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Walter Benjamin: un deseo

Miguel Huezo Mixco

El ensayista judío alemán Walter Benjamin (1892-1940) huyó a París después de que
Hitler llegó al poder. El destino lo alcanzaría más tarde. Cuando los nazis ocuparon
Francia decidió seguir su peregrinaje. En Port Bou, en el borde la frontera con España,
temiendo ser apresado por los militares alemanes, se suicidó. Sus ensayos sobre estética
y literatura, publicados en 1961, llegarían a influir decisivamente en la crítica cultural
del siglo XX.

Sus narraciones son menos conocidas que sus sesudos y rigurosos análisis. Una de ellas,
titulada “El deseo” bien podría haber sido citada por Ítalo Calvino en sus célebres “Seis
conferencias para el próximo milenio” como un paradigma de la velocidad. En unos
pocos párrafos, Benjamin lleva a su personaje, un andrajoso y triste desconocido, por un
vertiginoso viaje a través del tiempo, viviendo arriesgadas aventuras en las que se juega
la vida a cada tramo.

Añado, rápidamente, que el mencionado libro de Calvino consta de un conjunto de


conferencias que debía leer, en el otoño de 1985, en la Universidad de Harvard. En
realidad nunca llegó a pronunciarlas, puesto que murió repentinamente mientras
preparaba la última de la serie. Las “Seis conferencias” constituyen una lectura
imprescindible para quienes encuentran en la literatura una cuerda sobre la cual
podemos balancearnos sobre el universo y librarnos, un poco, de los dolores de la vida.

Pero, volvamos al cuento de Benjamin. La breve narración comienza en una tarde


aburrida. Los vecinos hablan de cualquier cosa. Líneas abajo, entroniza en el grupo a un
misterioso al que nadie conoce. Le piden que hable y de pronto la historia adquiere
energía. Cierra, como la giba de un caracol, en el preciso instante en el que el forastero
se encuentra, en cuclillas, al lado de la estufa contando su propia historia, rematando
con una chispa de ironía.

Historia y personaje también podrían ser una metáfora de la vejez, a la que se llega tan
pronto, después de tener y perder, volver a tener y volver a perderlo todo, o casi todo.
Intentaré compartir con ustedes esta joya en el breve espacio que me resta.

Cuenta que un grupo de hombres, reunidos en una mísera taberna, al final del sabbat,
hablan de lo que cada cual pediría si le fuese concedido un único deseo. Uno pediría
dinero, otro, un buen yerno, otro más, un nuevo banco para carpintería, y así. Llegó su
turno de decir su deseo al andrajoso aquel, a quien nadie conocía en la aldea. De mala
gana dio su respuesta.

Les dice que querría ser un poderoso rey, señor de un gran país, que una noche,
mientras durmiese, sus enemigos cruzaran en secreto la frontera abriéndose paso hasta
su castillo, sin darle tiempo ni para vestirse, y, en camisón, se viera obligado a
emprender la fuga. Sus enemigos le persiguen por montes y valles, a través de bosques
y páramos sin darle un respiro, ni de día ni de noche, hasta que consigue eludirlos
llegando a una remota aldea donde consigue ponerse a salvo, sentándose –dice—“en
este banco junto a ustedes”.

“—Esto es lo que pediría”, concluye.

Los aldeanos se miraron unos a otros sin entender. Uno de ellos alcanza a preguntarle:

“—Y en resumidas cuentas, ¿qué conseguirías?

“— ¡Un camisón! – fue la respuesta.”

Y así termina este brevísimo cuento.

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