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Los números: de la mano que cuenta a la mano que

escribe.

A los humanos nos estaban esperando los números al final de la mano: los dedos fueron
la primera herramienta que usamos para manejarlos.
Una vez que aprendimos a escribir, los números pasaron de la mano a las tablillas de
arcilla, los papiros o la corteza de ficus.

Aunque los números nunca han dejado de estar presentes entre nuestros dedos.
Aprendiendo a contar.

La humanidad aisló los números a partir de familias de objetos iguales en cantidad; así,
el número cinco posiblemente se aisló de la cantidad común de dedos presentes en una
mano normal. Este proceso pudo ser paralelo al de las primeras muestras artísticas
rupestres donde la mano fue también protagonista: el arte y los números bien pudieron
nacer en el mismo parto.
Es muy posible que en las primeras lenguas, sólo existieran palabras para el 1, el 2 o el
3. A partir de ahí no habría palabras para referirse a números mayores, y las cantidades
entrarían en una nebulosa donde sólo cabía distinguir entre “algunos” y “muchos”.

Es en la transición desde el 1, 2 y 3 hasta números mayores, 6, 9, 20, etc., donde las


manos y los dedos pudieron tener un papel fundamental. De hecho, en varios idiomas
hablados hoy en día por tribus diversas de Oceanía, África y América, siguen
careciendo de nombres de números más allá del 2 ó el 3. Estas tribus cuentan, sin
embargo, con procedimientos aritméticos corporales: usando los dedos de las manos y,
a veces, también de los pies, pueden contar hasta más allá de la treintena. No tienen
nombres para los números pero sí expresiones corporales o gestos manuales para
manipularlos.

Las manos, de hecho, nunca han dejado de ser una herramienta privilegiada para
relacionarnos con los números. Los niños siguen usando los dedos para iniciarse con los
números. Primero para mostrar y reconocer su edad cuando apenas saben hablar;
después, ya en la escuela, para aprender a sumarlos y restarlos.
Aprendiendo a escribir

Con toda seguridad, los números ayudaron también a traer al mundo a la escritura. La
historia bien pudo ser como sigue.
Situémonos en alguna aldea del sur de Mesopotamia a mediados del IV milenio a. C.,
cuando todavía la humanidad no sabía escribir. Una familia ha enviado a uno de sus
miembros para que compre cabras en una aldea vecina. La familia quiere tener la
seguridad de que el enviado va a traer a la casa familiar tantas cabras como le fueran
vendidas. Para ello, el vendedor guarda en un recipiente sellado de arcilla una piedrecita
por cada cabra vendida, de manera que cuando las cabras lleguen a la familia
compradora se pueda comprobar que hay tantas cabras como piedras en la vasija.
En cierto momento, a alguien se le ocurrió presionar contra el recipiente de arcilla
fresca las piedras que iba metiendo dentro, de manera que al volverlas a sacar encajaran
fuera y se tuviera mayor seguridad de que el contenido de la vasija de arcilla no había
sido manipulado. Después, otro alguien se dio cuenta de que, una vez marcadas fuera,
ya no era necesario meter las piedras dentro del recipiente. Precisamente con esas
marcas empezó la representación de los números y, a la par, la escritura empezó a ser
engendrada.
Puesta de manifiesto la manera de representar un número, el siguiente paso fue
representar el objeto al que ese número hacía referencia. Porque además de comprar
cabras, aprovechando el desplazamiento también se compraban ovejas, y no en igual
número. De manera que había que señalar que el número 10, pongamos por caso, se
refería al número de cabras compradas, mientras que el 15 hacía referencia al de ovejas;
para lo cual nada mejor que añadir al lado de las marcas para el 10 un signo que se
convino viniera a significar cabra, y al lado de las marcas para el 15 otro distinto que
iba a significar oveja. Con el transcurso del tiempo, esos primeros signos,
presumiblemente simples pictogramas para representar objetos, pasaron a representar
sonidos, bien palabras o bien sílabas, evolucionando además al diseño cuneiforme
(hacia el 2500 a. C.), más fácil de imprimir sobre arcilla.
Que el hecho numérico ayudó a traer al mundo a la escritura lo avala el que las tablillas
más antiguas conservadas —algo anteriores al año 3.000 a. C.— contienen primitivos
diseños numéricos sumerios y operaciones aritméticas sobre intercambios comerciales.
Estos intercambios eran presumiblemente trueques, y en las tablillas constan las
cantidades y los productos —cebada, por ejemplo— intercambiados.

Los números en Mesopotamia y Egipto.

A la par que hacían progresar la escritura, sumerios y babilonios desarrollaron un


sofisticado sistema para representar y hacer operaciones con los números. La base 60
que empleamos hoy para medir el tiempo —1 hora=60 minutos; 1 minuto=60 segundos
—, es herencia del sistema de numeración babilónico.
La base 60 sugiere la influencia que los cálculos astronómicos tuvieron en
Mesopotamia. El volumen de población alcanzado en las ciudades las hacía muy
dependientes de la agricultura, por lo que era muy conveniente un conocimiento preciso
del calendario que ordenase los periodos de siembra y recolección.
El calendario lo marca el ciclo solar y el número 60 es especialmente adecuado para
medir, en una primera aproximación, buena parte de las divisiones temporales
relacionadas. Dividir la circunferencia en 360 grados, como seguimos hoy haciendo
también por influencia babilónica, equivale a asignar al grado el valor angular recorrido
por el sol en la eclíptica durante un día.
Los babilonios fueron grandes astrónomos y astrólogos. Y la sofisticación alcanzada por
su sistema de numeración debe mucho a la necesidad que sintieron de ordenar el
calendario y a la fascinación por las artes mágicas y adivinatorias que asociaron con los
cuerpos celestes.
El calendario tuvo casi la misma importancia en la vecina civilización egipcia y, por
tanto, la astronomía y los cálculos numéricos asociados. Egipto debe su ser a la
inundación anual del Nilo. Esta inundación había que saber predecirla
convenientemente; primero para evitar los daños y después porque había que tener todo
listo para la siembra.
Los egipcios supieron establecer en 365 días la duración del año, que dividieron en 12
meses de 30 días, más 5 días agrupados al final del año. La idea la copió Julio César,
aunque mejorándola al incluir un día extra cada cuatro años.
Con todas sus imperfecciones, los sistemas de numeración de egipcios y babilonios
fueron suficientes para las necesidades del comercio y para desarrollar un principio de
matemática y astronomía —mejor la babilónica que la egipcia— con cierta
sofisticación. Desde luego les dio para cierto lucimiento: basta si no ver la cara de
pasmo de los turistas cuando, el primer día del verano, ven en las profundidades de un
templo egipcio al último rayo del sol poniente besar la frente de un faraón.

A igual que los egipcios, los griegos y los romanos usaron un sistema de numeración
aditivo con base diez.
Eligieron letras del alfabeto para representar cifras. Así la letra griega D (delta) valía 10
en el mundo griego, mientras que las latinas V, L y M tomaron los valores 5, 50 y 1000
respectivamente.
El sistema aditivo significa que el valor de un número se obtiene sumando —o restando,
según el orden— el de las cifras que lo componen. Así
MCDVII=1000-100+500+5+1+1=1407
La matemática griega siempre excluyó de su mundo los cálculos numéricos, a cuyo arte
dieron el calificativo de “logística”, quedando la palabra “aritmética” para denominar lo
que hoy llamamos teoría de números. Los griegos consideraron las cuentas cosa más de
comerciantes y negociantes que de filósofos y matemáticos.
El sistema de numeración griego y romano hace muy difícil los cálculos. Pruebe el
visitante a hacer la siguiente suma
MDCCCLVIII
MCMCDIX
Los contables de la época, y después los de la Edad Media en Europa que heredaron el
sistema de numeración romano, tuvieron que acudir a ábacos y otros artilugios para
hacer las cuentas.

Magia, religión y números en el Yucatán


Los mayas convirtieron en religión la medida del tiempo y su transcurrir; quizá porque
ese transcurrir permite la continuidad y el suceder de la vida. Probablemente fuera la
agricultura —en este caso del maíz— la impulsora de esa pasión por medir el tiempo,
tan determinada y hasta contaminada por influjos religiosos.
Para el estudio y la predicción astronómica, los mayas necesitaron de los números.
Desarrollaron de hecho varios sistemas de numeración. Uno más primitivo basado en el
principio aditivo —similar, por tanto, a la numeración romana—; y otro mucho más
sofisticado, similar al nuestro actual aunque con base 20, siguiendo por tanto el
principio de posición y el uso del cero. En este caso los números se representaban por
glifos, en su mayor parte rostros humanos o humanoides, algunos de inusitada fiereza,
otros más dulces y relajados. Estos símbolos para los números conforman una singular
galería de dioses que nos recuerda, una vez más, el carácter religioso de la escritura y
los cómputos mayas.
Todo esto les permitió elaborar unos afinados calendarios astronómicos con predicción
de eclipses, ciclos lunares y fases de Venus, Mercurio y Marte, pero también otros más
extravagantes con presagios astrológicos.
Además de dos sistemas de numeración, los mayas también dispusieron de dos
calendarios.
Uno ritual llamado tzolkín con 260 días agrupados en 20 nombres o días del mes y 13
números. Los mayas erigieron por toda Mesoamérica una red de impresionantes centros
ceremoniales, muchos de los cuales todavía se conservan hoy en mejor o peor estado:
Uxmal y Chichén Itzá en Yucatán, Palenque en Chiapas, Tikal en Guatemala y Copán
en Honduras, etc. Pues bien, el calendario tzolkín era fundamental para fijar las fiestas y
rituales religiosos celebrados en estos grandes centros de ceremonias, donde no fueron
extraños los sacrificios humanos.
Los mayas también tuvieron un calendario solar llamado Haab con 365 días divididos
en 18 meses —uinal, en legua maya— de 20 días, más 5 días extras a los que llamaban
uayeb, o «aquellos que no tienen nombre». Los nombres de los días estaban cargados de
significado para los mayas, de ahí que esos uayeb al carecer de nombre fueran días de
mala suerte.
Atendiendo a estos dos calendarios, cada día recibía dos nombres, cada uno de los
cuales estaba formado por el nombre del mes y el nombre del número correspondiente.
Para los mayas tenía especial significado el lapso de tiempo necesario para que los
nombres y números de los días volvieran a repetirse en ambos calendarios. Un simple
cálculo muestra que esto sucedía cada 18.980 días, esto es, cada 52 haab del calendario
solar —descontados los uayeb— o, simultáneamente, cada 73 tzolkín del calendario
ritual.

Los códices mayas fueron en su mayoría quemados por los evangelizadores católicos
del Yucatán. Tal y como uno de ellos escribió «porque no tenían cosa en que no hubiese
superstición y falsedades del demonio».
De los tres códices mayas que sobrevivieron —Dresde, Peresiano y Tro-Cortesiano (o
Madrid)—, el Códice Tro-Cortesiano fue el último en ser descubierto. Primero apareció
una parte del Códice —la más extensa— en poder del profesor de paleografía Juan Tro
y Ortolano, siendo identificada su procedencia maya en 1866; a este fragmento se le
llamó códice Troano. Algunos años después apareció en España lo que parecía un
cuarto códice maya. Ni el Museo Británico ni la Biblioteca de París quisieron adquirirlo,
siendo comprado finalmente por el Museo Arqueológico de Madrid en 1875; se le llamó
Códice Cortesiano por suponerse que fue Hernán Cortés quien lo trajo a España.
Cinco años después se descubrió que los Códices Troano y Cortesiano eran en realidad
dos fragmentos de un mismo Códice. El Códice acabó otra vez reunido y pasó a
llamarse Códice Tro-Cortesiano.
El Tro-Cortesiano contiene principalmente, y hasta donde se sabe interpretar,
almanaques adivinatorios —relativos al calendario ritual tzolkín— y predicciones para
diversas actividades como la caza, la agricultura o la cría de abejas.

Invento hindú
Nuestro actual sistema de numeración es de origen hindú y cuajó durante el periodo de
esplendor cultural e intelectual que tuvo lugar en todo el valle del Ganges desde
mediados del siglo III d.C. hasta mediados del siglo VI d.C. Durante ese periodo reinó
en la región la dinastía de los Gupta.
El Imperio de los Gupta promovió una fuerte expansión comercial, tanto con el Oriente
próximo, como con el Imperio Romano de Oriente (Bizancio), realizado este por vía
marítima. No por casualidad se inició y desarrolló en esa época la gran astronomía
trigonométrica hindú de clara influencia griega.
El sistema de numeración hindú se basa en el principio posicional y el uso del cero. El
sistema tiene base 10, por lo que además del 0 se usan otras 9 cifras más. El valor de
cada una de estas cifras depende del lugar que ocupa en el número. Así, cuando
escribimos 444, la cifra 4 toma tres valores distintos: el primer 4 vale 400, el segundo 4
vale 40 y el tercero vale 4.
Sin duda alguna, la cifra más significativa y escurridiza es el 0. Aparentemente parece
un sinsentido tener un símbolo para representar la nada, pero esa idea es precisamente la
que hace funcionar al sistema de numeración posicional. Si no dispusiéramos del cero:
¿cómo podríamos representar un número compuesto por exactamente 2 centenas y 5
unidades? El cero nos permite indicar que no hay decenas en ese número: 205.
Poco a poco, los matemáticos hindúes fueron dominando los números en general y, en
particular, el cero, que explicaron como el resultado de restar un número de sí mismo.
Establecieron que un número multiplicado por 0 da como resultado 0, mientras que un
número menos cero es igual al mismo número y, por último, que un número dividido
por cero es igual a infinito. También usaron los números negativos, que los griegos
habían evitado y que luego llevaría muchos siglos introducir y hacerlos de uso común
en Europa.
El sistema hindú de numeración permite escribir cualquier número, por grande que sea,
usando solamente diez símbolos. Puesto que hay infinitos números, poder escribir
cualquiera de ellos de manera sencilla y usando sólo diez símbolos es un logro
intelectual realmente prodigioso.
Para escribir estas diez cifras a partir de las cuales se puede representar cualquier
número, los hindúes tuvieron la buena idea de no usar letras de su alfabeto. Usaron
símbolos que derivaban de la escritura brahmi, surgida en el sigo III a.C. para escribir el
sánscrito. La cifras brahmi evolucionaron y se diversificaron dando lugar en el sigo IV y
V a las cifras Gupta y a partir del siglo VII a las nagari, que fueron las que tomaron
inicialmente los árabes.
Las CIFRAS: Del Oriente al Occidente

Tras su conversión al Islam en el siglo VI, los árabes iniciaron una expansión hacia el
Oriente que los llevó a territorio hindú. A través de esa frontera se filtró el sistema
hindú de numeración, de forma que ya a finales del siglo VIII los musulmanes lo habían
asimilado.
Del primer cuarto del siglo IX data una de las mejores aritméticas que los árabes
compusieron. Su autor fue Al-Jwarismi o Al-Khwarizmi (780-850), el gran matemático
y astrónomo árabe, uno de los padres del álgebra. Al-Jwarismi trabajó en Bagdad en la
Casa de la Sabiduría. Esta institución fue creada por Al Mamún, el gobernador que
aparece en las Mil y una noches, para el conocimiento y desarrollo de la filosofía, la
astronomía, las matemáticas y otras ciencias. El libro de aritmética de Al-Jwarismi lo
conocemos por una versión latina del siglo XIII, pues no se ha conservado en su versión
árabe. En él se explica la forma de representar números usando el sistema y las cifras
hindúes, y la forma de hacer las cuatro operaciones –suma, resta, multiplicación y
división–.

Del nombre de Al-Jwarismi derivan las palabras “algoritmo” y “guarismo”. La primera


se usó para describir el procedimiento de cálculo usando el sistema hindú de
numeración, aunque hoy viene a significar un sistema organizado de instrucciones y
operaciones que permiten resolver un determinado problema. La segunda, hoy en cierto
desuso, es sinónimo de cifra, aunque también vale para calificar aquello relativo a los
números.
Al-Jwarismi usó la palabra árabe “sifr”, que significa vacío, para referirse al cero. La
palabra castellana “cifra”, con que desde el Renacimiento nombramos al resto de
números dígitos, deriva directamente de “sifr”. Esto mismo ha ocurrido en otras
lenguas, así en francés “chiffre” o en alemán “ziffer” designan a los números dígitos. Lo
que sugiere la importancia conceptual del cero: su nombre árabe ha acabado siendo
usado para referirse al resto de los números. La palabra castellana “cero” deriva también
indirectamente del árabe “sifr”: “sifr” dio la palabra italiana “zephirum” —usada por
Fibonacci en su Liber Abaci de 1202—, de donde procede la castellana “cero”.

La forma de representar los números que los árabes aprendieron en el Oriente circuló
hasta la otra punta de sus dominios; y así, a través del norte de África, el sistema de
numeración hindú llegó a España en el siglo IX. Además de los musulmanes, los
mercaderes y comerciantes judíos pudieron también tener un papel importante en esta
trashumancia que llevó los números del Oriente al Occidente.

El diseño de las 10 cifras que los árabes nos trajeron a Occidente deriva directamente de
las cifras nagari de los hindúes, aunque adaptadas a la caligrafía árabe.

El Códice de Vigila o Albeldense fue compuesto por el monje Vigila o Vigilán entre los
años 974 y 976 en el monasterio de san Martín de Albelda en La Rioja, y se guarda hoy
en la Biblioteca del monasterio de El Escorial. El Códice de Vigila es el registro más
antiguo que la Humanidad conserva donde las nueve cifras —no aparece el cero—
aparecen escritos con los caracteres con que hoy los seguimos escribiendo.
Es verdad que se conservan en el Oriente —India principalmente— diversos registros
anteriores al Códice de Vigila y donde se usan signos con cierto parecido con nuestras
cifras para indicar una fecha o las dimensiones de un templo. Es el caso de unas lápidas
en los templos de Gwalior datadas el año 876.
Pero de cuanto se conserva, es el Códice de Vigila el documento más antiguo que,
mencionando de manera explícita los números, reproduce las 9 cifras —no aparece el 0
— en forma muy parecida a como hoy lo hacemos, siendo que el 1, 2, 6, 7, 8 y 9 son
idénticos a los actuales, mientras que el 3, 4 y 5 han sufrido cierta variación.

Es posible que el monje Vigilán aprendiera los números que acabó incluyendo en su
monumental manuscrito en el monasterio de Santa María de Ripoll, cerca de Vic. Lo
que ilustra el esfuerzo de los monjes cristianos del noreste de la península por asimilar
la cultura científica de Al-Andalus y su transmisión posterior al resto de Europa.
Unos años antes de que Vigilán visitara Ripoll, allí aprendió los números Gerberto de
Aurillac, que después sería papa con el nombre de Silvestre II. Gerberto fue quien
primero impulsó la introducción en Europa de los numerales árabes, aunque como parte
de un nuevo tipo de ábaco que usaba el principio posicional aunque no el cero,
innecesario en un ábaco.
El Códice de Vigila es un manuscrito excesivo, por su tamaño, por su hermosura, por su
edad, por su significado. El Códice contiene una colección de cánones hispanos, con
noticias de concilios de la Iglesia católica y decretales pontificias, además de leyes
civiles visigóticas.
El Códice comienza con una miscelánea de extractos que incluyen una breve crónica
desde el principio del mundo, unos cómputos y cronologías detalladas, tablas solares y
de la luna, y algunos rudimentos de aritmética que, en buena parte, son extractos de
diversos libros de las Etimologías de San Isidoro de Sevilla. Es en esta parte, en el folio
12 verso donde se inserta la glosa de Vigilán sobre las cifras.
El Códice contiene numerosas y magníficas miniaturas e iluminaciones. Desde Adán y
Eva comiendo la manzana hasta el mismo Vigila componiendo el manuscrito, pasando
por un bestiario a medio camino entre lo mitológico y lo real. El Códice incluye una
infinidad de escenas que hacen referencia a concilios pasados, por los que desfilan un
sin fin de frailes, obispos, papas, copistas, santos, padres de la Iglesia, arqueros,
soldados y reyes. Cientos de personajes, cuyos trazos algo toscos les dan un extraño aire
de familia, una saga promiscuamente numerosa, como si fuera el fruto de una de esas
raras y legendarias fecundidades bíblicas.
El Códice también contiene varios poemas acrósticos y cinco caligramas cuyas letras
encasilladas no dejan de sugerir a los números encarcelados tras la rejilla de nuestros
actuales sudoku.
El Códice se cierra con un retablo donde aparecen dibujados, junto a tres monarcas
visigodos y tres monarcas cristianos, los autores del Códice, el monje Vigilán, su socio
Sarracino y el ayudante García.
Entre 976 y 992, se elaboró una copia del Códice de Vigila que se conoce como Códice
Emilianense, por la relación que tenían los autores de la copia con el monasterio de San
Millán de la Cogolla. El Códice Emilianense es casi tan monumental como el de Vigilán
y en él vuelven a aparecer otra vez las cifras hindú-arábigas —en el verso del folio 9—,
siendo que constituyen el segundo registro escrito de nuestros actuales números.

La aritmética y cálculo mercantil


El comercio y la aritmética hindú escrita con cifras árabes se dieron impulso mutuo en
Europa a partir del siglo XIII. Esta intensa relación quedó reflejada en el Renacimiento
con la impresión, nada más desarrollada la imprenta, de numerosas aritméticas
mercantiles.

Fibonacci y el Liber Abaci.

La figura más destacada en la difusión de la aritmética hindú en Europa fue Leonardo


de Pisa (ca. 1170-1240), también llamado Fibonacci. Durante un tiempo acompañó a su
padre en un puerto del Norte de África donde la ciudad de Pisa lo había destacado como
responsable del comercio que la ciudad mantenía con la zona. Fibonacci visitó Egipto,
Siria, Bizancio y Sicilia, y allí aprendió la aritmética hindú y la ayuda inestimable que
prestaba al comercio. Sobre todo ello escribió un texto de título Liber abaci aparecido
en 1202. El Liber abaci estuvo muy influido por fuentes árabes y, a pesar de su título,
enseña cómo hacer las cuentas con el sistema de numeración hindú y los numerales
árabes. El libro contiene también ejemplos prácticos para ayuda de comerciantes y
mercaderes sobre cálculo del precio de los bienes, estimación de beneficios, cambio de
monedas, etc. En la sección tercera del Liber abaci, Fibonacci propuso para calcular el
número de conejos engendrados por una pareja a lo largo de los meses la sucesión de
números1, 1, 2, 3, 5, 8, 13, 21, 34, 55, ... en la que cada término es la suma de los dos
precedentes. La sucesión de Fibonacci es extremadamente útil, no sólo para contar
conejos, sino como modelo para estudiar el crecimiento de multitud de seres vivos, ya
sea una simple célula, un trigal o un enjambre de abejas. La sucesión de Fibonacci tiene
por costumbre aparecer de manera sorprendente en diferentes áreas de las matemáticas y
la ciencia. Por ejemplo, el cociente de un número de Fibonacci y su predecesor tiende a
la razón áurea de los griegos.
Aritméticas mercantiles (I)
La Summa de arithmetica, geometria, proportioni et proportionalita (1494) del fraile
franciscano Luca Pacioli —o Luca de Burgo— fue la mayor síntesis matemática
impresa en el siglo XV.
De las cinco partes que contiene el libro, las cuatro primeras están dedicadas a la
aritmética y sus aplicaciones mercantiles y comerciales.
Merece destacarse el tratado De computis et scripturis con el que no es exagerado decir
que Pacioli inventó la contabilidad moderna. De computis es un magnífico y detallado
tratado sobre la teneduría de libros contables, donde se explica la contabilidad de doble
entrada; en ella se anotan tanto abonos como cargos, o en otras palabras el activo y el
pasivo o el haber y el debe. Su influencia ha llegado hasta el siglo XX, ayudado por las
34 traducciones que ha tenido.
El Compendion del abaco impreso en Turín en 1492 y obra de Francesco Pellos es una
de las aritméticas mercantiles más raras de cuantas se publicaron. Pellos introdujo una
novedad en su libro, aunque acaso él mismo no entendió cabalmente su utilidad. Se trata
de la idea de asociar un desarrollo decimal a los números quebrados, separando con el
punto decimal la parte entera de la fraccionaria.

El Comercio y los números


Desde finales del siglo X, en que el monje Vigilán escribió los números en su
manuscrito o Gerberto de Aurillac los llevó al otro lado de los Pirineos, hasta que estos
fueron de uso común en Europa bien entrado el Renacimiento, pasaron más de 5 siglos.
Durante este tiempo se produjo una batalla entre “algoristas”, esto es, aquellos que
usaban para las cuentas el sistema hindú de numeración y los numerales árabes, y
“abacistas”, esto es, aquellos que hacían las cuentas con el viejo sistema romano
mejorado con artilugios como el ábaco, o las mesas de cálculo.
Lo que al inicio del Renacimiento vino a decantar la victoria del lado de los “algoristas”
frente a los “abacistas” fue, ni más ni menos, que el desarrollo del comercio durante la
baja Edad Media.
Cuando la actividad comercial empezó a transformarse en Europa a partir de los siglos
XII y XIII, la simplificación de las operaciones aritméticas que permite el sistema hindú
se tornó imprescindible. Ocurrió entonces que los mercaderes dejaron de acompañar a
las caravanas, se hicieron sedentarios, asentaron los negocios en sus ciudades y
establecieron sucursales en la ruta, creando así vastas redes comerciales de intercambio.
Todo ello propició la creación de las primeras entidades bancarias con instrumentos
comerciales más complicados como las letras de cambio. Esta transformación,
fundamental para la expansión del comercio, generó una contabilidad mucho más
complicada que requirió entonces de los poderosos métodos de cálculo que la aritmética
hindú permitía.
Imagine el visitante a un comerciante veneciano, o genovés o florentino, mercadeando
con Bizancio, con el Mediterráneo árabe e incluso con China, llevando esclavos, vino,
sal o paños y trayendo especias, seda, trigo o porcelanas.
Imagine que ya de Venecia a Génova o Florencia la forma de medir y pesar las
mercaderías era distinta. Variaban también las monedas que cada república o reino
acuñaba y fundía con aleaciones elegidas a su gusto o provecho.
Y si esto, digo, era así entre repúblicas vecinas, imagínese ahora el visitante lo que no
ocurriría con los pesos, las medidas y las monedas de un lado al otro del Mediterráneo y
más lejos todavía hasta llegar a la India o la China. Añádase a esto los distintos
aranceles y tasas aplicados por unos y por otros, aquí y allá. ¿Quién sino los números y
la aritmética podían poner orden donde tanto caos y minucias contables se acumulaban?

Esta es la sencilla razón que hizo que el sistema hindú arraigara antes en el norte de
Italia o en las ciudades de la Hansa que en otras regiones de Europa. O la que explica
que el mejor tratado de contabilidad del Renacimiento estuviera incluido en un libro de
matemáticas, la Summa de Luca Pacioli, y lo escribiera un fraile italiano.

Aritméticas mercantiles (II)


La Suma de la art de arismetica de Santcliment es el primer libro de matemáticas
impreso en España. Se trata de una aritmética mercantil en catalán publicada en 1482.
Santcliment publicó una versión castellana de su aritmética en Zaragoza en 1487.
De ambos libros sólo se conserva un único ejemplar. El que el visitante puede ver es el
único ejemplar de la versión catalana y se custodia en la Biblioteca de Catalunya. El
único ejemplar de la versión castellana se conserva en la Biblioteca de la Universidad de
Cagliari (Cerdeña). Durante la guerra civil se perdieron varios ejemplares de la Suma de
Santcliment conservados en la Biblioteca Pública de Palma de Mallorca.
El Tratado subtilisimo de arismetica (1512) de fray Juan de Ortega fue la más
importante de las aritméticas mercantiles publicadas por un español. La obra se publicó
en Lyon y se tradujo al francés en 1515, siendo el primer texto de este tipo publicado en
ese idioma en Francia; también se tradujo al italiano en 1522.
Al comienzo del libro Fray Ortega declaró haberlo escrito: «porque no pasasen tantos
fraudes como pasan por el mundo acerca de las cuentas, fraudes hechos a los que poco
saben».

La aritmética en las ciudades de la Hansa

Además de las repúblicas del norte de Italia, el otro gran foco de la aritmética y del
comercio europeo durante la baja Edad Media y los inicios del Renacimiento fue la
Hansa, la liga mercantil de ciudades de los mares Báltico y del Norte.
En la Hansa los abanderados de los números no fueron los maestros del ábaco, ni las
escuelas, sino otra institución harto singular, la de los rechenmeisters.
Un rechenmeister, o maestro calculista, era un funcionario encargado por la respectiva
ciudad de la contabilidad, sobre todo la relativa a la organización de los puertos, salida y
entrada natural del comercio entre las ciudades de la liga.
Los rechenmeisters escribieron muchas de las aritméticas impresas en Alemania durante
el primer siglo de la imprenta, y fueron los inventores de buena parte de los símbolos
que hoy usamos para representar las operaciones de la aritmética.
¿Cómo expresar mediante símbolos que dos números van a ser sumados, multiplicados
o divididos?
Ya los babilonios y egipcios habían inventado ideogramas para indicar cuando dos
cantidades se sumaban o restaban. Especialmente gráfico era el signo egipcio: un par de
piernas caminando hacia delante indicaban una suma y caminando hacia atrás una resta.
En las primeras aritméticas mercantiles publicadas en el Renacimiento se optó por
declarar con palabras la operación que se iba a hacer con los números. Pero este exceso
retórico era engorroso y confuso.
En Italia y otros países se optó, desde finales del siglo XV hasta principios del XVII,
por indicar las operaciones mediante abreviaturas: así, la letra tildada p, inicial de plus y
la m, inicial de minus, se usaron para señalar sumas y restas, respectivamente, y una r
era el signo habitual para la raíz cuadrada.
Pero fueron los rechenmeisters de la Hansa quienes mostraron más imaginación en el
diseño de los símbolos de la aritmética. Mientras cuadraban balances contables en sus
oscuras oficinas de los muelles, cayeron en la cuenta de que para indicar sumas y restas
acaso pudieran servir aquellos signos usados en el puerto para indicar excesos o mermas
en los pesos de las cajas y embalajes.
Estos símbolos no eran otros que la cruz + para indicar un exceso y el guión – para
indicar una merma. Así, algunos rechenmeister empezaron a usar esos símbolos hacia el
final del siglo XV para indicar con el + una suma y con el – una resta. Primero los
usaron en textos manuscritos; después los símbolos pasaron a la imprenta y acabaron
con el tiempo haciéndose universales.

Aritméticas mercantiles (III)


Conforme el siglo XVI se desperezaba, los signos + y – se hicieron de uso común en las
aritméticas publicadas en Alemania por los reichenmeisters.
A estos signos, Christoph Rudolff, otro reichenmeister, añadió el símbolo de la raíz
cuadrada √ en su Coss, una aritmética en alemán impresa en Estrasburgo en 1525. El
símbolo acaso derive de una deformación de la letra r, inicial de la palabra latina radix.
También podría ser una deformación de un punto entre paréntesis (.), que es como solía
señalarse la extracción de una raíz cuadrada en algunos manuscritos alemanes de finales
del siglo XV.
Todo lo cual acabó reflejado en la más influyente aritmética de las elaboradas en
Alemania. Se trata de la Arithmetica integra de Michael Stifel impresa en Nuremberg en
1544. Stifel no fue un reichenmeister, sino un personaje algo estrafalario ligado en su
madurez a la universidad —no tiene una cosa que ver con la otra, aunque a veces sí—.
Tal vez por eso escribió su aritmética en latín, lo que también le permitió tener más
influencia que las escritas en alemán.

Aritméticas mercantiles (y IV)


Hasta finales del siglo XVI no se acabaría comprendiendo la importancia del desarrollo
decimal para facilitar los cálculos aproximados con números racionales e irracionales.
El impulsor del invento fue Simon Stevin, de Brujas, que escribió un librito en flamenco
titulado The thiende —algo así como El arte decimal—, aparecido en 1585, donde
explicaba el procedimiento. Aquí se puede ver The thiende en la versión francesa de las
obras matemáticas de Stevin aparecida en 1634. Stevin también propuso la unificación
de pesos, medidas y monedas, idea que no se haría realidad hasta que la Revolución
Francesa pusiera en marcha el sistema métrico decimal, y hace unos años con la llegada
del euro.
La simbología para las operaciones de la aritmética se completó en el siglo XVII. Fue
en 1631 cuando el inglés William Oughtred popularizó el uso del aspa x para indicar
una multiplicación.
Pero las más cristalina de todas las invenciones de símbolos para la aritmética la hizo el
inglés Robert Recorde que consiguió justificar su invención de forma aguda y
proverbial. Recorde eligió dos pequeñas rayas paralelas = como signo para la igualdad,
porque «no hay dos cosas que puedan ser más iguales».

Los números y la dignidad de los mercaderes


Desde que la mitología cristiana retratara a su líder expulsando a golpes a los
mercaderes del templo, estos no tuvieron ni buena imagen ni buena prensa.
En La República, Platón había catalogado como subalternos a los trabajadores
manuales, comerciantes y artesanos incluidos, habiendo sido los números y las cuentas,
que estos practicaban, expulsados del paraíso de las verdaderas matemáticas ejercidas
por filósofos y matemáticos.
Durante la Edad Media, los oficios de comerciantes y mercaderes estuvieron
contaminados por el oprobio que la práctica de la usura había arrastrado a lo largo de
los siglos. Acaso el hecho de que se identificara a los usureros con los judíos había
empeorado algo más las críticas sobre la moralidad de los prestamistas.
Esta situación se mantenía todavía en los inicios del Renacimiento, lo que no dejó de
reflejarse en las primeras aritméticas mercantiles. Así, para conjurar el pecado de
avaricia, encontramos invocaciones a Dios, la Virgen o Jesucristo al inicio de las más
antiguas aritméticas comerciales publicadas. Era una manera de exorcizar las posibles
interpretaciones torcidas que se pudieran hacer de los cálculos de intereses y ganancias.
Esta situación fue cambiando conforme avanzaba el siglo XVI, y acaso el hecho de que
algunos curas y frailes escribieran este tipo de aritméticas sirviera para relajar las
consideraciones morales que cupiera hacer, por más que estos autores procedieron en
sus libros sin parar mientes en si los cálculos de precios que proponían podían
considerarse justos o no, o si los intereses calculados entraban o no en la usura, o si los
beneficios computados caían o no dentro del pecado de avaricia.
El tratamiento aséptico de los asuntos contables que la aritmética permitía, sobre todo
en lo relativo a préstamos y cálculo de beneficios y ganancias, ayudó también a superar
las connotaciones amorales de estos oficios.
La publicación de las aritméticas mercantiles sirvió también para mejorar la apreciación
social de mercaderes y comerciantes. Una parte del prestigio social que tenía el libro en
el Renacimiento acabó trasvasándose a esos gremios que eran, a fin de cuentas, los
usuarios y, en cierta forma, protagonistas de los textos.
La mejor consideración del dinero, propiciada por el incipiente capitalismo renacentista,
acabó permitiendo el ascenso en la jerarquía social de determinados oficios y
actividades manuales. Así, ese matrimonio de conveniencia que formaron la aritmética
y el comercio acabó, para beneficio de mercaderes y banqueros, siendo sellado y
confirmado por la imprenta.
Las matemáticas y la imprenta
La llegada de la imprenta, además de acabar convirtiendo a la aritmética en herramienta
de uso universal para comerciantes y mercaderes, supuso la unificación y
estandarización del diseño de los números.

La imprenta también generó, por una u otra razón, un conjunto de obras donde se
mezclan arte y matemáticas.

Los números y la imprenta

Si se comparan los diseños de las letras y las cifras en los primeros libros impresos, se
puede apreciar una sutil diferencia. La diferencia es consecuencia de que el diseño
tipográfico para el alfabeto es esencialmente heredero de las letras góticas medievales,
mientras que las cifras, no se olvide, llevan en sus genes una constitución oriental. Uno
intuye, a veces, que las cifras andan algo contritas y como apocadas, siendo que su
anatomía se ha visto forzada a adecuarse a la tipología gótica de las letras.
Así pues, no cabe atribuir la compostura diferente de letras y números a la impericia o
torpeza de los grabadores que compusieron los primeros tipos.
Por falta de diseños tipográficos se usaron también a menudo, y no sólo en los primeros
tiempos de la imprenta, diversas letras a modo de números. Encontramos así a las letras
i y z pluriempleadas también en las cifras 1 y 3.
Todo esto cambió conforme los maestros impresores y sus diseñadores fueron tallando
juegos de tipos donde además de las letras también se incluían los números. Esto
permitió una unificación, dentro de cada juego de tipos, entre el diseño alfabético y el
numérico. Pero la imprenta también propició una multiplicación de los juegos
tipográficos que supuso la diversidad de estilos que hoy podemos encontrar en
cualquiera de los procesadores de texto que usamos en el ordenador.
Los nuevos diseños que vieron la luz en las primeras décadas de la imprenta —los de
Ratdolt, Holle y muy especialmente los de Elzevir y Garamond— permitieron a las
cifras ver realzada su figura, acomodada su hechura a formas más airosas y elegantes.
Algunos de los diseños tipográficos que se hicieron estaban cargados de geometría,
como los debidos a Durero y los que se recogen en De Divina Proportione, el libro de
fray Luca Pacioli que Leonardo da Vinci ilustró con una colección de sólidos platónicos
y arquimedianos dibujados como nunca antes se los había visto: en perspectiva.
El otro gran problema para la edición de textos matemáticos era la reproducción de
grabados geométricos. El primero en resolver la cuestión fue el editor Ratdolt en su
edición latina de los Elementos de Euclides (1482), la primera impresión de este clásico
de las matemáticas que, tras la Biblia, ha sido la obra que más ediciones ha conocido.
Uno de los impresores que más se esforzó en publicar libros científicos ya fueran sobre
astronomía, astrología o matemáticas fue Erhard Ratdolt. Aquí exponemos dos de los
más significados.
Un Calendarium publicado en 1482 de la serie de efemérides y predicciones de eclipses
del astrónomo Regiomontano —la edición de 1476 fue el primer libro con portada
decorada—. En el Calendarium destacan un juego tipográfico para los números.
El otro libro salido de la imprenta veneciana de Ratdolt es la primera impresión del
clásico de las matemáticas por antonomasia: los Elementos de Euclides. Las figuras
geométricas aparecen impresas al margen que, para este propósito, es de generosas
dimensiones: más de 8 cm.
Los otros dos libros ilustran las dificultades que tuvieron los signos de la aritmética para
hacerse universales.
Por un lado, el alemán Marco Aurel, afincado en Valencia, usó en su Arithmetica
Algebratica impresa en 1552, los símbolos +, -, o √
Sin embargo, una década después se imprimió en Salamanca una de las aritméticas más
influyentes, si no la que más, de las publicadas en España: se trata de la Arithmetica
practica y speculativa del cura Juan Pérez de Moya. A pesar de estar muy influida por la
obra de Aurel, Pérez de Moya no usó los símbolos + y – para indicar sumas y restas o √
para la raíz cuadrada, sino que hizo uso de los ya en decadencia símbolos italianos de
las letras p, m y r —símbolos que se volvieron a usar en la reimpresión que el libro tuvo
en Alcalá en 1569 y en otras ediciones posteriores—. La razón es comprensible y de
peso: «estos caracteres me ha parecido poner», escribió Pérez de Moya acaso no poco
compungido, «porque no había otros en la imprenta».
Fray Luca Pacioli redactó el manuscrito de De Divina Proportione estando en Milán de
1496 a 1499 enseñando matemáticas por cuenta del duque Ludovico Sforza. De Divina
Proportione es un tratado sobre la razón áurea, donde lo místico y esotérico tienen
también un hueco; muy influido por Platón, la obra postula la preeminencia de las
matemáticas sobre las otras disciplinas porque todo «se reduce necesariamente a
número, peso y medida».
En la corte de Milán, Pacioli coincidió con Leonardo da Vinci quien dejó su impronta
en De Divina Proportione. El libro debe mucho a las conversaciones de ambos; contiene
además 60 dibujos de poliedros «de mano de Lionardo da Vinci». Acaso también sean
suyos los diseños geométricos de las letras. El libro, algo ampliado, conoció la imprenta
en 1509.
De todos los artistas del Renacimiento, acaso fuera Durero quien mayor conocimiento
matemático tuviera. Ese saber abarcaba desde la fortificación de ciudades y fortalezas,
el uso del compás y la escuadra para medir cuerpos sólidos, el estudio de la proporción
humana o el diseño geométrico del alfabeto.
Buena parte de su conocimiento matemático lo adquirió Durero en Italia, donde es muy
posible que fuera instruido por fray Luca Pacioli. Este le enseño la «secretissima
scientia», tras la que se escondía la razón áurea de los griegos como fórmula ignota para
la construcción de un canon perfecto para el cuerpo humano. De hasta que punto la
«secretissima scientia» dejó de ser secreta para Durero dan cuenta cabal sus magníficos
desnudos de Adán y Eva.

La Cosmographia de Ptolomeo
Claudio Ptolomeo, el gran matemático, astrónomo y astrólogo de Alejandría, fue el
autor del Almagesto, la gran síntesis de la astronomía griega que situaba a la Tierra en
el centro del universo y al sol y el resto de planetas y estrellas orbitando a su alrededor.
La obra fue finalmente destronada por Copérnico y sus sucesores casi 1.500 años
después de que Ptolomeo la compusiera.
Pero además del Almagesto, Ptolomeo escribió otras obras. Entre ellas una guía
geográfica con información detallada de cuanto se conoció en su época sobre Europa,
África y Asia.
Esta Geographia o Cosmographia fue muy estimada en el Renacimiento y se
imprimieron de ella muchas ediciones, siendo acaso la que puede ahora observar el
visitante, salida de las imprentas de Leonard Holle de Ulm en 1482, la más lujosa de
cuantas se hicieron por sus soberbios mapas coloreados a mano. La obra de Ptolomeo
incluye las coordenadas de 8.000 ciudades y lugares notables de la antigüedad,
midiendo su longitud desde el meridiano que pasa por las Islas Canarias, por entonces la
Finis Terrae.
Para escribir las coordenadas recogidas en la Cosmographia, Leonard Holle preparó
para su edición del libro uno de los primeros juegos tipográficos de los números a los
que podemos dar el calificativo de modernos —salvo el 5 donde todavía se percibe
como el hálito del medioevo encorva su figura—. Aquí los números lucen con una
bellísima sencillez, más estilizados y sueltos que cuando son impresos con la tipología
gótica achaparrada más habitual de los primeros años de la imprenta. Estos números,
usados en la primera parte de la obra para escribir las coordenadas de ciudades y
lugares, conviven junto con otros diseños más medievales —acaso trazados a mano—
utilizados para marcar la retícula numérica de referencia en los soberbios mapas que
siguen.
La ciencia es una amante loca capaz de convertir las más celebradas teorías en
curiosidades históricas, por más que en otro tiempo fueran triunfantes y aclamadas.
¿Qué queda hoy de la ciencia contenida en este libro de altisonante título:
Astronomicum Caesareum? Quién le iba a decir a Ptolomeo, o a Pedro Apiano, autor
del libro y astrónomo y astrólogo del Emperador Carlos V, que esa Tierra fija en el
centro del universo iba a mover a risa a los niños cuando se les cuenta hoy en día que
hubo una época en que los científicos así lo creían.
Si embargo, este Astronomicum caesareum es conmovedor y fascinante, y no conozco a
nadie que lo haya contemplado que no se haya sentido tan fascinado y encantado como
el mismo Emperador al que va dedicado. ¿Qué hace de este libro, a pesar de que sus
teorías científicas yacen muertas en una rama seca de la ciencia, un ser vivo, joven y
pujante? Acaso sea porque es una obra de arte, seguramente la más lograda que
produjeron las imprentas europeas en muchos siglos, con sus piezas móviles regidas por
dragones alados, sus cielos mágicos por donde campan sirenas, osos, centauros,
cangrejos, leones, toros embistiendo nubes y peces descomunales, y su memorable
juego de letras capitales mixtura de humanismo y ciencia; todo ello coloreado a mano.
El arte, se ve, es menos despiadado que la ciencia.
Los números en el siglo XXI
Los números que los árabes trajeron al Occidente desde la India son hoy día
universales: los escribimos de igual forma en Japón, España, Australia, Egipto, México
o Iraq. Y los seguimos enseñando casi de la misma forma que Al-Jwarismi o Fibonacci
recomendaron en sus libros, o tal cual prescribieron las aritméticas mercantiles
renacentistas. Estas aritméticas, publicadas en su mayoría en las lenguas vulgares,
impusieron el patrón que todavía hoy es común en la enseñanza de las cuentas:
comenzaban y comenzamos instruyendo en las cuatro reglas básicas, suma, resta,
multiplicación y división, para pasar después a los números quebrados y la regla de tres
y, eventualmente, a temas más avanzados como los cálculos de raíces cuadradas,
cúbicas, resolución de ecuaciones de primer y segundo grado, etcétera.

Con la llegada del Renacimiento y la publicación masiva de esas aritméticas


comerciales posibilitada por la imprenta, pareció que los abacistas habían perdido la
guerra. Aunque el ábaco nunca llegó a desaparecer y, como el ave fénix, renació una y
otra vez de sus cenizas, ya sea metamorfoseado en los artilugios mecánicos que durante
el Barroco compusieron luminarias intelectuales como Pascal o Leibniz, ya sea en las
modernas calculadoras electrónicas de bolsillo.
Y hasta tal punto ha recuperado el ábaco el terreno perdido que bien se puede decir que
hoy somos para las cuentas unos…
Raros engendros mitad algoristas mitad abacistas electrónicos.

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