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LA PALABRA SAGRADA

En contacto con otros grupos de animales colaborativos y propia herencia genética, los
miembros más dotados del clan buscan asegurar poder y jerarquía para su
supervivencia y la de su filum, e impetran privilegios de uso y derechos sobre bienes
escasos que son intercambiados gracias a un “programa” de reciprocidad que se
observa desde nuestros lejanos primos, los primates. Los Jefes de caza –apadrinados
por dioses totémicos, espíritus animales de machos alfa-; y chamanes –con el poder
del lenguaje secreto y el conocimiento de lo divino- encarnan las primeras distinciones
sociales que el lenguaje sacraliza.

La primigenia visión del mundo, comunitarista, afectiva, femenina, se comienza a


enfrentar a una masculina, donde la competencia e ímpetu de libertad, de hacer la
propia voluntad por sobre la de otros, impone violentamente la palabra-ley para
sostener la armonía en el statu quo del macho dominante, pero, al mismo tiempo, esa
ley obliga a presagiar conductas. La previsión conlleva al miedo al futuro, ansiedad
frente a la eventual derrota y turbación ante el dolor, aunque también a la necesidad
del conocimiento.

La lucha entre de Balam-Quitzé, Balam-Acab, Mahucutah e Iqui-Balam, los míticos


primeros hombres maya que llegan a saber tanto como su Creador, en el Popul Vuh; la
del abuelo Bhishma y Aryuna, en el Mahábharata; la de Huang-Ti contra los dioses en
China; entre Trentren-Vilu y Caicai-Vilu, en la cosmogonía mapuche; el Mito de Sisífo
de Éfirala en Grecia y la expulsión de Adán y Eva del Paraíso, son ejemplos de la
protohistoria de la lucha por el poder, expresado en la brega por el conocimiento a
través del lenguaje, su transporte; y como creador de diferencias, privilegios y
exclusiones “sacralizadas” mediante una lengua ideologizada que se complejiza junto
al conocimiento del cielo, las estaciones y la agricultura. También, por cierto, causante
del opuesto binario, los impulsos por igualdad, inclusión, horizontalidad y trato parejo,
recuerdos ancestrales de una más justa relación con la madre.

Instalados colectivamente como experiencias que imponen o seducen, poder y palabra


se mezclan para simbolizar-enunciar los derechos de quienes los ostentan y significan,
en la prioridad de selección para reproducirse, hasta la alimentación y uso preferente
de los excedentes sociales, suscitando una dura competencia por el ejercicio del poder.
El lenguaje es un regalo de los dioses y, por consiguiente, un poder que distingue a
quien lo determina, porque dar nombre y significar las cosas es “dominarlas”. El
esclavo pierde el nombre; el hijo de “padre conocido”, es el “patricio” destinado a
mandar, a dirigir la civitas.

Con este nuevo papel de la palabra-ley como herramienta para conocer y penetrar el
futuro, la visión del mundo se amplía y abstrae. Surgen otros mundos posibles, en el
pasado (recuerdos) y en el futuro (expectativas); en el Cielo (Paraíso) y bajo la Tierra
(Infierno); en las cuatro direcciones de las largas caminatas nómades.

La palabra se torna fuertemente respetable, porque su ADN significativo ha mutado


merced a la expresión epilingüística que el poder aplica sobre ella: la original definición
se hace metáfora: el árbol ya no sólo es fuente de vida, por sus frutos y madera, sino
además, divinidad. La palabra que prevé, crea presente, pasado y por-venir y la propia
existencia es resignificada por una temporalidad cada vez más conciente.

Surge la angustia ante la muerte inevitable, pero es aminorada en los ritos y símbolos
secretos de la “comunión” o re-ligare. La comunidad crea así mundos ulteriores que se
institucionalizan por el poder patrístico que busca dominar lo azaroso y dar estabilidad
a su ejercicio. Establecidas así moral y normas, emergen los primeros sistemas de
lenguaje especializado: religión y magia. La palabra inalterada, segura, rodeada de un
conjunto de reglas inmutables, da nacimiento a lenguas estructuradas, re-sacralizadas
luego con la escritura, que la hace perenne al estamparla y objetivarla en arcilla,
madera o piedra. Dicho salto cualitativo, nacido de la agricultura y la propiedad de la
tierra (que obliga-incita a su medición o geometría) y que induce los primeros signos-
letras, dará paso a las primeras civilizaciones, ciudades y culturas: la escritura
construye memoria e historia, y aquellas, tradición y poder.

De esta forma, palabras y sus reglas de relación, significadas tanto por conjunciones y
orden de disposiciones internos, como por la influencia epilingüística del poder que las
sacraliza, van dando paso a un especial tipo de pensamiento lógico, secuencial, que se
reputa puro, sin intencionalidad subalterna, que prevé y hace emerger la civitas, aquel
órgano de poder urbano que se manifiesta tanto en la ética, como en la estética, en el
“plan de la ciudad”, la polis y la política. Y desde ese poder institucionalizado se van
colando en el lenguaje modos “naturales” de comprensión del mundo, pero que no son
otra cosa que hermenéuticas del poder, observables en los ritos y costumbres de todas
las civilizaciones del pasado.
En 1492, el español, Antonio de Nebrija en su “Gramática de la Lengua Castellana” nos
recordaba que: “entre algunas partes de la oración hay cierta orden natural y muy
conforme a la razón, en la cual las cosas que por naturaleza son primera o de maior
dignidad, se an de anteponer a las siguientes y menos dignas ; y por esto dice
Quintiliano que diremos de oriente a occidente, porque según el orden natural, primero
es oriente que el occidente; y assi diremos, por consiguiente: el cielo y la tierra; el día
y la noche; la luz y las tinieblas y no, por el contrario, la tierra y el cielo; la noche y el
día; las tinieblas y la luz”.

En este proceso biocultural, la palabra –como significante, esa secuencia de sonidos


arbitrarios; y significado, el concepto imagen asociado- se encarna en la estructura
psicofísica del ser humano, en su memoria, como reflejo audiofonético, que no logra
separar la “entidad mental” del fenómeno que nomina.

Pero el hombre, aunque similar como especie, es diverso como individuo. Su particular
arsenal neurobiológico depende de las mutaciones de su filum genético, mientras su
habla, de su personal “ajuste” al mundo. Este choque entre individuo y sociedad
“coloreará” el lenguaje en las hablas particulares, generando un proceso interpretativo-
emocional que será la base del dinamismo hermenéutico indispensable para la vida de
la lengua comunitaria y la adecuación del grupo a su entorno. Las palabras,
dinamizadas por cada sujeto creador de lenguaje, conformarán paisajes, fenómenos y
sensaciones, según los movimientos interpretativos que cada cual les de.

La lengua, para sobrevivir, debe ser pues plástica, moldeable, flexible y las palabras
que la componen, maleables, dúctiles, dinámicas, so pena que la herramienta no
pueda adecuarse a un entorno siempre cambiante. Por eso, aquellas se dejan arrastrar
en las hablas individuales por infinitas asociaciones, analogías y contraposiciones que
surgen desde lo fonético hasta lo gramático, desde lo ostensible a lo invisible, en la
prosa o la poesía, generando una diversidad que, mediante azar y necesidad, asegura
la subsistencia ante un entorno que se modifica constantemente por la acción humana
y de los elementos.

De allí que, pese a su pretendida sacralidad estática inicial, la actividad de la


naturaleza, unida al desarrollo de las fuerzas de producción –hijas del conocimiento, de
las correlaciones causa-efecto observadas, categorizadas y aisladas que permiten al
hombre transformar el mundo-, impactan en significantes y significados,
dinamizándolos incesantemente en la psiquis humana, yendo de la imagen al concepto,
desde el hemisferio cerebral derecho al izquierdo, contaminándose de significados
surgidos de realidades transformadas, sensaciones y cambios sicofísicos de los
hablantes.

Las palabras retozan en un juego de adaptación, de avance y retroceso, de expansión


y contracción, como amebas en un caldo de significaciones asociadas a las hablas
personalísimas, agudización de los sentidos, mutaciones del aparato audiofonético,
cambios del entorno comunitario, traducciones, migraciones y/o aislamientos, en una
imparable danza dialéctica entre el ADN de aquellas emociones-ideas básicas y
monosilábicas y la capa “epigenética” que las inunda, trastocando sus características,
hasta separar signos y sonidos en los diversos lenguajes o dialectos desarrollados de
esa forma por la especie en todo el globo.

Como en la Torre de Babel, por cada piso de ascenso hacia la abstracción máxima,
Dios va confundiendo a los constructores del lenguaje mediante su propia capacidad
metafórica, alejándolos de los significados originales de las sagradas palabras de sus
ancestros, transmutando el estable mundo primigenio del significado, en un caos de
sonidos, signos e interpretaciones.

Para dilucidar este proceso, los lingüistas han desarrollado diversas teorías para el
origen y desarrollo del lenguaje, pero dos son las más aceptadas: Teoría de la
Onomatopeya y Teoría de las Expresiones Afectivas. La primera apunta al hecho que la
lengua primitiva respondería a expresiones imitativas mediatas o inmediatas de las
percepciones, razón por la cual se le conoce además como Teoría Interjeccional, por
cuanto la lengua tendría su inicio en las diversas exclamaciones que hubiera provocado
en el hombre la contemplación del mundo.

La Teoría de las Expresiones Afectivas enseña que el lenguaje no surgió sólo como
imitación de sonidos de la naturaleza, sino de sensaciones interiores producidas por su
contacto con el mundo (asombro, alegría, dolor). Sin embargo, ninguna de las dos
resuelve cómo los hombres llegaron a comunicarse entre sí, otorgando a cada
interjección un significado estable como patrón de comunicación, cómo surgió la
relación entre las ideas, ni cómo fue posible transferir el significado de las diferentes
exclamaciones relativas a sensaciones ininteligibles para el otro, en cuanto su interna y
exacta entidad.

Siguiendo estas grandes líneas, la lingüística presenta un desarrollo de la formación del


lenguaje humano en tres divisiones históricamente secuenciadas: monosilábico,
aglutinante y de flexión. Las primeras raíces monosilábicas, aún siendo guiadas por las
emociones, ya habrían encerrado “ideas” primigenias, por lo que de dicho lenguaje
surge la “aglutinación”, aunque la lingüística tampoco despeja cómo se produjo el salto
entre uno y lo otro.

Los homínidos hablantes en las primeras raíces parecen no haber dado sentido a
conceptos puros, por lo que aquel conjunto de sonidos no se podría calificar aún como
verdadero lenguaje. En efecto, en octubre de 2007, investigadores del Instituto Max
Planck detectaron que los Neandertales, antiguos parientes del ser humano moderno y
extintos hace unos 30.000 años -razón por la que coexistieron con el homo sapiens-,
estaban también dotados con el gen FOXP2, necesario para el desarrollo del lenguaje.
El descubrimiento, publicado por la revista estadounidense Current Biology, abre la
posibilidad de que el hombre del Neandertal, aparecido hace unos 300.000 años,
tuviera la capacidad genética de hablar.

Pero en los Neandertales parece que la fluidez entre palabra y concepto-idea, no


existía. Cada raíz monosilábica se manifestaba como independiente entre sí. Es decir,
la comunicación se fundaba en el sonido, pero no en su interpretación, en un modo de
“conexión-comunicación” muy similar al del gruñido agresivo del animal defendiendo la
presa: significativo, pero no conceptual.

La lingüística tampoco ha logrado explicar la evolución desde idioma aglutinante al de


flexión, altamente más complejo. En él, no sólo la raíz es acompañada por sufijos y
prefijos, sino que la raíz fundamental también sufre cambios en su morfología. Entre
las lenguas flexivas y sagradas, abstractas, los lingüistas señalan el sánscrito antiguo,
avéstico, eslavo antiguo, acadio y otras procedentes de migraciones indoeuropeas y
semitas, todas ellas bases de culturas y civilizaciones que desarrollaron sistemas
religiosos y estructuras sociales más complejas.

Esta capacidad de abstracción de la especie hace posible generalizaciones diversas que


abren las puertas a más conocimiento y lenguajes especializados, como el geométrico
y matemático, los que se van desarrollando, con sus respectivas reglas internas, en un
proceso de complejización creciente que se mantiene y enriquece hasta hoy día.

La somera descripción del desarrollo antropológico-social del lenguaje tiene obvias


similitudes con lo que ocurre a nivel biológico individual.

En efecto, René Spitz (Austria, 1887-1974)1 señala: “...la formación del lenguaje, su
iniciación al final del primer año, es un fenómeno completo. Abarca, por un lado, la
descarga, y por el otro, la percepción. El fenómeno del lenguaje es un fenómeno
sorprendente de tránsito del niño desde una pasividad durante la cual la descarga
regula los estados tensionales según el principio del placer, a una iniciación de
actividad en la que la descarga misma puede convertirse en una fuente de satisfacción.
Con este paso, la actividad se convierte en uno de los factores del desarrollo bajo la
forma rudimentaria de la actividad lúdica. La vocalización del niño, que al principio
sirve como descarga de impulsos, va transformándose poco a poco en un juego en el
que repite los sonidos que él mismo ha producido. Es entonces cuando el niño se
ofrece el placer de la descarga, produciendo los sonidos, y los de la percepción,
escuchándolos. Es una experiencia nueva; en la repetición, el niño se proporciona su
propio eco. Es la primera imitación auditiva. Algunos meses después, repetirá su
comportamiento con los sonidos que escucha a su madre. Advertimos en ello uno de
los detalles de la transición del estadio narcisista, en el cual el niño se toma a sí mismo
por objeto, al estadio objetal. Cuando se hace eco de los sonidos (y de las palabras)
que emite la madre, ha reemplazado el objeto autístico de su propia persona, por el
objeto constituido en el mundo exterior, o sea la persona de su madre. Tales juegos
forman, asimismo, la base del otro aspecto de las relaciones objetales nacientes, ya
que la repetición de los sonidos emitidos, primero por el niño mismo y más tarde por la
madre, se transformará en una serie de señales semánticas”.

1 René Spitz. El Primer Año de Vida del Niño. Editorial IUP. Nueva York. 1965

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