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Terror y desolación
Austin Gridley
Pete Rice/7
 
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CAPÍTULO ILA MUERTE DORADA
 El tren de carretas avanzó, chirriando, hacia Mineral Point. Los hombres que loacompañaban, iban con los músculos en tensión. En todos los rostros se reflejabauna honda preocupación y no había entre todos, nadie que no tuviese los labiosfuertemente apretados. Eran aquellos hombres «desuella mulas», como llamaban enel Suroeste a los carreteros más curtidos. Sabían poblar el aire de recias imprecaciones; nadie mejor que ellos paradefenderse a puñetazo limpio en una riña de taberna; pero no ignoraban cuanimposible resulta discutir con las balas y sabían perfectamente, que, de un momentoa otro, podían empezar a llover sobre ellos proyectiles en la oscuridad. La luna, en cuarto creciente, rasgaba la oscura bóveda del firmamento. Delante deellos, sobre Mineral Point, al parecer, veíase un manchón de nubes. Eran negras,color de muerte. El aroma de artemisa endulzaba, levemente, el ambiente. Muy lejos, al Sur, loshabitantes de las selvas habían dado principio a sus aullidos. Pero, por el Este, elsilencio era opresivo. Para los ocupantes de las carretas, aquel silencio era comouna señal de inminente peligro. ¿Sería la proximidad de seres humanos lo que había hecho enmudecer a losanimales? ¿Estarían sobre su pista los jinetes de la noche? La ruta que conducía del poblado minero llamado Desolación hasta Mineral Point,había visto flotar sobre sí el humo de más de un disparo. Era cosa corriente morir demuerte violenta en aquel camino. Pero nunca faltan hombres dispuestos a arriesgar la vida para ganar dinero. Había que transportar el mineral desde Desolación, lugar en que se sacaba de lasentrañas de la tierra hasta Mineral Point, donde se hallaban las trituradoras. Podríanmorir hombres. Morirían hombres. Se les enterraría en aquella comarca salvaje, enla propia tierra en que se encontraban los yacimientos auríferos por los quearriesgaban la vida. Otros hombres ocuparían su sitio. Otros hombres morirían también. Pero el trabajoseguiría adelante. Rafe Morgan conducía la primera carreta Rafe era conductor veterano; llevabacincuenta años en la profesión. Su cuerpo arrugado, de piel dura como suela, estabasurcado de cicatrices. El peligro era, para él, algo que sazonaba la vida. Algún díauna bala pondría punto final a su existencia. Hasta que eso ocurriera, gozaríaluchando. Los ojos de Rafe dirigían su mirada ora a un lado, ora a otro, del camino. Aquellas ojeadas rápidas observaron los álamos siluetados contra el cielo. Sabía que podía haber enemigos ocultos tras aquellos árboles. Fustigaba a loscaballos al llegar a los lugares donde árboles y malezas tapaban la vista. No hacia mucho tiempo que había sido asesinado su compadre al acompañar unaconsignación de mineral. En menos de cinco semanas habían muerto otros cinco«desuella-mulas» que le habían acompañado más de una docena de veces enbusca de oro. En aquella parte del condado de Gila-Arizona, estaba trabajando una cuadrilla deasesinos. Estos conocían el valor de los carreteros. Nunca daban la voz de «¡Arribalas manos!» Ni hablaban siquiera. Dejaban que sus revólveres hablaran por ellos.Los asesinos disparaban primero. Caían sobre los trenes de carretas como manada
 
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de lobos sobre un rebaño. Eran como ellos mortíferos, como ellos igualmentesanguinarios. Rafe Morgan conducía, tan sólo porque andaba muy necesitado de dinero. Ledarían por aquel viaje, cinco veces más de lo que se acostumbraba pagar por unviaje corriente. Rafe había sido siempre jugador, dispuesto a jugárselo todo a unacarta. Los demás, «desuella-mulas» eran del mismo temperamento, jugaban la vida por labonita cantidad que habían de cobrar de salir bien del viaje. Iban armados. Lesacompañaban dos hombres más; el guardián, con escopeta, montado en la primeracarreta, y el policía de la mina, que iba en el carro último de la caravana. Tate Quentin, el guardián de delante, parecía sacar alimento del tabaco quemascaba, con evidente placer. Miró a Rafe. -Estoy preguntándome si, dentro de tres o cuatro horas, será verdad que estaréechando un trago en la taberna de Mineral Point-murmuró. -No te aconsejaría que apostases mucho dinero a favor de esa probabilidad-lecontestó el carretero, tranquilamente-. ¿Ves esa roca grande, allá a la izquierda, queparece una lápida mortuoria? ¡Te aseguro que le va muy bien esa forma! Un bandidose emboscó detrás de ella, en el último viaje y le metió un balazo a Con Roslin en laespalda. ¡Lindo país! Vaya si lo es. -Esos tipos de la estrellita nos siguen, ¿no? -Eso tengo entendido, Tate. -No oigo las pisadas de sus caballos. Tal vez hayan caído en una emboscada ya. Tate hablaba con voz serena. Usaba el tabaco de todas las maneras y, en aquelmomento, empezó a cargar la pipa. -No apostaría ni un centavo a favor del tipo que intentara prepararles unaemboscada a «Pistol» Pete Rice y a sus ayudantes-contestó Morgan, con énfasis-.Sería menos peligroso darle un beso a una serpiente de cascabel que meterse conesos hombres. -Sea como fuere-dijo Quentin-, me parece que me fumaré esta pipa tranquilamente.No creo que sea fácil que muera nadie de una intoxicación de nicotina en este viaje. Encendió una cerilla en la suela del zapato. -Lo que no comprendo-prosiguió, acercando la llama a la pipa-, es por qué trajeronlos jefes a Pete Rice de Trinchera para que protegiese estos envíos. ¿Será por qué...? ¡Pum! ¡Sussss! Una bala hendió el aire. Pasó, silbando por enema de la carreta y fue a estrellarsecontra una roca. Un segundo proyectil dio al palo del látigo, a pocos centímetros de la cabeza deMorgan. Este lanzó un agudo grito de angustia al clavársele un tercer proyectil en elhombro. Dejó caer las riendas. Se llevó las manos a la herida. La sangre le manchó losdedos y le empapó la manga. Pero apretó los dientes y, con la ensangrentada manosacó su revólver. Tate Quentin masculló una maldición. Alargó la mano, rápidamente, para asir laescopeta que había dejado para encender la pipa. Se llevó la culata al hombro. Por la ladera de una colina rocosa, bajaba, a toda velocidad, un grupo de jinetesenmascarados. Sus revólveres escupían fuego. Una lluvia de balas caía sobre eltren de carretas. Tate contestó con su escopeta. Uno de los bandidos dio un salto ensu montura y cayó al suelo.

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