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Un país que expulsa a sus hijos

Se divulgaron ayer datos de una encuesta realizada por el Instituto Nacional de


Estadística sobre un fenómeno que viene castigando a la sociedad desde hace cuarenta
años: la diáspora uruguaya.

El estudio abarca desde 1963 hasta 2004 y brinda un panorama preocupante por
cuanto confirma estimaciones que se venían manejando desde hace ya unos cuantos
años, según las cuales los uruguayos que residen en el extranjero rondan el medio
millón de personas; concretamente, se habla de 478 mil uruguayos (nacidos en el país)
que residen actualmente en otras tierras. Pero el total de ciudadanos naturales que
emigraron entre 1963 y 2004 se sitúa en 600 mil.

Esta realidad explica en parte el bajísimo crecimiento demográfico que se verifica


desde mediados del siglo pasado, sobre todo si tenemos en cuenta que esos uruguayos
emigrados suelen formar familia en su patria de adopción y tienen hijos que serán
ciudadanos de otro país.

El Uruguay, con un territorio apto para cobijar varias veces su escasa población
actual, pasó de ser una tierra de promisión a la que acudían inmigrantes de todas
partes del mundo, a convertirse en un país que expulsa a sus habitantes. La fecha de
1963 no es caprichosa pues precisamente por esos años es que se detuvo la corriente
inmigratoria que había tenido un pico importante de europeos que huían del fascismo,
de la guerra y de la penuria económica de la inmediata posguerra. Curiosamente, el
Uruguay no padeció guerra alguna ni cataclismos que hubieran significado una traba
al crecimiento económico, ni hambrunas ni nada por el estilo. Sencillamente, a
mediados de los cincuenta del siglo XX hizo crisis el modelo de desarrollo que hasta
entonces había permitido el crecimiento sostenido de la economía. El neo-batllismo no
fue capaz de conjurar la crisis, y los efectos de ésta empezaron a hacerse sentir bajo el
primer gobierno blanco del siglo, un gobierno --dicho sea de paso-- que era resultado
de la voluntad de cambio de los ciudadanos.

A partir de entonces, el descalabro de la economía y de las finanzas, producto de un


modelo agotado y de respuestas equivocadas, trajo aparejada la caída de los salarios y
los primeros síntomas de desempleo y de fractura social. También por esa época --
comienzos de los sesenta-- la protesta social fue intensificándose en la medida en que
los asalariados percibían claramente la disminución de su poder de compra además del
cierre de fuentes de trabajo. Vale la pena recordar que las acciones de grupos
insurgentes no surgieron de la nada ni por capricho; como bien ha señalado Constanza
Moreira, fueron una manifestación más (con otras características) del descontento
social. Por otra parte, no hay que olvidar que allí comenzó la escalada represiva desde
el poder como una forma de acallar la protesta.

Ante esta situación, los uruguayos que no radicalizaron su postura militante contra la
pérdida de poder adquisitivo de su salario y contra el endurecimiento de la represión
estatal, debieron optar por abandonar el país. Fue entonces que comenzó la sangría
poblacional. Una sangría tanto más sublevante por cuanto no se debe a una guerra o a
otros factores, sino a omisiones, errores e imprevisión de los gobiernos de entonces,
tanto neobatillistas como nacionalistas. Lo trágico es que desde entonces, los sucesivos
gobernantes --incluidos el elenco cívico-militar del régimen de facto y las
administraciones posdictadura-- no fueron capaces de revertir la tendencia
emigratoria. Con ineptitud y frivolidad siguieron administrando la crisis sin ideas, sin
iniciativas, empeñados en aplicar el modelo nefasto propugnado por el pensamiento
único del neoliberalismo. *

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