuestra Fe. Con ella
podríamos decirle a una higuera que se plantase en el mar y lo haría, digamos
a estos cruzados a los que entregaré la bandera de la cruzada… – un diácono
le acercó la bandera y le ayudó a desplegarla –…digamos a estos caballeros
de Cristo “Entrad en Jerusalén y liberadla” y lo harán.

Don Fardrique se acercó al Legado con la cabeza agachada, seguido


por el resto de líderes de la Cruzada, se arrodilló, recibió su bendición y tomó
la bandera, en ella las figuras de la Virgen, Santiago “el Mayor” y San Agus-
tín se alzaban sobre la leyenda “Exurge, Domine, adjuva nos, et libera nos”.
Entonces lo comprendió, no era un instrumento del Rey-Esfinge, lo era de
Dios. Se puso en pie, alzó la bandera hacia la feligresía congregada en la lar-
ga nave de la iglesia, a continuación la besó y se la pasó al príncipe Castriota
que acababa de recibir la bendición del legado, así fue pasando de mano en
mano hasta que el último, el Maestre Santiago de Lancaster se la devolvió al
Duque. En ese momento, con la bandera en las manos, sintió que si le pedía a
una higuera que se plantase en el mar lo haría y que Dios se cuidaría, de al-
guna manera, de que la presencia de esos indeseables de la guerra que temía
no adulteraría el cumplimiento de Su Voluntad. Sintió que tal vez ese último
sacrificio no lo estaba realizando por que la astucia de su rey le hubiese for-
zado a ello, sino porque de alguna manera era la voluntad del Altísimo, su
plan para darle la oportunidad de redimirse de los fantasmas que le perseguí-
an.
327
30. TORMENTA
San Vicente de Alfarp, 12 de Abril de 1600

L os restos de la inesperada tormenta estaban siendo definitivamente


arrastrados hacia el norte, hacia las serranías del interior donde se des-
harían en mansos aguaceros que acabarían regando las vegas de las villas y
aldeas del Reino de Valencia. No era habitual encontrarse con una galerna de
este tamaño en esta parte del mar y en esta época del año tal y como le había
comentado el patrón de la nao. Aunque los primeros días de la primavera
solían traer nubes y agua procedentes del interior de la Mar Océana y los
aguaceros eran frecuentes y persistentes, raramente venían acompañados de
vientos tan fuertes. Eso era más propio del mar de Jerid al sur de Cartago
donde los aires húmedos y fríos del Oeste colisionaban con los secos y cáli-
dos del sur. Tan poco habitual había resultado la enorme tormenta que los
tripulantes de la nao, supersticiosos como todos los hombres de mar, habían
suplicado, llorado, y finalmente amenazado a su capitán hasta convencerle u
obligarle a buscar puerto y refugio en la costa. Variaron entonces su rumbo y
se dirigieron hacia el noroeste en medio del diluvio, acosados por olas como
torres, iluminados por rayos y con el fuego de San Telmo saltando de palo en
palo hasta que vieron la entrada de la bahía de la Albufera y al fondo el puer-
to de San Vicente.

Una vez en el puerto, Zara pidió permiso para desembarcar,


al menos mientras permaneciesen allí aguardando el buen tiempo y reparando
los daños de la nave podría dormir en una cama de verdad, caminar por un
suelo que no se balancease y sentir de nuevo la tierra inmóvil bajo sus pies.

328
No podía entender como había hombres dispuestos a ganarse la vida en el
mar, no podía entender porqué Juan la había dejado en Otranto, porqué se
había arriesgado en la mar simplemente porque otro hombre le pedido dejarlo
todo y marchar a la guerra o porqué el difunto esposo de su anfitriona en
Otranto había entregado su vida allí. No alcanzaba a entender que clase de
poder podía ejercer sobre él el Duque, puesto que no era de su sangre, ni
tampoco su dueño. Definitivamente los hombres eran seres extraños, podían
pedirte todo o darlo todo, pero en cuanto oían la llamada del mar o la del ace-
ro lo dejaban todo atrás. Corazón. Hogar. Todo. Lo olvidaban todo como la
había olvidado su príncipe. ¿Su príncipe? Ni era suya, ni él era príncipe. Al
menos ya no lo sentía así. Ahora no era sino un fantasma sin sustancia, una
sombra del pasado al que ella en un tiempo le había entregado todo, su ser, su
corazón, su confianza. Cierto que era su dueño, que con su oro la había com-
prado, que no era la única que compartía su lecho, pero no menos cierto era
que ella se había entregado a él como no lo había hecho antes, que si la
hubiesen hecho libre no habría dudado en elegir volver a la esclavitud junto a
él. Ahora ya no lo elegiría, no deseaba volver ante el que no la había preferi-
do a un puñado de monedas. ¡Qué se quedase con su oro y su plata, con sus
sedas y sus mansiones!

¡Ah, si pudiese volver atrás! Cuanto dolor sufrió cuando re-


cibió el mensaje que le ordenaba partir, cuanta ilusión al pensar en el dulce
reencuentro, cuanto orgullo al sentir su confianza. Si pudiese volver atrás no
sentiría que dejaba atrás su corazón, sino que partiría lejos de él tratando de
recuperar ese corazón que creía dejar atrás. Si pudiese consolarse en aquellos
momentos de desesperación cuando fue capturada, ¿capturada? Hoy no podía
pensar sino que había sido liberada y rotas sus cadenas, pero entonces su co-
razón, engañado, aguardaba la llegada de aquel que había sido su amo a bor-
do de una galera blanca, con oro para liberarla o una espada para rescatarla.
329
Si pudiese volver atrás, cuanto dolor se ahorraría, cuanto engaño, cuanta des-
esperanza. Pero bien pensado ni habría sido posible volver atrás, ni aun vol-
viendo habría sido posible hacer otra cosa. ¡Cómo escapar al destino que el
Dios de los cielos, Yahvé o Alá, tenía escrito y guardado para cada hombre y
cada mujer!

Afortunadamente en aquel momento apareció Juan, decía


que iba buscando una información importante, información de la que Zara no
sabía nada y que estaba segura ni debía ser tan importante, ni probablemente
debía existir. No para ella y seguramente tampoco para él. Juan buscaba in-
formación, pero encontró esperanza, la esperanza de Zara, encontró libertad,
la libertad de Zara y se las entregó en bandeja. Ella ganó ambas cosas y a
cambio se entregó a él, su corazón y su cuerpo todo. Luego como todos los
hombres, oyó una llamada y se marchó, pero atrás dejó el sabor de la espe-
ranza, el poder de la libertad y su recuerdo. A cambio y como pago por la
esperanza y la libertad se había llevado su corazón con él.

Al cabo de un par de semanas recibió una carta desde Carta-


go, intentaba ser frío y distante para que le olvidase, pero ella sabía que no
era así. No obstante su capturada libertad le impulsó a marchar, alejarse, per-
derse mientras durase la guerra. Ya le buscaría entonces, pero hasta ese mo-
mento quería ver ese mundo del que había estado alejada y visitar esa nueva
Roma en construcción que era Villa Real en España, ver las iglesias y los
corrales de comedias de los que le habló Doña Sofía. Dejando cuenta de que
al llegar allí haría que le escribiesen para dar cuenta de su dirección por si el
capitán volviese.

Un rayo de sol surgió de entre las nubes, anunciando su re-


330
torno y el final de la lluvia animándola a seguir su paseo más allá de la puerta
de la muralla. La villa había desbordado tiempo atrás las viejas murallas, se-
guramente a raíz del Segundo Diluvio cuando las gentes de Valencia debie-
ron de buscar tierras más altas, pero por esta parte, hacia el interior y lejos de
la bahía apenas había crecido y más allá de las murallas los alcornoques, cas-
taños y manzanos parecían crear una réplica vegetal de San Vicente, con ver-
des torres y frondosos edificios. Campesinos y aldeanos venían de los pue-
blecitos cercanos a vender sus verduras, patatas, maíz y manzanas, y la ma-
yoría la miraban fijamente, la saludaban con un cierto respeto, pensando pro-
bablemente que se trataba de alguna gran dama, que paseaba aprovechando la
tregua de la tormenta y continuaban su camino.

Entonces fue cuando vio la pequeña ermita que se alzaba en


un cerro cercano, lejos del concurrido camino y se encaminó hacia allá, bus-
cando la soledad del paraje. No tardó en llegar, puesto que el alto no lo era
tanto y apenas se veía el mar sobre los tejados de las casas más elevadas y las
torres de las iglesias, pero la vista era hermosa y el lugar tranquilo. En cuanto
a la ermita no era más que un pequeño templo de piedra sencillo y humilde
como todas las ermitas que debía datar de antes del diluvio. La entrada porti-
cada parecía haber sido añadida con posterioridad, probablemente con la fi-
nalidad de proteger a los feligreses de la lluvia a la entrada y a la salida de las
celebraciones mientras comentaban las novedades. Se acercó a acariciar la
puerta de madera vieja y ajada como las piedras del pórtico.

– Está cerrada.

Se volvió sobresaltada al oír la voz. Procedía del lado iz-


quierdo donde una muchacha de cabellos rubios como los de aquel que una
331
vez fue su amo, ojos claros como el cielo en verano y que debía de ser unos
tres o cuatro años más joven que ella.

– Está cerrada, el ermitaño ya no vive aquí... no vive desde


hace muchos años. Algunos cuentan que el último ermitaño era un caballero
que se retiró aquí despechado por una dama y que al cabo del tiempo aban-
donó el eremitorio para volver a tomar la espada y rescatar a su amor que se
encontraba cautiva en tierra de infieles; otros dicen que no, que era un santo
varón muy devoto que murió de viejo. Yo no recuerdo haberle visto nunca y
no sé si era un caballero o un santo, pero dice mi madre que...

Zara había aprendido bastante español durante los meses que


había permanecido en Otranto, pero no podía seguir la vivaz charla de la mu-
chacha. Hablaba demasiado deprisa, la mitad de las palabras le resultaban
desconocidas y su acento nasal era tan distinto del de Juan o del de Doña So-
fía que algunas palabras cuyo sentido había deducido le habían parecido ini-
cialmente diferentes. La mirada de Zara debía de haber sido muy descriptiva
puesto que la chica se percató.

– No me entiendes, ¿verdad? ¿No hablas mi idioma?

– Algo lo entiendo y algo lo hablo.

La muchacha se levantó cerrando un libro y acomodándolo


en su regazo, y se acercó decidida a ella. Era un poco más alta que Zara pero
más delgada y su complexión denotaba que apenas había dejado atrás la ni-
ñez.
332
– Hablaré despacio entonces. ¿Está bien así? – Como Zara
asintiera con la cabeza, la muchacha continuó hablando –. Me encanta este
lugar, a veces me escapo de mi aya Iseo y vengo aquí a leer porque no suele
venir nadie. A ella, a Iseo, no le gusta que lea algunos libros... que lea en ab-
soluto. Dice que no son buenos para mí y que no es propio de una dama, pero
yo no puedo evitar leerlos. Este es el “Laberinto de Cortesías” de maese Ra-
mírez de Avon – bajando el tono de voz, aproximó su cara a la de Zara y su-
surró –, todavía no ha sido publicado en las Españas, lo hará mi padre y por
eso pude conseguir un ejemplar antes que nadie. Es magnífico... Trata del
amor, del amor con letras grandes, de Angélica y Gaspar, ambos son cautivos
en Egipto y allí se conocen y se enamoran. A Angélica la pretende el viejo
soldán un anciano avariento y sucio, pero Gaspar se gana la confianza del
Visir y dirige el ejército del soldán contra el Gran Khan de Damasco. Así se
gana su confianza y trata de liberar a Angélica.

Zara no había entendido todas las palabras. La muchacha


tendía a hablar muy deprisa y con palabras que ella no conocía, aunque había
entendido que le estaba contando la historia que contenía el libro que prote-
gía entre sus brazos, que hablaba de amor entre dos personas, que vivían en
Egipto y que servían al sultán.

– Yo vengo de Egipto, estuve en Otranto y luego en Sicilia,


pero habité un tiempo en al-Qahira – la muchacha abrió la boca, la tomó del
brazo para hacerla sentarse a su lado en un poyete que había cerca de la puer-
ta y la animó a seguir –. Nací en Ermenistan, pero fui capturada y… conver-
tida en esclava. Durante un tiempo serví a una noble señora judía de Halep,
de la estirpe de Rubén, hasta que ella murió y fui vendida de nuevo – hacía
333
mucho tiempo que no recordaba a la buena ama y su nombre había sido cu-
bierto por las nieblas del tiempo –. El mercader me llevó a el-Qahira donde
fui adquirida por un noble de las estepas enviado del Gran Turco – la joven
hizo un gesto de horror y apretó su mano, con lo que el libro casi se le cayó –
. Fue mi amo por unos meses y, a su manera me amó... y yo le amé con pa-
sión.

– ¿Con pasión? Pero... ¿no eras su esclava y él tu amo?

– Sí lo era. Supongo que estaba escrito, como en ese libro y


que mi corazón no era libre de hacer otra cosa. Él era alguien importante y
visitaba a menudo la corte del sultán Bursbaid Malik al-Thamadi...

– ¿El soldán? ¿Cómo es? ¿Es como cuenta maese Ramírez,


un viejo avaro y sucio?

– No. No es viejo, es un hombre maduro pero no viejo, que


marcha a la guerra equipado principescamente y cuando lo hace es temido
por sus enemigos. No es sucio, ha construido numerosos baños en el-Qahira
para que se bañen en ellos las gentes... los que viven allí...

– Pero, ¿eres cristiana? ¿Hay más cautivos allí? ¿Cómo es-


capaste?

– ¿Cristiana? No lo sé. He vivido tanto tiempo entre judíos y


sobre todo entre creyentes que no lo sé. Supongo que sí. En Otranto... en

334
Otranto hablé con un sacerdote y me instruyó, debo ser cristiana de nuevo,
pero no lo sé. Preguntas mucho.

– Me gusta saber. No viajo nunca, aunque hace unos meses


visité con mis padres Tagaste – pareció buscar el reconocimiento de Zara,
pero ella no conocía ese lugar –, a visitar la tumba de San Agustín. Pero apar-
te de eso los libros son mi única manera de viajar, de visitar otros lugares –
Zara pasó su mano por las letras que había en la cubierta del libro, le fascina-
ba que esos símbolos que ella no podía desentrañar fuesen capaces de hacer
viajar a una jovencita, de llevar secretos o de expresar sentimientos en la
forma de las poesías que le leía Manula –, y tú has estado en lugares de los
que se habla en este... ¿cómo escapaste? ¿Te ayudó alguien?

– Mi amo... antes le llamaba mi príncipe, pero ya no lo es.


Mi amo me envió con un mensaje a Konya y de camino mi barco fue captu-
rado por una nave del rey de las Españas. Un çorbaci me llevó a Otranto cre-
yendo que yo portaba un mensaje. Un mensaje que yo no tenía, pero... no
importa ya… me amó y yo le amé... fue entonces cuando hablé con el sacer-
dote, fue entonces cuando llegó una llamada de su señor, pagó mi rescate y
tuvo que marchar a la guerra. Me dejó libre y me propuso ir a la Villa Real, a
la casa del Gran Duque a quien sirve.

– ¿Era guapo? ¿Cómo se llamaba? ¿Te dijo que volvería a


buscarte?

Zara se rió. No sabía como le estaba contando eso. Desde


que era esclava en Halep no había confiando en otra mujer así, allí era una

335
niña y las otras esclavas sus amigas. En el-Qahira todo cambió, allí era una
mujer y las otras esclavas sus rivales.

– Era hermoso como las montañas en primavera. Su nom-


bre... su nombre es ahora una sombra para mí... no sé si volverá. Siento que
me trajo la libertad y la esperanza, pero que se llevó mi corazón.

– Yo también estoy enamorada sin esperanza como Ginebra.


Me enamoré de un caballero, de un capitán camino de Tagaste, que marchó a
Cartago probablemente a la misma guerra que tu “sorbasi” – Zara corrigió su
pronunciación con una sonrisa y la jovencita lo repitió varias veces –…
¡Çorbaci! El mío es pobre como una rata, pero estoy segura de que es un
hombre con recursos y ascenderá pronto. Yo quiero aguardarle, pero mi pa-
dre está intentando arreglar mi matrimonio con el hijo de un editor como él...
– Zara pareció no entender esa palabra – un editor, alguien que hace libros...
no los escribe, del manuscrito de los escritores hace libros hermosos para que
todos los puedan leer. Pues me quiere casar con el hijo de otro editor.

– ¿Cómo es? ¿Guapo?

– Supongo que sí, pero no como mi capitán. Intentaré espe-


rarle, pero... Es muy rico y sé que si me casase con él agradaría a mis padres
y llevaría una vida más cómoda y más tranquila. ¡Más tranquila! Me encanta-
ría poder...

Se oyó una voz de mujer en el camino. Llamando a Caterina.


Caterina. ¿Sería posible que fuese...?
336
– Me tengo que ir. ¿Vendrás mañana? Podrás contarme más
cosas de Egipto, del sultán, de tu çorbaci… ¡Çorbaci! ¡Suena extraño y diver-
tido! – se levantó apresurándose hacia donde se oía la voz –. ¡Voy Iseo! Te
veré mañana. Si no nos vemos, puedes buscarme en el taller de maese Óntin-
don. Mi padre...

337
31. VISPERAS
Arcangelion, 3 de Mayo de 1600

U na muda maldición se ahogó en los labios de Fieromonte Hadjichristi-


dis cuando el oficial otomano pasó a su lado, ya no era sólo que los
planes que había contribuido a poner en marcha con su esfuerzo y tras tantas
penalidades se hubiesen torcido, ¡y de qué manera!, sino que además tenía la
sensación de haber sido un pelele en manos de españoles y turcos. Lo de los
primeros era de esperar, al menos eran rivales si no enemigos más o menos
declarados y su actitud podía ser incluso comprendida perfectamente, pero
los segundos eran presuntos aliados y su actitud había sido sencillamente
traición. Aunque lo peor había sido para el pobre Papadukas que murió ajus-
ticiado en España aparentemente acusado del asesinato de un funcionario de
la casa real, presuntamente el que les había pasado la información, y es que
en medio de este juego de engaños y falsas apariencias ya no estaba seguro
de nada. No fue así entonces y creyendo ser perseguido, huyó a largo del
Mediterráneo con más miedo que vergüenza. Todo para hacer llevar una in-
formación a su patria que la había conducido a un atolladero del que costaría
salir. Con rabia escupió por la borda lo que le valió una hostil mirada por
parte de uno de los jenízaros. Ante la mirada hostil de éste se encogió de
hombros en un gesto que tanto podría haber significado una disculpa como
un lamento por haber apuntado para otro lado y no haber acertado en su cara.

En el fondo sentía que la culpa de todo la había tenido él


mismo con su empeño en desenmascarar al asesino de Barbárigo. Estaba
convencido de que cegado había mordido un anzuelo hábilmente tendido, de

338
que con sus dudas había acercado el cebo a sus superiores y al ir hasta Espa-
ña para confirmar la información y al traer aquel maldito cuaderno había
conducido a todos a una celada letal. La información en él contenida fue de-
cisiva para que el Consejo ducal pusiese en marcha sus planes para llevar a
cabo la acción contra Rodas. Se consoló pensando que seguramente nada lo
habría impedido ya que había demasiadas fuerzas, recursos, intereses y vo-
luntades comprometidas como para dar marcha atrás. La excusa oficial para
desencadenar la guerra eran los continuos ataques que los corsarios Sanjua-
nistas efectuaban sobre cualquier nave que se adentrase en el Mediterráneo
Oriental. Los últimos años ya no distinguían entre naves otomanas, egipcias
o sanmarquianas, musulmanas o cristianas, naves de guerra o comerciales. A
principios de marzo ya estaba todo listo para la operación y una poderosa
flota de galeras partió bajo el estandarte del león alado para reunirse con la
flota egipcia que participaría en la operación, aunque la isla quedase final-
mente para la Serenísima República. La pequeña flota de Rodas fue embote-
llada sin oposición y el ejército desembarcó sin resistencia ocupando prácti-
camente toda la isla en un paseo militar, rodeando la capital de los monjes
corsarios con un cerco de acero. Hasta les pareció fácil en aquellos primeros
instantes y el propio Fieromonte al ver de cerca las murallas de Arcangelion
se sintió capaz de llevar a cabo las más grandes hazañas. Tras el éxito de su
misión, el mismísimo Dux le había recomendado ante el Almirante Alessan-
dro Veniero para que se incorporase a la expedición y recibiese el mando de
la infantería a bordo de una de las galeras de la flota, llamada la “Leona”.
Orgulloso de su nombramiento y ya más preocupado de las hazañas que lo-
graría en su nuevo destino, había olvidado ya la historia del espía, de su via-
je, del cuaderno y de la pérdida de su compañero.

En tan sólo un par de días ya estaban listos para comenzar a


tantear las defensas de la ciudad, la tarde del segundo día los almirantes de
339
las flotas y los generales de las tropas embarcadas, el sanmarquiano Veniero,
el Maestre de Campo Roderigo Strozzi, el Kapudán Portari de los egipcios,
que también era sanmarquiano y el General egipcio que era un tal Idris ibn-
Said ibn-Yusuff de piel tan oscura como la pez, pasaron revista a las tropas.
Luego recorrieron las posiciones artilleras y examinaron el despliegue de las
tropas. En un alarde de confianza comieron en uno de los altos que domina-
ban la ciudad y al atardecer volvieron a sus almirantas los comandantes de la
gente de mar y a sus lujosas tiendas de campaña los comandantes de la gente
de guerra.

Al día siguiente la artillería montada en las grandes naos y


en las galeazas sanmarquianas y la que los egipcios habían desplegado en las
alturas que rodeaban la ciudad comenzó a castigar la sede de los caballeros
sanjuanistas trabando un duelo con las piezas que la defendían. Desgracia-
damente esos malditos corsarios del papa romano conocían su trabajo a la
perfección y debían de haber estado practicando el disparo contra las posi-
ciones que evidentemente ofrecían ventajas para situar allí la artillería sitia-
dora e hicieron una escabechina entre los artilleros del soldán, llegando a da-
ñar gravemente a una de las naves sanmarquianas, una galeaza de seis mil
salmas llamada “Gran Dux” que era el orgullo de Veniero y la envidia de
Portari.

El Almirante sanmarquiano propuso entonces una acción


nocturna sobre las defensas del puerto, un golpe de mano que mermase el
poder defensivo de los sanjuanistas y les obligase a recolocar su artillería,
perdiendo parte de sus ventajas ya que tendrían que recalibrar el alcance. Fie-
romonte asistió a aquel consejo y se ofreció voluntario para participar en el
ataque al frente de sus hombres. Al recordarlo pensó que no debería haberlo

340
hecho, habría guardado un discreto silencio y no se habría jugado la vida tan
irreflexivamente, pero era la primera vez que participaba en una acción de
combate, aunque no la primera que mataba, y estaba ansioso por mostrar su
valía. Por mostrársela a sí mismo. Se aproximaron en barcas al muelle y des-
embarcaron sin ser detectados cayendo sobre una de las posiciones de la bo-
cana del puerto. Era una batería menor que debía de tener el cometido de im-
pedir que naves enemigas de pequeño calado embocasen impunemente el
puerto. Tras sorprender y desbordar a los adormilados defensores que resulta-
ron ser mercenarios tudescos, prendieron fuego a unos almacenes cercanos y
aun se atrevieron a hacer un intento sobre una batería mejor fortificada. El
entusiasmo les pudo y sin darse cuenta se vieron a su vez sorprendidos por la
llegada de un grupo de arcabuceros que les empujaron de vuelta a las barcas
dejando atrás varios muertos y heridos ya que habría sido un suicidio luchar
contra semejante descarga de plomo. Habían escapado por los pelos y aunque
su “hazaña” había levantado los ánimos de las fuerzas aliadas tras el fracaso
inicial, el precio pagado parecía haber sido excesivo.

Los comandantes de las flotas decidieron que no había tanta


prisa después de todo y que podían tomárselo con más calma. Parte de las
tropas fueron destinadas a intensificar las labores de zapa, de cavado de trin-
cheras y de construcción de fortines para impedir salidas de los asediados.
Fieromonte y su unidad entraron entonces en una rutina más agradable en la
que alternaban jornadas de patrulla a bordo de la “Leona” sin apenas inciden-
tes, con otras más placenteras en la villa abandonada de un mercader griego
que debía haberse refugiado en Arcangelion. Había deducido el origen griego
de su propietario por el buen gusto de la decoración que no parecía propia de
un italiano o de un hereje cismático. Obviamente era una pena para el propie-
tario, pero una suerte para Fieromonte y sus hombres, especialmente el día
que encontraron una bodega oculta con caldos de gran calidad y algunas pro-
341
visiones.

Pero lo bueno no podía durar indefinidamente y una mañana


apareció la flota otomana, aunque entonces todo fueron parabienes y celebra-
ciones. Fueron recibidos con honores y se decía por todas partes, en las ta-
bernas de los soldados, en la tienda del consejo o en las trincheras, que con la
ayuda de los afamados artilleros turcos la caída de la ciudad sería cuestión de
semanas si no de días. Según algunos bastaría que los poderosos basiliscos
otomanos fuesen ubicados en los cerros que rodeaban la ciudad para que el
temor se apoderase de los sanjuanistas, bastaría no más de un día de castigo
para destruir las murallas y los bastiones y no más de dos para quebrar su
voluntad y forzar su rendición. Las esperanzas se parecieron confirmar al
desembarcar las primeras tropas turcas con abundante y poderosa artillería de
asedio más adecuada que las anticuadas piezas egipcias o las piezas más lige-
ras de los sanmarquianos. Luego el almirante Ulayyan sugirió que parte de
las tropas sanmarquianas y egipcias embarcada en las galeras desembarcase
para colaborar en las tareas de asedio, lo que permitiría acelerar las tareas de
minado, de construcción de parapetos de extensión de las trincheras y la
construcción de reductos avanzados. Nadie lo cuestionó puesto que la fama
del almirante otomano en tareas de asedio y asalto de ciudades era bien co-
nocida de todos.

Al mismo tiempo y con el fin de no debilitar la capacidad


ofensiva de las galeras ofreció parte de sus azabis para colaborar en el asedio
y reemplazar a las tropas desembarcadas al ser tropas habituadas a combatir
embarcadas. Nadie sospechó, ni temió nada, puesto que no eran más que lea-
les aliados ofreciendo ayuda y pronto Fieromonte se vio compartiendo el
mando de las tropas de la “Leona” con un çorbaci turco cuyo nombre intentó

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no aprender para mostrarle su desprecio. Él lo habría llamado Maese Arro-
gancia o Sidi Petulancia, aunque su nombre era Mehmet Girey. En apenas
una semana, más de la mitad de las tropas embarcadas eran akinjis otomanos
y con ellos llegaron también marinos, oficiales y artilleros turcos con lo que
sus equivalentes sanmarquianos y egipcios fueron desembarcados con la ex-
cusa de que así podrían colaborar en las tareas de asedio, construyendo más
reductos, profundizando las minas y reparando las posiciones fortificadas,
aunque eso no estuviese tan claro. Al menos las obras de zapa y minado
avanzaban más deprisa y con menos bajas que durante los primeros días, por
eso nadie se hacía preguntas.

El tal Mehmet se presentó un día con un grupo de jenízaros y


algunas mujerzuelas en la villa del rodosiano, traían un cordero, una orza con
aceitunas y panes que habían requisado en una aldea cercana y según decía
su idea era firmar la paz con Fieromonte. Habló de eterna amistad, de con-
fianza y de lealtad entre hombres de armas. A él todo eso no le engañaba, le
sonaba a la cháchara de los timadores y charlatanes de los bajos fondos de
Nueva Venecia, a palabras dichas sin darles el valor que merecían. Sus hom-
bres creyeron las promesas de amistad del jenízaro, bien por las mujeres, bien
por la comida, pero él no. Él sentía que había algo más detrás, aun a pesar de
que accedió incluso a compartir con él una jarra de vino en un gesto que
aplaudieron otomanos y sanmarquianos. Al día siguiente volvieron los jení-
zaros en mayor número y esta vez se quedaron acampando en los jardines y
ocupando las viviendas anexas de la servidumbre. Dijeron que sólo sería esa
noche, pero la siguiente ya no las abandonaron. Le tocó entonces el turno de
embarcar a Hadjichristidis en misión de patrulla y al volver se encontraron
con que los jenízaros se habían apropiado del lugar. Su segundo, Sergio “il
Luppo” Pandiani, y algunos de sus hombres trataron de reclamar la villa en
contra de la opinión de Fieromonte y fueron atados y apaleados en los pies,
343
sometidos a la vergonzante y cruel “falaka” que los equiparaba a vulgares
delincuentes.

Pero incluso esa afrenta quedó olvidada al poco tiempo


cuando ocurrieron dos hechos que le dieron un vuelco completo a la situa-
ción, el primero fue la llegada de una veloz fusta sanmarquiana con la noticia
de que el Papa de Roma había llamado a la Cruzada en Tierra Santa y al
auxilio de Rodas. Cuando llegó la noticia a la “Leona” Fieromonte quiso mo-
rir, la Armada del rey Español había tenido como objetivo el Mediterráneo
Oriental todo el tiempo, todo lo demás no había sido más que un velo de en-
gaños, mentiras y medias verdades que él mismo involuntariamente había
contribuido a levantar. Una poderosísima flota con la máquina militar más
perfecta del Mediterráneo se dirigía contra ellos: naves españolas, genovesas,
romanas, bretonas, irlandesas e incluso mayas. El curso de acción era eviden-
te: retirarse para poder acometer la defensa de Creta, de Egipto y de Anatolia,
cada uno que cuidase de lo suyo y Dios o Alá de lo de todos.

Esa tarde se reunieron los almirantes y los generales de la


gente de guerra en la Almiranta otomana, todos esperaban la orden de levan-
tar el asedio y de retirarse ordenada y rápidamente. La reunión debió de ser
tormentosa y el Almirante Ulayyan parecía tener muy claro contra el parecer
de todos que lo que había que hacer era continuar con el asedio y enfrentarse
con la flota combinada a la Armada española, quedándose donde se sabía que
acabarían acudiendo. Veniero, Portari y el egipcio se opusieron a ello pagan-
do con su vida. Fieromonte y los demás lo supieron cuando el mando de to-
das las naves de la flota fue asumido por oficiales otomanos, los oficiales
sanmarquianos y egipcios fueron relegados a tareas auxiliares. Al anochecer
en lo más alto del palo mayor de todas y cada una de las unidades de la flota

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ondeaba la enseña otomana, más abajo colgaban los cuerpos de aquellos que
se habían opuesto y en la almiranta otomana los cuerpos de los mandos su-
premos sanmarquianos y egipcios. Los turcos se habían hecho con el control
de una flota con la que apenas podría rivalizar con la Armada española, pero
al hacerlo habían dejado a la Serenísima República y al Sultanato del Nilo
desarmados ante la primera acometida del Trastámara. Habría un ganador en
esta pugna y sería o España o la Sublime Puerta, y varios perdedores entre
los que estarían con total seguridad ellos y los egipcios.

Hadjichristidis no comprendía que se esperaba de ellos, era


evidente que en caso de combatir no lo harían con el mismo ímpetu que antes
de que se precipitasen los acontecimientos de esta manera, los turcos eran
demasiado orgullosos y habían tenido demasiados éxitos como para com-
prender de la necesidad de tener aliados. Lo único que se le ocurría era que
pretendían usarlos como carne de cañón en su inminente combate contra la
flota cruzada, reservando sus unidades para otros fines. Estaba claro que lo
querían todo, pero también tenía claro que por él no iba a ser posible, que
debía encontrar la manera de impedirlo. Unos gritos le sacaron de sus cavila-
ciones, finalmente uno de sus hombres no se había contenido y había escupi-
do a los pies de un jenízaro que aceptó el reto y le golpeó con una vara en la
cara. El sanmarquiano se revolvió y aferró la vara pero otro turco se unió a la
refriega y le dio un fuerte puñetazo en la espalda. La pelea se generalizó y
“Luppo” Pandiani aprovechó entonces para atacar con una daga a Mehmet
Girey, que paró el golpe, sacó a su vez un puñal corto y lo hundió en el vien-
tre del bravo soldado. Ya no había más opción que llegar hasta el final ma-
tando o muriendo, tomar el mando de la nave y huir, alguien gritó que libera-
sen a la chusma y algunos de sus hombres se abrieron paso a golpes y esto-
cadas en dirección al comitre para arrebatarle las llaves. El çorbaci estaba
preparado y a una orden suya, un grupo de jenízaros que había en la carroza
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sacaron espingardas que habían mantenido con las mechas encendidas sa-
biendo que habría pelea a bordo y abrieron fuego. Fieromonte sintió entonces
un golpe, como un puñetazo en el pecho y se apoyó en la borda. Le faltaba el
aire y su brazo derecho quedó inerte, su mano se aflojó y su espada cayó en
la cubierta. No oyó el ruido del acero al golpear la madera, como no oyó los
gritos de sus hombres, los disparos, ni las voces de los jenízaros. Era curioso
como se había hecho el silencio. Algo le golpeó de nuevo en el pecho empu-
jándole sobre la borda. No se resistió, ni siquiera cuando golpeó contra el
agua. No le dolía el cuerpo, le dolía el alma. Le dolía por haber sido engaña-
do, por haber contribuido inconscientemente al engaño y por no haber podido
remediarlo.

Pobre Serenísima República. Pobre Creta. Pobre Hadjichris-


tidis.

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32. LA JORNADA DE RODAS
Arcangelion, 5 de Mayo de 1600

A manecía sobre Rodas, en realidad amanecía a sus espaldas y los refle-


jos del Sol sobre la superficie de las aguas impedían que la enorme
flota de naves sarracenas y sanmarquianas que se encontraba rodeando la isla
les detectase. El fuerte viento de Levante, seco y áspero como las sabanas de
Siria de donde procedía arrastraba hacia el interior de las isla las densas co-
lumnas de humo que se alzaban desde la ciudad de Arcangelion dispersándo-
las en un halo fantasmal que daba un aire siniestro a la isla. La ciudad había
sido la sede de los Caballeros de San Juan desde tiempos del Segundo Dilu-
vio, desde que la antigua ciudad que daba nombre a la isla fuese cubierta por
las aguas sin que tan siquiera el mítico coloso llegase a asomar sobre ellas.
Esas columnas de humo señalaban los lugares de la ciudad y de los campa-
mentos de los atacantes que habían sufrido las atenciones de la artillería de
unos y otros, edificios destruidos, baluartes quemados, naves dañadas, alma-
cenes arrasados.

Ese mismo viento de Levante era el que llenaba las velas del
“Calvario” y del resto de naves de la flota, empujándolas a cumplir con su
deber como si la voluntad de los hombres no tuviese nada más que decir o
hacer, salvo rendirse a la voluntad de los elementos y a la benevolencia de
Dios. Al capitán Ramiro no le hacía demasiada ilusión, no tanta al menos
como a la mayoría de sus tripulantes ni como al resto de capitanes con mando
en la flota cruzada del Almirante Marco Antonio Castriota que veían en el
combate la oportunidad de hacer fortuna con una buena presa o con su parte

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del botín. Al menos Ramiro Moreno ya se iba acostumbrando a ser el objeti-
vo de cañones enemigos, aunque la posibilidad de que alguien arrojase una
pelota de piedra o de hierro porque sí, no porque le quisiesen arrebatar la
carga o la nave, sino porque otro se lo había ordenado, le seguía produciendo
un intenso desasosiego.

El Príncipe Castriota había sido muy hábil al aproximarse a


la isla desde el Levante, no solo por ganar un poco de tiempo con la cobertu-
ra que les proporcionaba el Sol en sus popas retrasando el momento en el que
se percatasen de su llegada y reduciendo el tiempo que necesitarían para re-
organizarse, sino por haber ganado de esa manera el barlovento y anular gran
parte de la ventaja en velocidad que las galeras enemigas podrían tener sobre
el núcleo de su flota formado por galeones y otras naves que dependían más
del viento. Los navíos oceánicos habían desplegado todo su velamen, incluso
las contracebaderas, y las grandes gavias se hinchaban hasta el punto de pa-
recer vejigas llenas a reventar y de hacer gemir los palos mayores.

Un nuevo vistazo con su largomira a la desordenada masa de


galeras, galeotas, bargias, fustas y demás embarcaciones que se arremolina-
ban desordenadamente en torno al puerto de los Sanjuanistas le erizó el vello
de la nuca, y es que había que ser muy osado o muy loco para acometer a
semejante flota que duplicaba o triplicaba a la de los cruzados. El Almirante
les había expuesto la noche anterior su plan y si bien era cierto que todos
ellos reconocían la superioridad de un buque de bordas altas y erizado de ca-
ñones como era hasta el más humilde de los pataches de la flotilla de van-
guardia en la que estaba encuadrado, no lo era menos que el ver tantas naves
enemigas con un total de bocas de fuego mucho mayor que las de sus bordas
combinadas le seguía impresionando. La flota cruzada estaba formada por un

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par de docenas de galeones de distinto porte y todos ellos de cuatro palos,
incluidos los doce Apóstoles que el Príncipe Castriota había traído consigo
como el núcleo de su flota, una decena de pataches, algunas galizabras, ber-
gantines y algo más de seis docenas de galeras, incluidas dos pares de bastar-
das y tres lanternas. No era una flota desdeñable, que podría combatir cómo-
damente tanto a la galana, como a la española por su potencia de fuego y la
calidad de la tropa embarcada, con cualquier enemigo. Barriendo la forma-
ción sarracena con su lente se preguntó si no estarían intentando morder un
bocado demasiado grande para ser tragado. Vio entonces al sargento de La
Landa, escupiendo órdenes, juramentos y ánimos y se preguntó a sí mismo
qué haría falta para tener ese entusiasmo, si sería valor o inconsciencia. El
pater escuchaba junto a la borda de estribor la confesión de un marinero y al
verlo recordó los ánimos que había tratado de darle esa mañana tras escuchar
su confesión. El sentirse liberado de sus pecados no le eximía del temor a
presentarse ante el Padre Celestial antes del anochecer, ni que no lamentase
el dejar atrás esta vida por muy desgraciada que fuese.

Un par de bergantines camuflados como mercantes sanmar-


quianos habían traído información precisa acerca del despliegue de la flota
sarracena y en ella basaba el Almirante Castriota su plan de batalla. Plan que
les había descrito durante la cena a bordo del “San Pedro”, la nave almiranta
de la flota que mostraba orgullosa el estandarte de los Scanderbeg. En su
opinión el Almirante era un buen líder y aparentemente hasta un hombre de-
cente y preocupado por sus subalternos, sabía como motivarlos y el hecho de
invitarles a una última cena a bordo de su nave y exponerles en persona los
planes así lo indicaba. Durante la misma, alguien comentó entre chanzas y
blasfemias que no podían perder puesto que si los capitanes representaban a
los Apóstoles y a algunos santos, el Almirante debía representar al mismísi-
mo Jesucristo y que si era preciso caminaría hacia la flota enemiga y la hun-
349
diría a hachazos. Hasta Moreno rió la ocurrencia, aunque en su interior se-
guía rumiando funestos presagios, puesto que incluso tras oír las instruccio-
nes de boca del carismático almirante el plan le seguía pareciendo un suici-
dio. Glorioso, heroico, tal vez hasta útil pero un suicidio al fin y al cabo. Tal
vez por eso él no era más que un capitán mercante reconvertido en corsario y
capitán de guerra y Castriota Scanderbeg era el más prestigioso almirante del
rey de las Españas.

De la Landa por el contrario seguía entusiasmado, a legua y


media de decenas de miles de infieles que saborearían su sangre como si fue-
se un buen vino y su corazón como almuerzo, comprobaba una y otra vez el
estado de cañones, culebrinas y demás piezas, revisando la provisión de pól-
vora y proyectiles para cada una de ellas, tanto de pelotas de hierro como de
piedra, ajustando el empalletado en las batoyolas, distribuyendo arcabuces en
las cofas, semipicas en el combés y ánimos por todas partes. Por todas menos
en el corazón abatido del Moreno. ¡Si no hubiese sido tan avaricioso! ¡Si pu-
diese volver atrás para corregir el error que tan graves consecuencias podría
tener para él, sus hombres y su nave!

Las órdenes que tenían eran de ceñir al viento con trinquete


y gavias, formando dos líneas paralelas. Los Apóstoles y cinco de los galeo-
nes menores en línea y proa con popa, como si fuesen una ristra de ajos, entre
ellos el “Calvario”, un ajo más entre el “San Bartolomé” y el “San Judas Ta-
deo”; el resto de los galeones y los pataches formarían una segunda línea pa-
ralela como reserva y como garantía de que la avanzadilla enemiga no los
envolviera, a los capitanes de los pataches se les había advertido que estuvie-
sen atentos a la posibilidad de que galeras enemigas se situasen en el ángulo
muerto en depresión bajo la línea inferior de cañones de los grandes galeones

350
o a su popa donde eran más vulnerables. A Moreno le llamó la atención co-
mo los capitanes de los pataches marcharon por la noche convencidos de que
el éxito de la misión dependía de ellos a pesar de estar en la segunda línea y
decididos a cumplir con su deber, motivados y llenos de orgullo por las pala-
bras de su Almirante. Más atrás marcharía la formación de las galeras. Era
inevitable que se rezagasen un poco pues debían reservar las fuerzas de su
chusma para el momento en el que el choque fuese inevitable porque los ga-
leones no fuesen capaces de mantener a raya a las galeras enemigas con la
amenaza de su presencia y sus cañones o para decidir la batalla con su infan-
tería embarcada. Si querían dañar al máximo la flota enemiga de un solo gol-
pe deberían acabar resolviéndolo todo a la española, con un abordaje y un
combate cuerpo a cuerpo.

Los sarracenos les avistaron una vez el sol se alzó un poco


sobre el horizonte, pero para entonces estaban casi al alcance de las culebri-
nas de bronce de los Apóstoles que no tardarían en abrir fuego. Entre las na-
ves enemigas podían distinguirse naves sanmarquianas, egipcias y otomanas,
si bien todas ellas y en el palo más alto portaban gallardetes otomanos, lo
cual no dejaba de ser llamativo e inquietante puesto que ni los altaneros san-
marquianos, ni los orgullosos egipciacos solían conceder ese tipo de honores
a los almirantes aliados, tan llamativo como la presencia de algunos hombres
colgados tal vez las víctimas de algún tipo de rivalidad en el seno de la flota
o, se estremeció al pensarlo, prisioneros que mantenían allí una vez ejecuta-
dos para atemorizar a los asediados. Más inquietante le resultaba la presencia
de algunas naos, galeoncetes fuertemente artillados y algunas galeazas mer-
cantes en las que habían instalado grandes culebrinas todos ellos de la flota
de los heréticos habitantes de la isla de Creta lo que significaba tripulaciones
capaces y bien entrenadas, pero que afortunadamente parecían mantener su
posición frente a la ciudad y su cometido en el asedio. Los mandos sarrace-
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nos debían confiar en su número para aplastarles y no querían que sus naves
mejor artilladas dejasen de castigar a los defensores. Sonrió al pensar que si
él hubiese podido apostar tampoco habría dudado en tratar de ganar unas
monedas aun a costa de su propio pellejo. El sargento pasó en ese momento a
su lado y le dijo que se alegraba de que sonriese y le preguntó el motivo, pero
Moreno no quiso decirle la razón.

En cuanto se encontraron a tiro el “San Pedro” como capita-


na abrió fuego desafiante, tal y como estaba acordado, seguido al poco del
resto de naves de la primera fila. Las galeras sarracenas se acercaban a sota-
vento, a golpe de remo, agotando a su chusma pero confiadas, tanto que res-
pondieron al fuego de los cruzados aunque el suyo fue totalmente ineficaz al
encontrarse fuera de alcance bien por usar pólvora de peor calidad o ser sus
piezas más cortas. Distinto fue el efecto de los galeones hispanos, tanto que
el Capitán Moreno estaba asombrado por la precisión de la andanada inicial
que dañó a numerosas galeras, especialmente a una de las sanmarquianas
cuyo talar de babor casi fue arrancado de cuajo por un certero disparo, ¡cuán-
tos debieron morir en ese momento! Ni de La Landa, ni los artilleros del
“Calvario” se lo debieron preguntar puesto que parecían más ocupados vito-
reando al rey, al Papa y al apóstol Santiago tras comprobar como un par de
sus disparos habían impactado en una galeota egipcia. Había sido un disparo
meritorio puesto que la distancia era considerable y le llenó de un cierto or-
gullo haciéndole olvidar sus sombríos pensamientos anteriores. Durante las
semanas que habían ejercido el corso en aguas de Otranto apenas habían te-
nido necesidad de emplear su artillería salvo en los permanentes ejercicios
que organizaba el sargento, pero en este día ante la necesidad de luchar o mo-
rir, se estaban empleando con una pericia difícil de superar. En cualquier ca-
so más y más galeras enemigas se seguían aproximando apelotonándose por
culpa de las naves dañadas y ofreciendo un blanco sobre el que casi era im-
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posible fallar. La siguiente andanada de la flota hispana fue demoledora, po-
cos disparos perdieron bala incrementando el desorden y forzando que las
que todavía estaban intactas viraran en redondo y se retirasen en dirección a
la costa. Mientras los artilleros cargaban de nuevo, pudo observar a través de
su largomira como una de las galeras se hundía y que había hasta cinco más
fuertemente escoradas.

La siguiente descarga aceleró la retirada sarracena, aunque


entonces ocurrió algo imprevisto. Algunas de las naves enemigas, mayorita-
riamente de origen sanmarquiano, aunque había también alguna egipcia,
aminoraron su marcha y comenzaron a moverse erráticamente, de parte de
ellas se alzaban nubes de humo y a través de su lente Moreno pudo ver que
además se combatía. Galeotes que se sublevaban o gente de cabo sanmar-
quiana que se rebelaba contra sus arráeces moslimes, poco importaba, lo cier-
to es que al almirante enemigo todo se le complicaba por momentos. Los ga-
llardetes otomanos de algunas de ellas fueron arriados y pronto los leones
alados ondearon en solitario en sus palos mayores presagiando que esas na-
ves intentarían alejarse de la línea enemiga dejando huecos que no serían cu-
biertos.

Desde la nave capitana se hicieron señales de mantener la


posición y continuar el castigo artillero mientras llegaban las galeras cruza-
das. Eso supuso hasta cuatro andanadas más. Algunas galeras otomanas lo-
graron acercarse hasta tiro de mosquete, alcanzando con sus cañones a los
galeones hispanos, pero sin mucho efecto puesto que los poderosos costilla-
res de las naves aguantaron los impactos y los empalletados la lluvia de
fragmentos de piedra y metal. Una pelota de piedra se incrustó en las protec-
ciones de babor del “Calvario” sin más consecuencias que la descarga que la
galera ofensora sufrió a su vez. A esa distancia De La Landa ordenó disparar

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a las piezas menores de la borda balas al rojo cereza que no tardaron en pro-
vocar incendios en la maltrecha galera que les ofendía.

La gente de cabo, los artilleros y los arcabuceros lanzaron un


fuerte grito cuando por fin llegaron las galeras cruzadas, hispanas, pontificias
y genovesas embistiendo y abordando a toda nave enemiga que se interpusie-
se en su camino. Desde el “San Pedro” se ordenó entonces que la flota de
galeones se dividiera en dos cubriendo los flancos de las galeras para impedir
que ellas fuesen rodeadas a su vez. Se había alcanzado ya el medio día, pero
la tentación de acabar de un sólo golpe con tan grande amenaza era demasia-
do fuerte como para que el osado Almirante la rechazase, incluso a Moreno
no le parecía descabellado el continuar la lucha hasta romper la voluntad de
los sarracenos.

Los sanjuanistas enardecidos por el desarrollo del combate


se animaron a intentar una salida y media docena de buenas galeras de la Re-
ligión salieron del puerto asediado hostigando a toda nave sarracena que se
ponía a su alcance. Una de las galeras, cuyo capitán debía estar embriagado
por la llegada de los cruzados hasta dejarse llevar por la furia ciega, se aba-
lanzó sobre la mayor de las naos venecianas que respondió con un intenso
fuego causando un daño considerable a la nave sanjuanista que se escoró pe-
ligrosamente y se retiró lentamente hacia el puerto. La “San Bartolomé” era
la nave más cercana y junto a ella se encontraban el “Calvario” y uno de los
pataches llamado “Pólvora”, tratando de mantener agrupadas a las galeras
enemigas como si se tratase de un rebaño, desde el galeón real se hicieron
señales a la nave de Moreno y al pequeño velero de seguirles para ayudar a
los sanjuanistas. Las culebrinas de dieciocho libras del “San Bartolomé” lo-
graron impactar en la nave sanmarquiana que hizo un intento de maniobrar

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para eludir el intenso fuego que de manera inesperada estaba recibiendo. Tra-
tó de acortar distancias con el gran galeón español con el fin de abordarlo o
de hacer prevalecer su artillería de menor alcance pero probablemente más
numerosa que la de la nave hispana. Los sanmarquianos solían equipar esas
naves con unas pocas piezas de grueso calibre para uso durante los asedios y
hasta una treintena de piezas menores por borda, sacres y falconetes en su
mayoría, las culebrinas, los terceroles y los morteros estarían siendo enfria-
dos por lo que no era de esperar que las llegaran a utilizar.

Moreno ordenó a su piloto situarse a popa del galeón real


mientras el patache les guardaba el flanco opuesto a la nao. La segunda an-
danada fue efectuada por los terceroles y versos del “San Bartolomé” y todas
las piezas mayores del “Calvario” y, aunque causó cuantiosos daños en la
nave enemiga, no logró detenerla y de hecho respondió con el fuego de una
docena de versos y el doble de piezas menores que se concentraron en el ga-
león real. Su casco aguantó bien aunque su aparejo resultó dañado, perdiendo
la mitad de la contramesana. Dos galeoncetes sanmarquianos se unieron a la
refriega seguidos por un par de galeras sanjuanistas que los hostigaban por la
popa, mientras el patache “Pólvora” se tenía que emplear a fondo para man-
tener a raya a un par de galeotas otomanas. La segunda andanada de las cule-
brinas del “San Bartolomé” fue acompañada por todas las piezas del galeón y
al poco por las del “Calvario”. El sargento maldijo a los tripulantes hasta su
séptima generación pues se había percatado que los artilleros de la otra nave
hispana estaban cargando más deprisa y eso no podía ser consentido, sin em-
bargo sus juramentos fueron ahogados por los gritos de la tripulación cuando
el palo mayor de la nao enemiga cayó sobre su cubierta arrastrando al trin-
quete al tiempo que se escoraba fuertemente a babor. Moreno se preguntó si
merecería la pena abordarla, pero ese pensamiento le duró poco, el “San Bar-
tolomé” pareció perder interés súbitamente intentando virar a babor. Habían
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perdido el barlovento y la pesada nave trataba de ofrecer el flanco que no
había disparado a los galeoncetes que ya le ofendían a una distancia men-
guante. Esta vez el capitán del “Calvario” no se lo pensó dos veces y aprove-
chando la velocidad que aun tenían sobrepasó al galeón real y, contra su cos-
tumbre, sin meditarlo se introdujo entre las dos naves enemigas. Una tormen-
ta de fuego se desató cuando el sargento de La Landa ordenó a las dos bandas
que dispararan simultáneamente. La respuesta de las naves enemigas fue
también devastadora dañando el velamen del galeón y golpeando sus costa-
dos. El empalletado absorbió parte de los impactos dirigidos al casco, pero
algunos proyectiles golpearon los palos del “Calvario” barriendo la cubierta
con una lluvia de astillas y de esquirlas de piedra. Algo impactó en la espalda
del capitán Ramiro Moreno que cayó al suelo junto a la rueda del timón.
Desde allí pudo oír las balas de los arcabuces sanmarquianos silbando por
doquier, las detonaciones de los mosquetes de sus hombres desde las cofas,
órdenes confusas, gritos y gemidos.

No se levantó hasta ver desaparecer lo que quedaba de los


palos mayores de los galeoncetes enemigos, se arrastró hasta la rueda del ti-
món y se aferró a ella para tratar de ponerse en pie. Un dolor punzante en el
hombro izquierdo le hizo volver a golpear la cubierta, allí pudo ver un charco
de sangre que se alimentaba de la que goteaba de su brazo. Con esfuerzo lo-
gró palparse con la mano derecha, una enorme astilla se le había clavado en
el hombro si bien no había podido atravesar su omóplato. Intentó levantarse
de nuevo ayudándose solamente con su brazo derecho, y esta vez consiguió
alzarse. Fue entonces cuando vio a su piloto, Juan de Tolosa, muerto a su
lado, y más abajo en el combés los cuerpos del sargento De la Landa, del va-
liente maya Álvaro Ahmak, de José Iturbide... Tantos buenos hombres. Miró
sobre su hombro hacia las naves enemigas, a lo que quedaba de ellas, aunque
el “Calvario” había pagado un tributo de sangre muy costoso, era evidente
356
que los sanmarquianos habían llevado la peor parte. No sólo habían sido gra-
vemente dañadas por su andanada, sino que además habían ido a dar contra el
“San Bartolomé” siendo literalmente trituradas por sus poderosas piezas, para
a continuación ser alcanzadas por las galeras de la Religión que trataban de
aprovechar la situación disparando a bocajarro a popa de los sanmarquianos
para acabar el trabajo que habían empezado los galeones españoles. El dolor
de su hombro le hizo volver de nuevo la cabeza hacia su nave. No podía ver
claramente al buen sargento, pero parecía que una bala de cañón le había
arrancado el brazo derecho y parte del pecho. Al menos no habría sufrido y
había muerto haciendo lo que más deseaba: luchar con valor.

Cuando el Sol se puso las naves sarracenas trataron de apro-


vechar la oscuridad para escabullirse hacia la costa Anatolia. Probablemente
con el fin de evitar daños innecesarios por fuego amigo desde la capitana se
dio la orden a las galeras de replegarse hacia el desbloqueado puerto. Las
galeras hispanas habían sufrido escasos daños, pero los hombres estaban ex-
haustos tras combatir casi cuatro horas contra un enemigo más numeroso. Se
habían apoderado más o menos de una docena y media de galeras egipcias y
turcas cuyos galeotes, en su mayoría cristianos, se habían sublevado contra
sus amos moslimes, habían hundido otras tantas más y causado cuantiosos
daños al resto. Por los flancos los galeones hispanos habían hecho valer su
superioridad en la guerra galana y habían dañado o hundido a incontables
enemigos, en lo que los libros describirían como una gran victoria, pero que
para Moreno había sido una terrible derrota personal. Mientras estos pensa-
mientos ocupaban su mente, el cirujano de la nave había conseguido arran-
carle la astilla y vendarle la herida tras verter aceite caliente, aprovechando el
momento en el que se arrodilló junto al cuerpo de su amigo.

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Casi sin darse cuenta su nave fue arrastrada por una galera
de la Religión hasta el interior del puerto de Arcangelion, junto con los dos
galeoncetes sanmarquianos que habían sido finalmente capturados y que tan-
ta destrucción y muerte le habían traído. Por los imbornales caía una mezcla
de agua, sangre, arena y astillas que atraía a un enjambre de tiburones que
marchaban tras la nave como si de una procesión pascual se tratase. Sobre la
cubierta quince cuerpos aguardaban ser enterrados en tierra desconocida,
mientras bajo ella una cincuentena de hombres luchaba con la muerte para
escapar de su abrazo.

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33. ARENAS Y MUERTE
al-'Aqaba as Sagira, 1 de Dhul-Qa’da de 1008 / 14 de Mayo de 1600

E l polvo de cada camino tiene su propio sabor, uno distinto y único, que
hace que de la misma manera que los lugares pueden ser identificados
muchas veces sin abrir los ojos, simplemente llenando los pulmones con el
aroma de su aire, de la misma manera los que recorren muchos caminos los
acaban reconociendo por el sabor de su polvo. Así el aire de Rumelia se re-
conoce enseguida por el dulce aroma de sus rosas y el acre de sus robles, el
de Sibir se reconoce por la frescura de su hierba y la sutileza de la esencia de
sus manzanos, el de las tierras del Cáucaso por el intenso olor de sus pinos y
de sus alhucemas. El polvo de los caminos de Anatolia se reconoce fácilmen-
te por su ácido regusto a pino y resina, mientras que el de Siria llama la aten-
ción por su sabor ligeramente salado como a lágrimas y el de las llanuras de
Chagathai por su sabor áspero con un toque aromático debido a las especias
que sin duda recibe de las caravanas que con esa carga las han recorrido du-
rante centurias. El de Fayum, al sur de Misir, era más salado que el sudor
pero menos que el mar, y tenía un gusto a rancio o a viejo como si ese polvo
surgiese continuamente de las tumbas de los antiguos sultanes paganos para
reponer el que se marchaba adherido a viajeros y a monturas. Ese polvo era
el que llenaba su boca en estos momentos. Un polvo que desgraciadamente
había cambiado de sabor en apenas un par de días y es que ni los caminos son
siempre los mismos, ni los sabores nos parecen siempre iguales. En la boca
del beylerbey Arslan ese polvo tenía en esos momentos un regusto radical-
mente diferente como si fuesen otra tierra y otro camino. Tal vez así lo era y
este camino que recorría hacia el norte no era el mismo que había seguido
poco antes hacia el sur, aunque árboles, aldeas y el Nilo eterno fuesen los
359
mismos.

Cuando marchaba hacia el sur la esperanza y planes ambi-


ciosos bullían y rebosaban en su corazón, hacia el sur esperaban los etíopes y
hacia ese mismo sur, pero por delante de él, marchaba el sultán al-Thamadi a
la cabeza de su ejército formado por tropas pusilánimes y mercenarios infie-
les. Había logrado separarse del cuerpo principal del ejército egipcio, for-
mando en el flanco que no estaba protegido por el río con el fin de cubrirlo
de posibles fuerzas de caballería kafir que pudiesen hostigarlo, como si no
supiese que sus adversarios carecían prácticamente de jinetes. Voces pagadas
con el oro del Gran Turco habían llenado los oídos del sultán con mensajes
que le llamaban a alejar a las tropas otomanas de la posibilidad de entrar en
combate. El muy necio creía así privarles de una gloria que estaría a su al-
cance y estaba convencido de que él marchaba hacia un triunfo fácil frente un
ejército pequeño y desmoralizado. Si bien la realidad era muy distinta. Arslan
contaba también con ojos y oídos cerca del ejército cristiano y sabía que el
ejército del Padisha Dawit no sólo era imponente sino que marchaba seguido
por una larga caravana de carretas, campesinos, pastores, mujeres, rebaños,
niños y familias enteras en lo que parecía una migración o una huída. Las
tropas que marchaban por delante, duras y aguerridas, como él mismo había
comprobado meses antes, contarían con la motivación adicional de luchar por
proteger a los que les seguían. La retirada o cualquier cosa que no fuese lu-
char hasta la muerte por defenderlos no tenían cabida en sus planes e inten-
ciones.

Simplemente tendría que esperar a que el ejército egipcio se


estrellara contra la horda kafir y ésta se dispersase en persecución de las tro-
pas del sultán, la caravana de no combatientes quedaría desprotegida y les

360
tocaría actuar a ellos. La infantería atacaría a los no combatientes, mientras la
caballería caería sobre las tropas que a esas alturas ya estaría desorganizado
en plena matanza, con suerte y con la ayuda de al-Múntaqim o el Vengador,
eso significaría que sultán, Padisha kafir y el grueso de ambos ejércitos serí-
an aniquilados en esta tierra y afrontarían el juicio divino en la otra vida. No
envidiaba el terrible destino que sin duda estaba escrito para ellos.

Sospechaba además que una banda de mercenarios francos,


soldados de caballería toscos, arrogantes y equipados con las tan pesadas
como poco prácticas armaduras que tanto les gustan a los ferenghi y que se
les había unido poco antes de pasar por Madinat Sahra, traían intenciones
poco claras. Decían venir al olor de la batalla, de la victoria del Sultán, del
botín que se aventuraba cercano y del oro que el sultán egipcio soltaba a ma-
nos llenas sobre todo aquel que se le acercase, pero era evidente que sus mi-
radas eran sucias y ocultaban algo. En realidad sus intenciones eran demasia-
do claras tal y como se demostraría más tarde.

¡Qué euforia cabalgaba en su corazón al saber que los planes


de aquel que es paciente, as-Sabur, seguían adelante aun usando herramientas
extrañas y maniobras que podrían escandalizar a cualquiera que no entrase en
lo más profundo de los hechos! Euforia que le hacía olvidar sus últimos reve-
ses, esos que le oscurecían el corazón, pero ¿qué reveses eran esos? La vajilla
con el mensaje para el Gran Turco se había recuperado finalmente y había
sido enviada sin demasiada demora; los cañones capturados habían escapado
a la atención del sultán ocultos en una pequeña rábida en las afueras de Luxor
hasta que, de camino al sur, él mismo había pasado por allí tres días antes
para recogerlos y así reforzar su hueste; habían llegado además mensajes
anunciando la llegada del Gran Turco a Mekke donde había sido proclamado

361
Protector de los Creyentes y Guardián de los Santos Lugares y del comienzo
del asedio de la isla de Rodos, al que ya se había unido una flota otomana
con la intención de tomar el control de la fuerza aliada y usarla con más sabi-
duría de la que podían aspirar sus corruptos comandantes.

A pesar de tanta buena noticia que se recitaba como las leta-


nías de los sufíes de la orden Mevleví una sombra anidaba en su corazón: la
pérdida de Zara. Cuando le había llegado la noticia de su captura se enfureció
por haberla arriesgado de esa manera, se arrepintió de no haberla tomado
consigo en su campaña del sur, se desesperó al pensar que ya nunca la recu-
peraría. Cuando llegaron noticias de que podía ser liberada con un rescate la
esperanza volvió a su corazón, aunque por tiempo muy breve. El rescate era
muy elevado y el oro que podría haberlo pagado estaba y no estaba en sus
manos. Era el oro que le había confiado su Señor para llevar a cabo sus pla-
nes, con el que debía pagar voluntades, abonar las soldadas de las tropas,
mantener las galeras, abrir unos ojos y cerrar otros, cumplir con un camino
nítidamente trazado del que no podía desviarse. Se resignó entonces y, tras
meditarlo cuidadosamente, renunció a ella. Comenzó entonces a añorar la
profundidad de sus ojos, el fuego de su cabello, la suavidad de su piel, la
osadía de sus manos. Buscó entonces consuelo en otros ojos a los que no re-
cordaba al cabo de unas horas, otros cabellos que no le evocaban los mismos
sentimientos, otra piel que no le excitaba de la misma manera y otras manos
que no recorrían su cuerpo con la misma complicidad. Finalmente se resignó
a la pérdida y se fijo otras metas como la venganza, el cumplimiento del de-
ber y la destrucción de los que le habían provocado su tristeza y le alejaban
de su camino.

Era increíble que apenas unas horas antes, durante la maña-

362
na, hubiese estado observando el desarrollo de la batalla, ocupado en otros
pensamientos, viendo como los planes se cumplían según lo previsto y que
incluso las sorpresas se sucedían como se esperaba obedeciendo al designio
divino. Puesto que hasta en esos detalles la voluntad del Glorioso, al-Maÿîd,
parecía cumplirse inexorablemente, así el sultán se lanzó al frente de su nu-
merosa caballería sobre el Padisha Dawit que parecía confiar en un lento blo-
que de infantes para frenarle. Le había llamado la atención la presencia de un
grupo de arcabuceros que, por su atuendo y la claridad de su piel, no parecían
ser etíopes, tal vez fuesen mercenarios de İspanya o de Ceneva. Sin embargo
el sultán no pareció percatarse de su presencia y si lo hizo no les dio la im-
portancia que debiera haberles dado, puesto que hacia ellos dirigió su carga
rodeado de su caballería, incluidos los caballeros francos que por lo pesado
de sus protecciones se quedaban rezagados detrás de la escolta del soberano
egipcio, o al menos eso parecía. Los cascos de las monturas atronaban en la
sabana y eso enardeció a Arslan y pareció infundir a sus hombres de un in-
contenible ardor guerrero, ellos y sus monturas se revolvían nerviosamente,
sabedores de que su lugar estaría pronto allí abajo. En realidad al beylerbey
le excitaba tanto la vista del espectáculo como la sensación de que sus planes,
siguiendo unas líneas trazadas claramente por la mano de Alá, se iban cum-
pliendo.

El mundo pareció ralentizarse cuando los arcabuceros fe-


renghi dispararon, volvieron a cargar con destreza, apuntaron e hicieron una
última descarga que derribó a un buen número de jinetes, aunque el sultán
pareció escapar como protegido por la mano del que da la Victoria. No podía
distinguir su rostro a esa distancia, ningún hombre podría, pero estaba seguro
de que soltó un grito de guerra o, más probablemente, una histérica carcaja-
da. Al menos a él le parecía que era de los que reían inconteniblemente en los
momentos de mayor tensión. Los arcabuceros se retiraron tras esa última
363
descarga buscando cobertura detrás de los lanceros que se afanaban por apre-
tar filas, al tiempo que mamelucos, sultán y jinetes ligeros apretaban el paso
para alcanzarlos antes de que eso ocurriera.

Los mamelucos llegaron tarde para caer sobre los arcabuce-


ros aunque a tiempo para hacerlo sobre las lanzas de los cristianos. La coli-
sión fue muy violenta y lograron arrollar a las primeras filas de infantes antes
de que su ímpetu fuese detenido, casi llegaron al punto donde los arcabuceros
estaban reagrupándose. En ese momento ocurrió todo. Primero los francos
que se habían rezagado un poco por el peso de sus armaduras y arneses deja-
ron caer su bandera que incluía símbolos ferenghi junto con las armas del
sultán, alzando otra con las armas del Padisha Dawit, al tiempo que redirigían
su carga cayendo sobre el sultán y su escolta por su espalda. La sorpresa fue
total, aunque no para él, él nunca se habría arriesgado a confiar en unos mer-
cenarios para combatir tan cerca y mucho menos dejándolos a sus espaldas.
El lugar natural de los mercenarios es la primera línea, donde un cambio de
bandera no tiene tantas consecuencias y donde sus bajas solo suponen un
ahorro, no una pérdida. No lo vio, a esa distancia no podía verlo, nadie po-
dría, pero seguro que el gesto del sultán al ver una lanza asomando por su
pecho fue de total incredulidad, luego sería de rabia, finalmente de miedo al
escapar la fuerza de sus miembros y luego el vacío de la muerte como un mal
creyente. Suponía que sería así, aunque en realidad no lo vio. Nadie lo vio,
salvo el Testimoniador.

En ese instante la escena pareció volver a transcurrir a la ve-


locidad que debía, como si fuese un regato de agua que temporalmente se
había retenido y que volvía a fluir ladera abajo. Perdió de vista al sultán por
unos momentos en que mamelucos, caballeros y lanceros se mezclaron, com-

364
batieron y murieron derramando su sangre en las arenas. Alguien, uno de los
caballeros, alzó una cabeza ensangrentada que debía ser la del sultán. Los
egipcios vacilaron y comenzaron a replegarse dudando, rechazando que fuese
cierto que su sultán había perecido. Ese momento fue aprovechado por los
arcabuceros para reaparecer y despejar las dudas desatando el fuego de Al-
hotama sobre el centro de la línea egipcia, y la batalla devino en matanza y
en carnicería. Ese era el momento, el que él había esperado para poner en
práctica sus planes.

Era el momento, pero algo aconteció. Un mensajero se lanzó


a sus pies cuando iba a dar la orden de cargar y le alargó un pergamino. Es-
tuvo tentado de rechazarlo, de posponer su recepción a la resolución de la
batalla. Estuvo tentado, pero no lo hizo. No lo hizo porque no podía acudir a
la batalla sin conocer todos los datos y aquella información podía ser relevan-
te.

Desgraciadamente lo era puesto que había ocurrido el impre-


visto que no podía ser imaginado, lo que no debía haber sido escrito: Yusuf
al-Azraq en un florido y farragoso mensaje le relataba como una inmensa
flota cristiana había desencadenado un ataque masivo sobre la isla de Cirene
bajo la bandera de una Cruzada que habría sido anunciada a mediados del
mes de Ramadán. El mercader espía le confesaba como inicialmente no le
había dado importancia al asunto y que por no importunarle no se lo había
notificado. Tan poca importancia le había dado que no consideró dignas de
atención las noticias que hablaban de que se acercaba al gran puerto de el-
Qahira hasta que parte de esa flota irrumpió una mañana quemando las naves
que en él se encontraban, hundiendo o capturando las galeras que Arslan re-
servaba allí para sus necesidades, destruyendo las descuidadas fortificacio-

365
nes, saqueando media ciudad, llevándose los cañones y continuando su mar-
cha hacia el Este. Tal había sido la destrucción que los ferenghi ni se habían
molestado en ocupar la ciudad, que sin artillería, naves y con las murallas del
puerto derruidas era imposible de defender de cualquier ataque desde el mar,
lo que revelaba que tenían intención de volver. De eso hacía ya tres días.

Ira. Solo un sentimiento. Ira. Solo una palabra. Ira. Solo tres
letras para resumir lo que sentía. Ira. Sus planes debían postergarse, ante el
radical cambio que había experimentado la situación. No podía arriesgarse a
perder las fuerzas que le quedaban y que serían esenciales hasta el último
hombre para proteger la capital, pero tampoco podía retirarse dejando un
ejército intacto, victorioso y con moral inquebrantable pisándole los talones.
Ordenó a la infantería que se retirase ordenadamente hacia el norte con el
tren de artillería y la impedimenta y a la caballería que le siguiese. Solo le
quedaba una opción. Ira. Solo la posibilidad de caer sobre el ejército kafir
que ya se había desperdigado desordenadamente por la llanura persiguiendo a
los derrotados soldados egipcios y causar el mayor daño posible antes de que
se pudiesen reorganizar. No podría destruir su retaguardia, sino tan solo me-
llar su vanguardia, para que avanzase con mayor lentitud y cautela dándole
un tiempo precioso a Arslan y a los planes de su señor. Tal vez ese ejército
otomano que ya estaba en Meca pudiese llegar a tiempo, pero ¿sabrían lo que
ocurría?

Desenvainó su cimitarra, ponderó su perfecto equilibrio, re-


visó su letal filo y señaló a sus hombres el camino a seguir apuntando con
ella hacia la llanura que se extendía a sus pies. No necesitó añadir nada para
que lo siguiesen gritando loas al Profeta y Alá el Avasallador mientras los
corceles espoleados por su fe devoraban la distancia en un suspiro. Entonces

366
las voces callaron y hablaron la cimitarra, la lanza y la maza. Fue una manio-
bra rápida y contundente que pilló totalmente por sorpresa a los kafir, aunque
pronto los mercenarios norteños al servicio del Padisha Dawit se reagruparon
y se dispusieron a rechazar a los jinetes que se habían materializado del pol-
vo. Primero fueron pequeños grupos ante los que los akinji cambiaban su
rumbo buscando presas más fáciles, poco a poco los kafir se fueron uniendo a
los pelotones de arcabuceros y lanceros volviéndose más osados y atacando a
su vez a los jinetes que quedaban a su vez aislados. Arslan al mando de una
orta de timariotas atacó uno de esos pelotones y logró dispersarlo con un cos-
te inesperadamente elevado, él mismo había recibido un arcabuzazo a bocaja-
rro, si bien la bala no había hecho más que rozarle en el brazo izquierdo le
había producido quemaduras en la cara y el pecho.

No necesitó más para entender que no podían entretenerse


más, que los kafir se habían convertido en rivales duros de pelar, por lo que
ordenó que diesen la señal de retirada. Al menos de camino al norte pudieron
masacrar algunos grupos aislados de cristianos, liberar algunos prisioneros
del ejército del sultán y reunir bajo su bandera a grupos de fugitivos egipcios.
Su presencia inesperada les obligó a reducir el ritmo de la marcha para no
perderlos pero finalmente pudieron alcanzar al resto del ejército al que se
habían unido también algunas de las fuerzas que habían servido por la maña-
na en el derrotado ejército.

No todo se había perdido, eso le inspiró de nuevo algo de


confianza, tal vez estaba escrito que tuviesen que pasar por esta prueba, tenía
su ejército casi intacto e incrementado por millares de supervivientes egip-
cios y tenía los cañones capturados. Dado que al-Qahira no había sido ocu-
pada la destrucción de sus defensas y de la flota eran pérdidas recuperables.

367
De camino iría guarneciendo plazas con los egipcios supervivientes y con
algunas tropas de confianza para retener a los invasores. Los cañones captu-
rados quedarían atrás irónicamente apuntando a sus antiguos dueños.

Mientras mascaba y saboreaba el polvo del camino, iba


haciendo lo propio con la furia que sentía hacia el mercader, hacia los fe-
renghi y hacia el caluroso sur. Ira y polvo. Polvo e ira. Todo lo que quedaba.
¡Ah, cómo disfrutaría del castigo que infringiría a ese corrupto e indolente de
Yusuf, al que desgraciadamente ya no necesitaba!

368
34. MUERTE Y SOMBRAS
Suez, 16 de Mayo de 1600

L os atabales seguían sonando con una cansina cadencia, muy distinta del
rítmico estruendo con el que los moslimes trataban de minar la con-
fianza de sus enemigos antes de comenzar la batalla, del frenético repiqueteo
que marcaba su marcha hacia el combate, o de las vibrantes ráfagas con la
que transmitían órdenes para sus unidades. Era algo más tenebroso y som-
brío, como el toque a muerto de las campanas cristianas, pero sin su cristalina
voz ni su solemnidad. Era como un sonido pútrido y sin vida, como si los
parches de los timbales estuviesen hechos de piel en descomposición y de
alguna manera esa cualidad se transmitiese a su sonido haciéndolo viscoso y
repugnante. El Duque no lograba entender cómo podían seguir sonando si la
batalla ya había terminado. Porque estaba seguro de que había terminado
hacía horas. Lo sabía. Tratando de escrutar a su alrededor se preguntó si no
serían prisioneros tocando algún tipo de música fúnebre para sus caídos.

Había algo más que no comprendía y era de donde procedía


el ruido en sí. A veces le parecía que sonaba apenas unos pasos por delante
de él, pero tras avanzar lentamente por la densa niebla sulfurosa del humo de
mosquetes y cañones no sólo no encontraba nada sino que además los tambo-
res parecían estar a sus espaldas. Otras parecían sonar cada vez más lejos,
como si se alejasen de él, para comenzar a sonar súbitamente a sus espaldas.
Si se daba la vuelta, encaminándose hacia donde creía que se originaba el
ruido, se encontraba con que de nuevo sonaban por donde ya había pasado.

369
Tras dejarse engañar varias veces por la confusa procedencia
del sonido, se resignó a no averiguarlo y se propuso salir de la espesa nube
que lo envolvía y que empezaba a ahogarle, en algún lugar debía de haber
alguna colina a la que encaramarse y en la que escapar de ella. Una ráfaga de
viento abrió un claro y unos pasos por delante de él alcanzó a ver por unos
instantes unas figuras altas y delgadas que parecían observarle inmóviles.
Avanzó dubitativamente puesto que el fúnebre retumbar de los parches de los
atabales le intimidaba como pocas cosas le habían asustado a lo largo de su
vida. En ese momento se percató de que efectivamente se encontraba solo.
Solo. Ni rastro de su escolta o de cualquiera de sus hombres. Instintivamente
llevó la mano hacia la empuñadura de su espada pero no estaba en su vaina,
no recordaba cuando la había perdido, si lo había hecho, ni dónde había ocu-
rrido. Lo raro era que en sus manos se encontraba su bastón de mando. Solo
eso: un pedazo de madera y marfil. Gritó el nombre de los Capitanes Chanci-
ller, Idiáquez, Toledo y Zácher, el del sargento mayor Berrojo, el del Escri-
bano Maese Caramillo, el de todos y cada uno de los nombres que le vinieron
a la cabeza, pero nadie respondió.

Una tremenda angustia le oprimió el corazón y decidió acer-


carse a las figuras altas, tal vez ellas pudiesen explicarle que era lo que ocu-
rría. Trató de apresurar el paso, pero no veía bien el suelo y tropezaba en pie-
dras y trastabillaba en raíces continuamente, ¿o eran manos? Finalmente tras
estar a punto de caer varias veces llegó a unos pasos de las figuras altas y
delgadas, levantó la cabeza como para mirarles a los ojos y en ese momento
el viento pareció arrastrar súbitamente la niebla. Se reveló entonces su horri-
ble naturaleza: eran picas en las que había clavadas negras cabezas. El horro-
rizado Duque dio un paso atrás colisionando con una pica que no debía estar
antes allí. Don Fardrique no se había percatado de que las picas le rodeaban
por todas partes, era como un denso bosque que se mecía con el fuerte viento
370
que se había llevado la niebla. Al mecerse las cabezas, espesos coágulos ca-
yeron por doquier como una lluvia siniestra salpicando su cara, sus manos, su
jubón y llenando el suelo de gotas que se agrupaban formando extrañas figu-
ras. Supo entonces que eran cabezas de sonraianos y que, de hecho, ya las
había visto antes aunque no podía decir donde. No es que no lo supiese, era
como si su memoria le negase conscientemente ese recuerdo y de alguna ma-
nera se lo hiciese notar. Se preguntaba dónde las habría visto antes.

Los atabales seguían profanando el silencio y el Duque le-


vantó la cabeza tratando de localizar, ahora que no había niebla, dónde podí-
an ocultarse los músicos. Pero no podía ver a nadie. Su pie derecho tropezó
con algo y perdió el equilibrio cayendo pesadamente de bruces en el viscoso
suelo. El bastón de mando escapó de sus manos que trataron sin éxito de
amortiguar el golpe, pero al golpear contra la arena y las piedras una descar-
ga de dolor, como un relámpago, que se transmitió por su brazo izquierdo,
como si se hubiese descoyuntado hasta llegar amplificado a su espalda y a su
pecho dejándole temporalmente sin resuello. Su vista se nubló en un estallido
de luces, como si le hubiese cegado una llamarada. Su cara cayó sobre el
polvo y algunos coágulos de sangre se adhirieron en su rostro y se introduje-
ron por su nariz provocándole una náusea con su olor dulzón y metálico, pero
no pudo vomitar quedándose tendido mientras se recuperaba del golpe.

Tardó unos segundos en reponerse, lentamente se dio la


vuelta primero, se incorporó suavemente después y finalmente quedó sentado
en el suelo. Trató de limpiar su cara del polvo y de la sangre que seguía ca-
yendo de lo alto de las picas. Los timbales habían dejado de sonar, pero eso
no le llamó la atención en ese momento, ya que, al fin y al cabo eso era lo
lógico. Si no había ni atabales, ni músicos, ni nadie más para tocarlos no po-

371
dían estar sonando, el haberlos oído antes no debía de ser una alucinación
provocada por la niebla. Se dijo que no debía de ser más que los latidos de su
corazón, retumbando en la cabeza y que por eso le pareció que sonaban cerca
y que unas veces lo hacían delante de él y otras detrás. Pero la música o los
latidos ya no le importaban, ni su ausencia le parecían inquietantes, porque
había visto con qué había tropezado. Una de las cabezas había caído de la
pica en la que había sido ensartada, la tela de su sudario o del turbante que en
vida la había cubierto se había enredado en sus pies y le había hecho desplo-
marse. Con cuidado desenrolló el nudo que había rodeado sus pies como si
hubiese sido un lazo para tenderle una trampa y mientras lo hacía volvió a
gritar los nombres de sus subalternos. Chanciller. Idiáquez. Toledo. Zácher.
Berrojo. Caramillo. Esta vez un eco de voces pareció responderle, pero al
incorporarse dolorosamente, se percató que no eran voces, sino que era el
viento aullando entre las picas. Lo raro era que parecía pronunciar su nom-
bre. Su nombre o una maldición pero no lo podía decir bien puesto que el
coro de voces o el viento o lo que fuese llegaba hasta sus oídos ahogado por
el continuo repiqueteo de la sangre cayendo sobre las piedras.

Se preguntó entonces si no estaría en los infiernos, en uno de


esos infiernos extraños soñados por Dante que tan poco se parecían a la ima-
gen que de ellos daban la tradición y la iglesia. En este no había ni fuego, ni
demonios, ni otras almas en pena, únicamente soledad, lluvia de sangre y
desesperanza. Tal vez era su propio infierno, uno hecho a su medida, prepa-
rado sólo para él. Pero si estaba en el infierno eso quería decir que estaba
muerto y él no era consciente de haber pasado por ese trance. De hecho no
recordaba nada, tan sólo otro bosque de cabezas, otros tambores y el olor a
pólvora quemada que parecía ser el suyo propio. Intuyó entonces que la res-
puesta estaba en la cabeza que todavía sujetaba entre sus manos, tal vez en
ella estuviese la explicación a esta locura. La alzó, mientras retiraba la san-
372
gre, el polvo y el barro que ocultaban sus facciones, al hacerlo le pareció que
estaba todavía tibia, como si acabase de ser cortada o si no lo hubiese sido
todavía. Se dio cuenta además de que llevaba una corona, una rica y hermosa
corona, y que su rostro le resultaba familiar, era la cabeza del soldán de Son-
rai. Los ojos de la cabeza se abrieron y le miraron fijamente, primero con
odio y luego con pena. Don Fardrique la habría arrojado lejos de sí, pero no
pudo porque intuía que le tenía que decir algo y que debía escucharle. En lo
más hondo de su ser anheló que lo que dijese fuesen palabras de perdón, de
consuelo por la pérdida de todos sus seres queridos, de arrepentimiento por
haber provocado tanta muerte, porque sentía que la responsabilidad de ese
bosque de cabezas era parte de la que él sujetaba entre sus manos y parte su-
ya.

Miró esos ojos abiertos, desencajados, turbios, llenos de san-


gre y que le miraban con odio pero allí no estaba la respuesta. No estaba el
perdón, únicamente el vacío de la muerte y la condenación lejos de Dios.
Una vez alguien, ya no recordaba quien, aunque debía ser el pater de alguno
de los tercios que habían estado bajo su mando alguna vez, le dijo que el
primer paso era el arrepentimiento. ¿El arrepentimiento? A él personalmente
le parecía que el arrepentimiento era algo vacío que no hacía distinto al hom-
bre que cayese en él del que no hiciese. Era tan culpable antes como después
de arrepentirse, no era distinto, no era mejor, tan sólo estaba lleno de senti-
mientos que le abrumaban y le empujaban a obrar de una determinada mane-
ra no elegida libremente. Posiblemente estuviese arrepentido ya y hubiese
dado el primer paso. El primer paso. Bien pensado eso implicaba un camino
por recorrer, al comenzar el camino no eres distinto, durante el camino tam-
poco, es la meta del camino lo que te cambia. ¿Te cambia realmente? No lo
sabía, así como no sabía si lo que le acosaba era el arrepentimiento o el casti-
go eterno. El arrepentimiento era ante sus ojos un acto vacío, o se condenaba
373
sin paliativos lo hecho o no se condenaba, o se repugnaban los motivos que
había detrás o no se renegaba de ellos, pero arrepentirse sin eso no era más
que una treta cobarde y hueca que bajo ningún concepto podía conducir a la
redención y al perdón.

Se abrió entonces la boca de la cabeza y con voz profunda


dijo:

– Duque, ¡despertad!

¡Despertad! Despertar de qué, ¿sería todo un sueño después


de todo? ¿Sería la propia vida un sueño? ¿Qué esperanza habría en ese caso
de escapar alguna vez de los sueños, puesto que la muerte como sueño tam-
poco sería real y por tanto no definitiva? ¿Qué esperanza de alcanzar el per-
dón, el olvido y de huir del bosque de picas? ¿Qué esperanza de reposar en
paz en el seno del Padre?

– Duque, ¡despertad!

Esta vez la voz no era como la primera, era la del Capitán


Chanciller cuyo sonriente rostro vio al abrir los ojos. Trató de incorporarse,
pero la espalda le dolía horriblemente, tenía el brazo izquierdo entumecido,
adormilado, sin fuerzas y además la angustia de la pesadilla le oprimía el co-
razón. Probablemente era ya muy viejo como para dormir en un coy en un
lugar que no paraba de moverse ni de noche ni de día. Se sentía viejo, cansa-
do y eso le ponía de muy mal humor, más le valdría al bueno de Juan el tener
algo importante que decirle.
374
– Don Fardrique, ¡Suez se ha rendido!

Entonces lo recordó todo, habían llegado un par de días antes


y habían puesto en práctica el mismo método que en todos los puertos que
habían atacado: despliegue rápido bloqueando cada vía de escape, uso masi-
vo de artillería, destrucción de las piezas enemigas y riesgos mínimos. La
llamada guerra española a base de abordajes y desembarcos osados dejaba
paso a la guerra galana en la que la potencia de fuego de la artillería tomaba
preponderancia. Algunas plazas como Bir-Ghazzat se habían rendido al aso-
mar la flota y leerse el requerimiento de rendición, la mayoría habían reque-
rido de un cierto bombardeo para convencerse de que la resistencia era fútil,
otras como Rumana, la pequeña ciudad a la entrada de los estrechos, pero en
el lado de la península Palestina, había resistido hasta una semana. De hecho
no habían llegado noticias de su caída hasta la noche anterior y ésta se había
producido por un asalto desde tierra por parte de infantes del Tercio de Sici-
lia. Era curioso que Suez, una plaza más importante y teóricamente mejor
fortificada no hubiese resistido más, tal vez habían llegado noticias de la caí-
da de Rumana o su gobernador era más cobarde o más sabio. Como pudo se
arrastró a la cubierta y observó los fuegos que todavía ardían en las fortifica-
ciones a la entrada del puerto. Mientras orinaba por la borda se preguntó en
que estado estarían las fortificaciones hacia el lado de tierra, si quedarían
muchos civiles en la ciudad o habrían huido y esas preocupaciones arrastra-
ron lo que quedaba de un recuerdo de timbales, cabezas y niebla.

Al menos hasta la siguiente noche.

375
35. SUEÑOS
el-Qahira, 7 de Dhul-Qa’da de 1008/ 20 de Mayo de 1600

N i tan siquiera las más lastimeras Rubaiyyat del maestro Khayyam lo-
graban conmoverle, empañando su ánimo y eso, paradójicamente, le
deleitaba sobremanera puesto que así su natural sensible no le estorbaba en el
disfrute de su obra como ocurría en otras ocasiones. Privado de la interferen-
cia emocional que le desbordaba habitualmente sentía que de esa manera al-
canzaba a valorar mejor la rima, las figuras, imágenes y los sentidos ocultos
de las palabras.

¿Dónde están todos nuestros amigos?

¿Los derribó y pisoteó la Muerte?

¿Dónde están? Oigo aún sus báquicas cantigas.

¿Están muertos o están ebrios de haber vivido?

Debía existir un equilibrio entre la privación emocional que


pregonaban los paganos estoicos y el abandono a los sentidos de los paganos
hedonistas que él estaba a punto de alcanzar. ¿Cómo? El secreto estaba en
alternar jornadas en las que se entregaba febrilmente a la tarea de proyectar,
dirigir y gobernar hasta el agotamiento, con otras en las que únicamente de-
dicaba su tiempo a embriagarse en la belleza y el placer. Así no solo lograba
ser un gobernante admirado y querido a diferencia del sultán, sino que ade-
más alcanzaba las cotas más altas de deleite personal. La pena era que para
conseguirlo se había visto atado por responsabilidades y preocupaciones que
376
muchas veces amenazaban con desbordarle. Le perdía su elevada capacidad
de entrega y le salvaba su sensibilidad capaz de embriagarse con cualquier
texto u objeto hermoso.

No podía ocultar que se habían producido algunas inconve-


niencias menores como la aparición de una molesta flota corsaria cristiana
que tras saquear la isla de Cirene había atacado dañando las defensas de el-
Qahira y algunos de sus arrabales. Nada que no pudiese ser reparado fácil-
mente o adquirido con las abundantes riquezas de Misr. Cierto era que habían
hundido el escuadrón de galeras que había quedado en el puerto, algunas de
las cuales incluso eran propiedad del beylerbey, pero no era menos que teme-
rosos de la aparición de la flota egipcia que había marchado a Rodos o de la
otomana que no debía merodear muy lejos habían huido cobardemente sin
poder tomar la ciudad, sin darle oportunidad de mostrar su valía y la de la
guarnición de la ciudad, al frente de la cual sin duda habría destruido cual-
quier fuerza que hubiese desembarcado. Pero eso no había sido más que una
nube pasajera que hasta había permitido la entrada de un brillante rayo de sol,
puesto el emir Fakr Bashit que había quedado como representante el sultán
al-Thamadi y máxima autoridad en su ausencia, se había embarcado al man-
do de la flotilla de unas veinte naves para enfrentarse a los piratas hispanos y
debido a su mucha impericia o a su cobardía perdió su vida, su honra y tan
poderosas naves ante los pusilánimes piratas hispanos.

Con gran diligencia se había aprestado a ocupar su puesto


cuando se produjo el vacío de poder. Otros emires que se encontraban en la
ciudad se quejaron de su osadía y arrogancia, pero en ausencia del sultán y su
ejército y con la muerte del que había quedado en su representación la fuerza
más poderosa que permanecía en la ciudad eran los azabis y los bashi-bazouk

377
que estaba reuniendo el beylerbey Arslan para llevar a cabo sus planes. La
indolente milicia egipcia de la ciudad no se atrevió a interponerse en su ca-
mino y no impidieron que Yusuf se instalase en el palacio del sultán, se apo-
derase de harén y herederos, tomase a su cargo el tesoro real y aun que los
indisciplinados mercenarios otomanos saqueasen algunas de las dependen-
cias palaciegas. De tal manera había asentado las bases del poder para el no-
ble beylerbey rus aun antes de saber de la muerte del corrupto sultán en bata-
lla. ¡Qué alegría interna cuando supo del resultado de la batalla en la que pe-
reció! En la oración de ese viernes los cairotas pensaron que el nuevo gober-
nador oraba al Soberano del Mundo, al-Mâlik al-mulk, por el fallecido sobe-
rano junto a su heredero derramando abundantes lágrimas y prometiendo
cuidarle, cuando en realidad daba gracias por la muerte de su padre. Su elec-
ción de la Sura de la familia de Imrán le enorgullecía para el sermón, puesto
que entre falsas loas, había desgranado las maldiciones que les aguardaban a
los avarientos y cómo sus bienes serían atados a sus cuellos para hundirles
aun más en las aguas de la perdición. Le envió entonces junto con las esposas
y concubinas a un palacete que había en las afueras de la ciudad y adonde los
custodió con fuerte guardia, a la espera de la llegada de instrucciones del
beylerbey.

Recogió amorosamente, como haría una madre con su hijo


lactante, su precioso manuscrito de Omar Khayyam y lo guardó cuidadosa-
mente en un cartucho de marfil, uno de los siervos palatinos se acercó a él
postrándose reverentemente y sin ocultar una cierta impaciencia por transmi-
tirle un mensaje. ¡Por fin hasta los más humildes siervos de palacio le reco-
nocían sus méritos y sus valores! Le miró de reojo, reteniéndole con la mano,
sin darle permiso para transmitir el mensaje que portaba, nutriendo su orgu-
llo, dando lustre a su magnificencia y sustento a su poder. No pudo evitar el
sonreír al pensar en lo satisfecho que estaría el beylerbey al ver con que es-
378
plendor y autoridad ostentaba la soberanía de la principal de las ciudades de
Misr. Sin duda quedaría convencido de que no habría nadie mejor que él para
la administración de tan rica tierra, nadie que no conociese del más oculto
rumor o secreto, y le concedería el rango de Emir y le recomendaría ante el
Gran turco para beylerbey de todo el Misr. Con ese pensamiento un vendaval
de preocupaciones inundó repentinamente su cabeza.

– Excelencia...

El lacayo alcanzó a balbucear, pero Yusuf le ordenó callar.


¡Cómo atenderle en un momento tan crítico en el que tantas importantes
cuestiones se arremolinaban en su mente! Lo primero sería dejar una contri-
bución a la ciudad, una prueba de su paso por la máxima magistratura, algo
que dejase memoria perpetua de la grandeza y munificencia de su persona.
Personalmente le encantaría construir una biblioteca que recogiese las obras
de los mejores poetas, filósofos y santos hombres de los creyentes. Algo que
glorificase el pensamiento y las letras del país del Nilo y a su más grande
protector: él mismo. Pero, ¿dónde podría ubicar semejante maravilla? Entre
las pirámides sería un buen lugar al dar sensación de que el saber de los cre-
yentes era heredero de otro más antiguo y más que culminación, superación
del mismo. Aunque si quería situarlo allí el edificio debería ser inmenso para
no quedar empequeñecido hasta el ridículo en medio de tan vetustas moles
que lo reducirían a los ojos de las gentes a la talla de un pequeño juguete o de
una simple nonada. Tal vez sería mejor al otro lado del Nilo, un lugar fresco
y hermoso, entre naranjos y palmeras. Allí un edificio menos ostentoso y por
tanto más económico, más recogido y más humilde y que invitase a la crea-
ción literaria, a la oración y la reflexión encajaría perfectamente sin quedar
ridiculizado por ninguna otra edificación.

379
– Guardián de la ciudad, afuera os...

Le dirigió una mirada amenazadora y admonitoria ante lo


que el sirviente volvió a su postrada posición, tembloroso y tenso. Probable-
mente sería algún proveedor de palacio y quería quitarse de encima el encar-
go por holgarse con alguna de las doncellas del servicio. Sonrió mientras se
recreaba en la situación, apenas unos días antes ese ser que ahora no se atre-
vía a alzar su mirada o a hablar le habría despreciado y le habría negado el
acceso con altanería. Anotó mentalmente la conveniencia de renovar el servi-
cio de la Corte una vez llegase el nombramiento oficial, sustituyéndolo por
personal incondicionalmente leal a su persona y menos molesto.

De repente las puertas se abrieron, quiso decir algo, repren-


der a los que osaban irrumpir en sus aposentos, recriminarles con autoritaria
voz, apabullarlos con su soberana serenidad, fulminarlos con su verbo, pero
no pudo. Fue como salir de un sueño y sin despertar comenzar una pesadilla,
puesto que los que irrumpían eran sus propios guardias anatolios, sus leales
azabis, que escoltaban a un grupo de jenízaros que a su vez formaba un anillo
protector en torno a un par de nobles otomanos. En su interior se encontraba
dividido entre el deseo de mostrar autoridad y recriminarles que osasen entrar
así en los aposentos privados de aquel en el que la soberanía de Misr recaía
en esos instantes, y el guardar silencio y respeto ante a aquellos en los que
probablemente descansaba la responsabilidad de confirmarle en ese puesto.
Entre su natural autoridad y su respetuosa prudencia, acabó triunfando la se-
gunda, puesto que no se vio con fuerzas ni de intentar echarlos, ni de obligar-
les a mostrar el debido respeto a su persona. No se trataba de cobardía, era
simplemente un uso razonable del sentido común y una muestra de tolerancia
380
ante sus inesperados invitados. Intentó balbucear una fórmula de cortesía pe-
ro sólo alcanzó a mover sus manos nerviosamente, abrir la boca y sonreír. Sí,
sonreír. Su sonrisa siempre había sido una buena arma.

– Estúpido siervo, ¿dónde está tu Señor Arslan? Venimos


cabalgando desde al-Suweis, huyendo de noticias terribles, por el camino nos
enteramos de nuevos desastres y tus compañeros siervos osan retenernos sin
explicación – el que así le hablaba era el más joven de los dos dignatarios,
por su uniforme, noble aunque cubierto de polvo, parecía ser un oficial de
alto rango de los jenízaros, un Çorbaci o un Aga –. ¿Tienes noticias del para-
dero del Beylerbey?

Los jenízaros apartaron a Yusuf del trono y arrojándole al


suelo le forzaron a adoptar una postura sumisa. Trató de protestar, pero algo
dentro de él le gritó que no era el momento, que debía ceder y cedió. Se dejó
postrar y una vez allí adoptó una postura de sumisión superior incluso a la del
siervo que unos instantes antes no le había querido informar de quien estaba
afuera. En el asiento que el había estado sentado hasta la interrupción los je-
nízaros acomodaron al mayor de los emisarios.

– Por los informes que envió el beylerbey Arslan sabemos


que eres un siervo de un cierto valor, que has proporcionado informaciones
vitales para nuestros planes, pero obviamente no deberías ocupar un puesto
de tanta responsabilidad – ahora el que hablaba era el más anciano, en su to-
no de voz se adivinaban autoridad y sabiduría por lo que la confianza en que
el malentendido se deshiciese retornó a su corazón – evidentemente muy le-
jos de tus limitadas aunque útiles capacidades. Ya hablaremos de eso. Nece-
sitamos saber dónde se encuentra ahora el beylerbey y si ha sido informado
381
de la situación. Más tarde hablaremos de este caos con forma de ciudad...

Tímidamente levantó la cabeza, pero en seguida la volvió a


hundir y meditó cual debía ser su respuesta. Parecían mal informados en lo
esencial, obviamente alguien había olvidado mencionarles que sin él los pla-
nes de dominación de Misr serían una quimera para cualquiera que lo inten-
tase y que la situación de la ciudad estaba absolutamente bajo control. Ya
averiguaría más tarde quien había osado tratar de apartarle de su triunfo y de
arrojar luz sobre las dudas de sus invitados.

– ¡Oh, muy noble y eximio Señor! ¡Príncipe entre los prínci-


pes! ¡Luz de los guerreros del Gran...! – Un fuerte puntapié propinado por el
más joven de los nobles le transmitió claramente que las formalidades debían
ser aplazadas –. El beylerbey se encontraba en campaña contra los infieles en
el lejano Sur, con la intención adicional de... – Se preguntó si estarían al tanto
de los planes del noble Arslan –... de liberar Misr de algunos corruptos... de
dirigentes innobles. Al parecer parte del plan se desarrolló sin novedad, aun-
que los infieles de momento han salvado sus vidas ya que tuvo que... fue in-
formado de... determinados acontecimientos tuvieron lugar aquí en el Cairo.
No sé si sabréis que una flota pirata fue ahuyentada del puerto a un coste te-
rrible...

– ¿Terrible? Por lo que he visto las defensas del mismo han


sido barridas y evidentemente si los hispanos no han tomado la ciudad ha
sido por no comprometer demasiadas fuerzas en una plaza que no puede ser
defendida con éxito por carecer de murallas dignas de ese nombre – el que
así hablaba era el más joven que le propinó una nueva patada –. ¿Quién fue el
asno que dirigió la defensa? No me lo digas, me da lo mismo... ¿Qué planes
382
hay para la defensa de el-Suweis y de los puertos de la costa del Mar Rojo?
Si es que los hay.

Yusuf levantó la cabeza y arqueó sus cejas, mostrando una


infinita sorpresa. Nadie le había dicho nada de el-Suweis y de los puertos.
Mentalmente trató de revisar cual podría ser el problema allí, puesto que sus
agentes allí le habían dicho que las defensas, aunque no eran tan fuertes co-
mo las de el-Qahira, eran adecuadas para disuadir a cualquier flotilla pirata
que por allí asomase.

– ¿el-Suweis? Ignoraba que hubiese problemas allí.

Esta vez la patada fue dirigida a su cara. La bota impactó con


fuerza en la boca que se llenó con el sabor metálico de la sangre y con los
fragmentos de uno o varios dientes, todo ello acompañado de una descarga
de dolor tan intensa que le dejó sin resuello. Estuvo tentado de alzar su cabe-
za solicitando una explicación, pero no se atrevió. Como pudo se hizo un ovi-
llo sumiso en el suelo y comenzó a gimotear solicitando clemencia y a pre-
guntar una y otra vez por al-Suweis. La sangre de su boca goteaba por su bar-
billa mezclada con saliva formando un charquito, un par de dedos más abajo,
que poco a poco se acumulaba empapando su túnica.

– Hemos escapado por los pelos – el más joven le tiró de la


barba y alzó su rostro –, una flota cristiana, seguramente la misma que arrasó
las defensas de el-Qahira, se presentó en el puerto poco después de arribar
nosotros desatando una tormenta de fuego sobre la ciudad. Tememos que no
resista, y si no resiste el principal puerto el paso a Yazirat al-arab estará ce-

383
rrado. Si ese paso está cerrado no podrán llegar las tropas del Gran Turco...

– Y si como insinúas los etíopes derrotaron al sultán y el


beylerbey se bate en retirada por un mensaje tuyo, la situación es crítica –
Los oficiales turcos intercambiaron una mirada de honda preocupación.

– Mis nobles señores, podría... podría organizar la defensa de


la ciudad, hacer de ella un lugar inexpugnable...

El más anciano le ordenó callar y el otro se aproximó a él.


Yusuf aprovechó para mirarlos y entonces apreció un cierto parecido entre
ellos. Probablemente no eran un poderoso Aga y su Kethuda, sino que debían
ser padre e hijo. Algún importante oficial de confianza del Gran Turco que
había venido en una importante misión al reino de Misr acompañado de su
hijo.

– Yo me encargaré de ello mientras que Murad marchará de


vuelta hacia la costa oriental con algunas fuerzas para determinar la situación
de los puertos y si alguno de ellos puede ser recuperado. Tú marcharás hacia
el sur para reparar el daño que has causado. Le llevarás todas las milicias
egipcias que puedas reunir. Debemos parar al Padisha Dawit, puesto que, por
lo que sea, los hispanos no parecen muy interesados en estas tierras.

384
36. LA CIUDAD ROJA
Wadi Musa, 18 de Julio de 1600

E sta era la primera vez desde que había desembarcado al frente del Ter-
cio Viejo de Caballería de Toledo en que podía disfrutar de la extraña
belleza de estos lugares en los que se unían la península de Tierra Santa y la
Arabia Pétrea. Estaban a poco menos de media legua al sudeste de la aldea
que los naturales denominaban Guadimusa o el Río de Moisés porque según
ellos fue allí donde Moisés había hecho brotar agua al golpear con su báculo
en una roca. Seguramente al Duque le encantaría oír algún día esa historia y
hasta tal vez tratase de averiguar que había de cierto en ella, aunque según
había visto por toda esta región abundaban los lugares por los que había pa-
sado el patriarca bíblico haciendo uno u otro prodigio. Tantos que a Juan no
le empezaba a maravillar que hubiesen pasado cuarenta años dando vueltas
por el desierto, de hecho lo que le extrañaba era que no hubiese tardado más.
De momento ese lugar le había servido para poder destacar allí algunas com-
pañías de semilanzas y de dragones con el fin de cubrir el máximo territorio
posible.

Junto a la aldea había un lugar del que jamás había oído


hablar, un lugar hermoso con profundos cañones de paredes de greda y roca
de vivos colores rosa, amarillo, blanco, rojo y azul, tan estrechos y de pare-
des tan altas que en algunos puntos llegaban a ocultar la luz del sol durante la
mayor parte del día. Al final del más estrecho y largo de ellos, cuya entrada
marcaba un atrevido arco apoyado en la roca junto a una antiquísima represa,
había una ciudad olvidada de palacios y tumbas de una belleza que admiraría

385
a la mayor parte de los eruditos de las Españas y aun de toda la Cristiandad.
En esa ciudad olvidada habitaban algunos alárabes, los Bedul, que habían
ofrecido una cierta resistencia más por costumbre de oponerse a cualquier
extraño que llegase a estas tierras que por convicción de poder expulsarlos,
pero que finalmente se habían resignado a la presencia de los jinetes hispa-
nos. Juan había tratado de conseguir que algún anciano del lugar le relatase
historias acerca de los constructores de las maravillosas ruinas, pero debido
al recelo que provocaba su presencia no había tenido mucho éxito. Con per-
sistencia, astucia y algo de comida había logrado que algunos de los niños,
más curiosos o más osados, le contasen que habían sido construidas por un
faraón egipcio que trataba de ocultar un tesoro, dichas riquezas estarían al-
macenadas en la urna que se encontraba en la parte superior del más especta-
cular de los edificios, el que había justo a la salida del desfiladero, y que
habría enterrado a una hija muerta en otro al pie del castillo de los antiguos
cruzados. Sin embargo, tanto el escribano Isidoro Urquijo como el capellán
Fray Pedro de Deva le habían asegurado que la villa parecía más bien de ori-
gen griego o romano debido a la gracia de sus esculturas, argumentando que
de haber sido de origen egipcio las figuras habrían sido más inexpresivas y
sus proporciones menos armoniosas. Además la presencia de un teatro exca-
vado en la roca similar a los que los romanos habían dejado en las Españas
como los de Coruña del Conde o Montejo de Tiermes, era la muestra inequí-
voca de que las legiones de Roma habían hoyado aquellas tierras.

Fuesen quienes fuesen los constructores lo que no se podía


discutir era su pericia como ingenieros y agricultores y su carácter empren-
dedor puesto que algunos de los desfiladeros habían sido excavados con el
fin de crear aljibes y cisternas en las que recoger agua, así como canales para
distribuirla. No era difícil de imaginar una verde y fértil vega en la llanura
alrededor de la que se distribuían los palacios y las tumbas, con las viviendas
386
en las partes más altas y rocosas y el desierto acechando alrededor. Debían de
ser tiempos mucho más secos y áridos, puesto que ahora no daba la sensación
de que dichas estructuras fuesen necesarias ya que los cañones y el enorme
valle de la ciudad estaban repletos de adelfas, higueras, cipreses y palmeras
datileras, con una frondosidad tal que ocultaba la belleza cromática de sus
arenas y rocas. No obstante en las zonas más abiertas estas recuperaban el
dominio de la escena, de la que se enseñoreaban entonces arenas rosadas, que
rebeldes a la fijación que ofrecían las hierbas raquíticas, se desplazaban entre
rocas de distintos tonos de rojo, rodeando cerros que amarilleaban hacia sus
cumbres, o se tornaban blancos o incluso negros. Era como si el Creador tras
haber pintado la Creación entera con toda la gama de colores, hubiese lim-
piado sus pinceles frotándolos contra estas tierras, dejándolas teñidas de una
manera tal que habría sido la envidia de cualquiera de los maestros de la Tos-
cana. Asimismo las texturas parecían desafiar la uniformidad de tantos otros
lugares, ásperas praderas herbáceas salpicadas de hoscos espinos, alternaban
con suaves arenales con una consistencia casi líquida, en otros lugares eran
frescas alfombras de tréboles las que de pronto eran cruzadas por ríos de pie-
dra, y arroyos de adelfas que caían por enormes montañas rocosas que bien
podrían ser los huesos de la misma tierra resecos por un sol tan intenso o más
que cualquier otro que hubiese sufrido el Capitán Chanciller.

Las ocupaciones del mando que se había visto obligado a


asumir tras la muerte del Maestre Don Alonso de Honrubias en una absurda
escaramuza con un grupo de alárabes, le habían privado de moverse a su an-
tojo y habían llenado hasta el último momento de su tiempo. Las órdenes
recibidas de manos de su agonizante antecesor eran claras: debían alertar de
la llegada de fuerzas por este lugar e impedir que ninguna fuerza enemiga por
pequeña que fuese entrase por el istmo de Négueb, mientras las fuerzas cru-
zadas ocupaban las principales ciudades de Tierra Santa y el Duque organi-
387
zaba el enorme ejército que se estaba desplegando un poco más al oeste. La
razón eran los crecientes rumores e inquietantes indicios de que el Gran Tur-
co se encontraba de camino desde la Meca a Jerusalén al frente de una pode-
rosísima horda. Los mandos de los destacamentos de las otras naciones de la
Cruzada, el propio legado Papal y el comandante saboyano, especialmente el
Conde Arnaldo d’Este, habían protestado ante el Duque por la merma de
fuerzas con las que contaban para tomar Jerusalén o Belén y que ni tan si-
quiera se plantease la recuperación de Nazaret al otro lado del estrecho de
Galilea. Algunos se atrevían a alegar imprudentemente que el Gran Turco y
sus tropas debían encontrarse a más de cien leguas de distancia y que no
había que preocuparse por él. Pero el Duque de alguna manera sospechaba
que el soberano de los otomanos no tardaría en aparecer y con el mar en ma-
nos cruzadas sólo había un camino que podía seguir: a través del lugar donde
se encontraba en esos momentos Juan. Era obvio que pronto habría una bata-
lla y que ellos serían los primeros en ver a las fuerzas enemigas. Con esa fi-
nalidad había creado una red de puestos de vigilancia ubicando su campa-
mento principal en una antigua fortaleza cruzada en un monte llamado Habis,
rodeado por la ciudad de piedra y que según el escribano debía ser el casi
olvidado Château de la Valée de Moyse, una de las plazas más orientales de
los reyes de Jerusalén.

Con un gesto de la mano ordenó que el grupo se detuviese


con el fin de esperar al escuadrón que había cabalgado hasta lo alto de un
teso con el fin de observar la posible presencia de fuerzas agarenas. El sar-
gento al mando del grupo avanzado hizo una señal desde el altozano indican-
do que no había nada inusual y Juan decidió desmontar hasta ser alcanzados.
Con su pie retiró la arena que cubría unas piedras en el suelo, probablemente
serían parte de la antigua vía romana que recorría estos parajes, la ruta del
Rey como la llamaban los Bedul, ¡hasta aquí llegaba el poder de los Césares!
388
El día que el Duque se acercó a Guadimusa a nombrarle Coronel provisional,
al menos hasta que llegase la aprobación oficial de la Corte, y a darle nuevas
instrucciones, le contó que estas tierras fueron en su momento conquistadas
por los césares de Roma que buscaban controlar las caravanas que desde el
sur de Arabia y del Reino de Saba traían incienso, oro y marfil. Cuando su
poder declinó persas, bizantinos y árabes ocuparon estas tierras buscando lo
mismo, el control de las rutas de caravanas y las riquezas que portaban. Hasta
aquí llegaron luego los cruzados que construyeron un castillo, aunque esta
vez la mercancía a proteger eran los peregrinos que iban a los Santos Luga-
res. Las rutas probablemente no se cerraron ni tan siquiera durante los oscu-
ros días del Diluvio y si lo hicieron se debieron reabrir muy pronto para per-
mitir el paso de peregrinos ismaelitas hacia Jerusalén y desde allí hacia sus
ciudades Santas de la Meca y Medina.

Tras agruparse la columna y destacarse algunos jinetes por


los flancos, reanudaron apresuradamente su marcha hacia el castillo del mon-
te Habis con la idea de llegar antes de que anocheciese. Avanzaron sin inci-
dentes hasta Guadimusa, donde el sargento al cargo del puesto, un leonés
corpulento al que sus hombres llamaban “El Toro”, le dio las novedades ad-
virtiéndoles de la presencia de algunos alárabes armados al norte de un arro-
yo llamado Guadalmataja que estaba en las cercanías del castillo.

– ¿Un grupo numeroso sargento?

– No creo, por las huellas no parecía un grupo numeroso, a


menos que se les hayan incorporado otros… Si lo desea Vuesa Merced algu-
nos de mis hombres podrían acompañarles y darles escolta... – el leonés dijo
con escaso convencimiento –. Me da a mí en la nariz que intentan cruzar en
389
dirección al este… a buscar al Gran Turco y a la puta que lo parió. Daré ór-
denes de que un par de escuadrones de dragones les escolten. ¡Alavarado! –
Gritó hacia la cabaña de la que había salido, pero no se observó movimiento
– ¡Alvarado! ¡Hideputa! ¿Dónde te escondes?

– No será necesario, somos más de un centenar y un bocado


más grande de lo que podrán tragar – el tal Alvarado apareció por fin, aunque
por su aspecto acababa de volver de una patrulla y la perspectiva de salir de
nuevo no parecía entrar en sus planes –. Yo me preocuparía por las patrullas
que tenga vuesa merced destacadas por los alrededores y que podrían tener
un mal encuentro. Estas gentes son buenos luchadores, pero cobardes si no
son superiores en número y crueles si lo son.

No tuvieron novedades hasta que al pasar junto uno de los


canales tallados en la roca por los antiguos se oyó una detonación y el jinete
que marchaba justo delante del flamante Coronel Chanciller cayó del caballo,
una segunda bala impactó en la pared del cañón rebotando y alcanzando en la
mano a otro de los soldados, cuyo caballo se encabritó derribándolo justo a la
altura de la hendidura de la que habían partido los disparos.

Juan Chanciller no se lo pensó dos veces, desenfundó una de


sus pistolas, saltó del caballo y disparando al hueco cargó con el soldado
herido sacándole de su expuesta posición y escapando por muy poco de otro
disparo de espingarda. El capitán Moral que marchaba detrás de él tampoco
lo dudó y arrastró con él a una docena de soldados que se abalanzaron por la
brecha rocas arriba disparando sus pistolas, ocultándose como podían y aco-
sando a los atacantes. Por momentos el fuego se hizo más intenso y desde lo
alto caían también rocas y flechas, pronto los ecos de los gritos y los disparos
390
convirtieron la pequeña escaramuza en batalla. Chanciller no podía aguantar
allí mano sobre mano, escondido como un conejo, mientras otros resolvían la
situación, se encomendó a Santiago Matamoros para eludir el destino de su
predecesor en el cargo, tomó consigo a algunos herreruelos de la vanguardia
que habían desmontado y trepó con ellos por la hendidura en pos de Moral.
De camino encontraron a un par de soldados heridos que quedaron al cuidado
de uno de sus hombres. El primer grupo se había movido con rapidez puesto
que ya se los veía en lo alto de la pared intercambiando disparos y juramen-
tos con sus atacantes, Chanciller les señaló a los soldados que le seguían que
en vez de ir directamente adonde se encontraba Moral, trepasen por otra aca-
naladura para acceder a lo alto de los riscos por otro punto y aligerar la pre-
sión sobre el valeroso oficial. Fue una ascensión difícil, en la que los gritos
de la avanzada de Moral y los disparos les apremiaban a seguir por muy dura
que fuese la ruta. Su esfuerzo fue premiado al emerger resoplando él y los
hombres que le habían seguido a unas treinta varas del otro pelotón hispano.
Se encontraban tras unas rocas que les ocultaban a los ojos de los atacantes
alárabes de los que no quedaban ya más de diez y que se retiraban protegidos
por un intenso fuego de espingardas. Chanciller les ordenó no abrir fuego
hasta que estuviesen más cerca y les hubiesen cortado la retirada, por lo que
el pequeño grupo avanzó en silencio ocultándose en las irregularidades del
terreno. No tardaron en encontrarse a menos de veinte varas detrás de las es-
paldas de los beduinos que no se habían percatado de su presencia. En ese
momento Chanciller desenvainó su espada y tomando en la otra mano una
pistola indicó a los herreruelos que le habían seguido que aguardasen y cuan-
do los ismaelitas soltaron una nueva descarga en dirección del otro grupo de
soldados no necesitaron más para saber que había llegado su oportunidad y
todos cargaron como un sólo hombre desatando una tormenta de fuego sobre
ellos sabiendo que no habría respuesta.

391
Los pillaron totalmente por sorpresa, dos o tres trataron de
escabullirse pagando con sus vidas, uno más trató de saltar al otro lado del
estrecho desfiladero sin éxito, pero la mayoría de ellos no pudieron hacer otra
cosa que ocultarse entre las rocas para recargar sus espingardas o preparar
sus gumías para el cuerpo a cuerpo, puesto que el fuego de las pistolas les
obligaba a ocultarse cada vez que asomaban la cabeza. Finalmente fueron
alcanzados simultáneamente por el pelotón de Moral al que se habían unido
algunos soldados más que habían ido subiendo detrás de ellos. Ambos oficia-
les, cargaron blandiendo espada y vizcaína, seguidos por sus hombres en lo
que ya no era más que una matanza, puesto que la decena de hombres que les
habían atacado se había visto dramáticamente reducida en número y ya ape-
nas ofrecían resistencia. No quedaron más que un par de ellos para ser inter-
rogados, aunque Juan se temía que poco podrían sacarles y que lo que dijesen
no sería de valor. Al menos con su aniquilación habían dejado claro que sería
inútil ofrecer ninguna resistencia y que lo mejor sería o emigrar o aceptar la
nueva situación.

Mientras se combatía había llegado una patrulla desde el cas-


tillo, estaban encabezados por el Capitán Zácher que aunque había quedado
al mando del castillo no pudo aguantar y salió al frente de un centenar de
hombres alarmado por el tiroteo y temeroso no tanto de haber perdido a otro
comandante, sino de tener que explicárselo al Gran Duque.

Fue entonces cuando Juan Chanciller de Barahona fue cons-


ciente de las terribles consecuencias que su acto podría haber tenido. Cuando
era un simple capitán le costaba desvincularse de sus hombres y actuar como
un oficial. Eso reforzaba la confianza de sus subalternos y elevada su lealtad
y su capacidad de sacrificio, pero no era ortodoxo y debilitaba la disciplina.

392
Don Fardrique se lo había reprochado muchas veces, incluso cuando vino a
ascenderle a Coronel provisional. Como superior le había pedido prudencia
en sus acciones, sin caer en la inacción y la cobardía, actuar valerosamente
pero siendo consciente de que su vida no valía ya lo mismo que la de uno de
sus soldados, ni tan siquiera que la de uno de sus capitanes. En el desfiladero
no pasó eso por su cabeza, simplemente vio un hombre herido al que podía
retirar con un riesgo razonable y luego la oportunidad de ayudar a un subal-
terno, el Duque habría delegado, eso era lo que le fallaba: saber cuando dele-
gar. Escoger el hombre más adecuado para cada momento, arriesgando lo
justo y sin cargar la responsabilidad de hacerlo todo. Aquel día el Duque
además le pidió como amigo que se cuidase, pero que no se arriesgase en
demasía, que ya había perdido demasiados seres queridos y que a él más que
como un amigo le quería como a un hijo. Juan no supo que responder en
aquel momento, él apreciaba enormemente al viejo Duque y le quería puesto
que había cuidado de él desde que era un mochilero y si alguien podía ser su
padre ese era el bueno de Don Fardrique. Sin embargo, jamás se habría atre-
vido a llamarle así y le conmovió profundamente que el anciano general al
que ya consideraba como su mejor amigo le hiciese tal confesión.

Hubo algo más, con las órdenes y una pícara sonrisa le en-
tregó una carta que había llegado al cuartel general en Suez, procedía de Car-
tago y estaba firmada por Zara. Si le hubiesen dicho que una de las dos muje-
res que se habían cruzado por su vida en los últimos meses le fuese a escribir
desde Cartago anunciando su intención de ponerse en marcha hacia Tierra
Santa para estar con él en cuanto fuese posible, el nombre de Zara no habría
sido el que hubiese salido de sus labios. Tal vez la soñadora Caterina, pero la
fogosa Zara... Desde Cartago además, era curioso que ambas mujeres, tan
distintas, le hubiesen escrito desde el mismo lugar, se preguntó que habría
ocurrido de haberse encontrado. La primera era como el mármol, hermosa,
393
fría aunque pudiese ser calentada, dura pero frágil, blanca y pura, amarla re-
queriría una fidelidad, una devoción y una renuncia que él nunca podría ofre-
cer. La segunda era como el fuego, hermosa, apasionada aunque capaz de
adaptarse, imprevisible aunque su forma de pensar fuese de lo más razonable,
ardiente y luminosa, amarla sería menos exigente. No estaba seguro de eso
último, aunque sí le parecía que sería más fácil.

Anochecía en la ciudad Roja cuando por fin pudieron reanu-


dar la marcha con los prisioneros, seis soldados heridos de distinta considera-
ción y los cinco muertos con los que se había saldado la escaramuza.

394
37. DESTINO
Cartago, 22 de Julio de 1600

E l movimiento de naves que arribaban y que partían del puerto de Carta-


go era continuo y en algunos momentos frenético. Provisiones, pertre-
chos y hombres venían de todas partes de los dominios del rey español y de
los de sus aliados en la guerra que habían desencadenado contra el soldán de
Egipto y el Gran Turco. En el puerto legiones de funcionarios reales, con sus
negros atuendos, sus cartapacios, sus tinteros y sus plumas registraban la lle-
gada de hasta el más pequeño pertrecho y cotejaban con las peticiones, prio-
ridades y disponibilidad de naves para ordenar su inmediata transferencia a
otros navíos o a los almacenes del arsenal. El imperio de papel y tinta del rey
Trastámara controlaba cada aspecto de la vida de las Españas y se disponía a
enviar a sus más conspicuos representantes a las nuevas tierras para certificar
su incorporación. A Zara le resultó interesante el diario ritual de esos hom-
brecillos que pasaban primero por las dependencias del Mayordomo de In-
tendencia de Cartago, luego se distribuían por el puerto revisando cada fardo
y cada tonel, anotándolo todo y volviendo una y otra vez a los registros como
hormigas llevando miguitas a su agujero.

Desde hacía varias semanas vagaba por las calles de la ciu-


dad buscando sin éxito una embarcación que la pudiese llevar a Levante jun-
to a Juan. Había tomado la decisión durante su brevísima estancia en San
Vicente, cuando conoció al otro amor de aquel a quien había entregado, o
quería entregar, su corazón. Al principio pensó renunciar a toda esperanza,
puesto que no vería cómo podía competir con alguien que podía ofrecer tanta

395
inocencia, tanta pureza como la que parecía destilar por todos sus poros la
hermosa Caterina. Pensó en renunciar a lo que más deseaba, a una vida con
Juan, puesto que no llevaría con ella una buena dote, ni un futuro con espe-
ranzas. Pensó, pero no lo hizo, puesto que para ella a diferencia de la jovenci-
ta valenciana no había dudas en cuanto a quien estaba dispuesta a ofrecer
todo su ser. La hija del librero dudaba entre lanzarse a la aventura de amar al
inquieto capitán o la seguridad de aceptar ser dada a un joven acomodado de
San Vicente, se debatía entre la obediencia a la voluntad de sus padres y la
pasión de su corazón, como si fuesen fuerzas comparables. Para Zara no
había duda alguna, era elegir entre una vida triste y gris como dama de com-
pañía de alguna señora de Villa Real o de la casa de Alba para lo que llevaba
un par de cartas de recomendación y acabar casada con un maduro funciona-
rio o con el secretario de algún noble, o arriesgarlo todo a una carta mar-
chando a Tierra Santa con la esperanza de que Juan se hubiese decidido a
amarla. Era elegir entre apagarse cómodamente y consumirse en una última
llama. Ella no dudaba de estar haciendo lo que debía, aunque sí que temía
que se estuviese disponiendo a dar un salto al vacío. Tenía miedo de que este
viaje fuese una huída inútil que quemase sus esperanzas y su razón de ser. Si
Juan no la amaba, la vida ya no merecería la pena, y ¿qué hacer entonces?
¿Marchar a Misr? ¿A Ermenistan?

Llegó al final del malecón, saltando de roca en roca hasta


que frente a ella sólo estaban las grises aguas del mar, allí se detuvo medi-
tando esa última idea y fascinada por el juego de las olas que rompían contra
las rocas rociándola con espuma salada. Había amado antes y con gran inten-
sidad, especialmente a aquel al que hasta no hacía mucho tiempo llamaba su
príncipe y que constituyó el centro de su existencia, pero la naturaleza del
amor en ese caso y los anteriores era probablemente muy diferente. Dio me-
dia vuelta y reanudó su paseo desandando sus pasos en dirección a los mue-
396
lles. Al principió había odiado con todas sus fuerzas a Juan, al fin y al cabo él
la separaba de su vida anterior, de la comodidad de el-Qahira, de la vida con
el beylerbey, de sus esperanzas. Poco a poco el odio fue remitiendo en la
misma medida que la certeza de ser rescatada se fue diluyendo, de que su
vida de nuevo había cambiado sin tenerla en cuenta a ella y el odio se tornó
en un cierto interés por el hombre que la visitaba a diario pero que no parecía
mostrar interés en ella salvo por lo que pudiese saber, acerca de mensajes, la
vajilla que llevaba y sus contactos en el-Qahira y Konya. Finalmente Juan
acabó rindiéndose y siendo conquistado con ella. Fue el primer amor por el
que tuvo que luchar y no hacerlo consigo misma, tuvo que luchar por abrirse
paso hasta el corazón de él incluso contra el fantasma de Caterina.

El Sol se encontraba casi en el punto más alto cuando deci-


dió volver a la posada en la que se alojaba. Allí le esperaba Amina, la única
de sus sirvientes que le quedaba, y que a pesar de las dificultades seguía a su
lado. Incluso, por ella y por evitarle problemas, se había convertido al cris-
tianismo adoptando el nombre de Alicia, aunque sabía que en el fondo seguía
siendo musulmana, ya que evitaba la carne de cerdo y a veces la sorprendía
orando hacia el este. Por ello la seguía llamando Amina, al menos en la inti-
midad. No culpaba al resto de sirvientes que la habían ido abandonando su-
cesivamente en Otranto, Nápoles y San Vicente, y no lo hacía porque era
plenamente consciente de que su situación como musulmanes era como poco
difícil en las tierras del rey Español y que la situación económica de Zara no
le permitía mantenerles y mucho menos protegerles. El dinero que la había
dejado Juan se había agotado y el que le dejara el criado del Señor de su
amado, el Duque de Alba, un día después de entregarle la carta para Juan
estaba agotándose poco a poco. Todo ello a pesar de que había reducido sus
gastos a lo mínimo, incluso para comer, lo que ella misma notaba al ver lo
delgada que se estaba quedando. Si conseguía encontrar un barco para ir a
397
Tierra Santa, tendría que empeñar las pocas joyas que le quedaban.

– ¡Señorita! ¡Señorita Zara!

Una voz grave sonó a sus espaldas. Al principio dudó si no


sería mejor ignorarla, desistir de su empeño y desaparecer, pero se volvió
hacia el que le había hablado. Se trataba del capitán del galeón que había
apresado su bargia, recordó su nombre y le respondió.

– Don Ramiro, ¿que sorpresa verle por aquí?

Recordaba el carácter sombrío y taciturno del marino, aun-


que ahora le parecía más pálido y mostraba una cierta rigidez en el lado dere-
cho. Probablemente herido en algún combate. En los días de su captura le
pareció un buen hombre que les trató a ella, sus sirvientes y al resto de cauti-
vos de la bargia con suma consideración dadas las circunstancias.

– Lo mismo digo, lo mismo digo. ¿Me permite acompañarla


en su paseo? – trató de complementar la pregunta con una cortés inclinación
pero no pudo sino llegar a amagarla con un gesto de dolor contenido en sus
labios, pero Zara no se atrevió a preguntar –. Desde que abandonó Otranto no
he tenido noticias del Capitán Chanciller... al verla me pregunté si no...

– Sé que está en Tierra Santa, yo... – algo en su interior le


impidió acabar la respuesta y le forzó a hacer la pregunta que antes no había
osado hacer –. ¿Por ventura estáis herido?

398
– Fue en la acción de Rodas, una astilla y algo de metralla
que se me clavaron en la espalda. Nada grave, pero no tuve tiempo de recu-
perarme adecuadamente ya que parte de la flota volvía a Cartago para repara-
ciones y no quería separarme de mi navío... Me temo que eso no ha sido lo
más adecuado para que las heridas sanen.

– La vuestra era una hermosa nave. Capitán, ¿podríais expli-


carme algo? – El marino se detuvo y la miró invitándola a formular la pre-
gunta –. ¿Por qué a los hombres marcháis a la guerra tan fácilmente? Dejáis
atrás vuestros hogares, vuestras mujeres, vuestros hijos, lo que más aman
vuestros corazones, todo para padecer y morir en tierras lejanas donde nadie
os llorará.

– No sé si sabré contestaros a esa pregunta. Yo no estoy en


esta guerra exactamente por voluntad propia. Fui acusado de... de contraban-
do y la alternativa a perder mi nave, que además es en parte de mi suegro, era
enrolarme en esta locura. No negaré que he combatido antes, pero si lo hice
fue por defender mi nave de los piratas. Todo esto es también nuevo para mí.
Comprendo la necesidad de emprender en ocasiones este tipo de guerras, sé
que hay eruditos en las Universidades de las Españas que tiene capacidad de
decidir cuando una guerra es justa y cuando no, yo no me atrevería a tanto,
pero yo no soy un erudito, lo único es que se que hay algo que comparten
sangre y acero que las hace llamarse y buscarse – un par de lágrimas asoma-
ron en los ojos de la muchacha armenia –. No he respondido a vuestra pre-
gunta. Aunque temo que no soy el más adecuado para aclarároslo, el capitán
Chanciller pertenece a otro mundo, a uno que nosotros jamás llegaremos a
comprender.
399
– Simplemente quería entender por qué estos hombres – dijo
señalando un grupo de infantes que marchaban en formación hacia el puerto
– marchan alegremente a un lugar que les podrá atraer dolor y muerte a ellos
y a sus seres queridos. Por qué a alguien como a Juan... como al capitán
Chanciller le atrae esa vida.

– Sentido de la responsabilidad hacia sus paisanos, del deber


de cumplir con su honor, de la obediencia a su señor el rey... ansias de honor,
gloria, riqueza fácil,... el deseo de proteger a los suyos de una amenaza que
ellos creen algún día podría ser cercana, de venganza por alguna ofensa reci-
bida por ellos o los suyos, de cumplir con algo que creen es la voluntad divi-
na... o sencillamente anhelo de visitar lugares que de ninguna otra manera
podrían visitar, simple curiosidad y ganas de ver el mundo... No conozco tan
bien al capitán como para saber si lo que a él le mueve es algo de eso en con-
creto o una mezcla de todo. Sé que es un buen hombre, honesto, noble y vale-
roso, pero no le conozco hasta el punto de saber que le motiva.

Zara reanudó lentamente su paseo y el Capitán Moreno no


tardó en situarse de nuevo a su lado. La muchacha parecía ensimismada en
sus pensamientos, mientras apretaba sus labios y se esforzaba por reprimir las
lágrimas que querían salir de sus ojos. El capitán aliviado de no tener que
hablar más meditaba sobre la guerra. Desde que se había visto envuelto en
todo este asunto apenas había pensado en ello aceptándolo como un negocio
más, tal vez más arriesgado que otros, pero negocio al fin y al cabo. Todo
había cambiado en los días posteriores a la batalla de Rodas y de la muerte de
su amigo el sargento y de tantos de sus hombres. No era el primero de sus
amigos, ni el mejor de ellos que había perdido en combate, de hecho algunos
400
años antes su cuñado Manuel, con el que había compartido juergas, viajes y
hasta dos meses en una prisión maya, había muerto en sus brazos cerca de las
costas purépechas. Pero aquellas veces habían dado sus vidas por el barco,
sus compañeros de tripulación y su medio de vida, elementos más tangibles
para él que la defensa de la fe, de la Cristiandad o de la seguridad de los rein-
os de España. Intuía que era una cuestión de escala y que los marineros de su
nave se preguntarían por qué daban la vida por una carga que no les haría
más ricos de la misma manera que él se preguntaba por las razones de su rey
para arriesgar su pellejo.

– Juan no ha conocido otra vida que la milicia, supongo que


a él le mueven el honor, el sentido del deber y la gratitud al Duque de Alba.
En eso no es tan distinto del bey... ¿Habrá esperanza de abrir un hueco allí,
en su corazón?

El capitán guardó silencio, aliviado de que no hubiese for-


mulado la pregunta hacia él y temeroso de hacer o decir nada que pudiese
redirigirla. Ambos caminaron en silencio hasta llegar a la puerta de la posada
dónde se alojaba Zara.

– ¿Hacia dónde os dirigiréis ahora con vuestra nave? ¿De


vuelta a España?

– Tengo órdenes de escoltar una flotilla con pertrechos y tro-


pas a Suez – Ramiro Moreno se dio cuenta inmediatamente de que no debería
haber dado esa respuesta, intuyó lo que en cuanto acabase la frase le pediría
la armenia –. Se está acondicionando esa plaza para convertirse en el punto

401
fuerte del despliegue en la zona. Por lo que dicen es un puerto magnífico y
bien fortificado.

– ¿A Suez?

– Sé lo que me vais a pedir y no es difícil adivinar los moti-


vos. Es un lugar peligroso que no ha sido asegurado todavía...

– Desde allí podría llegar fácilmente adonde está Juan.

– Llegar, sí. Fácilmente, no lo sé.

– ¿Cuando parte capitán?

Ramiro Moreno temía arrepentirse, pero no podía negarse.


Era hacer algo contrario a la lógica de los tiempos que corrían, algo que no
encajaba, pero no podía negarse.

402
38. AL-DAJJAL
El-Wâsta, 14 de Muharram de 1008 / 26 de Julio de 1600

E l camino de vuelta a el-Qahira estaba siendo mucho más complicado de


lo que había previsto inicialmente. A lo largo de las últimas semanas
había observado que los planes parecían obstinarse en no salir adelante como
estaba previsto, y a Arslan le costaba atisbar cual podría ser la intención ocul-
ta de aquel que todo lo rige tras tanto fracaso. Probablemente no hacía más
que probar a sus fieles servidores con la certeza absoluta de que se esforza-
rían y que responderían como Él en su omnisciencia esperaba de ellos, y que
las duras circunstancias actuales no harían más que dejar al descubierto a los
falsos creyentes y sus intenciones. Al menos eso se decía a sí mismo cada
vez que surgía una nueva dificultad o aparecía un nuevo imprevisto, pero
cada vez le costaba más creerlo. Al fin y al cabo cuantos buenos musulmanes
estaban pagando con sus vidas por lo que no debía ser más que una prueba.
¿Y si no todo estaba escrito? ¿Y si había elementos que escapaban a la volun-
tad del Todopoderoso? Aterrado por este pensamiento repitió mentalmente la
primera Sura. Loa a Alá, dueño del Universo. Si había actos, acontecimientos
o acciones que no estaban escritas, ¿realmente le estaba todo sometido o es
que era su voluntad el que los creyentes sufrieran más allá de lo que merecían
sus culpas e incluso sin tener en cuenta sus méritos, sin piedad? El clemente,
el misericordioso. Si lo conocía todo, ¿por qué no advertía a sus servidores
de las intenciones ocultas de los politeístas, por qué no impartía el justo cas-
tigo que merecían por su pertinaz obstinación? Soberano en el día de la re-
tribución. Si era el Benévolo, el Socorredor, el Dador de la Victoria, ¿por qué
permitía que los infieles les derrotasen por todas partes sin que sus fieles pu-
diesen devolver el golpe? A ti es a quien adoramos, de ti es de quien implo-
403
ramos socorro. Si era el Equitativo, el Que Ennoblece y el que humilla, ¿por
qué permitía que gobernantes inicuos encaminasen a su pueblo para su pro-
pio provecho y desesperación de los humildes que simplemente anhelaban
guiarse por los preceptos dados a través del Profeta y esperaban la ayuda di-
vina? Dirígenos por el camino recto. Si era la Luz, el Encaminador y el Guía
por excelencia, ¿por qué no le marcaba claramente el siguiente paso a dar,
por qué le costaba encontrar el camino? Por el sendero de aquellos a quienes
has colmado con tus beneficios. Tal vez sí le estaba guiando y el problema
era que no lo veía convencido de que el Benévolo pensaba como un hombre
más y tal vez sus dones e intenciones estaban ocultos a los ojos de hombres,
ángeles y djinnes. Sí, era así, debía ser así. ¿Qué debía hacer en estos mo-
mentos? No por el de aquellos que han incurrido en tus iras ni por el de los
que se extravían. No, él no se extraviaría el sabía que su camino estaba escri-
to y se mantendría fiel a pesar de todo.

Tal vez no debería haberse entretenido tanto fortificando


plazas como el-Manshah, Luxor y Qûh, pero en aquel momento le pareció
que el ataque sobre Cirene y el-Qahira no habrían sido más que osadas incur-
siones en busca de botín y esclavos, destinadas a ayudar a los kafir cuyo ata-
que debía ser el principal. Estaba enfurecido con la irresponsable y pasiva
actitud de Yusuf, pero hasta el punto de no darse cuenta de que el ataque
desde el sur por parte de los kafir del Padisha Dawit no era una simple tenta-
tiva para ganar unas pocas plazas fuertes. No sólo parecían marchar contra el
reino de Misir todos los ejércitos de Habeşistan, sino que su pueblo marchaba
detrás. Hombres, mujeres y niños, pastores, campesinos y artesanos, con sus
ganados, sus bagajes y sus aperos. Todo el pueblo kafir se estaba movilizan-
do, probablemente huyendo de las altas temperaturas, el hambre y las lluvias
torrenciales. Dispuestos a ocupar y hacer del país del Nilo su nuevo hogar, de
echar de sus hogares a los campesinos del Nilo y arrebatarles sus tierras. Eran
404
gentes desesperadas y decididas, por lo que para detenerlos y hacerlos desis-
tir harían falta victorias demoledoras y concluyentes que destruyesen su vo-
luntad y les hiciese recordar como algo tolerable e incluso deseable la exis-
tencia en sus inhóspitas tierras, como los tercos israelitas que le reclamaban a
Musa volver a la tierra de los Faraones para volver a llenar sus vientres re-
nunciando a la tierra que Alá, con inmerecida generosidad, les ofrecía. Pero
hasta el momento no habían cosechado más que derrotas, pequeñas, grandes,
pírricas y demoledoras. Pero sólo derrotas como las noticias que le habían
llegado apenas tres días antes: tropas cristianas habían tomado el-Suweis y
otros puertos. Había rumores aun más alarmantes que decían que Palestina
había sido invadida y que Küdüs estaba siendo asediada. Por lo que sabía de
los planes del Gran Turco, su ejército debía estar en camino desde Mekke y
aun tardaría días, si no semanas, en llegar a socorrer la ciudad de la mezquita
de la Roca y expulsar a los nuevos cruzados.

Desbordado por las nuevas que traían los mensajeros y acu-


ciado a apagar fuegos que le surgían por todas partes, se había decidido por
quedarse los elementos más rápidos de su ejército. Había tomado la difícil
decisión de dejar atrás a la infantería y a toda la artillería, con la idea de re-
forzar las posiciones en torno a Luxor de manera que pudiesen detener a los
kafir. Haría la guerra como se hacía en las estepas con rápidos golpes de ma-
no, con movilidad, decisión y sacrificio, no habría lugar donde se pudiesen
ocultar para eludir la furia de los turcos, de los egipcios y de los verdaderos
creyentes. Tal vez estaba sacrificando potencia de fuego que obviamente
echaría en falta al enfrentarse a la primera plaza fortificada, pero confiaba en
que podría suplir esa carencia en las ciudades cercanas a la capital donde tal
vez hubiese algunas piezas de artillería o remediarlo a base de inspiración e
ingenio. De momento ya había logrado incrementar notablemente la veloci-
dad a la que marchaban y se apresuraban lo más rápido que podían hacia el
405
norte con la idea de reunir sus jinetes con lo que quedase en la ciudad de el-
Qahira y marchar hacia el Este. Con suerte podrían recuperar los puertos y
desembarcar en el Sinaí para ayudar al Gran Turco. El que es fuerte, al-Qawí,
bogaría por ellos en las galeras y les llevaría a través de los estrechos veloces
como el viento a disfrutar los dones de su generosidad en forma de victoria.
No todo estaba perdido, si confiaban en los designios del único dios verdade-
ro.

Un jinete, uno de los akinjis que marchaban por delante para


evitar sorpresas desagradables, se acercó a él cubierto de polvo y cansancio,
con clara intención de transmitirle alguna novedad. Últimamente odiaba reci-
bir noticias.

– Bey, una tropa numerosa se aproxima desde el norte. Están


apenas a media hora de aquí, aunque al paso que ellos marchan si nos quedá-
semos a esperar aun tardarían dos o tres horas... – Intuyó lo que la mirada de
Arslan quería saber de él y se anticipó a la pregunta –. Son egipcios, unos
tres o cuatro mil infantes precedidos de unos dos o trescientos jinetes.

– Egipcios, – temió que el necio de Yusuf hubiese dejado


desprotegida la ciudad y lo maldijo en su interior –, soldado cabalga de nue-
vo hacia ellos y comunica al oficial que esté al mando que se reúna conmigo
– dirigiéndose a sus oficiales añadió –. Veremos que tropas son aprovecha-
bles y las incorporaremos a nuestro ejército, los demás que marchen hacia el
sur. Allí se curtirán contra los kafir o perecerán.

Mientras Turkan dirigía al grueso de las fuerzas como estaba

406
previsto hacia la cercana el-Qâsta, él se rodeó de una orta de espahís y cabal-
gó al encuentro de los egipcios. No podía creer a sus ojos cuando, rodeado de
unos jinetes, vio al mercader Yusuf el-Azraq. Instintivamente dirigió su ma-
no a la empuñadura de su espada, las acciones del mercader habían compro-
metido seriamente sus planes hasta el punto de dar la sensación de que se
trataba de sabotaje deliberado. En una mezcla de irreverente malicia, temor
sincero y desprecio se preguntó si en su frente debajo del ostentoso turbante
que llevaba no estaría escrito con fuego el nombre de al-Dajjal, el Traidor. La
leyenda decía que no se manifestaría si no en Ispahán, pero quien le decía
que la historia de sus antepasados ferenghis no era una forma de ocultar su
origen y despistar. Eso explicaría muchas cosas, comenzando por las dudas
que llenaban últimamente su corazón. Estaba escrito que al-Dajjal descarria-
ría a los hombres alejándolos de Alá, como respuesta automática recitó la
sura al-Kahf como protección y se dijo que hablaría con alguno de los sufíes
de la Orden Mevlevi al respecto.

– ¡Oh, noble beylerbey! Terribles acontecimientos, imprevis-


tos... inimaginables... galeras de los politeístas... han tenido lugar en... yo no
quería... le dije que era una locura, que esas galeras... aunque me pareció
buena idea... ¿no?... un precio razonable... sí, un precio razonable... debilita-
ba... ¿no?... sí debilitaba al sultán... era parte del plan... ¿no?

Arslan hizo que su caballo se moviese lentamente en círculos


en torno al del mercader. En círculos cada vez más pequeños, lo que ponía
muy nervioso tanto al jaco como a su parlanchín jinete que trataba de seguir-
le con la mirada sin dejar de hablar, tratando de hacer mover a su montura
para mantenerse encarado al bey, pero su habilidad no era pareja con su ca-
pacidad de generar problemas y mucho menos con su fecundidad verbal. No

407
obstante en su rostro se dibujaba una clara desesperación, le llamó la aten-
ción que estuviese ojeroso y con aspecto abatido, hasta parecía más viejo. Por
un momento le pareció ver algo en la frente, pero no podía decir si era una
sombra o realmente una letra. Al-Dajjal. Se burló de sí mismo por haber pen-
sado que semejante piltrafa humana pudiese haber parecido ser el Traidor, el
que traería la tribulación a los hombres antes de que Alá al-Ajir, el Último,
viniese a destruirle, enaltecer a los creyentes y aplastar con su pie a los infie-
les. Sonrió y si la situación no hubiese sido tan dramática se habría carcajea-
do de su incapacidad y de sí mismo por haberse fiado de él. Tal vez él se me-
recía más que el mercader la humillación. ¿No decía acaso el proverbio aque-
llo de que si me engañas una vez es mi culpa, si me engañas dos es culpa tu-
ya y mía, pero si me engañas tres es culpa mía y solo mía? ¿Cuantas veces le
habría engañado? Entre muchos informes valiosos, muchos buenos servicios,
había cometido muchos deslices, que había tolerado con la esperanza, la vana
esperanza de que un nuevo servicio lo compensase. Debía reírse de sí mismo,
gritar que él era el tonto del que se había burlado ese otro tonto que estaba
frente a él. Finalmente se detuvo frente a él y congelando su sonrisa le inte-
rrumpió.

– Yusuf, me han llegado inquietantes noticias desde el-


Qahira y desde la costa, ¡por tu padre Sheitan! ¿Qué es lo que has hecho? Las
galeras destruidas, tropas cristianas por todas partes y puertos como el de el-
Suweis ocupados.

Esta vez el mercader bajó la mirada al suelo, tal vez esperan-


do que los demonios de los infiernos abriesen el suelo para tragarle y prote-
gerle de la furia de Arslan. Comenzó una frase, o mejor dicho lo intentó en
tres o cuatro ocasiones. Finalmente se arrancó.

408
– Yörgüç Mehmet Agha, junto con su hijo llegaron a el-
Qahira hace algunos días. Se han hecho con el gobierno de la ciudad en
nombre del Gran Turco y a mí me envían al Sur a luchar contra el Padisha
Dawit… ¿No os he servido lealmente? ¿No os he ayudado lo mejor que nadie
habría podido? ¡Ayudadme, no quiero marchar a la muerte!

– Si por mí fuera, te mandaría solo a luchar contra los kafir


con la esperanza de que te matasen – el mercader trató de protestar pero no se
atrevió finalmente a interrumpirle –, pero mi culpa es mayor que la tuya por
haberme fiado de un necio. Marcha al Sur a limpiar tu culpa, si eso es posi-
ble, que yo intentaré lavar la mía contra los hispanos.

Aun pudo oír sus gimoteos un largo trecho mientras se aleja-


ba de ellos, incluso a una distancia a la que no debería oírle ya, supo que lo
que oía tal vez era su propia vergüenza.

409
39. EL DIOS DE LOS EJÉRCITOS
Fahs al-Hamir (Campo de los Asnos), 14 de Agosto de 1600

E l soldán otomano había tardado más de dos semanas en decidirse a re-


coger el guante que el Duque le había arrojado en el momento en que
los primeros regimientos de su enorme ejército comenzaron a concentrarse en
los alrededores de la aldea de Maán y, un poco más al norte, en la fortaleza
de al-Karak. Durante varios días largas columnas de tropas otomanas habían
llegado agotadas y sudorosas desde el sudeste, desde la ciudad de la Meca,
donde según decían los informes el Gran Turco se había proclamado Califa o
rey de todos los Agarenos. A juzgar por lo que habían tardado en llegar ha-
bían efectuado la marcha a una velocidad tal que soldados y monturas debían
estar extenuados y en las peores condiciones para entablar batalla lo que era
una extraordinaria noticia. Sabiéndolo y no dispuesto a dejar que el soldán
pudiese plantear el enfrentamiento en las condiciones que tuviese a bien fijar
una vez se recuperasen sus tropas, decidió ponerlo a prueba y encomendó al
Tercio Viejo de Caballería de Toledo del nuevo Coronel Juan Chanciller de
Barahona que se dedicase a hostigar a la horda otomana con algaradas, en-
camisadas y emboscadas continuas que los desgastasen, dificultasen sus su-
ministros y proporcionasen al Duque información adicional acerca de las tác-
ticas, moral, puntos fuertes y puntos débiles del ejército de su contrincante.

Contaba con la información que le proporcionaban interesan-


tísimos informes como el “Viaje de Turquía” del aragonés Carlos Lucientes y
algunos relatos de viajeros saboyanos y helvéticos en los que se hablaba entre
otras cuestiones de la organización militar de los turcos, pero eso era poco

410
menos que literatura de romance, leyendas y exageraciones. Afortunadamen-
te disponía también de informes más fidedignos recibidos de comandantes
que sí habían luchado contra ellos recientemente, incluso uno muy detallado
del Príncipe Marco Antonio Castriota, pero eso no cambiaba un hecho que
inquietaba a Don Fardrique y era el no haberse enfrentado nunca a un ejército
turco en campo abierto. Cierto era que había combatido a pequeñas partidas
englobadas en las fuerzas de los piratas de Cirene, pero nunca lo había hecho
directamente contra tropas otomanas bajo el mando de generales otomanos y
mucho menos bajo el liderazgo del mismísimo Gran Turco. Sería un reto
digno de él y confiaba estar a la altura de las circunstancias.

Por lo que se había visto en estos encuentros previos, los


turcos habían mostrado en general ser un ejército ordenado, rápido y discipli-
nado. Parecían obrar siempre obedeciendo a un plan detallado del que ten-
dían a separarse lo menos posible, ignorando maniobras que pudiesen dis-
traer a cada unidad del objetivo que tuviese marcado al principio de la bata-
lla. Además hacían uso de la velocidad y la maniobrabilidad con absoluta
maestría, según algunos siguiendo las enseñanzas de los pueblos de las este-
pas. Pero no todo eran malas noticias para los cruzados, los informes también
decían que las unidades otomanas que se quedaban aisladas del resto del
ejército tendían a descomponerse, reaccionando de manera caótica y desor-
denada, perdiendo todas sus virtudes. Si la cadena de mando se rompía los
mandos intermedios no reaccionaban de la misma manera, algunos acometían
alocadamente olvidando órdenes, lealtades y prudencia, otros se replegaban
con sospechosa prudencia y en ocasiones las unidades perdían coherencia y
se disgregaban en grupúsculos de comportamientos divergentes. Además al
ceñirse con tanto empeño al plan prefijado, su estructura tendía a ser muy
rígida sin capacidad de adaptarse a condiciones cambiantes ante las que pre-
ferían replegarse aun ante circunstancias aparentemente favorables. Más aun,
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carecía de potencia de fuego confiando en demasía en arqueros y caballería
con poca capacidad de choque.

En cualquier caso estaba claro que sería el Duque el que iba


a dictar las condiciones del combate. El soldán no tendría posibilidades de
eludirlo, tendría que retirarse humillado o tratar de abrirse paso a través del
ejército desplegado ante él, pero no podría hacer nada más ya que los Cruza-
dos habían desplegado sus tropas en uno de los puntos más estrechos del ist-
mo del Négueb. En caso de que el Gran Turco tratase de ceñirse a la costa
para eludir el enfrentamiento se adentraría en un peligroso estrechamiento
defendido por posiciones fortificadas apoyadas por unidades navales, amén
de exponerse al ataque de las fuerzas cruzadas principales. Esa opción signi-
ficaba un suicidio casi seguro que convertía la opción de combatir al grueso
de las fuerzas hispanas en la única alternativa aceptable que era precisamente
lo que buscaba Don Fardrique.

Esa misma mañana se había reunido con los Maestres y Co-


roneles de sus nueve tercios de infantería y los tres de caballería, con los co-
mandantes de las unidades aliadas mayas, bretonas, genovesas y saboyanas y
con gran parte de los capitanes. Entre los oficiales de mayor rango estaba ya
Juan Chanciller y Don Fardrique se sintió enormemente orgulloso al verle
allí altivo y determinado entre renombrados caudillos como el Maestre San-
tiago de Lancaster que comandaría el centro del Ejército, el arrogante aunque
brillante Conde Palatino Alessandro Salissari di Pontenovo que comandaría
el ala izquierda o como el duque napolitano Stefano de Piramo o el burgalés
Don Hernando Álvarez de Olmosalbos, todos ellos líderes valerosos y re-
nombrados entre los que seguramente algún día se diría su nombre con reve-
rencia y admiración. Todos juntos Maestres, Capitanes, Condes e Hidalgos

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habían recibido la bendición del obispo Don Anselmo Ramírez de Husillos
que, tras la cruzada, asumiría la sede de Suez y habían escuchado las palabras
del Duque mientras compartían un frugal desayuno. En poco tiempo los
Maestres y los capitanes transmitirían a sus hombres las palabras de los líde-
res espirituales y militares que los guiarían en la jornada.

– Magníficos señores, ilustrísimos y muy honorables capita-


nes del Rey Miguel de las Españas y de los reyes y soberanos de las naciones
aliadas que hoy nos honrarán combatiendo a nuestro lado y compartiendo
nuestro destino, santos varones portadores de la bendición divina. Sé que no
hace falta que les diga que es un honor y un orgullo estar hoy, aquí, rodeado
de tantos afamados y valerosos soldados, independientemente de que sean
piqueros, arcabuceros, capitanes o maestres – al decir esto fue recorriendo
con la vista el grupo de comandantes y maestres y buscando la mirada de
todos y cada uno de ellos –. Hoy más que nunca debemos sentir que en la
milicia española todos somos iguales en dignidad y valor, saber cual es nues-
tro papel, conocer lo que se espera de nosotros, a quien le debemos nuestra
lealtad y a quien nuestra fe. Hoy estamos aquí porque nuestro rey y señor nos
lo ha pedido, y como soldados hemos escuchado y obedecido su orden, y
nuestro rey nos lo ha pedido porque ha escuchado el grito de nuestra madre la
Iglesia pidiendo que se lave la mancha,... que se cierre la herida que es la
permanencia de estas Santas Tierras en manos agarenas. El Segundo Diluvio
arrastró muchas manchas con sus aguas, pero no esta – hizo una pausa medi-
da en la que aprovechó para mojar sus labios en el vino de su copa –. Esta
quedó para que nosotros la enjugásemos. Afortunadamente del Diluvio rena-
ció una España limpia. Limpia de herejes, limpia de judaizantes y limpia de
los seguidores de la impía secta mahomética. Una España reunificada y libre,
llamada a ser la principal servidora de la Iglesia y el poderoso brazo terrenal
del Señor de los Ejércitos. Un poderoso brazo que recuperará Jerusalén, Be-
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lén y todos los lugares merecedores de nuestra veneración. Puede ser que hoy
luchemos la batalla definitiva de esta Cruzada. Contra el soldán, contra el
mismísimo Gran Turco, cuyo enorme ejército será nuestro último gran esco-
llo... – moviéndose entre ellos, comenzó a susurrar en los oídos de unos y
otros pero de manera que todos lo oyesen –. Ellos son más, pero menos capa-
ces. Ellos son más crueles, pero menos valerosos. Ellos conocen más y mejor
esta tierra, pero no nos conocen a nosotros. Ellos son fuertes y poderosos,
pero nosotros somos más disciplinados... Además nos avala la fuerza moral
que nos da la superioridad de nuestras leyes y nuestra fe que nos hace hom-
bres libres. Puesto que libremente hemos optado por servir a nuestro señor el
rey, por seguir los mandatos de nuestro Señor, aceptar su Gracia y las cargas
y responsabilidades que conlleva. Ellos están atados por las cadenas del cau-
tiverio, puesto que sus mejores guerreros fueron arrebatados de cunas cristia-
nas, y de la esclavitud que les une al soldán; privados del libre albedrío están
atados por la letra del Alcorán, a un destino del que no les desviarán ni su fe,
ni sus obras, ni la aceptación de la Gracia Divina. Mañana nosotros nos bati-
remos como hombres libres, ellos lo harán como esclavos, encadenados por
falsas palabras – alzó entonces su espada aferrándola por la hoja como si fue-
se una cruz –. ¡Qué Santiago Matamoros nos guíe y nos conduzca a la victo-
ria! ¡Santiago! ¡Santiago y cierra España!

Vio la mirada irritada, pero burlona de Juan al que no le


había gustado ser asignado a la reserva, junto con otros dos tercios de Infan-
tería a pesar de que uno de ellos sería el del propio Duque. Al bravo Juan le
habría gustado combatir en la primera línea junto con el resto de tercios es-
pañoles pero sus tropas estaban más cansadas, y en cuanto tuvo un momento
Don Fardrique se acercó a él y hablándole en un aparte le hizo notar que la
única diferencia que había entre su tercio en la reserva y el de Palencia que
estaría en primera línea era que ellos ya sabían donde morirían, mientras que
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Juan y su Tercio Viejo de Toledo aunque podía estar seguro de que entrarían
en acción, dada la desproporción de fuerzas entre ambos ejércitos, no sabría
en que momento ni donde lo harían. Los hombres del Maestre Santiago
O’Connor sabrían donde lucharían y morirían, los de Juan no sabrían de
momento eso. La respuesta no le satisfizo, pero al menos apretó su mano con
firmeza, trató de decir algo, pero el Duque le interrumpió.

– No te preocupes, habrá herejes agarenos para todos, Juan.


Sólo debemos recordar lo que somos, por qué luchamos y hacerlo con valor y
honor. Nada más.

Pero eso había ocurrido por la mañana, ahora aguardando en


un altozano mientras el ejército enemigo se desplegaba al son de trompetas,
atabales y chirimías algo empañaba su espíritu. No era que no confiase en la
victoria, conocía a sus hombres, tenía buenos informes acerca de su enemigo,
contaba con una buena posición que él mismo había elegido y sabía que el
Altísimo estaría con él, a pesar de todo. Algo le oprimía el pecho y no le de-
jaba respirar, como un recuerdo ya olvidado de algo que había dejado atrás,
como el día de su primera batalla o, tal vez, el presentimiento de que posi-
blemente era la última y seguramente la más importante.

Los heraldos volvieron tras encontrarse con los del soldán a


medio camino, un formalismo innecesario pero imprescindible, en el que los
españoles habrían leído un requerimiento conminando al reconocimiento de
la soberanía de los estados cristianos sobre estas tierras y permitiendo al Gran
Turco una retirada honorable puesto que no había querella entre el Rey His-
pano y él. Los enviados del Turco habrían pronunciado a su vez los formu-
lismos habituales de los agarenos conminando a la rendición, invitando a la
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apostasía y amenazando con la aniquilación. Un acto sin sentido que había
complicado parte del dispositivo defensivo del Duque ya que los heraldos
tuvieron que esquivar las trampas dispuestas sin que se notase que lo hacían.

Una vez hubo concluido esta ceremonia del absurdo, de entre


las líneas enemigas se alzó un intenso alboroto con gritos, redobles de tambor
y algunos disparos al aire en el momento en el que debieron recibir la orden
de atacar. En claro contraste en las líneas hispanas se aguardaba en medio de
un silencio sepulcral sólo roto por redobles de las cajas y toques de clarín que
transmitían las últimas órdenes, mientras una tenue humareda se alzaba por
las primeras filas mostrando que las mechas de arcabuces y mosquetes se
encontraban listas. En cierto modo no era distinto a lo que ya había vivido en
otras ocasiones frente a egipciacos, alárabes y sonraianos.

Varios escuadrones de jinetes turcos, tártaros y eslavos cada


uno de ellos dibujando una media luna perfecta comenzó a trotar en dirección
a sus líneas compuestas de poderosos bloques de piqueros y arcabuceros en
formación prolongada de gran frente. Tal vez era una apuesta arriesgada ya
que carecerían de fondo para resistir un choque prolongado, pero de esa ma-
nera podían aprovechar mejor su potencia de fuego. Los aliados formaban en
cuatro regimientos de gran tamaño por detrás de los tercios y su misión sería
reforzar allá donde flaqueasen los españoles, y aunque eran formaciones muy
compactas y contaban con apoyo de algunas mangas de arcabuceros españo-
les, el Duque no confiaba demasiado en su solidez y disciplina, si bien espe-
raba que los pequeños pelotones de tiradores hispanos les contagiasen sus
virtudes. Pero su momento no había llegado todavía y ni los escuadrones de
los tercios, ni los regimientos aliados iban a entrar en combate todavía. Los
jinetes ligeros enemigos tendrían que vérselas primero con las posiciones

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avanzadas que había dispuesto por delante de la línea principal.

Las bocas de las piezas de las tres buenas baterías que había
conseguido incorporar al ejército comenzaron a castigar las líneas otomanas.
Había ordenado que se concentrasen en las alas con el fin de desorganizar la
caballería pesada otomana: los espahíes, los gurebas, los ulujefies y los sila-
daras. Con ese fin le había arrebatado al legado pontificio que estaba al man-
do del asedio de Jerusalén un par de grandes morteros de sitio con los que
lanzaría polladas y bombas. Esos terroríficos artificios, aun a pesar de su li-
mitado alcance tendrían la capacidad de provocar el caos y el pánico de jine-
tes y monturas.

Una serie de descargas mostró que los jinetes ligeros o


aquinjis se habían aproximado demasiado a las mangas de avanzada que res-
pondían con vivo fuego de arcabucería que gracias a las sucesivas rotaciones
mantenía una cierta continuidad. El fuego de las mangas provocó numerosas
bajas que no lograron hacer desistir a los jinetes ismaelitas en su empeño de
alcanzar lo antes posible a los cristianos cuya muerte saboreaban anticipada-
mente. Ante la cortina de muerte, humo y plomo que se alzaba ante ellos los
turcos trataron de apresurar el paso de sus monturas para caer sobre ellos,
pero entonces ocurrió algo inesperado. Inesperado para todos menos para el
Duque y aquellos a los que había encargado disponer campos de abrojos de
hierro y estacas con aceradas puntas frente las trincheras. El Duque no sólo
había traído consigo a su ejército, una máquina bien engrasada y entrenada,
sino que contaba además con el gran Julio César a su lado y algunas de sus
ideas. Como los tulipanes de Alesia, esas estacas clavadas profundamente en
la tierra hasta dejar tan solo una acerada punta que se hundiría en los pies de
los infantes o en las pezuñas de las monturas. Los jinetes se adentraron en los

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campos de tulipanes, hasta que sus monturas, heridas, se negaron a avanzar y
se revolvieron corcoveando, a causa de ello en algunos puntos se fueron ape-
lotonando ofreciendo blancos muy fáciles para los tiradores avanzados que
no daban a basto y que no perdían bala. Bastaba con disparar al bulto para
acertar. En algunos puntos jinetes más afortunados o más osados lograban
que sus monturas pasaran el afilado obstáculo pero llegaban desordenados,
sin ímpetu y con sus caballos cojeando lastimeramente por lo que lo hicieron
sólo para morir a manos de los alabarderos que guardaban las espaldas de los
arcabuceros. Los turcos y los tártaros se retiraron humillados dejando muchas
bajas y sin haber tenido opción de causarlas. El Duque se sentía más orgullo-
so y confiado en el resultado final, aunque el castigo artillero sobre las alas
enemigas no parecía estar causando el efecto deseado.

Un nuevo revuelo se produjo en las líneas del Gran Turco,


esta vez eran infantes los que avanzaban. Probablemente la infantería ligera o
azabíes, aquellos acerca de los que el gran Iacopo di Promontorio dijo antes
del diluvio que eran enviados adelante como cerdos al matadero, sin compa-
sión alguna y sabiendo que todos ellos morirían. Era un momento crítico
puesto que al ser tropas prescindibles todo daño que causasen sería difícil-
mente compensable. En interminables oleadas vociferantes se arrojaron hacia
los campos de “tulipanes” portando palos y rocas con los que trataban de des-
truir las estacas y enterrar los abrojos. Los arcabuceros de las mangas avan-
zadas les castigaron sin piedad, pero pronto hubieron de retirarse a la carrera,
sin pólvora y perseguidos de cerca. La primera oleada no se detuvo y conti-
nuó su marcha con más piedras hacia las estacas que había antes de la línea
principal. Uno de los oficiales del estado mayor del Duque llamó su atención
sobre la siguiente nube de atacantes que trataba de arrastrar los cañones oto-
manos a las posiciones que habían abandonado los arcabuceros. Envió men-
sajeros a caballo a las baterías para que concentrasen su fuego en esas posi-
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ciones y evitasen que los infieles pudiesen responder desde allí.

Al ver los numerosos turcos que se habían adelantado ocu-


pando la mayor parte de la tierra de nadie, fue cuando se dio cuenta del ta-
maño del ejército enemigo. Sabía que les duplicaban en número, pero no se
había hecho una imagen visual de lo que eso significaba Pero ya no importa-
ba, las cartas estaban sobre la mesa, casi todas boca arriba. Los infantes lige-
ros habían sobrepasado también la segunda línea de estacas a un precio
horrible y ya combatían con los cuadros de piqueros detrás de los que se es-
taban reagrupando los arcabuceros.

Los regimientos de aliados, formados algunos de ellos por


tropas heterogéneas, avanzaron por los huecos entre los tercios y al hacerlo
perdieron el orden y se disgregaron en batallones según nacionalidades. Ese
hecho le contrarió inicialmente, pero pronto observó que de esa manera pare-
cían ser más eficaces de lo esperado frente a las oleadas interminables de los
sacrificables soldados turcos que no mostraban ninguna coherencia y que
parecían querer arrasar las fuerzas que tenían frente a ellos gracias a su nú-
mero y a su empuje. No era difícil distinguir con su largomira como luchaban
los mayas con sus sables y rodelas orladas con plumas multicolores, los ir-
landeses con sus largos espadones y como los saboyanos formaban sus pro-
pios cuadros de piqueros con más fondo y menos frente que las formaciones
hispanas.

En las alas, algunos azabis se afanaban por abrir un camino


para los jinetes ligeros que se habían reagrupado y eran apoyados por unida-
des de jinetes espahíes. Al otro lado de las estacas dragones y herreruelos
trataban de contener la marea, mientras los morteros se cebaban en la masa
419
de guerreros. Finalmente se hizo evidente que era inevitable que la caballería
enemiga lograse abrirse paso, acudieron entonces las semilanzas y los pocos
caballeros saboyanos y bretones que había reunido. Era una pena no contar
con más de esas máquinas de matar acorazadas, puesto que la caballería
enemiga no podía pararlos con nada más que su número y un tercio de caba-
llería por ala era demasiado poco. Juan estaría contento de entrar en acción
tan pronto ya que le ordenó dividir sus fuerzas en dos columnas y socorrer las
alas. Su llegada pareció volver las tornas, más por la sorpresa y la furia de la
carga que por el peso de las fuerzas desplazadas.

Al cabo de un par de horas los jinetes ligeros turcos cedieron


en su empuje y se retiraron, entonces los dragones retomaron sus posiciones
delante de las tropas montadas españolas y hostigaron a las fuerzas enemigas
en retirada. Envió mensajeros con la orden de enviar mangas de arcabuceros
y alabarderos para retomar las posiciones donde los turcos se afanaban en
montar sus piezas. Con sorpresa vio como algunos alabarderos eran adelan-
tados por infantes mayas deseosos de destacar en primera fila. Era un acto de
indisciplina que no gustaría entre los comandantes y soldados hispanos celo-
sos del honor y del privilegio de combatir en primera fila, pero que mostraba
una admirable determinación de luchar y un compromiso sincero con el resto
de aliados. La siguiente hora de una inquietante calma sólo rota por el inter-
cambio artillero, el ruido de las cajas transmitiendo órdenes y los gritos desa-
fiantes que intercambiaban mayas e irlandeses con los agarenos permitió una
reorganización de las líneas. El Duque decidió que avanzasen los dos tercios
de infantería de la reserva para sustituir a sendas unidades que habían sufrido
numerosas bajas y que éstas pasasen a su vez a la reserva. Al mismo tiempo
dispuso que los regimientos aliados se situasen en las alas para apoyar a la
agotada caballería, excepto uno que también pasaría a la reserva para repo-
nerse.
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Ya pasaba el medio día cuando el grueso del ejército otoma-
no se puso una vez más en marcha precedido de atabales, chirimías y añafi-
les. Los infantes ligeros supervivientes empujaron de nuevo en sucesivas
oleadas a las mangas adelantadas y trataron de recuperar las piezas abando-
nadas en tierra de nadie. Mientras en las alas se reanudaba la lucha, pero esta
vez, con la ayuda de la infantería aliada la escasa caballería hispana mantenía
a raya a los aquinjis y a los espahíes turcos. Con el fin de infundir ánimos a la
primera línea de batalla el Duque se había desplazado allí al frente de su ter-
cio por lo que vivió de cerca el nuevo ataque de la infantería ligera azabi y
aunque los mensajeros se movían afanosamente entre las unidades transmi-
tiendo órdenes y recopilando información estaba claro que ya dependían úni-
camente de la iniciativa y disciplina de sus oficiales y de la firmeza y el valor
de sus soldados.

Una tras otra las sucesivas oleadas de infantes ligeros turcos


se fueron estrellando contra la muralla de acero y fresno de los piqueros, o
fueron aniquilados por las cerradas y certeras descargas de arcabuceros y
mosqueteros. Una tras otra hasta que al soldán no le quedó otra alternativa
que echar los restos y lanzar a sus mejores unidades, era el momento de los
temidos jenízaros que se situaron frente a los tercios de Rusadir y de Braga.
Eran los soldados turcos con mayor potencia de fuego, lo que quedó patente
porque en vez de cargar ciegamente procedieron en primer lugar a un intenso
intercambio de fuego de arcabucería con la línea de infantes españoles, lo
que dejó muy mal parados a ambas formaciones, aunque al ser más numero-
sos los turcos parecieron encajarlo mejor y continuaron avanzando amena-
zando con romper la fina línea que se interponía en su camino. Ordenó en-
tonces Don Fardrique que su tercio atacase el flanco izquierdo de los temidos

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guerreros turcos que trataban de recargar sus espingardas, dejando para cu-
brir su flanco y su retaguardia la mayor parte de sus arcabuceros y usando los
mosqueteros como apoyo a los piqueros de vanguardia. Una única descarga y
luego atacarían sólo con las picas en un osado y arriesgado intento. Por el
otro lado el Tercio de Palencia intentaba una maniobra similar y pronto cua-
tro tercios y el descomunal bloque de jenízaros se encontraron en medio de
un sangriento cuerpo a cuerpo. Algo pareció conmocionar las filas otomanas
y pronto corrió entre las filas de piqueros hispanos el rumor de que el Gran
Turco había caído y que la ensangrentada cabeza que se alzaba en una pica
era la suya. El momento fue aprovechado por los tercios de los flancos para
lanzar un contundente asalto que atenazó con firmeza al bloque de guerreros
otomanos y amenazó con cortarlo en dos. Los jenízaros cedieron entonces y,
primero despacio, a la carrera después, emprendieron la retirada tratando de
salvar la vida a costa del honor que les quedaba.

El enemigo se batía en retirada, pero seguía siendo mucho


más numeroso y de no ser cierto el rumor de la muerte del soldán cualquier
evento podría cambiar el signo de la batalla. El Duque gritó pidiendo que se
mantuviesen las formaciones, que se girase ordenadamente y efectuasen la
persecución en bloque, pero entonces sintió un dolor agudo en el pecho, per-
dió el resuello y cayó al suelo. Trató de alzarse pero le fallaban las fuerzas,
una nube de soldados y oficiales le rodeó interesándose por él, tratando de
alzarle, de ver si tenía alguna herida, de ayudarle, pero sólo le robaban el ai-
re. Algunos gritaban que le había alcanzado un disparo, otros lo negaban
puesto que no sangraba, él trató de tranquilizarlos pero no pudo, quería decir-
les que no le habían alcanzado, que era solo una vieja herida, pero no fue ca-
paz. Mientras apretaba su pecho, su vista se fue nublando y entonces recono-
ció un olor familiar a canela y a lana tibia, supo entonces que moría y que su
Juana venía a buscarle. Le apartaron del centro del bloque de piqueros que
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todavía avanzaba en buen orden con gritos de que el Duque estaba bien que
era una vieja herida, pero la versión de que un arcabuzazo había alcanzado al
duque corrió como un reguero de pólvora y primero uno de los tercios que
perseguían y luego todos rompieron la formación y arrojando las picas, espa-
da y vizcaína en mano se abalanzaron sobre los turcos en retirada para vengar
la muerte de su general. Los jenízaros que no habían visto jamás tal furia se
desbandaron arrastrando en su retirada hasta a la caballería turca y tártara que
parecía que se iba a imponer definitivamente en las alas. Mientras los oficia-
les hispanos se desgañitaban intentando poner algo de orden y de recomponer
las líneas por si la retirada era un truco o los turcos se recuperaban del páni-
co. Pero no había truco posible.

En realidad Don Fardrique no había muerto todavía, entre


sus oficiales había visto abrirse paso a su fallecida esposa Juana y a su hijo
Bernardino portando el hábito de los caballeros de Santiago. Apenas podía
respirar pesadamente y la vieja herida del pecho le dolía como nunca, pero
sonreía. Los que le rodeaban pensaban que les sonreía a ellos y pronunciaban
palabras de ánimo, admiración y consuelo. Ambos, Juana y Bernardino se
sentaron a su lado y le confortaron, diciéndole que lo de Ganday había sido
perdonado, que ahora tendría que acompañarlos y dejar este mundo. Al Du-
que eso ya no le importaba, solo quería estar junto a su esposa y su hijo ama-
do, sonrió y dijo:

– Huele a canela...

Ninguno de los que le rodeaban entendió lo que quería decir


pero no importaba ya puesto que el gran Don Fardrique Álvarez de Toledo,
general de los ejércitos hispanos acababa de fallecer. En su rostro apareció
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una felicidad y placidez que hacía años que no asomaba. El médico del tercio
llegó pero no pudo hacer otra cosa que confirmar su muerte.

El sol se ponía en el Campo de los Asnos, mientras los ca-


bizbajos soldados españoles retornaban a sus campamentos, habían persegui-
do a los turcos hasta más allá de su real, habían matado, degollado y quema-
do, pero hasta entonces no se habían dado cuenta de que no había botín, no lo
habían buscado, ni querían otro que su venganza. Atrás dejaban un macabro
bosque de cabezas.

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40. NUEVOS AMOS
Qûs, 11 de Rabî al-Awwal de 1009 / 20 de Septiembre de 1600

E l caos, la suciedad y el desorden que le habían rodeado los últimos días


le resultaban ya intolerables, realmente no lograba entender como podía
haberlo soportado tanto tiempo. No entendía ni eso, ni la lógica que había
llevado a los obstinados y ciegos oficiales otomanos que tan inopinadamente
habían llegado a el-Qahira en su empeño de que alguien con sus capacidades
acabase en semejante agujero desaprovechando sus talentos y exponiéndose a
lo que pudiesen hacerle los bárbaros kafires. Aunque entendía aun menos a
su señor el bey, al que podría justificar que tal vez alguien le había informado
mal y le habían predispuesto ante él. Tras solicitarlo infructuosamente a los
comandantes otomanos y egipcios de la plaza, se había hecho por otros me-
dios con una falúa con la que pensaba escapar esa misma noche. El pescador
propietario de la misma le había advertido que sería muy arriesgado, tal vez
dos semanas antes, sin luna, habrían tenido su oportunidad, pero con ella
prácticamente llena como estaba esta noche y con los sitiadores pendientes
de lo que entraba y salía de la ciudad era un suicidio puesto que serían detec-
tados inmediatamente. Para agravar la situación resultaba que, en un descui-
do o en una muestra más de incompetencia no admitida por los oficiales
otomanos, los kafir se habían hecho con algunas barcazas desde las que hos-
tigaban los muelles de la ciudad. Al menos eso le había abierto los ojos y le
había mostrado la forma más dolorosa el error que había sido tomar parte de
los planes del beylerbey. Todo había sido por amor, por amor a su patria, por
amor a la tierra que le había acogido y que consideraba como suya. Tal vez

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no debiera haber juzgado de manera tan severa al difunto sultán, a pesar de
sus muchos defectos y pecados, era un hombre generoso, patrocinador de las
artes y del comercio, tal vez debiera haberle ofrecido sus servicios a él en vez
de a un extranjero recién llegado a la ciudad. Bien es cierto que personalmen-
te no le había ido tan mal y que, salvo las difíciles circunstancias hacia las
que se había visto empujado los últimos días, ciertamente había prosperado.

Beneficios, ganancias, prosperidad son importantes, muestra


palpable de la bendición infinita de Alá y de que éste cuenta en su plan infi-
nito con los servicios del receptor de la gracia. Debería haberse fijado en eso
antes, haberlo tomado en consideración y haber interpretado la llegada de los
primeros delegados otomanos como una señal de que debía actuar en ese sen-
tido. ¿No se habían intensificado los ataques de los cristianos kafir durante el
reinado del sultán Bursbaid Malik al-Thamadi? Clara muestra de ser un
hombre corrupto y marcado por el Envilecedor para la condenación eterna.
¿No se produjeron las primeras derrotas con la llegada del beylerbey Arslan
tras algunos éxitos aparentes y pasajeros? Indicio evidente de que el oficial
turco era un hombre arrogante, demasiado confiado en sus propias fuerzas y
poco en la voluntad de aquel que concede la Victoria, al-Fattâh. ¡Pero si ni
tan siquiera había cumplido con el Hayy preocupado con asuntos mundanos
y sin importancia! ¿No llegaron los piratas hispanos cuando estaba al mando
de la ciudad de el-Qahira y de su puerto aquel desgraciado Emir Fakr Bashit?
Hecho que marcó el final de la carrera del pusilánime oficial y de lo que re-
presentaba su señor, fulminados ambos por los cañones de los infieles con-
vertidos en insondable herramienta del Vengador. ¿Qué había en común en
todas esas situaciones? Él. Sólo él. El único que parecía prosperar a pesar de
las circunstancias, como si hubiese sido señalado por el dedo del Dador para
ser el salvador de la situación. Se sentía un necio por no haber visto clara-
mente lo que ahora le parecía evidente y que no dejaba de ser la voluntad del
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Único. Puesto que todo negocio depende de ash-Shakûr, el Agradecido, el ser
beneficiado cuando otros son destruidos no puede ser mejor signo. Un signo
de que Alá conoce lo que se oculta en el fondo de los corazones de los hom-
bres, de que es capaz de penetrar en su seno y mostrar a los ojos de todos lo
que allí anida.

La bendición del que todo lo ve o simplemente su suerte le


había permitido hacerse con los ropajes de un mercader cristiano que, de pa-
so por la ciudad, había quedado atrapado por los azares de la guerra en el
peor momento para él, pero en el mejor para Yusuf. Aquel hombre, que te-
miendo de la ira de los hombres se había escondido con la esperanza de no
ser delatado, no contempló la posibilidad de que un poder superior señalaría
y revelaría su presencia a alguien marcado y elegido por ese mismo poder
pero para otros fines más altos. Todo ocurrió unas noches antes mientras mi-
raba casualmente desde las murallas de la ciudad al ancho río, tratando de
buscar la manera de salir de la ciudad, cuando vio una sombra arrastrándose
en la penumbra hacia una humilde vivienda al pie de la muralla y eso le intri-
gó. ¿Quién desafiaría las patrullas en medio de la noche para caminar por una
ciudad asediada y llena de tropas? Su corazón le indicaba que necesitaba sa-
berlo o tal vez intuía una señal. Encargó a algunos de sus hombres de con-
fianza que vigilasen ese lugar y a la noche siguiente encontraron la respuesta
al misterio: se trataba de una anciana que llevaba comida y agua a un comer-
ciante extranjero que se escondía allí. Entonces tuvo una gran idea: él sería
un mercader extranjero a los ojos de los kafir. Sus criados sacaron al refugia-
do de la casucha donde se cobijaba y con la excusa de interrogarle por ser un
espía de los infieles le llevaron a sus aposentos, averiguó todo lo que pudo de
su identidad, le requisó ropas y bienes y ordenó que le ejecutasen en secreto.
Su vida ya no era útil y su muerte seguramente estaba fijada para ese momen-
to desde el principio de los tiempos.
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Le había sido revelado un plan, debía escapar al destino de la
ciudad para volver a el-Qahira, levantar a los ciudadanos, a los mercaderes
del puerto, a los artesanos del zoco y a los campesinos de los arrabales para
formar una horda que aplastase a los infieles invasores, ladrones y saqueado-
res. Según planeaba todo esto se dio cuenta de que había equivocado la iden-
tidad de aquel en quien debía confiar: él mismo.

Lo preparó a toda prisa, sus hombres se hicieron con una


embarcación, redujo su acompañamiento a un par de soldados, el pescador y
algunos de sus criados. La duda de si no serían un grupo demasiado numero-
so anidó en su corazón, pero consciente de la importancia de la titánica mi-
sión que le esperaba toda ayuda que pudiese llevar no solo sería bienvenida,
sino esencial. En cierto modo se veía como aquel Rukn ed-Din Baibars “el
Arquero” fundador de la gloriosa dinastía que puso final a las correrías de los
demonios mongoles, que expulsó a los últimos cruzados y dio un nuevo co-
mienzo al país de Misr, además al igual que él, era de origen extranjero. Ese
sería su destino, aunque procuraría conservar ambos ojos.

A pesar de que dentro de la ciudad se apelotonaban miles de


guerreros y en el exterior aguardaban miles de ojos atentos a lo que pasaba,
no se oía nada. Nada salvo los ruidos propios de los animalejos en la noche,
las voces de ranas, los chirridos de los grillos y los gritos de las aves, sus
chapoteos y sus gorgoteos, ruidos que con suerte ocultarían los ruidos que
ellos pudiesen hacer. El que recubre con un velo las torpezas velaba con ellos
esta noche y eso le tranquilizaba, aun a pesar de la luz de la Luna. Luz que
desapareció tras una nube providencial. Eso marcó el comienzo de su fuga,
cuando sus ayudantes como un solo hombre empujaron la alargada embarca-
428
ción al agua y subieron sacudiendo las aguas. Por unos instantes se quedaron
quietos conteniendo la respiración y aguardando temerosos de que hubiesen
sido delatados a sitiadores o sitiados. Pero lo único que oyeron fueron unos
chapoteos que el pescador identificó como los de alguno de los cocodrilos
que acechaban con la esperanza de encontrar el cadáver de algún soldado
muerto en la orilla.

Con un par de vigorosos impulsos de los que atendían los


remos, la embarcación se situó en el centro de la corriente del río. Yusuf pa-
ladeaba la casi segura fuga de una posición tan poco propicia para sus planes
en lo que en su mente ya era comparable a la Hégira del Profeta. Una retirada
que no tenía otro fin que darle la vuelta a una situación difícil, que marcaría
un nuevo comienzo para él y para toda la nación del Nilo y cuyo verdadero
significado sólo podrían entender él y el que es Sabio. Por supuesto para él,
puesto que al dar en ese paso era consciente de que tendría que sacrificar lo
que había sido su vida y aceptar las incomodidades y responsabilidades del
Sultanato. Con un suspiro maldijo sus orígenes y el no poder justificar el ser
un descendiente directo del Profeta que le permitiese optar a reinstaurar el
Califato. Sabía que había escribas capaces de rebuscar en la prosapia de
cualquiera y encontrar parentescos inesperados, pero dudaba que eso fuese
apropiado. Tal vez engañase a otros pero ante sí mismo no podría hacer otra
cosa que ser sincero. Mientras sus pensamientos vagaban en los mares de las
nuevas responsabilidades el viento descubrió de nuevo la Luna revelando el
campamento enemigo que se extendía a ambos lados del gran río y la enorme
multitud de gentes que allí se habían reunido. Eran muchísimos y seguramen-
te tomasen la ciudad, pero se irían desgastando poco a poco y, al fin y al ca-
bo, no eran más que levas de campesinos y algunos mercenarios ferenghi. La
nube volvió a cubrir a la Luna.

429
Un par de grandes sombras se movieron junto a la barcaza y
pronto, aun en la oscuridad, supieron que eran un par de embarcaciones infie-
les en las que se veían las lucecitas de las mechas de algunos arcabuces.
Guardaron silencio con la esperanza de pasar desapercibidos, pero de la
misma manera que ellos veían sus oscuros bultos, los cristianos debían verles
a ellos. Desde una de ellas les hicieron una llamada en un idioma que le sonó
a Yusuf como copto y dado que parecía inevitable que les abordasen, sintién-
dose inspirado por el Determinado, decidió hacer un movimiento osado y
respondió en alemán, no recordaba gran cosa de lo que le había enseñado su
padre, pero sería suficiente para engañarles, reforzando su falsa identidad y
abrirles paso franco. Otra voz contestó en un idioma distinto que debía ser
latín o español o alguno de los dialectos derivados de la lengua de los anti-
guos rumíes, y al responder él de nuevo en alemán otra voz distinta habló en
griego.

Se sentía más cómodo hablando en esa lengua que en la de


su padre así que les respondió relatando la historia que había preparado por si
se daba esta ocasión. Les contó que era un mercader de origen austriaco que
venía del lejano sur y que de camino al norte para embarcarse hacia su tierra
había quedado atrapado por la guerra. Pensando que sería importante que la
historia fuese creíble les relató con todo lujo de detalles como con la ayuda
de sus criados, algunos de los cuales eran pacíficos musulmanes, pretendía
dejarse llevar por el río y marchar a Almaniya donde rezaría todos los días
por la salud del Padisha Dawit. La misma voz les ordenó acercarse a la orilla
izquierda y tomar tierra para ser interrogados. Nuevas mechas se encendieron
y uno de los soldados le susurró que no sobrevivirían a esa distancia a una
descarga de arcabuces por lo que optó por acceder a sus pretensiones. Aun-
que pensaba que tal vez pudiesen escapar sin grandes daños no creía que no
fuese otra cosa que un inesperado retraso.
430
Una de las barcazas se acercó y algunos guerreros portando
lanzas cortas y escudos de piel de búfalo les abordaron mientras eran remol-
cados a la orilla, donde les hicieron desembarcar a todos, les desarmaron y a
él le llevaron hacia una hoguera que había a unos cien pasos. Allí, a la luz del
fuego, pudo ver que al menos dos de sus captores eran ferenghis, tal vez mer-
cenarios de Ispaniya o de Yanawa. Uno de ellos se alejó, mientras el otro le
ofrecía un tazón de café y le hacía algunas preguntas en griego. Quería saber
acerca de la situación en el interior de la ciudad, cuantas tropas había, cuanta
artillería, estado de sus defensas, condiciones y ánimo de tropas y habitantes.
La buena noticia era que ya no le preguntaban por su coartada lo que indica-
ba que, de alguna manera, había sido creído. La mala era que tendría que
contarles algo acerca de la ciudad y se dedicó a destacar las debilidades de
los sectores defendidos por los otomanos, de manera que al igual que hacía el
beylerbey el uso de las fortalezas de los infieles redundasen en el éxito de sus
planes.

Al poco rato llegó el otro mercenario cristiano con un tercero


muy alto, rubicundo y de hombros anchos que le habló en alemán, aunque le
costaba entenderle porque masticaba con furia algo. Se presentó como un
mercenario suizo al servicio del rey de los kafir y le ofreció algo que parecía
tocino de cerdo. Tratando de controlar el pánico lo rechazó alegando que no
tenía hambre. Le preguntó entonces por su profesión, con qué comerciaba, de
qué ciudad era, a quien conocía allí, donde estaba la iglesia, que tal era su
cerveza, cuando eran las fiestas, preguntas absurdas a las que respondió con
creatividad y soltura una vez se repuso de la crisis provocada por el repug-
nante trozo de piel de cerdo que con tan tanta delectación mascaba. En su
opinión estaba saliendo airoso y lo relajados que estaban todos a su alrededor

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así se lo indicaba, confiado se atrevió a devolver algunas de las preguntas que
fueron contestadas entre risas por el mercenario. Seguramente no era un in-
terrogatorio, tan solo alguien que añoraba su tierra y que hablaba de ello con
un compatriota. Finalmente el parlanchín soldado le dio la mano, un par de
fuertes palmadas en la espalda y se alejó riendo. Creía haber salvado la situa-
ción para bien. El Valedor seguía confiando en él.

Amanecía. Yusuf trató de ocultar la inquietud que le causaba


el que se acercase el alba, puesto que todavía estaban relativamente cerca de
la ciudad y si les veían alejarse de las posiciones cristianas, huyendo, tal vez
su gesto sería malinterpretado y eso podría afectar a su posición futura a me-
nos que pudiese socorrer la ciudad presentándose como libertador o que esta
fuese totalmente arrasada. En caso contrario tendría que dar muchas explica-
ciones, justificar debidamente su comportamiento, razonar la importancia de
la huida y como lo ocurrido no era más que un peaje por ponerse en camino
para expulsar a los infieles hasta más allá de sus tierras de origen.

El mercenario volvió acompañado del suizo y de algunos


oficiales etíopes. Un lancero le empujó al suelo y le obligó a postrarse, pro-
bablemente porque alguno de los oficiales debía ser un bajá o alguien de san-
gre real. Por un momento lamentó no tener un puñal y la certeza de que uno
de ellos no fuese el mismísimo Padisha Dawit, aunque sabía que su misión
valdría más que ese sacrificio y agradeció al Protector el no tenerlos para no
cometer un error de ese calibre.

– Maese Joseph... o tal vez deberíamos decir Maese Yusuf.


Al parecer sus acompañantes han sido incluso más elocuentes que usted.
Aunque por lo que me ha dicho mi camarada Johann no habría hecho falta,
432
su acento, su desconocimiento del idioma que debería ser el suyo, los errores
que ha cometido al describir lugares que dice conocer... – Yusuf intentó inte-
rrumpirle para aclararlo todo, pero un pié le hizo bajar la cabeza hasta tocar
el suelo con sus labios –... en suma que vuesa merced no es quien dice ser. La
contribución de sus sirvientes y soldados a resolver este enigma es que su
persona es más valiosa que la de un funcionario egipcio tratando de hacerse
pasar por un mercader austriaco. Ahora le dejaremos en manos de estos no-
bles señores que si han hecho hablar a hombres más duros en otras circuns-
tancias, no les costará hacerlo con alguien como... como... así.

Ambos mercenarios rieron, mientras el suizo le daba una


palmada en la espalda. Una sensación de frío intenso le recorrió la espalda.
Ya no sería un simple retraso por culpa de un comedor de cerdos y de unos
criados pusilánimes, se preguntó si su camino no acabaría en ese preciso lu-
gar, si todo no habría sido más que una ilusión creada por el Degradador para
castigarle de alguna manera por alguna culpa pasada. No debía preocuparse
por ello, la cuestión ahora sería si era más conveniente mantenerse firme y
perecer, o ceder aparentemente y tratar de salvar la vida para redimirse y al-
canzar aquello que le había sido prometido. ¿Sería un precio aceptable? Tal
vez a cambio de un poco de información podría conseguir su libertad, al fin y
al cabo la ciudad estaba ya condenada.

– Muy nobles señores, no será necesario recurrir a medios no


deseados y que serán más desagradables para ustedes que para mí... – tími-
damente alzó la cabeza y observando a sus interlocutores escrutó sus mira-
das, serían tan despiadados los kafir como se decía –, tal vez a cambio de
alguna información... valiosa información... se me podría permitir continuar
mi camino... hacia un lejano exilio – unas manos fuertes le hicieron agachar

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la cabeza aplastando su nariz contra el suelo hasta que crujió y le rasgaron las
vestiduras mientras chillaba como un animal salvaje, tal vez le oyesen desde
la ciudad y saliesen a rescatarle –... pero, esto no es necesario. Tal vez po-
dríamos llegar a un acuerdo sobre mis servicios... – a pesar de todo el primer
latigazo le pilló por sorpresa y le dejó sin respiración, pero aunque saliesen
rompiendo el cerco no podrían rescatarle ya que estaba en el otro lado del río,
necesitaba una vía de escape, algo que le evitase el dolor –... ¡Mi padre era
cristiano! ¡Yo lo he sido en secreto...!

Los kafir se alejaron unos pasos y comenzaron a murmurar


en ese idioma que a Yusuf le sonaba a copto y que no entendía, pero eso no
le tranquilizó, de hecho apenas le dio importancia puesto que los soldados
habían seguido dándole golpes con un látigo de piel que temió fuese de cer-
do. Por más que se dijese lo contrario él nunca había soportado el dolor, aun-
que lo peor no era eso sino que no parase aunque él gritase que estaba dis-
puesto a cooperar a cambio de que parasen. Les gritó que aunque estaba cir-
cuncidado y había vivido como un Creyente estaba dispuesto a apostatar y
volver a la fe de sus padres. Un nuevo latigazo, más doloroso que los anterio-
res, le hizo pensar que tal vez los que le flagelaban no eran los kafir sino el
propio Aniquilador. Su vejiga se vació mojando sus calzones. No podía resis-
tirlo, aunque no quería decir lo que decía. Otro latigazo. Se repetía que lo que
decía no era verdad. Otro latigazo. Les ofreció la mitad de sus bienes, su bi-
blioteca y sus obras de arte. Otro latigazo. Iría en peregrinación a Roma y
ofrecería la otra mitad de sus bienes a la Iglesia. Otro latigazo. Les daría a
ellos la mitad de sus bienes y les guiaría al portillo por el que había salido esa
noche. Otro latigazo. No era él quien hablaba se repetía, era su miedo, él se-
guía siendo un fiel creyente. Los latigazos cesaron. Alá era sin duda miseri-
cordioso.

434
– ¡Parad! ¡No le oís chillar como un cerdo! ¡Va a despertar a
todo el mundo! – dijo uno de los oficiales –. Mañana nos guiarás al portillo,
entraremos en la ciudad, una vez allí apostatarás de la herejía agarena ante
los supervivientes. A algunos los liberaremos para que todos sepan que ahora
tienes nuevos amos, que trabajarás para que tu nuevo señor, el cristianísimo
rey David Askia II sea coronado en la ciudad de el Cairo.

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41. IERUSALEM
Jerusalén, 27 de Septiembre de 1600

E n aquel tiempo el Señor se dijo escojamos un pueblo entre todos los de


la Creación, uno con el que firmaremos un pacto, ese pueblo me servirá
y dará a conocer el Nombre del Señor. Firmó entonces un pacto con él, le
sacó de su cautiverio en Egipto, le condujo a la tierra donde manaba leche y
miel y le colmó de dones. Mas este pueblo ingrato y de corazón duro le vol-
vió la espalda, olvidó el pacto firmado, desoyó a los profetas enviados para
recordárselo y finalmente mató a Su Hijo Bienamado sin escuchar su mensa-
je de esperanza y perdón. El Altísimo escogió entonces otro pueblo para ser-
virle, a uno joven y noble, hijo de las leyes de Roma y del valor de los Go-
dos. El Señor no quería ser decepcionado de nuevo y por ello le puso a prue-
ba durante ocho siglos. Ocho siglos en los que no desfalleció luchando sin
tregua contra ejércitos de heréticos seguidores de la secta mahomética y fren-
te a los que finalmente salió triunfante limpiando su tierra de la mancha de la
herejía y mostrando su determinación y la valía de su fidelidad. Pero el Señor
necesitaba una prueba más y por ello envió el Segundo Diluvio. Tras el
anuncio de su estrella se abrieron las compuertas de las aguas de los cielos y
estas, como en tiempos de Noé, se vertieron sobre las tierras. Las ciudades
del pueblo elegido, como las de otros pueblos, fueron cubiertas por las aguas.
Pero su Pueblo no se quejó, no desesperó, no renegó del Señor. Los jinetes de
la Peste, el Hambre, la Muerte y la Guerra cabalgaron por entre sus gentes,
como entre las gentes del resto de pueblos. Pero su pueblo siguió siendo fiel,
siguió confiando en su infinita justicia y no desfalleció. El final de los tiem-
pos parecía cerca llenando el corazón de las gentes de desesperación y fatali-
dad. Pero su Pueblo se mantuvo firme, confiado y esperanzado. Tras las
436
aguas las malas hierbas de la herejía brotaron de nuevo y los falsos Cristos
aparecieron por doquier, en forma de las sectas viclifiana, zwingliana, neohu-
sita y arriana. Pero el Pueblo Elegido siguió fiel y no renegó del verdadero
Señor, ni de sus enseñanzas. Entonces el Señor de los ejércitos inspiró a un
Rey, sabio como Salomón, poderoso como César y devoto como San Luis.
Le ungió y le encomendó que cuidase de su pueblo y que escogiese un guía
para llevar a su pueblo a la Tierra Prometida, a la tierra donde manaba leche
y miel. Un adalid capaz de derrotar a los turcos, a los tártaros, a los rusos y al
resto de ismaelitas, a los renegados sanmarquianos y a los depravados egip-
ciacos. Ese líder era el Gran Duque de Alba. Cuando se le comunicó al Du-
que que había sido elegido para llevar a cabo tan gran proeza dudó como
Moisés, en lo más profundo de su corazón no creía en el valor de los dones
recibidos, ni merecer tal honor, ni que fuese posible vencer al Gran Turco,
pero aun así aceptó el mandato divino y tomó sobre sus hombros esa carga.
No preguntó más, formó un ejército y marchó contra el enemigo señalado. El
Gran sultán estaba confiado puesto que había sellado un pacto con la Muerte
y una alianza con el Abismo. Pero el Gran Duque estaba dispuesto a enfren-
tarse a él al frente de doce Tercios, imagen de las doce tribus del primer pue-
blo elegido, con la vista puesta en que, pese a sus dudas, el plan divino si-
guiese adelante y pudiesen derrotar al soberano de los Agarenos. Se narraba
además como cuando éste, como un nuevo Goliat, había sido derrotado,
muerto y decapitado, los ejércitos de Gog y Magog que le servían se des-
compusieron, retirándose temerosos ante la cólera divina y la furia hispana.
En ese momento un carro de fuego arrebató al Gran Duque llevándole al
monte Abarim, allí el Señor le comunicó que su pecado había sido perdonado
gracias a su victoria y a su fe, desde allí le mostró la tierra que entregaría a su
pueblo. Una tierra en la que manaban leche y miel pero en la que él no podría
entrar por su culpa cuya expiación demandaba una penitencia, la misma a la
que Moisés se tuvo que someter. Allí, aliviado por el perdón divino y acep-

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tando su pena, el Duque entrego su espíritu y el Señor devolvió la carcasa de
su cuerpo vacío a sus hombres que todavía perseguían a los ismaelitas por el
campo de los Asnos.

Al menos eso contaban en los ejércitos hispanos de Tierra


Santa, en distintas versiones más o menos orladas, más o menos elaboradas,
pero que coincidían en mostrar a Don Fardrique como un nuevo Moisés que
había guiado a su pueblo a la Tierra Prometida, como alguien ungido por el
Señor, pero al que se le había vedado la entrada en las tierras otorgadas por el
Creador a su pueblo. Juan Chanciller de Barahona agradecía en su interior lo
que evidentemente era una muestra del amor y la devoción que los soldados
sentían por su fallecido general, por el hombre que para él había sido un pa-
dre, pero no podía evitar que la historia le hiciese gracia. Gracia porque él
conocía al Duque y sabía que si hubiese sido interpelado por el Creador le
habría preguntado por la acción de Ganday, por la matanza que allí se produ-
jo, por las dudas que tras ese acto anidaron en su corazón, dicho eso no
habría dudado en ponerse al frente de un ejército o de marchar solo contra el
Turco, Satanás o contra quien fuese menester. Si algo le preocupaba, si algo
oscurecía su alma, si algo le impidió entrar en la Tierra Santa era esa sangre
de los Sonrai que él creía derramada sin necesidad, tan sólo por desespera-
ción, ira y dolor. Por eso fue una suerte que por su muerte no se hubiese ente-
rado de que su última batalla acabó como aquella otra con un terrible derra-
mamiento de sangre, con una matanza de hombres ya derrotados y que un
nuevo bosque de cabezas marcaba otro de sus campos de batalla. Todo eso le
entristecía porque es lo que quedaría vinculado a su nombre, lo que se recor-
daría de él: la reconquista de Tierra Santa, dos terribles batallas y dos bos-
ques de cabezas.

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Los soldados del Tercio formaban a ambos lados del camino
que subía a la Ciudad Santa, habían cubierto el suelo con palmas, ramas de
olivo e incluso capas y guardaban silencio, un silencio absoluto, más pétreo,
terrible y solemne que el que guardaban antes de entrar en combate. Además
al paso de la comitiva con el cuerpo del Duque algunos se hincaban de rodi-
llas en el suelo, dejaban escapar una lágrima o sacudían la cabeza como si el
que fuese portado en aquella caja de madera fuese un allegado. Unos pocos
murmuraban preguntándose por qué el Creador había fulminado al guía de su
ejército en el momento de la victoria. No entendían. No podían entender.
Nunca entenderían. En claro contraste se podían ver grupitos de soldados
saboyanos, genoveses y pontificios que se acercaban espoleados por la curio-
sidad y que quedaban pasmados ante las muestras de dolor que derrochaban
los españoles por su general caído. No entendían. No podían entender. Nunca
entenderían.

Durante las semanas previas a la batalla del Campo de los


Asnos, las tropas que habían quedado en torno a la ciudad al mando del con-
de saboyano Arnaldo d’Este y del legado Papal, el obispo milanés Federigo
Saluzzo Messía, se habían esforzado por forzar la entrada a la Ciudad Santa a
toda costa con el fin nada oculto de privar a los españoles de ese honor. Am-
bos hombres, enfurecidos porque el Duque de Alba se hubiese llevado parte
del tren de artillería y todas las tropas que pudo dejándoles en difícil situa-
ción para rendir la ciudad rápidamente y con apenas lo mínimo para mante-
ner el asedio sin contratiempos, se habían conjurado en secreto para entrar en
la ciudad para lo que debieron agudizar su ingenio. Todo ello contra los ju-
ramentos mutuos realizados ante el Duque que, para tranquilizarlos, les había
prometido que en caso de que él hubiese derrotado al Gran Turco antes de
que la ciudad se hubiese rendido y ese acontecimiento tuviese lugar tras su
vuelta ellos entrarían en la ciudad antes que él, pero a cambio les había pedi-
439
do que no tomasen iniciativas que pusiesen en peligro la situación y que se
limitasen a mantener el bloqueo. El saboyano no se fió de la palabra del Du-
que y rompió la suya, primero ordenó varios intentos que sin suponer graves
pérdidas para sus escasas fuerzas le permitieron hacerse una idea de las de-
fensas de la ciudad. Después haciendo uso de su reputada astucia, simuló un
ataque por las puertas Dorada y del León empleando en aquel sector toda la
artillería disponible y desplegando un par de torres de asedio que habían
construido, mientras que un selecto grupo de rodeleros trepaba por las mura-
llas cercanas a la puerta de Jaffa, la tomaba al asalto y abría paso a las tropas
pontificias de Salissari. La Ciudadela no tardó en caer, pero la resistencia por
las calles de la ciudad fue realmente desesperada y terrible, seguramente ali-
mentada por viejos recuerdos de anteriores conquistas y liberaciones de la
ciudad por cruzados, sarracenos y mongoles siglos atrás. Tras cinco días de
agotadores combates la ciudad acabó cayendo, pero fue en vano para el sa-
boyano, el palatino y el orgullo de ambos.

Habían logrado entrar en la ciudad, aplastar la resistencia y


recuperarla para la Cristiandad, pero no alcanzar la fama que anhelaban, es-
pecialmente Arnaldo d'Este, puesto que ésta había quedado para el Duque de
Alba. Con la victoria sobre el soldán, su muerte y la leyenda que se había
forjado con ambas en torno al Duque, ninguno de los mandos de la Cruzada,
ni el conquistador de Jerusalén, ni el príncipe Castriota Scanderbeg que había
sido el destructor de la flota otomana en Rodas y en Nea Callípolis, ni el
humilde Juan Chanciller serían recordados más que como simples comparsas
en un drama que los sobrepasaba, o como mucho lo serían como meros
acompañantes útiles de un héroe legendario mucho más grande que ellos.
Don Fardrique Hernández de Toledo ya no era Don Fardrique, sino la reen-
carnación de Moisés, ante lo que los demás no podían aspirar con suerte más
que a ser Aarón o Josué. Nada más. Nadie les recordaría más que vinculados
440
a otro nombre.

Según se iban acercando a la puerta de Damasco, Juan se dio


cuenta que los soldados congregados en el camino iban marchando cabizba-
jos y tristes tras la comitiva fúnebre y que algunos derramaban lágrimas que
no habrían vertido por nadie más. Algunos oficiales saboyanos se aproxima-
ron para indicarles adonde debían dirigirse al entrar la ciudad, pero apenas
les hicieron caso y los italianos retrocedieron espantados ante las miradas
terribles de los españoles. Cuando llegaron a la puerta de Damasco, Juan vio
como los soldados no entraban en la ciudad y en vez de eso marchaban al
cercano Calvario, tal vez camino de la puerta de Herodes. Lo cierto era que la
comitiva fúnebre se quedó sola al entrar en el barrio cristiano, pero se veía de
nuevo a algunos grupitos de soldados al llegar a la Vía Dolorosa, por lo que
supuso que o alguien les había prohibido acceder por la misma puerta que el
Duque, o se trataba de simple superstición, o de una muestra más de respeto.
Poco importaba la razón pero lo cierto fue que al llegar finalmente a la Igle-
sia del Santo Sepulcro a cuya puerta quedó el ataúd, ya les volvía a rodear
una auténtica multitud.

Allí les aguardaban un par de obispos, el conde saboyano, el


palatino del Papa y numerosos capitanes de contingentes aliados. Al saboya-
no no le debía de hacer gracia la llegada del cuerpo del Duque y la pretensión
de darle sepultura en la Ciudad Santa lo que no haría más que alimentar su
leyenda y su honra y mermar la de los demás, así como reforzar las deman-
das del Trastámara en detrimento del Saboyano respecto de la corona de Je-
rusalén. Eso era demasiado. Lo curioso era que en realidad Don Fardrique no
habría querido ser sepultado allí, él hubiese preferido ser enterrado junto a
los suyos. Sus oficiales más antiguos lo sabían y por ello, sin que nadie tu-

441
viese conocimiento de ello, los maestres de los tercios españoles y los princi-
pales capitanes habían decidido en una reunión mantenida en el propio cam-
po de los Asnos, enviar en secreto el corazón embalsamado del Duque de
vuelta a España. Si por ellos hubiese sido habrían respetado la que intuían
que era su voluntad de ser enviado a Salamanca, pero eran conscientes de la
baza política que suponía para el rey hispano el tener al artífice de la libera-
ción de Tierra Santa enterrado en la mismísima Jerusalén no era algo que
pudiese ser desdeñado.

– Nobles señores, en nombre de su Santidad el Papa Francis-


co II y del Duque de Saboya Don Carlo IV agradecemos los esfuerzos reali-
zados por los servidores del rey de las Españas en esta magna empresa que
será recordada eternamente – el conde d’Este era evidentemente el responsa-
ble de la oposición a que el cuerpo del Duque descansase en la ciudad Santa,
Juan miró de reojo a los representantes papales que se debatían probablemen-
te entre lealtades personales hacia el conde y los intereses del pontífice para
el que un mayor compromiso hispano en la defensa de la ciudad Santa sería
una apreciada garantía –. Por ello nos resulta especialmente dolorosa la
muerte del buen Duque de Alba y queremos expresar nuestra disposición a
contribuir en la construcción de un mausoleo en su memoria en Suez, en Na-
cab o en la fortaleza que se construirá en el Négueb. Queremos que sea el
más hermoso y perdurable tributo para el que fue en vida uno de los primeros
caballeros de la Cristiandad.

Los comandantes hispanos se miraron perplejos, sentimiento


que parecía ser compartido por mayas, bretones e irlandeses. Juan se sor-
prendió a sí mismo con su mano derecha sobre el pomo de su espada y de
reojo vio que no había sido el único en hacer ese instintivo movimiento. Un

442
silencio tenso se alzó entre los italianos y el resto de naciones de la Cruzada.
Todo pareció posible por unos instantes. Finalmente Don Santiago de Lan-
caster se adelantó y tomó la palabra.

– Don Arnaldo, sus generosas palabras le honran y agrade-


cemos su ofrecimiento aunque no será necesario. ¡Qué mejor mausoleo para
que el que vos mismo habéis definido como el primer caballero de la Cris-
tiandad – el de Lancaster le devolvió la pulla a Arnaldo d’Este por haber
hecho de menos a Don Fardrique – que la Iglesia del Santo Sepulcro como
símbolo que desde la otra vida velará por la seguridad de estos Santos Luga-
res!

Esta vez la incomodidad y la tensión se transmitieron a los


italianos y el que tomó la palabra sujetando suavemente del brazo a Don Ar-
naldo fue el Obispo Messía.

– Aunque los méritos del gran Duque le hagan merecedor de


nuestra memoria nos parece algo altiva y arrogante la pretensión de sepultar-
le en la Iglesia del Santo Sepulcro.

– Venerable Obispo, si el Duque de Alba no es merecedor de


reposar en el mismo lugar que lo hacen Godofredo de Bouillon o al rey Bal-
duino no sé quien podría serlo.

– No pretendo cuestionar sus méritos – el saboyano retomó


la palabra y la arrogancia de su tono provocó una cierta preocupación en el
legado papal –, pero obviamente en las honras fúnebres no se honra muchas
443
veces a los muertos, sino a los vivos. Me pregunto si en vez de honrar el sa-
crificio de un esforzado soldado no se busca satisfacer la gloria del rey de las
Españas.

– Caballeros, caballeros – intervino el comandante irlandés


Padraigh Lionadh –, ¿no hay más iglesias en la ciudad en las que se pueda
dar cristiana sepultura a este gran hombre?

El gesto del Saboyano mostró que no estaba dispuesto ni tan


siquiera a ceder esa posibilidad, sin embargo el legado papal, que debía estar
actuando en contra de las instrucciones recibidas y que no quitaba ojo de los
hombres armados que se habían plantado frente a él debía estar considerando
la posibilidad de ceder.

– ¿Con que autoridad se oponen vuesas mercedes? – intervi-


no Juan con los nudillos blancos apretados en el pomo de su espada.

– ¿Autoridad? Como quedó claro en los acuerdos firmados


en Roma las Basílicas y los Santos Lugares quedan para el patrimonio de San
Pedro – intervino el Saboyano –. En cuanto al resto de Tierra Santa incluida
la ciudad, la reclamación del Duque Carlo sin duda se acabará imponiendo al
hacer valer los derechos que su línea posee desde que Carlotta I se los cedió
al Duque Carlo I.

– Los derechos de mi señor el rey Miguel son mucho ante-


riores – terció el toledano Don Santiago de Lancaster – al proceder de María
de Antioquia, de quien pasaron a Carlos I que recibió el título de manos del
444
Papa…

Parecía que la sangre cristiana correría ese día en presencia


del cuerpo del Duque, por un momento Juan se sintió tentado de desenvainar
su espada, pero al fin y al cabo el rey Miguel era en esos momentos el rey
más poderoso de la Cristiandad, sus derechos eran más sólidos y reconocidos
por el propio Pontífice, más aun dada la desproporción militar el Saboyano
no se atrevería a reclamar la tierra Santa con un Papa napolitano sentado en
Roma. Aun así había que salvar la situación, sin ceder un ápice y sin herir
susceptibilidades, de la cuestión de los derechos ya se encargarían otros. Tra-
tó de pensar rápido, puesto que los ánimos se estaban caldeando y ya sería
difícil encontrar una solución satisfactoria para todos, tal vez la idea del ir-
landés no era mala en absoluto.

– ¿Qué iglesias no quedan bajo jurisdicción Papal? ¿La As-


censión? ¿La de la Flagelación? ¿La de Santa Ana? – Los comandantes de
los contingentes maya e irlandés asintieron con la cabeza y antes de que na-
die pudiese decir nada y ante la desesperación del Saboyano que no pudo
imponer su voz al griterío de la tropa todos parecieron ponerse en marcha
añadió con voz firme – ¡Santa Ana! Su iglesia está fuera de las murallas,
además el Duque siempre fue muy devoto de la madre de la Virgen – obvia-
mente era una mentira aunque no mayor que otras que había dicho reciente-
mente –, ¡vayamos a Santa Ana y démosle sepultura allí!

El Saboyano hizo un último ademán de oponerse, pero nin-


guno de sus hombres se movió y el legado Papal se retiró agachado y mur-
murando algo.

445
– Sea… sea lo que quieran estos marranos locos.

Así, rodeados por un mar de soldados de los tercios, la comi-


tiva se puso de nuevo en marcha por la Vía Dolorosa hacia la puerta de Josa-
fat, dejando a los italianos en el Santo Sepulcro, camino de la iglesia de los
Cruzados de Santa Ana donde fue enterrado el cuerpo sin corazón de Don
Fardrique Álvarez de Toledo en una sepultura improvisada.

446
42. CAMINO DE MEKKE
Hurghada, 23 de Rabî al-Awwal de 1009 / 2 de Octubre de 1600

L a pequeña aldea costera se encontraba en medio de esa calma absoluta,


pesada y tensa que suele preceder al amanecer. Algunos centinelas se
paseaban lentamente por el camino que la bordeaba ya que carecía de mura-
lla. Tan solo una tapia baja protegía algunos sectores del lugar, pero por su
altura, aunque la hubiese rodeado totalmente nada habría cambiado. Sus
hombres estaban extenuados tras varias semanas de marchas agotadoras y
combates continuos, pero también estaban dispuestos, más que nunca, a
cumplir con su deber. Desde su posición había visto como a lo largo de la
noche se habían arrastrado como serpientes hacia las últimas casas, aprove-
chando cada ondulación del terreno, cada arbusto y cada sombra para ocul-
tarse, avanzando tan lentamente como para permanecer fundidos con el te-
rreno y como para llegar a pasar entre dos centinelas sin ser notados. Él, tras
haberlos estado siguiendo con la mirada toda la noche, los había visto situar-
se detrás de los soldados que hacían la guardia nocturna, cerca de la senda
que marcaba la ronda e incluso junto a las paredes de algunas de las casas, el
resto se encontraban junto a él preparándose para montar y atacar. El plan era
sencillo, directo y marcado por lo que debía ser su objetivo primario: la ga-
leota.

Uno de los centinelas cayó al suelo sin emitir un ruido, aba-


tido por una sombra que apareció de la nada, aun así otro alabardero debió
oír algo puesto que volvió sobre sus pasos buscando a su desaparecido com-
pañero. Pero un par de akinjis se abalanzaron sobre él y le degollaron sin que

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se oyese ni un gemido, al tiempo que una bandada de sombras se abalanzó
por el hueco abierto en la línea de centinelas, mientras otros atacantes agran-
daban el hueco. Pronto se daría la alarma puesto que el ataque ya estaba en
marcha y era inevitable que alguien sobreviviese como para dar una voz, por
ello ordenó a sus hombres que montasen y se preparasen para cargar. La heri-
da de la pierna le dio una punzada de dolor y le recordó la amarga derrota de
el-Suweis donde la artillería y los arcabuceros hispanos hicieron una autenti-
ca carnicería entre sus hombres. En su fuero interno no podía dejar de
admirar al hombre que había planeado un ataque tan rápido, letal y demole-
dor como el que había puesto en manos de los cruzados ferenghi los principa-
les puertos del estrecho, distrayendo su atención para que los pesados y len-
tos ejércitos de levas de campesinos de los kafir pudiesen avanzar impune-
mente tan al norte que pronto amenazarían la mismísima capital del Sultana-
to. Toda la tierra de Misr estaría perdida si no lograba traer más tropas, espe-
cialmente de caballería, akinjis y timariotas, para empujar de nuevo hacia el
sur al rey Dawit, así como artillería para desalojar a los corsarios hispanos de
los puertos y recuperar el control de los estrechos para que el Gran Turco
pudiese tomar posesión del Sultanato egipcio. En realidad siempre había pen-
sado que ahí estaba la clave de la guerra en el futuro, velocidad y artillería, y
esa impresión se había acentuado más aun tras la derrota en el-Suweis, donde
de haber contado con media docena de basiliscos habría podido silenciar las
piezas de los politeístas y derribar sus murallas.

Por unos breves instantes perdió de vista a sus hombres, en-


tonces se oyeron gritos en la ciudad, alguien golpeó un tambor amagando un
toque marcial que fue bruscamente silenciado. Era el momento. Alzó enton-
ces su sable, lo bajó apuntando a la pequeña población y se encomendó a la
protección del Aniquilador, al-Qahhar. No debía olvidarle, él debía ser el
centro de su acción si quería deshacer el mal causado a los verdaderos cre-
448
yentes, aunque fuese tan difícil como recomponer un cántaro roto y pisotea-
do.

Algunos infieles salieron de las casuchas medio dormidos y


sin saber muy bien hacia donde acudir, si hacia la playa donde estaba varada
la galeota donde ya se combatía o hacia el perímetro exterior donde atrona-
ban los cascos de sus caballos. Desde su montura pudo ver como la mayoría
se precipitaban hacia la embarcación, aunque algunos trataban de formar una
línea para enfrentarse a los jinetes de Arslan. Uno de sus hombres cayó a su
lado alcanzado por una cuadrilla de ballesta y se veían ya además algunas
mechas de arcabuz en número suficiente como para ser preocupante. Pero era
tarde para ellos ya que los timariotas los diezmaban con sus flechas envene-
nadas como preludio de lo que les esperaba para cuando les alcanzasen con
sus cimitarras. Por lo que había visto en otros enfrentamientos los ferenghi
solían desplegar alabarderos junto a sus arcabuceros para protegerles de las
tropas montadas. Eso podría haber sido un problema en otras circunstancias,
porque esta vez la superioridad numérica era tan clara que era hasta una blas-
femia el dudar que los iban a arrollar.

La primera fila de akinjis chocó contra los infieles descar-


gando sus mazas sobre ellos como un auténtico vendaval. Pero Arslan no
pudo ver cual había sido la respuesta de los defensores, puesto que él mismo
alcanzó a un arcabucero que trató infructuosamente de resguardarse tras un
alabardero. Un certero golpe del beylerbey le derribó, momento que aprove-
chó el infante para tratar de golpearle con su peligrosísima arma. Arslan se
tuvo que emplear a fondo para desviar el ataque con su cimitarra mientras
trataba de hacer que su montura empujase y le derribase, aprovechando su
posición ventajosa para lanzar un par de ataques que fueron detenidos por el

449
astil de la alabarda. El soldado retrocedió presionado por los ataques del bey-
lerbey y el empuje de su montura, finalmente el alabardero tropezó y trató de
rodar para escapar de los cascos del corcel. Fue inútil, puesto que finalmente
fue pisoteado hasta que dejó de moverse. En ese momento recordó algo que
había leído en su infancia acerca de un tal Jenofonte que derrotó a un Shah de
Persia y que arengaba a sus hombres despreciando la caballería de los persas
alegando que los caballos no combatían. ¡Qué sabría aquel estúpido!

Sorprendentemente el soldado pareció revivir y trató de le-


vantarse de nuevo pero Arslan lo solventó con un certero golpe de sable en su
cuello, a pesar del estruendo del combate pudo oír como los huesos crujían
cediendo a regañadientes ante el metal y un potente chorro de sangre le al-
canzó la cara, cegándole momentáneamente. No necesitaba ver para saber
que a su izquierda otro de los alabarderos se acercaba a la carrera aullando
como un animal. Instintivamente le lanzó una estocada con su sable que en-
contró la hoja del arma del infante y antes de que el soldado ferenghi pudiese
sobreponerse de la sorpresa repitió su ataque golpeando su cabeza. No pudo
repetir el golpe puesto que el sable quedó incrustado en el capacete del infiel
y fue arrastrado al caer éste al suelo, mientras se limpiaba la sangre de los
ojos tomó la maza que colgaba de su silla y se resignó a dejar allí su espada
sin perder tiempo en recuperarla.

Por delante de él, algunos impetuosos timariotas y akinjis


cabalgaban ya por las callejuelas del lugar abatiendo aturdidos soldados y
marineros. Arslan suplicó al Omnipotente que quedasen los suficientes con
vida para bogar en la nave y así poder dejar el máximo de fuerzas camino de
el-Qahira con el fin de ponerse a disposición de Murad Koçi bajá. Mientras él
partía para reunirse con el Gran Turco. Pronto volvería al frente de un pode-

450
roso ejército con el que expulsar a los kafir etíopes y a los piratas hispanos.

Un centenar de jinetes rodeaban ya a la nave enemiga donde


se habían atrincherado algunos soldados que se defendían con vivo fuego de
ballesta y de arcabuz, mientras otros se esforzaban por apuntar un par de sa-
cabuches hacia los atacantes. Afortunadamente las flechas y alguna que otra
pistola de los timariotas y los venablos de los akinjis daban cumplida res-
puesta, impidiéndoles hacer uso de las pequeñas piezas de artillería.

Arslan desmontó y se escabulló hasta la popa, allí de un salto


ágil se encaramó a la escalera de la espalda del talar de babor seguido por
algunos timariotas. Un disparo de arcabuz impactó muy cerca de su cabeza
pero eso no le arredró y de un poderoso salto accedió a la nave y se abalanzó
sobre el arcabucero antes de que pudiera tan siquiera darse la vuelta. Estaba
eufórico y eso debía de transmitirse a sus hombres que le siguieron con de-
terminación aunque el valiente que estaba a su derecha no tuvo tanta suerte y
un ballestero que estaba sobre la carroza le acertó en la espalda.

Los defensores de la nave estaban perdidos, lo sabían o de-


bían saberlo, pero actuaban como si no fuese así, cobrando un precio altísimo
por cada bancada que se veían obligados a ceder. Soldados, marinos y galeo-
tes lucharon con valentía y murieron, matando y privándole de manos para
remar. Cuando por fin acabaron por reducir a los últimos que se refugiaban
en la corulla se hizo un silencio sólo roto por los gemidos de los heridos y los
moribundos. Uno de sus hombres le alcanzó su sable, se lo agradeció con una
sonrisa y trató de recordar su cara para recompensarle alguna vez. Todos se
detuvieron unos instantes, Arslan trepó entonces a lo alto de la carroza, arrió
la bandera de Ceneva, ató al palo la del Gran Turco y gritó:
451
– Mi padre me informó de que Aisha comentó que Sad le
dijo: “Oh, Alá, tú sabes que no hay nada más querido para mí que luchar por
tu causa contra aquellos que no creen en tu enviado y le han expulsado de
Mekke” – un poderoso grito, casi sobrenatural, pareció sofocar su voz, pero
alzando los brazos lo dominó y calló como si no fuese más que un murmullo
–. Hoy mi padre me informaría de que Aisha le comentó que Sad le dijo que
no hay nada más querido por Alá que luchar en su causa contra los que ex-
pulsan a sus fieles del país de Misir. Algunos afortunados navegarán hoy
conmigo a Yazîrat-al-Arab para unirse al ejército del Gran Sultán y Protector
de los Creyentes, otros aun más afortunados se quedarán en esta bendita tie-
rra luchando contra los infieles. ¡Alá es grande! ¡Sólo Alá concede la Victo-
ria y abate a los orgullosos!

Entre sus hombres había algunos con experiencia en los


asuntos del mar y contaba con ellos para hacer la travesía hacia alguno de los
puertos del mar Rojo. Sin embargo por un increíble golpe de suerte, sólo
atribuible a la protección del altísimo, habían encontrado un grupo de cauti-
vos musulmanes, que por su estado lamentable y su cabeza rapada salvo por
un mechón revelaban su condición de galeotes, que eran marinos, pilotos e
incluso un par de capitanes de falúa. Habían capturado además casi un cente-
nar de prisioneros que le permitirían rellenar los bancos de remeros con infie-
les.

Empujaron la nave hacia el mar, aunque sería necesario


aguardar a que la marea la reflotase completamente, si bien eso les daría
tiempo para ponerla a punto para hacerse a la mar inmediatamente. Arslan
ordenó que reuniesen provisiones y agua por si la travesía era más larga de lo
452
esperado y que lo hiciesen rápido, no podían entretenerse ni tan siquiera por
esa cuestión. En cuanto pudiesen partirían. No debían entretenerse por si
había otras unidades navales infieles en la zona que pudiesen venir alertados
por el combate. No era probable, pero lo más prudente sería ponerse en ca-
mino lo antes posible. No es que no confiase en que sus hombres no fuesen
capaces de enfrentarse y derrotar a cualquier nave que se cruzase en su cami-
no bien con su pericia o mediante la ayuda de Alá, pero esa no era la priori-
dad hoy. La prioridad era clara: no había otra alternativa que alcanzar a su
señor el Gran Turco para informarle de la situación.

Al alejarse de la costa se sintió apenado. Apenado y con una


cierta sensación de fracaso, ya que sus planes no sólo se habían resistido a
cumplirse misteriosamente y, de hecho, habían hecho otra cosa que agravar
el desastre provocado por el ataque de los ferenghi. Obviamente habían falla-
do los espías, pero él debía haberlo previsto. Sabía que se exponía al juicio
severo de su Señor, pero él estaba dispuesto a afrontarlo y enmendarse. Esta-
ba dispuesto a volver al país del Nilo, dispuesto a derrotar a los kafir y de
perseguir y buscar al responsable de este desastre y acabar con él. No podría
esconderse ni escapar de su sable y de su venganza.

453
43. ALFA Y OMEGA
Caifa la Alta, 22 de Octubre de 1600

S i el campamento del ejército cruzado que combatió en el campo de los


Asnos le había parecido una auténtica locura, hasta el punto de ver la
batalla que tuvo lugar allí como una liberación momentánea, el puerto de
Caifa la Alta era mucho peor. Tropas que procedentes de occidente se unían a
la Cruzada, tropas que embarcaban con destino a alguna de las plazas toma-
das en el estrecho, suministros que llegaban para Tierra Santa, canteros y
albañiles para reforzar o reparar las defensas de las ciudades tomadas, mer-
caderes y artesanos para proveer servicios y suministros, pertrechos que par-
tían para los penales de la costa... todo lo que llegaba o partía de la península
más santa pasaba por este punto y todo ello mientras el puerto, que pronto
sería renombrado, era adaptado para ser defendido más fácilmente y contar
con una mayor capacidad para albergar naves, bienes y hombres.

No habría venido de no haber recibido una misteriosa carta


del buen capitán Ramiro Moreno citándole en cierta posada de la parte alta
de la ciudad. Le había dado muchas vueltas al asunto tratando de averiguar
que podría tener que comunicarle, con la esperanza de que una vez alcanzado
ese conocimiento no fuese necesario venir. Obviamente no debían de ser no-
ticias de la península, puesto que por lo que sabía últimamente el buen capi-
tán se había movido por aguas egipcias tras haber participado en la grandiosa
batalla de Rodas. Era posible que tuviese que ver con la muerte del Duque y
que sólo quisiera comunicarle su pésame. Se avergonzó al pensar que era una
pena que el bueno de Don Fardrique hubiese tenido que partir a rendir cuen-

454
tas al Creador, puesto que de alguna manera confiaba en que gracias a su lar-
ga y poderosa mano algo de lo ganado en estas tierras fuese asignado para él.
No es que fuese avaricioso y de hecho el haber disfrutado de la posibilidad de
aprender de tan gran hombre y de disfrutar de su amistad y un trato paternal
le compensaban más que cualquier cosa material que pudiese recibir. Pero
eso no hacía desaparecer sus crónicos problemas económicos, aunque esta
vez para variar no tenían su origen en su mala cabeza, ya que el último gasto
difícil de explicar había sido la liberación de Zara, pero las responsabilidades
de su cargo de Coronel de un Tercio le habían sangrado su bolsillo más que
todos los burdeles del barrio de el-Jedid en Santiago de Fez. Para colmo de
males había llegado a Jerusalén el rumor de que en la corte no se iban a reco-
nocer algunos de los nombramientos de emergencia para maestres, oficiales
superiores y regidores, entre ellos el suyo. De haber vivido Don Fardrique
habría contado con su apoyo, pero todo había cambiado. Definitivamente
había sido una auténtica e inoportuna lástima su muerte.

De camino al puerto le dio por pensar si no sería una mujer


lo que había venido con él. De Caterina no había tenido noticias desde aque-
lla carta desde Cartago y con dolor esperaba que le hubiese olvidado como él
trataba de olvidarla. Cuando recibió la noticia del nombramiento provisional
de Coronel pensó que tal vez tendría algo que ofrecerle, que podrían tener un
futuro, que podría presentarse en San Vicente de Alfarp y pedirle la mano a
su padre. Pero la campaña aun tendría que durar meses, tal vez años, hasta
que todas las plazas de la península hubiesen sido sometidas y el istmo del
Négueb debidamente fortificado, hasta que los etíopes cumpliesen con su
parte y sometiesen todo el país del Nilo. Para entonces su romántico aunque
sensato corazón ya habría encontrado otro objeto de su amor y él habría de-
jado de soñar con ella. Tal vez fuese Zara que también le había escrito desde
Cartago, aunque la hermosa y sensual armenia probablemente ya se habría
455
asentado allí o en Castilla y no tardaría en atraer a algún noble con el que se
casaría. Muchas veces se había reprochado que deslumbrado por algo que no
podía ser había dejado pasar algo más accesible.

Pero esos pensamientos ni resolvían sus problemas económi-


cos, ni los de su corazón, y no le explicaban por qué razón le había citado el
bueno del Capitán Moreno. Había oído que su galeón había resultado malpa-
rado en el encuentro frente Arcangelion, que él había resultado herido y que
muchos, incluido el parlanchín De La Landa, habían muerto. Ramiro no era
un hombre de guerra, era un mercader, dispuesto a defender lo suyo y a los
suyos pero no a cualquier coste y algo tan brutal como una guerra no encaja-
ba probablemente en sus esquemas. Tantas muertes debían de haberle afecta-
do profundamente. Pronto acabaría la temporada de campaña, llegaría el in-
vierno y con gran parte de los objetivos logrados, muchos navíos y capitanes
serían liberados de su compromiso con el Rey y la Cruzada. Entonces segu-
ramente Ramiro Moreno quedaría libre, tendría que ajustar cuentas con su
suegro, volvería a ver a su mujer y a sus hijos y tornaría a su rutina de la Ca-
rrera de Indias. Tal vez si el aguijón de ver nuevas tierras no había sido aho-
gado en la sangre de sus hombres le vería asomar por Suez camino de la In-
dia y de las islas de las Especias. Bien pensado, lo más probable fuese que
tras varios meses de guerra perdiendo hombres, amigos y tal vez hasta pa-
rientes el marino quisiese ahogar sus penas en vino junto a un amigo.

Encontró la posada sin grandes problemas gracias a su sar-


gento mayor, que ya había hecho varios viajes para recoger suministros para
sus hombres, la plata de la única paga que habían recibido hasta la fecha, las
órdenes, la correspondencia y por lo efusivo del saludo del tabernero y de sus
mozas al mencionarle lo había hecho para algo más. En una mesa junto a la

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entrada estaban el capitán del “Calvario”, su rostro serio y una jarra de vino,
Juan les indicó a sus hombres, arrojándoles un par de reales que se tomasen
un vino a su salud mientras hablaba con un viejo camarada de armas.

– Ya me enteré de lo del Duque, era un buen tipo.

– Y yo de lo de De La Landa, era un buen tipo.

Llamó la atención del tabernero para que trajese un par de


jarros de vino, mientras Moreno apuraba el que tenía. En lo que llegaron los
jarros ambos hombres se observaron guardando un incómodo silencio.

– La guerra es un sinsentido y una condenación... si no me


hubiese precipitado y hubiese mantenido la línea con el “San Bartolomé” en
vez de tomar la iniciativa y querer ganar la batalla solo... si no me hubiese
ofrecido para estar en la primera línea... si no hubiese guardado aquella plata
en la bodega pensando... – bebió un largo trago para acabar la frase.

– Si no... Si no... Así no arreglamos nada. ¿Somos hombres o


bestias? Apechuguemos con nuestros fracasos, alegrémonos de nuestros éxi-
tos y bebamos por los que ya no están. ¡Pardiez! ¡Ya hablo como el Duque! –
Chocaron sus jarras y bebieron –. Ya acabará la guerra y si tenemos cuidado
y nos mantenemos a bien con Dios, saldremos de esta para meternos en otra
y tendremos historias que contar para que nuestros hijos se metan en sus pro-
pias aventuras para emularnos y cometer de nuevo errores viejos.

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El capitán Moreno torció el gesto en una mueca que sólo
podía traducirse con una blasfemia, se puso en pie, puso un par de monedas
en la mesa. ¿Para esto le había hecho venir?

– En realidad vine a entregar una carga, mi barco me aguarda


para partir al anochecer hacia la costa etíope.

Juan trató de replicarle pero solo pudo seguir con la mirada


la de Moreno para encontrarse con los profundos ojos verdes de Zara detrás
de él. Por un momento o tal vez por una eternidad se quedaron mirándose sin
hablar. Cuando por fin Juan tomó sus manos y la hizo sentarse se dio cuenta
de que Ramiro Moreno había desaparecido. Desde luego algo había que re-
conocerle al Capitán Moreno, que tenía la virtud de nunca decir una palabra
de más.

– ¿Cómo has venido a este lugar? Ahora mismo no hay más


que fuego, muerte y sufrimiento. Deberías...

Zara le besó. Un beso cálido, entregado y mágico. Mágico


porque borró todo lo demás. Tal vez así eran los besos que hechizaban a los
caballeros de los antiguos cantares de frontera por los que renunciaban a todo
hasta a su fe o por los que corrían los peligros más aterradores hasta llegar a
las puertas del infierno.

– ¿Debería qué? Nunca he tenido el control de mi vida, no he


tenido más remedio que dejarme llevar, adaptarme, borrando mi pasado una
y otra vez. Nací cristiana en Ermenistan y fui llevada como esclava a Alepo.
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Allí crecí como esclava y como si fuese judía. Fui vendida a otros amos,
convirtiéndome en lo que esperaban de mí. Hasta que acabé en el Cairo, don-
de tratada como una princesa no me di cuenta que no era más que una pro-
piedad más, como un mueble o un bello tapiz. Hasta ese momento no había
sido nada más que lo que se esperaba de mí, que lo que se me ordenaba, re-
cogiendo las migajas de otros como si fuesen mías, como si fuesen yo mis-
ma. Nada más. Buscando amor en el capricho o el apetito pasajero. Todo
cambió el día que me capturaste – Su mano apretó con las suyas con esa
fuerza y pasión que ella mostraba en otras ocasiones –. El día que me liberas-
te... el día que me liberaste perdí de nuevo mis pasados, todos ellos, perdí
algo de mí, pero tú me amaste por lo que era, no por lo que había costado o
parecía... y al final me diste la libertad.

– Para que empezases de nuevo, llevabas una carta para...

– ¿Para volver a empezar mi antigua vida una vez más? Lle-


gué hasta España, allí la casualidad, el azar o la Providencia quisieron que
me encontrase con la rubia hija de un impresor de libros – Juan se quedó pa-
ralizado al imaginar que las dos mujeres se hubiesen encontrado, temía que
hubiesen hablado de él, que su indecisión, su falsedad hubiesen quedado ex-
puestas, ¿qué se habrían dicho realmente? ¿Qué pensaría Caterina de haber
descubierto que había otra? –. Una hermosa muchachita que había conocido
el amor, pero que estaba dispuesta a sacrificarlo por la seguridad. Era sensa-
ta, para ella lo más valioso era la segunda. Era sensata por optar por lo que
para ella era más valioso. Entonces decidí que yo también debía de serlo y
optar por lo que fuese más importante para mí, por eso opté por sacrificar una
seguridad aparente y no alcanzada, por un amor al alcance de mí mano...

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–... aunque inseguro. No podías esperar que yo te fuese a
corresponder...

– No lo esperaba. Estaba segura – mentía y ambos lo sabían.

– Estamos al principio de una guerra que puede que sea lar-


ga...

– Siempre habrá guerras, pero tú y yo no siempre estaremos


aquí – le aferraba con fuerza como si temiese que Juan fuese a escapar o al-
guien pretendiese arrebatárselo –. No podemos calcular, medir, pesar nuestro
futuro. El pasado ya pasó, el futuro no lo hemos escrito todavía, sólo nos
queda el presente. Para ser sinceros con él, con nuestros corazones, con lo
que es más valioso para nosotros.

Juan no lograba entenderla. Agradecía a los Cielos que la


pusiesen de nuevo en su camino y en un lugar en el que tendría empezar de
nuevo sin el Duque. Tal vez perdiese el mando y los beneficios aparejados,
pero con un poco de suerte podría recibir una encomienda y establecerse con
Zara. La mano de ella pasó por la banda roja que de momento denotaba su
rango, probablemente no era consciente de lo que significaba o no le impor-
taba.

– Pero, ¡venir hasta aquí! Yo nunca había tenido planes,..


Don Fardrique me acogió como un padre y me dio un modo de vida en la
milicia. Aquí crecí, he vivido, viviré y seguramente moriré. He amado a mu-
chas, incluida a Caterina,... ¡Por Santiago! ¡Qué raro se me hace hablar con-
460
tigo de estas cosas! – Zara sonrió, una inmensa sonrisa, una luminosa sonrisa,
una sonrisa que invitaba a sonreír –. Pero nunca esperé que fuese algo que
durase, era la conquista en sí. En realidad era más un hurto, el probar algo
que sabía estaba más allá de mis posibilidades. Nunca pensé que conquistar
algo para mí pudiese ser posible, creía que sólo gente como el Duque era ca-
paz de conquistar reinos, de conquistar una mujer para siempre, sin tener que
buscar otra a continuación para demostrar su valía... Por una de esas conquis-
tas tuve que ir de Fez a Cartago, creí que para conocer a la hija del librero,
pero en realidad fue...

–... para capturarme. Con la pérdida de mi pasado y la pérdi-


da de Don Fardrique ambos no tenemos nada más que la oportunidad de co-
menzar de nuevo. No tengo donde volver atrás, ¡no me hagas volver!

– ¿Cómo podría?

No, ya no podía. Nunca había concebido que una mujer atra-


vesase medio mundo, para buscarle en medio de una guerra. Cuando le habló
al Duque de Zara, el viejo general se rió y le dijo que acabaría sentando ca-
beza. Juan le contestó que dudando entre dos mujeres que se alejaban de él
no veía como hacerlo. Pero él se rió. Luego le dijo que no había tal dilema,
que ya habían hecho la elección por él y que en cuanto a lo de alejarse, nunca
se sabía donde le conducirían a uno las vueltas que daba la vida. ¿Conocería
algo que él desconocía? Nunca lo sabría y ya no importaba. Ahora sólo im-
portaba donde acomodarla, dado que su tercio seguía asignado al Négueb tal
vez debería hacerse con una casa en Alcuntilla y con criados...

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44. EPÍLOGO
Villa Real de la Santa Fe, 26 de Diciembre de 1600

L a lluvia golpeaba con fuerza sobre los paneles de alabastro de las clara-
boyas situadas en la parte superior de la sala y por las que apenas en-
traba ya una mortecina luz. Grupos casi fantasmales de lacayos se afanaban
entre las creciente penumbra por encender las velas para que los dos hombres
continuasen lanzando estocadas, fintas y golpes él uno contra el otro. El de
Arcos, como era habitual en él estaba tirando con extraordinaria maestría y
aunque no era una de las primeras espadas del reino, al menos en estas lides,
parecía superar claramente al Trastámara. Pocos hombres se atrevían a medir
su espada con el tercer Miguel y su favorito el Duque de Arcos era uno de
ellos, el miedo a dañarle físicamente en un mal lance o, peor aún, a herirle en
su orgullo en un mal día del soberano eran demasiado riesgo para espíritus
poco templados. El de Arcos se encontraba pletórico de facultades a pesar de
los festejos que habían frecuentado los últimos días tanto por su importancia
en el calendario cristiano, siguiendo la moda napolitana, como por las cele-
braciones decretadas por el rey para festejar la recuperación de los Santos
Lugares. El monarca estaba un poco más serio de lo que cabría esperar, le
hubiese gustado marchar a Roma y ser coronado allí como rey de Jerusalén y
protector de Tierra Santa por el propio Papa en la misa del Gallo, pero no
pudo ser. Oficialmente se había comunicado que el acto se aplazaría para la
Semana Santa del año venidero debido a los crecientes rumores de un enfren-
tamiento con el francés al norte de los Pirineos.

Aprovechando la movilización hispana en Tierra Santa el

462
herético rey francés había reunido un ejército para tratar de meter en cintura a
los levantiscos nobles católicos de Aquitania y Tolosa y de paso intentar re-
cuperar alguna de las plazas en manos españolas del sur de Francia. Si bien
no era más que una amenaza huera y sin fundamento. No había peligro en el
norte en realidad, puesto que las líneas fortificadas de la Cerdaña y de la baja
Navarra eran casi tan inexpugnables como los propios Pirineos. Los antece-
sores del rey Hispano habían invertido mucha plata y traído los mejores ar-
quitectos para asegurarse de ello. Más aún parte de las tropas enviadas, un
par de Tercios de infantería acompañados por zapadores y algunos de los
mejores ingenieros de Castilla, habían sido destinados a reforzar las posicio-
nes de los dos levantiscos Duques ante lo que el francés se había retirado
aparentemente humillado y con una afrenta más en la cuenta del Trastámara.
Lo bueno del asunto era que agentes aquitanos pagados con plata española
habían difundido en la corte francesa el rumor de la presunta debilidad del
Duque Saboyano por sus aventuras en Cirene y Jerusalén. Voces interesada-
mente indiscretas habían dejado caer en los oídos del rey Enrique V que esa
era una ocasión única para desquitarse golpeando a un aliado español, por
ello había reagrupado las tropas reclutadas en el norte convocadas para casti-
gar a sus súbditos rebeldes y se había dirigido a los Alpes.

Pero ese no era el enemigo más peligroso, no era más que un


peón más aunque el rey francés no lo supiese. No, el enemigo, puesto que
había uno, estaba más cerca y era más letal que el vecino del norte. Además
tenía su guarida muy cerca, se encontraba oculto en uno de los impresionan-
tes edificios de la nueva metrópoli y cada una de sus múltiples cabezas ma-
quinaba día y noche buscando el momento más oportuno de golpear al rey. El
monstruo de las cien cabezas y los doscientos brazos había aguardado pa-
cientemente a su momento, porque sabía cuando llegaría, exactamente cuan-
do los cinco millones de ducados presupuestados para la Cruzada se acabaron
463
convertidos en suministros, soldadas, nuevas naves y cañones. Así fue como
el más poderoso de los Reyes de la Cristiandad tuvo que arrastrarse en el
momento de su mayor victoria a la cueva de la bestia, a las Cortes para pedir
más dinero cual fraile mendicante con el que seguir engrasando su maquina-
ria de guerra.

Y es que todo tiene un precio. Todo. Más caro o más barato,


pero todo puede ser medido, tasado y valorado. La pólvora y el salitre, los
galeones, los cañones, los proyectiles de hierro y los de piedra, los soldados y
las lealtades, todo, hasta el mismísimo dinero, tal y como había demostrado
Maese Martín de Azpilicueta, tiene un precio. El Consejo Real y especial-
mente el Consejero del Tesoro, Don Isidoro Pérez de Alcázar, habían mos-
trado sus reservas hacia las concesiones que los banqueros portugueses Men-
des y los aragoneses Gombert solicitaban a cambio de nuevos préstamos. En
ese punto el Consejero de Moura recomendó ceder en otro lugar buscando
otros aliados, proponía reunirse con los representantes más destacados de las
cortes y ver cual podría ser el precio que solicitasen por votar la concesión de
un servicio por al menos dos millones de ducados.

– Don Julián, por el vigor, la rapidez y los bríos que mostráis


hoy nadie diría que asististeis a la fiesta que dio doña Blanca anoche para
celebrar la Natividad de Nuestro Señor.

– ¡Pero Alteza! ¿No me vio allí? ¿No dancé acaso una zara-
banda con la Reina? ¿No le concedí una cadena de oro a maese Cesare Gra-
ziani por las exquisitas piezas musicales con las que nos deleitó? – El Tras-
támara, agotado, se dejó caer en una de las sillas que había junto al entarima-
do y tomó la copa de vino que le tendió uno de los criados –. Si os parece lo
464
dejamos para otro día... – el Duque se sentó también, como Grande de Espa-
ña tenía derecho a ello y en realidad lo hizo como señal de respeto a la vani-
dad real para mostrar un cierto cansancio que le permitiese a su Señor retirar-
se con honor –. Aunque os engañe mi aspecto, estoy también...

– ¿Teméis acaso que remonte? ¿Dudáis de mi brazo?

– Humildemente admito mi temor y os cedo la victoria de la


jornada.

El rey, agotado y con otras muchas preocupaciones en su


cabeza que le habían privado la noche anterior del sueño, accedió. Una se-
mana antes se había reunido con las Cortes en lo que había sido su peor trago
en los últimos dos años. El precio por los dos millones de ducados adiciona-
les había sido muy elevado. Posiblemente mucho más de lo que él y la mayo-
ría de sus consejeros esperaban. Habían exigido la entrada de algunas ciuda-
des más en las cortes, en lo que parecía una maniobra para ganar poder en
detrimento de los círculos nobiliario y eclesiástico, así Sigüenza, Baeza, Mé-
rida, Cartagena, Tagaste y Santa María de Uolof contarían muy pronto con
sus representantes en la corte. Habían pedido también para los municipios la
administración del monopolio de la sal y la cesión del usufructo de algunos
dominios reales en el reino de Cartago para la Mesta.

Le habían sangrado bien, como sanguijuelas sedientas, aun-


que la astucia de De Moura le había permitido anotarse también algunos tan-
tos que atenuaban la victoria de los representantes de las ciudades. Habían
logrado añadir a la lista de ciudades con derecho a representación a Jerusa-

465
lén, Belén y Suez, que aparentemente eran más bazas para el círculo ciuda-
dano, pero que en realidad no lo eran dado que al ser ciudades recién toma-
das sus regidores eran todos miembros de las milicias y de la nobleza por lo
que no se alinearían con el resto. Además habían incluido en el lote, y al
margen de las cortes, algunas tierras más para la Mesta en los cotos reales en
los montes del Atlas, poco más que eriales sin valor, a cambio del nombra-
miento de uno de los sexmeros de la asociación de ganaderos.

– Es una pena que un año tan extraordinario se haya visto


enturbiado por las ambiciones humanas de gentes sin más preocupación que
sus mezquinos intereses individuales. A veces incluso yo mismo dudo de la
validez de las teorías del maestro de Soto...

– No deberíais – el musical acento de De Moura surgió del


fondo de la sala, el rey no pareció sorprenderse lo que mostraba que o había
percibido su entrada o la esperaba, aunque el de Arcos se sobresaltó –, los
nobles son también avaros en ocasiones y los eclesiásticos ambiciosos en un
plano más mundano, y aunque algunos son válidos, capaces y hasta leales,
otros muchos no valen ni la mitad de lo valen la mayoría de… muchos repre-
sentantes del pueblo.

– Las opiniones de vuesa merced omiten, desafortunadamen-


te, la ambición desmedida, la avaricia y el descaro.

El de Arcos, aunque mantenía una aparente posición refor-


mista cercana a algunas peticiones de los representantes de los burgos y los
gremios, no dejaba de ser el cabeza de los Ponce de León, una de las familias

466
más poderosas de las Españas y miembro destacado del partido nobiliario.

– Señores, ¿prefieren espada o pistola?

El Trastámara parecía divertido ante la disputa dialéctica de


sus consejeros, de hecho muchas veces las alentaba. No le asustaba el riesgo
de crear enemistades siempre y cuando de ello surgiesen ideas eficaces, no-
vedosas e incluso inesperadas, y les obligaba a dar el máximo de sí con el fin
de ganar el favor real por encima de otros, amen de evitar complicidades. Los
nobles tenían la ventaja de actuar de freno y de evitar reformas demasiado
radicales, el clero de mantener un marco de referencia moral nítido y estricto,
los representantes de ciudades y gremios solían ver con más claridad qué ac-
ciones podría generar más riqueza y los funcionarios de carrera ascender lo-
grando el beneficio de la corona a costa de los otros partidos. Todos ellos
compartían las mismas desventajas: avaricia, arribismo, orgullo y gremialis-
mo.

– Alteza, os traía el informe final de la campaña de este año.


Ha llegado con el príncipe Castriota esta misma mañana – el príncipe se
había hecho con el mando supremo de la cruzada desde el lamentable falle-
cimiento del Duque de Alba –. Le he indicado que será recibido en la cere-
monia solemne de esta noche...

– ¿No iba a serle concedido el mando al Duque de Otranto?


– El de Arcos sabía de sobra que el Duque había renunciado al mando en fa-
vor del príncipe alegando que participando en la cruzada el vencedor de Ro-
das y hermano de armas del “Gran Duque de Alba” no podía aceptarlo, hubo

467
un intento de hacerle cambiar de opinión pero al parecer el resto de mandos
de la Cruzada compartían esa opinión –. Supongo que Stéfano de Piramo
habrá preferido respetar el rango y aguardar su turno.

– Como todos deberían hacer, como todos... – el monarca


comenzó a leer las anotaciones que el príncipe había escrito con su elegante
caligrafía en su habitual castellano rico y preciso que no delataba en absoluto
su origen italiano –. Al fin y al cabo todos nosotros no somos más que engra-
najes de un reloj.

– Al menos el viejo Duque de Alba escogió el momento más


adecuado para todos para abandonar este mundo – el Secretario Real se arre-
pintió inmediatamente de haber pronunciado esas palabras, pero ni su señor,
ni el Duque de Arcos se lo reprocharon, probablemente porque en su interior
hacían suyas esas palabras –... el... la recuperación de los Santos Lugares...
tan... tan heroica... junto con su muerte y... – el portugués se esforzaba en
arreglarlo por él, por su rey, por el Duque de Arcos y, sobre todo, por el viejo
Duque, su rival y amigo – ... esa leyenda... esa historia que se ha difundido
entre sus... entre los soldados...

El tercer Miguel anotó mentalmente, como hacía con tantos


y tantos asuntos, el solicitar al Romano Pontífice la concesión para la casa de
Alba del título de Protectores del Santo Sepulcro. Al anciano Francisco II no
le gustaría lo más mínimo, pero ese ingrato tendría que aceptarlo y contentar-
se con lo que había obtenido para engrosar el patrimonio de Pedro. Fueron
sobre todo infantes, jinetes y gente de mar española los que habían muerto
desde que la cruzada comenzó en primavera, por lo que el darle ese recono-
cimiento al general que había dado su vida dirigiéndolos sería como dárselo a
468
todos y cada uno de ellos.

– Curiosa historia la que cuentan sus hombres, mezclando el


Éxodo del pueblo judío con la cruzada... algunos podrían considerarlo casi
herético, pero es sublime. Alteza, con vuestro permiso le solicité a maese
Ramírez de Avon que escribiese una obra al respecto y ofreciéndole plata
suficiente como para que sea su obra maestra, ya se ha puesto manos a la
obra y promete ser épico: “El último caballero de la Cristiandad toma las
armas, el último rezagado trovador que oyó el canto del pájaro…”– el Rey
asintió preguntándose cómo el de Arcos lograba anticiparse siempre a sus
deseos, el Duque aprovechó el silencio del Trastámara para cambiar de tema
hacia otros temas que probablemente le interesaban más a él o a su casa –.
Queda la cuestión de los nombramientos realizados durante la campaña, hubo
una cierta precipitación en algunos de ellos que debería ser corregida…

El rey se puso en pie mientras leía acerca de la situación de


la armada, de las pérdidas y bajas sufridas, de los ejércitos en Tierra Santa y
Egipto. Los etíopes habían hecho importantes avances, sobre todo en las pri-
meras semanas, aunque ni tan siquiera se hubiesen acercado a la capital. Me-
jor así, puesto que un reino etiope demasiado poderoso, podría alimentar am-
biciones no deseadas en el rey salomónida induciéndole a mirar más allá del
mar Rojo y de los estrechos de Suez.

– Parece que el rey David está pasando por ciertas dificulta-


des, tal vez los somalíes están reanudando sus ataques desde el sur – procuró
no disimular la complacencia que ese hecho le producía –. ¿Podría suponer
eso algún inconveniente inesperado?

469
– He estado revisando las unidades que quedarán libres para
la campaña del año entrante. Podría ser conveniente hacer uso de ellas en vez
de licenciarlas. Se me ocurre que podríamos enviarlas a Egipto – evidente-
mente De Moura ya había leído el informe o lo conocía y había estado
haciendo planes –. Dado el estado de guerra civil y sublevaciones generaliza-
das en el que se encuentran sumidos los turcos tras la muerte del Gran sol-
dán, parece el momento de no limitarse a asegurar las conquistas y ser un
poco más ambiciosos...

– ¿Y conquistar para el rey David lo que no ha sido capaz de


tomar por sí mismo? – el de Arcos no veía adonde quería llegar, pero el Tras-
támara mostraba con su mirada que ya había captado donde quería llegar –.
¡Qué se las arregle él solo!

– Si le entregamos la ciudad de el Cairo y las tierras circun-


dantes hasta la isla de Cirene, pacificados y limpios de polvo y paja, el Salo-
mónida nos deberá un favor que podría pagar inmediatamente en forma de
alguna plaza en la boca del mar Rojo, o tal vez más adelante se podría encon-
trar un precio justo que compensase el esfuerzo sobradamente y que en otras
circunstancias el rey Cristianísimo no dudaría en regatear, si no negar.

Lentamente los tres hombres se dirigieron hacia las puertas,


donde maceros hasta ese momento invisibles les abrieron paso. El rey seguía
leyendo el informe quería saber cual era la situación en Cirene donde geno-
veses y saboyanos parecían atascados y apenas habían podido dominar algu-
nos puertos en la costa. A veces se arrepentía de no haber tratado de mante-

470
ner una mayor parte de esa isla, pero esta otra debilidad tal vez pudiese ser
aprovechada de la misma manera que la del rey etíope. En el pasillo retumba-
ron los ruidos de los archeros que formaban para escoltar a su rey. El tercer
Miguel se detuvo antes de salir al pasillo y soltó una fuerte carcajada.

– Esos irlandeses de las islas del norte están chiflados – mos-


trándoles el párrafo en el informe, continuó riendo –. Al parecer el coman-
dante irlandés Padraigh Lionadh logró convencer al almirante Grimaldi para
que llevase su contingente al otro lado del estrecho de Galilea y... ¡han toma-
do Nazaret y otras aldeas!

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GLOSARIO

Agha: Oficial turco de alto rango, similar a un General.

Akinjis: Incursores. Tropas de caballería ligera con la finalidad de hostigar al


enemigo o realizar rápidas incursiones. Estaban equipados con lanzas, jabali-
nas y porras de hierro.

Alcorán: Corán, libro sagrado de los musulmanes.

Al-Dajjal: el impostor. El equivalente islámico del anticristo.

Alhotama: el infierno.

Alhucema: Espliego

Añafil: Trompeta recta.

Arrumbada: Plataforma o castillete a proa de la galera donde se concentraban


los arcabuceros. Por debajo se encontraban las letrinas y las bandas de artille-
ría.

Atabal: Timbal semiesférico de un sólo parche.

Azab: Este término describía dos tipos de unidades turcas diferentes. Por una
parte la infantería ligera que formaba la parte más numerosa de los ejércitos
otomanos, equipados con arcos, espadas y escudos pequeños. Por otra la in-
fantería de marina que combatía embarcada.

Bajá: Oficial turco de alto rango, similar a un General.

Bashi-Bazouk: Cabezas huecas. Tropas mercenarias que combatían por el


botín.

Basilisco: Cañón enorme que lanzaba proyectiles de más de 80 libras.

Bastarda: Galera con menos de 29 bancos de remos y dos palos.

Batayola: Barandilla fija o levadiza, hecha de madera que, encajada en los


candeleros, se colocaba sobre las bordas del buque para, por ejemplo, soste-
473
ner los empalletados.

Beylerbey: Oficial turco equivalente a General de la caballería feudal con


responsabilidades de Gobernador de una provincia.

Bergantín: Galeota de hasta 10 bancos de remos. Sin crujía.

Bolaño: Proyectil de artillería de piedra caliza.

Buenas boyas: Galeotes voluntarios, a sueldo.

Cañón: Pieza de artillería de menor longitud y mayor calibre que la culebri-


na. Disparaban balas de 24 a 56 libras. Tenían un alcance máximo de cuatro
kilómetros, aunque el efectivo era de 300 metros. El legítimo tiene una longi-
tud de 20 calibres.

Catorceño: Clase de paño basto.

Comitre: Encargado de marcar el ritmo de los galeotes mediante tambores,


trompetas o fustigándolos.

Çorbaci: Coronel del ejército turco.

Corulla: estructura a proa de la galera en la que se encontraban las piezas de


artillería.

Crujía: Plataforma estrecha en la parte central de la galera entre ambos tala-


res.

Cuadrilla: Saeta de ballesta de corte cuadrangular.

Cuarto de cañón: Cañón de hasta 9 libras.

Culebrina: pieza de artillería larga (las legítimas tenían una longitud de hasta
35 veces su calibre) y que disparaba proyectiles de 16 a 24 libras. Tenían un
alcance máximo de unos cuatro kilómetros y medio, pero el alcance efectivo
era de unos 400 metros.

Diwan: Corte del Gran Turco.

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Djinn: Genio del desierto, según el Corán son junto con hombres y ángeles
una de las tres razas de seres.

Doble Culebrina: Pieza de artillería contundente y pesada, de hasta 6 tonela-


das, que disparaba proyectiles de hasta 32 libras.

Empalletado: Especie de colchón que se formaba en el costado de las embar-


caciones cuando se iba a entrar en combate poniendo juntos en una red los
líos de la ropa de los marineros. Servía para defensa contra el fuego de mos-
quetería enemigo.

Endríago: Monstruo, quimera.

Espahís: Del persa para soldados. Una de las Seis Divisiones de Caballería
otomanas.

Espalda: Parte posterior de la cámara de boga de una galera, a popa. Se ex-


tendía de banda a banda a nivel de crujía. En los extremos había escalas por
las que se accedía a la nave.

Falaka: Castigo consistente en golpear los pies con una vara.

Falconete o Cuarto de Culebrina: Pieza de pequeño calibre de entre 2 y 5 li-


bras que se colocaba sobre las bordas de los barcos montadas sobre orquillas.

Ferenghi: Mercader, comerciante. Nombre despectivo que daban los turcos a


los europeos.

Fragata: pequeña galeota de hasta 10 remos por banda y sin cubierta.

Galera Capitana: Lanterna del General de una escuadra.

Galera Ordinaria: Embarcación con 24 a 26 bancos de remos y dos palos. De


unas 300 a 500 toneladas de desplazamiento, 50 m de eslora y 6 m de manga.

Galera Real: la que portaba el estandarte del Capitán General del Mar.

Galeoncete: Galeón de pequeño tamaño usado para comercio y pesca.

Galizabra: Embarcación más pequeña que una fragata.


475
Gente de Cabo: Dotación de una nave de Guerra, incluyendo marinería y tro-
pa embarcada.

Gente de Guerra: Soldados y arcabuceros embarcados en una nave de guerra.

Gente de Mar: Marineros y artilleros.

Gurebas: Extraños. Dos de las Seis Divisiones de Caballería del ejército oto-
mano.

Fusta: Galeota menor con 10 a 15 bancos de remos.

Hakan: Gran Khan.

Imbornales: Agujeros practicados en la cubierta de los navíos para dar salida


a las aguas.

Jenízaros: Infantería turca de élite formada por niños cristianos esclavizados


y forzados a convertirse. Sus componentes se formaban en las Acemi Oglani.

Kafir: no creyente, usado despectivamente.

Kapudán: Oficial turco equivalente a un Almirante.

Kethuda: Asistente de un oficial superior.

Largomira: Instrumento para ver a distancia precursor del telescopio.

Lanterna: Galera usada por los grandes almirantes con más de 30 bancos de
remos y 3 palos.

Manga: Pequeño destacamento de arcabuceros que operaba como fuerza hos-


tigadora. Podían ir acompañados de alabarderos para cubrirles en caso de
ataque por caballería enemiga.

Media Galera: Galera sin arrumbada y con 16 a 20 bancos de remos. Era la


embarcación favorita de los corsarios.

Medio Cañón: Cañón de menor tamaño que disparaba balas de hasta 24 li-
bras.

476
Mortero: Pieza de gran calibre, 30 a 50 centímetros, y de escasa longitud, de
uno a tres calibres, usado en asedios para disparar balas de hasta 150 kilo-
gramos. Tenía un alcance eficaz de 200 metros. Podía disparar balas huecas
incendiarias o granadas.

Müsselemes: Exentos. Cuerpo de caballería de no combatientes que desem-


peñaban labores de exploración.

Muteferrika: Soldado de la escolta del Gran Turco.

Orden de Mevlevi: orden de derviches que solía acompañar a los ejércitos


turcos.

Orta: Regimiento otomano.

Padisha: Monarca.

Patache: pequeña embarcación usada para exploración y enlace.

Pedrero o Trabuco: Pequeño mortero usado para disparar bolaños o cestos de


piedras.

Pollada: Munición de artillería que consistía en tres platos de madera con


granadas explosivas unidos por una espiga central y envueltos por una lona
embreada.

Prosapia: Linaje.

Rábida: Fortaleza militar y religiosa musulmana edificada en la frontera con


los reinos cristianos.

Rampagón: Garfio de abordaje.

Rebenque: Látigo.

Rodelero: Soldado de infantería equipado con rodela y espada.

Rumí: Romano.

Sacabuche: Pieza de artillería de muy pequeño calibre, prácticamente un ar-

477
ma portátil.

Sacre o Tercio de Culebrina: Pieza de artillería con un calibre de 6 a 8 libras.

Salma: Tonelada métrica de arqueo, metro cúbico.

Sancak/Sancakbeyis: Provincia turca.

Senisha: Monarca.

Serasquier: Oficial turco con el rango de Comandante en Jefe.

Sexmero: Representante de un grupo de pueblos.

Sheitan: Satán, el demonio.

Silahdares: Los que portan armas. Una de las Seis Divisiones de Caballería
otomanas.

Tamboreta: En una galera era la cubierta de maniobra a proa, donde se en-


contraban las anclas y los garfios de abordaje.

Tercio de Cañón, Berraco o Tercerol: Cañón que disparaba balas de hasta 16


libras.

Timariota: pequeño noble al frente de un Timar que debía mantener un pe-


queño contingente de tropas. Formaban el núcleo de la caballería otomana.
Expertos en el uso de una espada corta, aunque también llevaban arcos o in-
cluso armas de fuego.

Toca: Instrumento de tortura que consistía en un sencillo paño que se intro-


ducía en la boca del torturado para hacerle engullir agua.

Talar: Estructuras laterales de la galera en las que iban los bancos de los ga-
leotes.

Ulujefis: Estipendiarios. Dos de las Seis divisiones de Caballería pesada


otomana.

¡Velay!: ¡Qué le vamos a hacer!

478
Verso o Media Culebrina: La pieza de artillería más usada debido a su fácil
manejo. Disparaba proyectiles de 9 a 12 libras.

Yayas: Lacayos. Cuerpo de infantería de no combatientes que desempeñaban


labores de exploración en el ejército otomano.

479
480
GLOSARIO ONOMÁSTICO

Abarim: Monte desde el que Moisés contempló la Tierra Prometida.

al-'Aqaba as Sagira: localidad del Sur de Egipto.

al-Qâhira: (árabe) el Cairo.

al-Quds: (árabe) Jerusalén.

al-Sin: (árabe) China.

al-Yazira: (árabe) la Isla, Mesopotamia.

Almaniya: (turco) Alemania.

Anadolu: Anatolia, meseta central de Asia Menor.

Antakya: Antioquia, en realidad es una refundación posterior al Segundo Di-


luvio.

Archangelion: Ciudad de la isla de Rodas.

Avusturiya: (turco) Austria

Bilad-al-Islam: las tierras del Islam.

Bu Tata (ait de): reino independiente al sur de Marruecos, entre el Uad Messa
y el Uad Draa que estuvo a punto de ser incorporado a la corona de Castilla
en el siglo XV.

Caifa la Alta: Refundación de Haifa.

Candía: Creta.

Cartago: refundación de la ciudad de Túnez. En realidad no está sobre las


ruinas de la antigua ciudad púnica.

Cenova: (turco) Génova.

Chagathai: Pueblo de origen turco de Asia Central, al norte del actual mar
Caspio.

481
Château de la Valée de Moyse: castillo cruzado en la parte oriental del reino de
Jerusalén.

Dimâsq: (árabe) Damasco.

Dımeşk: (turco) Damasco.

el-Suweis: Suez.

el-Wasta: ciudad de Egipto.

Emir al-Umará: Emir de Emires.

Ermenistan: Armenia

Fars: (árabe) Persia.

Fayum: distrito del alto Egipto.

Fez el Bali: núcleo principal de Fez.

Fez el Jedid: el principal de los arrabales de Fez.

Fransa: (turco) Francia.

Garnata: (árabe) Granada.

Gelibolu: (turco) Gallípoli.

Girit: (turco) Creta.

Golfo Arábigo: Océano Índico.

Guadalceitún: rio de Santiago de Fez, Wadi al Zaytum.

Guadalmataja: arroyo cercano a Petra, Wadi al Mataha.

Guadimusa: Wadi Musa, pequeña localidad en las cercanías de Petra.

Halep: Aleppo.

Habeşistan: (turco) Abisinia, Etiopía.

Hind: (árabe/turco) India.

482
Iskenderum: Alejandreta, capital de la provincia de Hatay. En realidad se
trata de una nueva ciudad fundada por la población desplazada por el diluvio.

Îskandariya: (turco) Alejandría.

İspanya: (turco) España.

Kandia: (árabe) Creta.

Konya: Iconium, capital de la provincia de Karamanid.

Kipros: (turco) Chipre.

Küdus: (turco) Jerusalén.

Loudeac: Sede de la Corte del Ducado de Bretaña.

Mâdinah (árabe) / Medine (turco): Medina.

Mawsil: (turco) Mosul.

Mekkah (árabe) / Mekke (turco): La Meca.

Misir (turco) / Misr (árabe): Egipto.

Nea Callípolis: Nombre latino para la refundación de Gallípoli.

Qûh: Localidad de Egipto.

Rodos: Rodas.

Ruma: (árbe/turco) Roma.

Rumelia: Provincia otomana que abarcaba las actuales Bulgaria y parte de


Rumanía.

Rusadir: Refundación de Melilla en Rostrogordo.

San Vicente de Alfarp: Refundación de Valencia en la cercana localidad de


Alfarp.

San Juan de Rusadir: Refundación de la ciudad de Melilla.

Sibir: Siberia.

483
Songhai/Sonrai: antiguo reino en los territorios del actual Mali.

Villa Real de la Santa Fe: nueva capital de España, construida junto al pueblo
de Castilleja de la Cuesta cerca de lo que fue Sevilla.

Vuyana: (turco) Viena.

Wadi Hafa: población al Sur de Egipto.

Yanawa: (árabe) Génova.

Yazirat al-Arab: (árabe) Arabia.

Yeni Gelibolu: refundación de Gallípoli.

484
DRAMATIS PERSONAE

ESPAÑA

• Miguel III de Trastámara y Avis, rey de las Españas, de Castilla, de


Aragón, de Portugal, de Navarra, de Fez, de Cartago, de las Dos Sici-
lias, de las Indias Occidentales y de Jerusalén.
• Don Fardrique Álvarez de Toledo, Cuarto Duque de Alba y general
de los ejércitos de las Españas.
• Juan Chanciller de Barahona, Capitán de los Tercios de España y
protegido del Duque de Alba.
• Príncipe Marco Antonio Castriota Scanderbeg, Almirante de la flota
española, Príncipe de Albania y Duque de San Pietro de Galatina.
• Capitán Ramiro Moreno, capitán y copropietario del galeón “Calva-
rio”.
• Don Manuel de Moura, asesor militar del rey Miguel III.
• El Toscano, agente al servicio de la corona española.
• Maese Figueiroa, agente al servicio de Manuel de Moura.
• Don Julián Ponce de León y Wessex, Duque de Arcos, Mayordomo
Real y favorito de Miguel III.
• Sargento Guillén de la Landa, oficial del Tercio del Mar asignado al
“Calvario”.
• Santiago de Láncaster, maestre del Tercio.
• Maese Alvar López de Haza, secretario del Consejo del Mediterrá-
neo.
• Isidoro Bermúdez de Hispaniola, almirante de la armada española en
las Indias Occidentales.
• Francisco de Osma, profesor de leyes de la Universidad de Salaman-

485
ca.
• Fray Ignacio O’Connor, profesor de Moral de la Universidad Com-
plutense.
• Don Diego Fernández de Córdoba, confesor Real y obispo de Jaén.
• Don Santiago Ortega de la Torre, mercader de lanas y representante
por Burgos en las Cortes.
• Don Stéfano de Piramo, Duque de Otranto y uno de los comandantes
del ejército Cruzado.
• Caterina de Óntindon, hija de un impresor valenciano de origen in-
glés.
• Guillén de Óntindon, impresor valenciano de origen inglés.
• Agnés de Óntindon, su esposa y madre de Caterina.
• Don Francisco Mendoza de Acebedo, hijo del Marqués de Cenete.

VENECIA

• Stéfano Barbárigo, almirante de la armada sanmarquiana.


• Anselmo, amante del almirante Barbárigo y cantante en un local de
mala nota.
• Alguacil Fieromonte Hadjichristidis, comandante de la milicia de la
ciudad de Nueva Venecia.
• Constantinos Papadoukas, miliciano y pariente del anterior.
• Alcaide Matti, alcaide de la prisión de los Plomos.
• Emmanuela, tabernera de Thalassarion.
• Alessandro Veniero, almirante de la flota sanmarquiana.
• Roderigo Strozzi, maestre de campo de las fuerzas sanmarquianas en
Rodas.

486
PATRIMONIO DE SAN PEDRO

• Francisco II, anteriormente Roderico Della Rossa obispo de Nápoles,


y actualmente obispo de Roma y cabeza de la Iglesia católica.
• Federigo Saluzzo Messía, obispo de Urbino y legado papal para Tie-
rra Santa.
• Conde Palatino Alessandro Salissari di Pontenovo, comandante del
contingente pontificio en Tierra Santa.

EGIPTO

• Sultán Bursbaid Malik al-Thamadi, soberano de Egipto y último re-


presentante de los sultanes mamelucos.
• Yusuf al-Azraq, mercader, espía y traficante cairota de origen aus-
triaco.
• Emir Fakr Bashit, general al servicio del Sultán de Egipto.
• Zara, esclava de origen armenio propiedad del beylerbey Arslan y
capturada por la flota de Otranto.
• Manula, tañedora favorita de Zara.
• Vincenzo Portari, kapudán pachá o almirante de origen sanmar-
quiando de la armada egipcia.
• Emir Idris ibn-Said ibn-Yusuff, general egipcio en Rodas.

IMPERIO OTOMANO

• Arslan Kiriloğlu, Beylerbey del sancac de Chagathai, enviado a el


Cairo.
• Otmán, servidor de Arslan.
• Yakub “el circasiano”, guardaespaldas de Arslan.
• Turkan, servidor de Arslan.

487
• Mehmet IV Gran Turco, el Kaisar-i-Rum, Kan de Kanes, Gran Sul-
tán de Anatolia, Rumelia, Sibir y de los Uigures, Emperador de las
Tres Ciudades de Constantinopla, Bursa y Adrianópolis, Señor de las
Tres Tierras y de los Tres Mares y Protector del Islam
• Abdi Mihailoğlu, el Sadr-i a'zam del Gran Turco y como tal Gran
Visir y Presidente del Consejo Imperial.
• Murad Koçi bajá, noble otomano destinado a el Cairo.
• Yörgüç Mehmet Agha, gobernador otomano de Egipto.
• Mehmet Girey, çorbaci jenízaro destinado en la “Leona”.
• Köprülü Ulayyan, kapudán pachá de la flota otomana.

OTROS

• Rey David Askia II, rey de la dinastía Salomónida de Etiopía.


• Arnaldo d’Este, comandante de las fuerzas saboyanas en Tierra San-
ta.
• Don Carlo IV, Duque de Saboya y aspirante al trono de Jerusalén.
• Almirante Emmanuele Grimaldi del contingente genovés de la flota
Cruzada,
• Maestre Ugo di Borgosanto, comandante del contingente genovés en
la Cruzada,
• Padraigh Lionadh, comandante del contingente irlandés en Tierra
Santa.

488
1. EL SEGUNDO DILUVIO 11
2. TRIBUTO DE SANGRE 30
3. EL ENVIADO 46
4. LOS PUERTOS 59
5. CAMPAMENTOS 71
6. ESTEPA, NIEVE, FUEGO 81
7. DE RATAS Y OTROS HABITANTES DE LAS SOMBRAS 88
8. IUS INTER GENTES 101
9. CAZADOR 125
10. LA PRISIÓN DE LOS PLOMOS 136
11. PÓLVORA Y VIENTO 145
12. SIGUIENDO EL HILO DE ARIADNA 153
13. UN GUANTE 163
14. LOS KAFIR 172
15. PEREGRINOS 182
16. EL CORRAL DE COMEDIAS 191
17. EL SANTO 205
18. CONSPIRACIONES 212
19. UN VIAJE 223
20. LA FLOTA DE OTRANTO 231
21. EL DIWAN 240
22. CORSO 250
23. LOS SULTANES MUDOS 263
24. EL FARO Y LOS CANALES 270
25. LA NOCHE MÁS OSCURA 285
26. RUMORES DE LA CORTE 292
27. HUIDA 302
28. CAMINO DE DIMEŞK 311
29. CRUZADA 319
30. TORMENTA 328
31. VISPERAS 338
489
32. LA JORNADA DE RODAS 347
33. ARENAS Y MUERTE 359
34. MUERTE Y SOMBRAS 369
35. SUEÑOS 376
36. LA CIUDAD ROJA 385
37. DESTINO 395
38. AL-DAJJAL 403
39. EL DIOS DE LOS EJÉRCITOS 410
40. NUEVOS AMOS 425
41. IERUSALEM 436
42. CAMINO DE MEKKE 447
43. ALFA Y OMEGA 454
44. EPÍLOGO 462
GLOSARIO 473
GLOSARIO ONOMÁSTICO 481
DRAMATIS PERSONAE 485

490
491
492

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