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Sistema económico y modo de producción.  
Una aproximación metodológica 
 
Pablo Rieznik 
 

L
os llamados “sistemas económicos” son abordados corrientemente como objeto de
estudio en diversas carreras universitarias, sea en el área de las ciencias
económicas o en el de las ciencias sociales o humanidades. El tema es
desarrollado de manera habitual a partir de dos posibilidades: la que corresponde a la
“comparación” de los sistemas respectivos o la que es propia del análisis histórico. Al
ocuparnos en este texto de la “historia de los sistemas económicos”, aludimos a una de
esas dimensiones posibles pero en modo alguno como oposición a la restante. Por el
contrario pretendemos incorporar también el análisis comparativo. Por eso nos referimos
a la “historia de los sistemas económicos” e inmediatamente especificamos: “capitalismo y
socialismo en el umbral del siglo XXI”; tal es el tema de este libro, que reproduce el de la
materia que dictamos en la carrera de historia de la Facultad de Filosofía y Letras de la
Universidad de Buenos Aires. En este caso los sistemas económicos “comparados” se
vinculan de un modo decisivo a un terreno histórico tan vivo y palpitante como es de la
historia reciente; el terreno sobre el cual los hombres de nuestro momento construyen su
propio futuro, trazan su destino. Es lo que importa inclusive cuando se hace u ordena el
proceso histórico hacia “atrás” para comprender entonces el ayer o el anteayer que
concluyó para convertirse en hoy. Y es, por lo tanto, una cuestión vital, en el sentido literal
de la palabra, como lo revela la definición al respecto, formulada por un historiador muy
conocido, de origen francés, del siglo pasado, llamado Lucien Fevbre: “la historia cosecha

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los acontecimientos del pasado, amplificándolos o no en función de las necesidades


presentes. Es en función de la vida que interroga la muerte”. Es un hermoso concepto
para iniciar un curso de historia. Por lo tanto, la dimensión histórica y comparativa que,
normalmente se oponen como alternativas en las “currícula” de la enseñanza superior, se
entreveran o pueden confundirse de un modo creativo y sugerente. Es una forma
además, de introducir de manera adecuada el contenido general de los tópicos que
constituyen el recorrido de este texto.

“Sistemas”, luces y sombras

El punto de partida de ese recorrido es el examen directo del concepto al que refiere la
sentencia “sistema económico”, que puede ser analizada identificando el significado de
los dos términos que la componen. La palabra “sistema” debe ser apreciada en este caso
como una adquisición del pensamiento científico que adquiere plenitud en el comienzo del
siglo XX. Según señala Fritjof Capra en su libro “La trama de la vida” es entonces en el
debut del siglo pasado cuando puede hablarse de la emergencia del “pensamiento
sistémico”, un modo de abordar la indagación de la realidad que supera el paradigma
mecanicista o reduccionista, reemplazándolo por una visión “totalizante” (u holística según
las definiciones más singulares). El abordaje “sistémico” fue introducido como novedad en
el quehacer científico contemporáneo por los biólogos. En el campo de la biología la
nueva concepción se despliega desde la definición de los organismos como totalidades
integradas o irreductibles a sus partes constitutivas. “El todo es superior a las partes” vale
como aforismo y síntesis de una aproximación a las cosas que sólo debe calificarse como
novedad por la forma concreta que toman las “teorías totalizantes” sea en el área ya
mencionada del estudio de los seres vivos, sea en el campo de la química, la física, la
astronomía, etc., con los avances en teoría cuántica y la relatividad, el relevamiento de las
fuerzas elementales de la materia, la investigación sobre el origen y la dinámica del
universo. De esta manera el concepto de “totalidad” tomo la forma de una “concretitud”
original en el terreno de la ciencia reciente. Fuera de este contexto el enfoque totalizante
está presente ya en culturas humanas muy antiguas pero de un modo al mismo tiempo
diverso, genérico y primitivo.

La embestida contra las visiones fragmentarias, parciales o unilaterales del mundo del
hombre y de las cosas reconoce un origen que, como en muchas otras cuestiones,

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pueden rastrearse en tiempos muy distantes y en particular en pensadores griegos,


comenzando por el siempre citado Aristóteles. El propio Capra en el capítulo de su libro
referido al “pensamiento sistémico” da cuenta de lo que denomina la “reacción romántica”
particularmente notable en el campo de la literatura, el arte y la filosofía que en el siglo
XVIII y comienzos del siguiente planteó una alternativa al mecanicismo cartesiano, a la
limitación del quehacer científico a la tarea de contar y desagregar como el alfa y el
omega de su cometido. Desde áreas muy diversas Goethe, Kant o Von Humboldt
criticaron entonces la visión de la vida o la naturaleza como una suerte de máquina
desmontable y se plantearon una aproximación al universo como totalidad, como armonía
u organismo que no podía encontrar su esencia en la mera descomposición-separación
de sus elementos fundamentales, sino, al contrario, en su específica integración y
ensamble como organismo-todo. Pero será más tarde, un siglo después, cuando el
pensamiento sistémico o totalizante toma la forma de un planteamiento más definido y
riguroso. Pionero en esta materia el biólogo austríaco Ludwig Von Bertalanffy, definirá la
“teoría general de los sistemas”, como una ciencia general de la totalidad, un concepto –
según sus propias palabras- que hasta entonces había sido considerado vago, confuso y
semimetafísico. La ciencia entonces venía de descubrir la conocida segunda ley de la
termodinámica —que postula que el universo en su evolución avanza del orden al
desorden (recordamos aquello de que puede hacerse una tortilla quebrando huevos pero
no recorrer el camino inverso). Este crecimiento del “desorden” —o entropía— puso de
relieve una realidad en principio contradictoria con la naturaleza de los organismos vivos
que muestran una tendencia creciente al orden y la complejidad. La trama de la vida —
para no olvidar el nombre del texto de Capra que estamos refiriendo— ameritaba una
ciencia de la complejidad, que es otra forma de llamar a la propia teoría de los sistemas y
que ha dado lugar a una serie de planteamientos diversos sobre las manifestaciones del
orden y el desorden en el movimiento del universo, que aún están plenamente vigentes.
Como dato de interés histórico importa el libro de Capra porque rescata como un
precursor de la teoría de los sistemas a Alexander Bogdanov, médico, filósofo y
economista ruso que formó parte del partido bolchevique y que postuló la necesidad de
desenvolver una “ciencia de las estructuras” como un intento de sistematizar los
“principios de organización operantes en los sistemas vivos y no vivos”. El propio
Bogdanov llamó a la nueva disciplina “tektología”, por una palabra griega que alude a
“construcción” y pretendía que fuera precisamente una teorización general de la
organización de la materia. Se trata de un vasto trabajo, prácticamente inhallable,

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aparentemente sólo publicado en ruso y alemán hace casi un siglo atrás. “Sistema”,
entonces, debe entenderse como el concepto que refiere a una totalidad cuyas
propiedades surgen de la relación entre sus diversas partes integrantes. La palabra
sistema viene de una palabra griega que quiere decir reunir, juntar, integrar. Un ejemplo
“vivo” y didáctico de sistema es el hormiguero, una fantástica ingeniería de vida que, por
supuesto, sólo puede apreciarse a la escala del todo. No se puede “entender” un
hormiguero con la indagación aislada de una o mil hormiguitas, separadas las unas de las
otras.

Que la “totalidad” como concepto riguroso y como indicación metodológica se ha


transformado en una suerte de desiderátum de lo mejor de la ciencia moderna se revela
en el hecho de que más recientemente, en las últimas décadas del siglo pasado se ha
comenzado a plantear una “teoría del todo”. Consideré este problema en la introducción
de mi libro —El mundo no empezó en el 4004 antes de Cristo— señalando que “teoría del
todo” es inclusive el título de un libro de algunos años atrás del cosmólogo John Barrow,
concepto que a su vez ha sido reiteradamente utilizado por el físico Stephen Hawking,
autor de Historia del Tiempo, el libro de divulgación científica más leído de “todos los
tiempos”. Esta referencia tiene sentido ahora porque es precisamente Barrow, el autor de
“teoría del todo”, el que nos recuerda que la fecundidad de las teorías y visiones
“totalizantes” vale solo cuando superan el horizonte de lo puramente genérico o
abstracto. Por eso mismo —dice Barrow— las visiones integrativas o universalizantes que
son propias de determinado tipo de religiones o filosofías orientales, tan en boga en el
mundo occidental de las últimas décadas, no fueron en su momento un estímulo al debut
de un pensamiento científico. Porque para comenzar o desarrollar su potencial la ciencia
debía comenzar por alguna parte y no por un “todo” imprecisamente definido. Una
observación que relativiza en consecuencia el concepto de totalidad a su utilización
concreta en un contexto adecuado es muy importante, en particular cuando proviene de
un estudioso de la “teoría del todo”.

Nunca digas siempre

La conclusión de lo que acabamos de indicar es que no siempre el planteo de totalidad es


sinónimo de un abordaje científico. El énfasis en la concepción sistémica y totalizante

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cobra sentido preciso cuando se comprende como una superación a los límites de la
ciencia que, apenas con intención pedagógica, podemos llamar “cuantitativa” o “analítica”
porque sólo considera como terreno propio el de las cosas que pueden medirse y
contarse y por, lo tanto, separarse, partirse, fragmentarse. Claro que para “superar” la
ciencia confinada al límite de lo “matematizable”, el conocimiento científico sobre esa
misma base debía desplegarse con amplitud. Fue exactamente lo que sucedió porque,
como señalamos citando a Barrow, el comienzo de la ciencia no podía ser el “todo” había
que empezar por algún lado, por una parte. Y esa es la fecundidad, el aporte que
históricamente ha dado a la ciencia que con cierta arbitrariedad llamamos “cuantitativa”, el
método analítico o cartesiano aquel que se identifica, entre otros, con Galileo que es
quien dice que el universo está escrito en lenguaje matemático y que se trata entonces de
medir y contar.

En la actualidad no sólo la ciencia ha ido mucho más allá de lo “matematizable” sino que
las propias matemáticas han traspasado una suerte de horizonte contable único y eterno
que los contenía desde siempre. Ahora sabemos que no hay una única matemática, una
única manera de medir y contar. Sobre esto se ha escrito mucho pero el tema se ha
actualizado o popularizado recientemente por el éxito abrumador del libro de Adrián
Paenza Matemática ¿estás ahí? en una colección que también incluye otro libro muy
pedagógico e interesante, titulado Las matemáticas como una de las bellas artes, de
Pablo Amster. La mención de la matemática como arte es, desde ya, una buena y sana
provocación, que alude a una dimensión impensada de esta ciencia manipulanúmeros o,
para decirlo más sugerentemente a las varias dimensiones posibles de las matemáticas,
precisamente entre el arte y la ciencia. No en vano el autor de este ensayo alude una y
otra vez a Fernando Pessoa, un celebrado escritor portugués conocido por su capacidad
de “desdoblarse” en autores con estilo y carácter propio, que firmaba sus trabajos
literarios con nombres diversos y que no eran sino el propio Pessoa. Son conocidos hoy
como los “heterónimos” de Pessoa que llevó a este extremo de ficción o más
precisamente del arte de fingir lo que el mismo popularizó en un célebre verso como una
esencia del oficio de escritor (El poeta es un fingidor/ Finge tan profundamente/Que hasta
finge que es dolor//El dolor que de veras siente).

Pero ¿porqué un libro de matemáticas puede hablar sobre Pessoa? Porque así como
Pessoa era varios hombres en uno, también las matemáticas son varias posibilidades

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abiertas, no hay una sola matemática. El derrumbe del viejo concepto de matemáticas se
produce en el siglo XX, como lo hemos explicado en otros libros y es un hecho mayúsculo
de la ciencia contemporánea. Fue entonces cuando se descubrió que no siempre dos más
dos es cuatro; es decir, en una variante de las matemáticas dos más dos es cuatro, en
otro variante no; dicho así de modo provocador y como metáfora para decir algo más
riguroso. Por ejemplo los ángulos de un triángulo suman ciento ochenta grados a veces y
a veces, en una geometría alternativa suman más, por ejemplo en la geometría de los
espacios curvos; donde, además, la menor distancia entre dos puntos no puede ser una
recta, como es, o debiera ser,0 obvio para cualquiera que se encuentre situado sobre una
esfera. Todo depende de cómo defina la geometría y sus “axiomas” o premisas
fundamentales. En una geometría tradicional que todos conocemos las paralelas no se
tocan. Es posible sin embargo suponer geometrías alternativas donde sí se tocan que es
lo que sucede con dos líneas paralelas trazadas en la dirección norte sur sobre la Tierra y
que, como nuestro planeta es redondo se tocan en los polos. Algo que parece muy
sencillo y, sin embargo, fue un elemento clave para revolucionar la física del siglo XX: la
geometría de los espacios curvos, si así corresponde que sea llamada, es la que utilizó
Einstein para su famosa teoría de la relatividad.

Digamos además que en un trabajo como este que importa específicamente a los
historiadores que lo que acabamos de plantear tiene que ver con la historia porque ¿cuál
es el libro científico que más ha perdurado en la historia? El de Euclides, el de la
geometría de Euclides. Una especie de manual eterno que dos mil años después de ser
escrito se seguía enseñando hasta fines del siglo XIX, principios del XX, igual que como
se enseñaba en la época del propio Euclides. Una construcción de lógica y ciencia
descomunal que naturalmente sigue siendo válida ahora en el campo más acotado de sus
propios axiomas y sabiendo que existen otros universos matemáticos posibles; “sistemas”
o “totalidades” que sólo adquieren inteligibilidad cuando se los aprecia de conjunto según
las relaciones, premisas y atributos que vinculan a sus diversos elementos entre sí. La
teoría del “todo” o de la “complejidad” que es indisociable del concepto de “sistema” que
estamos analizando, por lo tanto, impide entender a éste último como una suerte de
realidad “última” o cristalizada en una suerte de esencia inconmovible. Al revés, “sistema”
es movimiento, cambio, historia y si se lo entiende de un modo puramente mecánico o
formal no es otra cosa que un recurso de escaso o nulo valor. O para decirlo en términos
del citado Bertalanffy: un concepto vago, genérico o puramente metafísico.

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Lamentablemente es de este modo tan poco científico como aparece muy frecuentemente
el término sistema cuando se trata de temas referidos precisamente a la materia que nos
ocupa –sistemas económicos.

Formalismo inconducente y “estructura”

Un caso paradigmático es el del pequeño manual clásico sobre esta cuestión, utilizado
desde tiempos inmemoriales, publicado por Eudeba, de autoría de Joseph Lajugie y que
se llama… “Sistemas económicos”. En él los mentados "sistemas” son definidos como un
conjunto de “instituciones jurídicas y sociales…. organizadas en función de ciertos móviles
dominantes… para asegurar la realización de ciertos equilibrios…etc.”. Cito textualmente
para que se comprenda que ese tipo de definiciones oscurecen más de lo que aclaran y
traducen una visión esquemática, imprecisa de “sistema” muy lejos del concepto de
complejidad al que hacíamos referencia. Al revés, este tipo de definición de “sistema”
aplicado a nuestra materia ha dado lugar a una suerte de clasificación arbitraria de
características sobre diverso tipo de “economías”; por ejemplo, abierta o cerrada,
industrial o agrícola, centralizada o no, natural o monetaria, y así de seguido. El orden
respectivo a partir de este criterio es generalmente arbitrario y conduce a lo que podemos
llamar una taxonomía o clasificación vacía de significado. Una formalidad carente de
contenido.

Otra definición de “sistema”, menos complicada y más sucinta puede encontrarse en el


libro de Maurice Godelier, otro clásico en la materia aunque provenga de una trinchera
académica opuesta a la citada de Lajugie. Godelier se reivindicaba al mismo tiempo del
marxismo y del estructuralismo y por esto último (no por lo primero) plantea un concepto
de “sistema” que no es muy distinta a la definición de… lenguaje que, aunque puede ser
extraño a primera vista, no por eso menos interesante para nuestro análisis. “Sistema”,
entonces, para Godelier es un conjunto de objetos vinculados entre sí a partir de ciertas
reglas que permiten combinarlos de diversa manera sobre la base de algunos principios
elementales. El “sistema” es entonces, una “estructura” que adquiere sentido a partir de
ciertos axiomas y que contiene elementos que, sobre la base de los primeros pueden
vincularse entre sí según ciertos criterios, en configuraciones y significados diversos. En
forma naturalmente algo burda y sencilla esta definición corresponde a la definición de

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lenguaje que tanto vale para la geometría (lenguaje matemático) como para el sentido
más trivial que remite al idioma, a la lengua y a la palabra.

Godelier tomó de los estructuralistas su definición de “sistema” la que a su vez éstos


habían tomado prestado de los postulados del fundador de la lingüística moderna,
Ferdinand de Saussure y que utilizaron como base para combatir…al marxismo y su
concepto de la historia y el hombre, relativa a la capacidad creciente de nuestra especie
de transformar la naturaleza y adaptarla a sus necesidades. Los estructuralistas se
plantean negar la historia o la existencia de un hilo conductor en el desarrollo civilizatorio.
Al revés las diferentes sociedades en la evolución de nuestra cultura no podían ser
comparadas entre sí; simplemente porque correspondían a tipos diversos de “estructuras”
o “sistemas” (con sus respectivos objetos, reglas, combinaciones, etc.) que serían
inconmensurables entre sí. No hay sistemas que por algún criterio puedan ser estimados
como “más avanzados” o “históricamente superiores” simplemente porque la tarea sería
vana. Claro que esto tenía un sentido político muy definido cuando en la segunda mitad
del siglo XX estaba planteada con características propias la discusión sobre socialismo y
capitalismo.

En un trabajo muy interesante del cual aquí apenas podemos hacer una mención, Perry
Anderson puso de relieve el enorme retroceso que en el plano de la teoría supuso esta
versión “estructuralista” frente a la cual cedió cierto marxismo latino (se refería al de
Francia, España, Italia) en paralelo con su adaptación más general a la sociedad
burguesa y a los regímenes políticos correspondientes. Anderson es muy claro cuando
explica porque el estructuralismo implica lo que llama un alejamiento de la verdad, un
desapego de la realidad y una hipertrofia del pensamiento especulativo y anticientífico.
Como puede verse, son variadas las sorpresas que encontramos cuando tratamos de
darle un sentido preciso y rico al término “sistema” tan susceptible de conducirnos a una
apreciación formal de las llamadas “relaciones económicas” que están muy lejos de
constituir un punto de partida adecuado para el conocimiento histórico y científico. Lo
notable, por eso mismo, es que cuando Godelier define “lo económico” para acompañar
su definición previa de sistema, lo haga en términos que vuelven a caracterizarse por una
imprecisión propia de lo vago, genérico o metafísico.

¿Qué es lo económico? y el modo de producción

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Godelier comienza recordando que para la tradición clásica, representada por Adam
Smith y David Ricardo “lo económico” se identifica con la producción material de riqueza.
En oposición a este planteo recuerda también la definición llamada neoclásica que se
identifica con el llamado “neoliberalismo” contemporáneo y para quienes la economía no
puede limitar su objeto de estudio a los bienes tangibles –porque también conocemos la
producción de “servicios” que no involucra un producto material. Para los denominados
“neoclásicos” la economía debe identificarse no ya con la producción sino con una
disciplina más general relativa a la “eficiencia”, a la obtención de los mejores resultados
con una dotación determinada de recursos. Es lo que está presente en la célebre
definición del objeto de estudio de la economía como la ciencia que indaga el vínculo
entre los objetivos múltiples del hombre y sus medios escasos. Godelier sintetiza las
diferencias en un dilema: la economía es conforme a los “clásicos” atinente a una
actividad humana en particular o se refiere como indican los liberales posteriores a un
aspecto particular de toda actividad humana. Concluye en una alternativa que combina
amplias posibilidades de un modo ecléctico y formal que como veremos enseguida se
caracteriza por darle a “lo económico” una dimensión ahistórica en la cual pierde
especificidades que enseguida examinaremos. Por lo pronto señalemos que nuestra
crítica al concepto de sistema cuando se la planteó de un modo incorrecto o vago e
impreciso se extiende aquí a la “economía” de tal modo que quedamos en el umbral de
una definición superadora.

En esta dirección importa precisar que entendemos nosotros por “económico” para
avanzar en la cuestión sustantiva. La principal confusión que debemos eliminar de
entrada es muy sencilla: economía no es sinónimo de producción, “lo económico” cuando
tratamos con cuidado y método científico el problema es una forma social histórica
particular de la producción, de la actividad del hombre por medio de la cual elabora las
condiciones materiales de su existencia. Los vínculos que los hombres establecen para
producir(se) naturalmente han cambiado a lo largo del tiempo. En nuestra época la
característica central de tales vínculos o relaciones entre los hombres en el ámbito de la
producción (y en el sentido amplio de la palabra que incluye la circulación y el consumo
de lo que se produce) es que la célula de todo ese tejido social son los productos del
trabajo humano convertidos en mercancías, es decir, en productos del trabajo humano

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que satisfacen una necesidad (valor de uso) siempre y cuando puedan moverse también
como productos que “valen”, que tienen precio, es decir “valor de cambio”.

En un sentido preciso entonces, la economía como objeto de una indagación científica


hace referencia a una forma social, particular, histórica y condicionada de la producción
que tiene como referencia decisiva el hecho de que los productos son y circulan como
mercancías, algo que toma la forma de un fenómeno universal en una época reciente de
la historia del hombre que es la que corresponda al capitalismo. Porque si la economía no
es la forma eterna de la producción humana, la mercancía tampoco es la forma eterna del
producto del trabajo humano. Desde que nuestra especie existe, los hombres produjeron
pero no siempre (e históricamente hablando sólo en una época muy reciente) sus
productos fueron objeto de intercambio en el mercado, es decir, tuvieron valor o precio,
tomaron la forma de mercancías.

Si llamamos “economía” al metabolismo productivo en el cual la mercancía es célula


básica y fundamental es porque, en tales condiciones es el movimiento de las “valores de
cambio”, el movimiento de los precios (que para lo que aquí importa pueden ser
concebidas como sinónimos); es el movimiento mercantil —insistimos— el mecanismo
que regula la organización del trabajo social (de la sociedad). Detrás de la “ley del valor” o
de la investigación que surge con la Economía Política clásica, identificada con los
economistas ingleses Adam Smith y David Ricardo con relación a como se forman y
mueven los precios, lo que se buscaba poner de relieve era precisamente como y porque
se distribuía y evolucionaba el trabajo social del hombre y la producción de la riqueza, en
un contexto histórico preciso que es el que corresponde al modo de producción
capitalista.

La denominación que acabamos de utilizar para referirnos a nuestra sociedad basada en


el capital —“modo de producción”— aparece de este modo al concluir la crítica a las
definiciones más o menos convencionales de “sistema(s) económico(s)”. El concepto de
“modo de producción”, en cambio, tiene una filiación científica más adecuada a condición
de concebirla en lo que constituye al mismo tiempo su sencillez y su profundidad para la
comprensión de la vida social como un todo. Porque para captar su carácter “totalizante”
—en el mejor sentido de la palabra— modo de producción es modo de existencia, modo
de actividad, modo de vida y es el punto clave de lo que podemos llamar concepción

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científica o materialista de la historia. Marx dice en su célebre prólogo de la Contribución a


la Crítica de la Economía Política que esta última permitía investigar el modo de
producción capitalista, entender su anatomía, como los hombres trabajan y se organizan
en su seno. Pero —agregó Marx— los hombres también “produjeron” el modo de
producción capitalista y él mismo es una producción “histórica” que es necesario
comprender (cómo nace, cuál es su fuerza vital, cuáles las razones de su agotamiento).
De ahí la “crítica” de Marx a la economía de su época y su concepto abarcativo de modo
de producción en un sentido muy concreto de la evolución de la historia. La “crítica”
trasciende el límite de la “economía” y se proyecta como un planteamiento más amplio
sobre la transformación social contemporánea. Si la economía clásica concibió la
regulación del “sistema” productivo como una totalidad que funciona sobre la base del
intercambio mercantil y la “ley del valor”, Marx partió de sus descubrimientos para ir más
allá de los límites de la economía, fundar una suerte de sociología científica de nuestra
época histórica y fundar la teoría de su transformación social revolucionaria. En este
“trípode” se apoya el concepto de “modo de producción” como ineludible para abordar un
entendimiento riguroso de una historia como “presente” de los sistemas económicos, de
una visión de conjunto sobre “capitalismo y socialismo en el umbral del siglo XXI”, que es
el tema que aquí procuramos desarrollar.

Producción… trabajo

La comprensión de modo de producción como modo de actividad vital está


indisociablemente unida a la comprensión del trabajo humano como la característica
distintiva que hace del animal que somos una especie única. A diferencia de cualquier
otro congénere de nuestro reino de seres vivos y no vegetales, los humanos
interactuamos con la naturaleza para sobrevivir utilizando capacidades biológicas que se
expresan en la potencia del lenguaje y de la conciencia y que permiten superar el nivel de
lo meramente instintivo en el vínculo que, como los demás organismos dotados de vida,
establecemos con el medio ambiente, Esta capacidad humana de crear una cultura propia
es un producto del trabajo del hombre que se separa del resto de las especies, de las
cuales se distingue justamente por ese poder que le es propio de producir sus medios de
vida (y por lo tanto su vida) con un alcance universal.

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La definición, entonces, de modo de producción, lejos de unilateralizar o sesgar la visión


de lo que es el ser humano, revela lo que hay de esencial en el hombre como producto de
generaciones pasadas y como productor sobre esa base de su propio futuro. Modo de
producción apunta, entonces, a lo esencial de una definición humanística del propio
hombre. El alcance de este abordaje de la cuestión lo señalamos en un texto titulado “Las
formas del trabajo y la historia”, que es, a su turno, la introducción de un libro que con el
mismo título presentamos como “Introducción al estudio de la Economía Política” algunos
años atrás.

El concepto de modo de producción ha sido cuestionado como una determinación


materialista “excesiva” si por tal caso entendemos la visión del hombre como sujeto
absolutamente condicionado por su circunstancia. En este plano, y a pesar de la
referencia histórica concreta a la cual alude, el “modo de producción” no sería ajeno a los
cuestionamientos que en este mismo texto hicimos a la noción de sistema o totalidad. En
definitiva, el interrogante que suscita esta crítica es ¿qué lugar queda para el sujeto, para
el hombre? ¿No es acaso el hombre el demiurgo de su propio destino? Inclusive en
alguna tradición marxiana se plantea una contradicción/oposición entre, por un lado, la
identificación de la Historia –así, deliberadamente “mayusculizada”- con la evolución del
“modo de producción”; y por otro lado, la identificación de esa misma historia con el
desarrollo de la lucha de clases según la conocida proposición del Manifiesto Comunista.

Nos parece, sin embargo, que, bien entendido, el asunto es una dicotomía falsa que
remite a un debate de orden filosófico. El propio Marx se encargó de darlo por superado
cuando afirmó que su planteamiento iba más allá de lo que hasta entonces se entendía
como vínculo entre lo objetivo (el medio) y lo subjetivo (los hombres) o entre materialismo
e idealismo, tal como se habían entendido hasta entonces, como medios para acceder al
entendimiento de la historia. Si las palabras no estuvieran gastadas por el abuso, no
estaría mal decir que en este punto Marx realizó una síntesis superadora: “el humanismo
consecuente se distingue tanto del idealismo como del materialismo y al mismo tiempo
constituye su verdad unificadora”, dijo el propio Marx en sus célebres y debatidos
Manuscritos de 1844. En términos más bien simples pero no exentos de densidad: los
hombres no crean la historia ni son su mero producto. Solamente la hacen en condiciones
que no heredan de generaciones pasadas y son las circunstancias de su pasado. Las
palabras de Marx, en todo caso, pueden ser aquí completadas con las de su compañero

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de luchas –Federico Engels- “La libertad no es otra cosa que decidir con conocimiento de
causa”. De eso de trata. Comprender y decidir; la teoría y la práctica como acción única,
humana. De la Historia hecha a hacer la historia.

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