Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Mentira y poder en las culturas más avanzadas están entrelazados en un mismo nodo
significativo que puede encontrarse hasta la actualidad y se nos presenta como una
dualidad funcional: la mentira es herramienta tanto del que desearía pero no puede
ejercer un poder apetecido, como arma contra el orden dado; como del que lo detenta
y busca mantenerlo. Cuando no se tiene, el poder avasalla, transformando la mentira
en instrumento de supervivencia del dominado; y cuando se tiene, el poder atrapa, o
en el éxtasis de la libertad total que otorga, aterrando por su potencialidad de violencia
absoluta, o por el miedo a perderlo. En tal caso, la mentira es justificación e ideología.
La mentira violenta los hechos con propósitos que sólo conoce la intención del
mentiroso. Desde el poder, la mentira justifica la opresión y la ideologiza como
protección. La mentira ataca la sustancia de la palabra, como portadora de esa verdad
inalterable del primigenio orden de las cosas. Pero desde el no poder, mentir implica
desafiar el orden del Padre, aunque, al mismo tiempo, fundar las bases de la propia
individuación: sólo puede mentir quien, desde su propio yo, re-conoció un mundo que,
hasta entonces, conocía sólo desde el orden de los significados patrísticos.
No es casualidad que sea Eva, una mujer, quien estimula la rebeldía de Adán para
comer del Árbol del Bien y el Mal. El impulso por conocer, saltándose las exigencias
1 Wolfgang Sofsky. “Tratado sobre la Violencia”. Abada Editores. 2006
normativas, es, por definición, adolescente (sólo quien adolece, requiere) y
corresponde a la edad del despertar a la sexualidad, aquella por la cual “dejarás a tus
padres” para construir el propio orden fuera del paraíso paterno. Dicha mentira, que
acomoda y justifica la desobediencia, expresa la tensión entre el orden antiguo y el
nuevo deseo por probar lo prohibido y extender las libertades, fundando la familia
exiliada. Por eso, muy pronto, se sublimará como juego, para aligerar la culpa frente al
Padre traicionado y el Paraíso perdido.
Como señala Huizinga2 “todo ser pensante puede imaginarse la realidad del juego”, por
lo tanto, el juego puede adoptar significados dependiendo del contexto. Contrario
sensu a la significación del juego en los niños (el encanto), el de los adultos es más
profundo. Huizinga nos dice que “el hombre juega como un niño, por gusto y recreo,
por debajo del nivel de la vida seria. Pero también puede jugar por encima de éste
nivel: juegos de belleza y juegos sacros”. Los mayas en Mesoamérica o los griegos y
romanos en Asia Menor y Europa, ponen en juego su honor y gloria, y hasta su propia
vida.
Pero responder a las pulsiones del juego no hace sino evidenciar lo inevitable del
ejercicio de las emociones, aún cuando aquello sea “de mentira”. La especie requiere
de este ensayo permanente para conseguir cierto control cognitivo sobre devastador
2 Johan Huizinga. Homo Ludens. Alianza Editorial. 2000
funcionamiento del “primer sistema de señales”. Tal es el éxito del juego. Se busca
estar “pre-parados” frente a sus efectos, porque son indicadores de vida o muerte. Las
emociones son un motor “impulsivo” de propósitos duales, de ataque o huida, que se
busca experimentar en ambientes controlados para enfrentar su doloroso ímpetu.
Los organismos vivos disponen de mecanismos perceptivos que les permiten reconocer
estímulos significativos para su supervivencia. Pero dicha percepción sólo cubre el
advertir qué son, lo que es insuficiente para el desempeño del ser, pues aquel requiere
saber si lo reconocido le es útil o no para la vida. V.J. Wukmir (1967) dice que tales
mecanismos son las emociones, movimientos o pulsiones internas que constituyen
respuestas inmediatas e intensivas del organismo que informa sobre el grado de
beneficio de unos estímulos o situación. Si parecen favorecer la supervivencia, se
experimenta emoción positiva (alegría, satisfacción, deseo, paz, etc.) sino, una
negativa (tristeza, desilusión, pena, miedo, etc). Esa valoración se realiza a través de
reacciones físico-químicas diversas, dependiendo de la filogenia del organismo.
Sin embargo, como vimos, gracias al desarrollo del neocortex, los procesos cognitivos
humanos llegan a participar de la reeducación de las emociones, determinándolas, aún
de modo automático, pues su elaboración es un proceso no voluntario, social-cultural,
del que se puede ser sólo parcialmente consciente. El lenguaje, como portador de
conocimiento, se tiñe así de valoraciones emotivas que participarán posteriormente en
las interpretaciones de los sujetos que lo usan.
Estas pulsiones son tan antiguas como la necesidad del juego, éste último, incluso,
anterior a la propia cultura. Tanto animales como hombres juegan (entrenan su
biología combatiendo “de mentira”), lo cual demuestra que nuestra especie no añade
3 W.J. Wukmir. “Emoción y Sufrimiento. Endoantropología Elemental”. (1967). Byopsicology.org. 2000
características esenciales al concepto, aunque sea la primera que busca comprenderlo
y desde luego, la única que puede jugar con una realidad virtual, un constructo
mental, en el que crea nuevas realidades mediante juegos de lenguaje, sometidos a un
grupo de reglas determinadas, a la manera de Wittgenstein, con innumerables
proposiciones no reducibles a descripciones, enunciados o informaciones.4
Huizinga define el juego como una “acción u ocupación libre, que se desarrolla dentro
de unos límites temporales y espaciales determinados, según reglas absolutamente
obligatorias, aunque libremente aceptadas, acción que tiene su fin en sí misma y va
acompañada de un sentimiento de tensión y alegría y de la conciencia de “ser de otro
modo en la vida corriente”.
La mentira del juego falsea así hasta la propia identidad, hecho que emerge como un
proceso mental que importa una negación “de lo que se es”. Aquí el juego, el ser de
otro modo en la vida corriente, se presenta como un mecanismo de doble función:
incita la afirmación-objetivación del ego frente a la labor civilizadora del Padre (Lacan),
siendo de “otro modo”; y al mismo tiempo desarrolla su creatividad e imaginación,
fundada en palabras e imágenes que nutren los primeros pensamientos abstractos e
ideas sobre lo invisible. Sólo si se violenta lo evidente se puede imaginar lo alternativo,
destruyendo las cadenas de lo ostensible para generar mundos propios, manejables
según voluntad y deseos, a diferencia del mundo “duro, normado y ajeno”, del orden
patrístico.
El hombre “sueña” despierto con paisajes distintos, utopías más o menos adecuadas a
los requerimientos que el entorno “en sí” y el poder le niegan. Y entregado al sueño y
asociación libre, crea nuevos mundos que contrastará con sus entornos, prefigurando
nuevas interpretaciones sobre aquel. Aquellas concurrirán a la infinita capacidad auto-
generativa del lenguaje, instalada no sólo en la capacidad de articulación de sonidos
y/o diseños, sino también en el prolífico mundo de la imaginación, no sólo en la
racionalidad del hemisferio cerebral izquierdo, que sistematiza y organiza, que delimita
y distingue, sino también en el más intuitivo derecho, plagado de imágenes, símbolos
e innovación, sin tiempo, ni espacio.
Pero en estos juegos lingüísticos, ni los propios sueños escapan totalmente al orden
instalado y son más bien los significados de las palabras e imágenes los que juegan a
4 Rafael Echeverría. “El Búho de Minerva”. Juan Carlos Sáez Editor. 2005
esconderse y disfrazarse, jugando “a ser de otro modo” que en la vigilia. En efecto, la
correcta interpretación simbólica de las “siete vacas (alimentación) gordas y las siete
vacas flacas” del sueño del Faraón develada por José como siete años de abundancia y
siete de escasez, nos muestra que, aún enmascarada, la significación sigue reglas que
le dieron a José fama y fortuna, tanta como a Sigmund Freud, el sicoanálisis.
Significante “arbitrario” y significado social son pues, cara y sello de una misma
moneda, en la que paradojalmente lo “arbitrario” se instala objetivo, duro, estable,
transmisible, mientras lo “social” se torna subjetivo, plástico, variable, interpretable,
moviéndose en un mismo plano que diverge entre exterioridad “objetiva” e interioridad
“subjetiva”, sin requerir dar un salto entre ambos estados, deslizándose, entre uno y
otro, como en una cinta de Moebius 5. Merced a esta cualidad, la palabra permite
discrecionalidad significativa, pudiendo ser símbolo o metáfora de algo “otro”, distinto
de la connotación consensuada.
Este fenómeno interpretativo también alcanza al significante, aún cuando sólo sea en
su cualidad significativa, pues siendo el mismo en su forma, puede denotar algo
distinto. Carl G. Jung, nos dice que “lo que llamamos símbolo es un término, un
nombre o aún una pintura que puede ser conocido en la vida diaria, aunque posea
connotaciones específicas, además de su significado corriente y obvio. Representa algo
vago, desconocido u oculto para nosotros. (…) Así es que una palabra o una imagen es
simbólica cuando representa algo más que su significado inmediato y obvio. Tiene un
aspecto inconsciente más amplio, que nunca está definido con precisión o
6
completamente explicado. Ni se puede esperar definirlo o explicarlo”.
5 La banda de Moebius, co-descubierta en forma independiente por los matemáticos alemanes August
Ferdinand Moebius y Johann Benedict Listing en 1858, tiene sólo una cara: si se pinta su superficie
comenzando aparentemente por la cara exterior, al final queda coloreada toda la cinta. También tiene un
sólo borde, pues se alcanza el punto de partida habiendo recorrido “ambos bordes” de aquella. Su superficie
no es orientable, pues un objeto que se desliza tumbado sobre ella, con un eje de dirección hacia la derecha,
al dar una vuelta completa aparecerá mirando hacia la izquierda.
6 Carl G. Jung. El Hombre y sus Símbolos. Editorial Aguilar. 1979
condición relativa, artificial, re-creada, por ejemplo, por el chamán que lo maneja,
domina y conoce, porque los dioses lo dejaron a su cargo.
Tal distinción entre el signo, como arbitrariedad; y lo natural, como lo dado, separa el
mundo entre lo controlado por el lenguaje, de lo aún innominado, generando la ilusión
de que lo señalizado es de entidad distinta a “lo que es”, permitiendo su apropiación.
Por eso el símbolo, ese algo vago, desconocido u oculto, deviene en “separación de la
separación”, es decir, una renominación especial, de propiedad privada, un signo de
que “eso” no pertenece a la comunidad, sino sólo a quienes conocen su significado.
Tal capacidad de interpretación creativa es sólo posible para el hombre, porque sólo el
hombre vive en lo simbólico. Hegel nos recuerda que el “antiguo griego se asombraba
de lo natural de la naturaleza”; es decir, una suerte de “sorpresa” frente a lo “que es”,
paso primero para enajenar la conciencia de su inmersión infantil en el todo-entorno, e
iniciar la aventura de la distinción, el análisis, la descripción del ecosistema en que nos
desenvolvemos, a través del lenguaje.
Barthes nos dice que un signo robusto es un símbolo que exige “artificialidad” que lo
diferencie de “lo natural” para poder observarlo, para llamar nuestra atención, para
comunicar. Dicha artificialidad reafirma el carácter humano del mismo (no natural o
“sobrenatural”) y su intención de re-marcar diferencia, categoría y particularidad.
Dadas tales intenciones, el símbolo deviene en forma y contenido y cuando se cruzan
ambos factores, cuando se busca el sentido de aquel, la pureza original del signo
concreto, observable, se confunde con su significado, tornándolo en metáfora,
inestable y evolutivo, dinámico y polisémico, ubicándose en una misma condición
evolutiva de los significados.